5.
Mi amiga abandona la montaña
y el hambre se hace sentir
Cuando el reloj dio las seis, me desperté en el sofá. La lámpara estaba apagada, y densas tinieblas envolvían la habitación. Me sentía embotado, desde la médula hasta la punta de los dedos. Era una sensación indefinible de que las negras tinieblas vespertinas empapaban mi piel y se apoderaban de todo mi cuerpo.
La lluvia había escampado, al parecer, pues a través de los cristales se oían los cantos de los pájaros nocturnos. Sólo la llama de la estufa de petróleo configuraba sobre la blanca pared de la habitación pálidas sombras espectrales. Me levanté del sofá, encendí la lámpara de pie, entré en la cocina y me bebí un par de vasos de agua fría. Sobre el hornillo de la cocina había una olla con un guiso cremoso. La olla todavía conservaba el calor. En el cenicero vi las colillas de dos cigarrillos mentolados de mi amiga, que había apagado aplastándolos allí.
Me di cuenta, instintivamente, de que mi amiga se había ido de la casa.
«Ella ya no está aquí», decía mi cerebro.
Me aferré con ambas manos a la mesa de la cocina para tratar de poner orden en mis ideas.
«Ella ya no está aquí», eso era seguro. No se trataba de elucubraciones ni hipótesis, sino de que «ella realmente no estaba». El aire desierto de la casa me lo decía. Aquel aire tan odioso que ya había saboreado en los dos meses largos transcurridos desde que mi mujer abandonó nuestro apartamento hasta que conocí a mi amiga.
Para asegurarme, subí al piso de arriba, donde examiné por orden las tres habitaciones, e incluso abrí los armarios. Ni sombra de mi amiga. Igualmente habían desaparecido su chaquetón y su mochila. Sus botas de montaña, que había dejado en el vestíbulo al entrar, tampoco estaban. Sin lugar a dudas, había cogido el portante y se había marchado. Fui recorriendo uno por uno los sitios donde podía haberme dejado una nota de despedida, pero no la encontré. Dado el tiempo que había pasado, podía estar ya al pie de la montaña.
El hecho de que mi amiga hubiera desaparecido fue para mí un trago muy amargo. Como me había levantado de la siesta hacía un momento, mi cabeza aún no estaba clara, pero incluso suponiendo que funcionara normalmente, me habría resultado imposible tratar de comprender el significado de todos y cada uno de los acontecimientos en que me había visto envuelto últimamente. No me quedaba otra opción, en resumidas cuentas, que dejar que las cosas siguieran su curso.
Sentado como ausente en el sofá del salón, caí de pronto en la cuenta de que tenía un hambre atroz. Sentía un tremendo vacío en el estómago.
Bajé por la escalera que, desde la cocina, conducía a una despensa subterránea, donde descorché una aceptable botella de vino tinto para catarlo. Un punto demasiado frío, pero se dejaba beber muy bien. De vuelta ante la mesa de la cocina, corté unas rebanadas de pan y mondé una manzana. Mientras se calentaba la olla, me bebí tres vasitos de vino.
Una vez caliente el guiso, me lo llevé, junto con el vino, a la mesa de comedor del salón, donde me puse a cenar mientras escuchaba la interpretación que hacía la orquesta de Percy Faith de «Perfidia». Después de cenar me bebí el café que había sobrado y, con una baraja de cartas que encontré en la repisa de la chimenea, me puse a hacer solitarios. Probé suerte con una variedad de este juego que había estado en boga durante cierto tiempo en la Inglaterra decimonónica, pero que cayó en el olvido a causa de su excesiva dificultad. Según cálculos efectuados por un matemático de la época, las posibilidades de éxito parecían ser de una contra de doscientas cincuenta mil. Probé suerte tres veces, pero, naturalmente, perdí. Después de recoger la baraja y los platos, me bebí lo que quedaba de la botella de vino.
Más allá de la ventana, el campo estaba envuelto en la oscuridad nocturna. Cerré las contraventanas y, repantigado en el sofá, estuve escuchando viejos discos rayados.
¿Volvería por allí el Ratón?
Tal vez sí. Después de todo, tenía almacenados la comida y el combustible necesarios para pasar el invierno.
Sin embargo, todo dependía de «tal vez». Cabía en lo posible que, cansado de aquella situación, hubiera vuelto a la ciudad. Y podía haberse liado con alguna chica y estar viviendo con ella Dios sabe dónde. Eran posibilidades que no podían descartarse sin más ni más.
En caso de ser cierta cualquiera de aquellas hipótesis, mi situación no sería nada halagüeña. Si no aparecían ni el Ratón ni el carnero, aquel hombre del traje negro se sentiría muy contrariado. Y por más que fuera completamente absurdo hacerme responsable de todo aquello, de gentuza como él no podía esperarse nada bueno.
El mes de plazo que me habían dado llegaba a la mitad. Estábamos en la segunda semana de octubre, la época del año en que la ciudad muestra todo su esplendor. De no haberme visto metido en aquella aventura, ahora me encontraría en un bar cualquiera comiéndome una tortilla entre trago y trago de whisky. Seguro. Un buen momento en una espléndida estación. Y llegado el crepúsculo, tras escampar la lluvia, me tomaría una copa ante una sólida barra de bar, mientras el tiempo fluía a mi alrededor con la tranquilidad de un río que se remansa.
Distraído con estos pensamientos, se me ocurrió que tal vez tuviera un otro yo en este mundo, el cual muy bien podía estar en algún bar tomándose un whisky tan contento. Esta idea se fue desarrollando de tal modo en mi mente, que llegó un momento en que mi otro yo me pareció más verdadero que mi yo que estaba tumbado en aquel sofá. Había algo que no encajaba, pues mi yo de carne y hueso iba dejando de ser el auténtico.
Sacudí la cabeza para desechar aquellos pensamientos.
Fuera, los pájaros nocturnos proseguían sus arrullos.
Subí al piso de arriba y, en la habitación pequeña que no había sido usada por el Ratón, me hice la cama. Tanto el colchón como las sábanas y mantas estaban ordenadamente guardados en un armario contiguo a la escalera.
El mobiliario de la habitación era idéntico al del cuarto del Ratón: una mesilla de noche, una mesa, una silla, una cómoda y una lámpara. Objetos viejos por su forma, pero productos de una época en que se buscaba la funcionalidad y la solidez al fabricar las cosas. Sin florituras, ni superfluidades.
Desde una ventana próxima a la cabecera de la cama se dominaba la pradera. La lluvia había cesado por completo, y el denso velo de nubes empezaba a agrietarse aquí y allá. Por esos resquicios mostraba de vez en cuando su faz una hermosa media luna, que con su luz hacía emerger el paisaje del prado. Éste semejaba el fondo de un profundo mar, iluminado por un proyector.
Me metí en la cama sin desnudarme, y desde allí estuve contemplando un buen rato aquel paisaje que aparecía y desaparecía. Por unos momentos, se sobrepuso a esa imagen la visión de mi amiga sorteando aquella curva siniestra y caminando montaña abajo; esta escena se borró, e hizo su aparición el Ratón, que estaba fotografiando al rebaño de carneros. Al ocultarse la luna tras las nubes y volver a aparecer, la visión del Ratón se desvaneció.
A la luz de la lámpara, continué la lectura de Las aventuras de Sherlock Holmes.