Olivia ultimaba los detalles del viaje a Bogotá, el cual se daría en los próximos días. Claudia la miraba de reojo y volvía a su ordenador. En un momento en que se quedaron solas, exteriorizó:
—Te veo distinta, amiga. Los ojos te brillan y sonríes sola. ¡Hasta tu piel resplandece! Estoy segura de que nada se debe a esa nueva crema que compraste.
Olivia tomó un cuaderno de notas, se cubrió el rostro y soltó la carcajada.
—¡No! —chilló Claudia, sorprendida—. Quiero detalles.
—Soy muy feliz. Me siento hermosa y deseada.
—¡Guau!, pues déjame decirte que siempre has sido hermosa y deseada —Claudia tomó un sorbo de su bebida—. Has tenido admiradores, todos los que puedas imaginar. Que tú hayas decidido esperar como doncella del siglo XIX por el único hombre de tu vida es otra historia. Aunque pensándolo bien, te entiendo; es un pedazo de hombre. ¿También es buen amante?
—¡Claudia!
—No te hagas la mojigata conmigo. Debe ser excepcional, aparte de que está más bueno que un bizcocho relleno de crema y bañado en chocolate.
—Es perfecto, es todo lo que te voy a decir.
—Me alegro por ti, amiga. Ya era hora de que empezaras a vivir.
Para Olivia era toda una sorpresa saberse deseada de la manera en que la deseaba Miguel. Era un bálsamo para su autoestima y la hacía sentir más segura en su papel de mujer. La avidez con que la buscaba, la manera en que le hacía el amor, la mirada de los ojos, el rictus de su boca al alcanzar el orgasmo, la forma en que la aferraba a él como si quisiera fundirse en ella... ¡La tenía hecha un mar de pensamientos indecorosos!
Sonrió involuntariamente, recreando las escenas vividas.
Claudia había renunciado a sacarle más información. William había vuelto del baño e Iván había terminado de hablar por el móvil. Todos estaban reunidos en torno a ella, concentrados en sus actividades. Olivia tecleó algo en el computador y volvió a sus pensamientos.
Miguel era el hombre más guapo y viril que había conocido. No tenía claro por qué se había fijado en ella, cuando mujeres más hermosas podrían atraerlo.
Su alegría bajó unos decibeles. No estaba acostumbrada a la felicidad, sentía que no la merecía. Algo podría pasar que se lo llevara todo al traste y, entonces, ¿dónde quedaría ella?
No tenía idea.
¿Cómo superar el miedo a ser feliz? “Soy tremenda candidata para un psicoanálisis”, dejó escapar otra sonrisa.
Disfrutaría la compañía de Miguel sin pensar demasiado en el futuro. La vida le había enseñado que no hay que hacer planes, porque la realidad, esa señora remilgada y prepotente que le aguaba la fiesta a los sueños, podría hacer su aparición en el momento menos pensado.
—Solo irán diez personas a la audiencia —señaló William, mostrando la lista con los nombres.
—Peor es nada —contestó Claudia.
—Irán seis mujeres y cuatro hombres —informó Iván—. Solo siete hablaron con la psicóloga.
— Tu amigo Miguel está en la lista —ratificó William, no sin cierto retintín.
—Sí, lo sé. Necesita información para el caso de su hermano. Además, Zambrano fue quien le disparó a su padre.
Sin levantar la vista del portátil, Claudia señaló:
—Las formas ya están diligenciadas. Todo está preparado. Los requisitos probatorios están documentados —o en otras palabras, las pruebas de que hubo un daño real por parte de la persona que va a rendir versión libre—. ¡Es increíble! Cientos de muertos y te apuesto a que ese malnacido no confesará ni la tercera parte.
—¿Cómo estás tú? —le preguntó Iván a Olivia.
—Muy bien, impaciente por oír lo que ese hombre tiene que decir. Solo espero que sea honesto y no nos haga perder el tiempo.
—Eso esperamos todos —concluyó William.
Al llegar a casa, Olivia alistó una pequeña maleta con pocas cosas: una muda de ropa, carpetas desbordantes en documentos y los implementos de su prótesis. Al fin y al cabo, la ropa de clima frío la tenía en su apartamento de Bogotá.
Dejó aquello que hacía y se sentó en la cama a observar el vacío. Todo se hacía más real a medida que avanzaban los minutos. Hacía años que no veía a Zambrano. ¿Tendría el valor suficiente para confrontarlo? Porque lo confrontaría, de eso estaba segura. Necesitaba que se hiciera justicia en el caso de las personas que la acompañarían y, por supuesto, el de Jorge. Nada le daría más satisfacción que Miguel recuperara a su hermano, y las demás personas tenían derecho a saber por qué desaparecieron sus seres queridos.
¿Y los cuerpos?
Soltó un gemido de angustia tapándose la cara con las manos. ¿Por qué podía lidiar con todo menos con eso? Era algo que se preguntaba siempre. No tenía la respuesta. Solo le pedía a Dios la fortaleza suficiente para afrontarlo cuando la verdad llegara.
Miguel la llamó más tarde:
—Hola, mi amor. ¿Cómo vas?
—Bien. Ya la documentación está lista. ¿Cuándo sale tu vuelo?
Miguel no podría viajar con ella, se lo había dicho en la tarde.
—El día de la audiencia a primera hora. Tengo uno que otro problema que solucionar antes de dejar los asuntos de la hacienda en manos de Pedro.
—Ninguno de esos problemas es grave, ¿verdad? —preguntó mientras colocaba la bolsa de cosméticos en la maleta.
—No, nada grave. ¿Qué estás haciendo que oigo tanto ruido?
Olivia rió.
—Alisto la maleta.
En tono de voz bajo y ronco, Miguel preguntó tras un corto silencio:
—Y... ¿qué llevas puesto?
Olivia soltó otra risa, más efímera que la anterior.
—Deberías venir a verlo.
El soltó un suspiro:
—Me encantaría, no sabes cuánto te extraño. Quisiera verte, olerte, saborearte… Uy, uy, uy, me pongo duro solo de pensarlo.
—¡Miguel! —soltó la carcajada—. Esto parece una llamada a la línea caliente.
—Podríamos hacerlo por teléfono, solo dime que deseas poner tus lindas manos en…
—En todo tu cuerpo, y te besaría y te lamería por todas partes —Olivia dejó de lado la maleta y se echó en la cama. Llevó las manos a su sexo—. Quiero que lo hagas conmigo, Miguel. Ahora.
El pequeño espacio que tenía como suyo en casa de su tía se llenó de gemidos, suspiros y una conversación amenizada con las descripciones de los cuerpos desnudos y acciones de dos amantes.
Miguel rompió el silencio que los envolvió después del orgasmo. Su voz ya no tenía rastros de lujuria, sino de la seriedad y firmeza que lo caracterizan.
—Prométeme que te cuidarás, mi Olivia. Pasaré a recogerte pasado mañana temprano para ir juntos a la dichosa audiencia.
—Estaré bien —después de una pausa agregó—: Solo deseo que esto salga según lo planificado y que la diligencia judicial sea de ayuda.
—Yo también, Olivia. Yo también. Ya no te demoro más, tienes que dormir. Dulces sueños.
Oliva llegó poco después del mediodía a Bogotá. Hacía un frío atroz, y una llovizna bañaba la ciudad. El cielo estaba totalmente nublado. Una camioneta de la ONG los esperaba a la salida del aeropuerto. Acompañó a las personas que irían a la diligencia judicial a instalarse en un hotel en el centro de la urbe, cerca de donde tendría lugar la diligencia. Olivia, Claudia y Teresa habían hecho una colecta en el pueblo para comprarles ropa para el clima al que debían enfrentarse. Olivia podía adivinar los pensamientos que surcaban las mentes de esas personas: aprensión, miedo por lo que se sabría al día siguiente y temor de volver a una ciudad que tan duramente había jugado con ellos durante el destierro. Rato más tarde pasó por las oficinas de la ONG, y al anochecer llegó a su apartamento, ubicado al norte de la ciudad, en el piso quinto de un edificio de doce pisos. Atravesó la puerta del edificio, y con paso rápido llegó a la recepción.
—Señorita Olivia, dichosos los ojos que la ven —la saludó amable el concierge vigilante de turno.
—Hola, Felipe, ¿cómo está usted?
—Bien, señorita. Muchas gracias.
—¿Qué ha habido de nuevo?
—Milena estuvo hoy por aquí —le dijo, refiriéndose a la empleada del servicio de Olivia, que iba al apartamento dos veces a la semana—. Subió su correspondencia.
—Gracias, Felipe. Buenas noches.
—Buenas noches.
Subió al ascensor. Al entrar en su casa la recibió el olor de las flores que adornaban el centro de mesa de la sala. Se acercó y descubrió que eran unos lirios color naranja. A Olivia le gustaba el aroma que expedían esas flores y su empleada lo sabía.
El apartamento era pequeño y cómodo, decorado de forma austera. La sala estaba compuesta de un sofá color arena, un puf color café, una silla reina Ana, del mismo color del puf y una alfombra gruesa de colores vivos. Más allá, un comedor de cuatro puestos de madera oscura y sillas tapizadas de beige, y un cuadro de pintura abstracta comprado en el mercado de las pulgas de Usaquén. La cocina estaba separada del comedor por un mesón en mármol negro.
Olivia recogió su correo y se dirigió a su habitación. Soltó la maleta y se sentó sobre el colchón. Encendió la lamparita de la mesa de noche y fue revisando los diferentes sobres de la correspondencia.
La cama era de madera oscura con un edredón de colores blanco, café y amarillo. A un lado, el tocador; al otro, una silla isabelina. Justo en frente había un televisor pantalla plana con una repisa donde descansaban algunas películas.
Dejó la correspondencia en la mesita y se dirigió al armario, de donde sacó una piyama abrigada. Después caminó hasta la cocina, donde colocó agua a hervir.
Se tomó un té y se acostó.
Qué extraña le pareció la rutina solitaria que la había acompañado durante una década.
No descansó bien esa noche. A las tres de la mañana se levantó por un vaso de agua, luego volvió a la cama donde dio vueltas hasta que la claridad inundó la pequeña habitación.
Le tenía miedo a las respuestas; tenía miedo de enfrentarlas, por más que había dedicado diez años de su vida a encontrarlas. Con el alma plagada de malos presagios, se levantó para empezar su día.
Tomó un vaso de jugo y tostadas. Estaba terminando de arreglarse cuando sonó el intercomunicador. Lo contestó rápidamente. Era el vigilante, anunciándole la llegada de Miguel.
Terminó de pintarse los labios en el espejo del cuarto, se dio un repaso de arriba abajo. Se había vestido con un pantalón gris de bota ancha y caído de cadera, un saco pegado al cuerpo color negro y botines cerrados. Se colocó la chaqueta de lana color gris y una bufanda de colores vivos, que había comprado en un mercadillo de hippies. Se había secado el cabello liso, el maquillaje que decidió usar era de tonos cremas y delicados.
Abrió la puerta antes de que sonara el timbre. Se avergonzó de su reacción, y más después de observar a Miguel, que la miraba sorprendido. Estaba tan hermoso, con un pantalón de color negro, una camisa blanca de rayas delgadas y una chaqueta de cuero negra corta; zapatos Bass negros y unas gafas Rayban de aviador. Olivia apretó la mano en el picaporte.
—Vaya… —soltó el, entrando en el apartamento sin apartar los ojos de ella. Su belleza lo asombraba, le causaba un desbarajuste que iba del alma al cuerpo, como si fuese cualquier adolescente con las hormonas en desorden.
La apresó en los brazos y cerró la puerta de un puntapié. En pocos segundos no quedaron trazas del lápiz labial.
Ella se perdió en su beso matador, lo penetró con su lengua hasta que oyó un gemido que brotó de su garganta.
—Dios mío, Olivia. Estás hermosa —la separó de él para mirarla. Lo único que deseaba era tirarla en el piso, quitarle los pantalones, lamerla hasta que se derritiera y enterrarse en ella.
Ella abrió los ojos y esbozó una tenue sonrisa.
—Hola, tú también estás guapo.
—¿Tenemos tiempo?
—Me temo que no, debemos estar en treinta minutos en la fiscalía.
Miguel lanzó un gruñido y alejó el torso del de ella.
—Pongámonos en marcha, entonces.
Salió con ella del apartamento, aferrándola por la cintura. Estaba nervioso, aunque no quería evidenciarlo. En el ascensor la volvió a besar como si tuvieran todo el tiempo del mundo y cuando se abriera la puerta los esperara una cama. Olivia le robaba el aliento y se lo devolvía empapado de menta.
Las puertas del ascensor se abrieron. Él la tomó de la mano y la llevó al frente, donde los aguardaba una camioneta.
—¿Es tuya?
—Sí, esta es la que usa la familia en la ciudad.
Miguel se percató de que Olivia evitó hacer el camino a la fiscalía en silencio. Hablaron del clima, del tráfico que era imposible a esa hora, del viaje, del tiempo, pero el tema que ambos deseaban tocar estaba ahí, como un elefante en la parte de atrás del coche.
Miguel deseaba preguntarle qué sabía ella de la acusación que se le había hecho a su hermano y qué ayuda, si alguna, les podría brindar el malnacido que le había disparado a su padre y partido su vida en dos.
Le preguntó.
—Sé de él lo mismo que sabes tú, Miguel. Solo pidió que yo estuviera presente en la diligencia.
—¿Por qué?
—Es algo que pronto sabremos.
Llegaron a uno de los bloques de la fiscalía. Olivia se adelantó mientras Miguel parqueaba la camioneta. Claudia y William ya la esperaban en el Tribunal Superior del Distrito, Sala de Justicia y Paz.
Ese día se celebraría, en realidad, la segunda sesión del proceso. La primera sesión, que tenían los integrantes de grupos ilegales acogidos a la ley, había sido solo para informar sobre sus derechos y empezar a interrogarlos sobre sus inicios en la organización. También se les solicitaba una relación de los hechos que confesarían en la segunda sesión, de cara a las víctimas.
Las víctimas y los abogados estaban entrando en la sala junto con una psicóloga que los acompañaría durante el proceso. Olivia saludó a los presentes y entró en la sala de audiencias. Era una sala con una pared con el logo de la fiscalía en la parte de enfrente y un televisor de pantalla plana con circuito cerrado de televisión, en el que se mostraba otra sala con una mesa larga donde había tres sillas con micrófonos y, a la extrema derecha, el escritorio del fiscal y el de una secretaria.
Por último, ingresaron algunos representantes de la oficina de derechos humanos y un par de periodistas de una de las revistas de opinión más importantes del país. Se acomodaron en las últimas sillas.
Un policía agente de ley se acercó el micrófono y empezó a hablar:
—Esta es la audiencia pública de la diligencia de versión libre del señor José Zambrano y del señor Evaristo Morales. A las personas les recordamos el buen decoro de este recinto, como es el de guardar silencio y evitar cualquier manifestación física ante las decisiones tomadas por las autoridades pertinentes.
Hizo su entrada la fiscal Beatriz Bonilla Rúgeles, una mujer de unos cuarenta años, de cabello largo con mechones rubios y mirada café penetrante. A su lado iba el delegado de la procuraduría, un hombre joven y delgado.
A los pocos segundos comparecieron los dos acusados, con un par de abogados. Se levantó un ligero murmullo en el salón. Olivia estaba sentada entre Miguel y Rosa Santa Mejía. Ambos apretaban su mano.
El abogado de los Robles estaba sentado detrás de ellos con su ordenador abierto. Sintió el escalofrío de Miguel y la tensión en su cuerpo ante la aparición de Zambrano, que tenía un chaleco antibalas.
“Los años se encargan de pasarle factura al cuerpo y el alma”, meditó Olivia mientras miraba al par de malosos con sus calvas incipientes, su sobrepeso y las bolsas debajo de los ojos. Unos ojos duros y astutos.
Se pidió silencio una vez más y se dio comienzo a la diligencia.
La fiscal tomó la palabra:
—Buenos días a todos. Estamos aquí hoy porque queremos justicia, porque ustedes —señaló al par de acusados— tienen un deber moral con las víctimas y sus familias. Al postularse a la Ley de Justicia y Paz, son conscientes de que deben actuar con la verdad. Esperamos de ustedes toda la colaboración posible para poder esclarecer los hechos y cerrar este doloroso capítulo de la historia de nuestro país.
Le cedieron la palabra a José Zambrano:
—Ante todo, quiero pedir perdón por los actos cometidos en la época en que fui lugarteniente de Orlando Ruiz. Sé que se cometieron muchas barbaridades y muchas familias perdieron todo por lo que habían luchado durante años y a varios de sus seres queridos. Sé que por mucho que discutamos no los vamos a resucitar.
—Si ese hombre nos viera… —sentenció una mujer asustada ante el tono de voz, que desencadenó una serie de tristes y espantosos recuerdos.
—No se preocupe, señora. Él está a buen recaudo —le contestó la psicóloga, que se sentó al lado de ella para tranquilizarla.
Miguel se percató de que el hombre estaba leyendo esas palabras de su ordenador, que tenía en la tapa la figura de una parca, el símbolo de la muerte. Se percató también de la soberbia con que miraba a las cámaras mientras iba relatando los hechos como si estuviera hablando del clima. “Grandísimo hijo de puta”, pensó para sí. Quería reventarle la cara y callarlo a golpes, pero no lo haría, porque las víctimas, aunque estuvieran asustadas, dieron acto de presencia y querían conocer la verdad.
Zambrano justificó sus acciones aduciendo que debían limpiar la zona de guerrilla, lo que causó una gran indignación en las personas presentes. En menos de veinte minutos de diligencia, Miguel notó que era Zambrano el que dirigía la audiencia.
—Yo seguía órdenes de Ruiz. Él me decía quién era auxiliador de la guerrilla y lo que debía hacer con él.
Miguel sintió a Olivia tensarse en su silla. Miguel llevó una mano a la nuca de ella y la acarició, un gesto para tranquilizarla.
—Nosotros limpiamos la zona —exclamó con orgullo.
— No era su labor —le contestó la fiscal, seguro ya harta de su prepotencia.
—Yo también era víctima de algunos grupos y el estado no estuvo ahí cuando debía. Yo también guardo resentimiento por esa situación.
—Señor —le espetó la fiscal enseguida tomando el control de la diligencia—. En el caso de que existan resentimientos, quienes tienen derecho a sentirlos son las víctimas de sus acciones, no usted.
La fiscal volvió a tomar unos documentos en sus manos y leyó:
—¿Qué tiene que decir sobre la cooperativa Nuevos Horizontes?
—Eso era una fachada.
Nuevos Horizontes era la cooperativa que había fundado el papá de Miguel con los demás campesinos de la región. El hombre insistía en que estaba infiltrada de otros grupos.
—Hijo de puta —volvió a susurrar Miguel con los puños apretados. La fiscal retomó la palabra.
—Según nuestras investigaciones y el testimonio de desmovilizados de otros grupos, eso no es verdad.
Zambrano sonrió de forma irónica y se quedó callado.
—¿Por qué mató a Santiago Robles?
Esa vez, Zambrano respondió muy de prisa.
—Por meterse donde no lo habían llamado.
Miguel no pudo aguantar la indignación ante lo que escuchaba. Se levantó furioso de la silla y salió de la sala. Olivia y el abogado lo alcanzaron en el corredor. Miguel caminaba de un lado a otro con las manos entrelazadas en la cabeza y con el semblante descompuesto.
—Es un cínico.
Olivia no se atrevía a hablar.
—Miguel, estamos aquí por una razón. ¡Debes calmarte! —le señaló su abogado Rafael Sinesterra, un hombre joven y alto, de cabello rubio y ojos marrones. Era uno de los mejores abogados defensores del país.
—Tú lo oíste, ¡Por Dios! ¿Crees que ese hijo de puta va a decir algo que sirva?
Olivia lo tomó del brazo y, con gesto abatido, los instó a volver a entrar en el salón de la audiencia. Miguel, no obstante, estaba lejos de calmarse.
—Entren ustedes, yo necesito un minuto a solas —les pidió, no sin acusar el semblante de Olivia.
—Miguel... —se acercó y la abrazó—, cómo me gustaría que todo fuera diferente —le dijo con el rostro pegado a su chaqueta. Se alejó de él y entró de nuevo en la sala.
Miguel se sintió un cretino, solo pensando en su pena, y ahí estaba su mujer, con el corazón destrozado. No esperó el minuto que había pedido, sino que entró rápido al lugar se sentó al lado de su mujer. Le pasó el brazo por el hombro.
Ella lo miró con tanto amor que sintió que junto a ella podría enfrentar cualquier cosa. Ella irradiaba fuerza, algo que la hacía especial. Allí, en medio de ese ambiente hostil y poblado de amargura, ella emitía luz y bondad, como esas buenas hechiceras de los cuentos que con su varita pueden arreglarlo todo. Se sintió afortunado por tener el amor de una mujer así. “Gracias a Dios”, pensó, “algo bueno ha salido de esto.”
Volvió la vista a la cámara y observó cómo Zambrano relataba la manera en que había matado a su padre.
—El patrón quería toda la tierra del otro lado del río y con esa dichosa cooperativa no podría hacerlo. Así que decidimos empezar a sacar a la gente de ese lado del monte...
En las siguientes horas, las autoridades leyeron una lista de personas que fueron asesinadas entre los años 2002 y 2005. José Zambrano negó casi todos los asesinatos y relató con lujo de detalles los pocos que se imputó.
—Te lo dije —dijo Claudia.
Olivia le pidió silencio con un gesto.
—Está negando su participación en las ejecuciones cuando todos sabemos que sí participó de ellas —señaló un hombre sentado, varias sillas más allá.
Al mediodía solo se había imputado dos asesinatos más, uno de ellos el de Rosalía Correa, una mujer activista de la zona. A Miguel le sorprendió la manera en que narró la muerte de la mujer. La esperaron al final del camino del pueblo y la montaron en la camioneta. Rato después, tiraron su cadáver mutilado en una zanja. Ella fue una de las pocas personas que no desapareció. Querían enviar un mensaje, asustar a la gente. Miguel estaba, por decir así, particularmente impresionado por la ausencia de culpa y reflexión, la manera en que obedecía órdenes sin chistar, sin pensar en represalias o en las consecuencias que se derivaban de sus actos.
El hombre relató otro par de hechos igual de violentos, con lo que quedó concluida la diligencia de la mañana. La fiscal dio un receso hasta las dos de la tarde.
Ya salían de la audiencia cuando el abogado de Zambrano interceptó a Olivia. Claudia y los demás estaban listos para llevar a la gente a almorzar en un restaurante cercano.
—¿Señorita Ruiz?
—Sí, soy yo.
—Mi cliente desea unas palabras con usted.
—Su cliente no tiene nada que hablar con ella —respondió Miguel, tomándole la mano a su Olivia.
—Miguel, por favor —susurró la mujer.
—Él dice que es importante —señaló el abogado, importándole poco la reacción de Miguel.
Miguel se enfureció más al ver la expresión de Olivia. La jaló del brazo y la alejó unos pasos.
—¿Qué diablos te pasa? Si piensas que voy a dejar que te acerques a ese tipo, estás loca. ¿Es que no escuchaste nada de lo que ese tipo habló allá adentro?
—Aquí no me pasará nada. No te preocupes tanto.
Miguel la aferró a él, dispuesto a sacarla así fuera a rastras, pero Olivia era una mujer de carácter.
—Tú no tienes ni voz ni voto en esto, Miguel. Es mi trabajo y no quiero que intervengas —y habiendo dicho eso, dio media vuelta y se marchó con el abogado, quien sonrió de despedida.
Miguel dio unos pasos cortos y llegó hasta Claudia.
—¿Ves lo que hace? ¡No podemos dejarla sola!
Claudia señaló con un dedo el par de guardias que custodiaban a su amiga.
—Ella cuenta con protección.
Claudia se acercó a uno de los guardias que custodiaban el corredor para recordarles que de ellos dependía la vida de Olivia. En ese preciso instante, unos oficiales les ordenaron abandonar el edificio.
—Lo siento —dijo uno de los guardias, el más anciano, a Claudia y Miguel.
—¿Para qué mierdas te pago? —le espetó a su abogado—. Haz algo, no voy a dejarla sola.
El abogado buscó papeles en su maletín.
—Espera aquí.
En cuestión de minutos, y gracias a las conexiones del jurista, los ubicaron detrás de un vidrio de visión unilateral que daba a una sala acondicionada para interrogatorios. Había un equipo de escucha en una de las esquinas. Un auxiliar de la oficina lo encendió.
Olivia caminaba de lado a lado con las manos en los bolsillos de la chaqueta y la mirada sobre el piso. Estaba pálida.
Lo único que deseaba hacer Miguel era correr a su lado y borrarle a besos la expresión de impotencia y tristeza. Decirle que él la protegería con su amor, con su vida si era necesario. Apretaba los puños desesperado, mientras un escalofrío de inutilidad recorría su cuerpo. Cuando Zambrano entró en la sala, su autocontrol recibió una dura prueba al ver la mirada lujuriosa del hombre recorriendo a Olivia de arriba abajo. El hombre se sentó. Lo habían esposado.
—Esto no va a terminar bien —exteriorizó Miguel, en un susurro.
—No predigas lo que no sabes —contestó el abogado, mirando la sala sin perder detalle.
Miguel se concentró en lo que ocurría dentro de ese espacio.
—Hola, Olivia —la saludó el hombre—. Sigues siendo hermosa a pesar de tu problema —demoró su mirada en la pierna que tenía la prótesis.
—¿Qué quieres, Zambrano?
—No deberías tratar así a un viejo amigo que te recuerda de muchas formas.
—Al grano, no tengo tiempo.
—¿Sabes? Sigues igual de buena que cuando eras una jovencita e ibas a esa quebrada a revolcarte con el joven Robles. Debo confesar que he tenido muy buenas fantasías contigo, si sabes a lo que me refiero —Zambrano movía hacia arriba y hacia abajo las manos esposadas sobre el regazo de su pantalón.
—¡Maldito hijo de puta! —vociferó Miguel, dando puños contra las paredes. Se dispuso a salir para entrar en el habitáculo donde estaba Olivia, pero un par de guardias lo frenaron enseguida. El pasillo era un rosario de escoltas de ese tipo. No podría acercarse a él. Volvió como loco a la sala—. ¡Malparido! Debí haberte volado la cabeza a tiros hace años —le gritaba al vidrio.
Olivia, en su ignorancia y distancia, daba gracias a Dios porque Miguel no oía lo que ese hombre le decía.
—Pero sigues igual de soberbia, mirándome como si fuera un plasto de mierda.
“Es que lo eres”, quiso decirle Olivia, pero decidió calmarse. Era mucho lo que estaba en juego.
—No eres sincero en el estrado, Zambrano. Todos sabemos que cometiste esos asesinatos. ¿Por qué mientes? Sabes que perderás los beneficios de la Ley.
—Dime algo que no sepa, niñita tonta —sonrió. Olivia puso rígido el rostro. Habló entre dientes.
—¿Qué quieres?
—Solo quería prevenirte.
—¿De qué?
—Esto no ha acabado.
—Eso lo sé.
—He seguido todos tus pasos y hay algo que me causa curiosidad.
—¿Qué? —le enfermaba haber estado en la mira de ese tio.
—Haces lo que sea para que se devuelvan las tierras, haces lo que sea para que se desvelen los asesinatos, pero no haces nada por saber dónde están los cuerpos.
Olivia palideció.
—Me imagino que tú darás esa información —contestó ella en un murmullo y con las manos encogidas.
—Vaya, vaya, así que la señorita Ruiz no quiere olores fétidos a su alrededor —el hombre dejó escapar una carcajada extensa—. Pues entonces, sal corriendo, Olivia, ¡te lo advierto! Esos cuerpos están más cerca de lo que tú crees.
—Solo quiero justicia.
—¡Mentira! ¡Puras mentiras!
Olivia sintió que se le humedecía la vista.
No. No le daría el gusto.
—Aquí quien único miente eres tú. Por ejemplo, inculpaste a Jorge Robles por un asesinato que no cometió.
—¡Ja! Tú tienes algo que yo quiero, y yo tengo algo que tú quieres.
Olivia se cruzó de brazos.
—Habla de una maldita vez, hoy no estoy para juegos pendejos.
Zambrano se echó hacia adelante.
—Tu padre me humilló, Olivia Ruiz. Fui como un perro guardián para él —sus gestos destilaban rabia—, ¿y qué hizo él? Me encochinó para salirse con la suya, y ahora no está aquí para responder, y los pobres pendejos de siempre respondiendo por sus crímenes.
Olivia no interrumpió su silencio.
—Si quieres en libertad al hermano de tu amante, tendrás que pedírmelo —sonrió y se echó hacia el espaldar de la silla—. Quiero que te arrodilles ante mí y me pidas clemencia por Jorge Robles. Por una vez en tu vida, quiero verte a mis pies, donde perteneces.
Ver a Olivia en manos de ese malnacido desquició a Miguel. De pie y con una violencia acompañada por el insulto que pronunció, descargó su puño sobre un mesón pegado al vidrio. No podría tolerar que la humillara o que ella accediera a lo que él quería. Miguel salió de nuevo al corredor, y una vez más le impidieron el paso.
—¡Hagan algo! —vociferó—. ¡Sáquenla de ahí!
Pero nadie hizo nada. Miguel pegó otro puño a la pared y volvió a la oficina.
Su abogo lo aferró de las solapas de la chaqueta
—Piensa en Jorge refundido en la cárcel. Esto no es nada en comparación con ello.
—¡Nada para ti! ¿Y ella qué? —se soltó del abogado—. No quiero que sufra más.
El abogado se puso un dedo sobre los labios. Señaló el cristal que se extendía ante ellos.
—Solo observa.
—¿No te cansas de esparcir maldad?
Olivia podía detectar la maldad del hombre. Sabía que era un hombre corpulento y grueso, pero eso, en vez de acobardarla, le daba fuerzas para enfrentarlo.
—Hago lo que me da la gana, niñita. Siempre lo he hecho, y hoy quiero darme el gusto. Por una vez en la vida quiero doblegar tu maldito orgullo, quiero cobrarte todos tus desplantes.
Olivia no lo pensó más. Se puso de rodillas ante él. Nadie podría humillarla, eso solo lo podría hacer ella misma, pero el hombre que tenía enfrente no tenía idea. Estaba lejos de saber lo que era la bondad, los principios y el sacrificio.
Cuando habló, lo miró a los ojos.
—Por favor, Zambrano, di la verdad en el caso de Jorge Robles. Di que él es inocente, por favor.
Se percató de la cara de asombro de Zambrano. Cuando lo vio fruncir el ceño, se dio cuenta de que la situación no había resultado como él la había planeado. La ligera mueca de satisfacción que dejó ver al tenerla a sus pies le quedó congelada en la cara.
Olivia lo miraba sin asomo de cobardía con una entereza que por sí sola retaba. Bajó la mirada asustada, para que no se diera cuenta de que él era un libro abierto para ella. Porque al percibir lo que ocurría, al darse cuenta de que él no podría hacerle más daño aunque quisiera, por más que estuviera a sus pies, él podría echarse para atrás y eso no lo podía permitir. Lo único que quería era salir de allí con la promesa de que en el caso de Jorge se haría justicia.
Un silencio ominoso invadió la habitación.
—¡Levántate! —le espetó de mal modo.
—Por favor, confiesa lo que sabes, no hagas sufrir más a esas personas, que ya han perdido tanto.
Olivia se levantó poco a poco.
—¿Y bien?
—Tú ganas, por ahora. ¡Guardias! —se levantó y salió sin mirarla.
Olivia salió de la sala y se vio envuelta en el fuerte abrazo de Miguel. La entró a la oficina donde había visto todo. Sin soltarla y acariciándole el cabello, le decía:
—Mi amor, mi amor, mi Olivia guerrera ¡Estaba tan angustiado! —Su voz era un lamento al tiempo que acusaba el llanto de ella—, has hecho mucho por mí y por esas personas que lo necesitan tanto como yo. Gracias, gracias, mil gracias. Siento tanto el que hayas tenido que enfrentar ese bulto de maldad. No quiero que vuelvas a estar frente a ese tipo nunca más ¡Prométemelo!
Olivia se lo prometió, se separó un poco de él y entonces, se percató del gran cristal, y que a través de él estaba la habitación donde ella había tenido el encuentro con Zambrano. No quería que el orgullo de Miguel se viera mancillado. Esa escena debió haber sido una dura prueba para su auto control, estaba segura.
—Lo viste todo —aseveró angustiada. Se limpió las lágrimas. Todavía temblaba.
Miguel hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Ella se dio cuenta de que estaba pálido y descompuesto, la aferraba sin querer soltarla y en su mirada además de devoción, había respeto. Y preocupación.