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El grupo de profesionales de Memoria Histórica, esto es: un movimiento socio-cultural, nacido en el seno de la sociedad civil, para divulgar, de forma rigurosa, la historia del desplazamiento y la época de violencia, con el fin de que se haga justicia y recuperar referentes para luchar por los derechos humanos, la libertad y la reparación, se integró a las actividades sin problemas y ocurrió algo asombroso: al incluir las voces que habían sido sistemáticamente suprimidas a lo largo del conflicto, los sobrevivientes empezaron a colaborar. Al ver que había personas interesadas verdaderamente en todo lo que les pasó, emprendieron la elaboración de testimonios. Por supuesto, todavía había algunos reacios, pero nadie los obligaba.

Olivia estaba segura de que, con tiempo y paciencia, se sumarían más personas al programa.

La entrega de los muebles y enseres para los desplazados se hizo sin problemas y con ayuda de las señoras del comité de la iglesia que Teresa había ayudado a fundar. Cuando su tía le presentó a Elizabeth Robles, la sonrisa amable de la mujer, la sorprendió: no sabía que esperar de la gente o de pronto era que vivía prevenida y siempre iba al encuentro del resentimiento y mudo reproche como si hubiera sido ella la culpable de toda la barbarie. Pero en el caso de Elizabeth, ese resentimiento, nunca llegó. La mujer tenía los mismos ojos de Miguel, por lo que dedujo, antes de que se la presentaran, de que eran familia. Era dueña de una mirada tan llena de calma y sabiduría que en un momento dado Olivia quiso acogerse a su ala protectora y no salir de allí jamás.

Una mujer que, de súbito, la sintió tan diferente a su sobrino…

—¿Cuándo es la entrega formal de los predios? —Elizabeth interrumpió su línea de pensamiento.

Olivia tardó en contestar, no encontraba las palabras. ¿Elizabeth? ¿Miguel? ¿Entrega?

—La fiesta es el domingo. Vendrá el ministro de agricultura y varios representantes del gobierno para inaugurar el proyecto.

Elizabeth asintió, con expresión especulativa. La evaluaba, se percató Olivia. Teresa intervino:

—Las damas del comité de la iglesia vamos a organizar una carpa con comida y bebida, con algunos dulces típicos de la región.

—Me parece bien, tía —contestó Olivia—. Solo recuerda que el único espacio que nos queda disponible para estas carpas es el extremo sur de la plaza.

La noche anterior había trabajado hasta la madrugada con William, Alejandra y Claudia. Nunca se imaginó que organizar un evento fuese tan cuesta arriba. En la tarde, tendrían una reunión con las autoridades militares.

Elizabeth, se despidió de ella tomando su mano con cariño y ofreciendo su ayuda en lo que se necesitara.

Olivia le dio las gracias y su tía Teresa le insistió en que sacara tiempo para que almorzara en la casa, y aprovechó la oportunidad para reprenderla, porque desde su llegada había notado que la muchacha no comía bien. Olivia las despidió con la promesa de que iría a almorzar.

Las mujeres salieron de la alcaldía en silencio, ambas sumidas en sus pensamientos. De pronto, como si hubiese aparecido de un agujero en el aire, divisaron a Pedro Almarales, que venía hacia ellas.

Sin quitarle la mirada a Teresa, Pedro las saludó atentamente.

Pedro Almarales trabajaba con la familia Robles, desde el momento en que le devolvieron la tierra a Miguel. Era un oficial retirado del ejército en grado de Mayor y tenía 63 años. Más que un administrador, era un amigo y guía para Miguel.

Pedro tenía una finca pequeña a una hora del pueblo, usaba las tierras más como un lugar de recreo que un lugar para la siembra o el ganado. Planificaba retirarse allí dentro de unos años, cuando El Álamo tuviera mayor capacidad de producción.

Había sido amigo de juventud de Santiago Robles. Desde el destierro de la familia a Bogotá estaba al pendiente de ellos y, más aún, durante el tiempo en que Miguel había trabajado fuera del país. Nunca vio a Miguel como hacendado, esa era la vocación de Jorge, pero a veces la vida se encargaba de darle una patada a los sueños y allí estaba Miguel como cabeza de familia, y con la responsabilidad de sacar adelante el patrimonio. Aunque, a decir verdad lo había hecho muy bien y lo admiraba por ello. En tiempos de Santiago El Álamo era una finca pequeña nada más, sin pretensiones, obra de un hombre enamorado de la tierra y la región. En el presente, se habían adquirido más hectáreas de tierra y, con ayuda del socio de Miguel, Gabriel Preciado, el lugar era muy diferente a lo que había soñado Santiago. Sin embargo, Pedro admiraba más a la mujer que en esos momentos atravesaba la calle con la tía de Miguel. Al saludarlas, se dio cuenta del sonrojo de Teresa, y cuan mortificada que estaba, de que él lo hubiera percibido.

Le gustaba Teresa Manrique, se deleitaba en esa sonrisa suya, que adivinaba su buen carácter. Se deleitaba en el color de sus ojos, en sus curvas rotundas y generosas, no como las de las mujeres de hoy día, repletas de cirugías y embutidos de cuanto material inventaban los mercaderes de la belleza. Se moría por acariciar esas curvas de pechos grandes, esas nalgas abundantes, esa cintura aún esbelta. Quería conocerla, saber que le gustaba, cuáles eran sus flores favoritas, la música que prefiere oír, ¿qué hacía en un día soleado?

¡Hacía tantos años que no sentía una atracción así por nadie! ¡Deseaba tanto la compañía de esa mujer! Y todavía más, cuando era obvio que él no era indiferente para ella. Elizabeth frunció el ceño como si adivinara sus pensamientos.

Volvió a la realidad. Elizabeth fruncía el ceño, cual si le adivinara los pensamientos obscenos.

—¿Acabaste las diligencias?

La voz de la mujer resultó tajante.

Pedro se arregló el cuello de la camisa.

—Sí, compré lo que hacía falta y cancelé la cuenta del veterinario.

Elizabeth volvió el rostro al de su amiga, confusa al ver el sonrojo de Teresa.

—¿Llegaron las vacunas? —insistía Elizabeth, que con talante preocupado paseaba su mirada de Pedro a Teresa con la curiosa sensación, de que ese par parecían un par de adolescentes nerviosos.

Pedro reflexionó un momento y después negó con la cabeza, sin quitarle la vista a Teresa, y dijo, que llegarían el próximo martes sin falta. Elizabeth se ofreció a llevar a Teresa su casa, pero esta se negó. Dándole un beso en la mejilla a su amiga, se despidió sin siquiera lanzarle una mirada de caridad a Pedro, que la vio pasar como alma que lleva el diablo.

—¿Qué fue eso? —fue lo primero que cuestionó Elizabeth a Pedro mientras se dirigían a la camioneta, que estaba a veinte pasos del lugar.

—Eso, mi querida Elizabeth, es el comienzo de mi campaña para ganar esta guerra.

—No te hagas ilusiones. Teresa es una mujer casada.

—En eso te equivocas. Es una mujer que está sola.

—¿Te piensas aprovechar de su situación?

—Ni más faltaba —contestó sorprendido—. Me ofendes.

—Perdóname, pero es que la estabas mirando de una forma…

La voz de Elizabeth delataba su molestia, avanzó delante de él por la acera hasta llegar al auto. Pedro la alcanzó en un par de zancadas y le abrió la puerta.

—Esa mujer me encanta —contestó con la seguridad del hombre que siempre obtiene lo que quiere—,¡Completa!, por dentro y por fuera.

—¡Por Dios! Búscate una mujer más joven y sin carga detrás.

—Esa carga es la que más me gusta —exteriorizó, con una sonrisa lenta y enigmática.

—Tú no tienes arreglo, Pedro Almarales. Algún día vendrá una mujer y te pondrá de cabeza.

Pedro quitó la sonrisa de sus labios.

Tuvo ese extraño presentimiento de que ya la había encontrado.

 

Teresa entró a su casa fastidiada consigo misma. ¿Desde cuándo ese patán tenía poder sobre ella?

Se quitó los zapatos y se puso unas zapatillas de andar en casa. ¡Qué falta de respeto! ¡Mirarla de esa forma! ¡Por Dios! Ni su marido antes de que enfermase se atrevía a mirarla así. Las cosas habían cambiado con el paso de los años… y además, estaba gorda. ¿Quién querría a una mujer gorda si esta sociedad les refriega a las mujeres maduras que si tienes unos kilos de más pierdes valor femenino? Si no tienes una o dos cirugías después de los cincuenta, ya estabas lista para el geriátrico. Te daban de baja.

Y entonces, cuando ella ya estaba lista para hacer fila y esperar su turno, llega este hombre a mirarla como si fuera su plato favorito.

Su esposo nunca repudió su sobrepeso, al fin y al cabo había llevado tres hijos en el vientre y él le decía que era normal por el paso de los años. Teresa pensaba distinto, quizás porque debía ser sincera consigo misma y reconocer que se había descuidado. Los hijos, las labores y la rutina habían hecho el trabajo de mantenerla alejada del gimnasio y del salón de belleza por mucho tiempo.

Cuando quiso retomar su vida y volver a estar en forma, enfermó su marido. Ella se sumió en la pena. A partir de entonces bajó unos kilos, culpa del constante trabajo de asistirlo en su enfermedad.

Se miró en el espejo.

¿Qué veía Pedro Almarales en ella?

Dio la vuelta frente al espejo. Todavía tenía cintura. Podría ser gordita pero no había perdido sus formas. Se dio una palmada en las nalgas “Ni las miro”, pensó mortificada. “Mejor pasemos al cuello. Sí, se conserva bonito”. Las piernas, en cambio, lucían algo flácidas. Aunque el Pilates le había ayudado a fortalecer los músculos de todas partes, todavía tenía trabajo por delante. “El desengaño que se llevaría Pedro, si me ve las piernas”. Debería mantenerlo con la ilusión para hacerle pagar sus miradas insensatas.

Y ahora la pregunta del millón:

¿Por qué le importaba que ese hombre la mirara como la había mirado?

Era una mujer casada, con mil responsabilidades, amaba a su marido así estuviera postrado en una cama o en una silla de ruedas sin saber quién es ella. No podía culparlo por estar enfermo. Lo importante era que ella sabía quién era él. No quería pensar que otra persona pudiera llenar sus pensamientos cuando se debía tanto al hombre que había escogido como compañero.

Su esposo era el gran amor de su vida. Era el único que conocía. Con él tenía vivencias que nunca podría olvidar. Tres hijos, toda una vida de amor, de complicidad, y a veces, de esporádicos desengaños. No todo fue color de rosa, pero había sido una buena vida, unos recuerdos hermosos con la familia, durante las navidades, en los viajes.

Deseó haber viajado más con él.

El desarrollo de su enfermedad fue difícil de aceptar. Ése sería un dolor que no se disiparía jamás. Cuando el deterioro mental se hizo tan evidente, fue como si le cercenaran una parte de su alma; aún hoy era difícil mirarlo y evitar recordar el gran hombre que fue en sus días.

En definitiva no estaba para pendejadas.

Y muchísimo menos porque un sujeto la miraba con esa lujuria que se había perdido con el correr del tiempo.

 

—Anda, vamos a divertirnos —insistía Claudia mientras Olivia cerraba su ordenador—. ¿Quieres que la gente piense que tienes miedo de salir?

—No es eso, estoy cansada…

Olivia, guardó el computador en un maletín de cuero. Solo quería llegar a casa, darse un buen baño, acostarse a dormir.

Llevó las manos hacia la punta de la cadena que nunca se quitaba, acariciando un pequeño anillo entre los dedos. La semana transcurrió rápido, trabajaba sin cesar, la mayoría de la gente la había dejado en paz. No supo si fue por las charlas con los profesionales, o por ver que por fin podrían reconstruir sus vidas, que alguien había tomado su causa y su dolor como suyos, que no estaban solos, que por fin podrían mirar con dignidad el presente, gracias a un grupo de trabajo: el de Olivia.

De todas maneras, la mujer no se hacía ilusiones. Los problemas estaban ahí; las heridas; aún abiertas.

—Vamos, ten un poco de compasión con el pobre William —la engatusó Claudia—. ¡El hombre te mira como su helado favorito!

Olivia se acomodó un mechón de cabello y negó con la cabeza.

—Pues este helado no se deja probar de nadie, lo sabes bien.

Claudia habló tranquila y persuasivamente.

—No te entiendo. Eres muy bonita, no puedes dejar que solo por estar…

—¡Claudia!

El chillido de Olivia fue impresionante. Su amiga dio un pequeño sobresalto y se le escapó el aire. Cuando se repuso, habló por lo bajo.

—Me parece el colmo que no disfrutes de algo tan importante en la vida. Yo estaría atrofiada. ¡Amo el sexo! El buen sexo, claro, porque ayuda a la paz mental. Hasta dicen que se queman calorías.

—Simplemente no puedo. Además, para quemar calorías existe el gimnasio.

—Olivia, tarde o temprano tendrás que enfrentar tu vida.

—Lo estoy haciendo.

—No de la manera correcta, perdóname que te lo diga de esta manera, amiga, pero ¿cuándo vas enfrentar lo que te pasó? Y no digo a venir a este pueblo y ponerte de rodillas ante todo el mundo para que te lapiden como si tú hubieras tenido la culpa.

Olivia la miró confundida. ¿Por qué su amiga hablaba así? ¿De eso? ¿Qué no se había dado cuenta de que estaba mejor, de que tenía una vida, un trabajo? ¿Que estudiaba, que viajaba? Era poco o más de lo que algunas personas tendrían.

Resolvió no comentar al respecto, no tenía ánimos para una confrontación.

—Está bien, está bien, para no quedar como una antisocial los acompañaré está noche.

Si Claudia se dio cuenta de su estratagema no lo evidenció.

Los ojos hermosos de Olivia se iluminaron en una sonrisa que solo ella misma descubrió.

 

Olivia se dio una larga ducha, se secó el cabello y se puso un pantalón suelto de lino puro color beige y una blusa tejida del mismo color con manga caída, dejando el hombro derecho descubierto. Se puso unos zapatos cerrados de tacón mediano. Se colocó una horquilla en el cabello y se maquilló au naturel. Se ajustó la cadena de oro que la acompañaba hacía diez años, y ocultó el colgante entre sus pechos.

La reunión tendría lugar en una pequeña discoteca frente al hotel. Olivia llegó pronto, luego de unos cinco minutos de caminata.

Había demasiada gente en el lugar. Un sistema de sonido despampanante opacaba las voces.

Olivia divisó a sus compañeros en una de las mesas, el humo blanco que circundaba el lugar era impresionante. Se acercó a ellos. Los hombres se levantaron a recibirla.

—Vaya, estas muy linda —la lisonjeó Iván que la examinó un momento y después sonrió. Extendió la mano.

Olivia le devolvió el gesto y se acomodó en una de las sillas que William abrió y un mesero se acercó al instante.

—Sí, preciosa como siempre —contestó William que paseó, encantado, los ojos por el cuerpo de Olivia. Una ligera sonrisa curvó sus labios cuando se encontró con su mirada y se sonrojó—. ¿Qué deseas tomar?

—Un cuba libre, gracias.

El mesero tomó el pedido de Olivia y William ordenó otra ronda de tragos para ellos.

Miguel estaba sentado al fondo de la barra. Tenía una cerveza que no bebía en las manos. Por más que quisiera, o por más que Ana estuviese a su lado, no podía quitarle la vista de encima a Olivia. Esa noche, había salido dispuesto a divertirse con la mujer ofrecida. Necesitaba una distracción, una distracción que se fue al traste al ver entrar a Olivia, tan hermosa, saludando al tipejo ese con una pizca de cariño. Entonces ya no se sentía dispuesto para nada. Aferró aún más la botella entre los dedos. Lo embargó el desasosiego, al reconocer la sensación profunda que lo asaltó, al ver cómo la miraba ese badulaque, cómo trataba de acercarse a olerla sin que ella se percatara.

Estaba celoso no tenía dudas. Y tampoco, en ese instante, le molestaba.

Solo quería agarrar a Olivia por el brazo y llevársela de ahí.

Gritarle, cuestionarle. Hacer quién sabe qué cosas...

Escuchó la voz de Ana, que estaba a mitad de discurso, pero apenas se enteró lo que le quedaba por decir. El líquido amargo y frío de la bebida se precipitó por su garganta refrescándolo.

Bajó la cerveza y ¡maldición! El tipo colocó una mano sobre el hombro descubierto de Olivia.

Miguel se levantó horrorizado y se preguntó cuál era el maldito problema, si ella ya no significaba nada para él. Recordó cada una de las razones por las que la odiaba. Se dijo que no era asunto suyo con quien estuviera en ese momento.

Y de nada sirvió su monólogo mental. Los celos se quedaron en él, como una ardiente y asfixiante oleada.

Colocó un dedo sobre los labios de Ana, que se callara.

—Vamos a bailar —ordenó.

—¿Bailamos?

William había tenido la osadía de dar el primer paso. Olivia asintió. Caminaron juntos hacia la distancia.

Había dos pistas de baile; una donde estaban ellos, con luces multicolores en el techo y en el piso, y otra más abajo, con una luz más tenue para los enamorados, que podrían intercambiar besos sin que nadie se diera cuenta.

Por el equipo de sonido empezó a sonar una canción del grupo Niche. William se aproximó y comenzaron el baile un tanto torpe.

Entonces fue cuando lo vio.

Estaba con esa mujer: Ana. La chica tenía un vestido más corto y ajustado que el que le había visto en días anteriores. Bailaba con ella, con las manos casi sobre su trasero. La tenía pegada a su cuerpo, pero Olivia se percató de que no hacía más que mirarla a ella.

Nunca había estado tan consciente de lo lejos que estaba Miguel Robles de su vida, hasta ese momento.

Sintió unas inmensas ganas de llorar.

Deseó ser esa mujer y poder llevar ese vestido.

Deseó que las manos de Miguel fueran las que estuvieran en su cuerpo... Deseó tanto y tanto que, sin querer, acercó más su cuerpo al de William, quien no tardó en sospechar la anomalía.

—¿Estás bien? — le preguntó curioso y con los labios casi en su pelo.

—Sí, sí —respondió, más calmada—. Disculpa si estoy algo oxidada para el baile.

William sonrió. Quiso darle un beso al cabello de la mujer, que lo tenía muy cerca y olía tan bien.

Miguel y Olivia se miraron por un tiempo demasiado largo, rozándose con una mirada intensa antes de que ambos eligieran mirar para otra parte.

—Tonterías, bailas a la perfección. —contestó él risueño.

Cuando acabó la canción, volvieron a la mesa.

Momentos luego, Olivia fue al aseo de señoras. Se lavó las manos, se peinó con los dedos, salió nuevamente. Iba algo achispada, había tomado de más. Cerca de la mesa, alguien la interceptó y, agarrándola del brazo, la arrastró a la parte de la pista que estaba en penumbras.

Ella no necesitó saber quién cometía ese acto. Reconocía su cercanía entre miles, su olor y la textura de esos dedos sobre su piel. Era un hombre fuerte, la llevó sin esfuerzo. Siempre había sido fuerte…

Olivia esbozó una sonrisa ante la poca necesidad que había para que él hiciera algo así.

 

Ella lo habría seguido sobre piedras candentes.

—¿Ahora vas a decirme qué pasa? —fue lo único que le preguntó, cuando nadie más estaba cerca, cuando nadie más podía ver que estaban juntos.

Miguel no estaba para conversaciones. No esa noche. Quizás por eso limitó las palabras.

—No hables.

La ciñó a su cuerpo, al ritmo de la balada de Polo Montañés: la canción hablaba de amor y de desprecio.

“Mala elección”, pensó Olivia afligida, pero electrificada por la manera en que sentía a Miguel oler el perfume de su cabello y, luego, llevando la nariz al cuello, a la nuca, como si necesitara grabarse su aroma.

Olivia trató de separarlo un poco, y Miguel tenía otras ideas. Apretándola cada vez más, la mantuvo justo donde él quería. Sentía el calor de sus manos en la espalda, se rindió a ese gesto. Llevó los brazos hasta sus hombros. La gente bailaba alrededor y el calor aumentaba en la pista.

Él acercó los labios a su oído y le dijo en tono ronco:

—Di mi nombre.

—¿Disculpa?

Olivia echó un poco la cabeza hacia atrás. En menos de un segundo, había descendido de la nube. El corazón le latía cada vez más fuerte.

—Di mi nombre, por favor —insistió, mirándola a los ojos.

Ella no tuvo más miedos. Acercó los labios a la oreja del hombre.

—Miguel…

Como si el aliento y la voz fueran un detonador de sentimientos y explosiones, la aferró aún más a su cuerpo.

Miguel era experto en el baile, tenía buen ritmo. Fluían a través de la pista. “Era increíble”, pensaba Olivia para sí, “conozco a este hombre en la intimidad y nunca habíamos hecho algo tan mundano como bailar…Conozco cada una de sus miradas y cada una de sus caricias, pero nunca hemos hecho nada tan simple como ir al cine, pasear o comer un helado”. En ese momento, entre sus brazos, y por primera vez en mucho tiempo, creyó que había encontrado un pedacito de cielo.

Se sintió tan bien, cálida y protegida.

Las manos de Miguel emprendieron el camino por debajo de la blusa y, con una suave caricia de sus pulgares, le erizó la curva de la cintura. Le obsequió una mirada posesiva, oscura y que desencadenó otro escalofrío que le surcó la piel. Se tensó, de repente, al recordar que ya no era la misma de antes.

Nadie la había tocado de esa manera en diez años.

No lo había permitido.

Trató de soltarse.

Miguel no dejó que se escapara. No en ese momento, que ya había caído la presa.

—¿Te acuestas con él? —le haló un poco la cabellera.

Olivia trató de zafarse otra vez, no lo consiguió.

—Eso no te importa…

Miguel tomó su cabeza con ambas manos. Le clavó esa mirada ruda que solo conservaba para ella.

— Contéstame, Olivia. ¿Te excita? ¿Reaccionas con él como conmigo?

Olivia llevó las manos hasta el pecho de él y trató de empujarlo. No pudo.

—Estás enfermo —y no susurró nada más.

Miguel la miraba con ojos que echaban chispas. Acercó su boca a la de ella. Olivia notó su respiración agitada y rápida.

—¿No vas a contestar? — se acercó más y más, sintiendo el roce de sus labios en el cuello y la manera en que aspiraba su perfume.

Llevó su boca a la parte del hombro descubierto, esa parte que antes había tocado William. La besó y la chupó evocando una fuerte sensación de posesión. Olivia quiso gemir. Él presionó los dientes en el hombro, un pequeño mordisco que la llevó por un camino de deseo que le encogió el estómago.

—Miguel…No…¿Qué haces? —preguntó ella sorprendida.

Le dio varias palmadas en el hombro.

Miguel llevó su vista a la de ella.

Dejó que las palabras salieran con un poco de burla en ellas.

—A ver cómo explicas esto —sonrió.

Olivia no se molestó, o al menos no se molestó como pensó que se molestaría. Más bien, se sorprendió.

—No tenías por qué hacer eso…

—No, ¡no! —interrumpió, la furia vistiéndole los pensamientos—. Tú no debiste volver.

Se dio la media vuelta y la dejó sola, en la pista que se caracterizaba por las penumbras.

Olivia agradeció que la oscuridad del lugar le permitiera calmarse antes de llegar. Volvió como en una nube, lela, sin noción clara de espacio y tiempo. Sabía que dos de sus compañeros coqueteaban. Iván usaba su tono de conquista, Claudia jugaba con el doble sentido, y solo daba respuestas picantes.

—¿Por qué demoraste? —William le acercó un vaso, fue el único que se había dado cuenta del tiempo.

Olivia tomó el vaso, sonrió.

Ahogó las palabras en el alcohol.

—Me encontré con alguien...

Miguel salió rápido de la discoteca, tras una ridícula discusión con Ana.

“¿Qué mierdas me pasó?”

“¡No me lo puedo creer! ¡Maldita sea! ¡Y, por Dios! ¡No puedo manejar en este estado!”

Estaba ardiendo.

Miguel estaba que hervía, por un simple baile.

Un simple baile.

Sabía que se había portado como un soberano imbécil, solo a él se le ocurría acercarse a ella. Sentía que la odiaba por provocarle tantos sentimientos inadecuados, por sentir esa necesidad, ¡esa hambre!, de ella.

¡La odiaba!

Lucía tan hermosa, tan deseable… Y su piel…

¡Dios santo! Su piel seguía tan suave como la recordaba. Pura seda. Su cuerpo estaba tan consciente de ella, que no podía entender por qué no habían saltado chispas en cuanto la tocó.

Había sido un necio, no debió haberla mordido. ¿Y si ese tipejo se enfurecía con ella? ¿Y si le reclamaba? Peor aún, ¿y si le hacía algún menoscabo?

No tendría forma de saberlo.

Ella no se mostró nada disgustada.

Sonrió.

“¿Qué diablos te pasa, Miguel?”

Se daba golpes contra el volante.

No hizo más que esa maldita mujer pronunciar su nombre, así como lo hizo, y perdió el mundo de vista, solo quedó una cascada de recuerdos lujuriosos.

¡Mierda!

No hizo más que sentir su piel, acercar su cuerpo al de ella, aprisionarla en los brazos, y se encendía como hoguera en el monte.

Quiso hacerla suya.

Quiso hacerla suya sin importarle nada.

Quiso llevársela para cualquier lugar, amarla como un loco.

Quiso fundirse en ella, sentirla, enterrar ese rencor, esa amargura, que emponzoñaban su alma.

Y no era fácil. Nada nunca es fácil.

Todavía en las noches despertaba sudando frío. Culpa del recuerdo. Culpa del resentimiento, del odio. Culpa de aquel malnacido.

Culpa de Olivia.

Olivia.

Tristeza. Tristeza porque justo en ese instante se percató de que estaban unidos.

Unidos por el pasado. Por el recuerdo. Por el resentimiento.

Por el odio.

Estaban atados con un lazo tan fuerte que no se rompería mientras vivieran.

Olivia había sido su paz, y se convirtió en su tormento.

“Ella también tiene que sufrir esta carga que llevo yo desde hace tantos años.”

Al volver a su casa, Olivia rememoró los eventos de esa noche, segundo a segundo.

“Miguel”…

Sintió que los recuerdos fluyeron como el agua.

Él la deseaba, de eso estaba segura. A pesar de su animosidad, eso era evidente. La odiaba y la deseaba, ambos verbos a la vez.

Y ella... Ella no podía evitar que él la lastimara otra vez. Porque eso es lo que pasaría si se dejaba seducir. Y no se dejaría seducir. Sería imposible. Nunca sería capaz de enfrentarlo en esa faceta.

Soltó un suspiro largo, largo.

Le pareció mentira que haya estado en sus brazos, aunque hubiese sido por solo unos minutos. Se miró en el espejo el chupetón que le había dejado. Lo tuvo por seguro: en la mañana tendría un morado. Acarició la herida, haciendo círculos con el dedo índice.

Una marca.

Otra marca.

Como si la necesitara.

Era lo más cerca de un hombre que se permitiría estar.

Recordó cada una de las palabras que su psicóloga le dijo años atrás:

“Eres orgullosa y perfeccionista. No toleras saber que tienes un defecto. Es algo en lo que debes trabajar, Olivia”.

Se tendió en la cama, aún envuelta en recuerdos. Ojalá Miguel la hubiera besado, para que la noche se tornara perfecta… Sus besos, los recordaba muy bien. Eran besos de todos los sabores, húmedos, calientes…

De pronto, sintió que había unas lágrimas impropias, que pronto harían aparición.

Se levantó antes de que sucediera. Era una mujer demasiado fuerte para dejarse tumbar tan pronto.

Se acercó al armario, sacó el bastón de metal.

Estaba cansada. Tenía que descansar.

O mejor dicho, dejar descansar su cuerpo del elemento externo.

Tomó la toalla, que estaba hecha un cuadrado sobre el reclinable, y se la llevó consigo.

Se dirigió al baño, que Teresa había adaptado a sus necesidades.

Se sentó sobre el banquillo plástico en la tina, colocó el bastón sobre la barra que se extendía por la pared.

Abrió un poco la ducha, para que comenzara a calentarse el agua.

Se quitó la prótesis.

O mejor dicho, la parte inferior de su pierna izquierda.

—¿Quieres oír un chiste?

Olivia se sentía liviana y cómoda en compañía de Miguel, lo que hacía descollar su talante risueño y distendido que pocas veces mostraba. Por supuesto que quería oír el chiste, sin ya sin saberlo, Miguel, sonreía.

Estaban secándose al sol en una toalla, sobre una de las piedras que rodeaban la quebrada, después de bañarse juntos toda la tarde.

—Un empleado acude al despacho de su jefe para que le suba el sueldo y le dice: —Señor debe usted subirme el sueldo, porque le advierto que hay tres compañías que andan detrás de mí. El jefe incrédulo le pregunta: “¿Ah, sí? ¿Y puede decirme cuáles?” “Pues claro, la del teléfono, la del agua y la de la luz”.

Miguel rió más por alegría que por gracia.

Olivia se acercó a su cuerpo, puso una mano del hombre sobre la piel de su vientre. Lo miró con una sonrisa en labios.

—¿Quieres oír otro?

“¿Y cómo decirte que no, Olivia?”

—Dale.

Apoyó la cabeza en el brazo, le prestó aún más atención.

—“Mi amor, hoy estamos de aniversario de matrimonio, ¿por qué no matamos un pollo?” “¿Y qué culpa tiene el pollo? ¿Por qué no matamos a tu hermano que fue el que nos presentó?”

Miguel rió de nuevo y Olivia se dio cuenta de cuán feliz le hacía escuchar esa risa. El hombre que se empeñaba en compartir tanto con ella tenía una sonrisa hermosa, la más hermosa que ella jamás hubiera visto. Y esa barba de tres días que siempre lucía le daba un aspecto salvaje y sexy. Lo comparó con su cantante favorito, que tenía el afiche detrás de la puerta de su cuarto. “Sí”, sonrió para sí, “comparten la misma sonrisa.”

Miguel acarició la piel que ella le había permitido tocar. Tan joven, y esa era la mujer que lo volvía loco.

Tenía que, por lo menos, arriesgarse a intentar eso con lo que fantaseaba.

Se acercó más, tanto se acercó que vio cómo los poros de ella reaccionaron a la cercanía.

Ya ninguno sonreía. Solo respiraban.

Respiraban y nada más.

Le acarició el rostro.

Acercó los labios a los de ella.

Ella no le dio el bofetón esperado.

Sonrió...

Olivia sintió un escalofrío recorrerle la columna vertebral, cual si fuese una caricia. Apreció la textura de sus dedos, que la agasajaban de la nuca hasta el cuello, y detrás de la oreja. Observó sus ojos, que se habían oscurecido. “¿Cómo es eso posible?”

Le sudaban las manos. Un nudo de angustia y expectativa le atravesó la garganta al ver a Miguel cernirse sobre ella. Sintió la brisa de su aliento, el roce suave de sus labios.

Se creyó un columpio al vaivén de nuevas sensaciones.

Cuando Miguel tomó posesión de su boca, sin clemencia, recorrió con la lengua cada uno de sus recovecos.

Olivia supo, justo entonces, que ese era el beso de su vida. Un beso de reconocimiento e invasión, un beso que no tendría fin.

Se zambulló en la sensación de plenitud que la embargó; para ella, el beso fue sinónimo de dejar al descubierto emociones que, poco a poco, la convertían en mujer.

Miguel se apartó. La dejó respirar.

Respirar.

“Nubes de algodón.”

“Siento que voy en nubes de algodón”, pensó Olivia mientras sonreía y miraba el cielo y las diferentes formas de los nubarrones.

Ambos callados, se recuperaban del magno acontecimiento.

—¿Quieres otro chiste? —fue lo único que Olivia alcanzó a formular.

Por segunda vez, Miguel colocó la mano sobre la piel de su vientre. La miró a los ojos, serio, que no pensara que los sentimientos que lo inundaban eran un chiste.

—No. Quiero otro beso.

A Olivia le costaba mantener el control. Miguel le abrió la boca con el jugueteo de sus labios, y con la lengua recorrió su interior, de forma lenta y suave.

No quería que ese beso terminara y se pegó más a él, pero su falta de experiencia le impedía avanzar.

Miguel tenía la respiración pesada. Tenía que respirar.

Respirar.

Volvió a separarse.

Olivia se cubrió la cara con ambas manos.

—No sé besar —susurró.

Miguel le tomó las manos, dejó su rostro al descubierto.

—No lo necesitas —replicó, tierno.

Le acarició el mentón y se echó sobre ella, con más ímpetu y maña.

El beso fue distinto.

Olivia era devorada. Miguel olvidó la ternura de los primeros besos, la ahogaba con sus brazos, con su cuerpo, con su aliento, con su boca.

Pasaron minutos antes de que él recordara la ardua tarea de respirar.

Respirar.

Se calmó, calmó los impulsos, los deseos.

Olivia estaba lejos de sosegarse: estaba ardiendo, presa de las sensaciones que surcaban su cuerpo para depositarse en sus pechos, en su estómago, en medio de las piernas.

—¿Qué tal si mañana vamos al cine? —preguntó él, al rato, cuando concibió que ambos podrían mantener una conversación sin dejarse llevar por las ordenanzas del cuerpo.

—No puedo —contestó ella, en automático.

Miguel notó la alarma en el tono de voz y en la mirada de susto que lanzó. Frunció el ceño.

—¿Por qué no quieres que nadie sepa que andamos juntos, Olivia? ¿Te avergüenzo?

—¡No, cómo se te ocurre!

—Pues como se me ocurren muchas cosas... Olivia, ¿tienes algún problema?

Olivia sonrió esa sonrisa de todos los días.

Una sonrisa que no le había dado a Miguel.

Una sonrisa que lo convenció.

Igual a como se convence la gente.

—Dame una semana más y te lo cuento todo.

Aprovechó el silencio para saltar al agua y nadar hasta la mitad de la pequeña laguna. Flotó y se fue para el fondo.

Diez segundos, quince segundos, veinte segundos…

—¡Olivia! ¡No es gracioso! —el hombre se tiró al agua. Se zambulló, buscándola asustado.

Ella le abrazó la espalda. Al salir, Olivia soltó la carcajada.

—¡Muchachita impertinente!

Ella se pegó más a la piel extranjera.

—¡Lo siento! ¡Lo siento! —repetía sin soltarlo, y añadió, sonrisa en los labios—. Un pez como yo en el agua no se ahoga.

A él se le pasó el enfado. Soltó esa sonrisa hermosa.

—Me la voy a cobrar.

Olivia hizo el saludo militar.

—Claro, teniente, yo siempre pago mis deudas. ¿Con otro chiste?

—No, señorita —inclinó el cuello para unir su boca con la de ella—. ¡Con esto!

Se perdieron en otro beso turbador.

Cuando el sol se escondía, ante el escrutinio de Miguel, Olivia comenzó a vestirse a toda prisa. No le importó que el vestido de baño estuviera húmedo.

—Debo irme —anunció, y preguntó casi con miedo—: ¿Vienes mañana?

Miguel rió.

—¿Tú qué crees?

Olivia sonrió.

Y se volteó.

Quitó la sonrisa de sus labios. Se echó a correr.

De camino a su destino, pensaba que pronto terminaría ese breve interludio en su vida. No podía exponer más a Miguel, debía decirle la verdad, mas su vena egoísta quería retenerlo más tiempo con ella, porque en cuanto supiera de quién era hija, no querría verla más.

Olivia... Olivia no se hacía ilusiones.