5.
El coche y su conductor.
Primera Parte

El coche que venía a recogerme se presentó a las cuatro, según lo convenido. Tan exacto como un reloj de cuco. Nuestra empleada tuvo que sacudirme para que me despertara. Me dirigí a los aseos, donde me lavé la cara a todo correr, aunque no me despejé. Me metí en el ascensor y, antes de llegar abajo, bostecé tres veces. Bostezaba como quien echa en cara algo a alguien; pero, en este caso, tanto el acusador como el acusado era yo mismo.

En la calle, a la entrada del edificio, había una limusina grande como un submarino. Aquel vehículo era de tal envergadura, que una familia entera hubiera podido vivir —un poco estrecha, eso sí— bajo su capó. Sus cristales eran oscuros, para evitar que se pudiera fisgonear su interior. La carrocería, de un deslumbrante color negro, era impecable, así como los parachoques y los tapacubos.

Junto al coche esperaba en posición de firmes su conductor, un hombre de mediana edad que vestía una inmaculada camisa blanca, con corbata color naranja. Era un chófer con todas las de la ley. Al acercarme, abrió la portezuela sin decir palabra y, tras comprobar que tomaba asiento, la cerró. Acto seguido, se sentó al volante y cerró su portezuela. En el transcurso de estas operaciones no hizo más ruido que el que haría un jugador de naipes descubriendo las cartas una por una. En comparación con mi Volkswagen Escarabajo de quince años, comprado de segunda mando a un amigo, reinaba allí una quietud similar a la que envolvería a un buceador que se sentara en el fondo de un lago con tapones en los oídos.

El interior del coche era también impresionante. Como suele ocurrir en todo automóvil de lujo, los accesorios no eran del mejor gusto; aun así, no dejaban de causar impresión. En medio del amplio asiento trasero había un teléfono digital empotrado y, junto a él, un encendedor de plata, con el cenicero y la tabaquera haciendo juego. El respaldo del asiento del conductor llevaba empotrada una mesita plegable, para que los pasajeros pudieran escribir o tomar algún refrigerio. El aire acondicionado fluía suavemente y con naturalidad, y las alfombrillas eran muy mullidas.

Sin que me diera cuenta, el coche se había puesto en movimiento. Me invadió la sensación de estar navegando en una bañera metálica por un lago de mercurio. Traté de calcular cuánto podía haber costado aquel coche, pero desistí. Todo aquello desbordaba los límites de mi imaginación.

—¿Desea que ponga un poco de música? —me preguntó el chófer.

—Algo que invite al sueño, si es posible —le respondí.

—Como guste, señor.

El chófer seleccionó al tacto una casete por debajo de su asiento, la colocó en la pletina y pulsó el botón correspondiente. Desde unos altavoces hábilmente escondidos se oyó fluir la suave música de una sonata para violonchelo. Tanto la ejecución como la acústica eran irreprochables.

Aventuré una pregunta:

—¿Siempre viene a recoger a las personas en este coche?

—Así es —me respondió atentamente el chófer—. Últimamente, éste es mi trabajo.

—Ya —le contesté.

—Este coche empezó siendo de uso exclusivo del jefe —me dijo el chófer tras una pausa. Aquel hombre estaba resultando más afable de lo que en principio me había parecido—. Pero como está bastante delicado desde la pasada primavera, ya no suele salir. Y sería absurdo dejar que el coche permanezca inactivo. Pues, como el señor sabrá sin duda, si un vehículo no funciona regularmente su rendimiento disminuye.

—Por supuesto —le dije.

Así que la mala salud del jefe no era ningún secreto.

Extraje un cigarro de la tabaquera y lo contemplé detenidamente. Era un auténtico cigarro puro, sin marca ni vitola. Lo olfateé un poco, y su aroma me pareció afín al del tabaco ruso. Me quedé perplejo por unos momentos, dudando entre fumármelo o guardármelo en el bolsillo; pero lo pensé mejor, y devolví el cigarro a su lugar de procedencia. Tanto el encendedor como la tabaquera llevaban grabado en su parte central un emblema de complicado diseño. El emblema representaba un carnero.

¿Un carnero?

Convencido de que por muchas vueltas que le diera a aquel asunto no sacaría nada en claro, sacudí la cabeza y cerré los ojos. Evidentemente, desde aquella tarde en que vi por primera vez la foto de la oreja, habían ocurrido muchas cosas que no me era posible comprender.

—¿Cuánto falta para llegar? —pregunté.

—Entre treinta y cuarenta minutos. Depende de lo congestionada que esté la circulación.

—Bien, pues… ¿podría bajar un poco el aire acondicionado? Me gustaría echar una siesta.

—Entendido, señor.

El chófer ajustó el aire acondicionado y pulsó un botón. Un grueso cristal se deslizó suavemente hacia arriba para aislar los asientos delanteros de los traseros. De no ser por la música de Bach, en mi compartimiento habría reinado un silencio casi total. Pero para entonces no me asombraba de casi nada. Hundí la cabeza en el respaldo del asiento y me quedé dormido.

Soñé con una vaca lechera. Era un animal realmente notable entre los de su especie, y por ello había tenido que trabajar mucho durante toda su vida. Me crucé con ella cuando atravesaba un largo puente. Empezaba a caer la tarde sobre un grato día primaveral. La vaca llevaba un viejo ventilador en una de sus patas delanteras, y me preguntó si me interesaba comprárselo. «No tengo dinero», le respondí. Verdaderamente, así era. «Si quieres, podría cambiarte el ventilador por unas pinzas», me propuso. No era un mal trato. Me dirigí a casa en compañía de la vaca, y busqué las pinzas con gran ahínco. Pero no hubo manera de dar con ellas. «¡Qué cosa más rara!», exclamé. «¡Si ayer mismo estaban aquí!». Cuando iba a subirme a una silla para mirar dentro de un altillo, el chófer me despertó con unos golpecitos en el hombro.

—Ya hemos llegado —me dijo escuetamente.

La portezuela del coche se abrió, y un sol brillante próximo al crepúsculo iluminó mi rostro. Miles de cigarras cantaban ansiosamente, como si estuvieran dando cuerda a otros tantos relojes. Se olía a tierra.

Bajé del coche y, enderezando la espalda, respiré hondo. A continuación, formulé la plegaria de que el sueño no encerrara algún simbolismo.