4.
Adiós al Hotel Delfín

Tardamos un día en hacer los preparativos del viaje.

En una tienda de deportes adquirimos equipos de montañismo y raciones de supervivencia, y en unos grandes almacenes compramos impermeables de marino y calcetines de lana. En una librería encontramos un mapa bastante detallado, y, un libro que explicaba la historia de aquella región. También nos procuramos fuertes botas claveteadas, para andar por la nieve, y gruesa ropa interior de lana.

—Diría que este equipo no me será de utilidad en mi profesión —dijo mi amiga.

—Una vez que nos enfrentemos con la nieve, pensarás de otra manera —le contesté.

—¿Tienes intención de que rondemos por allí hasta que caigan las grandes nevadas?

—No lo sé. Pero lo cierto es que las nevadas intensas empiezan a fines de octubre, y no se pierde nada por ir preparados. No sabemos lo que puede ocurrir.

Volvimos al hotel, y comprimimos todo el equipaje en una gran mochila; tras hacer un bulto con lo sobrante del equipaje que nos habíamos traído de Tokio, decidimos confiárselo a la custodia del dueño del Hotel del Delfín. En verdad, casi todo cuanto había venido en la bolsa de viaje de mi amiga era ahora equipaje sobrante: un estuche de cosméticos, cinco libros y seis cintas de casete, un vestido y unos zapatos de tacón alto, una bolsa de papel atiborrada de medias y calcetines, camisetas y pantalones deportivos, un despertador de viaje, un bloc de dibujo y una caja de veinticuatro lápices de colores, papel de cartas con sus sobres, toallas de baño, un pequeño botiquín, un secador de pelo, bastoncillos de algodón…

—¿Cómo es que cargaste con un vestido y unos zapatos de tacón alto? —le pregunté.

—Pues porque si vamos a una fiesta, a ver qué me pongo —me contestó.

—Pero ¿adónde piensas que vamos?

Sin embargo, a fin de cuentas, acabó metiendo su vestido y sus zapatos de tacón dentro de mi mochila, en un empaquetado perfecto. En cuanto a su estuche de cosméticos, lo cambio por uno pequeño, de viaje, que compró en una tienda.

El dueño del hotel se quedó de buen grado a cargo del equipaje. Le aboné nuestra estancia hasta el día siguiente, y le aseguré que en una semana o dos estaríamos de vuelta.

—¿Les ha sido de utilidad mi padre? —nos preguntó con cierta preocupación.

Le contesté que su conversación nos había sido muy útil, desde luego.

—A veces pienso que también debería dedicarme a buscar algo… —dijo el dueño—. Pero la verdad es que no sé qué podría buscar que llenara mi vida. Mi padre siempre ha ido en pos de aquel carnero. Aún sigue obsesionado con esa idea. Y yo, como desde pequeño no he dejado de oír de sus labios relatos sobre el carnero blanco que se le aparecía en sueños, he acabado convencido de que es necesario ir en busca de algo que dé verdadero sentido a nuestras vidas. O alguna cosa por el estilo.

El salón del Hotel del Delfín estaba, como siempre, sumido en el silencio. Una empleada de cierta edad subía y bajaba las escaleras con una fregona en la mano.

—Sin embargo, mi padre tiene ya setenta y tres años, y el carnero sigue sin aparecer. A veces me pregunto si el carnero existe realmente, o no. Me da la impresión de que, en resumidas cuentas, la vida de mi padre ha sido muy desgraciada. Me gustaría que, por lo menos a partir de ahora, fuera feliz, pero él sólo piensa en ridiculizarme y no quiere escuchar nada de lo que le digo. Y esto también ha contribuido a que muchas veces piense que mi vida carece de sentido.

—Bueno, pero tiene usted el Hotel del Delfín —le dijo amablemente mi amiga.

—Además —añadí—, su padre ya no tiene que obsesionarse por la búsqueda del carnero, pues nosotros le seguiremos la pista de ahora en adelante.

El dueño se sonrió.

—Si es así, no tengo nada que objetar. Desde ahora, la felicidad debería estar a nuestro alcance.

—Se lo deseo de todo corazón —le dije.

—¿Crees de verdad que podrán ser felices? —me preguntó mi amiga apenas estuvimos solos.

—Tal vez les costará algún tiempo, pero creo que sí. Es evidente que la obsesión del profesor Ovino carece de sentido desde que sabe todo lo ocurrido a partir del día en que fue «desheredado». Por fuerza ha de volver a la realidad. En cambio, a nosotros nos toca ahora seguir las andanzas del carnero.

—Tanto el padre como el hijo me caen muy bien —dijo mi amiga.

—También a mí —le respondí.

Tras dejar en orden el equipaje, nos dedicamos a copular durante un rato, y luego nos fuimos al cine. En la película, muchas parejas se dedicaban también a copular. Resulta divertido ver copular a los demás, al menos de vez en cuando.