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Olivia salió de la alcaldía y Miguel tan pronto la vio aparecer, se levantó del guardabarros de la camioneta en el que estaba apoyado, y la obsequió con una sonrisa que a ella le alteró el pulso. Ese día estaba muy guapo. Vestía de negro, pantalón de dril, camiseta tipo polo y botas texanas. Hasta ella llegó el aroma de su loción picante y varonil con un toque amaderado.

—Hola —la saludó y se volvió para abrirle la puerta del vehículo.

Olivia le devolvió el saludo.

Cuando se acomodaron y Miguel trató de hacer lo mismo de siempre, ponerle el cinturón de seguridad, ella se le adelantó y lo hizo sin su ayuda. Él volvió de mala gana a su puesto. Olivia, que había ganado algo de control y no sentía el corazón en la garganta, decidió entablar conversación.

—¿Hace cuánto eres amigo de Melisa y Gabriel?

—Fui escolta de Gabriel durante cuatro años. Ahora son los mejores amigos que tengo —contestó él, reticente a hablar de ellos.

Ella se dio cuenta de su incomodidad y decidió quedarse callada. Cavilaba sobre la mejor manera de abordar el tema de Zambrano y el viaje a Bogotá. Miguel puso música y el vehículo fue invadido por una canción de Marc Anthony.

Olivia estaba segura de que Zambrano era testigo clave en el caso de Jorge Robles, el hermano mayor de Miguel, quien había sido acusado por un delito grave, por lo que purgaba una larga condena. Muchos sabían que no era más que un montaje de Orlando Ruiz con la complicidad de Zambrano para terminar de destruir a la familia Robles sin cometer otro asesinato. Era una acción maquiavélica para desmembrar a la familia Robles. Sin darle más vueltas al asunto, buscó a tientas su voz y aclaró su garganta antes de hablar.

—Miguel, deberías ir conmigo a Bogotá el próximo mes.

Le habló en un tono suave, porque no deseaba inquietarlo.

—¿Para qué? —preguntó curioso, frunciendo el ceño.

—José Zambrano va a rendir versión libre de los hechos.

Lo sintió tensarse y el conocido rictus amargo apareció en su boca.

—No me interesa.

Negó con un gesto de la cabeza.

—Habrá un grupo de personas víctimas de ese hombre, que irán a la audiencia.

Miguel quiso preguntarle ¿Cuándo pronunciaba la palabra víctima sabía lo que significaba? No era fácil ser víctima en este país, esos seres dueños de pérdidas, abandono y tristeza incomodaban, estorbaban, eran la mosca en la leche.

Recordó la manera en que habían despojado a su familia de su dignidad. A Santiago Robles lo mataron porque a lo mejor se lo merecía. Era la frase que más había escuchado durante todo ese tiempo. Como si la culpa de que lo mataran fuera de él y no del asesino que apretó el gatillo. Pusieron en tela de juicio la reputación de su padre y lo que más le dolía es que los que más hablaron de él fueron los que más había ayudado.

—Tú no sabes lo que es ser víctima.

Miguel no quería dejar salir sus emociones, debía aprender a controlar lo que sentía. Era lo menos que le debía a la mujer que estaba sentada a su lado y que por lo menos deseaba arreglar las cosas. ¡Era tan jodidamente difícil! Apagó la música y graduó la temperatura del aire acondicionado. Llevó las palmas a donde salía el aire para verificar la intensidad del frío. Tenía calor.

Olivia siguió en silencio.

—Tengo una cuenta pendiente con ese hombre, no me voy a prestar a humillarme en público con el montón de gente al que ese tipo le arruinó la vida. Ya le llegará su hora.

La expresión de Olivia se tornó preocupada. Pero decidió no preguntarle nada, aún había tiempo para la dichosa audiencia, ya se encargaría de convencerlo de una o de otra forma.

Cuando Olivia se iba bajar del auto, Miguel le pidió unos minutos para comentarle varias cosas, entre ellas, le dijo que no podría contar con la compañía de su gente, todos estarían ocupados en velar por la seguridad de Gabriel Preciado y su familia. Le pidió por su propio bien, que sus actividades del siguiente día las aplazara para después. La invitó al almuerzo que tendría lugar en la hacienda en honor al par de esposos. Sus compañeros y varias autoridades del pueblo estaban invitados.

Ella se mordió el labio y eso lo mortificó.

—Tu madre…

—Se reservará los comentarios con Gabriel y Melisa presentes, no te preocupes. Lleva a tu tía.

—Gracias. Miguel, yo… —le tomó la mano.

—No hagas eso.

—Discúlpame —le dijo ella sonrojándose.

—Tampoco hagas eso.

Ella lo miró confusa.

“¿Por qué cuando me tocas o cuando me miras como me estás mirando, o cuando te sonrojas, me envías unas señales que no puedo obviar? ¿Por qué me transmites que deseas ser besada y acariciada? Tus labios me tienen loco…” cavilaba, mientras imaginaba que la arrinconaba y le comía la boca.

Olivia se bajó del auto y Miguel se dirigió a cumplir algunos recados de última hora. Fue al mercado por algunos productos, a la pastelería de las hermanas Rueda a pagar la factura de los postres que se servirían en el almuerzo y realizó otro par de diligencias de forma maquinal. Su mente estaba con Olivia.

Ligia se llevó un disgusto inmenso al saber que ella estaría presente en el almuerzo. Miguel nada podía hacer. Melisa esperaba verla con los demás gestores del proyecto, no quería que sus amigos se percataran de lo tensa que estaba su relación. Melisa era muy perspicaz y seguro le reclamaría la ausencia de Olivia.

¿Cómo se sentiría perdonar? ¿Y si ella tenía razón y la respuesta a la libertad de su hermano estaba en manos de ese tipo? Por Jorge sería capaz de tragarse la bilis amarga y confrontarlo. Ser capaz de confrontarlo sin desear saltarle encima y acogotarlo con sus propias manos.

Su hermano ¡Cuánto lo extrañaba! Cada vez que podía iba a visitarlo.

Una nube de tristeza lo invadió de repente.

Jorge era apenas una sombra del hombre que había sido en su día. La cárcel había acabado con él. El temperamento fuerte y su seguridad ante lo que le aguardaba el futuro habían quedado truncados desde que entró a ese lugar. Miguel ni se podía imaginar cómo sería su día a día encerrado entre cuatro paredes, cuando antes había sido tan libre, cuando siempre sintió alegría por la vida, pasión por sus mujeres…

—Miguel, ¿me acompañas al pueblo? Debo reclamar unos insumos que mandé traer —le dijo Jorge que subió en la camioneta y puso un pie en el acelerador.

—Sí, pero no puedo demorarme —ese era el día en el que Miguel conocería a la familia de Olivia—. Además no quiero que me dejes solo otra vez por irte detrás de las faldas de no sé qué mujer.

Una sonrisa lenta se dibujó en su semblante.

—Hermanito —le decía mientras arrancaban y se perdían por el camino al pueblo—. No lo haré si puedo evitarlo, pero si se cruza por el camino la mujer de mi vida, no puedo desoír su llamado.

Para Jorge, todas las mujeres, eran las mujeres de su vida, se enamoraba cada ocho días. Decía que para eso estaban allí. Como un racimo de margaritas buscando quien las deshojara.

— Nunca cambiarás hermano. ¿De quién es el turno está semana?

—Se llama Mariela y está como un bombón.

—Algún día la pagarás.

Jorge desvió la mirada de la ruta y miró a Miguel de reojo con la curiosidad y la malicia pintadas en su expresión.

—Cuéntame de tus paseos en la tarde, a mí no me engañas.

—¿Tanto se nota? —respondió Miguel con un brillo especial en sus ojos.

Jorge por poco saca el vehículo de su carril.

—¡Estás enamorado! ¿Ya la probaste?

Miguel sonrió.

—Estoy enamorado hasta los huesos, hermano. Y si la he probado o no, no es tu problema.

—Uy, uy, uy. Ya la probaste y te encantó, estás que repites, quieres indigestarte.

Se rió divertido al ver el mortificado rostro de su hermano.

—No seas ordinario, ella es más que eso.

Se bajaron de la camioneta, Jorge la había parqueado en una esquina de la plaza del pueblo.

—¿Y quién es la afortunada? —le preguntó preocupado—. Espero que no haya salido conmigo primero.

—Eres un cabrón —le respondió—. No la conoces.

En ese momento la vio. Estaba con una muchacha de su misma edad. Una amiga, dedujo él por la manera en que hablaban.

Era tan hermosa, la anhelaba tanto. Un gran amor por ella lo embargaba. Deseó tenerla en su vida todos los días. El calor que inundaba la tarde, los ruidos de los autos y la gente, la risa de los chiquillos que montaban triciclo o patineta alrededor de la plaza, el olor a dulce y a pan fresco, desaparecieron de repente. Solo existió ella.

Se deleitaba en una paleta de helado de color rojo y brillaba entre el montón de gente. En un gesto, se recogió el cabello a un lado. La observó cerrar los ojos y darle el último mordisco al hielo, tenía los labios rojos debido a la coloración de la paleta.

La adoró en ese momento en que la veía tan ensimismada y en una actividad tan ajena a como la conocía.

Jorge que se extrañó del silencio de su hermano, dirigió la mirada donde la tenía Miguel y su rostro se transfiguró.

—Ven a conocerla —le señaló Miguel a Jorge.

—¡Miguel, que has hecho! —dijo mientras se acercaban al par de chicas por detrás.

—Quiero que conozcas a la mujer que me tiene loco —le contestó sin percatarse de la sombra de angustia que nublaba los ojos de su hermano.

Jorge lo frenó en seco.

—Dime por lo que más quieras que no te has acostado con ella.

—¿Pero qué te pasa? —lo miró Miguel con la confusión pintada en la cara—. Eso no se pregunta hermano.

—Dime que es la del jean y no la del vestido amarillo.

Mientras Miguel le contestaba que precisamente era la del vestido amarillo, se acercó por detrás y le tapó los ojos a Olivia.

—¿Adivina quién es? —le habló Miguel al oído en tono ronco y le mordisqueó el lóbulo de la oreja.

Su hermano lo miraba espantado, solo le susurró:

—¿Qué diablos hiciste?

Miguel se percató de que Olivia se había quedado tiesa y era incapaz de pronunciar palabra. Lo miraba aterrada. La amiga se lo quedó viendo como si fuera un extraterrestre.

—¿Qué les pasa? —preguntó Miguel empezando a enfurecerse.

Jorge era incapaz de retirar la visión de Olivia, que se había puesto blanca como el papel.

—¿Tú sabes quién es ella? —le preguntó Jorge a su hermano, sin despintar a Olivia ni un segundo.

—Claro, es mi mujer —le contestó con una seguridad que empezaba a flaquear al ver la mirada de los presentes y la angustia en los ojos de Olivia.

—No seas tan pendejo. ¿Sabes quiénes son sus padres? —con una mirada de rencor, se volvió a Olivia—. Acabas de condenar a mi familia

No hizo más que hablar y se dirigió a la camioneta.

Olivia guardó un largo silencio. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Miguel le tomó la barbilla y la obligó a mirarlo. Estaba fría. Ella reaccionó a su gesto.

—Mi padre se llama Orlando Ruiz y mi madre es Rosalía Manrique.

Miguel palideció de repente.

Desde la camioneta, Jorge lo llamaba tocando bocina. A Miguel no le quedó más remedio que despedirse rápidamente y decirle a una angustiada Olivia que esa noche hablarían.

—¿Qué mierdas te pasa? —explotó Miguel tan pronto se subió al vehículo.

Jorge arrancó como alma que lleva el diablo, sin decirle nada. En pocos minutos llegaron a la salida del pueblo. Entonces frenó de golpe.

—¡Baja del auto! —ordenó Jorge, furioso.

—¿Por qué? —le preguntó él también furioso.

—¡Porque yo lo digo, mierda! —bramó Jorge iracundo, al salir de la camioneta. Se puso a caminar de lado a lado con las manos en la cintura.

Miguel bajó a enfrentar a su hermano quien lo recibió con una amenaza.

—Si ya la tocaste, vas a terminar con los testículos en la boca, tirado en una zanja.

Miguel trató de aminorar el enojo de su hermano. Habló con pausas.

—Me voy a casar con ella.

—¿Ah sí? —le contestó burlón—. ¿Antes o después de que el malnacido de Ruiz te castre?

Miguel sonrió.

—No seas imbécil, no creo que llegue a tanto.

—Tú no has vivido aquí en todos estos años. Estas son tus primeras vacaciones en ¿cuánto?, ¿tres años? Pues te voy a contar una historia y después me vas a decir si no estás en problemas, ¡huevón!

Cuando Olivia cumplió dieciséis años, se convirtió en una hermosura de mujer. Había dejado el pueblo cuando era una niña y volvió cuando murió su madre. Los varones empezaron a rondarla. La invitaban al parque, la sacaban a bailar en las fiestas. Un día, en la fiesta de San Antonio, un chico la invitó a bailar y ella aceptó. En ese momento apareció José Zambrano. Jorge percibió la mirada de disgusto de Miguel y procedió a explicarle que Zambrano es uno de los malandros de Ruiz, quien conminó al muchacho de muerte a menos que dejara a Olivia en paz. Miguel asintió y preguntó qué había pasado con el chico. Advirtió que la irritación de su hermano se había desvanecido un poco, pero no del todo. Jorge le contó que el chico incumplió las órdenes, y desde esa noche su familia no lo volvió a ver. Le dijo que habían sido muchas las desapariciones. Esa gente los abordaba y después nadie volvía a saber de ellos. Las nuevas autoridades, al llegar al pueblo, trataban de hacer algo. Pero poco les duraba el impulso y no tardaban en rendirse ante él, ya sea ignorando lo que pasaba o vendiéndose por dinero.

—Las cosas tienen que cambiar, es el colmo tener que vivir arrodillados ante esa gente.

—Tú te fuiste muy joven, cuando apenas todo esto estaba empezando y yo estaba en la universidad. El viejo lo ha tenido muy difícil.

—Soy un oficial del ejército, a mí no podrá tocarme.

Miguel se percató de que había sido un error mantener a su familia en la ignorancia. Aunque no creía que Ruiz llegara a tanto sabiendo que sus intenciones eran honorables, con ese tipo de gente no podría asegurarlo ¿Cómo reaccionarían sus superiores al saber de sus intenciones de casarte con la hija del líder de uno de los grupos ilegales más tenebrosos de la zona?

Fue entonces cuando Miguel se preocupó. Sabía cómo era la vida en el ejército. Por más que lo ocultara, esa noticia saldría a la luz impidiéndole progresar en la fuerza. Todo ello sin contar los desplantes que sufriría Olivia si fuera su esposa, pues nadie querría tener tratos con ella.

Se montaron de nuevo en la camioneta, más calmados, y llegaron a la hacienda con ánimo sombrío. Ligia les salió al encuentro. Miguel quería desaparecer de allí enseguida y adujo que iría a lavarse para la cena. Saludó a su madre, la abrazó y le preguntó:

—¿Dónde está papá?

—En el estudio, atendiendo una llamada de su abogado en Bogotá. En diez minutos cenamos, estén listos.

Ligia se alejó por la galería a la cocina a ultimar los detalles de la cena.

Para su madre, la cena era la comida más importante del día. Debido a sus horarios, las largas jornadas y las madrugadas dedicadas al ordeño, no les quedaba otro momento para sentarse juntos a comer. Arreglaba todas las noches la mesa con gusto, mantel de lino y un arreglo de flores frescas de su jardín. Santiago agradecía y alababa los detalles de su mujer.

Al acercarse Miguel al corredor minutos después, observó a sus padres detrás de la puerta de vidrios de colores que separaba el comedor del zaguán.

Se percató de la manera en que su padre arrinconaba a su madre a la mesa y le besaba el cuello y le susurraba cosas al oído. Ligia sonreía encantada mientras trataba en vano de escabullirse.

—Tú no tienes arreglo —le dijo ella.

Los salvó la entrada de una de las empleadas del servicio con una fuente de comida y el carraspeo de Miguel, quien ocupó su silla enseguida.

En ese momento, y más que nunca, fue evidente para él, el fuerte sentimiento que se profesaban sus padres. Estaba seguro de que su padre entendería su amor por Olivia. Santiago simplemente le guiñó el ojo y se sentó a esperar a los demás miembros de la familia.

—¿Por qué tienen esas caras? —preguntó Ángela.

Era la hija menor de los Robles y la adoración de su padre. Acababa de cumplir catorce años, y ya vislumbraba ser una belleza de cabello y ojos negros en una piel blanca y tersa.

—No pasa nada, cariño —le contestó Jorge.

—Hijos, hablé con mi oficina de abogados en Bogotá.

Los acompañantes se voltearon a mirarlo.

—¿Qué les dijiste? —preguntó Miguel con curiosidad.

Santiago les contó que estuvo arreglando algunos asuntos legales sobre el apartamento que la familia tenía en Bogotá.

Miguel sabía que su padre necesitaba dinero para su proyecto de cooperativismo con algunos pequeños agricultores de la región. Más aún, estaban esperando una partida del gobierno para arrancar el plan en forma. Llevaba tres semanas oyendo a su padre y a su hermano hablar del mismo tema. Que si los campesinos, que si las reuniones, que cuidado que los iban a envolatar en la negociación con los empleados del gobierno, etc. Santiago les dijo que había puesto el inmueble a nombre de Ligia, así como también unos certificados a término fijo y algunas pequeñas inversiones.

Continuó con la explicación. Santiago iba a realizar una inversión en la nueva cooperativa. Habría auditorias con la partida de dinero del gobierno y lo que pondría cada uno de los asociados. Como fundador y principal gestor de la empresa, deseaba tener todos sus asuntos en orden.

Santiago era estricto y una persona muy organizada. “No tenía nada de malo en querer organizar a su familia antes de involucrarse en un proyecto de esa envergadura”, se dijo Miguel, quien apenas había probado bocado.

—Papá, queremos hablar contigo de algo importante. —dijo Miguel mientras se llevaba una cucharada de sopa a la boca en un esfuerzo por comer algo.

—Hablen —señaló Santiago mirándolos ceñudos. Mientras se servía la ensalada de una de las fuentes.

Jorge miró a su madre y a su hermana, y su padre entendió.

—Coman primero, después iremos al estudio.

—¿Por qué tanto misterio? Si es por mi cumpleaños no se preocupen… —señaló Ligia.

La frase quedó sin terminar, al oír el ruido de dos camionetas y un par de tiros al aire.