8.
El camino del viento

Pasaron luego tres días anodinos. No ocurrió nada. El hombre carnero no se dejó ver. Preparaba la comida, me la tomaba, leía libros, al anochecer me bebía un whisky y me iba a la cama. Por la mañana me levantaba a las seis, daba una carrera por el prado describiendo una media luna, y luego me duchaba y me afeitaba.

El aire matinal de la pradera era más fresco cada día. El follaje vivamente enrojecido de los abedules se hacía más y más escaso, a medida que los primeros vendavales del invierno se metían entre las ramas secas y barrían la meseta hacia el sudeste. En medio de mi carrerita, me paraba hacia el centro del prado y creía percibir con toda claridad lo que proclamaban aquellos vientos: «No hay vuelta atrás». El breve otoño se había ido para no volver.

Por la falta de ejercicio y la abstinencia del tabaco, engordé dos kilos en los tres primeros días, aunque luego con las carreras matinales perdí un kilo. No poder fumar representaba cierto sacrificio, pero al no haber un mal estanco en treinta kilómetros a la redonda, no me quedaba más remedio que aguantarme. Cada vez que me entraban ganas de fumar, me ponía a pensar en mi amiga y en sus orejas. En comparación con aquella pérdida, no poder fumar era algo insignificante. Y verdaderamente, era la mejor manera de tomárselo.

Teniendo a mi disposición tanto tiempo libre, probé a cocinar gran variedad de cosas. Incluso, valiéndome del horno, me hice un asado de buey. Descongelé un salmón y, una vez reblandecido, me lo preparé en adobo. Como escaseaban las verduras, busqué en el prado hierbas de aspecto comestible y las cocí con ralladuras de bonito seco. Hice, por probar algo fácil, calabaza en escabeche. También preparé varias clases de aperitivos para cuando el hombre carnero viniera a echar un trago. Sin embargo, mi insólito vecino no se dejó ver.

Me pasaba la mayoría de las tardes contemplando la pradera. Después de contemplarla durante largo rato, no era raro que tuviera la alucinación de que alguien asomaba de pronto entre los abedules blancos del bosque y, sin vacilar, atravesaba la pradera para venir hacia mí. Ese alguien solía ser el hombre carnero, aunque otras veces era el Ratón, y otras, mi amiga. Incluso en algunas ocasiones era el carnero de la estrella en el lomo.

Sin embargo, a la hora de la verdad, no había nadie. Sólo el viento atravesaba el prado con su soplo. Aquel lugar venía a ser algo así como el camino del viento, que, como si llevara a cabo una misión trascendental, cruzaba corriendo la pradera, sin mirar atrás, como diciendo: «Lo mío es volar siempre adelante».

Al séptimo día de mi llegada, cayó la primera nevada. Ese día, el viento estuvo extrañamente ausente, mientras unas pesadas y sombrías nubes de color plomo se enclaustraban por el cielo. A la vuelta de mi carrerita, me duché, y mientras me tomaba el café escuchando un disco, la nieve empezó a caer. Era una nieve dura, extrañamente consistente. Cuando daba en los cristales de las ventanas, repiqueteaba estrepitosamente. El viento, que había empezado a soplar, precipitaba los copos sobre la tierra describiendo un ángulo de treinta grados. Mientras la nieve era escasa, esa línea inclinada recordaba el dibujo del papel con que suelen envolver los regalos en los grandes almacenes. Pero cuando empezó a nevar sin tregua, todo, de ventanas afuera, se tiñó de blanco, y tanto la montaña como el bosque y los prados dejaron de verse. No era una de esas lindas nevaditas que de vez en cuando nos visitan en Tokio, sino la auténtica nevada de un país norteño. Una nieve que lo cubría todo enteramente, capaz de helar las entrañas de la tierra.

A poco de estar mirando caer la nieve, empezaron a dolerme los ojos. Eché la cortina, y me senté a leer un libro junto a la estufa de petróleo. Al terminarse el disco, y retirarse automáticamente la aguja, todo a mi alrededor se sumió en un silencio ominoso. Un silencio de tumba, así como suena. Dejé el libro y, sin una razón concreta, me dediqué a hacer un recorrido metódico por la casa. Del salón pasé a la cocina, y de allí sucesivamente al trastero, al cuarto de baño, al cuarto de aseo, a la despensa subterránea… Lo fui examinando todo. Abrí las puertas de las habitaciones de arriba a ver qué encontraba. Pero no había nadie. Únicamente el silencio, que se había infiltrado, como aceite, por todos los rincones de los cuartos. Ahora bien, según la amplitud de las habitaciones, el silencio reverberaba en cada una de ellas con un eco ligeramente distinto.

Estaba solo; jamás, desde que nací, me había sentido tan solo. Nunca había deseado fumar con tanta vehemencia como durante los dos últimos días. Pero, naturalmente, no había tabaco.

Para consolarme, bebía whisky solo. De pasarme así un invierno entero, tal vez hubiera acabado alcohólico perdido. Pero en la casa tampoco no había la suficiente cantidad de bebida para volverme alcohólico. Sólo había, en total, tres botellas de whisky, una de coñac y doce cajas de cerveza enlatada. Tal vez al Ratón le habían rondado los mismos pensamientos que a mí.

¿Y mi socio? ¿Seguiría bebiendo sin parar? ¿Se las habría arreglado para dejar en orden la empresa y reconvertirla, según nuestros planes, en la pequeña agencia de traducciones que había sido? Tal vez anduviera metido en esos berenjenales. Tal vez se las arreglara para salir adelante sin mí. En cualquier caso, se había acabado la etapa de colaboración mutua. Seis años juntos, para tener que volver al punto de partida.

Pasado el mediodía, cesó la nevada. Se fue de repente, lo mismo que había venido. Las espesas nubes se resquebrajaban a capricho, como pellas de barro. Por entre sus grietas penetraba el sol en magníficas columnas de luz que iluminaban alternativamente toda la pradera. Un espléndido panorama.

Salí a contemplarlo. Grumos de nieve endurecida estaban esparcidos sobre el terreno, como el azúcar sobre los dulces. Aquellos montones de nieve pugnaban por convertirse en hielo, como pretendiendo evitar derretirse. No obstante, cuando el reloj dio las tres, la nieve se había fundido por completo. El terreno estaba empapado, y un sol cercano al crepúsculo bañaba la pradera con su tenue luz. Los pájaros se echaron a cantar, como estrenando libertad.

Una vez que di cuenta de mi cena, me permití coger en préstamo dos libros de la habitación del Ratón: Cómo hacer pan, se titulaba uno de ellos; el otro era una novela de Joseph Conrad. Me senté en el sofá, y los fui leyendo. Cuando había leído aproximadamente un tercio de la novela, di con unas páginas donde el Ratón había metido un recorte de periódico de diez centímetros cuadrados como punta de lectura. No se podía leer fecha alguna; pero, visto el color del papel, resultaba obvio que se trataba de un periódico relativamente reciente. El contenido del recorte eran noticias locales: la apertura de un simposio sobre el envejecimiento de la sociedad, que se celebraba en el hotel de Sapporo; la convocatoria de una gran carrera a campo traviesa en los arrabales de Asahikawa; un curso de conferencias sobre la crisis de Oriente Medio. Nada, en resumen, que pudiera incitar el interés del Ratón, ni tampoco el mío. El reverso era un trozo de la sección de anuncios por palabras. Cerré el libro con un bostezo, calenté en la cocina un resto de café, y me lo bebí. Aquel fragmento de periódico me hizo caer en la cuenta de que llevaba una semana entera al margen del acontecer mundano. Ni radio, ni televisión, ni periódicos, ni revistas. Ahora, en este mismo instante, Tokio podía haber quedado destruida por un ataque de misiles nucleares; una epidemia podía haberse cebado con el mundo entero; los marcianos tal vez hubieran ocupado Australia. Con todo, no tenía medio alguno de enterarme. Si me llegaba al garaje, podría oír la radio del todoterreno, pero tampoco sentía especiales ganas de hacerlo. Si podía vivir sin saber lo que ocurría en el mundo, era porque no me hacía ninguna falta saberlo. Y, en cualquier caso, bastante tenía ya con el cúmulo de preocupaciones que me había tocado en suerte.

Sin embargo, me quedaba algún cabo por atar. Me olía que algo se me había escapado cuando trataba de ordenar mis ideas.

Algo que se había cruzado con mi campo visual. Y que había dejado impresa en mi retina la inconsciente memoria de su paso. Metí en el fregadero mi taza de café, regresé al salón y, volviendo a coger el recorte de periódico, lo miré, a ver. Allí estaba, en su reverso, lo que andaba buscando.

AL RATÓN. URGENTE.

PÓNGASE EN CONTACTO CON

HOTEL DEL DELFÍN, HABITACIÓN 406.

Devolví el trozo de papel a su lugar en el libro, y me hundí en el sofá.

¡Así que el Ratón sabía que lo estaba buscando! Quedaba la duda de cómo diablos habría llegado a dar con el anuncio. Tal vez en alguno de sus viajes al pueblo compró aquel periódico por pura casualidad. Aunque si iba tras la pista de algo, podía ser muy bien que leyera los periódicos metódicamente.

Fuera como fuese, él no se había puesto en contacto conmigo. Claro que a lo mejor, cuando le llegó a las manos el anuncio, yo ya me había despedido del Hotel del Delfín. O no pudo llamarme porque se había cortado la línea telefónica.

No, esto no era posible. No es que el Ratón no hubiera podido comunicarse conmigo: es que no había querido. Si sabía que yo estaba en el Hotel del Delfín, tuvo que prever que acabaría llegando a la finca; por tanto, de haber querido verme, o bien me habría esperado, o bien me habría dejado una nota antes de irse.

En resumidas cuentas, que el Ratón, por quién sabe qué motivos, no quería verme. No obstante, tampoco podía decirse que me hubiera rechazado. En el supuesto de que no quisiera que llegara a la finca, dispondría, a buen seguro, de medios para cerrarme el camino. Porque aquélla era su casa, no había que olvidarlo.

Con este dilema agitando mi espíritu, contemplé el caminar de las agujas del reloj. Con todo, aquella contemplación no aclaró ni un ápice mis ideas.

El hombre carnero sabía cosas. Eso era seguro. Si había descubierto nuestra llegada a aquel lugar, no podía haber ignorado la presencia del Ratón, que vivió allí durante casi medio año.

Cuantas más vueltas le daba a aquella cuestión, más claro veía que la conducta del hombre carnero era fiel reflejo de las intenciones del Ratón. El hombre carnero hizo que mi amiga abandonara la montaña y me dejara solo. Era de temer que su aparición en escena no fuera otra cosa que un aviso. Ciertamente, en torno a mí se estaba urdiendo algo. ¡Ojalá se despejara el ambiente de una buena barrida, para que pudiera saber lo que estaba pasando!

Apagué la luz, me fui al pasillo de arriba y, metiéndome en la cama, contemplé la luna, la nieve y la pradera. Por entre los desgarrones de las nubes se veía la fría luz de las estrellas. Abrí la ventana para respirar el olor de la noche. Mezclándose con el ruido que producía el roce de las hojas en la arboleda, se oía un indefinible gemido en la distancia. Era un extraño gemido, que no parecía proceder de ninguna bestia.

De este modo transcurrió mi séptimo día en la montaña.

Me desperté, di mi carrera por el prado, tomé una ducha y desayuné. Era una mañana igual que las otras. El cielo estaba como el día anterior, vagamente nublado, aunque la temperatura había ascendido un poco. Escasa probabilidad de nevadas.

Me puse unos vaqueros azules y un jersey, me enfundé en una chaquetilla, me calcé unas zapatillas de deporte y crucé el prado. Luego, más o menos por donde había desaparecido el hombre carnero, entré en el bosque que quedaba al este, y merodeé por su interior. No había caminos, ni tampoco huellas de pasos. De vez en cuando encontraba un viejo abedul blanco caído. El terreno era llano, aunque de trecho en trecho había una zanja de un metro de anchura, con aspecto de ser el lecho seco de un río, o bien restos de trincheras. La zanja serpenteaba durante varios kilómetros por el interior del bosque. A veces era profunda, a veces somera, y en su fondo se acumulaban hojas caídas hasta la altura del tobillo. Siguiendo la zanja, llegué casi sin darme cuenta a un camino que seguía la línea de cimas entre dos vertientes, como el espinazo de un caballo. A ambos flancos del camino descendían suaves laderas hasta unos pequeños valles muy secos. Pájaros gordezuelos, del color de las hojas otoñales, cruzaban ruidosamente el camino para ir a perderse entre los matorrales pendiente abajo. Macizos de azaleas silvestres, rojas como fieras llamaradas, se destacaban aquí y allá en el bosque.

Cuando llevaba como una hora andando, perdí todo sentido de la orientación. Así no había quien encontrara al hombre carnero. Seguí caminando por uno de los secos valles hasta oír ruido de agua. Y al dar con un riachuelo, continué mi camino por la ribera, aguas abajo. Si la memoria no me traicionaba, tenía que toparme por allí con una cascada, cerca de la cual pasaba el camino que habíamos recorrido a pie al venir.

Tras una buena caminata, oí el rumor de la cascada. El curso del riachuelo zigzagueaba, como repelido por las rocas, y de vez en cuando se estancaba en un remanso gélido. No había trazas de peces, aunque en la superficie de los remansos se arremolinaban las hojas caídas, describiendo lentos círculos. Fui saltando de roca en roca, bajé a la par que la cascada y, trepando luego por la resbaladiza pendiente, salí al camino ya conocido.

A un lado del puente estaba sentado el hombre carnero, contemplándome. Llevaba a su espalda una gran bolsa de lona, rebosante de leña.

—Con tantas vueltas arriba y abajo, acabarás topándote con un oso —me dijo—. Parece que uno anda perdido por aquí. Ayer por la tarde encontré su rastro. Si, de todos modos, te empeñas en merodear por esta zona, tendrías que ponerte campanitas en los lomos como yo.

Y el hombre carnero hizo tintinear unas campanitas que llevaba cogidas con imperdibles a la altura de los lomos.

—Te andaba buscando —le dije, tras recuperar el aliento.

—Lo sé —respondió—. Se te notaba.

—Bien, pues… ¿por qué no me diste una voz?

—Creí que querrías encontrarme por ti mismo. Por eso permanecí callado.

El hombre carnero sacó un cigarrillo del bolsillo del brazo y se puso a fumarlo la mar de contento. Me senté cerca de él.

—¿Vives por aquí?

—Ajajá —asintió—. Pero no se lo digas a nadie. Porque nadie lo sabe.

—Pero mi amigo te conoce, ¿no?

Silencio.

—Lo que te voy a decir es importante.

Silencio.

—Si eres amigo de mi amigo, se supone que tú y yo también somos amigos.

—Quizá, ¿verdad? —dijo cautelosamente el hombre carnero—. Sin duda así ha de ser.

—Y si eres mi amigo, no me vas a mentir, ¿vale?

—¡Ejem! —carraspeó, con aire preocupado, el hombre carnero.

—¿No me vas a hablar, como amigo…?

Se lamió los labios.

—No puedo hablarte —dijo—. De veras lo siento, pero no puedo decirte. De hacerlo, cometería una falta.

—¿Qué te impide hablar?

El hombre carnero permaneció callado. El viento susurraba entre los árboles desnudos.

—Nadie nos oye —insistí.

El hombre carnero me miró a los ojos.

—Tú no sabes nada de estas tierras, ¿verdad?

—No.

—Vale. Este lugar es único. Más te vale no olvidarlo.

—Pero tú decías hace poco que éste es un buen lugar.

—Para mí, sí —aclaró el hombre carnero—. Fuera de aquí, no hay ningún lugar donde pudiera vivir. Si me echan de aquí, no tendré adónde ir.

El hombre carnero se calló. Parecía poco menos que imposible sacarle una palabra más. Me quedé mirando su bolsa de lona, repleta de leña.

—Para calentarte en invierno, ¿no?

Asintió en silencio.

—Pero no he visto humo por ninguna parte.

—Todavía no enciendo el fuego. Hasta que se acumule la nieve, ¿sabes? Pero aunque la nieve se acumule y yo encienda el fuego, no verás el humo. Sé cómo hacer fuego.

El hombre carnero, al decir esto, sonreía fríamente, un tanto engreído.

—¿Cuándo empezará a nevar de verdad?

Levantó la vista hacia el cielo, y luego me miró a la cara.

—Este año la nieve va a ser más temprana que nunca. Dentro de diez días, más o menos.

—¿Dentro de diez días el camino estará helado?

—¡Ojalá! Nadie podrá subir, nadie podrá bajar. Una estación magnífica.

—¿Siempre vives aquí?

—Siempre —contestó el hombre carnero—. Y desde hace mucho.

—¿Y de qué te alimentas?

—De raíces, de helechos, de bayas y de frutos, de pajaritos, y a veces de pececillos y cangrejos que pesco.

—¿No pasas frío?

—El invierno siempre es frío.

—Si necesitas cualquier cosa, creo que podemos compartir todo lo que hay en la casa.

—Muchas gracias. De momento, no necesito nada.

El hombre carnero se levantó de pronto y echó a andar, camino de la pradera. También yo me incorporé, y lo seguí.

—¿Cómo has llegado a hacer esta vida, tan escondida?

—Seguro que te vas a reír —me contestó.

—Creo que no —le respondí.

Me intrigaba qué podía ser lo que me diera risa.

—¿No se lo vas a decir a nadie?

—A nadie.

—Pues porque no quería ir a la guerra.

Dicho esto, los dos caminamos un rato en silencio. Mientras caminábamos juntos, la cabeza del hombre carnero se movía a la altura de mi hombro.

—¿La guerra contra qué país? —inquirí.

—No lo sé —dijo entre toses el hombre carnero—. La cosa es que no quiero ir a la guerra, y por eso hago de carnero. Mientras sea un carnero, nadie me sacará de aquí.

—¿Naciste en la ciudad de Junitaki?

—Ajajá. Pero no se lo digas a nadie.

—No lo diré —le respondí—. ¿No te gusta la ciudad?

—¿Esa de ahí abajo?

—Ajá.

—No, está llena de soldados… —Y tosió de nuevo—. Y tú, ¿de dónde has venido?

—De Tokio.

—¿Has oído hablar de la guerra?

—¡Qué va!

Con esto, el hombre carnero pareció perder todo interés por mí. Ya no hablamos hasta llegar al prado.

—¿No quieres pasarte por casa? —le pregunté.

—Tengo que hacer los preparativos para el invierno, y ando muy ocupado —se excusó—. Otro día será.

—Tengo ganas de ver a mi amigo. Necesitaría verlo en el plazo de una semana.

El hombre carnero agitó tristemente la cabeza. Las orejas se le movieron.

—Lo siento pero, como te dije antes, no puedo intervenir en ese asunto.

—Basta con que me digas lo que puedas, si se da el caso.

—¡Ajá! —murmuró el hombre carnero, como asintiendo.

—Muchísimas gracias —le dije.

Con esto, nos separamos.

—Cuando salgas a pasear, no te olvides por nada del mundo de la campanita —insistió mientras se alejaba.

Volví a la casa mientras el hombre carnero se perdió, como la otra vez, por entre el bosque del este. La pradera, con su silencioso verdor sumido en los tintes del invierno, nos separaba al uno del otro.

Aquella tarde, me puse a hacer pan. El libro Cómo hacer pan, que encontré en la habitación del Ratón, era un manual primorosamente escrito; en su portada iba la siguiente recomendación: «Si sabes leer lo escrito, también tú podrás hacer pan con toda facilidad». Y en verdad, así era. Siguiendo las indicaciones del libro, con facilidad —de veras— logré hacer pan. El fragante olor a pan inundó la casa, atemperando gratamente su atmósfera. En punto a sabor, tampoco la prueba quedaba nada mal, para un principiante. En la cocina había harina de trigo y levadura en abundancia, de modo que en el caso de que hubiera de estarme allí todo el invierno, podría pasarlo sin preocuparme por el pan, al menos. También había arroz y espaguetis en cantidad.

Por la tarde tomé pan, ensalada y huevos con jamón. Como postre de la cena, melocotón en almíbar.

A la mañana siguiente cocí arroz, y me hice un arroz frito guarnecido con salmón en conserva, verduras tiernas y setas.

Al mediodía descongelé una tarta de queso, y me la tomé acompañada de un té con leche, bastante cargado.

A las tres merendé, helado de avellanas con un chorrito de Cointreau.

A últimas horas de la tarde asé al horno un muslo de pollo, y me lo comí para cenar con sopa enlatada Campbell.

De nuevo iba engordando.

A primeras horas de la tarde del noveno día, cuando echaba un vistazo a los libros de la estantería, descubrí un viejo libro que, por las trazas, parecía haber sido leído recientemente. Por encima estaba singularmente limpio de polvo, y su lomo sobresalía un poco de la fila.

Lo saqué de su estante, me lo llevé a una butaca, y me puse a hojearlo. Era un libro publicado durante la guerra, y titulado La estirpe del ideal panasiático. Su papel era tremendamente malo, y al pasar las páginas despedía olor a moho. El contenido, como cabía esperar según la fecha de su publicación, era pura propaganda. A cada tres páginas invitaba a bostezar, de aburrido que era. Con todo, en algunas páginas alguien le había metido el lápiz, con ánimo de censura. Sobre el intento de golpe de Estado del 26 de febrero de 1936 no había una sola línea.

Mientras hojeaba, más que leía, el libro, me llamó la atención un papel blanco que estaba metido entre sus páginas finales. Después de haber estado viendo tanto papel amarillento, la visión de aquel trozo de papel blanco tenía cierto aire de milagro. En la página de la derecha del lugar marcado por el papel había un apéndice recopilador; en él se reseñaban datos de todos los personajes habidos y por haber —famosos o desconocidos— del ideal panasiático: nombre, fecha de nacimiento, lugar de residencia habitual. Al irlos recorriendo con la vista de arriba abajo, hacia el centro me di de manos a boca con el nombre del jefe. Era el mismísimo jefe, el poseído en tiempos por un carnero, que había sido la causa de mi venida a estos lugares. Su lugar de residencia habitual: Junitaki, Hokkaidō.

Con el libro aún abierto sobre mis rodillas, me quedé por un momento con la mente en blanco. Pasó un largo rato hasta que las últimas palabras leídas se asentaron en mi cabeza. Era como si alguien me hubiera golpeado en la nuca con algo sin pensárselo dos veces.

Tenía que haberme dado cuenta. Desde el principio, tenía que haberme dado cuenta. Cuando llegó a mis oídos que el jefe procedía de una familia campesina de Hokkaidō, tenía que haber tomado buena nota de ello. Por mucha habilidad que el jefe pusiera en juego para borrar su pasado, tenía que haber a la fuerza algún sistema de investigarlo. Aquel secretario del traje negro no habría tenido inconveniente en hacer las pesquisas oportunas.

Pero ¡qué disparate!

Sacudí desengañado la cabeza.

Resulta inconcebible pensar que el secretario no hubiera investigado el asunto. No era tan tonto como para descuidar una cosa así. Aun cuando un detalle pareciera de lo más nimio, no podía permitirse dejar cabos sueltos. Bien que los tenía todos atados a la hora de enfrentarse con mis posibles acciones y reacciones.

Él estaba previamente enterado de todo.

Era absurdo pensar otra cosa. Y encima, se impuso expresamente la tarea de persuadirme, o —mejor dicho— de amenazarme, para conseguir atraerme a aquel lugar. ¿Por qué? Tratándose de ejecutar cualquier misión, él se hallaba, desde luego, en una posición infinitamente mejor que la mía para salir airoso del lance. Si por el motivo que fuera, tenía necesariamente que utilizarme, habría podido comunicarme desde el principio un dato tan simple como era el nombre del lugar.

Al calmárseme el torbellino de la confusión, le tocó el turno a la irritación, que empezó a hacer presa de mí. Me sentía acosado por un conjunto de circunstancias ridículas y erróneas. El Ratón sabía, seguramente, cosas. Y a su vez, aquel hombre del traje negro también sabía cosas. Solamente a mí me tenían casi en ayunas de lo que ocurría, plantado en medio del lío como un pasmarote. Era evidente que mis especulaciones siempre resultaban erróneas y que mis actos raramente conseguían lo que se proponían. Había ocurrido a lo largo de toda mi vida y seguramente seguiría ocurriendo, de modo que no podía echar las culpas a nadie más que a mí mismo. A pesar de todo ello, ellos no tenían por qué utilizarme de tan mala manera.

Pero me habían utilizado, me habían exprimido, habían abatido el último arresto de energía que me quedaba, el último, realmente, por tierra.

Me entraron ganas de abandonar mi misión y lanzarme monte abajo sin más dilaciones. Pero tampoco eso conducía a nada. Estaba demasiado metido en aquel asunto para zafarme de él sin más. El recurso más fácil sería echarme a llorar dando voces, pero llorar tampoco conducía a ninguna parte. Puestos a llorar, había cosas que merecían más lágrimas, como bien sabía.

Fui a la cocina por una botella de whisky y un vaso. Ya en el salón, me serví un buen vaso. Fue la única idea que se me ocurrió.