2.
Segunda carta del Ratón
(en el matasellos, día ilegible de Mayo de 1978)

«Creo que en mi carta anterior desbarré un poco y me fui por las nubes. Sin embargo, se me ha borrado de la memoria cuanto decía en ella.

»De nuevo he cambiado de dirección. El lugar donde vivo ahora es totalmente diferente del anterior. Se trata de un sitio tranquilísimo. Puede que hasta sea demasiado tranquilo para mí.

»Sin embargo, este lugar es también, en cierto sentido, un puerto de arribada. Me da la impresión de haber ido a parar a un destino al que tenía que llegar, e incluso creo que lo he alcanzado bogando contra viento y marea. Aunque sobre eso me siento incapaz de emitir un juicio razonado.

»Lo que te escribo es una pura calamidad. Todo es tan vago, que tal vez no te enteres de qué va la cosa. O quizá pienses que yo, enfrentado a mi destino, estoy cargando las tintas. Como es natural, toda la culpa de que tal vez pienses así recae sobre mí.

»Lo que me gustaría que comprendieras es el hecho de que cuanto más me esfuerzo por describirte claramente mi situación presente, tanto más enrevesadas me resultan las frases que te escribo. Sin embargo, mi actitud es sincera. Tal vez más que nunca.

»Pasemos a hablar de cosas concretas.

»Por aquí, como ya te he dicho antes, reina una calma absoluta. Como no tengo otra cosa que hacer, me paso los días leyendo libros (tengo tantos, que, aunque estuviese aquí diez años, no los leería todos), escuchando la radio o poniendo discos (también tengo una buena cantidad). No había escuchado tanta música desde hacía diez años. No puedo menos que sorprenderme al enterarme, por ejemplo, de que grupos como los Rolling Stones o los Beach Boys siguen entusiasmando a las multitudes. Eso que llamamos tiempo es como una cadena sin fin en imparable sucesión, ¿no? Como solemos dejarnos llevar por la costumbre de medir el tiempo a escala humana, somos proclives a la alucinación de considerarlo fragmentado; pero, en realidad, el tiempo fluye continuo e imparable.

»Aquí no es posible medir las cosas a escala humana. Sencillamente, porque no hay gente para establecer una comparación. El tiempo fluye a su aire, como si de un río transparente se tratara. Desde que estoy aquí, experimento a menudo la sensación de que mi ser se ha ido liberando hasta alcanzar su forma más primitiva. Por ejemplo, si veo de repente un coche, tardo unos cuantos segundos en reconocer qué es. Naturalmente, tengo una especie de conocimiento esencial de las cosas, pero su relación con el reconocimiento empírico no acaba de funcionar. Esto me ocurre cada vez con más frecuencia últimamente. Quizá sea porque desde hace bastante tiempo he vivido en total soledad.

»La ciudad más cercana dista de aquí su buena hora y media en coche. Y ni siquiera merece el nombre de ciudad. Es como el esqueleto de una ciudad. Seguro que no te la puedes ni imaginar. Sin embargo, llamémosla ciudad, ¡al fin y al cabo…! Allí se puede comprar ropa, comida, gasolina… Y si te entran ganas de mezclarte con la gente, allí tendrás la oportunidad. Durante el invierno, la carretera se hiela, y los coches muchos días no pueden circular por ella. Como los terrenos que bordean la carretera son pantanosos, su superficie se hiela igual que la de un sorbete. Y si además nieva, es imposible distinguir por dónde va el camino. Ante ese paisaje te sientes en el último rincón de la tierra.

»Llegué aquí a primeros de marzo. Puse cadenas a las ruedas del jeep y me metí por estos parajes como si me hubieran exiliado a Siberia. Ahora ya estamos en mayo, y la nieve se ha fundido del todo. Pero durante el mes de abril me llegaba desde la montaña el estruendo inconfundible de los aludes. ¿Has oído alguna vez el rugido de un alud? Después de un alud reina un silencio verdaderamente perfecto. Un silencio sin fisuras, capaz de hacerte dudar de dónde te encuentras. Una quietud total.

»Como estoy recluido entre montañas, hace ya unos tres meses que no me he ido a la cama con ninguna chica. Eso, ciertamente, no es nada malo en sí, pero, de prolongarse mucho tiempo esta situación, voy camino de perder todo interés por el género humano, y eso sí que no me gustaría, por supuesto. Estoy, pues, pensando que apenas se suavice un poco más el tiempo, voy a hacer una escapada en busca de alguna chica. No es que sea presuntuoso, pero ligar no es problema para mí. Basta con que me lo proponga —y debo decir que no me cuesta nada proponérmelo—, para desplegar todo mi atractivo sexual. Así que me resulta relativamente fácil ligar. El único problema consiste en que no he llegado a familiarizarme del todo con esa facultad que poseo. Es decir, que una vez he avanzado hasta cierto estadio, no sé a ciencia cierta si he llegado hasta allí por mí mismo o gracias a mi atractivo sexual. Claro que tampoco hay quien entienda, en otro orden de cosas, dónde termina de actuar Laurence Olivier para “meterse” dentro de Otelo. Así que, cuando me encuentro a medio camino, cuando ya no existe la posibilidad de volver atrás, casi siempre lo echo todo a rodar. Y, en consecuencia, fastidio a los demás de mala manera. Mi vida, hasta el momento actual, no ha sido más que una continua repetición de esta clase de situaciones.

»Doy gracias a mi buena estrella (¡y se las doy de verdad!) por el hecho de que ahora mismo no tengo nada que echar a rodar. Es fenomenal sentirse así. De tener algo que echar a rodar, sería, ni más ni menos, que yo mismo. Lo de echarme a rodar es mala idea, por cierto. Por más que…, no, escribir tal cosa resultaría demasiado patético. No es que la idea sea patética en sí, sino que se vuelve patética al ponerla por escrito.

»¡Maldita sea!

»¿De qué demonios te estaba hablando?

»De chicas, ¿no?

»Cada chica atesora un precioso cofre, cuyo interior se encuentra atestado de fruslerías sin sentido. Es algo que me encanta. Voy sacando esas fruslerías una por una, les quito el polvo y les busco un sentido. Creo que en eso consiste lo que se podría llamar la esencia del atractivo sexual. Con todo, si se piensa adónde me lleva todo esto, lo cierto es que a ninguna parte. Pero ocurre que, si no lo hiciera, dejaría de ser quien soy.

»Por eso ahora sólo pienso en el sexo, puramente hablando. Si concentro mi interés en el sexo, maldita la falta que hace preocuparse por si es un asunto patético o no.

»Es como beber cerveza a orillas del mar Negro.

»He releído lo que he escrito en esta carta hasta aquí. Aunque hay trozos incoherentes, creo que, para ser obra mía, rezuma sinceridad. Y, por otra parte, ¿importa mucho que haya algún párrafo incoherente?

»Además, mirándolo bien, lo cierto es que esta carta ni siquiera va dirigida a ti. Se trata más bien de una carta destinada al buzón de correos. Sin embargo, no me vayas a censurar por eso; aquí se tarda hasta hora y media en jeep para llegar al buzón más próximo.

»A partir de este punto, la carta va verdaderamente dirigida a ti.

»Tengo dos cosas que pedirte. Como ninguna de las dos corre prisa, puedes hacerlas cuando te vaya bien. Si me haces esos favores, me ayudarás mucho. Tres meses atrás, seguramente no habría sido capaz de pedirte nada. Ahora, sin embargo, me atrevo a hacerlo. Eso ya es un progreso.

»El primer favor es más bien de carácter sentimental, ya que se refiere al pasado. Al marcharme de nuestra ciudad, hace cinco años, tenía tal barullo mental y tanta prisa, que se me olvidó despedirme de algunas personas. Concretamente, de ti, de Yei y de una chica a quien no conoces. Por lo que a ti respecta, me parece que podré verte de nuevo para decirte “adiós” como es debido. En cuanto a las otras dos personas, tal vez ya no se presente la ocasión. De modo que, si algún día vas por nuestro barrio, te agradeceré que me despidas de los dos.

»Naturalmente, me doy cuenta de que te pido demasiado. Debería ser yo quien les escribiera. Pero, francamente, te agradeceré que seas tú quien hable con ellos. Tengo la impresión de que así se transmitirá mejor lo que siento que si les escribiera. Te he anotado en una hoja aparte el número de teléfono de la chica y su dirección. En el caso de que se haya marchado o esté casada, déjalo correr y no trates de verla. Pero si aún vive en el mismo domicilio, te ruego que vayas a verla y la saludes de mi parte.

»Y un saludo también para Yei. Y bébete con él la cerveza que yo me habría bebido.

»Pasemos al segundo favor.

»Se trata de una petición que te extrañará.

»Te envío una foto. La foto de un rebaño de carneros. Ponla en algún sitio donde la gente pueda verla. No importa dónde. Esto también es pedirte demasiado, sin duda, pero es que no tengo a nadie más a quien recurrir. Si me haces este favor, te cederé con gusto todo mi atractivo sexual. Se trata de algo muy importante para mí, pero no puedo decirte por qué. Sin embargo, ¡hazme ese favor!

»Esa foto tiene gran importancia. Creo que más adelante tendré ocasión de explicártelo.

»Te envío también un cheque. Úsalo para cubrir los gastos que se presenten. No te preocupes para nada del dinero. Piensa que, donde estoy, difícilmente lo podría gastar, y, por otro lado, es lo único que puedo hacer en estos momentos.

»No te olvides por nada del mundo de beberte a mi salud esa cerveza que me hubiera bebido yo».

Una vez despegada la etiqueta de reenvío, pude ver un matasellos ilegible. Dentro del sobre venían un cheque por valor de cien mil yenes, un papel con el nombre de la mujer y su dirección, y la fotografía en blanco y negro de un rebaño de carneros.

Recogí la carta de mi buzón al salir de casa, y la leí en la oficina. Era el mismo papel, ligeramente verduzco, de ocasiones anteriores. El cheque procedía de un banco de Sapporo. De modo que el Ratón había pasado a la isla de Hokkaidō.

La descripción que hacía de los aludes no me ayudaba, por cierto, a imaginarlos; pero, como el mismo Ratón decía en su carta, la había escrito con absoluta sinceridad. Y, además, nadie envía cheques de cien mil yenes por pura broma.

Abrí el cajón de mi mesa y metí dentro el sobre con todo su contenido.

Tal vez en parte porque las relaciones con mi mujer iban de mal en peor, aquella primavera no me resultaba alegre. Hacía ya cuatro días que mi mujer no aparecía por casa. La leche que había en el frigorífico despedía mal olor, y el gato andaba siempre hambriento. El cepillo de dientes de mi mujer se había secado en el lavabo y parecía un fósil apergaminado. Un vago sol primaveral iluminaba tenuemente la escena. Los rayos del sol, al menos, son gratis.

Un prolongado callejón sin salida… Tal vez mi mujer tuviera razón.