Olivia dio vueltas en la cama toda la noche. Lloró por breves momentos y luego se reprendía por ser tan estúpida y creer aún, después de todo, en cuentos de hadas. Se hizo la promesa de no dejarse pisotear por nadie nunca más. Terminaría su trabajo con celeridad y volvería a Bogotá.
No se arrepentía de haberse entregado a él, eso nunca, pero sí le molestaba darse cuenta de que Miguel nunca saltaría el abismo que los separaba, que la esperanza con la que ella había vuelto tenía mucho que ver con solucionar las cosas con él, que sus expectativas eran poco realistas. Tenía que dejar el pasado atrás, ya era suficiente.
¡Dios! Ella le había puesto el corazón a los pocos minutos que habían compartido, ¿y todo para qué? “Hasta hoy Olivia, hasta hoy”.
Además, si Miguel no se había percatado de lo ocurrido a su pierna, pues mucho mejor, Olivia tenía su orgullo y lo que menos quería era despertar sentimientos de lástima… no podría soportarlo.
Sin embargo, ya era momento de dejar salir su dolor. Estaba segura de que eso subiría su autoestima y evitaría que diera pasos en falso. Ella, que exhortaba a las víctimas de la violencia a enfrentar sus miedos más profundos y sus sufrimientos, tenía que reconocer que era incapaz de hacerlo con ella misma, y eso tenía que cambiar. Reajustó sus defensas para enfrentar su día.
Su resolución le duró diez minutos, hasta que Tránsito tocó a su puerta con un enorme ramo de flores que ella reconoció del jardín de la hacienda de Miguel.
—Señorita, le trajeron esto —le dijo la joven a una sorprendida Olivia.
Era el ramo más dispar que había visto en su vida, con las flores mal cortadas, con buganvilias que ya empezaban a marchitarse, margaritas y campanillas.
—¿Quién las trajo? —llevó la mano a un sobre que acompañaba el pintoresco ramo.
—Uno de los peones del Álamo.
Con el corazón casi sin latir, metió la mano en el sobre y sacó el pequeño papel que abrió enseguida.
—Yo las pondré en agua, Tránsito.
La chica se retiró y ella se dispuso a leer el contenido de la carta.
Olivia:
Está mañana recordé cómo admiraste el jardín de mi casa y me dispuse a hacerte llegar un pedacito, para gran consternación de mi tía Elizabeth, que me reprendió como un niño al ver el estropicio que hacía con sus flores al tratar de escoger las más bonitas.
Una sonrisa le surcó los labios.
No me importó. Solo quería que supieras que pensé en ti toda la noche, y que quiero volver a verte. Sé que he sido de todo menos el hombre que hace años te enamoró, pero deseo que me des otra oportunidad. Perdóname por las palabras que te he dicho. No es lo que siento en realidad. ¿Has regresado a la quebrada? Yo nunca he vuelto a ese lugar, pero hoy quiero volver. Encuéntrate conmigo como antes, cuando solo importaba nuestro amor.
Te espero después de tu reunión con Melisa y con Gabriel.
Respecto a la pregunta que me hiciste hace días, mi respuesta es: Sí, sí, sí, de corazón.
Tuyo,
Miguel.
El corazón le retumbaba en el pecho. ¿Y ahora qué insecto le había picado?
Volvió su mirada a las flores con nuevas expectativas, definitivamente en lo que concernía a sus sentimientos por Miguel Robles era batalla perdida. Un simple ramo y ya estaba de nuevo ilusionada, lo mejor sería revestir su alma de fortaleza, no quedaba otro camino. Las puso en una jarra que llenó con agua del grifo del lavaplatos. Las llevó a la mesa de noche. Eran hermosas y las había cortado él. Sí, Olivia, el mismo hombre que la tenía al borde del precipicio con sus actitudes, le susurró su conciencia al oído. “Miguel acabará enloqueciéndome”.
No podría ir a la quebrada. Nunca había vuelto a ese lugar. Sabía que se tiraría de cabeza y no saldría nunca más.
Se arregló para su cita con los esposos Preciado y se dirigió a la alcaldía, donde ya sus compañeros la estaban esperando.
Gabriel y Melisa llegaron diez minutos después. Saludaron a Claudia y a William quienes, junto con los dos profesionales de Memoria Histórica, condujeron al par de esposos hacia el área de Acción Social para mostrarles los progresos en dicho tema.
Olivia se percató de que Melisa la miraba con algo de inquietud y se avergonzó por todo lo que había tenido que presenciar. Olivia era perfeccionista y le molestaba mucho que las cosas se torcieran de rumbo. Melisa y Gabriel alcanzaron a percibir los problemas que existían entre ella y Miguel, y eso la apenaba porque no quería que todo su esfuerzo se fuera al traste por las rabietas de Miguel.
Al llegar a Acción Social, unas siete mujeres estaban reunidas en una charla brindando sus testimonios. Los jóvenes esposos se negaron a que interrumpieran la sesión de ese día por ellos.
—Cuénteme, Claudia, ¿qué actividades realiza el equipo de Memoria Histórica? —preguntó Gabriel mientras observaba curioso al grupo de mujeres en un círculo, con ovillos de lana de diferentes colores extendidos entre sí.
—Yo podría contestar eso, pero voy a dejar que sea Luz Inés Ospina, la antropóloga encargada, quien se los explique.
Hicieron las presentaciones y Luz Inés, una joven de unos veinticinco años, de gafas y mirada inteligente que Gabriel estaba seguro jugaría un papel importante en la destreza para resolver conflictos, procedió a explicar el proceso mediante el cual se reconstruye la memoria histórica.
—Nosotros hacemos parte del equipo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación.
La joven profesional les manifestó la difícil labor, que es tratar de sanar las heridas individuales y colectivas de las víctimas de la violencia. A medida que hablaba, los llevaba a una oficina donde se sentaron a escucharla. Les explicó la manera en que propiciaban el reconocimiento y la dignificación de los testimonios de las personas que han visto su vida alterada por el conflicto.
—El derecho a la memoria es un derecho inalienable de las víctimas y de la sociedad —concluyó Claudia.
—Algo difícil con la violencia aún rampante en nuestro país —adujo Gabriel.
—Nosotros reconocemos que el país está aún sumido en una cruenta guerra y que los procesos de paz atraviesan tensiones. Sin embargo, creemos que, a pesar de sus limitaciones, este proceso es una de las pocas esperanzas para alcanzar una paz duradera.
—Es algo complicado que la gente colabore —continuó Melisa—. En muchos casos la gente quiere olvidar.
Luz Inés les explicó que dentro del grupo de desplazados había mucha gente con ganas de hablar de lo ocurrido, pero sentían miedo a que si hablaban, el conflicto se repitiera. También percibía en ellos el temor a abrir una herida que ellos creían curada. Por eso se trabajaba para lograr un olvido elaborado.
Se trabajaba en ejercicios para dar un testimonio individual del hecho violento. Se les enseñaba a elaborar el duelo, a que reconocieran sus sentimientos de rabia, dolor y culpa a la vez que se construía un documento histórico para la comunidad.
—¿Han tenido algún conflicto? No siempre la gente reacciona de manera positiva. El impacto de recordar puede llevar a la pérdida de control —interrumpió Melisa.
—Sí, a veces ocurre, pero los gestores de memoria están capacitados para comprender el mundo emocional que aquí se compromete. Cuentan con habilidades que les permiten trabajar con el dolor, el silencio, la tristeza y la rabia. Estos procesos de reconstrucción ayudan mucho a las víctimas y a la sociedad. No se sienten tan solos.
Olivia tomó la palabra:
—Se identifican los responsables de los hechos. Se precisan las pérdidas económicas. Se recupera la biografía y la dignidad de los que murieron.
—Es una labor excelente, pero nada fácil —señaló Gabriel.
—Tiene razón, señor Preciado —adujo Claudia—, es algo difícil. Pero hemos logrado mucho en poco tiempo.
—¿Al revivir la historia de lo sucedido hay un aumento de los conflictos familiares o con la comunidad? —preguntó Gabriel mientras derivó su mirada a unos niños jugando a la pelota en un patio.
—Hay que hacerles ver —continuó Olivia—, que esa es justamente la finalidad de las personas que los atacaron: desmembrar y dividir familias y vecinos, y que la culpa es siempre de los victimarios, nunca de las víctimas.
—¿Aparte de los testimonios que otras actividades realizan? —preguntó Melisa.
—Los mapas mentales —contestó Olivia.
Ante la mirada expectante del par de esposos, Olivia continuó con la exposición y narró la manera en que el grupo identifica una marca, un parque, una esquina, una estatua, algo que los ubique con sus recuerdos en el lugar. Luego habló de los mapas del entorno, donde se ubican los lugares de la violencia, los sitios históricos, los sitios de resistencia. Se realizan recorridos por donde ocurrieron las cosas, relatando los hechos, y de esa manera se logra reconstruir de forma oral y visual los acontecimientos.
—Se necesita ser muy valiente para afrontar algo así —opinó Melisa.
—¿A qué actividad pertenecen unos dibujos que vi en uno de los salones?—Gabriel se refería a un grupo de diferentes escenas entre las que había dibujos de paisajes de montañas azules y montañas pequeñas llenas de cruces. Otro era una casa, algunas gallinas y lo que parecía un burro. Y en una esquina aparecía una metralleta.
—Son las colchas de memoria. Mediante este método se activa el recuerdo a partir de imágenes. Se apela al dibujo, a la pintura, a los diferentes colores.
—Sí, he trabajado con esta técnica en Bogotá con niños desplazados —comentó Melisa—. Fue una técnica utilizada con hombres y mujeres víctimas de la violencia en África durante la década pasada.
—Sí, es como una metáfora visual de la memoria colectiva y de las memorias individuales que marcan la vida de un individuo o una comunidad —concluyó Olivia.
—Exactamente —le contestó Luz Inés—. Luego están los mapas del cuerpo.
—¿Mapas del cuerpo? —preguntó Gabriel con las cejas levantadas—. No había escuchado sobre eso.
—En los mapas del cuerpo se utilizan marcadores, papel y pinturas para representar de manera visual los cuerpos, registrando las huellas del sufrimiento y la violencia.
—¿Con qué fin? —preguntó Melisa.
—Aquí se aborda el tema de las experiencias traumáticas que atentan contra el cuerpo humano. Violaciones, abusos sexuales, torturas, mutilaciones… Son las vivencias más difíciles de narrar.
Claudia observó a Olivia con una mirada punzante. Olivia se sonrojó.
—Las víctimas prefieren guardar silencio. Métodos como este les permiten expresar lo inenarrable. Las imágenes construidas se convierten en símbolos de la experiencia, en las respuestas y las emociones del individuo y el modo en que éstas habitan en su cuerpo —concluyó Claudia.
—Vaya, definitivamente esta gente ha vivido al son de sálvense quien pueda —replicó Melisa.
—Han aprendido el temible oficio de lidiar con la muerte de diversas formas —concluyó Gabriel consternado y admirando la capacidad de lidiar con tanto dolor que tenía el grupo de profesionales.
En ese momento entró una empleada y preguntó por Olivia.
—El arquitecto las está esperando en la casa.
—Gracias, Pilar, ya vamos para allá.
—Me temo que estamos con el tiempo medido —adujo Gabriel—. Vamos a ver los planos.
Tomó de la mano a su mujer y salieron en silencio. El arquitecto Alberto Carbonell los esperaba en la casa que iban a reformar. Se reunieron en torno a una mesa de madera con sillas alrededor para estudiar una serie de planos de lo que sería La Casa de Paz.
El primer plano mostraba una casa con una amplia entrada, de fachada moderna, jardines, el estanque algo más agrandado y, al fondo, un parque infantil. También contaba con un área de recepción, una sala de espera, un amplio salón para biblioteca, un consultorio, un salón para gimnasia y otro para alguna capacitación, que Olivia sugirió para las clases de tejido o bordados que quería implementar en el lugar. Al fondo se encontraba el área administrativa.
—¿Averiguaste sobre el terreno que colinda con la casa? —le preguntó Olivia al arquitecto.
—Claro que sí, tu padre… —la miró en ese momento arrepentido de haber dicho padre. Olivia lo tranquilizó con un gesto de la mano—. Discúlpame, Olivia —le susurró el muchacho, avergonzado. Ella hizo caso omiso al comentario y volvió la vista a los planos. Gabriel y Melisa la observaron curiosos.
—El antiguo dueño de la casa anexó ese terreno a la propiedad hace quince años.
—Perfecto —contestó Olivia—. Deseo hacer allí un monumento de conmemoración a las víctimas.
El arquitecto les mostró el siguiente plano mientras una empleada entraba con una bandeja llena de tazas de café y unas galletas recién salidas de la pastelería.
Después de casi una hora finalmente se decidieron por la fachada del segundo plano, que era algo más conservadora; y por el interior del primero. Hablaron de un par de temas más y Olivia los acompañó a la salida.
—Estamos sorprendidos —Melisa la miraba con admiración—. Es una labor muy completa.
—Gracias. No hubiera sido posible sin el equipo, es una labor en conjunto.
—Pero me imagino que tú mueves las cuerdas, aunque parezca lo contrario.
Olivia sonrió.
—Amor, tenemos que irnos —se impacientó Gabriel. Melisa se alejó a una de las sillas donde había dejado su mochila—. Dejamos a Valentina con Elizabeth y Ligia, ya casi es hora de alimentarla. Olivia, ha sido un verdadero placer conocerte y te felicito, es una gran labor —dijo Gabriel.
—El placer fue mío. Espero que disculpen los inconvenientes.
La abrazó con afecto y le susurró:
—Tenle paciencia. Es un hombre herido y uno de los más buenos que conozco.
—Cuentas con nosotros para que tu sueño y el de muchos se haga realidad —le dijo Melisa mientras sacaba unas gafas de sol de su estuche—. Te daremos el dinero para tu casa de paz.
—La Casa de Paz será para quienes la necesiten. Gracias, muchas gracias en nombre mío y de la gente a la que estoy segura esto les hará una diferencia.
Melisa la apartó un momento del grupo y caminó con ella enlazada del brazo hasta una de las camionetas, mientras Gabriel se despedía del resto de la gente.
—Prométeme que escucharás a Miguel.
—¿Por qué? ¿Qué tiene que decirme que no me haya dicho ya?
—Muchas cosas, Olivia, muchas cosas. Nada es lo que parece. Lo vas a entender pronto, no te preocupes. ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —contestó ella, no muy segura de poder cumplir esa promesa.
En cuanto las camionetas se alejaron por el camino, Olivia frunció el ceño al recordar la maraña de conflictos que afloraron con el regreso. Era la mayor de las farsantes. Era la mayor de las cobardes. Estaba avergonzada. Ella era como esas vendedoras que ofrecían un producto y eran incapaces de utilizarlo en su hogar porque no lo consideraban de buena calidad.
Se sabía esos procesos al derecho y al revés, pero no había participado en ellos como debía. No quería sucumbir al enorme peso de llamarse víctima, y desde luego que lo era: mutilada, con culpa, con el corazón roto y una autoestima baja.
Cuando Luz Inés explicó aquello que se realizaba allí, en su entorno, en el pueblo donde había crecido y a poca distancia de donde había ocurrido todo; salió a flote la vulnerabilidad que siempre había escondido bajo la máscara de suficiencia. Quería pertenecer a ese grupo de mujeres que vio en uno de los salones, deseaba su consuelo, necesitaba recibir el abrazo confortante de gente que había caminado de la mano del sufrimiento, así como ella. Y quería hacerlo no como trabajadora social, sino como compañera de infortunios. De verdad lo anhelaba. Estaba harta de hacerse la dura y la valiente cuando lo que necesitaba era desahogarse y que alguien le dijera que todo iba a estar bien. El único maldito problema era el pánico a confrontarse a sí misma y sacar afuera su dolor.
“De ningún modo te rendirás al miedo”, se dijo a sí misma. “Eres más fuerte que eso.”
Teresa salió del supermercado con el carrito de las compras cuando divisó a Pedro recostado en el parachoques de su auto. Quiso salir corriendo, la noche anterior no había podido dormir pensando en cuanto ocurrió durante el almuerzo.
—Buenas tardes, Teresa.
Sorprendida de verlo allí, y con las emociones hechas un lío al recordar el día anterior, apenas farfulló un saludo.
Había bailado con él en dos ocasiones. Había reído y aceptado sus atenciones. Deploraba el tiempo compartido, lo sabía peligroso para su vida.
—Señor Almarales, me temo que estoy algo ocupada —masculló sin mirarlo y abriendo el baúl del auto para ir poniendo las bolsas con las compras.
—¿Volvemos otra vez a llamarme señor? Por Dios, Teresa, somos amigos. ¿Es que acaso lo olvidó?
Teresa le echaba uno que otro vistazo, mientras él se apoderaba de un par de paquetes para ponerlos al lado de los que había acabado de acomodar ella. Se mortificó aún más al ver que en las manos de Pedro había un paquete grande de pañales para adultos.
—No, no lo he olvidado, pero me gustaría guardar las distancias.
—¿Es así con todos sus amigos? ¿Siempre guarda las distancias?
—Es usted imposible —decía mientras acomodaba otros dos paquetes, haciéndose un lío y rompiendo una de las bolsas. El contenido se desparramó por el suelo al lado del auto.
—Déjeme ayudarle.
—¡No! ¡No me ayude! Puedo sola —se ruborizó y recogió las cosas. Se levantaron los dos a la vez y sus cabezas chocaron. Se disculparon.
—¿Qué pasa, Teresa? ¿Tanto le desagrado?
Teresa podría decirle que sí, y se lo sacudiría enseguida. Pero esa no era la verdad y a ella no le gustaba mentir. En el fondo de su alma no quería que Pedro saliera de su vida.
—En absoluto —se percató de que él respiró más tranquilo y eso la molestó—. Esto es incorrecto, no está bien.
—¿Por qué, Teresa? ¿Qué tiene de malo?
—Nada, yo… Soy una mujer casada, con compromisos.
—No diga nada más y vaya conmigo a almorzar a Santa Rosa el sábado. Quiero ser su amigo, ¿qué tiene eso de malo?
La incomodidad fue en aumento al apreciar las ganas que tenía de aceptar. Fastidiada, se dio cuenta de que Pedro la leía con una facilidad pasmosa. ¿Tan transparente era? Teresa recordó que era el día en que Enrique recibía terapia.
—Lo siento, ese día van las terapistas y me gusta estar ahí.
—¿No puede dejar a alguien encargado?
A Teresa le incomodó que él estuviera pendiente de cada uno de sus gestos. Ella se podía ausentar, por su supuesto, ya que su esposo a duras penas se percataba de su presencia, pero no le parecía correcto irse de juerga con un hombre atractivo mientras su esposo languidecía al lado del palo de mango en el patio de su casa.
—Déjeme ayudarle. Acépteme, Teresa, por favor —susurró—. Déjeme cerrarle el paso al dolor que la agobia.
Ella lo miró atónita, vulnerable y muy confusa.
—Yo no le he pedido que lo haga.
—No necesita hacerlo. Sé lo que necesita. Déjeme entrar, por favor.
Teresa quiso que la tierra se la tragara, porque de pronto advirtió que su cuerpo la empujaba a refugiarse en sus brazos y olvidar tanta pena.
—Solo quiero que ría, que deje sus miedos —se acercó más. Ella saltó como un resorte hacia la puerta del auto.
—Está bien, iré con usted —abrió la puerta, se sentó rápidamente y giró la llave del encendido—. Es un hombre terco. Lo sabía, ¿verdad?
—Sí, lo sé —alcanzó a contestar mientras arrancaba como alma que lleva el diablo.
Pedro se quedó observando cómo se perdía el auto por el camino.
Miguel tiraba piedras en la pequeña laguna.
Lo había dejado plantado. No había acudido a la cita.
Y no podía culparla.
Después de despedir a sus amigos fue directamente a la quebrada. La belleza del lugar lo impactó. En todos esos años, aquel sitio palidecía en su imaginación. Pero ahora que estaba allí recuperaba sus colores profundos e intensos, los olores que lo acompañaban en sueños.
La sucesión de los recuerdos le ocasionaron una sensación de agridulce anhelo que se paseaba sin contención por el pecho.
“¿Quieres un chiste, teniente?”
Se conmovió con cada piedra, cada risco, cada árbol. La primera vez que la vio, la mirada asustada que emitían sus hermosos ojos.
El arrepentimiento lo minaba, se había portado como un imbécil. Habían sido diez años de sufrimientos amargos, de llantos silenciosos. No deseaba que se repitiera nuevamente la historia.
La recordaba divertida, haciendo chistes y bromas, no había visto nada de eso en esta nueva mujer que se le presentaba y la quería como era en la época de la quebrada, inocente, vulnerable y graciosa. No contenida, seria e introvertida. Aunque era amable con todo el mundo siempre ponía una barrera, entre ella y los demás, seguro era para protegerse de todos los ataques y hacía bien. Pero le molestaba que esa barrera hubiera estado presente mientras estuvo con ella. ¿Y qué quería? Él era el más peligroso de toda esa recua de desdichados, lo sabía.
Sabía que lo que había pasado siempre permanecería ahí; que nada lo haría desaparecer. Era una maldita herencia de sangre con la que tendrían que lidiar.
Pero aquello no le impediría volver a tenerla. Haría lo que fuera necesario, prometería lo imposible, rogaría poniendo su vida de por medio, se arrodillaría sobre piedras calientes y andaría estoico, se sometería a lo que ella quisiera para volver a ver el amor en su mirada.
La necesitaba.
Era momento de crear nuevas vivencias que opacaran los sufrimientos. Los recuerdos de la quebrada eran bellos, pero ya era hora de crear nuevas vivencias.
Estaba anocheciendo. Volvió al pueblo, la buscó en su casa, pero la empleada le dijo que Olivia estaba en la alcaldía.
Al llegar a la esquina del edifico la vio salir acompañada de William. Recorrieron el camino hasta la casa de ella. Miguel los seguía a una prudente distancia, con la bola de fuego de los celos surcándole el estómago.
Lo ponía furioso ver la forma en que el tipejo ese la tomaba del brazo mientras bajaban una de las aceras y no hizo amague de soltarla. No, claro que no. Notó a Olivia cansada y advirtió por primera vez que caminaba de manera diferente a cuando la conoció.
Es más, ya lo había percibido en días anteriores. Y el día que la cargó ella no había quitado la mano de la rodilla como protegiéndola de algo. Cuando tuvieron sexo lo confirmó. “Seguro tiene algún esguince o una torcedura. Nada raro con esa andadera por el monte”, pensó.
La siguió con pasos decididos aunque lentos, ya que ellos caminaban como si estuvieran dando el paseo de su vida a la luz de la luna. “Con que romántico, el muy cabrón.”
Le caía mal el mamarracho, por mirar a Olivia como la miraba, por seguirla, por acompañarla y por cargarle el maletín con el ordenador portátil y que solo él debería cargarlo. Era él quien debía estar a su lado, acompañándola.
Se le contrajo el vientre al escucharla reír de los comentarios de William. Con él, en cambio, casi nunca sonreía. Bueno, tampoco era que le hubiera dado motivos.
¿Y si ahora lo invitaba a seguir al pequeño apartamento? Pues sencillo, estrellaría la puerta, y lo sacaría a patadas.
Gracias a Dios solo se limitó a acompañarla hasta la entrada. Se despidió con un beso en la mejilla, que hizo que Miguel chirriara los dientes.
Atravesó la calle dispuesto a enfrentarla y hablar con ella, cuando Oscar lo llamó:
—Señor Robles, debo hablar con usted —dijo el hombre que acompañaba a Olivia en sus correrías por la región.
Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de estatura mediana y rostro bonachón. Miguel no podía dejar de pensar que les había pasado a los jefes de Olivia para no haberle puesto una escolta más adecuada, alguien más preparado en seguridad. Oscar desempeñaba la labor de chofer muy bien, pero en cuanto a proteger a Olivia, le faltaba preparación. No tenía nada contra el buen hombre, pero Miguel pensaba que Olivia necesitaba a su lado a un hombre con apariencia de doberman y no de cachorro labrador.
—¿Qué pasa, Oscar? —preguntó Miguel, deseoso por deshacerse de él y hablar con Olivia. Sin embargo lo que le dijo el hombre a continuación se llevó por delante sus intenciones.
—Le tengo noticias. Sé quién disparó al Jeep —soltó el hombre en un tono de voz tranquilo. Miguel lo agarró del brazo y le preguntó quién fue—. Fabio Gutiérrez.
Miguel hamaqueó al hombre y se llevó las manos a la boca.
—¿Se ha vuelto loco, Oscar? ¿Fabio Gutiérrez?
—Sí, señor.
—¿Y de dónde sacas esa conclusión?
—Porque yo mismo lo vi. Observé el color de la camisa y ese mismo día lo volví a ver, llevaba la misma camisa y en cuanto me vio, me dio la espalda y se perdió calle abajo.
—Eso no es posible, debes estar equivocado. ¿Qué razón podría tener Gutiérrez para atentar contra la vida de Olivia?
—No sé muy bien que pasó durante aquellos años, señor Robles, pero sé que él culpa de la muerte de su hija a Ruiz y a la señorita Olivia.
—¿Fernanda murió? —preguntó él, consternado por la noticia. Recordaba a la muchacha de sus dos encuentros: el primero en la plaza del pueblo, el otro en la hacienda el día que enterraron a su padre.
—Sí, ella murió días después de irse usted del pueblo, pero la gente guarda silencio, nadie habla de las circunstancias. Es más, creo que nadie sabe a ciencia cierta qué fue lo que pasó.
—¿Por qué culpa a Olivia? ¿A qué viene esa aseveración?
—La niña Olivia estaba con ella cuando murió.
Miguel quedó pasmado. “Era un jodido misterio, todo aquello que rodeaba esa maldita época”
—No entiendo absolutamente nada, Oscar.
—En cuanto hablemos con el profesor se aclararán las cosas. Tengo a mi sobrino vigilando la casa y en este momento no hay nadie.
—Si sospecha que tú sabes, créeme que no aparecerá fácilmente.
—Puede que tenga razón.
—Me avisas al móvil cuando aparezca, no importa la hora. Mandaré a uno de mis hombres a relevar a tu sobrino mañana temprano.
—Está bien, señor Robles.
—¿Quién más crees que pueda saber qué ocurrió ese día?
—Pues, aparte de la niña Olivia y su familia, los hombres de Ruiz. Pero esos ya no están.
—Bien, gracias por todo, Oscar. Mañana hablaremos. No bajes la guardia, por favor.
—Claro que no. Buenas noches, señor Robles.
El hombre desapareció en la distancia.
Ya era tarde para importunar a Olivia, aunque no le molestaría para nada colarse en el apartamento y meterse en su cama, donde seguramente estaba ya descansando. Quería saborearla, besarla y amarla como Dios manda.
Soltó un suspiro de anhelo al imaginarlo, mientras observaba el pequeño apartamento. Mañana temprano vendría a buscarla y hablarían. Sí, señor, ya era hora de saber qué diablos pasaba aquí.
“¿Hasta cuándo los misterios y los secretos, Olivia? ¿Hasta cuándo?