12.
El Ratón da cuerda al reloj

—Me colgué de una viga de la cocina —dijo el Ratón—. El hombre carnero me enterró junto al garaje. El hecho de morir no me resultó demasiado penoso, por si eso te quita un peso de encima. Pero en realidad eso importa poco.

—¿Cuándo fue?

—Una semana antes de vuestra llegada.

—Entonces le diste cuerda al reloj, ¿no?

El Ratón se rió.

—La cosa tiene gracia. Eso de que remates treinta años de vida dándole cuerda a un reloj. ¿Por qué alguien que va a morir pierde el tiempo dándole cuerda a un reloj?, digo yo. ¡Qué cosa más extraña!

Al callarse el Ratón, reinó el silencio a nuestro alrededor, sólo interrumpido por el tictac del reloj. La nieve absorbía cualquier otro ruido. Era como si solamente quedáramos nosotros dos en el vasto universo.

—Y si…

—Déjate ya de eso —me interrumpió el Ratón—. Se acabaron los «y si…». Te imaginas por qué, ¿no?

Sacudí la cabeza. No lo entendía.

—Si, por ejemplo, hubieras llegado aquí una semana antes, yo habría muerto igual. Sólo que a lo mejor nuestro encuentro habría tenido un marco más luminoso y cálido. Pero da lo mismo. Eso no cambia que yo tenía que morir. Sólo habría hecho más penoso el trance, mucho más de lo que yo pudiera soportar; seguro.

—Y ¿por qué tenías que morir?

En medio de las tinieblas, oí que se frotaba las palmas de las manos.

—No me gusta hablar de eso. A fin de cuentas, se convierte en una autodefensa. Es de mal gusto que un muerto se excuse a sí mismo, ¿no te parece?

—Pero si tú no me lo cuentas, nadie lo podrá hacer.

—Toma un poco más de cerveza.

—Está muy fría —le dije.

—Ya no está tan fría.

Abrí la lata tirando de la anilla con mano temblorosa, y me bebí un trago de cerveza. Al tragarla, no me supo tan fría, la verdad.

—Te lo resumiré. Pero me has de prometer que no se lo contarás a nadie.

—Aunque lo contara, ¿quién me iba a creer?

—En eso tienes razón —dijo riéndose el Ratón—. Seguro que nadie se lo iba a creer. La cosa es delirante, desde luego.

El reloj dio las nueve y media.

—¿Qué tal si paro el reloj? —me preguntó el Ratón—. ¡Qué latazo de ruido!

—Puedes pararlo si quieres. Es tuyo.

El Ratón se levantó, abrió la puertecita del reloj de pesas y detuvo el péndulo. El ruido y el tiempo se borraron de la faz de la tierra.

—En pocas palabras, morí con el carnero dentro de mí —explicó el Ratón—. Esperé a que estuviera dormido como un tronco, y até una soga a la viga de la cocina, de la que me colgué. No tuvo tiempo de escapar, el condenado.

—¿Tuviste que recurrir a eso?

—Sí, no había otro remedio. De haberme retrasado un poco, el carnero me habría dominado por completo. Era mi última oportunidad.

El Ratón se frotó las palmas de las manos una vez más.

—Quería encontrarme contigo siendo todavía plenamente yo. Con mi propia memoria y con mis propias debilidades. Por eso te mandé la fotografía como si fuera un mensaje cifrado. Esperaba que si el azar te traía por estas tierras, tal vez podría salvarme.

—¿Y te salvaste, por cierto?

—Sí —dijo sin inmutarse el Ratón.

—El punto clave es la debilidad —dijo el Ratón—. Todo arranca de ahí. No sé si comprendes lo que te quiero decir.

—Todo el mundo tiene algún punto débil.

—Ése es un principio general —dijo el Ratón chasqueando una y otra vez los dedos—, y por muchos principios generales que esgrimamos, cada hombre será un caso concreto. Lo que te voy a contar es totalmente personal.

Me quedé callado.

—La debilidad es algo que se pudre dentro del cuerpo. Como la gangrena, precisamente. Lo he venido sintiendo desde los quince años, más o menos, hasta ahora. De ahí que siempre haya sido irascible. ¿Sabes acaso qué es tener dentro de ti algo que se va pudriendo sin remedio, y que esa sensación no te abandone ni de día ni de noche?

Yo callaba, envuelto aún en mi manta.

—Tal vez no te hagas a la idea —prosiguió el Ratón—. Tu carácter no tiene esa faceta. Pero, de todos modos, eso es la debilidad. Es como una enfermedad hereditaria. Por muy bien que entiendas el caso, no puedes curarte a ti mismo. No es de esas cosas que se solucionan con una palmada. Y con el tiempo, empeora.

—¿Y hacia qué es esa debilidad?

—Hacia todo. Debilidad hacia la moral, debilidad de conciencia, debilidad para vivir, en una palabra.

Me reí francamente.

—Puestos a hablar así, no hay un ser humano que no sea débil.

—Dejémonos de principios generales, como te dije antes. Naturalmente, todos los seres humanos tienen su debilidad. Sin embargo, la verdadera debilidad escasea tanto como la verdadera fortaleza. Tú no sabes lo que es esa debilidad que te arrastra sin cesar a las tinieblas. Pero tal cosa existe, verdaderamente, en este mundo. No se puede reducir todo a generalidades.

Guardé silencio.

—Por eso precisamente me largué de la ciudad. No quería que la gente me viera caer aún más bajo. Y al decir «la gente», te incluyo a ti. Me perdía por tierras desconocidas, al menos no os causaría molestias. En resumidas cuentas… —Y tras estas palabras el Ratón se quedó momentáneamente sumido en oscuro silencio—. En resumidas cuentas, que no pudiera escapar a la influencia del carnero, se debe a esa misma debilidad. No podía volver por ningún medio a ser yo mismo. Aun en el caso de que hubieses acudido enseguida, creo que tampoco habría habido nada que hacer. Aunque me hubiera resuelto a bajar de la montaña, y así lo hubiera hecho, habría dado lo mismo. Seguro que acabaría por volver. La debilidad es así.

—¿Qué deseaba de ti el carnero?

—Todo, en realidad. Todo, de cabo a rabo: mi cuerpo, mi memoria, mi debilidad, mis contradicciones… Al carnero le encantan esas cosas. El condenado tiende sus tentáculos y te absorbe igual que tú chupas un zumo de frutas con una pajita. ¿No tienes escalofríos sólo de pensarlo?

—Y todo eso, ¿a cambio de qué?

—Por algo tan estupendo, que es hasta demasiado. Y no es que el carnero me lo mostrara en forma concreta. Yo sólo he intuido una ínfima parte. Y aun así…

El Ratón se calló.

—Y aun así —prosiguió al cabo—, me sentí absorbido por ello. Casi sin posible escapatoria. No se puede explicar con palabras. Es justamente como un crisol que se lo tragara todo. Tan hermoso, que te hace perder el sentido, pero al mismo tiempo lleno de la más horrible maldad. Si te hundes en su seno, todo se extingue: la conciencia, el juicio los sentimientos, las penalidades… Todo se extingue. Es algo remotamente comparable a la energía con que se debió de manifestar en algún punto del universo la fuente de la que procede la vida.

—Pero tú la rechazaste, ¿no?

—Efectivamente. Todo eso quedó sepultado con mi cuerpo. Y si se lleva a cabo una operación más, aún no realizada, quedará enterrado para toda la eternidad.

—¿Una operación más?

—Una más. Luego te confiaré esa misión. Pero dejemos ese tema, de momento.

Bebimos cerveza al unísono. El cuerpo se me fue atemperando poco a poco.

—El quiste sanguíneo debe de ser como una especie de azote, ¿no? —le pregunté—, para que el carnero pueda manejar a su huésped.

—Así es, en efecto. Una vez que el quiste se ha formado, no hay quien escape del carnero.

—Y ¿qué objetivo perseguía el jefe?

—Se volvió loco. Sin duda, no pudo soportar la perspectiva de verse metido en el crisol. El carnero lo utilizó para construir una fuerte maquinaria de poder. Por eso lo abandonó cuando ya no lo necesitaba. Desde el punto de vista intelectual, el famoso jefe era una nulidad.

—Así que, cuando el jefe muriera, tú serías aquel de quien se iba a valer el carnero para continuar manipulando esa maquinaria de poder: el predestinado.

—Así es.

—¿A qué tenía que conducir todo esto?

—Vendría un reino de total anarquía mental, donde toda confrontación se resolvería en unidad. En su centro estaría yo, es decir, el carnero.

—¿Y por qué rehusaste?

El tiempo agonizaba. Sobre aquel tiempo agonizante se acumulaba la nieve.

—Es que me gusta mi propia debilidad. También me gustan las penalidades y trabajos de la vida. Y la luz del verano, y el aroma del viento, y el canto de las cigarras, y… —El Ratón, en este punto, se tragó lo que fuera a decir—. Y ¡yo qué sé!

Busqué las palabras adecuadas, pero no las encontré. Envuelto en la manta, miré hacia la entraña de las tinieblas.

—Nosotros, por lo que se ve, nos las hemos arreglado para construir una cosa totalmente distinta a partir de los mismos materiales —dijo el Ratón.

—¿Crees que el mundo va a mejor?

—¿Quién sabe lo que es bueno ni lo que es malo? —Y el Ratón se rió—. Desde luego, si existiera el país de los principios generales, tú allí serías el rey.

—Vale, pero sin carnero.

—Sin carnero, por supuesto. —Y el Ratón agotó de un trago su tercera cerveza, tras lo cual dejó la lata vacía sobre el suelo, de un golpe—. Más te valdría coger cuanto antes el camino, montaña abajo, no sea que la nieve te deje aislado. No tendrás ganas de pasarte aquí un invierno, ¿verdad? Me temo que dentro de cuatro o cinco días la nieve empezará a acumularse y cuajará. Y recorrer los caminos de montaña helados es muy peligroso.

—Y tú, ¿qué vas a hacer?

El Ratón sonrió, complacido sin duda, en medio de las densas tinieblas.

—Para mí ya no hay frases tales como «de aquí en adelante». A lo largo de este invierno que empieza me iré apagando, y en paz. No sé si este invierno será largo o corto, pero, de todos modos, un invierno no es más que un invierno. Me ha alegrado verte. Me habría gustado que nos viéramos en un sitio, a ser posible, más cálido y alegre; pero, en fin…

—Yei me encargó que te diera recuerdos.

—Dáselos de mi parte cuando lo veas; no te olvides, ¿eh?

—También hablé con ella.

—¿Cómo estaba?

—Bien. Trabajando todavía en la misma empresa.

—Entonces, ¿no se ha casado?

—No —le respondí—. Tenía ganas de saber por ti mismo si todo había acabado o no.

—Todo ha acabado —contestó el Ratón—. Aunque no he sido capaz de acabarla yo mismo, el hecho es que la cosa se acabó. Mi vida era una vida sin sentido. Aunque, echando mano, una vez más, de tus queridos principios generales, diría que toda vida humana carece de sentido. ¿De acuerdo?

—Sí —confirmé—. Para terminar, me quedan dos preguntas.

—De acuerdo. Adelante.

—La primera es sobre el hombre carnero.

—Es un tío fenomenal.

—El hombre carnero que vino aquí eras tú, ¿no?

El Ratón giró el cuello haciendo sonar las vértebras cervicales.

—Efectivamente —dijo—. Tomé su cuerpo prestado. Te lo imaginaste, ¿no?

—Al cabo de un rato —le respondí—. Al principio no se me ocurrió.

—Para serte sincero, me impresionó que te cargaras la guitarra a golpes. Nunca te había visto tan enfadado; y, por otra parte, era la primera guitarra que había comprado en mi vida. No era muy cara, pero, en fin…

—Lo siento de veras —me disculpé—. Sólo pretendía amedrentarte, para ver si te quitabas la máscara.

—Bueno, dejémoslo estar. Mañana, todo se esfumará —dijo el Ratón—. La segunda pregunta es acerca de tu amiga, ¿no?

—Eso es.

El Ratón estuvo callado bastante rato. Oí cómo se frotaba las manos, y a continuación respiraba hondo.

—No quería hablar de ella, a ser posible. Es que era una pieza extraña en el juego.

—¿Una pieza extraña?

—Sí. Concebí esto como algo entre tú y yo, y esa chica se metió por medio. No teníamos por qué implicarla en esto. Como bien sabes, esa chica está dotada de maravillosos poderes. Un poder que ejerce sobre las cosas para atraerlas hacia ella. Pero no tenía que haber venido. Éste es un sitio que desborda con mucho el alcance de sus poderes.

—¿Qué ha sido de ella?

—Está a salvo, y se encuentra bien —respondió el Ratón—. Sólo que ya no tendrá atractivo alguno para ti. Es una lástima, pero…

—Y eso ¿por qué?

—Se esfumó. Ese algo que había en ella, se esfumó por completo.

Me hundí en el silencio.

—No creas que no te entiendo —prosiguió el Ratón—. Pero eso, en realidad, tenía que esfumarse antes o después. En ti, en mí, en tantas chicas que hemos conocido, hay un algo que acaba esfumándose. Sabes que es así.

Asentí.

—Ya va siendo hora de que me vaya —dijo el Ratón—. No puedo quedarme más. Seguramente, nos volveremos a encontrar en algún sitio.

—Así lo espero —le contesté.

—De ser posible, en un sitio un poco más alegre, y durante el verano. ¡Ojalá! Una cosa, para terminar: mañana por la mañana, a las nueve, quiero que pongas en hora el reloj de pesas y que empalmes unos hilos que hay detrás: el hilo verde con el verde, y el rojo con el rojo. Y a las nueve y media quiero que te marches de aquí monte abajo. A las doce vendrá un visitante a tomar el té, ¿sabes?

—Descuida.

—Me he alegrado mucho de verte.

El silencio nos rodeó por un instante.

—¡Adiós! —exclamó el Ratón.

—Hasta la vista —le dije.

Arropado aún en mi manta, cerré los ojos y traté de afinar el oído. El Ratón atravesó el salón con un ruido seco de zapatazos, y abrió la puerta. Un frío helado penetró en la casa. No era viento, sino el más glacial de los fríos, que se infiltraba con exasperante lentitud.

El Ratón se entretuvo algún tiempo en la entrada, con la puerta abierta. Parecía estar mirando algo, pero no era el paisaje exterior, ni el interior de la habitación, ni mi persona, sino algo completamente distinto. Daba la impresión de que estuviera mirando el pomo de la puerta, o tal vez la punta de sus zapatos. Después, como si se cerraran las puertas del tiempo, la puerta se cerró con un leve chasquido.

Luego, sólo quedó el silencio. Nada más que silencio.