15.
El té de las doce

—Te estaba esperando —dijo el hombre del traje negro—, aunque no más de unos veinte minutos, ésa es la verdad.

—¿Cómo es que estaba al corriente?

—¿En lo concerniente al sitio?, ¿o al tiempo?

—Lo digo por el tiempo —expliqué, quitándome la mochila.

—¿Cómo te crees que he llegado a ser secretario del jefe? ¿Por mi esfuerzo? ¿Por mi coeficiente intelectual? ¿Por mi eficiencia? ¡Qué disparate! La única razón es porque tenía capacidad. Sexto sentido, en una palabra, según diría la gente como tú.

El hombre vestía una chaqueta deportiva de color beige y pantalones de esquiador; llevaba gafas de sol con cristales verdes antirreflectantes.

—Entre el jefe y yo había varios puntos comunes. Puntos que entrarían en conflicto, por ejemplo, con la racionalidad, la lógica y la moral al uso, desbordándolas.

—¿Cómo que había?

—El jefe murió hace una semana. Fue un funeral magnífico. Ahora mismo Tokio anda de cabeza, en el trance de elegir un sucesor. Una tropa de mediocres no hace más que dar vueltas a mil pamplinas. Un esfuerzo inútil.

Suspiré. El hombre sacó una pitillera dorada del bolsillo de la chaqueta. Extrajo de ella un cigarrillo sin filtro y lo encendió.

—¿Quieres fumar?

—No, gracias —le respondí.

—Desde luego, te has portado bien. Por encima de toda esperanza. Hablando con franqueza, estoy sorprendido. Tenía la intención, por supuesto, de irte dando pistas poco a poco, en caso de que llegaras a un callejón sin salida. Pero ese encuentro por las buenas con el profesor Ovino fue algo genial. Tanto que, si fuera posible, me gustaría que trabajaras para mí.

—Así que desde el principio, usted conocía este lugar, ¿no?

—Naturalmente. ¿Quién, si no, podía conocerlo?

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Adelante —dijo el hombre, de buen talante—, aunque sé breve.

—¿Por qué no me habló de este lugar desde el principio?

—Porque quería que vinieses aquí espontánea y libremente. Y que consiguieras hacerlo salir de su madriguera.

—¿Madriguera?

—Una madriguera mental. Cuando alguien llega a estar poseído por un carnero, cae en una enajenación temporal. Es algo así como el síndrome de la almeja, ¿eh? Lograr sacarlo de ahí era tu cometido. Aunque para infundirle confianza en ti, tenías que ser como un papel en blanco. Ahí estaba el detalle. ¿Qué tal? ¿Todo fácil?

—Eso parece.

—Abriendo la semilla, todo lo demás viene por sí mismo. Poner en pie el programa es lo más duro. Pues los ordenadores no alcanzan a tomar en consideración el margen de vaivén imputable a los sentimientos humanos. Esto supone más trabajo a mano, como si dijéramos. Aunque si luego ese programa, elaborado con tanto esfuerzo, es llevado a la práctica según lo esperado, no hay alegría mayor.

Me encogí de hombros.

—Bien, pues —prosiguió el hombre—. La caza del carnero se encamina a su desenlace. Gracias a mis cálculos y a tu habilidad. Ahora me haré con él, ¿no es así?

—Eso parece —apostillé—. Lo está esperando. Me ha dicho que tomarán el té a las doce.

El hombre y yo miramos a la vez nuestros respectivos relojes de pulsera. Eran las once menos diez.

—Voy a tener que irme —dijo el hombre—. Estaría mal hacerle esperar. No te vendría mal que el jeep te lleve hasta allá abajo. Y, por supuesto, aquí tienes tu recompensa.

El hombre sacó del bolsillo interior de su chaqueta un cheque, y me lo entregó. Me lo metí en el bolsillo, sin mirar siquiera la cantidad.

—¿No vas a mirarlo?

—No creo que haya necesidad.

El hombre sonrió, complacido.

—Ha sido un placer trabajar contigo. Y otra cosa: he disuelto la empresa de tu socio. Y eso que las perspectivas eran favorables. La industria publicitaria se extenderá más y más a partir de ahora. Puedes trabajar por tu cuenta.

—¿Está usted loco? —le dije.

—Nos volveremos a ver —dijo el hombre.

Y echó a andar por la curva, camino de la meseta.

—Boquerón se encuentra estupendamente —dijo el chófer, al volante del jeep—. Está gordito como una bola.

Yo iba sentado al lado del conductor. Parecía ser una persona distinta de la que conducía aquella monstruosa limusina. Me habló de cosas como el funeral del jefe y el cuidado del gato, pero yo casi no lo escuchaba.

Cuando el jeep llegó a la estación, eran las once y media. La ciudad estaba tranquila, como muerta. Un viejo apartaba a paletadas la nieve de la plazoleta situada ante la estación. Un perro flacucho estaba junto a él, meneando el rabo.

—Muchas gracias —le dije al chófer.

—De nada —me respondió—. Y a propósito, ¿ha probado a llamar al teléfono de Dios?

—No. No he tenido tiempo.

—Tras la muerte del jefe, siempre comunica. ¿Qué habrá ocurrido?

—Seguro que está la mar de ocupado —le dije.

—Tal vez sea eso —asintió el chófer—. Bien, pues, a conservarse, señor.

—Adiós —le dije.

El tren salía a las doce en punto. En el andén no había nadie, y los pasajeros del tren, incluido yo, éramos cuatro. Aun así, me reconfortó ver gente después de tanto tiempo. Sea como fuere, había vuelto al mundo de los vivos. Y por más que sea un mundo mediocre y lleno de aburrimiento, sigue siendo mi mundo.

Mientras masticaba el chocolate, oí el silbato de partida. Al extinguirse su silbido, y cuando sonó la sacudida de arranque del tren, se oyó el estrépito de una explosión en la lejanía. Empujé decididamente la ventanilla para abrirla, y saqué el cuello al exterior. Hubo una nueva explosión diez segundos después de la primera. El tren estaba en marcha. Unos tres minutos más tarde, en la zona del monte cónico, vi ascender una columnilla de humo.

Hasta que el tren se metió en una curva, estuve mirando el humo.