Olivia trabajaba con empeño y verdadera vocación de servicio, eso era algo que advirtió Miguel con el paso de los días y le hacía muy poca gracia.
Esperaba encontrarle defectos, deseaba ver alguna actuación mezquina para así reforzar la rabia. Pero no encontraba nada. No le tenía ascos a ninguna actividad. Ayudaba a la gente desde brindarles consuelo con las palabras precisas hasta ofrecerles un plato de comida preparado por ella.
Lo más importante de todo era que creía ciegamente en ellos, vivía al pendiente de sus peticiones y necesidades. Miguel la acompañó el primer día. Luego, mandó un par de hombres de confianza para que estuviera vigilada en cada momento.
Algo de tiempo compartido con ella, y ante su forma de ser, las personas caían como moscas. Miguel no quería que ella atravesara sus defensas. No quería percatarse de su mirada dulce que ni siquiera había perdido con el paso de los años, con su sonrisa se ganaba la voluntad del más duro, con sus gestos y palabras la gente olvidaba de quien era hija. Olivia anhelaba una sanación real y profunda para esas personas. Vinieron a su mente las palabras proferidas en el coliseo tiempo atrás, no solo era tierra y dinero por lo que estaba allí. Ahora lo entendía, deseaba prestarles atención, devolverles la dignidad, el orgullo.
—Opino que exageras —le dijo Claudia un día, mientras salían de la alcaldía.
Miguel las siguió, no se habían dado cuenta de su presencia. Habían pasado un par de semanas desde la aparición del dichoso libro de condolencias. No había recibido más amenazas, pero todavía no estaba dispuesto a bajar la guardia. ¿Por qué lo hacía? Era incapaz de dar con una respuesta.
Escuchaba como Claudia le reclamaba el que se hubiera ofrecido a cuidar tres chiquillos el fin de semana. Olivia le dijo que para ella no era problema, lo que pudiera hacer por los demás lo haría y que además, le gustaban los niños. Le explicó a Claudia que el curso de capacitación al que iba ir Luisa el fin de semana era esencial para el desarrollo de su propiedad.
—¿No tiene abuelas o tías que se puedan encargar?
—Ella está sola, es la abuela de los tres chiquillos, a su madre la mató uno de esos hombres. La cooperativa brindará el curso con todos los gastos pagos.
—Y me imagino que te ofreciste encantada —concluyó, antes de que Miguel evidenciara su presencia.
Miguel ya había advertido que a ella le gustaban los niños. En cuanto llegaba a algún lado, a los cinco minutos estaba en compañía de algún chiquillo. ¿Por qué no se habría casado? ¿Por qué no tenía hijos? Había muchos interrogantes en su vida que, sin querer, lo intrigaban.
Era una mujer dueña de sí misma, con aire de eficiencia y mirada de princesa. Podía tomarse una cerveza sentada encima de un bulto de abono o de cualquier otra cosa. Podía limpiar un establo, o retirar maleza, también montar en el fogón una olla de sopa y hasta desenvolverse con altas autoridades del gobierno sin inmutarse y con elegancia.
Se dirigían a la casa de Teresa cuando él exteriorizó la pregunta que tantas vueltas le daba en la cabeza.
—¿Por qué no te has casado? ¿Por qué no tienes un par de chiquillos revoloteando a tu alrededor?
—No tengo planificado casarme.
—Pero te gustan los niños —le lanzó una mirada esporádica, volvió a enfocarse en el camino—. Ya sé, quieres encontrar el hombre ideal.
—Entre otras cosas —sonrió un poco.
Olivia ignoraba lo que sus actitudes hacían en el alma atormentada de Miguel. Todos esos años la imaginó llevando una vida diferente, llena de lujos, disfrutando del dinero de su padre y casada con o de amante de algún malandro amigo de él.
Su padre… Ese era un tema que aún no quería tocar con ella, pero se moría de la curiosidad por saber que la había llevado a todo esto. Gracias a Dios, no había recibido más amenazas.
Sin el consentimiento de ella, había llevado el caso al comandante de la policía y amigo personal suyo. Le pidió discreción total, pues si ella se enteraba, le enterraría la primera pala que encontrara.
En cuanto llegaba el hombre al que le había encargado su seguridad, lo interrogaba de forma exhaustiva, ante el deleite o la mirada de burla de su tía Elizabeth. Ambos habían tratado de mantener a Ligia en la ignorancia.
Había días en que no se aguantaba, se avergonzaba de sí mismo, pero poco le duraba el sentimiento. Madrugaba para adelantar trabajo y, entonces, era él el que iba a recogerla.
Se imponía unas reglas cuando estaba lejos de ella. No mirarla demasiado, no rozarla y hablarle solo lo necesario. En cuanto la veía aparecer cuando tocaba la bocina en la puerta de su casa, se las saltaba una a una y con total desvergüenza. Lo primero que hacía en cuanto ella cerraba la puerta del auto era deslizarse en la silla y estirar el brazo para alcanzar el cinturón de seguridad. Su aroma flotaba dentro del espacio cerrado del vehículo. De manera taimada, se tomaba su tiempo tratando de ajustar la cinta. Podía percibir la respiración de Olivia con visos de ansiedad. Estaba a escasos centímetros de su apetitosa boca. Escuchaba su respiración y, cuando la miraba a los ojos, percibía contención y anhelo.
Al verla con esa sonrisa hermosa, le invadía el deseo, el anhelo, la necesidad de tocarla. Al sentarse a su lado, de soslayo la observaba. Prestaba atención a la boca y al escote, donde se desprendía una cadena que se perdía entre sus pechos. No había visto aún si era una medalla o cualquier piedra. La ocultaba a propósito. Se deleitaba al observar el pequeño hueco en la base del cuello, allí donde se unían las clavículas. La recordaba en el momento de la pasión, con él saboreándola entre las piernas, dulce y adictiva. Podía rememorar cada uno de los pocos encuentros del pasado con lujo de detalles.
Se acercaba a ella con cualquier pretexto. Aspiraba el olor a limpio y a sol de su piel. Se embriagaba en su aroma, se moría por besarla. Apretaba las manos sobre el volante. A veces, cuando trabajaban juntos y se le soltaba un botón de la blusa, tenía un atisbo perfecto de sus pezones encerrados en un delicado sostén de encaje. Ese día creía que había alcanzado el cielo.
¡Dios! Estaba enfermo.
Enfermo por ella.
Olivia disfrutaba cada minuto de la cercanía de Miguel, así este fuera petulante con ella. Ya no sentía angustia y desazón, ni siquiera cuando las cosas entre ellos estaban lejos de solucionarse, porque por lo menos había un acercamiento. Y esas miradas… ¡Dios mío! Esas miradas la tenían al borde de la combustión espontánea.
¿Cómo la observaría si la viera desnuda ahora? ¿Con lástima? ¿Con repulsión? Nunca lo averiguaría, de ello estaba segura. Era mucho mejor tener bien puestos los pies sobre la tierra. Aunque eso no le impedía soñar con él, con sus besos, sus caricias y ese cuerpazo que había madurado tan bien.
Hoy, mujer adulta, analizaba lo que en su adolescencia solo había percibido. La hermosa apostura del hombre que amaba más que a su vida. La manera de tratar a la gente, aunque para ella siempre tenía un rictus de malgenio. Con la gente era amable y comedido, brindaba ayuda y conocimiento a quienes lo necesitaran. Era fuerte y tenaz. Además, tenía una veta protectora y un sentido de integridad que superaban cualquier prueba.
—Amiga, aterriza de tu viaje astral, que esto es importante —le susurró Claudia al verla englobada en la reunión que habían planificado con el resto del equipo.
—Disculpa —se concentró en los puntos a tratar.
Iván manifestaba su complacencia a los profesionales. Puesto que quince familias estaban de vuelta en sus tierras, estaban al día con la agenda. Los agrónomos contratados habían cumplido con las metas propuestas y estaban satisfechos con los resultados obtenidos hasta el momento. Se habían presentado un par de inconvenientes, pero nada que no se hubiera solucionado. La gente había sido muy receptiva con ellos, quizás porque deseaban el progreso de sus tierras y estaban ávidos por aprender
—Explícame qué hace el tipo ese detrás tuyo cada el día? ¿Te ayuda en algo? —preguntó William a Olivia. Ella notó muy rápido las arrugas en el ceño y el tono cortante.
Olivia organizó los papeles dentro de una carpeta. Necesitaba esos segundos para respirar hondo y no gritarle al hombre que tanto la incomodaba.
—El tipo ese es Miguel Robles, hijo de una persona que fue importante en la región. Se acercó a mí con el ánimo de colaborar.
—Por lo visto no solo desea colaborar —farfulló William en una actitud que Olivia no le conocía.
Iván intercedió. Para algo sirven los amigos, ¿no?
—Lo que él tenga con Olivia, es problema de ellos.
—Entre Miguel y yo no hay nada —soltó la aludida, mortificada, mientras enroscaba un mechón de cabello en su dedo—. Su padre murió a manos de los matones de mi padre.
—¿Te das cuenta de lo que haces? —le reclamó Claudia a William.
—Discúlpame —contestó William—. Es que me revienta ver cómo ese tipo se pasea contigo como si fueras de su propiedad.
“Lo soy”, pensó Olivia más mortificada aún. Interrumpió el ademán con el cabello.
Iván los reprendió, y les pidió que no se alejaran de los puntos a tratar en la reunión, y demandó que las otras quince familias se ubicaran en el término de dos semanas. También les recordó, que debían tener la documentación al día porque en tres días recibirían una auditoria de Bogotá.
Iván cambió de tema y carraspeo incómodo.
—José Zambrano va a prestar testimonio en versión libre en la Fiscalía en Bogotá en una audiencia que tendrá lugar en unas seis semanas, aún no han determinado la fecha. El hombre desea contar todo lo que sabe para tener todos los beneficios de la Ley de Justicia y Paz —Iván esperó una reacción de parte de Olivia.
Cuando la obtuvo, la mujer no apartó la mirada del ordenador portátil que tenía en frente.
—Me parece bien; sin embargo, no ha sido fácil reunir a las víctimas de ese bandido. La gente teme represalias y no desean arriesgarse a perder aquello que se les ha devuelto.
—Pues tienes tres semanas para hacerlo. Y como tú eres la responsable de esa parte, el día de las audiencias no quiero curiosos. Quiero que solo esté la gente que sí tenga algo que ver con las palabras que diga ese tipo.
Iván explicó que en ese proceso, Zambrano dirá la verdad y nada más que la verdad, como exige la ley. Jueces, fiscales y procuradores lo guiarán para establecer verdades, que lo llevarían a juicio y podría aprovechar los beneficios jurídicos establecidos. Iván sabía que ese paso sería el más duro para la mujer que tenía en frente. Insistió que el acto se debía desenvolver frente a un grupo reducido de personas. Les recordó que debían observar, pero no podrían dar ninguna opinión en la audiencia.
Claudia retomó la palabra.
—Esperemos que puedan contenerse, son sus seres queridos, los que estarán en boca de ese hombre, el día de la diligencia.
—Eso esperamos todos —concluyó Iván.
—Ya me llegaron los papeles de la casa que voy a donar para mi proyecto.
La propiedad había sido de su padre. Se la había dejado en testamento a ella cuando terminó la universidad. Había pertenecido a la familia Ruiz por generaciones. Nunca fue parte de negocios ilícitos y, en la actualidad, le pertenecía a Olivia en todo el sentido de la palabra. Cuando su padre se la ofreció, rehusó aceptarla, y los papeles de esta estuvieron sin su firma durante varios años.
Al entrar de lleno en el programa de reparación, y después de una visita a Irlanda a una casa de paz, pensó pronto en hacer algo parecido en su región.
Después de la reconciliación que puso fin al conflicto que devastó a Irlanda del Norte por centurias, donde estuvieron divididos de forma radical católicos y protestantes, la casa de paz era un espacio neutral que nació del compromiso de la ciudad con la promoción y educación en los derechos humanos. Asimismo era un espacio en el que las víctimas relataban sus memorias en un ambiente de respeto.
Olivia sabía que se necesitarían más que cuatro paredes para realizar el proyecto, pero que lo haría, sí que lo haría. Se extendió en sus planes: la casa tendría una biblioteca, salón de conferencias y de estudios, consultorio de psicología. Les contó que había invitado a los posibles donadores del proyecto cuando los planos estuvieran listos.
—¿Quiénes son? —Iván se llevaba una taza de café a los labios.
—Los esposos Preciado.
William silbó por lo bajo.
—Te mueves en las grandes ligas.
—No es así —con un gesto de manos, quiso obviar lo evidente: que trabajaba veintiocho horas al día.
—Melisa de Preciado es una gran impulsora de las causas sociales —manifestó Claudia.
—Parece que después del secuestro, Gabriel Preciado tiene su cruzada particular —concluyó Alejandra.
Todos recordaron en ese momento, el secuestro del industrial, sus dos años de cautiverio y como después de liberado, se propuso trabajar con desmovilizados del grupo que lo había retenido. Les brindaba capacitación y trabajo para que pudieran dejar atrás su vida de violencia.
—Pues, bienvenidos sean —la sonrisa de Iván hizo de punto final.
Esa tarde William fue quien acompañó a Olivia a casa. Miguel no había dado señales de vida y ella no estaba dispuesta a esperarlo más. Decidió aceptar la compañía de William, e hicieron el camino a pie hasta la casa de Teresa. Había oscurecido muy rápido, y pudieron ver algunos rostros de gente conocida, porque esa era la hora en la que gustaban sentarse en las mecedoras a las puertas de las casas.
—Te invito a comer.
Eso fue lo único que dijo el hombre durante el trayecto. Olivia, aunque tenía hambre, quería llegar a casa. Y también quería no darle alas al hombre. Le dio una negativa.
Además, estaba preocupada. José Zambrano era el hombre más sanguinario de los que habían acompañado a su padre en su debacle. Sabía todos los secretos, pero lo que más temía Olivia era el momento en que revelara dónde estaban los cuerpos. Eso era algo que todavía no digería, pero en lo que difícilmente dejaba de pensar. Se espantó las dudas y los temores. Se concentró en el trabajo que la esperaba al cruzar la puerta de su casa.
William le pasó el brazo por los hombros. Ya frente a la casa, carraspeó incómodo y le acunó la barbilla con los dedos.
—Olivia, quiero que me des una oportunidad, sé que puedo hacerte feliz.
Ella levantó la vista. No estaba de ánimo para declaraciones. Si alguna vez pensó que podía darse la oportunidad con William, volver a San Antonio le había quitado la venda de los ojos. William era un hombre guapo y conocía la historia de su vida, así que no habría sorpresas. La aceptaba tal como era. Entonces, ¿por qué no podía corresponderle?
Porque no era Miguel.
Se quedó callado, tenso, con las manos en los hombros, la miraba fija en la mujer.
—William, lo siento, yo… —ya estaban frente a la casa.
—Es por él, ¿verdad?
—No... no es por él.
Quiso sonar convencida. Ni ella ni el hombre a su lado quedaron convencidos.
La acercó con suavidad, se inclinó hacia adelante y la besó en la boca. A pesar del cansancio y de su confusión, no rechazó el beso.
“¿Por qué no puedo sentir lo mismo que sentí cuando me besó Miguel? ¡Cuán diferente es este beso!”
William la quería y era paciente. A lo mejor por ello Olivia era incapaz de engañarlo. No podría amarlo, y él se merecía una buena mujer, no alguien con tantos problemas.
Se apartó del hombre, llegó hasta la puerta de la casa.
—No te convengo, olvídame.
Dos sombras acecharon a Olivia. La primera era la de Miguel, que había ido con la intención de verla, pues aunque había decidido quedarse al margen al ver con quien salía, no pudo evitar seguirla. Tuvo que recurrir al autocontrol para no interrumpirlos, más cuando el tipo le pasó el brazo por los hombros y se lanzó a besarla, su interior gritó de celos e impotencia.
Quiso dar la vuelta y marcharse, pero necesitaba saber si ella lo dejaría entrar en la casa. Que Olivia se hubiese dejado besar del maldito, sacó lo peor de sí. Con la agonía y la rabia alcanzando ribetes demenciales, estaba lejos de calmarse. Quiso seguir al tipo y enfrentarlo, pero ¿para qué? Olivia no era suya, ¿qué carajos le importaba de quién se dejaba acariciar ella?
Las ruedas de la camioneta chirriaron sobre el pavimento y esta salió disparada por la vía principal del pueblo. El rugido del motor se equiparaba con la ira de Miguel. Aceleró a fondo en la soledad de la carretera, estaba rabioso, ofuscado, exaltado de celos por una mujer que no lo merecía. ¡Mierda! Dio una curva con violencia y a los pocos metros frenó de golpe, casi a punto de estrellarse contra un árbol.
“A este paso me voy a matar”
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué ella causaba ese desastre en él? Golpeaba el timón con rabia. ¿Qué tipo de poder ostentaba ella para descontrolarlo de la forma en que lo hacía? Si hubiera vuelto a sentir lo mismo que sintió por ella con cualquier otra mujer, ¡cuán diferente sería su vida! Miguel dejó caer el rostro entre las manos y rogó por fuerza.
Fuerza para no acogotarla por haber dejado que otro la tocara.
Fuerza para contenerse él mismo y no tocarla.
Fuerza para sacarla del pueblo, para no tener que luchar con esa sorprendente maraña de emociones que no lo dejaban vivir en paz.
La otra sombra que acechó a Olivia cruzando la calle, repetía para sí: ¡Maldita!, ¡Maldita! ¿Por qué quedaste viva y mi hija no? Pero tendrás tu merecido. ¡Puta! Lo de la amenaza había sido mala idea, pero pronto, pronto sabría quién era él. Le tenía bien fiscalizados los pasos.
Había sido mala suerte que Robles estuviera detrás de ella todo el día, pero el pobre tipo no lo podía evitar, andaba detrás como perro en celo. Pobre diablo, no sabía que estaba ante una puta, igual a su madre, lo veía en la mirada. Las pagarás, juro que las pagarás.
La sombra se alejó calle abajo.
Miguel trabajaba con ahínco en la reparación de una cerca a pocos metros de la casa. Tenía empleados que podrían hacer esa labor, pero necesitaba un desahogo físico.
Hoy pensaba adelantar el trabajo de oficina que tenía atrasado por andar detrás de Olivia los días anteriores. Ella estaría en casa o en la plaza del pueblo con los chiquillos que se ofreció a cuidar. Envió a uno de sus hombres a que la vigilara con discreción.
No quería abusar de Pedro, por eso lo había mandado a divertirse al pueblo, aunque en esos días su idea de la diversión era algo muy diferente a lo que estaba acostumbrado. Sonrió con deleite. Su pobre amigo había caído como coco, se veía encaprichado por la tía de Olivia.
En fin, él tenía problemas más graves y venían envueltos en un cuerpo espectacular y delicioso, con unos ojos… ¡Dios! ¡Qué ojos! Similares al color de los árboles que observaba a lo lejos, unos ojos que lo miraban con anhelo, de eso estaba seguro. Recordó la escena de la noche anterior y la ira se sublevó de nuevo. Ella tenía derecho a estar con quien le diera la gana.
No, no, no.
¡Mierda!
Se cortó el dedo con el alambre y soltó un taco junto con la pinza.
A lo mejor lo que debería hacer era acostarse con alguna de las mujeres que siempre estaban disponibles. Se limpió como pudo y siguió trabajando.
¡Diablos! Ni siquiera eso lo tentaba.
Deseaba a la pequeña brujita de ojos verdes y ni al pensar en la culpa que tenía de lo ocurrido a su familia le bajaba el ardor.
Aún recordaba lo que sentía al estar con ella, nunca había vuelto a sentir lo mismo con ninguna de las mujeres que poblaron su vida esos años. Esa sensación de perderse en un intenso placer que solo ella le brindaba, ese sentimiento de posesión y, a la vez, de ternura...
No, nunca volvió a sentir así con nadie, solo con ella.
Quería darse contra las paredes. ¿Por qué no podía encapricharse con una mujer de buena familia? ¿Con una de esas mujeres dóciles, de las que iban a la iglesia los domingos, que preparaban pasteles y tienen siempre la sonrisa en la cara?
No, su capricho era esa maldita mujer, que andaba por los caminos de los alrededores como cabra en el monte, que le hacía frente con una sola de sus miradas, que no atendía razones.
A lo lejos, vio a su madre acercarse con un termo que, según la costumbre, estaría repleto de limonada helada. Se enjuagó el sudor de la frente con un pañuelo. Se veía disgustada.
—Hola, hijo —sirvió el líquido en un vaso plástico.
Miguel le contestó el saludo y la miró inquisitivo, pues sabía que no demoraría en soltarle la arenga que efectivamente le soltó.
—¿Hasta cuándo pensabas ocultármelo?
—¿Ocultarte qué? —preguntó pero sabía que no había necesidad de hacerlo.
Miguel estaba cansado de las rabietas de su madre por culpa de Olivia. Rodó los ojos.
—¡Te la pasas con esa pécora de arriba para abajo!
La mujer, en su enfado, no se percató de que sirvió más limonada de lo que soportaba el vaso. Derramó el líquido en la tierra.
—Esa pécora, como la llamas, es mi problema —con los dientes apretados, agarró las pinzas hasta sentir los nudillos blancos—. No hables así de ella.
La madre dejó la jarra y el vaso con gesto brusco en una pequeña butaca de madera.
—¡La defiendes!¡Claro! Olvidaste muy rápido.
Miguel levantó los ojos.
—Cuidado, madre. Todo tiene un límite.
El tono en que fueron pronunciadas esas palabras sonrojó a Miguel y enfureció a Ligia. El hombre soltó el alicate y, con las manos en la cintura, respiró profundo mientras negaba con la cabeza.
—¿Por qué demonios tuviste que fijarte en ella?
—Ahí no hay nada, mamá, puedes estar tranquila.
—Nada, todavía. Solo es cuestión de tiempo.
Miguel tomó de nuevo el alicate y empezó a trabajar con movimientos violentos. Alzó la mirada.
—Mamá, te voy a pedir que te mantengas al margen.
—Eso será difícil, en especial cuando me llegan comentarios de muchas bocas.
Miguel sonrió.
—Entonces, tápate los oídos.
La mujer dio media vuelta y comenzó a andar. Desde la distancia, se escuchó:
—Espero que tu sarcasmo te sirva para cuando estés sufriendo otra vez por ella.
Pedro Almarales se revolvía incómodo en la silla plástica en la que estaba sentado mientras observaba a Teresa hacer una exposición de la parábola del pescador a diez niñitos. Los chicos prestaban más atención a la merienda que se serviría en un rato que a lo que ella hablaba. Estaban en el aula de una escuelita de un corregimiento a veinte minutos de San Antonio y Pedro había llegado hasta allí solo para verla.
El hombre respetaba la religión, pero para él era contradictoria. Su esposa había muerto hacía unos años, por lo que también le tenía una visión fatalista. “Espera la provisión de Dios”, solía decir la mujer, mas esa provisión nunca había llegado. Su esposa había sido diagnosticada con cáncer. Las experiencias que vivió a raíz de ello no lo habían acercado a ese ser supremo que manejaba a su antojo los destinos del mundo.
Observaba a Teresa de la cabeza a los pies. Era evidente que estaba indignada, porque a tropezones, Pedro, invadía su espacio. El hombre sentía que en su interior se removía algo que había permanecido anestesiado durante mucho tiempo.
“Acostúmbrese, señora”, susurró para sí.
Mientras observaba sus hermosos ojos y el gesto suave de sus manos, Pedro se perdió en sus pensamientos. ¿Cómo se conquistaba a una mujer que lo ha tenido todo en la vida? Un buen matrimonio, bienes económicos, hijos exitosos, viajes...
Ella era la mujer que lo atraía, lo fundía con cada una de sus furiosas miradas. ¿Cómo llegar a ella?
Estaba al tanto de que sería una conquista contundente, agresiva y sin dar cuartel. Sería un asedio largo y difícil.
Pero estaba más que preparado para el reto.
Teresa les repartió la merienda a los niños, que constaba de un yogur de fresa, un emparedado y un paquete de galletas dulces. Era una tarde fresca, el cielo lucía despejado pero había llovido más temprano, por lo que se había refrescado el ambiente. Entonces, apareció el padre Lorenzo.
A Pedro le caía bien. Era un hombre joven que vivía plenamente su ministerio. Tendría unos treinta y cinco años. Era alto, delgado y de cabello castaño, nariz aguileña y ojos inteligentes, de color café.
Teresa hizo a regañadientes las presentaciones.
—Toda ayuda es bienvenida —dijo el amable sacerdote.
Pedro reciprocó el saludo y, con muchísimo gusto, se ofreció a colaborar en lo que el párroco dispusiera.
—Debemos hacer alguna actividad. Estos chicos necesitan por lo menos quince pupitres para iniciar las clases como Dios manda.
—Yo tengo unos pupitres en mi finca, padre. Con mucho gusto se los regalo.
Lo miró extrañado y le preguntó:
—¿Por qué tienes pupitres en tu finca?
—Eran de mi hija. Ella dirigió un pequeño colegio en Santa Rosa. Un par de años después, se casó con un extranjero y se fue para Bélgica.
El sacerdote le pidió a Teresa que acompañara a Pedro a la finca a darle un vistazo a los pupitres, por si había que hacerles algún arreglo. La incomodidad de la mujer aumentó al escuchar la petición del sacerdote, pero no se iba a poner en evidencia delante de ellos.
El sacerdote se despidió, se alejó por el camino y saludó a un par de ancianos que requerían su ayuda. Pedro levantó una mano para atajar las protestas que sabía que vendrían. Teresa le hizo caso omiso, se necesitaba más que ese gesto para callarla.
—Ni sueñe que voy a ir con usted a cualquier lado —le espetó ofendida—. Yo sé muy bien lo que pretende.
—¿Qué pretendo? —le contestó con calma.
Caminaron hacia el exterior, donde estaban estacionados los automóviles de cada cual.
—Quiere tener algo conmigo y eso no sucederá. Soy una mujer casada, debería respetarme.
—Antes que nada, no es solo algo lo que deseo de usted. Me ofende tan solo al plantearlo —la miró con un brillo extraño en los ojos—: En cuanto a su estatus social, ambos sabemos muy bien cómo son las cosas.
Teresa alzó la mano. Lo hubiera abofeteado sin penas, pero recordó que eso no era de cristianos.
—¡Es un atrevido! Usted sabe muy bien dónde está. El hecho de que esté ausente, no significa que deba atender a sus requiebros.
—¿Cuándo fue la última vez que alguien hizo algo por usted?
—¿Qué diablos quiere decir con eso?
—¿Cuándo fue la última vez que pudo apoyarse en alguien, contar con alguien?
Teresa caminó de un lado a otro. ¡Las insolencias de ese hombre!
—Tengo familia, señor, tengo hijos.
—Sí, sí. ¿Cuándo fue la última vez que alguien le regaló tiempo o la consintió como si usted fuera la única en el mundo?
—¡Váyase a la mierda!
Eso era más de cristianos.
Se subió al auto, pero antes de cerrar la puerta, Pedro le soltó:
—Irá conmigo a mi finca a ver los pupitres o retiro la oferta —esperó su reacción—.De usted depende que esos chiquillos puedan iniciar el año escolar. La recojo mañana a las diez.
Entró también a su automóvil.
Pedro no había querido sonar tan déspota. Miró el otro automóvil perderse en el camino. Se daría por bien servido donde mañana, no lo recibiera con un tiro de escopeta. Por sus labios cruzó la sombra de una sonrisa.
Teresa lucía más hermosa cuando se enfurecía.
Sí, señor, le quedaba un largo camino por recorrer.
Olivia pasó la tarde reunida con el arquitecto Alberto Carbonell, un hombre joven e inquieto con ideas vanguardistas que tenía a su cargo la remodelación de la casa.
Recorrieron cada estancia en cada piso. Fue con los tres chiquillos que se había ofrecido a cuidar. Los dos menores jugaban en el jardín, que era amplio y tenía un pequeño estanque con larvas y peces pequeños. Los niños tiraban piedrecillas al estanque mientras la hermana, Aura, de unos doce años, los acompañaba.
Olivia detuvo su mirada en ella. Tan niña y sus ojos ya mostraban la madurez de una mujer mayor, pues estaba a cargo de sus hermanos Nicolás y Fabián mientras su abuela trabajaba.
Se acercaron algunos muchachos del pueblo a los que les gustaba pescar en el lugar. En un momento dado, rodearon a los tres chiquillos. La niña tomó a sus hermanos de las manos y los llevó donde Olivia. Uno de los muchachos decía cosas que Olivia no pudo entender, pero por la mirada triste de la niña, puedo imaginárselas. Los dos chiquillos se habían adelantado, y ella se devolvió y le dio un bofetón a uno de ellos, que se quedó mirándola como si hubiese recibido el castigo más injusto.
Olivia se excusó con Alberto y salió de la casa.
—¿Qué pasa aquí? —bramó tan pronto llegó al exterior.
Los chiquillos se acercaron y se pegaron a su cadera. La niña, en cambio, caminó y se sentó muda en el descanso de la escalera. El más pequeño fue quien contestó:
—Ellos nos dijeron que a mi mamá la mataron porque era mala, porque era bandida.
Alberto apareció en el umbral. Los muchachos que habían agredido a los niños se fueron corriendo del lugar al notar la presencia de los adultos.
Olivia se sentó con los niños a su cargo en la escalera y extendió la mano hacia el más pequeño.
—Ven, cariño, siéntate aquí conmigo —lo apoyó en uno de sus muslos.
La embargó la ternura hacia esas tres criaturas de ojos inocentes, que en ese momento necesitaban su consuelo. Le acarició la mejilla al menor y le pasó un pañuelito a la joven, que se secaba las lágrimas con el dorso de la mano.
Alberto se retiró al interior de la casa.
—Eso es mentira —empezó a decir Olivia—, nunca crean nada de lo que les diga la gente. En el fondo de su corazón, ustedes saben qué fue lo que pasó.
—Mi abuela habla poco de eso. Solo sabemos que un día se fue y nunca más volvió —se echó a llorar—. Ya casi no me acuerdo de ella. No quiero olvidarla.
Olivia sintió un pellizco en el corazón.
Recordaba muy bien el caso de Helena Cubillos, activista de la zona por los derechos de la mujer en la época en que Rigoberto Montes, otro de los lugartenientes de su padre, abusaba de su autoridad. Les enviaron la noticia de que había muerto, pero nunca apareció su cuerpo. Inventaron una sarta de historias acerca de su desaparición que los hizo desplazarse a otra región para no correr peligro.
Olivia recordó el último estudio respecto a ese tema.
Las mujeres en esta región del país, y en muchas otras, eran a menudo tratadas como trofeos de guerra. Las diferentes partes saben que si atacan a la mujer, que en la mayoría de los casos son la cabeza del hogar, debido a que Colombia es un país de padres ausentes, por culpa de la siempre presente violencia, se destruye el tejido social de una comunidad y se resquebraja el entorno físico y emocional.
Olivia observaba en silencio a los tres niños, se sentía arrasada por la impotencia. Su mente y su corazón se debatían entre lo que había sentido ella cuando ocurrió lo de su madre y en cómo encarar esta nueva situación. Sabía que no existían suficientes palabras para drenar el dolor de la pérdida, pero les debía esperanza. Por medio de su dolor, Olivia había logrado reconstruir una parte de su vida. Sabía que esos pequeños saldrían adelante si le daban una nueva dimensión a su pena. A ella le había funcionado, ¿o no?
Le habría gustado que alguien hubiera dicho palabras amables sobre su madre. Sus tíos solo enmudecían cuando se la nombraba. Conocía muy bien por lo que estaban pasando esos tiernos chiquillos.
—Su madre era una buena mujer.
—¿Usted la conocía? —cuestionó Fabián.
—No tuve el gusto de conocerla, pero me hablaron de ella.
—¿Quién? —quiso saber Aura.
—Gente a la que ella ayudaba —Olivia tomó la mano de Nicolás.
—Pero si todo el mundo dice que era mala —adujo el niño soltando la mano, rascándose un ojo.
—Hay gente malintencionada que tratará de confundirlos. Son gente envidiosa porque no tienen el buen corazón que tenía su madre. Siempre recuerden que ella era un alma tan buena que papá Dios la quiso con él a su lado.
—¡Yo hubiera querido que se quedara con nosotros!
Olivia advirtió la duda que se mantuvo presente en los tres semblantes. Trató de convencerlos.
—Mírenlo de esta manera: desde el cielo, su mamá puede velar por ustedes y por su abuelita. Por eso es que se encuentra allá, para hacer un mejor trabajo. Recuerden, también, que vive en el corazón de ustedes.
—No es fácil de creer.
—Ella estará en tu boda Aura, en el nacimiento de tu primer hijo. En cualquier tristeza que nuble sus vidas, ella los acompañará.
—¿Como un ángel? —preguntó Fabián.
—Sí, mi amor, como un ángel. Helena no quiere que estén tristes.
—Mi mami es un ángel, mi mami es un ángel —Nicolás levantó las manos al cielo.
Olivia sonrió. Los chiquillos se alejaron al pequeño estanque y la mujer volvió a la casa.
Los observó otro rato más por la ventana, hasta que se concentró en lo que el arquitecto le explicaba.
—Pienso que la parte de adelante la podremos tumbar sin pena, es horrorosa. Y, además, podemos aprovechar el espacio.
—Confío en ti, Alberto, aunque deseo respetar la arquitectura del pueblo.
El arquitecto, decepcionado, soltó un suspiró.
—Te presentaré varias ideas, algunas poco comunes en la arquitectura del pueblo. No necesitas ceñirte a los cánones que rigen la plaza.
—Tomaré en consideración cualquier sugerencia —colocó una mano en su hombro. Se quedó mirando un terreno que había atrás lleno de maleza—. No recuerdo si ese terreno está dentro de los límites de la propiedad.
—Podría averiguar en la oficina de registro.
—Sí, hazlo, por favor. Si pertenece a la propiedad, podríamos aprovecharlo. En cuanto a los planos, ¿cuándo los tendrás listos?
—Tendré una idea más clara cuando vengan los esposos Preciado. Y en cuanto tomes una decisión, te presentaré los planos en unas dos semanas.
Por lo visto, dos meses serían insuficientes. En el fondo ya lo sabía: el proyecto duraría años. Podría ir y venir, su vida estaba en Bogotá. Su apartamento, sus cosas. Cuando decidió volver no pensó que fuera para siempre.
Tras despedirse del arquitecto, llevó a los niños a comer pizza y, posteriormente, les alquiló dos películas.
Se acomodaron en la sala de televisión de la casa de Teresa. Llevaron consigo un enorme tazón lleno de palomitas de maíz.
Olivia volvió a empaparse de recuerdos, mientras las imágenes llenaban la pantalla del televisor.
Su niñez había desaparecido, una cortina de humo había caído sobre su infancia.
En los brazos de Miguel, daba vuelta a una página de su vida.
Las emociones, el miedo y la angustia se juntaban en un cúmulo de sensaciones mientras él, el hombre que había escogido como compañero de su vida, la llevaba por el camino de la pasión con avidez y ternura.
—Debes lucir muy guapo con el uniforme —no lo observaba con atención porque tenía miedo de que se diera cuenta de su adoración.
—Sí, digamos que sí —respondió, la cabeza gacha, sonrisa en labios.
Estaban en la quebrada. Olivia había faltado al colegio ese día, se había escabullido de la vigilancia de los hombres de su padre. Había llevado comida y planeaba pasar toda la mañana en compañía de Miguel. Habían pasado dos días desde la noche que estuvieron juntos y a Olivia no le cabía el corazón en el pecho. La dominaban el miedo, el amor y una extraña fatalidad que le susurraba que no merecía nada de lo que estaba viviendo.
La pequeña laguna se iluminaba con el sol de mediodía. Miguel, acomodado de espaldas entre las piernas de ella, se las acariciaba del tobillo a la cadera.
—Tienes unas piernas fabulosas.
—¿Cuál es la parte de mi cuerpo que más te gusta?
—¿Tengo que contestar?
Ella solo sonrió una sonrisa ladeada de ojos chispeantes.
Miguel se volteó y empezó a jugar con su sexo por encima del pantalón del bikini. El leve roce la hizo moverse. Miguel se dirigió a su boca y la besó mientras le despojaba la poca ropa que le cubría el cuerpo. Se arrodilló en el agua y puso las piernas de Olivia en sus hombros. Fue abriéndola y besándole la parte interna de los muslos, que mordisqueó dejando una ligera marca, hasta llegar a los delicados pliegues que con el dedo abrió. La besó.
—Miguel, yo…
—Chitón —volvió a besarla y, al notarla tensa, levantó el rostro—.Confía en mí, no te de vergüenza. Estamos solos. Nadie vendrá por ahora.
Sabía que los hombres de su padre, la imaginaban en el colegio, por ese lado podía estar tranquila.
Olivia, sonrojada, le concedió el pedido. ¿Quién podría negarle algo, cuando la pasión desnuda brillaba y se paseaba en sus ojos cafés?
En cuanto Miguel empezó a lamer sus labios y su sexo, se perdió en un millar de sensaciones y empezó a clamar por más. Él la devoraba, la mojaba y la rozaba, llevándola a una fantasía de la cual no podría regresar. Olivia agarró sus cabellos y se pegó más a él.
— Miguel, mi amor…
El hombre no pudo evitar el gruñido y la sonrisa. La abrió aún más, dejándola expuesta, física y emocionalmente. Los quejidos de Olivia reemplazaron el cantar de los pájaros. Se derritió en un sinfín de sensaciones que le recorrieron el cuerpo y la dejaron desmadejada.
—Guau —fue lo que pudo decir al cabo de un rato.
—Creo que eso contesta tu pregunta.
—Entonces, ¿cuál es la segunda parte que más te gusta de mí, Teniente? —lo miraba con ojos picaros.
—Podría decir que tus pechos, pero esos están fuera de concurso —los acarició, poniéndolos más tensos de lo que ya estaban—. O podría decir que tus ojos o tus preciosas nalgas —las agarró, amasándolas—. Pero lo que de verdad me enloquece son tus piernas, y más cuando están enredadas a mi cintura —la levantó, haciendo que lo rodeara—, y yo estoy unido a ti dentro de mi parte favorita —dijo con voz ronca, embistiendo con fuerza mientras le chupaba los pezones.
Olivia gimió con desespero al apresarlo en su interior. Miguel atrapó su boca en un beso largo, profundo y apasionado. Hundió la nariz en su cuello, para luego besarlo y morderlo.
—Me encantas —repetía en susurros con voz jadeante.
Olivia apoyó una mano en el pecho de él. Sentía los latidos de su corazón como un tambor y la descarga de placer recorrerlos a ambos. Adoraba su expresión en el momento de la liberación. Recordó sus palabras: “Nunca nadie me ha dado tanto placer. No había sentido así en la vida.”
Miguel siguió embistiéndola, calmándole las ansias, la profunda necesidad que había instalado en sus entrañas, hasta que ambos llegaron al temblor final.
—¿De qué te ríes? ¿Tengo monitos en la cara? —cuestionó ella antes de darle el primer mordisco a uno de los emparedados que había preparado.
—Si alguien nos persiguiera, tus gemidos nos delatarían. Hasta los pájaros salieron volando.
Ella se sonrojó y le manifestó:
—¿Quieres un chiste, Teniente?
—Cambias el tema —rió—. Mi bella Olivia y sus chistes, claro que sí —la trajo hacia sí—. Pero nunca dejes de gemir, es otra de las cosas que adoro de ti.
—La esposa, echando de menos el cariño del noviazgo, le dice al esposo: Pepe, ¿te has fijado que el vecino besa todos los días a su mujer cuando se va a al trabajo? ¿Porque no haces tú lo mismo? Él dice: ¿De veras no te importa que bese a la vecina?
Miguel rió por lo bajo y la colocó encima de él.
—Podríamos quedarnos aquí para siempre —musitó ella, juguetona.
Le besó la barbilla y bajó sobre su pecho, pegando el rostro en él.
El hombre le acarició las nalgas y le siguió el juego:
—Sí, claro, y podríamos ser cazadores y recolectores.
—Podría aprender a cazar. Soy buena alumna.
—No te lo discuto —le besó el lóbulo de la oreja, dispuesto a amarla una vez más.
Descubrir que era apasionada y que se entregaba libremente a él no era algo fácil de asimilar para Olivia. Había sufrido mucho con la promiscuidad de su madre. Era una sensación incómoda saber que, en un dos por tres, y por obra y gracia de las caricias de Miguel, sentía sus entrañas hechas fuego cuando posaba sus manos en ella. Sus pensamientos giraban en remolino, no podía creer el placer tan intenso, la fuerza implacable del orgasmo. Ese hombre la tenía anonadada, la cruda sexualidad de Miguel la hacía muy vulnerable. No hacía más que rozarle alguna parte del cuerpo y este respondía como si lo conociera de toda la vida, quizás porque no solo acariciaba su físico, sino que además le daba cariño a lo más profundo de su ser, a su esencia, y eso la asustaba como nunca antes se había asustado. No entendía cómo alguien podía vivir la sexualidad a la ligera, si era algo tan íntimo, algo en lo que dabas tanto de ti.
Sabía a la perfección porqué se había entregado a él: por el miedo de perderlo. Usó su cuerpo como una distracción para que la dejara en paz respecto a sus orígenes y se le había volteado la torta.
Le había entregado el alma por los motivos equivocados.
La dicha no duraría siempre, en unos cuantos días estaría de vuelta a su batallón, y no tendría más remedio que decirle la verdad.
Deseaba quedarse en ese lugar por siempre.
Miguel le acarició el rostro.
—¿Por qué mi cotorrita de pronto está tan callada?
La respuesta de Olivia fue un suspiro y nada más. Miguel pensó que, a lo mejor, ella tenía miedo de que él la dejara.
No podía permitir que ella creyera semejante tontería.
Sonrió.
—Mañana en la noche iré a tu casa. Tenemos que hablar con tus tíos, ni creas que se me ha olvidado —le dio un beso en la frente.
Ella también sonrió, pero para sí. Mañana le diría la verdad, mañana…