14.
Visita de vuelta a la curva ominosa

Cantaban los pájaros.

La luz del sol, tamizada por las rendijas de las contraventanas, llovía en forma de franjas sobre la cama. Mi reloj de pulsera, caído por el suelo, indicaba las siete y media. La manta y la chaqueta del pijama estaban empapadas, como si las hubieran rociado con agua.

Mi cabeza aún estaba confusa y abrumada, pero la fiebre había desaparecido. Más allá de la ventana, se extendía un panorama de nieve. Bajo la nueva luz matinal, la pradera resplandecía como plata. Era un frío que sentaba bien a la piel.

Bajé al piso bajo, y me di una ducha caliente. Mi cara estaba asquerosamente blanquecina, y las mejillas se me habían quedado chupadas en una sola noche. Me unté de crema de afeitar, tres veces más de lo ordinario, y me fui rasurando con cuidado. Luego, oriné una meada increíblemente larga. Tras dar fin a esta operación fisiológica, me quedé tan postrado que tuve que echarme sobre el sofá un buen cuarto de hora, en albornoz.

Los pájaros seguían cantando. La nieve comenzaba a derretirse, y se oía gotear desde los aleros. De vez en cuando llegaba un agudo gemido desde la lejanía.

Pasadas las ocho y media, me tomé dos vasos de mosto, y me comí una manzana a mordiscos. Luego me puse a hacer el equipaje. Decidí coger de la despensa subterránea una botella de vino blanco, una gran tableta de chocolate y dos manzanas.

Una vez listo el equipaje, un aire de tristeza se cernía por el salón. Todo, sin excepción, presagiaba su final.

Tras asegurarme por mi reloj de pulsera de que eran las nueve, subí las tres pesas del reloj y giré sus manecillas hasta las nueve. Luego, deslizando el pesado reloj, empalmé los hilos que le salían por detrás. El verde con el verde. Y el rojo con el rojo.

Los hilos salían por cuatro agujeros, abiertos con un taladro en la tabla trasera: dos arriba, para un juego de hilos, y dos abajo, para el otro. Los hilos iban sujetos a la caja del reloj mediante un alambre igual al que había dentro del todoterreno. Tras devolver el reloj a su posición anterior, me dirigí al espejo y, de pie ante él, me despedí de mí mismo.

—Ojalá haya suerte —le dije.

—Ojalá haya suerte —me dijo.

Igual que cuando había venido, atravesé en diagonal el prado. A mis pies crujía la nieve. La pradera, sin una sola huella de pasos, semejaba un lago volcánico de plata. Al volverme, mis pisadas dejaban un rastro que se continuaba hasta la casa. Las pisadas zigzagueaban sorprendentemente. No siempre es fácil caminar en línea recta.

Una vez que me encontré lejos de la casa, ésta me pareció un ser vivo. Al debatirse entre sus cuatro paredes, la casa se sacudía la nieve de su techumbre abuhardillada, haciéndola caer. Los cúmulos de nieve se deslizaban por la pendiente del tejado y, precipitándose sobre el terreno, se despedazaban.

Seguí andando y crucé la pradera. Luego dejé atrás el interminable bosque de abedules blancos, crucé el puente, rodeé el pie del monte cónico y salí a la odiosa curva.

La nieve amontonada en la curva aún no había cuajado, por fortuna. Pero no lograba desterrar el aciago presentimiento de que, por muy firme que pisara, me vería arrastrado sin remedio al abismo infernal. Agarrándome a aquel paredón que se desmoronaba, logré salir por mi pie de la maldita curva. Me corría el sudor por los sobacos. Justamente como en las pesadillas de mi infancia.

A la derecha vi extenderse una llanura, la cual estaba también cubierta de nieve. Por medio de ella corría el río Junitaki, entre brillos cegadores. Un silbato de vapor parecía oírse en la remota lejanía. El tiempo era espléndido.

Me detuve para retomar el aliento. Me eché la mochila a la espalda, y fui bajando por la suave pendiente. Al doblar el próximo recodo, vi un jeep nuevo que estaba parado.

Ante él estaba de pie el secretario del traje negro.