4.
Ella habla del murmullo de las olas
mientras se bebe un salty dog

—He venido a traerte una carta —le dije.

—¿Una carta para mí? —preguntó ella.

Su voz se oía endiabladamente lejana, y como además había interferencias, teníamos que hablar más alto de la cuenta, con lo que los matices se perdían. Nuestra situación era comparable a la de dos personas que estuvieran hablando en lo alto de un cerro azotado por el viento, y con los cuellos de los abrigos subidos.

—En realidad, la carta va dirigida a mí, pero parece destinada más bien a ti.

—Conque eso parece, ¿eh?

—Efectivamente —asentí.

Tras decir esto, tuve la impresión de que no me expresaba con claridad.

Ella guardó silencio por un momento. Entretanto, las interferencias cesaron.

—No tengo ni idea de lo que pueda haber entre el Ratón y tú. Te he llamado porque él me pide que haga lo posible por verte. Y además, volviendo al tema de la carta, creo que lo mejor es que la leas.

—¿Y para eso has venido expresamente desde Tokio?

—Sí.

Ella tosió, y a continuación se disculpó.

—¿A causa de tu amistad con él?

—Supongo que sí.

—¿Y por qué no me escribió directamente? Sin duda, en eso tenía razón.

—¡Yo qué sé! —no pude menos que exclamar.

—Pues yo, menos. Lo nuestro está más que acabado, ¿sabes? ¿O es que él no lo cree así?

—Ni idea —le dije.

Yo tampoco lo entendía.

Estaba tumbado sobre la cama del hotel, con el auricular en la mano, mirando al techo. Experimentaba la sensación de haberme acostado en el lecho del mar para contar los peces que pasaran. No tenía idea de cuántos pasarían hasta llegar al final de mi cuenta.

—Cinco años hace ya que se fue sin dejar rastro. Yo entonces tenía veintisiete —dijo ella con voz tranquila que, sin embargo, resonaba distante, como surgida del fondo de un pozo—. Cinco años hacen que cambien muchas cosas.

—Cierto —confirmé.

—Y la verdad es que, aun suponiendo que él considerara que nada ha cambiado, me sería imposible admitirlo. ¡Ni pensarlo! Si fuera capaz de aceptar una cosa así, se me caería la cara de vergüenza. Por eso he decidido que las cosas han cambiado por completo.

—Me parece que te entiendo —le dije.

Tras esto, nos quedamos un momento callados. Ella rompió el silencio:

—¿Cuándo lo viste por última vez?

—Hace cinco años, en primavera, poco antes de que pusiera tierra por medio.

—¿Y te dijo algo? Por ejemplo, ¿las razones que tenía para abonadonar la ciudad…?

—Nada —respondí.

—Así que se fue sin decir esta boca es mía, ¿no?

—Exactamente.

—¿Y qué sentiste?

—¿Cuando supe que se había marchado sin decir ni pío?

—¡Sí, claro!

Me levanté de la cama, y me apoyé en la pared.

—Bueno, pensé que no tardaría más de medio año en cansarse y volver. No me parecía hombre capaz de perseverar en nada.

—Pero no volvió.

—Así es.

Ella pareció quedarse un poco perpleja.

—¿Dónde estás? —me preguntó.

—En el Hotel X —le respondí.

—Mañana a las cinco estaré en la cafetería del hotel: la del piso octavo. ¿Te parece bien?

—De acuerdo —le contesté—. Visto camiseta deportiva blanca y pantalones verdes de algodón. Llevo el pelo corto y…

—Ya he captado la imagen —me dijo, sin hacer caso de mis explicaciones. Y colgó.

Tras devolver el auricular a su soporte, traté de hacerme una idea sobre qué podía significar lo de que había captado la imagen. No lo entendía. Pero hay montones de cosas que no entiendo. Desde luego no se puede decir de mí que los años hayan aumentado mi capacidad de comprensión. Cierto autor ruso escribió que aunque el carácter puede cambiar, la mediocridad no tiene remedio. Los rusos, de vez en cuando, se descuelgan con frases redondas. Tal vez las meditan durante el invierno.

Me metí en la ducha y me lavé la cabeza, mojada por la lluvia. Con una toalla liada a la cintura, me puse a ver la televisión; daban una película americana que trataba de un viejo submarino. El capitán y su segundo de a bordo andaban siempre a la greña, y encima el submarino de marras era una antigualla; para colmo de males, a uno de los tripulantes le daba un ataque de claustrofobia. No obstante tan calamitoso argumento, el filme culminaba con un feliz final. Era una de esas películas cuya moraleja es que si todo acaba teniendo un final feliz, la guerra no puede ser tan mala. No me extrañaría que pronto nos endilgaran una película con el mensaje de que en una guerra nuclear, la humanidad fue barrida de este mundo, pero, al final, todo acabó bien. Apagué el televisor y me metí en la cama. A los diez segundos, dormía como un bendito.

La llovizna seguía cayendo sin interrupción al día siguiente, a las cinco de la tarde. Era esa típica lluvia de comienzos del verano que sigue a cuatro o cinco días de sol y nos recuerda que la estación lluviosa aún no ha acabado del todo. Desde las ventanas del octavo piso sólo se veían calles empapadas hasta el último rincón. Y la autopista, construida sobre pilastras, mostraba a lo largo de varios kilómetros un embotellamiento de coches que desde el oeste se dirigían hacia el este. Si mirabas aquel panorama fijamente, parecía que todo se fuera diluyendo poco a poco en medio de la lluvia. En realidad, todas y cada una de las cosas de la ciudad se estaban diluyendo. Se diluía el malecón del muelle, se diluían las grúas, se diluían las líneas de edificios y, bajo los negros paraguas, se diluían las personas. Incluso el verde de los montes se diluía y resbalaba silenciosamente hasta el pie de la montaña. No obstante, si durante unos segundos cerrabas los ojos, al volverlos a abrir la ciudad había recobrado su ser original. Seis grúas se erguían frente a un cielo oscuro de lluvia, la fila de coches avanzaba a trompicones hacia el deseado este, el tropel de paraguas atravesaba las calles, el verde de los montes absorbía a placer la copiosa lluvia de junio.

En el centro de la amplia cafetería, a un nivel algo inferior había un gran piano de color azul marino; la pianista, que lucía un vestido rosa, interpretaba con habilidad una de esas piezas que se espera escuchar en la cafetería de un hotel, cargada de arpegios y síncopas. Su interpretación era irreprochable, desde luego, aunque las últimas notas de la melodía, al difuminarse en el aire, no dejaban el menor eco tras de sí.

La chica con quien me había citado no aparecía, y eso que ya pasaba de las cinco; como no tenía nada mejor que hacer, me tomé un café, y después otro, mientras miraba distraídamente a la pianista. Tendría unos veinte años, y su espeso cabello, que de llevarlo suelto le hubiera cubierto los hombros, estaba peinado formando un curioso copete tan bien trabajado como la nata batida que corona una tarta. Al compás del ritmo, el copete se balanceaba alegremente de un lado a otro, y cuando terminaba la melodía recobraba su posición central. Al empezar la siguiente pieza, volvían los balanceos.

La pianista me recordó a una chica que conocí hacía tiempo. Estudiaba yo entonces el tercer curso de piano. Como los dos teníamos una edad pareja y éramos alumnos de la misma clase de música, en más de una ocasión tocamos a dúo. Tanto su nombre como su cara se me habían borrado de la memoria. Sólo recordaba de ella sus dedos delgados y blancos, sus hermosos cabellos y su vaporoso vestido. El resto de su persona, sin saber cómo, se había esfumado de mi mente.

Sumido en tales pensamientos, me asaltó una idea absurda. Se me ocurrió que le había arrancado a aquella muchacha los dedos, el pelo y el vestido, que se quedaron dentro de mí mientras el resto de su cuerpo continuaba viviendo en algún sitio. Tal cosa, no se me ocultaba, era algo completamente imposible. El mundo, indiferente a mi persona, seguía su curso. La gente se cruzaba conmigo por las calles sin reparar en mí, afilaba lápices, se desplazaba de oeste a este a cincuenta metros por minuto y llenaba las cafeterías donde sonaba una música tan anodina que no sabía a nada.

El mundo… Esta palabra siempre me hace pensar en un gigantesco disco sostenido animosamente por un elefante que va montado sobre una tortuga. El elefante es incapaz de comprender la ayuda que le presta la tortuga, la cual, por su parte, no se hace cargo del esfuerzo que tiene que hacer el elefante. Así pues, ni el elefante ni la tortuga llegan a saber nunca cómo es el mundo.

—Perdona el retraso —dijo una voz femenina a mi espalda—. He tenido mucho trabajo y no pude venir antes.

—No importa. No tengo ninguna prisa.

Dejó sobre la mesa una funda de paraguas y pidió que le trajeran un zumo de naranja. A primera vista, era difícil calcular su edad. De no habérsela oído decir por teléfono, seguramente no la habría adivinado. Con todo, si había dicho que tenía alrededor de treinta y tres años, debía de ser verdad, y sin duda sería ésa la edad que representaría para quien lo supiera. Pero si, por ejemplo, me hubiera hablado de veintisiete años, con toda seguridad habría representado esa edad para mí.

Su indumentaria era elegantemente sencilla. Llevaba unos holgados pantalones blancos de algodón y una blusa a cuadros naranjas y amarillos con las mangas remangadas hasta los codos; un bolso de cuero le colgaba del hombro. Nada de esto era nuevo, pero todos sus detalles mostraban limpieza y pulcritud. No lucía anillos, ni collares, brazaletes o pendientes. Llevaba el cabello peinado sencillamente hacia ambos lados. Las patas de gallo que nacían de las comisuras de sus ojos daban la impresión de ser de nacimiento, más que consecuencia del paso de los años. En cambio, su blanco y fino cuello, que emergía entre un par de botones desabrochados de la blusa, y el dorso de sus manos, que descansaban sobre la mesa, insinuaban su edad. En verdad, la gente empieza a aparentar años a partir de detalles pequeños, realmente pequeñísimos. Detalles que, como una mancha imposible de limpiar, acaban recubriendo todo el cuerpo.

—Ese trabajo que te ha entretenido… ¿en qué consiste? —le pregunté, para romper el hielo.

—El estudio de un arquitecto. Llevo bastante tiempo allí.

Hubo un paréntesis en la conversación. Saqué calmosamente un cigarrillo y lo encendí sin prisas. La pianista echó la tapa sobre el teclado, se levantó y se marchó; seguramente era su hora de descanso. La envidiaba, aunque sólo hasta cierto punto.

—¿Desde cuándo sois amigos? —me preguntó.

—Ya hace once años. ¿Y tú?

—Dos meses y diez días —le faltó tiempo para responder—. Desde que nos conocimos hasta que desapareció, dos meses y diez días. Lo recuerdo bien, porque lo anoté en mi diario.

Trajeron su zumo de naranja y retiraron mi taza vacía de café.

—Después que desapareció, le esperé tres meses: diciembre, enero, febrero. Estaba sobre ascuas, y eso que era la época más fría del año. Aquel invierno fue muy duro, ¿lo recuerdas?

—No —le respondí.

Me hablaba del frío invernal de cinco años atrás como si comentara el tiempo que hacía ayer.

—¿Has ansiado alguna vez que volviera a ti una chica?

—No —le respondí.

—Cuando esperas con tanto anhelo el regreso de alguien durante un tiempo, lo que ocurre luego te da igual. Tanto si son cinco años como si son diez años o sólo un mes…, todo te da igual.

Asentí con la cabeza.

Se bebió medio vaso de su zumo de naranja.

—Cuando estaba recién casada, me ocurrió lo mismo. Siempre me tocaba esperar; hasta que un buen día me harté, y desde entonces todo me dio igual. Con veintiún años me casé, y con veintidós me divorcié; después me vine a esta ciudad.

—Lo mismo que le ocurrió a mi mujer.

—¿Qué fue?

—Con veintiún años se casó, y con veintidós se divorció.

Ella me miró de hito en hito durante un momento. A continuación, removió su zumo de naranja con la pajita de plástico. Tuve la impresión de haber dicho algo que no debía.

—Eso de casarse joven y divorciarse al poco tiempo resulta muy duro —dijo ella—. Hace que te refugies en un mundo de ensueños irreal. Pero es imposible vivir siempre fuera de la realidad, ¿no crees?

—Sin duda.

—En los cinco años transcurridos entre mi divorcio y el día que le conocí, viví sola en esta ciudad, y mi vida fue el colmo de la irrealidad. Carecía de amistades, no tenía ganas de salir de casa, nadie me quería. Me levantaba por la mañana, iba a la empresa a trabajar, dibujaba mis planos, a la vuelta hacía la compra en el supermercado, y cenaba sola en casa. Ponía la radio, leía algún libro, escribía mi diario, y me lavaba las medias en el cuarto de baño. Como mi apartamento da al mar, siempre escuchaba el rumor de las olas. Una vida de lo más monótona, ¿no?

Se bebió el resto de su zumo de naranja.

—Me parece que te estoy cansando, ¿no?

Negué con la cabeza, por toda respuesta.

A partir de las seis, empezaba la hora de los cócteles en la cafetería y la iluminación disminuyó de intensidad. El alumbrado de la ciudad empezaba a encenderse. En lo alto de las grúas brillaban también lucecitas rojas. Una fina lluvia derramaba sus agujas sobre la penumbra vespertina.

—¿Te apetece tomar una copa? —le pregunté.

—¿Cómo se llama ese combinado de vodka y zumo de toronja?

Salty dog —le contesté.

Llamé al camarero y le pedí un salty dog y whisky con hielo.

—¿Qué te estaba diciendo?

—Me contabas lo monótona que era tu vida.

—Si te he de decir la verdad, no es que fuera monótona —continuó—. Ahora bien, el rumor de las olas sí que puede llegar a hacerse monótono. Cuando tomé el apartamento, el administrador me dijo que pronto me acostumbraría; pero no ha sido así.

—Allí ya no hay mar.

Ella sonrió con tristeza. Las arruguitas de sus ojos se movieron ligeramente.

—Sí. Como bien dices, ya no hay mar. Sin embargo, a veces aún me parece que oigo el rumor de las olas. Se me debe de haber quedado grabado como a fuego en el oído, quizá para siempre.

—Y entonces fue cuando conociste al Ratón, ¿no?

—Sí. Aunque no lo llamaba así.

—¿Cómo lo llamabas?

—Por su nombre. Como todo el mundo.

Pensándolo bien, tenía que darle la razón.

Decir «el Ratón», aun como mote, sonaba muy infantil.

—Por supuesto —le respondí.

Nos trajeron las bebidas. Bebió un trago de su salty dog y, acto seguido, se limpió con la servilleta una pizca de sal que se le había pegado al labio. En la servilleta de papel quedó impreso un toque de carmín. Tomó con dos dedos la manchada servilleta y la dobló con habilidad.

—Él era… Era la encarnación de la irrealidad. Lo entiendes, ¿verdad?

—Sí, creo que…

—Para salir de mi irrealidad, necesitaba de alguien aún más irreal que yo, y él lo era, o por lo menos eso fue lo que sentí al conocerle, ¿comprendes? Por eso me gustó. Aunque tal vez sentí aquello después que me gustara, no estoy segura. Pero las dos alternativas vienen a ser lo mismo.

La chica del piano volvió de su descanso, y se puso a tocar melodías de viejas películas. Sonaba como una música de fondo poco adecuada para la escena que estábamos interpretando, una escena que, por cierto, era bastante peregrina.

—A menudo pienso si no estuve usando a ese hombre en mi provecho, a fin de cuentas. Y que él lo supo desde el principio. ¿Qué opinas?

—¡Quién puede saberlo! —le respondí—. Sólo vosotros dos.

Ella no añadió nada.

Tras unos momentos de silencio, me percaté de que nuestra conversación había terminado. Me bebí el último trago de whisky, y a continuación saqué del bolsillo las cartas del Ratón, que dejé en medio de la mesa. Allí se quedaron, sin que ninguno de los dos las tocara.

—¿Tengo que leerlas aquí?

—No, puedes llevártelas a casa. Si no quieres leerlas, tíralas.

Ella asintió y metió las cartas en su bolso, que al cerrarse emitió un ruido metálico —¡clic!— la mar de agradable. Encendí mi segundo cigarrillo, y pedí otro whisky. El segundo whisky es siempre el que prefiero. Si el primero supone empezar a sentirse aliviado, el segundo te pone la cabeza en su sitio. A partir del tercero, la bebida pierde sabor y sólo te llena el estómago, eso es.

—¿Para esto viniste expresamente desde Tokio? —me preguntó.

—Pues sí.

—¡Cuánta amabilidad!

—Yo no lo considero así. Es cuestión de hábitos. En el caso de que los papeles se invirtieran, creo que él haría lo mismo por mí.

—¿Te ha hecho favores parecidos?

Negué con la cabeza, y añadí:

—No, pero durante mucho tiempo nos hemos causado mutuamente problemas irreales. Que después hayamos reaccionado frente a ellos como si fueran reales, es asunto nuestro.

—No creo que haya mucha gente que enfoque así las cosas.

—Tal vez no, en efecto.

Se levantó sonriendo y buscó su monedero.

—Déjame pagar la cuenta. Después de todo, llegué con cuarenta minutos de retraso.

—De acuerdo, si eso te hace feliz —le dije—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Naturalmente. Adelante.

—Por teléfono me dijiste que habías captado mi imagen, ¿no es así?

—Sí, al decirlo me refería al ambiente que rodea a la persona.

—Y ¿me has reconocido sin dificultades?

—Nada más verte —me aseguró.

Seguía lloviendo con la misma intensidad. Desde la ventana del hotel se veían los anuncios luminosos del edificio vecino. Envueltos en su artificial brillo verde, innumerables hilos de lluvia se precipitaban sobre la tierra. De pie ante la ventana, miré hacia abajo y me pareció que todos aquellos hilos convergían en un mismo punto en el suelo.

Echado en la cama, me fumé un par de cigarrillos. Luego llamé a recepción pidiendo que me hicieran una reserva para el tren de la mañana siguiente. Ya no me quedaba nada por hacer en aquella ciudad.

La lluvia, por su parte, continuó cayendo hasta medianoche.