2. De la liberación de las orejas bloqueadas

Estaba preciosa, hasta el límite mismo de la irrealidad. Su belleza era superior a cuanto me había sido dado contemplar anteriormente ni había alcanzado jamás a imaginar. Era tan expansiva como la energía del cosmos, pero al mismo tiempo estaba tan contraída como si habitara en un glaciar. Resultaba excesiva, hasta rozar el umbral del orgullo, aunque al mismo tiempo sus proporciones eran armoniosas. Desbordaba, en fin, cuanto mi mente me ofreciera como concebible. Ella y sus orejas eran un todo, eran como un inefable rayo de luz que se deslizara cadencioso por la pendiente del tiempo.

—Eres única —musité cuando pude recobrar el aliento.

—Lo sé —me respondió—. Es lo que ocurre cuando mis orejas están liberadas.

Varios de los clientes del restaurante se volvieron hacia nosotros, y fijaron sus ojos en ella, sin ningún recato. Un camarero, que había acudido para servir más café, no acertaba a verterlo en las tazas. Todo el mundo se quedó con la boca abierta. Únicamente los carretes del magnetófono seguían girando sin prisas desde la consola del equipo estereofónico.

Ella sacó de su bolso un cigarrillo mentolado. Yo, la mar de atolondrado, le ofrecí fuego con mi encendedor.

—Me gustaría acostarme contigo —dijo.

Así fue como empezamos a dormir juntos.