6.
De lo encontrado en el garaje,
y de lo pensado en plena pradera
Gorjeaban pájaros de especies nunca vistas por mí, posados sobre el roble que había ante la fachada como si fueran adornos de un árbol de Navidad. Bajo la luz matinal, todo centelleaba, húmedo por la lluvia.
Tosté pan en uno de esos entrañables tostadores manuales, sin automatismos; untando de mantequilla la sartén, me preparé un huevo al plato, y me bebí un par de vasos de zumo de uva que encontré en el frigorífico. Sin mi amiga me sentía solo; pero me bastaba con poder sentir mi soledad para encontrarme también un poco aliviado interiormente. No es mal sentimiento, el de la soledad. Algo así como lo que debía de sentir aquel roble cuando se quedó en calma porque los pájaros se marcharon volando.
Tras lavar los platos, me limpié en el aseo las manchas de yema de huevo que tenía en torno a la boca, y durante cinco minutos me lavé a conciencia los dientes. Luego, tras considerar si debía dejarme barba o no, me afeité. En el aseo, junto al lavabo, había un bote de espuma de afeitar y una maquinilla Gillette a punto. Igualmente encontré un cepillo de dientes, pasta dentífrica, jabón de tocador, e incluso una loción para la piel y colonia. En la alacena había hasta diez toallas de diferentes colores, primorosamente dobladas y apiladas. Todo acorde con el carácter metódico del Ratón. Ni en el espejo ni en el lavabo se veía una sola mancha.
En el servicio y en el baño de estilo japonés se advertía la misma limpieza. Las juntas entre los azulejos habían sido frotadas con un cepillo viejo de dientes y líquido limpiador hasta quedar blanquísimas. Algo espléndido, en verdad. Del ambientador colocado en el servicio emanaba un perfume semejante al de la ginebra con lima que puedes degustar en un bar elegante.
Al salir del aseo, me senté en el sofá y me fumé un cigarrillo. En la mochila me quedaban tres cajetillas de Lark; eso era todo. Si me las fumaba, tendría que pasarme sin tabaco. Enfrascado en estos pensamientos me fumé otro cigarrillo. La luz matinal no podía ser más agradable; y el sofá se amoldaba a mi cuerpo como un guante a la mano. De este modo se me pasó una hora sin darme cuenta. El reloj dio despreocupadamente las nueve.
Empecé a comprender por qué el Ratón se ocupaba tanto de tener la casa en orden, por qué dejaba tan blancas las junturas del alicatado del servicio, por qué se planchaba las camisas y se afeitaba aun cuando sabía que no iba a encontrarse con nadie. Simplemente, porque, en un lugar como aquél, de no estar siempre haciendo algo, se llega a perder la noción del tiempo.
Me levanté del sofá y, con los brazos cruzados, di una vuelta alrededor del salón, pero no pude encontrar por el momento cosa alguna en que ocuparme. El Ratón había dejado bien limpio todo aquello que requiriera limpieza. Incluso las señales del humo en el techo habían sido cuidadosamente borradas.
«Bien», pensé. «Ya se me ocurrirá algo».
Para distraerme, decidí dar un paseo por los alrededores de la casa. Hacía un tiempo maravilloso. Flotaban por el cielo jirones de nubes blancas, como trazados a brochazos, y los trinos de los pájaros se escuchaban por doquier.
A la espalda de la casa había un gran garaje. Ante su vieja puerta de doble hoja había una colilla tirada. Era de un Seven Stars. Esta colilla no era reciente, porque estaba chafada y tenía el filtro reventado. Recordé que en toda la casa no había más que un cenicero. Y, además, no mostraba trazas de haber sido usado desde hacía muchísimo tiempo. ¡Claro, el Ratón no fumaba! Tras contemplar unos momentos el filtro en la palma de mi mano, lo tiré al suelo.
Descorrí el pesado cerrojo y abrí la puerta del garaje. Su interior era espacioso. La luz del sol, que se filtraba por las grietas de las paredes de madera, dibujaba una nítida serie de líneas paralelas sobre la tierra negruzca del suelo. Olía a arcilla y a gasolina.
Había un coche, un viejo Toyota todoterreno. Tanto la carrocería como las ruedas no tenían la menor señal de barro. El depósito de gasolina estaba casi lleno. Palpé el lugar donde el Ratón solía esconder la llave de contacto. Efectivamente, allí estaba. Introduje la llave y probé a girarla. El motor emitió enseguida un runruneo satisfactorio. Muy propio del Ratón eso de tener los coches siempre a punto. Paré el motor y guardé la llave en su sitio. Sin bajarme del asiento del conductor, eché un vistazo a mi alrededor. Dentro del coche no había nada especial que mereciera la pena: un mapa de carreteras, una toalla, media barra de chocolate; eso era todo. En el asiento de atrás había un rollo de alambre y unos grandes alicates. Este asiento trasero, por cierto, estaba bastante sucio, lo cual resultaba extraño, tratándose del coche del Ratón. Abrí una puerta trasera, recogí en la palma de la mano la porquería caída sobre el asiento y, llevándola junto a un resquicio de la pared por donde se filtraba la luz del sol, la contemplé. Tenía aspecto de borra, salida de un cojín. Aunque también podía ser lana de carnero. Saqué del bolsillo del pantalón un pañuelo de papel, envolví aquello, y me lo guardé en el bolsillo del pecho.
¿Por qué el Ratón no se había llevado el coche? Aquello escapaba a mi comprensión. Y el hecho de que el coche estuviera en el garaje hacía suponer que o bien el Ratón se había ido andando montaña abajo, o bien, naturalmente, que no había abandonado la montaña. Una de dos, desde luego; pero ninguna de estas hipótesis parecía lógica. Por un lado, hasta hacía tres días el camino que bordeaba el precipicio aún debía de ser transitable por el coche, y por otro lado, parecía absurdo que el Ratón dejara su casa para irse a acampar.
Cansado de darle vueltas al tema, cerré la puerta del garaje y salí a la pradera. Por más que me devanara los sesos, era imposible sacar una conclusión coherente de unos hechos que no mantenían la más mínima coherencia.
A medida que el sol ascendía en el cielo, la humedad fue elevándose desde la pradera en forma de vapor. A través de ese vapor, las montañas de enfrente parecían vagamente sumidas en la bruma. Todo en torno a mí olía a hierba.
Pisando la hierba mojada, fui andando hasta el centro del prado. Precisamente allí había un viejo neumático tirado. La goma estaba ya completamente blanquecina y resquebrajada. Me senté encima y eché un vistazo en redondo al panorama. La casa, de la que acababa de salir, parecía desde allí un acantilado blanco destacándose en una costa.
Sentado solo sobre el neumático, en mitad de la pradera, recordé las competiciones de natación en las que había participado de niño. Cuando nadaba de isla a isla, solía detenerme hacia la mitad del trayecto para echar una ojeada al panorama. Esta experiencia siempre me resultaba sorprendente. Por un lado, eso de encontrarme equidistante de dos puntos de tierra me parecía muy extraño, y por otro lado, también me parecía extraordinario que la gente, allá en la remota tierra firme, continuara su vida cotidiana como si tal cosa. Más que nada, la extrañeza se debía al hecho de que la sociedad funcionaba a las mil maravillas sin mí.
Permanecí sentado en el neumático como un cuarto de hora, y luego volví paseando a la casa. Me senté en el sofá del salón y seguí leyendo Las aventuras de Sherlock Holmes.
A las dos, vino a visitarme un hombre carnero.