6.
La excursión del domingo por la tarde
Al despertarme, eran las nueve de la mañana. Mi amiga se había marchado. Seguramente salió a almorzar y luego volvió a su apartamento. No había dejado ninguna nota. En el lavabo colgaban uno de sus pañuelos y su ropa interior, secándose.
Saqué del frigorífico un zumo de naranja y metí en el tostador pan de tres días atrás. El pan sabía a yeso. A través de la ventana de la cocina se veían las adelfas del jardín de la casa vecina. En la lejanía alguien hacía prácticas de piano. Debía de ser un principiante, porque su música me recordó el chirrido de una puerta metálica mal engrasada. Tres palomas regordetas, posadas en un poste de la luz, zureaban tontamente. Bueno, tal vez aquel canto tuviera sentido para ellas. Podía ser que se quejaran de ampollas en las patas, y a eso obedecieran sus clamores. Desde el punto de vista de las palomas, tal vez fuera yo el que hacía cosas sin sentido.
Cuando engullí las dos duras tostadas, ya no se veía ninguna paloma sobre el poste de la luz, que parecía desnudo por comparación con las adelfas. De todos modos, era domingo por la mañana. La edición dominical del periódico traía una foto en color de un caballo saltando sobre un seto. Montaba el caballo un jinete paliducho cubierto con gorra negra, el cual fijaba su mirada, llena de disgusto, en la página de al lado. En la página de al lado se explicaba por extenso todo lo referente al cultivo de las orquídeas. Las orquídeas cuentan con cientos de variedades, y cada una de ellas tiene su propia historia. Se dice que un príncipe dio su vida por las orquídeas. Hay en las orquídeas cierto matiz evocador del destino. El artículo estaba lleno de frases así. Todas las cosas tienen su filosofía y su sino ineluctable.
Debido a mi resolución de ir en busca del carnero, me sentía la mar de animado. Tenía la sensación de que la energía vital me circulaba hasta la punta misma de los dedos. Era la primera vez que me encontraba tan lleno de optimismo desde que pasé de los veinte años. Eché los platos en el fregadero, di al gato su desayuno y luego marqué el teléfono del hombre de negro. Al sexto timbrazo, me contestó.
—Espero no haberlo despertado —le dije.
—No hay por qué preocuparse. Suelo levantarme temprano —dijo el hombre—. ¿Qué hay?
—¿Qué periódico lee usted?
—Todos los nacionales, y ocho de los locales. Pero éstos no llegan hasta la tarde.
—¿Y los lee todos?
—Forma parte de mi trabajo —dijo con cierta impaciencia en la voz—. ¿Y bien?
—¿También lee la edición dominical?
—También leo la edición dominical, naturalmente.
—¿Ha visto la foto del caballo en la de esta mañana?
—Sí, la he visto.
—¿No le parece que caballo y jinete piensan cosas diametralmente opuestas?
A través del auricular, un silencio como de luna nueva se coló en la habitación. No se oía ni su aliento. Era un silencio tan absoluto, que temí que me reventara el tímpano.
—¿Y para eso me llamas?
—No. Es un tema tan bueno como cualquier otro para iniciar una conversación.
—De otro tema más interesante podríamos hablar. Por ejemplo, de carneros —carraspeó—. Lo siento, pero no puedo permitirme, como al parecer tú, perder el tiempo. ¿No podrías ir al grano?
—Hay un problema —le contesté—. Resulta que mañana pienso salir en busca del carnero. Le he dado muchas vueltas al asunto, pero, a fin de cuentas, me he decidido. Ahora bien, ya que lo voy a hacer, quiero hacerlo a mi aire. Cuando se trata de charlar, deseo hacerlo a mi modo. Aún tengo derecho a hablar por hablar, si me viene en gana. No tolero que vigilen todo lo que hago, ni verme acosado por personas cuyo nombre desconozco. Eso es lo que quería decirle.
—No entiendes cuál es tu posición.
—Tampoco usted lo entiende. ¿Está claro? He estado rumiando el tema toda la noche. Y me he dado cuenta de esto: casi no me queda nada que perder. Estoy separado de mi mujer; y en cuanto a mi trabajo, pienso dejarlo a partir de hoy. Mi apartamento es alquilado, y en su mobiliario no hay nada que valga la pena. Puestos a hablar de mis bienes, tengo unos dos millones de yenes en ahorros, un coche de segunda mano y un viejo gato. Mis trajes están pasados de moda, y los discos que tengo son puras antiguallas. Mi nombre no suena para nada, ni pinto nada en círculos sociales, ni tengo el menor atractivo sexual. Ni soy un genio, y ya ni siquiera puedo decir que soy joven. Siempre estoy explicando sandeces, de las que luego me suelo arrepentir. En suma, que, por una expresión suya, soy un mediocre. Esto supuesto, ¿qué me queda por perder? Si hay algo, le agradecería que me lo dijera.
Hubo un breve silencio. Entretanto, fui tirando de una hilacha liada a un botón de mi camisa, y con mi bolígrafo dibujé trece estrellas en el bloc de notas.
—Todo el mundo tiene alguna cosa que no quiere perder. Y tú también, por descontado —respondió el hombre—. Somos profesionales en dar con ello. La gente debe tener algo a medio camino entre sus deseos y su orgullo, del mismo modo que todo objeto tiene su centro de gravedad, ¿no? Nosotros podemos dar con ese punto. Seguro que lo comprenderás. Sólo después de perder ese algo, caes en la cuenta de que existía —tras un corto silencio, prosiguió—: Con todo…, bien, ése es un problema que se resolverá a su tiempo. Por ahora, te diré que lo que has dicho no ha caído en saco roto, desde luego, y que tus deseos merecen mi atención. No me interpondré en tu camino más de la cuenta. Puedes actuar como gustes. Pero tienes un mes de plazo. ¿Te parece bien?
—Sí.
—Pues de acuerdo —concluyó el hombre.
Y colgó. Lo hizo de un modo que me dejó mal sabor de boca. Para quitármelo, hice treinta flexiones de brazos y luego veinte flexiones abdominales. A continuación lavé los platos, así como la ropa sucia de tres días. Cuando acabé, casi me había puesto a tono otra vez. Estábamos en un agradable domingo de septiembre. La memoria del verano se me iba esfumando, como un viejo recuerdo cada vez más lejano.
Me cambié de camisa y me puse unos tejanos que no tuvieran manchas de tomate, así como unos calcetines del mismo color. Me peiné con un cepillo. A pesar de todo no logré recuperar el aire de las mañanas domingueras de cuando tenía diecisiete años. Lógico, ¿no? Si bien se miraba, nada me podía quitar de encima los años que tenía.
Luego saqué del aparcamiento mi decrépito Volkswagen, y emprendí la marcha hacia el supermercado. Allí compré una docena de latas de comida para gatos, arena para el orinal del gato, algunos útiles de aseo a propósito para los viajes, y ropa interior. En una granja me bebí un insípido café, sentado al mostrador, mientras masticaba un donut de canela. La pared que me quedaba enfrente estaba recubierta, por un espejo, y allí se reflejaba mi cara, mordisqueando el donut. Con el donut a medio comer aún en la mano, me quedé unos instantes contemplándome. Y entonces me puse a considerar cómo me veía la gente desde fuera. Me dije que, por suerte, nadie puede tener la menor idea de lo que piensan de él los demás. Me comí lo que quedaba del donut, me acabé el café y salí de la granja.
Cerca de la estación había una agencia de viajes, y allí reservé dos billetes de avión para volar a Sapporo al día siguiente. Luego me metí en el edificio de la estación, a comprar una mochila de lona y un sombrero para protegerme de la lluvia. En cada una de estas ocasiones, saqué del sobre que llevaba en el bolsillo un flamante billete de diez mil yenes para pagar el importe. Pero, por muchos billetes que gastara, aquel fajo no parecía disminuir en lo más mínimo. Era yo quien se sentía disminuido cada vez que daba un billete. Así que en el mundo existía una clase de dinero que provocaba esa sensación. Tenerlo hace sentirse miserable, usarlo hace sentirse sucio, y cuando lo has gastado llegas a odiarte a ti mismo. Y al odiarte, te entran ganas de gastar más. Pero entonces ya no te queda un yen. La locura, vamos.
Me senté en un banco frente a la estación, me fumé un par de cigarrillos y dejé de pensar en el dinero. Los alrededores de la estación, como en cualquier mañana de domingo, desbordaban de familias y de parejas jóvenes. Mirando distraídamente ese panorama, se me vino a la memoria lo que había dicho mi mujer al separarnos: que debíamos haber tenido niños. A mi edad, desde luego, no habría sido nada raro que tuviera algún hijo; aunque sólo de imaginarme a mí mismo como padre, se me caía el alma a los pies. Me daba en la nariz que si yo fuera el hijo, no me gustaría tener por padre a alguien como yo.
Cargados mis brazos con las bolsas de papel, fui, fumándome otro cigarrillo, hacia el aparcamiento del supermercado, sorteando las oleadas de gente. Deposité mi carga en el asiento de atrás del coche. Luego, mientras repostaba y hacía cambiar el aceite en una estación de servicio, me metí en una librería cercana, donde compré tres libros de bolsillo. De este modo me desprendí de otros dos billetes de diez mil yenes; mis bolsillos amenazaban con reventarse por el peso de la calderilla de los cambios. Una vez de vuelta en mi apartamento, eché las monedas en un tazón de cristal que había en la cocina y me lavé la cara con agua fría. Me parecía que había transcurrido muchísimo tiempo desde que me levanté por la mañana; pero, visto el reloj, resultaba que aún no eran las doce.
A las tres de la tarde, regresó mi amiga. Llevaba una blusa a cuadros y unos pantalones de algodón color mostaza. Se había puesto unas gafas de sol muy oscuras, capaces de causar dolor de cabeza a quien las mirase desde fuera. De su hombro colgaba una mochila de lona, como la mía.
—Vengo equipada para la marcha —dijo, mientras palmeaba su oronda mochila—. Será un viaje largo, ¿no?
—Tal vez sí.
Se tendió en el viejo sofá colocado bajo la ventana, sin quitarse las gafas de sol, y mientras miraba al techo, se puso a fumar un cigarrillo mentolado. Cogí un cenicero y, después de sentarme a su lado, le acaricié los cabellos. Se acercó el gato y, tras encaramarse al sofá de un salto, acurrucó su hocico y sus patas delanteras contra los tobillos de mi amiga. Y ella, cuando se cansó de fumar, me puso el resto de cigarrillo entre los labios y bostezó.
—¿Estás contenta de salir de viaje? —le pregunté, por decir algo.
—Claro, la mar de contenta. Sobre todo, por poder acompañarte.
—Con todo, si el carnero no aparece, no podremos volver. Tal vez emprendamos un infernal viaje sin fin que dure el resto de nuestras vidas.
—¿Como tu amigo?
—Eso es. En cierto sentido, estamos en la misma situación. Lo único que nos diferencia es que él se fue por su propia voluntad, mientras que yo hago lo que me mandan.
Apagué el cigarrillo estrujándolo contra el cenicero. El gato estiró el cuello para lanzar un bostezo, y acto seguido volvió a su postura anterior.
—¿Has terminado de arreglar tus cosas? —me preguntó.
—¡Qué va! Acabo de empezar. Pero no tengo mucho equipaje que llevar.
Prácticamente, se reduce a los útiles de aseo y unas mudas. No tienes por qué cargar con una mochila tan grande. Si algo te hace falta, puedes comprarlo sobre la marcha. Nos sobra el dinero.
—Es que me gusta así —exclamó ella con una risita juguetona—. De no llevar un equipaje grande, no me parece que hago un viaje.
—¿Conque es eso…?
Por la ventana abierta de par en par se escuchaban los agudos trinos de los pájaros. Nunca había oído antes aquel trinar. Era de pájaros nuevos, dentro de una nueva estación. Recibí en las palmas de mis manos la luz del atardecer que entraba por la ventana, y la transmití quedamente a las mejillas de mi amiga. En esta posición estuvimos durante bastante tiempo. Me quedé contemplando distraídamente el paso de una nube de un extremo a otro de la ventana.
—¿Te pasa algo? —me preguntó.
—No sé si sabré explicártelo, pero te aseguro que no logro hacerme a la idea de que el momento presente sea realmente presente. Ni tampoco tengo nada claro que yo sea yo. Siempre es así. Me cuesta mucho adaptarme a la realidad. Hace unos diez años que me pasa.
—¿Tanto tiempo?
—Sí. Y no hay modo de que acabe con ello.
Ella acunó en sus brazos al gato, sonriendo, para acabar dejándolo suavemente en el suelo.
—Abrázame —me dijo.
Nos abrazamos sobre el sofá. Un sofá cargado de años, que había comprado de segunda mano; cuando acercabas la cara a su tapicería, olía a viejos y buenos tiempos. El delicado cuerpo de mi amiga se fundía con aquel olor: era tierno y cálido como un nebuloso recuerdo. Aparté suavemente con mis dedos su cabello y apliqué mis labios a su oreja. La tierra se estremeció. La tierra era pequeña, verdaderamente pequeña. El tiempo pasaba calmosamente, como una suave brisa.
Le desabroché la blusa, y sostuve sus senos entre las palmas de mis manos mientras contemplaba su cuerpo.
—Esto es vivir, ¿te das cuenta? —musitó.
—¿Lo dices por ti?
—Claro: mi cuerpo, yo misma.
—Estoy de acuerdo —le dije—. ¡Esto es vivir, claro que sí!
«¡Qué quietud!», pensé por un momento. En torno a nosotros no se oía ni un ruido. Toda la gente, con exclusión de nosotros dos, se había ido a dar un paseo para celebrar el primer domingo de otoño.
—¿Sabes? Me encanta venir aquí —murmuró.
—Ya.
—Es algo así como ir de excursión. Me siento la mar de contenta.
—¿De excursión?
—Eso mismo.
Deslicé las manos hacia su espalda y la abracé firmemente. Con los labios le aparté el flequillo de la frente, y le di otro beso en la oreja.
—Esos diez años, ¿se te han hecho largos? —me preguntó suavemente, al oído.
—Sí, desde luego —respondí—. Enormemente largos. Y además de ser largos, no he hecho nada de provecho.
Alzó levemente la cabeza del apoyabrazos del sofá, donde la había reclinado, y me sonrió. Era una sonrisa que había visto antes, pero me resultaba imposible recordar el lugar y la persona. Las chicas, una vez se han desnudado, se parecen muchísimo, lo cual me suele precipitar en la confusión más espantosa.
—Vamos en busca del carnero —dijo ella con los ojos entornados—. En cuanto salgamos en su búsqueda, todo nos irá bien.
Por unos momentos me quedé mirando su rostro, y luego contemplé sus orejas. La suave luz del atardecer envolvía quedamente su cuerpo, como si estuviera pintado en un viejo bodegón.