2.
Aquel extraño individuo

Eran las once de la mañana cuando llegó aquel hombre. En una empresa de pequeña envergadura, como la nuestra, las once de la mañana es una hora en la que pueden darse dos situaciones: o estamos agobiados de trabajo, o no tenemos nada que hacer. Son las dos únicas posibilidades, no hay términos medios. Por tanto, a las once de la mañana, o bien nos encontramos trabajando a todo tren, sin pensar en otra cosa, o bien contemplamos las musarañas medio adormilados y, evidentemente, sin pensar en otra cosa. En cuanto a los trabajos que no exigen poner la carne en el asador —en el caso hipotético de que los haya—, es mejor dejarlos para la tarde.

Cuando aquel hombre nos visitó, estábamos metidos de lleno en la segunda variedad —la ociosa— de las once de la mañana. Y, además, era una de esas once de la mañana tan ociosas que se merecerían un monumento a la ociosidad.

Durante la primera quincena de septiembre hubo jornadas de locura, en que estábamos de trabajo hasta las orejas; cuando lo terminamos, nuestra actividad quedó bruscamente reducida al mínimo. Tres de los empleados, incluido yo, lo aprovechamos para tomarnos las vacaciones veraniegas, con un mes de retraso; aun así, al resto del equipo no le quedó otra tarea que ocuparse en sacar punta a los lápices. Mi socio había ido al banco, donde tenía que hacer algunas gestiones; uno de nuestros empleados se hallaba en una de las cabinas de audición de una tienda de discos que había cerca de la oficina, donde mataba el tiempo escuchando las últimas novedades musicales, y, en fin, la única persona que quedaba en la empresa, una chica, hacía guardia junto el teléfono mientras hojeaba una revista femenina para enterarse de las últimas tendencias en los peinados para el otoño.

El hombre abrió sin hacer el menor ruido la puerta de la oficina, y con el mismo sigilo la cerró. Con todo, no pretendía conscientemente pasar inadvertido. Todo era en él natural y espontáneo. Tales eran su finura y su elegancia, que la chica ni siquiera se dio cuenta de que aquel individuo había entrado. Cuando lo advirtió, el visitante estaba plantado ante su mesa y la dominaba con la mirada.

—Desearía ver al director —le dijo. Su voz era suave, y le recordó a la chica una mano enguantada que fuera quitando el polvo de la mesa.

¿Cómo había llegado hasta allí? La chica no se lo podía imaginar. Levantó la cabeza y lo miró. La mirada del visitante era demasiado inquisitiva para ser la de un posible cliente, su indumentaria era muy elegante, lo que descartaba que fuera un inspector de Hacienda, y tenía un aire tan intelectual, que no podía ser de la policía. Fueron las tres posibilidades que se le ocurrieron a la chica. Aquel individuo había aparecido frente a ella como cerrándole el paso, y su presencia tenía un no sé qué de ominoso, de fatídico.

—Ha salido —respondió la chica al tiempo que cerraba atolondradamente la revista—. Dijo que volvería dentro de media hora.

—Esperaré —dijo el hombre, sin el menor tono de vacilación, como si lo hubiera decidido de antemano.

La chica estuvo a punto de preguntarle su nombre, pero desistió de hacerlo, y le invitó a sentarse en el sofá azul celeste. El visitante se arrellanó, cruzó las piernas y se quedó inmóvil contemplando el reloj eléctrico que colgaba de la pared de enfrente. No hizo ni un solo gesto superfluo. Cuando, poco después, la chica le ofreció un té, continuaba en la posición inicial, sin moverse ni un milímetro.

—Precisamente en el sitio donde tú estás sentado —me dijo mi socio—. Ahí permaneció, inmóvil, durante media hora, sin cambiar de postura, contemplando el reloj.

Miré hacia el hueco en el asiento del sofá donde estaba arrellanado, y luego levanté la vista hacia el reloj eléctrico de la pared. A continuación volví a mirar a mi socio.

A pesar de la ola de calor que padecíamos en aquella segunda quincena de septiembre, aquel hombre vestía de un modo serio y elegantísimo. Los puños de su blanca camisa asomaban exactamente un centímetro y medio por la bocamanga de su traje gris, hecho a medida; su corbata listada, de suaves tonalidades, tenía un nudo perfecto, con una ligera inclinación lateral para deshacer la simetría; sus zapatos negros de cordobán brillaban esplendorosos.

En cuanto a su edad, había pasado de sobra la mitad de la treintena e iba camino de los cuarenta. Su estatura superaba el metro setenta y cinco, y en su cuerpo no parecía haber un solo gramo de carne superflua. Sus finas manos no tenían ni una arruga, y aquellos diez dedos largos y suaves hacían pensar en alguna raza de animales gregarios que, por muchos años que hubieran pasado de domesticación y vida sedentaria, en lo más hondo de su ser albergaban todavía la memoria de sus orígenes salvajes. Las uñas mostraban una manicura perfecta, que debía de haber costado tiempo y dedicación, y formaban, en la punta de cada dedo, un elegante óvalo. Unas manos, en suma, ciertamente bellas, aunque un tanto extravagantes. Manos que transmitían la sensación de pertenecer a una persona muy especializada en un campo bien definido; ahora bien, no era fácil adivinar cuál podía ser ese campo.

La cara de aquel hombre no era, en cambio, tan elocuente como sus manos. Un rostro impecable, desde luego, pero sin expresión, sin relieve. Los rasgos de su nariz y sus ojos eran angulosos y rectilíneos, como si hubieran sido cortados con una cuchilla; sus labios eran delgados y secos. La piel de aquel hombre estaba ligeramente bronceada por el sol, pero al primer golpe de vista se advertía que aquella tonalidad broncínea no era consecuencia de la exposición a los rayos del sol, por mero entretenimiento, en una playa o una pista de tenis. Un bronceado de aquella calidad sólo podía producirlo un sol desconocido que brillara en un espacio etéreo ignorado por el común de los mortales.

El tiempo pasaba con asombrosa lentitud. Fueron treinta minutos densos, compactos, como el parsimonioso avance de un tornillo sin fin que se alzara desafiando a las alturas. Cuando mi socio regresó del banco, el aire de la oficina le pareció terriblemente cargado. Exagerando un poco, se le ocurrió que todo cuanto había allí estaba materialmente clavado al suelo. Ésa fue la impresión que tuvo.

—Naturalmente, todo era pura impresión —me explicó mi socio.

—Claro, claro —asentí.

La chica que se había quedado a cargo del teléfono estaba exhausta, a causa de la tensión que llenaba el ambiente. Mi socio, sin idea cabal de lo que pasaba, fue al encuentro del extraño visitante y se autopresentó como el gerente. Entonces aquel hombre salió por fin de su inmovilidad, extrajo un fino cigarrillo del bolsillo superior de la chaqueta, lo encendió y exhaló unas bocanadas de humo con gesto de estar hastiado. La tensión ambiental disminuyó.

—Como dispongo de poco tiempo, será mejor que vaya al grano —dijo el hombre sin alzar la voz.

Dicho esto, sacó de su cartera una tarjeta de visita, de cartulina tan fina que parecía capaz de cortar la piel de quien la cogiera, y la puso sobre la mesa. Aquella cartulina era semejante al plástico y, además, blanquísima, de una blancura realmente insólita. Llevaba impreso un nombre en diminutos caracteres, muy negros, y, por lo demás, no constaba título alguno, ni dirección, ni teléfono: sólo un nombre en cuatro ideogramas. Aquella tarjeta era tan blanca, que podía provocar dolor en los ojos sólo con mirarla. Mi socio le dio la vuelta, y al comprobar que el reverso estaba en blanco, le echó otra mirada al anverso antes de dirigir sus ojos al visitante.

—Le suena ese nombre, ¿verdad? —le preguntó.

—Sí —contestó mi socio.

Un leve movimiento de la barbilla de su misterioso interlocutor pareció indicar a mi socio que aquélla era la respuesta esperada. Pero la mirada del hombre no se desplazó ni un ápice.

—Quémela, por favor —dijo.

—¿Quemarla?

Y mi socio miró asombrado a su interlocutor.

—Hágame el favor de quemar enseguida esa tarjeta —dijo el hombre con aire imperioso.

Mi socio echó mano precipitadamente del encendedor de sobremesa, y encendió la blanca tarjeta por un extremo. La sostuvo por el otro hasta que el fuego llegó a la mitad, y entonces la depositó en un gran cenicero de cristal. Los dos hombres, uno frente a otro, contemplaron la quema de la tarjeta hasta que se redujo a una ceniza blancuzca. Al acabar de consumirse la tarjeta, la habitación quedó sumida en un pesado silencio, como si allí hubiera tenido lugar una terrible matanza.

Tras una larga pausa, el hombre rompió el silencio:

—He venido aquí de parte de ese señor, provisto de plenos poderes —dijo—. Eso significa que todo cuanto le diga a partir de ahora, es lo que ese señor quiere y lo que él espera de usted. Entiéndalo así.

—Lo que él espera… —repitió mi socio.

—«Lo que él espera» es una expresión, con muy bellas palabras, de una situación anímica fundamental orientada a un objetivo específico, naturalmente —dijo el hombre—. Hay otros modos de expresarse que conducen al mismo fin. ¿Me entiende?

Mi socio trató de traducir mentalmente aquella parrafada a un lenguaje más vulgar.

—Entendido —replicó.

—A pesar de los pesares, no se ventila aquí un tema conceptual, ni un asunto político, sino que de principio a fin nos hallamos en una conversación de negocios, de business.

Pronunció esta última palabra a la americana. Tal vez aquel hombre fuera un estadounidense descendiente de japoneses.

—También usted es hombre de negocios, como yo. Hablando con realismo, no hay entre nosotros tema alguno de conversación que no sea los negocios, business. Cuanto sea irreal, dejémoslo, pues, para otros. ¿No es así?

—Así es, en efecto —respondió mi socio.

—Ante tales factores irreales, corresponde a nuestro ingenio el transformarlos en una compleja configuración, para irlos insertando en el magno terreno de la realidad. Las personas tienden a precipitarse en la irrealidad. ¿A causa de qué? —Y en medio de esta pregunta retórica, el hombre acarició con su mano derecha la verde gema del anillo que llevaba en el dedo medio de su mano izquierda—. Pues a causa de que ese modo de proceder parece más fácil. A mayor abundamiento, suelen menudear las circunstancias tendentes a proporcionar la impresión de que en ocasiones la irrealidad predomina sobre la realidad. No obstante lo cual, en el mundo de lo irreal el negocio no tiene ningún sentido. En suma, a nosotros nos cabe la misión, en tanto que seres humanos, de señalar las dificultades. De donde se desprende que… —mientras decía estas frases, el hombre recalcaba las palabras; una vez más, manoseó su anillo— lo que estoy pretendiendo transmitirle es que por muy dificultosa que sea la acción o bien la decisión que se requiera de su persona, tenga a bien descargar de toda culpabilidad a quien lo solicita. Es todo.

Mi socio había quedado atónito ante tal parrafada, y optó por asentir en silencio.

—En consecuencia, procederé a manifestarle los requerimientos que he de hacerle de parte de la persona que me envía. En primer y principal lugar, que suspenda al punto la publicación del boletín informativo de la compañía de seguros X, que se confecciona aquí.

—Pero es que…

—En segundo lugar —prosiguió el hombre, sin hacer caso de las palabras de mi socio—, exijo que se me concierte inmediatamente una entrevista con el responsable de esta página, con el que he de hablar de un asunto.

Al decir esto, el hombre iba sacando del bolsillo interior de su chaqueta un sobre blanco, del que extrajo un trozo de papel doblado en cuatro que fue entregado acto seguido a mi socio. Éste tomó en sus manos el papel, lo desplegó, y lo miró. Sin ningún género de dudas, se trataba de una página de una revista, en la que aparecía un anuncio confeccionado por nuestra empresa, para una compañía de seguros. Era una foto vulgar, un paisaje de la isla de Hokkaidō: nubes, montañas, carneros y una pradera, con la adición de un poemita bucólico, más bien ramplón, fusilado para el caso de alguna antología. Eso era todo.

—Los dos puntos mencionados sumarizan nuestros requerimientos. Por cuanto hace referencia al primero de ellos, más bien que llamarlo requerimiento, diremos que se trata de una realidad inconmovible. Por darle una expresión correcta, he de manifestarle que la decisión concomitante a tal requerimiento ya ha sido tomada. Ante cualquier eventual dubitación que pudiera surgirle, llame sin dilación al jefe del departamento de publicidad de la mencionada aseguradora con el objeto de cerciorarse.

—Entiendo —dijo mi socio.

—A pesar de ello, no es en absoluto inimaginable considerar que, para una compañía del rango de la de ustedes, el daño infligido por un trastorno de tal monto pueda elevarse en definitiva a una altura inconmensurable. Por un azar venturoso, poseemos en el medio financiero, como a usted mismo no se le ocultará, un poder nada despreciable. En consecuencia, y en previsión de que nuestro segundo requerimiento halle una cumplida respuesta, supuesto sea que el antedicho responsable nos proporcione una información a la altura de nuestras expectativas, nos encontramos dispuestos a verter en sus manos una copiosa compensación por cuantos daños infligiéramos a todos ustedes. Un montante que, presumiblemente, sobreabunde al concepto mismo de compensación.

El silencio se apoderó de la habitación.

—En la hipótesis de que nuestro requerimiento no sea cumplido —añadió el hombre—, ustedes verán cerrárseles todos los caminos. A partir de ahora, e indefinidamente, no han de encontrar en este mundo dónde meter la cabeza.

De nuevo reinó el silencio.

—¿Tiene alguna pregunta que hacer?

—Es decir, que… todo el problema ha venido por esa foto… ¿verdad? —preguntó mi socio, que apenas se atrevía a respirar.

—En efecto —confirmó el hombre y, seleccionando las palabras meticulosamente, como si las llevara escritas en la palma de la mano, añadió—: Efectivamente, tal es el caso. Ello no obstante, no me encuentro facultado para comunicarle más información. Es una competencia que excede mis atribuciones.

—Voy a llamar por teléfono al encargado de esa página. A las tres debería estar aquí —dijo mi socio.

—Está bien —aprobó el hombre, echando una mirada a su reloj de pulsera—. Eso supuesto, haré venir un vehículo a las cuatro. Y todavía una cosa, que es de suma importancia: por cuanto respecta a nuestra conversación, está absolutamente de más cualquier filtración a terceros. ¿Nos hallamos de acuerdo?

Y en ese punto los dos interlocutores se despidieron cortésmente con el mejor estilo de los hombres de negocios.