1. El pene de ballena y la mujer con tres oficios
El hecho de dormir con una chica puede considerarse una cuestión de la mayor importancia o bien, por el contrario, como algo intrascendente. Es decir, el sexo puede ser practicado como terapia personal o como pasatiempo.
Existe, pues, una práctica del sexo orientada de principio a fin hacia la promoción de la persona y otra, también orientada de principio a fin, dedicada a matar el rato. Se dan casos de prácticas de ese tipo que empiezan siendo terapéuticas y acaban en pasatiempo, y viceversa. Nuestra vida sexual, la humana… —¿cómo decirlo?— difiere esencialmente de la de las ballenas.
Los hombres no somos ballenas. Esto, para mi vida sexual, constituye un punto importante de referencia.
Cuando yo era niño, a media hora en bicicleta de mi casa había un gran acuario. En él reinaba siempre un silencio frío, sólo interrumpido de vez en cuando por algún borboteo del agua que no parecía venir de ninguna parte. Daba la sensación de que una sirena trataba de disimular sus jadeos en algún rincón de aquellos corredores en penumbra.
Un banco de atunes daba vueltas por una enorme piscina. Los esturiones remontaban contra corriente un estrecho canal. Las pirañas dirigían sus agudos dientes hacia trozos de carne. Y de vez en cuando las anguilas eléctricas hacían relucir sus tenues lamparillas.
En las dependencias del acuario había un sinfín de peces. Tenían nombres diferentes según las especies, y escamas diferentes, y aletas diferentes. Yo no acababa de comprender por qué en el mundo tenía que haber tanta variedad de peces.
Naturalmente, no había ballenas. La ballena es un animal demasiado grande, y aunque hubieran derribado todas las instalaciones del acuario para hacer de él un enorme tanque de agua, habría sido imposible cuidar allí a una ballena. Como compensación, en el acuario se exhibía un pene de ballena. Estaba allí, como si dijéramos, en calidad de detalle representativo. Así que a lo largo de aquellos años, tan impresionables, de mi adolescencia, en vez de contemplar a las ballenas, contemplé el pene de una de ellas. Cuando me cansaba de pasear por los fríos corredores del acuario, me dirigía furtivamente a la tranquila sala de exposiciones de alta techumbre y me sentaba en un sofá ante el pene de ballena; allí me pasaba horas y horas.
Aquel objeto unas veces me parecía una palmerita disecada, mientras que otras lo veía como una gigantesca mazorca de maíz. Sin duda, de no encontrarse allí una placa con la indicación de «órgano genital de la ballena macho», nadie repararía en que aquello era un pene de ballena. La gente se inclinaría más bien a catalogarlo como una reliquia, hallada en alguna excavación en los desiertos de Asia Central, antes que como órgano genital procedente del Océano Glacial Antártico. Era diferente no sólo de mi propio pene, sino de cualquier otro pene que hubiera visto hasta entonces. Sobre él se cernía un aura de tristeza indescriptible, propiciada sin duda por el hecho de que le había sido cortado a su propietario.
Cuando tuve mi primera experiencia sexual con una chica, lo primero que me vino a la cabeza fue aquel gigantesco pene de ballena. Sentí gran desazón en mi pecho al pensar en el destino que le había tocado en suerte, en las vicisitudes que habría tenido que padecer hasta acabar en aquella desnuda sala de exposiciones del acuario. Al pensarlo, me invadía una paralizadora sensación de impotencia. Con todo, yo tenía apenas diecisiete años; era, por tanto, demasiado joven para que la desesperación se apoderara de mí. A partir de entonces fue tomando cuerpo en mi mente esta idea: los hombres no somos ballenas.
Mientras las yemas de mis dedos jugueteaban en la cama con la cabellera de mi más reciente conquista, no dejaba de cavilar sobre las ballenas.
Mi recuerdo del acuario se sitúa invariablemente en las postrimerías del otoño. El cristal de los estanques tenía la frialdad del hielo, y yo iba embutido en un grueso jersey. A través del gran ventanal de la sala de exposiciones se veía un mar de un denso color plomizo, cuyas innúmeras olas blanquecinas semejaban esos cuellos de encaje con que las chicas adornan sus vestidos.
—¿En qué piensas? —me preguntó.
—Recuerdos… —le respondí.
Ella tenía veintiún años, un bonito cuerpo, esbeltísimo, y un par de orejas tan admirablemente formadas que resultaban encantadoras. Trabajaba a ratos como correctora de pruebas de imprenta, al servicio de una pequeña editorial; también como modelo de publicidad, especializada en anuncios en que intervinieran orejas, y, por último, como «acompañante» al servicio de una agencia muy discreta que proporcionaba compañía, previo encargo por teléfono, a caballeros distinguidos. Cuál de esos tres oficios constituía su ocupación principal, era un problema para mí irresoluble. Tampoco ella lo tenía claro.
Sin embargo, considerando el asunto desde el punto de vista de cuál de aquellos oficios reflejaba mejor su personalidad, todo apuntaba a su trabajo como modelo publicitaria especializada en orejas. Ésa era mi impresión, y, lo que es más importante, también ella lo creía así. Sin embargo, el abanico de posibilidades que se ofrece a una modelo publicitaria de orejas es muy reducido, y tanto su posición en el escalafón de las modelos como sus emolumentos eran terriblemente bajos. En general, los agentes de publicidad, fotógrafos, maquilladores, periodistas, etcétera, la trataban como una simple poseedora de orejas. En consecuencia, el resto de su cuerpo, así como su espíritu, eran olímpicamente ignorados; se diría que era víctima de una conspiración de silencio.
—No importa, porque todo eso nada tiene que ver con mi verdadera personalidad —decía ella—. Mis orejas son mi yo, y yo soy mis orejas.
En sus facetas de correctora de pruebas de imprenta y de chica acompañante de caballeros opulentos nunca consentía, aunque fuese por un instante, en enseñar sus orejas a nadie.
—¡Ni pensarlo! Es que entonces yo no soy yo —afirmaba a modo de explicación.
La oficina de aquella agencia de chicas de compañía para la que trabajaba (que, por cierto, oficialmente era un «centro de promoción de artistas noveles», por si las moscas) estaba situada en el barrio de Akasaka, y su directora era una inglesa de cabello cano a quien todo el mundo llamaba señora X. Llevaba ya su buena treintena de años en Japón, hablaba bien el japonés y sabía leer casi todos los ideogramas básicos de la escritura japonesa.
La señora X regentaba también una escuela femenina de conversación inglesa, que había instalado en un local situado a menos de medio kilómetro de la agencia. Allí solía reclutar a muchachas que mostraban buena disposición para dedicarse al «acompañamiento», las cuales eran puestas en contacto con la agencia. También había chicas que hacían el trayecto inverso, pues algunas de las empleadas de la agencia asistían a las clases de conversación inglesa; como es natural, las clases les salían muy bien de precio.
La señora X solía llamar «querida» (dear, sin traducirlo al japonés) a sus empleadas. Pronunciada por ella, esa expresión tan inglesa poseía la melosa suavidad de una tarde primaveral.
—Nada de leotardos ni pantys, querida —decía, por ejemplo—; debes usar lencería fina.
Y también:
—Tomas el té con leche, ¿verdad, querida?
Y cosas por el estilo. En cuanto a la clientela, la señora X conocía bien a su parroquia, compuesta en su casi totalidad de ricos negociantes, cuarentones y cincuentones: dos tercios de ellos eran extranjeros, y el resto japoneses. La señora X no podía ver a los políticos, los viejos, los pervertidos y los pobretones.
Entre la docena de guapas chicas que componían la plantilla de la agencia, mi nueva amiga era la menos atractiva; francamente, era del montón, sin más, en su aspecto externo. Lo cierto es que, cuando ocultaba sus orejas, los hombres la veían más bien vulgar. Yo no tenía claro por qué la había reclutado la señora X para trabajar en su agencia. A lo mejor intuyó que la chica podía ser brillante a su modo, o, simplemente, pensó que necesitaba disponer de los servicios de una muchacha corriente y moliente. Sea lo que fuere, lo cierto es que el ojo clínico de la señora X acertó de lleno, pues mi amiga pronto tuvo una clientela fija nada desdeñable. Vistiendo lencería y ropa de lo más vulgar, arreglada con un maquillaje vulgar y despidiendo un aroma a jabón vulgar, recorría una o dos veces por semana el camino hacia el Hotel Okura, el Hilton o el Príncipe, donde se iba a la cama con generosos caballeros que le pagaban lo suficiente para vivir holgadamente.
La mitad de las noches restantes se acostaba conmigo, sin cobrarme nada. No tengo idea de cómo pasaba las noches que le quedaban libres.
Por lo que respecta a su vida como correctora de pruebas de imprenta a horas, discurría por cauces más corrientes. Tres días a la semana se desplazaba hasta el barrio de Kanda para trabajar en una oficina situada en el tercer piso de un pequeño edificio. Allí se dedicaba a la corrección de galeradas y a otros menesteres, como preparar té e ir a comprar gomas de borrar, por ejemplo. Dado que el edificio no tenía ascensor, se hartaba de subir y bajar escaleras. Aunque era la única soltera joven, nadie le iba detrás ni le complicaba la vida. Como un perfecto camaleón, mi amiga, según los lugares y las circunstancias, adoptaba hábilmente el colorido más adecuado.
La conocí —o conocí a sus orejas, mejor dicho— a poco de romper con mi esposa, en los primeros días de agosto. Yo estaba realizando un trabajo para una agencia de publicidad: una campaña de anuncios encargada por una empresa de ordenadores. Así fue como entré en contacto con sus orejas.
El director de la agencia de publicidad puso sobre mi mesa de trabajo el guión de un proyecto y unas cuantas fotografías grandes en blanco y negro, y me encargó que le preparara tres textos distintos como posible acompañamiento de aquellas fotos; me dio de plazo una semana. Las tres fotografías eran grandes reproducciones de una oreja. ¡Vaya, una oreja!, pensé.
—¿Por qué se ha escogido como tema una oreja? —pregunté.
—¿Y yo qué sé? Quieren que salga una oreja, y punto. Te pasas una semanita dándole al magín en torno a esa oreja, y asunto concluido.
Así que, durante una semana, mi vida se centró en la contemplación de aquellas fotos de una oreja. Con cinta adhesiva transparente las fijé a la pared ante mi mesa de trabajo, y mientras fumaba, o bebía café, o me zampaba un bocadillo, o me cortaba las uñas, no les quitaba el ojo.
Logré despachar el encargo con más o menos fortuna en el plazo fijado, pero las fotos de la oreja siguieron pegadas a la pared. En parte por el latazo que era despegarlas, y en parte porque su contemplación se había convertido para mí en un hábito cotidiano. Sin embargo, la razón más importante por la que no despegué de la pared las fotos para sepultarlas en un cajón, era el hecho de que aquella oreja, desde cualquier ángulo que la contemplara, ejercía sobre mí una tremenda fascinación. Era una oreja revestida de una forma enteramente onírica, sin dejar de ser al mismo tiempo un apéndice auricular al ciento por ciento. Ante ella experimentaba la mayor atracción jamás sentida en toda mi vida hacia una parte cualquiera del cuerpo humano, incluidos, naturalmente, los órganos genitales. Tenía la sensación de encontrarme en el centro de un gran torbellino.
Una de sus curvas cortaba decididamente la foto de arriba abajo, con una audacia que superaba todo lo imaginable; otras creaban pequeños islotes de sombra misteriosamente delicados y llenos de secretos; de otras parecían emanar innumerables leyendas, como si de antiguas pinturas murales se tratara. La suavidad del lóbulo de aquella oreja, en especial, no tenía parangón sobre la faz de la tierra, y el esponjoso espesor de su carne resultaba más deseable que la propia vida.
Al cabo de algunos días, me resolví a telefonear al fotógrafo autor de aquellas tomas, para que me comunicara el nombre de la persona dueña de la oreja, así como su número de teléfono.
—¿A qué viene eso? —me preguntó.
—Pura curiosidad. Es que se trata de una oreja espléndida.
—Bueno, vale, en lo que se refiere a la oreja —me dijo sin convicción el fotógrafo—. Pero, en cuanto a la modelo, la chica no es nada del otro mundo. Si lo que quieres es ligar con un bombón, puedo presentarte a una chavala que hace poco fotografié en traje de baño…
—Muchas gracias —le respondí, y colgué.
A las dos, a las seis, a las diez… traté de comunicarme con ella, pero nadie cogía el teléfono. Aquella chica parecía estar siempre muy ocupada.
Cuando por fin logré pescarla, eran las diez de la mañana siguiente. Tras hacer una sencilla presentación de mí mismo, le expliqué que deseaba hablarle de un trabajo publicitario que había realizado días atrás. ¿Qué tal si cenábamos juntos?
—Pero tengo entendido que ese trabajo ya se terminó —me respondió.
—Sí, sí, ya está terminado —reconocí.
Parecía un tanto perpleja, pero no puso ninguna objeción. Nos pusimos de acuerdo para vernos al día siguiente, ya avanzada la tarde, en un salón de té de la avenida Aoyama.
Reservé por teléfono una mesa en un restaurante francés, el de más calidad entre los visitados por mí hasta entonces. Eché mano de una camisa nueva que tenía, elegí sin prisas una corbata, y me puse una chaqueta que sólo había llevado dos veces.
Tal como me había advertido el fotógrafo, no era una mujer despampanante. Tanto su vestido como su cara eran de lo más corriente, de modo que habría podido pasar por un miembro del coro de alguna universidad femenina de segundo orden. Sin embargo, como es natural, eso me traía sin cuidado. Lo que sí me decepcionó fue comprobar que su largo pelo lacio ocultaba por completo aquellas orejas…
—Escondes tus orejas —le comenté.
—¡Hombre, claro! —me contestó, como si fuera lo más natural.
Habíamos llegado un poco antes de lo previsto, y éramos los primeros clientes que se disponían a cenar. La iluminación del local era muy tenue. Un camarero que se paseaba entre las mesas encendió —con una larga cerilla— la roja vela que había en la nuestra. El maître, un individuo con ojos de arenque, controlaba al detalle la disposición de servilletas, platos, tazas y demás. El parquet, que era del tipo espinapez, había sido cuidadosamente pulido, y al andar sobre él, las suelas de los zapatos del camarero emitían un sonido crujiente, muy agradable. Aquellos zapatos parecían, por cierto, bastante más caros que los míos. Las flores que adornaban el local eran todas frescas, y sobre las blancas paredes destacaban cuadros de estilo moderno, que a primera vista cabía calificar de originales.
Tras echar una ojeada a la carta de vinos, elegí un blanco refrescante y, como entremeses, paté de oca, terrina de besugo e hígado de rape a la crema. Ella, tras un detenido examen de la carta, pidió sopa de tortuga marina, ensalada y mousse de lenguado. Yo opté por una sopa de erizos de mar, ternera asada al perejil y ensalada con tomate. Mi presupuesto de medio mes estaba a punto de volatilizarse.
—¡Qué sitio tan estupendo para comer! —exclamó—. ¿Vienes a menudo?
—Sólo de vez en cuando, por asuntos de negocios. La verdad es que, cuando voy solo, en vez de comer en un restaurante me apetece más entrar en un bar a tomar cualquier cosa, acompañándola de un trago. Es más fácil así.
No hay que escoger entre tantos platos.
—Y ¿qué sueles tomar en los bares?
—De todo; en especial, tortillas y bocadillos.
—Tortillas y bocadillos —repitió—. ¿Así que te alimentas de tortillas y bocadillos?
—No siempre. Un día de cada tres me hago la comida en casa.
—De todos modos, dos días de cada tres comes tortillas y bocadillos en algún bar.
—Sí, claro —le contesté.
—Y ¿por qué tortillas y bocadillos?
—Es que en cualquier bar normal puedes comer una rica tortilla y un buen bocadillo.
—Ya —murmuró—. ¡Qué raro eres!
—No veo qué tengo de raro —dije, mohíno.
No sabía cómo arreglármelas para encarrilar la conversación, de modo que me quedé un ratito callado, contemplando una colilla en el cenicero que había encima de la mesa.
Ella me dijo, para romper el hielo:
—Querías hablarme de un trabajo, ¿no?
—Como te dije ayer, ese trabajo está terminado. Y no hubo ningún problema. No es de eso de lo que quería hablarte.
Sacó un fino cigarrillo mentolado de un bolsillo exterior de su bolso, lo encendió con una de las cerillas del restaurante y me miró como diciéndome: «¿De qué se trata, pues?».
Cuando yo iba a romper a hablar, el maître se aproximó a nuestra mesa con paso decidido, haciendo resonar el parquet con sus zapatos. Sonriendo, y con el ademán de quien enseñara la fotografía de su único hijo, orientó hacia mí la etiqueta del vino. Asentí, y la descorchó, operación que produjo un agradable ruidito. Luego nos sirvió una generosa ración en cada vaso. Cada gota de aquel vino era una verdadera sangría en mi presupuesto mensual.
Cuando se retiraba el maître, se cruzaron con él dos camareros, que nos traían la cena: tres fuentes con los entremeses y dos platos individuales. Al irse los camareros, volvimos a encontrarnos los dos solos.
—Quería ver tus orejas a toda costa —le dije sin rodeos.
Ella, sin decir ni media palabra, se sirvió un poco de paté y otro poco de hígado de rape. Se bebió un buen sorbo de vino.
—¿Te he sorprendido? —le pregunté, receloso.
Ella esbozó una sonrisa:
—Con esta rica comida francesa delante, nadie puede ser sorprendido.
—¿Te molesta que te hablen de tus orejas?
—Nada de eso. Bueno…, depende de cómo se mire el asunto.
—Pues lo miraré como tú quieras.
Mientras se llevaba el tenedor a la boca, meneó la cabeza.
—Háblame con toda franqueza. Es lo que más me gusta.
Por unos instantes bebimos y comimos en silencio.
—Mira, supongamos que vuelvo la esquina —le expliqué— y, en ese momento, alguien que caminaba delante de mí está doblando la próxima esquina. No alcanzo a distinguir a esa persona. Sólo entreveo la blancura de su vestido. No obstante, esa blancura queda grabada a fuego en el fondo de mis ojos, y no hay manera de borrarla. ¿Puedes entender que alguien tenga tales emociones?
—Me imagino que sí.
—Pues tus orejas me hacen sentir algo así.
De nuevo nos dedicamos a comer en silencio. Le serví vino, y a continuación llené mi copa.
—No es que hayas vivido esa escena, sino que la has visto mentalmente, ¿no? —me preguntó.
—Exacto.
—Y ¿habías tenido esas emociones antes?
Tras un momento de cavilación, sacudí la cabeza:
—Pues… no, creo.
—Así que la causa de tu desazón son mis orejas, ¿no?
—No estoy seguro de que sea así, sin más. ¿Quién puede estar seguro de algo, y en especial de un sentimiento? Nunca he oído contar de nadie que la contemplación de una oreja le provocara esta clase de sensaciones.
—Yo sé de alguien que estornudaba cada vez que veía la nariz de Farrah Fawcett Majors. Hay mucho de psicológico en un estornudo, ¿no? Una vez que la causa y el efecto se unen, no hay fuerza alguna que los separe.
—No tengo ni idea de lo que pasa con la nariz de Farrah Fawcett Majors —dije, y me bebí un trago de vino. Entonces se me fue el santo al cielo, y no supe qué decirle.
—Quieres decir que lo tuyo es algo distinto, ¿eh? —insistió.
—Sí; algo distinto, en efecto —respondí—. La sensación que me invade es tremendamente vaga. Pero a la vez muy tangible.
Hice el gesto de separar ampliamente las manos, para después aproximarlas hasta casi tocarse.
—No acierto a explicarlo como es debido —concluí.
—Un fenómeno concentrado, a partir de un motivo borroso.
—Exactamente eso —le dije—. Tu cabeza funciona mucho mejor que la mía.
—He estudiado por correspondencia.
—¿Has estudiado por correspondencia?
—Sí, lecciones de psicología por correspondencia.
Nos repartimos el paté que quedaba. De nuevo se me fue el santo al cielo.
—Si no me equivoco, se te escapa la relación entre mis orejas y tus emociones.
—¡Exacto! —exclamé—. No logro ver claro si tus orejas me atraen directamente, o si son una especie de llamada de atención para que me fije en otras cosas.
Apoyó sus manos sobre la mesa y se encogió de hombros levemente:
—Esas emociones que sientes, ¿son positivas o negativas? —preguntó.
—Ni una cosa ni la otra. Y al mismo tiempo, las dos. ¡Qué sé yo!
Ella rodeó con las palmas de sus manos la copa de vino, y por un momento se quedó mirándome.
—No te vendría nada mal acostumbrarte a expresar mejor tus emociones, ¿sabes?
—Desde luego, no se me dan nada bien las descripciones de esa clase —reconocí.
Sonrió:
—Bueno, ¿qué más da? Más o menos, he entendido lo que has dicho.
—Entonces, ¿qué crees que debería hacer?
Se quedó un rato callada. Daba la impresión de estar pensando en otra cosa. Sobre la mesa se alineaban cinco platos vacíos. Semejaban otros tantos planetas arrasados, formando constelación.
—¡Oye! —exclamó ella tras un largo silencio—, creo que lo mejor es que seamos amigos; siempre, naturalmente, que te parezca bien.
—Claro que me parece bien —le respondí.
—Pero tenemos que ser amigos de verdad, grandes amigos —recalcó.
No pude menos que asentir.
De este modo, nos hicimos grandes amigos. No había pasado ni media hora desde que nos conocimos.
—Ahora que somos amigos, quisiera hacerte algunas preguntas —le dije.
—Pues adelante.
—En primer lugar, ¿por qué no enseñas las orejas? Y también quisiera saber si, aparte de mí, tus orejas han ejercido alguna influencia especial sobre alguna otra persona.
Ella, sin decir palabra, contempló fijamente sus manos, posadas sobre la mesa.
—Les ha pasado a varias personas —dijo con toda calma.
—¿A varias?
—Como lo oyes. Aunque, con franqueza, considero que mi verdadera personalidad es la que adopto cuando no muestro mis orejas.
—¿Quieres decirme que tu personalidad que enseña las orejas es distinta de la que no las enseña?
—Así es.
Los dos camareros retiraron los platos vacíos y nos trajeron la sopa.
—¿Querrías hablarme, por favor, de esa personalidad tuya que enseña las orejas?
—Pertenece a un pasado muy remoto, y casi no sé qué decir de ella. Piensa que desde los doce años no he enseñado ni una sola vez mis orejas.
—Bueno, pero al trabajar como modelo las enseñas, ¿no?
—Sí y no —respondió—. Resulta que ésas no son mis verdaderas orejas.
—¿No son las verdaderas?
—Ésas son orejas bloqueadas.
Tras engullir un par de cucharadas de sopa, levanté la cabeza para mirarla a la cara.
—¿Por qué no me explicas con más detalle eso de las orejas bloqueadas?
—Las orejas bloqueadas son orejas neutralizadas. Yo misma las neutralizo. Es decir, conscientemente, las dejo incomunicadas. Supongo que me entiendes, ¿no? Pues no la entendía.
—Hazme más preguntas, hombre —me animó.
—Lo de neutralizar a las orejas, ¿significa ensordecerlas del todo?
—No, las orejas siguen oyendo como siempre. Sin embargo, están bloqueadas. Es algo que tú también, seguramente, puedes lograr.
Dejó sobre la mesa la cuchara, enderezó la espina dorsal, alzó los hombros unos cinco centímetros, proyectó su mentón decididamente hacia adelante, y durante diez segundos, más o menos, se mantuvo en esa postura.
Acto seguido, bajó los hombros.
—Con esto mis orejas quedan neutralizadas. Prueba a hacerlo.
Tres veces repetí sus gestos, pero no tuve la impresión de haber neutralizado nada. Lo único singular era que ahora el vino parecía correr algo más deprisa por mi organismo.
—Nada. Parece que mis orejas no se neutralizan como está mandado —le dije con desánimo.
Ella negó con la cabeza.
—Déjalo estar. Si no hay necesidad de neutralizarlas, no pasará nada porque no lo hagas.
—¿Puedo preguntarte algo más?
—¿Por qué no?
—Recapitulando lo que me has dicho, creo que se resume así: Hasta los doce años, enseñabas las orejas. Un buen día, te las tapaste. Desde entonces no las has enseñado ni una sola vez. Cuando no tienes más remedio que hacerlo, bloqueas el pasadizo que las comunica con tu conciencia. Es eso, ¿no?
Sonrió complacida.
—Así es.
—¿Qué les pasó a tus orejas cuando tenías doce años?
—Sin prisas, ¿eh? —me contestó, y alargó su mano derecha por encima de la mesa hasta tocar suavemente los dedos de mi mano izquierda—. Por favor…
Repartí el vino que quedaba en nuestras copas, y luego, sin prisas, di cuenta de la mía.
—Ante todo —dijo—, quiero saber cosas de ti.
—¿De mí? ¿Qué cosas?
—Todas. Dónde naciste, qué estudiaste, cómo eran tus padres, cuántos años tienes, qué haces… Cosas así.
—Todo eso es un rollazo tan grande, que a buen seguro te duermes a la mitad.
—Me encantan los rollos.
—Pues el mío es de tal calibre, que no creo que haya quien lo soporte.
—Resistiré. Háblame durante diez minutos.
—Nací en Nochebuena, el 24 de diciembre de 1948. No es precisamente la fecha ideal para un cumpleaños, porque los regalos del aniversario y la Navidad se funden en uno solo, y todo el mundo sale del compromiso por cuatro cuartos. Mi signo es Capricornio, y mi grupo sanguíneo, el A. Dado este conjunto de circunstancias, mi destino hubiera debido ser el de empleado de banca, o funcionario del Estado en algún lugar tranquilo. Tengo una manifiesta incompatibilidad de caracteres con los Sagitario, los Libra, y los Acuario. ¿No crees que la mía es una vida de lo más aburrida?
—¡Qué va! Parece interesante.
—Me crié en una ciudad vulgar, y fui a una escuela igual de vulgar. De pequeño era un crío reservado, y al crecer me convertí en un niño aburrido. Conocí a una chica vulgar y tuve con ella un vulgar primer amor. A los dieciocho años me vine a Tokio para cursar estudios universitarios. Al salir de la universidad monté con un amigo una pequeña agencia de traducciones que nos ha dado para ir tirando. Desde hace tres años extendimos nuestra actividad a revistas de empresa, publicidad, cosas así y la verdad es que nos ha ido a pedir de boca. Conocí a una chica, empleada en la compañía, y me puse en relaciones con ella; hace cuatro años nos casamos, y hace dos meses nos divorciamos. Las razones de nuestra separación no se pueden explicar con brevedad. Tengo en casa un gato viejo. Me fumo cuarenta cigarrillos al día. No consigo dejar el tabaco, por mucho que me esfuerce. Tengo tres trajes, seis corbatas y quinientos discos, todos pasados de moda, por cierto. Recuerdo los nombres de todos los asesinos que aparecen en las novelas de Ellery Queen. Tengo también la edición completa de Á la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, pero no he leído más que la mitad. En verano bebo cerveza, y en invierno, whisky.
—Y, además, dos días de cada tres comes tortillas y bocadillos en algún bar, ¿no?
Asentí.
—Una vida que parece interesante.
—Hasta ahora ha sido de lo más aburrida, y no creo que cambie. De todos modos, no puedo decir que me disguste. En resumidas cuentas, no hay más cera que la que quema.
Miré el reloj. Habían pasado nueve minutos y veinte segundos.
—Aun así, seguro que lo que me has explicado no es todo. Algo te quedará por contar.
Me quedé mirando por un momento mis manos, apoyadas sobre la mesa.
—Naturalmente. No puede ser todo. Aunque se trate de la vida humana más aburrida del mundo, en diez minutos no se puede contar de cabo a rabo.
—¿Puedo decirte lo que pienso?
—Adelante.
—Cuando conozco a alguien, tengo por norma dejarle que me hable durante diez minutos; después suelo situarme en una perspectiva diametralmente opuesta a la que se desprende del contenido de su charla, a ver si se contradice. ¿Crees que estoy en un error?
—No veo por qué —le dije, sacudiendo la cabeza—. Puede que tu manera de actuar sea la correcta.
Llegó un camarero, que colocó unos platos en la mesa. Tras él vino otro, que nos sirvió unas suculentas viandas, y después un tercero, encargado de rociarlas con salsa. Daba la impresión de un juego de béisbol en que la pelota fuera pasando en cadena de un jugador a otro.
—De la aplicación de ese método —dijo al tiempo que metía su cuchillo en la mousse de lenguado—, se deduce, en resumen, que tu vida no es nada aburrida; según mi parecer, eres tú quien desea que su vida sea un latazo. ¿Me equivoco?
—Puede que sea así, tal como dices. Quizá mi vida no sea aburrida, y tal vez sea yo quien la vea así. De todos modos, el resultado no cambia. Por cualquiera de los dos caminos, me tengo ganado lo que me ha tocado en suerte. Todo el mundo trata de evadirse del aburrimiento, en tanto que yo trato de zambullirme en él. Es como si intentara entrar por una puerta de salida en una hora punta. Así que no me voy a lamentar por lo aburrida que es mi vida. ¡Si hasta mi mujer salió de estampida, ya ves!
—¿Fue el aburrimiento la causa de que te separaras de tu esposa?
—Como ya te he dicho antes, eso no se puede explicar brevemente. Sin embargo, como dijo Nietzsche, «ante el aburrimiento, aun los dioses repliegan las banderas». Si no dijo eso exactamente, fue algo por el estilo.
Lentamente, nos dedicamos a la cena. Ella repitió el plato aquel de la salsa, y yo pedí más pan. Hasta dar cuenta de nuestro plato fuerte, tuvimos la mente ocupada estudiándonos mutuamente. Retiraron los platos y pasamos al postre, consistente en sorbetes de arándanos. Al traernos el café exprés, encendí un cigarrillo. El humo del tabaco, tras vagar un poco por el aire, desapareció, absorbido por el silencioso aspirador del sistema de ventilación. Algunas de las otras mesas habían sido ocupadas por clientes. Un concierto de Mozart fluía por los altavoces del techo.
—Me gustaría preguntarte más cosas sobre tus orejas —le dije.
—Lo que quieres saber es si tienen o no poderes especiales. No pude menos que asentir.
—Eso es algo que me gustaría que comprobaras por ti mismo —prosiguió—. Por mucho que te dijera, siempre tendría que hacerlo dentro de ciertas limitaciones, y, a fin de cuentas, tampoco creo que entendieras nada.
Una vez más, asentí.
—Porque eres tú, te enseñaré mis orejas para que estés contento —me dijo, una vez terminado el café—. Con todo, no tengo idea de si hacerlo será provechoso para ti o no. Puedes acabar arrepintiéndote.
—¿Por qué?
—Porque tu aburrimiento tal vez no sea tan plúmbeo como crees.
—¡Que sea lo que Dios quiera! —le respondí, decidido.
Ella alargó una mano por encima de la mesa y la posó sobre la mía.
—Y una cosa más: durante una temporada, digamos los próximos meses, no te apartarás de mi lado. ¿Vale?
—Vale.
Sacó de su bolso una cinta negra para el pelo; la sujetó con la boca; se alzó la cabellera con ambas manos y se la echó para atrás. Luego la rodeó con la cinta, que anudó diestramente.
—¿Qué tal?
Conteniendo el aliento, me quedé mirándola asombrado. Tenía la boca reseca y no era capaz de articular sonido alguno. La blanca pared estucada pareció ondularse por un instante. El bullicio de las conversaciones y el roce de cubiertos y platos se debilitaron hasta reducirse a un leve susurro para volver luego a su volumen previo. Se oía un batir de olas, y me llegaba el aroma de tardes añoradas. No obstante, todas y cada una de estas sensaciones no pasaron de ser una pequeñísima parte de cuanto me conmovió en una simple centésima de segundo.
—¡Magnífico! —musité al fin—. Das la impresión de no ser la misma persona.
—Exacto —dijo.