3.
El coche y su conductor
(II)
—¿Vuelve a su oficina? ¿O desea que le lleve a algún otro lugar? —me preguntó el conductor.
Era el mismo conductor del viaje de ida, aunque ahora se mostraba más afable. Su carácter, por lo visto, era comunicativo.
Tumbado sobre el cómodo asiento del coche, me puse a pensar adónde me convendría ir. No tenía la menor intención de volver a la oficina. Sólo de pensar en dar explicaciones a mi socio me entraba dolor de cabeza —¿qué diablos podría explicarle?—, y, además, estaba de vacaciones. Tampoco me animaba a coger el camino de casa. Una voz interior me decía que antes de volver a casa necesitaba pasar un rato en un ambiente normal, donde gente normal caminara con toda normalidad sobre dos pies.
—A la salida oeste de la estación de Shinjuku —le dije al chófer.
Debido en parte a la hora vespertina, la autovía que llevaba a Shinjuku estaba terriblemente congestionada. Llegó un momento en que los automóviles, como si hubieran lanzado un ancla a tierra, se quedaron prácticamente inmovilizados. De vez en cuando, como mecidos por una ola, se desplazaban unos centímetros. Durante un rato estuve pensando en la velocidad de rotación de la Tierra. ¿A cuántos kilómetros por hora estaría girando, por cierto, la superficie de aquella autovía en el espacio cósmico? Traté de hacer un cálculo aproximado, en números redondos, y acabé preguntándome si aquella velocidad sería mayor o menor que la de esas tazas de café que giran sobre sí mismas en los parques, de atracciones. Hay muchísimas cosas que desconocemos, por más que presumamos de saber un poco de todo. Si unos extraterrestres se acercaran a preguntarme «Oye tú, ¿a cuántos kilómetros por hora gira el ecuador?», me pondrían en un aprieto. Quizá ni siquiera supiese darles razón de por qué el miércoles viene tras el martes. ¿Se reirían de mí? He leído tres veces Los hermanos Karamazov y El Don apacible. También he leído, una vez, La ideología alemana. Y puedo dar hasta la decimosexta cifra del número pi. Con todo, ¿se reirían de mí? Probablemente sí. Se morirían de risa.
—¿Desea escuchar un poco de música? —me preguntó el chófer.
—No estaría mal —le respondí.
Una balada de Chopin comenzó a inundar el interior del coche. Me sentí transportado a la sala de recepción de unos de esos pabellones que se alquilan para celebrar bodas.
—Oiga —le pregunté al chófer, por matar el rato—. ¿Conoce el número pi?
—¿Esa cantilena de tres, catorce, etcétera?
—Eso. ¿Cuántas cifras puede darme a partir de la coma de los decimales?
—Sé hasta treinta y dos cifras —me respondió el conductor, como si tal cosa—. Pasando de ahí, ya…
—¿Treinta y dos?
—Sí. Conozco algunos truquillos de mnemotecnia. ¿Por qué?
—No, dejémoslo —le contesté con el alma en los pies—. Era una tontería.
Durante unos instantes escuchamos a Chopin, mientras el coche avanzaba unos diez metros. Los conductores de otros automóviles, así como los pasajeros de los autobuses, contemplaban fijamente aquel vehículo fantasmal en que viajábamos. Por más que supiéramos que, al estar equipado nuestro coche con lunas especiales, nadie podía vernos desde fuera, eso de que la gente fijara en nosotros su mirada no dejaba de ser desagradable.
—La cosa está bastante congestionada, ¿eh? —dije.
—Desde luego —respondió el chófer—. Sin embargo, al igual que no hay noche sin aurora, tampoco hay embotellamiento sin fin.
—Seguro —confirmé—. Pero ¿no se siente irritado al tener que ir tan despacio?
—Por descontado. Me irrita, me contraría… Especialmente, cuando tengo prisa. Sin embargo, me digo que es una más de las pruebas por las que tenemos que pasar, y que irritarse no arregla nada.
—Suena a una interpretación bastante religiosa de los embotellamientos.
—Soy cristiano. No frecuento la iglesia, pero soy cristiano.
—Ya… —rezongué—. Oiga, ¿no habrá cierta contradicción entre ser cristiano y ser chófer de una personalidad de extrema derecha?
—El jefe es una gran persona. De entre las que he tratado hasta ahora, es la mejor, después de Dios.
—¿Usted ha tenido trato con Dios?
—Naturalmente. Cada noche le llamo por teléfono.
—Sin embargo… —empecé a decir, pero me vi asaltado por la perplejidad. La cabeza empezaba a alborotárseme otra vez—. Si todo el mundo se pone a llamar a Dios, habrá una saturación de líneas, y siempre estará comunicando, como, por ejemplo, el servicio de información telefónica al mediodía.
—No hay que preocuparse por eso. Dios es, digamos, una presencia simultánea. Y así, aunque un millón de personas le llame a la vez, Dios habla a la vez con un millón de personas.
—No entiendo mucho de esas cosas, pero ¿está esa interpretación dentro de la ortodoxia? Es decir, desde un punto de vista teológico.
—Soy de los radicales. Por eso no me llevo demasiado bien con la Iglesia.
—Ya —le dije.
El coche avanzó unos cincuenta metros. Cuando, tras llevarme un cigarrillo a los labios, fui a encenderlo, caí en la cuenta de que había mantenido agarrado el encendedor entre mis manos. Me había venido, sin advertirlo, con aquel Dupon del emblema del carnero grabado que el hombre me enseñó. Aquel encendedor de plata se me adaptaba a la mano como un guante, como si lo tuviera allí de nacimiento. Tanto su peso como su tacto eran irreprochables. Tras pensarlo un poco, decidí quedármelo. Porque desaparezca un encendedor, o incluso dos, nadie va a poner el grito en el cielo. Después de levantar y cerrar dos o tres veces la tapa, encendí el cigarrillo y me metí el encendedor en el bolsillo. Acto seguido, y a cambio de él, dejé caer mi Bic desechable en el compartimiento interior de la puerta.
—Me lo dio el jefe hace unos años —dijo de pronto el chófer.
—¿Qué le dio?
—El número de teléfono de Dios.
Lancé un suspiro imperceptible. ¿Me había vuelto loco? ¿O más bien los locos eran ellos?
—¿Se lo dio sólo a usted, y de modo reservado?
—Así es. Sólo me lo dio a mí, y reservadamente. Es una excelente persona. ¿Le gustaría tenerlo?
—Si es posible… —respondí.
—Bien, pues se lo daré. Es el número de Tokio 945…
—Espere un momento —le dije. Saqué mi agenda y mi bolígrafo, y apunté el número—. Oiga, ¿seguro que puede dármelo?
—¡Claro! No es que se lo dé a todo el mundo, pero usted parece buena persona.
—Muchas gracias —le dije—. Pero ¿de qué se le puede hablar a Dios? Yo ni soy cristiano ni…
—No creo que eso sea mayor problema. Basta con que le diga abiertamente lo que piensa, lo que le preocupa. Por muy absurdo que sea lo que le diga, Dios nunca se aburrirá, ni se burlará de usted.
—Gracias. Le telefonearé un día de éstos.
—¡Estupendo! —exclamó el chófer.
Los coches empezaron a rodar con más fluidez, y los altos edificios de Shinjuku se fueron acercando. Hasta llegar a mi destino no volvimos a hablar.