Epílogo

—Todo se acabó —dijo el profesor Ovino—. Todo se acabó.

—Todo —apostillé.

—Sin duda alguna, debería darte las gracias.

—Y he perdido tantas cosas…

—¡Quizá! —me contradijo el profesor Ovino—. ¿No te das cuenta de que has salvado la vida?

—Tal vez sí.

Cuando salí de su habitación, el profesor Ovino se desplomó sobre la mesa y, sofocando la voz, se puso a llorar. Lo había despojado de su pasado, simple y llanamente. Aún sigo sin saber si aquello estuvo bien o no.

—Su amiga se marchó —dijo el dueño y gerente del Hotel del Delfín—. No dijo adónde iba. No parecía encontrarse bien.

—Ya. Gracias.

Me hice cargo de mi equipaje, y me alojé en la misma habitación de la otra vez. Desde la ventana volví a contemplar el funcionamiento de aquella empresa que me intrigó. No vi, sin embargo, a la chica tetuda. Dos hombres jóvenes trabajaban juntos, y fumaban. Uno leía cantidades y el otro dibujaba un gráfico de líneas quebradas con ayuda de una regla. Debido a la ausencia de la chica tetuda, la empresa parecía otra, totalmente distinta de la que había observado durante mi estancia anterior. Lo único que no había cambiado era que no tenía idea de a qué se dedicaba aquella empresa. Al dar las seis, todos salieron, y el edificio quedó a oscuras.

Encendí el televisor y miré el noticiario. No hubo comentarios acerca de un accidente acompañado de explosión por la zona del monte cónico. Claro que ¿no había sido ayer cuando tuvo lugar la explosión? ¿Dónde había estado aquel día, y qué había hecho? La cabeza me dolía al intentar recordarlo.

De todos modos, había transcurrido un día.

Paso a paso, día a día, me iré distanciando de los recuerdos. Hasta que un día vuelva a oír aquella remota voz llamándome al seno de las tinieblas, más negras que la laca.

Apagué el televisor y, sin descalzarme, me eché en la cama. En mi soledad, contemplé el techo, lleno de manchas. Las manchas del techo me trajeron el recuerdo de muchas personas desaparecidas. Y olvidadas de todo el mundo.

Luces de neón de variadas coloraciones alteraban la tonalidad del cuarto. Próximo a mi oído, se podía escuchar mi reloj de pulsera. Me lo quité y lo dejé caer al suelo. Señales acústicas, procedentes del claxon de los coches, se superponían suavemente unas a otras. Intenté dormir, pero no pude. Con tan encontrados sentimientos pugnando en mi pecho, no había lugar para el sueño.

Me puse por encima un jersey, eché a andar por la ciudad y me metí en la primera discoteca que me salió al paso. Y allí, al son de unos espirituales negros, me bebí tres whiskys dobles. Eso me volvió un poco a la normalidad. No hay más remedio que volver a ella. Es lo que todo el mundo espera ver en mí: un ser normal.

Al volver al Hotel del Delfín, el dueño estaba sentado en el sofá viendo el último noticiario televisivo.

—Me voy mañana a las nueve —le dije.

—¿Se vuelve a Tokio?

—No —le respondí—. Antes tengo que ir a otro sitio. Despiérteme a las ocho, por favor.

—De acuerdo —me dijo.

—Gracias por todo.

—De nada, señor —dijo, con un suspiro—. Mi padre no come —añadió—; si sigue así, se va a morir.

—Ha recibido un golpe muy duro.

—Lo sé —exclamó el dueño con pena—. Pero mi padre no me cuenta nada.

—Seguro que todo cambiará y será mejor —le dije—. Es cuestión de darle tiempo al tiempo.

El almuerzo del día siguiente lo tomé a bordo del avión. El aparato hizo escala en el aeropuerto de Haneda, en Tokio, y prosiguió su vuelo. A su izquierda brillaba continuamente el mar.

Yei estaba como siempre, pelando patatas. Una chica, empleada por horas, se dedicaba a cambiar el agua de los floreros, limpiar las mesas, etcétera. Recién llegado, como estaba, de Hokkaidō a aquella ciudad, me encontré con que aún era otoño. La montaña que se veía desde la ventana del bar de Yei mostraba bellos tonos rojizos.

Me había sentado a la barra y bebía una cerveza antes de que el bar abriera al público. Con la mano izquierda rompía la cáscara de los cacahuetes, que emitían un agradable crujido.

—¡Menudo trabajo te has tomado, para venir a comerte unos cacahuetes! —dijo Yei.

—¡Ejem! —mascullé, con la boca llena de cacahuetes a medio masticar.

—Y a todo esto, ¿otra vez de vacaciones?

—Lo he dejado.

—¿Que has dejado tu trabajo?

—Es largo de contar.

Yei, una vez peladas todas las patatas, las metió en un gran colador para irlas lavando. Luego, cerró el grifo.

—Bien, ¿qué vas a hacer a partir de ahora?

—Ni idea. Recibiré un poco de dinero por la disolución de la sociedad y la venta de sus instalaciones. No será nada del otro mundo, pero y además, tengo esto.

Saqué del bolsillo el cheque y, sin mirar la cantidad, se lo entregué a Yei. Éste, al verlo, sacudió la cabeza.

—Esto es un montón de dinero. Me da en la nariz que su origen no es nada claro.

—Has dado en el clavo, ciertamente.

—Pero será largo de contar, ¿no?

Me reí.

—Te lo voy a dejar en depósito. Mételo en la caja fuerte del establecimiento.

—¡Como si yo tuviera caja fuerte!

—Basta con que lo guardes en la caja registradora.

—Te lo guardaré en mi caja de seguridad del banco —dijo Yei, algo turbado—. Pero ¿qué vas a hacer con esto?

—Dime, Yei: Cuándo te mudaste a este local, gastaste mucho dinero, ¿no?

—Muchísimo.

—¿Tienes deudas?

—Claro.

—Con lo que hay en el cheque, ¿podrías cancelarlas?

—Y sobraría algo. Pero…

—¿Qué te parece si por esa cantidad nos haces al Ratón y a mí socios honorarios? No tienes que darnos dividendos ni intereses. Basta con el nombre.

—Pero yo no podría consentirlo.

—Venga, déjate querer. A cambio, cuando el Ratón o yo tengamos algún problema, basta con que entonces nos des refugio.

—¿No lo he venido haciendo siempre, hasta ahora?

Me quedé mirando fijamente a Yei, sin soltar mi vaso de cerveza.

—Lo sé —le dije—. Pero quiero hacerlo así.

Yei se rió, y se metió el cheque en el bolsillo del delantal.

—Todavía recuerdo tu primera borrachera. ¿Cuántos años hará de eso?

—Trece años.

—¿Ya ha pasado tanto tiempo?

Yei, cosa rara en él, se pasó media hora hablando del pasado. Cuando empezaron a entrar clientes, desperdigadamente todavía, me incorporé.

—¡Pero si no has hecho más que llegar! —exclamó Yei.

—Los niños bien educados no dan la lata más de la cuenta —le respondí.

—Te encontrarías con el Ratón, ¿no?

Apoyadas en la barra mis dos manos, respiré muy hondo.

—Me lo encontré.

—También eso será largo de contar.

—Más largo que nada que hayas oído contar en tu vida.

—¿Y no me lo podrías resumir?

—Es que, con un resumen, te ibas a quedar en ayunas.

—¿Estaba bien?

—Estupendamente.

—Volveré a verle, ¿verdad?

—Claro que sí. Sois socios en el negocio, ¿no? Ese dinero lo hemos reunido entre los dos, el Ratón y yo.

—Me has dado un alegrón.

Bajé del taburete junto a la barra e inhalé el aire entrañable del local.

—A propósito, ya que soy tu socio, me gustaría ver por aquí máquinas tragaperras y gramolas.

—La próxima vez que vengas, ya estarán instaladas —respondió Yei.

Anduve bordeando el río hasta su desembocadura, y al llegar a los últimos cincuenta metros, ya de playa, me senté. Estuve llorando durante dos horas. No había llorado tanto desde que nací. Tras esas dos horas de llanto, conseguí incorporarme. No sabía adónde ir, pero me puse en pie y sacudí la arena que se me había adherido al pantalón.

Ya había oscurecido. Al echar a andar, escuché a mi espalda el murmullo de las olas.