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Durante parte de la mañana Miguel estuvo reunido con los técnicos veterinarios y el zootecnista para concluir los detalles de la próxima exportación de ganado. Cuadró fechas de entrega, habló con los transportadores de las reses y seleccionó el personal que acompañaría la carga, pero no podía concentrarse. Algo se le escapaba, una ligera inquietud planeaba por su cabeza. Se perdió en pensamientos, rememoró las palabras del padre de Fernanda. Si Olivia había ido con su amiga, entonces algo tuvo que haberle pasado sin contar el gran trauma y la depresión que aún debe agobiarla. Un pequeño agujero de pena se instaló en su pecho.

¿Dónde estaría ella? No podría verla en su casa. La buscaría donde fuera, pensaba, mientras uno de los técnicos exponía un par de problemas. Recordó su tiempo en el ejército y cómo uno de los soldados con los que patrullaba pisó una de esas dichosas minas. El pobre murió reventado a las pocas horas. Pero su compañero…

Tres segundos después salió como alma que lleva el diablo, dejando a todo el mundo con la boca abierta. Sin prestarle atención a lo que le hablaba Pedro, se montó en la camioneta. La tensión era evidente en su semblante.

Puso algo de música para tratar de calmarse y no pensar en la idea que había empezado a germinar en su mente. Las coincidencias eran demasiadas.

En la alcaldía le informaron dónde se encontraba quien buscaba. Fue a la sede donde Olivia estaba reunida con un grupo de mujeres.

Al pasar por una de las puertas, escuchó claramente la voz de una mujer:

—Me llamo Engracia Pachón —habló la mujer angustiada—. Yo no me fui, a mí me echaron a punta de escopeta con lo que tenía puesto y mis dos hijos. Me da rabia cuando me dicen desplazada. Desplazada es una persona que va de un lugar a otro. Yo soy una desterrada. A mí me arrancaron mis raíces, mis sentimientos y parte de mi familia. Eso no tiene nada que ver con un desplazado.

—Bien, ahora observemos la telaraña. ¿Qué nos muestra?

—Que estamos entrelazadas —contestó Presentación.

—¿Qué más?

—Que todas tenemos algo triste que contar.

—¿Qué pasó aquí? Eso es lo que desean saber. ¿Por qué me pasó a mí y no a otra persona? —señaló la psicóloga—. ¿Por qué debo recordar? Eso es lo que averiguaremos en este proceso.

—Olivia, deseamos escucharte.

Olivia dio la cara a su temor, levantó el rostro y empezó con su relato.

Miguel se recostó en una pared al lado de la puerta. Con los ojos desorbitados y el corazón a mil, se escurrió hasta el piso, pegó la cara a las rodillas y escuchó.

“Tenía mucha rabia. Tantas cosas habían ocurrido en pocas semanas. La muerte a mano de los hombres de mi padre de Santiago Robles, perder el amor de Miguel. El día anterior supe que la familia Robles había abandonado la región. Cada vez que pensaba en él o en lo ocurrido se me arrugaba el corazón como una uva pasa. Quería enfrentar a mi padre, reclamarle, decirle que lo odiaba. Decidí ir al único sitio que conocía y pensaba que podía estar. Era una pequeña hacienda a cuatro kilómetros del pueblo. Recordaba el lugar perfectamente, pasábamos los fines de semana allí, cuando era una niña y mis padres todavía estaban juntos.

Decidí tomar el camino que bordeaba el río, no quería ir por la carretera pues a veces los hombres de mi padre hacían retenes y no quería alertarlo. Recuerdo que hacía calor y la caminata por el monte no era nada agradable.

Fernanda hablaba sin parar y disfrutaba lo que para ella era una aventura. Había ido preparada con agua que llevaba en una cantimplora y una mochila con algo de comida. Su padre no sabía nada de la escapada y cuando se enterara, temíamos que el castigo sería grande.

Olivia sonrió con un amago de nostalgia.

Era mi mejor amiga. Era graciosa y muy inteligente.

La mirada penetrante y angustiada de Olivia estaba fija en un punto distante.

Al llegar a los linderos de la hacienda, lo recuerdo ahora, el paisaje cambió, en ese momento no le di importancia, estudios en estos temas años después, me enseñaron que el lugar había estado preparado, que estaba sembrado, a lo mejor había más minas, pero para nosotras solo una bastó. El silencio mandaba la parada. No sospeché nada. Solo me vino a la mente la imagen de mi mamá, diciéndome que me cuidara.

El terreno estaba resbaloso, debido a un aguacero que cayó la noche anterior.

 

Olivia se quedó callada unos instantes. Rememorando el aterrador momento en que la había cambiado la vida.

Fernanda pegó un salto para esquivar un barrial y alcanzar una de las piedras, yo la seguí, cuando de pronto una explosión que, sentí como un fuerte golpe en la cara, nos hizo volar por los aires. La explosión me dejó sorda. Con un vacío inmenso en el estómago, sufrí el golpe de la caída violenta y el impacto esta vez en la parte posterior de la cabeza.

—¿Qué pasó? —fue todo lo que pude preguntar.

Por entre una bruma de dolor y zozobra observé donde había quedado el cuerpo de Fernanda destrozado.

Había sangre mezclada con barro por todos lados. Al mirar mi pierna izquierda de dónde provenía el dolor, me percaté de que el pie estaba destrozado.

Había pisado una mina antipersonal o popularmente llamada mina quiebra pata.

Llamaba a Fernanda en medio de mi propio dolor, mi amiga que, aún seguía consciente a pocos metros de mí.

Solo podía oír un quejido lastimero.

No perdí el sentido en ningún momento. Padecía una gran angustia y una sed terrible y el dolor físico que había llegado a instalarse para no abandonarme en mucho tiempo ¿Y si nadie venía a rescatarnos? No lo sentí por mí, solo por Fernanda que no se merecía lo que le acababa de pasar. La observaba tratando de arrastrarme al lado de ella. Tenía sangre por todos lados y heridas en su abdomen. No podía verle las piernas. Miraba a todos lados y solo veía estropicio de sangre y huesos.

No supe si transcurrieron minutos u horas. Una camioneta de los hombres de mi padre apareció a pocos metros de donde estábamos. Seguro habían oído la explosión. Los hombres llegaron al lugar donde habíamos caído, se movían con cautela. Sorprendidos, vociferaban entre ellos al saber quién era la víctima. Se alejaron varios metros e hicieron varias llamadas por el móvil.

A los pocos minutos nos transportaban en el platón de la camioneta. Tenía mucha sed, pero ellos se negaron a darme agua, dijeron que podía ser peligroso.

No supe en cuanto tiempo frenó de golpe el vehículo en el camino de entrada de la casa de la hacienda. La sequedad en los labios era insoportable.

Sabía que había perdido mucha sangre y trataba de mantenerme consiente, pero a cada minuto que pasaba era más difícil.

Vi acercarse a mi padre. Bramaba angustiado, impartía órdenes y pedía un helicóptero. Mientras tomó mi mano. Trataba de tranquilizarme en medio de los gritos y el correcorre de la gente.

Observé la culpa en cada uno de los gestos de mi padre.

—El peso de tus acciones… se te empieza a notar —le dije.

Él me pidió que me callara. Le pregunté porque lo había hecho, por qué me había destrozado la vida. Me contestó que nunca lo entendería. Me pidió que guardara silencio, que guardara las fuerzas, que descansara.

Escuché la llegada del helicóptero, que aterrizó a pocos metros del lugar. Un médico y un enfermero se acercaron con un par de camillas y nos trasladaron rápidamente al aparato. Nos colocaron una venoclisis a cada una, mientras levantaban vuelo, para dirigirse a uno de los hospitales de la región.

—Hay que avisarle al padre de esta chica. Dile en qué hospital vamos a estar —fue lo último que escuché antes de caer en la inconsciencia.

En cuanto Miguel oyó lo que sintió Olivia al pisar la dichosa mina, ahogó un gemido. Los pulmones se negaron a expandirse mientras caía uno de los principales misterios que circundaban la vida de la mujer que más quería en el mundo.

—Olivia, mi amor —susurraba sin aliento mientras se golpeaba la cabeza contra las rodillas. Se levantó despacio, juró que el suelo se movía, la voz de Olivia le retumbaba en la cabeza. No quería pensar en el trauma que había sufrido o se volvería loco. Lo angustiaba pensar en el dolor que debió sentir al impacto con el explosivo y mientras él no hacía más que refugiarse en el odio. ¡Cuán ciego había estado!

Como si estuviera en un túnel, escuchó el final del relato de Olivia y, luego, otro relato más, hasta que hablaron de las actividades a seguir y oyó unas palabras que lo devolvieron a la realidad: “mapas del cuerpo”. ¿Qué diablos era eso?

El dolor por momentos se tornaba insoportable, deseaba irrumpir en el salón, tomarla en brazos, sacarla de allí y decirle que la amaba con locura, con ese amor insano, violento y posesivo que sacaba a relucir su índole primitiva. Que cuando la veía aparecer, le alteraba las pulsaciones y le llegaba esa misma ansia por besarla que le llegaba años atrás. Quería decirle también que el hecho de que hubiera perdido parte de su pierna no cambiaba un ápice sus sentimientos. Que daría su vida por volver a verla feliz.

Pero no era el momento. En el instante en que advirtió que la sesión había terminado y que se dirigían a la puerta, caminó hasta la salida. Se tambaleó mientras buscaba una entrada de aire, casi derriba a una pareja que entraba al lugar. Farfulló una disculpa y, con paso rápido, se dirigió a la camioneta.

Las palabras de Olivia le bailaban en la mente. El conocimiento se burló de él sin piedad, se burló de diez años de malos pensamientos y sentimientos. Con un chirrido que se oyó en todo el vecindario, salió disparado por la calle principal del pueblo. Deseaba poner toda la distancia que fuera posible entre la revelación y él.

Fue imposible.

Las palabras quedaron grabadas en su corazón.

Frenó de golpe, apretó los ojos e hizo chirriar los dientes para no desatar en gritos y en llanto.

Fue en vano.

Las lágrimas brotaron sin control de forma rápida y copiosa. Descansó la frente sobre el timón de la camioneta al tiempo que golpeaba con los puños la consola mientras la angustia que había mantenido a raya durante el relato irrumpía de golpe y sin compasión para llevarlo a un desfiladero profundo y oscuro de dolor.

“Mi Olivia, mi dulce Olivia. ¿Por qué a ti, mi amor?¿Por qué a ti?”

Se extravió en el tiempo. Puso en marcha de nuevo la camioneta, que lo llevó por el camino de la quebrada en piloto automático y sin pedirle permiso. Se apeó y llegó a la entrada del bosquecillo e irrumpió en el lugar hasta que escuchó el ruido del agua. Caminó alelado hacia el sitio donde la había visto por primera vez.

Se acercó al árbol donde tantas veces la había arrinconado, besado y acariciado. Se aproximó a la orilla de la quebrada y, de cuclillas, observó la laguna donde la había visto nadar y esconderse de él.

Descansó la frente sobre las rodillas, oprimió el rostro y, con los músculos en tensión, opuso resistencia a la agonía que le oprimía el pecho. Sin poder aguantar más, terminó por rendirse y soltó un rugido lastimero que espantó a los animales del lugar. Lloró con impotencia, con rabia, con esa vulnerabilidad con la que lloran los niños cuando son despojados de algún juguete.

Se levantó de modo súbito y brusco, se refregó los ojos y se acercó al árbol. Empezó a golpearlo con los puños, con rabia y amargura.

Era una verdad escalofriante. No podía imaginar la magnitud de lo que sentiría Olivia ante esa tragedia.

“¡Dios mío! ¡El dolor que debió sentir! ¡Que debe sentir!”

Con los puños adoloridos, con el alma acorralada por la pena y con la certeza de que no le alcanzaría la vida para reparar el daño que él también le había causado, se dirigió a la hacienda.

Se encerró en el estudio al finalizar la tarde y con una botella de whisky sucumbió a la borrachera más terrible que se había dado en la vida.

Deseaba fervientemente recuperar el amor de su vida. ¿Pero de qué manera? Sería muy difícil, y más conociendo el orgullo con el que estaba hecha esa mujer. ¿Los había engañado a todos o acaso solo a él, que por estar perdido en la bruma del odio y la lujuria se le habían escapado multitud de detalles?

Entendió por qué usaba jeans y botas, cuando ella siempre vivió orgullosa de sus piernas. Entendió por qué a veces cojeaba ligeramente o estiraba su pierna, y por qué se tocaba la rodilla el día del atentado, cuando la subió en brazos para entrarla a la casa. Entendió el lío con la venda el día de su encuentro. Si hubiera insistido en examinarle la rodilla, ¿qué habría pasado? Tuvo la certeza de que ella no hubiera permitido que la viera así.

Ya era hora de dejar de ignorar al hombre que les había arruinado la vida.

Orlando Ruiz tenía la culpa de lo que le había ocurrido a Olivia, aunque él también tenía culpa por dejarla sola, si solo era una jovencita, ¡por Dios!, ¡tan vulnerable!, un cordero en medio de fieras.

Le remordió la conciencia. No había hecho más que lastimarla. La había humillado, la había hecho sentir insignificante y la había utilizado, solo por la rabia que lo invadía por necesitarla, por añorarla, por desearla.

Cuánto había echado en falta su amor durante todos estos años. Soltó un gemido de angustia, recordando la manera en que la había amado.

Y entonces también recordó la manera en que Olivia consolaba la gente y aliviaba el dolor de los demás. Recordó cómo trataba de darle consuelo a él por haber perdido a su padre. Recordó que él solo había sido el gran patán de la historia.

Mientras ella era puro amor y hacía tanto por otros, ¿quién le daba consuelo a ella? ¿Quién le ayudó a reparar su alma herida? ¿Quién la consoló en el dolor?

“Perdóname por haberte roto el corazón tantas veces...”

 

Amaneció en el estudio con un fuerte dolor de cabeza. No fue a la reunión matutina con los técnicos veterinarios. Ese día sería para él. Necesitaba absolución. Cualquier absolución, aunque no fuese ni la de ella ni la suya.

Se dirigió al pueblo, asustado como nunca había estado en la vida. Sus pasos atormentados lo llevaron hasta la iglesia. Hacía una década que no visitaba un templo. La última vez que llegó allí fue para la misa del entierro de su padre.

El lugar seguía igual, con la imagen de Cristo crucificado que tenía siglos de antigüedad. Estaba muy angustiado, por supuesto, más el silencio, el olor a cirio y a incienso obraron el milagro de calmarlo.

Se arrodilló frente a un banco y cerró los ojos. Durante años había estado muy resentido con Dios. No, resentido era poco. Había estado furioso con él. Sin embargo, nunca puso en tela de juicio su existencia.

Hoy volvía con el alma acongojada buscando coraje y consuelo. Abrió los ojos al escuchar un ruido de pisadas en el lugar. Era el sacristán.

Observó cómo, con gestos tranquilos, colocaba un par de cirios a lado y lado de la imagen de la Virgen María. Sus gestos suaves y tranquilos terminaron de sosegarlo.

Volvió su mirada a la cruz.

—Señor Jesús, aquí me tienes, de nuevo a tus pies. Sé que no he sido benévolo contigo durante todos estos años, y sé que he cuestionado cada una de tus intenciones. Pero aquí me tienes, Señor, entregándote mi vida y todo lo que poseo para que mi Olivia sea feliz una vez más. Por favor, Señor, necesito tu amor, tu misericordia y tu perdón. Sé que poco los merezco, que soy un pecador sin remedio, pero también soy tu hijo.

Miguel elevó los ojos al techo, aún de rodillas.

—Pon sabiduría en mis acciones y palabras, te lo ruego, te lo ruego. Que de mis labios salgan las palabras que tanto ella necesita oír. Que mis brazos sean su refugio y mis manos tengan la capacidad de regalarle caricias que la sanen. Ayúdame a darle todo el amor que necesita. Yo te prometo que acataré tu voluntad cualquiera que ella sea. Por ella me liberaré del resentimiento y la rabia por la muerte de mi padre y la condena de Jorge. Tú sabes lo difícil que es esto para mí. Pero lo haré, por ella que lo es todo, lo haré, Señor.