San Antonio de Padua.
Hacienda “El Álamo”. Agosto de 2002.
Llegaron como una jauría de perros rabiosos, sedientos de sangre y vestidos de impunidad. Llevaban la muerte y la violencia aglutinada en los cuerpos, como sudarios.
Miguel Robles se percató de que conocía al comandante en jefe, era uno de los lugartenientes de Orlando Ruiz, e igual de malvado. Miguel se sentía culpable de que esos hombres hubieran aparecido en la hacienda esa noche.
Minutos antes, gozaban de una cena aparentemente tranquila, aunque lo que Miguel había descubierto hacía unas horas le había descompuesto el ánimo. Ansioso y desconcertado, había discutido con su hermano Jorge, que le había lanzado miradas turbulentas durante el rato que permanecieron sentados a la mesa.
—¡Santiago Robles! —gritó una de las voces— ¡Maldito auxiliador de la guerrilla, sal a dar la cara!
—¡Ellos vienen por mí! —exclamó Miguel, quien se levantó. Varios hombres se bajaron de las camionetas, atravesaron el jardín y dispararon al aire.
Santiago no le prestó atención, preocupado como estaba por la seguridad de las mujeres.
—¡Dominga! —bramó.
La mujer apareció en la puerta, asustada.
—Vete con Ligia y Ángela. Escóndanse en el monte de la parte de atrás, no las quiero aquí.
—¿Qué pasa, mi amor? —preguntó Ligia llorosa y con expresión descompuesta, las manos le empezaron a temblar mientras trataba de aferrarse a su esposo.
Santiago observó a su esposa con una rabiosa melancolía en su rostro que confundió aún más a la asustada mujer. La abrazó y la besó.
—Hazme caso, mujer, por una vez en la vida.
Otros dos tiros resonaron más cerca.
—¡Váyanse, carajo!
Ligia se movió por el trecho que llevaba a la cocina con su hija a la zaga. Dominga les hizo apretar el paso, se tropezaban unas con otras mientras llegaban sollozando a la puerta por donde desaparecieron.
Miguel, que veía asomarse a la casa al grupo de maleantes, preso de angustia y desespero, le pidió a su padre que le diera las llaves del armario que quedaba en el estudio. Iría a buscar un par de armas de defensa.
Santiago hizo caso omiso a su hijo, explicó que levantarse en armas sería una estupidez. No se enfrentarían a un ladrón que llega en la noche. Se enfrentarían a un ejército. Mientras sostenían la conversación, los hombres entraban al comedor.
Zambrano venía con ellos.
Miguel no entendía la expresión de su padre. ¿Era de resignación? Pareciera como si los hubiera estado esperando.
El hijo olvidó sus pensamientos tan pronto el malandro soltó estas palabras:
—Pero si aquí está toda la familia —miró hacía un lado y hacía otro, y después añadió—: No, toda la familia no, faltan las dos mujeres.
Decir que ellas no estaban en casa fue la respuesta inmediata de Jorge.
—Además, “Me quieres a mí desgraciado. ¡Deja en paz a mi familia!” —soltó Santiago entre furioso y asustado.
Miguel no desprendía la mirada de Zambrano y del resto de secuaces que se desplegaron por el lugar. Evaluaba la situación, eran alrededor de doce a quince hombres en total, cinco habían entrado a la casa, luego el resto estarían regados por la hacienda, en las caballerizas o el granero. Cavilaba en la mejor forma de proteger a su padre y a su hermano. Caminó unos pasos adelante, el comandante en jefe se enderezó más. Observó el semblante abatido de su padre, la incertidumbre y la tensión de Jorge, los rostros sudorosos y mal encarados de sus enemigos. Se armó de valor para confesar que él tenía la culpa de todo, por haberse atrevido a profanar el mayor tesoro de Ruiz.
—Papá, a quien quieren es a mí —concluyó, mientras lamentaba en el alma no haber tenido su pistola con él para vaciarla en el cuerpo de esos malditos.
José Zambrano soltó una carcajada. Santiago miró a su hijo como si se hubiera vuelto loco y lo calló enseguida. Sin dejarle explicar el porqué de su comentario, sostuvo la mirada rabiosa de Miguel, hasta que esté la apartó.
—Con ustedes arreglaré cuentas después. Primero lo primero. —dijo Zambrano.
Miguel alzó la cabeza y se limitó a mirarlos con desprecio, sudaba frío, lo percibía en la humedad de la camiseta. No se hacía ilusiones, sabía cuál era el desenlace.
—Nadie le pondrá una mano encima a mi padre.
—¡Javier! ¡Pablo! —llamó Zambrano—. Lleven a estos malditos afuera.
Los sacaron de la casa a empellones, con la superioridad que da el revólver, los obligaron a arrodillarse en el pasto. El ruido de las pisadas de los hombres se mezclaba con los demás sonidos de la noche, el canto de grillos y luciérnagas con las malas palabras de los malosos, que más allá, tenían encañonados a los peones. Los ladridos de los perros provenían del granero, donde seguro los habían encerrado.
—¡Hijos de puta! ¡Se arrepentirán! —gritó Jorge.
—¡Quédese quieto, cabrón, o para usted también hay! —le dijo un tipejo moreno y con una cicatriz en el pómulo, que lo encañonó por detrás.
—Eso les pasa por ayudar a quien no deben.
Los empleados que podían ayudarlos, o estaban encañonados o se habían internado en el monte por temor a ser masacrados.
—¡Mátenme a mí! —imploró Miguel.
—Bien, Santiago Robles. Esto es lo que hay —se paseaba de lado a lado con las manos en la cintura, en una de tales llevaba empuñaba la pistola—. Su familia tiene que dejar la finca en tres días y nunca más aparecer por aquí. Si no, acabo con la familia entera.
Jorge intentó insultarlos, pero uno de los hombres se acercó antes y le dio un golpe en la cabeza con la culata de una pistola, lo que hizo que perdiera el conocimiento.
Miguel contemplaba los ojos de Zambrano. El hombre no parpadeaba, llevaba el rostro sin expresión, despojado de toda humanidad, despedía una mirada de hielo que hablaba de un corazón de piedra. Imaginó que esa era la razón por la que era la mano derecha de Ruiz. Necesitaba a alguien que no le temblará el pulso para realizar el trabajo sucio.
—Soy oficial del ejército —lanzó Miguel, tratando de soltarse de los hombres que lo tenían apresado—. Esto les saldrá caro, malnacidos.
Los hombres de Zambrano soltaron una carcajada. Todos, menos él.
—¿Están oyendo, muchachos? —más risas burlonas. Zambrano paseaba jugueteando con el cañón de la pistola—. Un teniente cualquiera nos amenaza.
Miguel no supo por qué en ese momento le vino a la mente la cita de un político que ni recordaba cual era. “El poder nace del fusil”. ¡Cuanta razón tenía el malnacido! En tanto, uno de los hombres caminaba desde el establo, atropellaba piedras y grama con sus fuertes pasos. Los demás prestaron atención a sus palabras:
—¡Ya están todos los peones amarrados! —dijo y soltó un resoplido—. Mancera y Rojas los vigilan.
Mientras tanto, otro par se dedicaba a saquear el lugar. Trataron muebles y objetos con la misma brusquedad que expiden las hienas salvajes cuando se reparten un trozo de carne. Arrasaron sillas y demás.
—¡Mancera! Agarra el par de caballos de los que te hablé —ordenó Zambrano a uno de sus acompañantes. Eran dos caballos de paso fino, el único gusto que se había dado Santiago, en los muchos años de trabajo. Los ejemplares eran codiciados por Ruiz que le había hecho varias ofertas por el par de sementales. Santiago se había negado a venderlos.
—Ladrones, además. —comentó por lo bajo Miguel, al darse cuenta de la operación de los enemigos. Al susurro recibió un puñetazo en la mandíbula.
Observó la escena en cámara lenta.
El padre, de rodillas pero siempre con su peculiar porte digno, miraba a sus hijos con aflicción. En menos de un segundo José Zambrano alzó el arma. Le disparó a Santiago. La bala le atravesó la cabeza.
Las entrañas de Miguel se congelaron de dolor e impotencia al ver volar por los aires los sesos de su padre. La sangre le salpicó la cara, los pantalones y la camisa.
Los hombres que sostenían a Miguel se distrajeron y aflojaron el amarre. Miguel se topó con la cara de Zambrano, que mantenía la misma expresión de hielo.
Tomó el arma que tenía uno de los delincuentes en la cintura y le disparó al hombre que tenía enfrente en la cabeza, con la misma frialdad y el mismo odio conque Zambrano le había disparado a su padre. Hirió a dos más, a uno en el ojo, al otro en el abdomen. Zambrano mudó su expresión a una de sorpresa y le disparó con intención de matarlo, pero los reflejos de Miguel hicieron que la bala lo hiriera en el hombro. Zambrano quiso vaciar el restante de las balas en el cuerpo de Miguel. Uno de los hombres se lo impidió, puso una mano sobre la pistola alzada y despacio, poco a poco, la bajó.
—Recuerde lo que dijo el patrón.
—¡Qué va! —replicó furioso— Muerto el perro, se acaba la rabia.
—Tiene planes.
Zambrano se quedó unos minutos pensativo y una ligera mueca, amago de sonrisa, surcó sus labios.
—Cierto, para estos malditos hay planes.
Jorge volvió en sí para observar el cadáver de Santiago y la herida de Miguel, que aturdido por el dolor y el impacto, se había desplomado en el pasto a pocos metros de su padre.
—¡Las van a pagar! —gritó Jorge, furioso.
—¡Esto no se va a quedar así, pedazos de mierda! —vociferó Zambrano al par de hermanos mientras otros hombres tiraban en el platón de la camioneta, cual si fuese un bulto de papas, el cadáver del malandro.
Prendieron los vehículos, amarraron el par de caballos y desaparecieron como si nunca hubieran estado allí.
Desde la distancia les llegaron los gritos de su madre que corría desesperada, con pasos dificultosos, hacía el cadáver de su marido, como si el peso de la pena le impidiera avanzar. Ángela, que se le había adelantado, observaba la escena incapaz de superar el pavor que la paralizó de golpe. El llanto y los gritos se le acumulaban en el pecho provocándole una sensación de ahogo, se arrodilló al lado de su padre.
Llegaron los peones que habían sido amarrados, el esposo de Dominga los auxilió. La multitud asustada y desconcertada, se congregó alrededor del cadáver, unos gritaban, otros lloraban y algunos observaban todo en silencio.
—¡Llévate a Ángela de aquí! —gritó Jorge totalmente descompuesto, al ver que la muchacha soltó un lamento que le paró el vello de la nuca—. Que alguien llame a un médico.
Dominga que se frotaba las manos en el delantal, era su tic nervioso cuando estaba angustiada, tomó a Ángela por los brazos. La abrazó de lado y la ayudó a ponerse en pie. Juntas caminaron hacía la casa. Las piernas de Ángela flaqueaban, no podían soportar tamaño sufrimiento. Comenzó a andar a rastras, y si no hubiese sido por la empleada, quizás nunca hubiera llegado a su destino.
—¿Dónde estaban todos? ¿Por qué nadie ayudó? Las preguntas de Miguel desfilaron sin que él se diera cuenta. Estaba dominado por la impotencia, la pena por todo lo que había perdido esa noche y el dolor de la herida. Podía sentir aún la adrenalina de la violencia. El hedor a muerte. La sangre de su padre esparcida por el pasto, le produjo nauseas. En ese instante se dijo que nunca se perdonaría, ni le perdonaría a Olivia Ruiz lo ocurrido esa noche—. ¿Por qué nadie…?
Fue todo lo que pudo decir antes de caer en la inconsciencia.