2.
Donde se sigue explicando la historia del declive
de la Ciudad de Junitaki, y se habla de sus carneros

En las inmediaciones de Asahikawa transbordamos a otro tren, el cual nos condujo hacia el norte atravesando el paso de Shiogari. Era casi la misma ruta recorrida noventa y ocho años atrás por el joven ainu y los dieciocho campesinos sin tierras.

Un sol otoñal brillaba diáfano sobre las últimas reliquias de selva virgen e incendiaba la flamígera fronda roja de los serbales. El aire era todo silencio y claridad. Los ojos llegaban a dolernos, de tanto mirar.

Al principio el tren iba vacío, pero en su marcha se fue llenando de estudiantes de bachillerato camino del instituto, hasta que el vagón quedó atestado. Nos envolvió una barahúnda bulliciosa de voces alegres, de olor a sudor, de charla ininteligible, de apetitos sexuales insatisfechos… Tal situación se prolongó por una media hora, hasta que en una estación del trayecto los estudiantes desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. El tren volvió a quedarse desierto, hasta el punto de no oírse ni una voz.

Mi amiga y yo compartimos una tableta de chocolate; mientras lo masticábamos, contemplábamos el paisaje exterior. Una lluvia de luz se derramaba plácidamente sobre el terreno. Como si miráramos al revés por unos anteojos, distinguíamos nítidamente los objetos más remotos. Mi amiga se puso a silbar por lo bajo retazos desentonados del estribillo de «Johnny B. Goode». Los dos permanecimos silenciosos; hasta entonces, nunca habíamos permanecido tanto rato en silencio mientras estábamos juntos.

Había pasado el mediodía cuando nos apeamos del tren. Al poner los pies en el andén, di un resuelto estirón a mis músculos mientras inspiraba profundamente. El aire era tan puro, que parecía oprimir los pulmones. Los rayos del sol producían una grata sensación cálida sobre la piel, pero la temperatura era, por lo menos, dos grados inferior a la de Sapporo.

A lo largo de la vía férrea se alineaban viejos almacenes de ladrillo, más allá de los cuales se alzaba una pirámide de troncos cuidadosamente apilados, todavía húmedos por la lluvia de la noche anterior. Cuando el tren que nos había traído siguió su camino, no vimos allí ni sombra de una presencia humana. Sólo se movían las caléndulas de los parterres, mecidas por el viento.

Desde el andén se divisaba lo que parecía ser una típica ciudad de provincias. Tenía algunos pequeños comercios, una calle mayor sin grandes pretensiones, una pequeña estación de autobuses, con una docena de líneas, y una oficina de información turística. A primera vista, resultaba bastante insulsa.

—¿Ya hemos llegado? —me preguntó mi amiga.

—Qué va. Nada de eso. Todavía nos queda otro viaje en ferrocarril. Nuestro destino es una ciudad aún más pequeña.

Tras dejar escapar un bostezo, respiré de nuevo profundamente.

—Aquí sólo hemos de hacer transbordo. En este lugar los primeros colonizadores decidieron tomar el camino del este.

—¿Qué es eso de los primeros colonizadores?

Me senté con ella ante la estufa, apagada, por cierto, de la sala de espera, y, mientras llegaba nuestro tren, le hice un resumen de la historia de la ciudad de Junitaki. Como me hacía un lío con las fechas, en una página en blanco de mi agenda esbocé una tabla cronológica, basándome en los datos recopilados en el apéndice del libro Historia de la ciudad de Junitaki: a la izquierda de la página fui escribiendo los principales acontecimientos de la historia local de Junitaki, y a la derecha, los de la historia general del Japón. Francamente, me salió una espléndida tabla de cronología histórica.

Por ejemplo, en 1905, año 38 del período Meiji, tuvo lugar la rendición de Lushun (o Port Arthur), y el hijo del joven ainu murió en la guerra. Y, si la memoria no me engañaba, aquel año nació el profesor Ovino. La historia iba encajando poco a poco.

—Al mirar esta tabla, se diría que los japoneses hemos vivido siempre en el intervalo entre una guerra y otra —dijo mi amiga al cotejar ambas columnas de la tabla.

—Sí, así es —le contesté.

—¿Podrías explicarme por qué?

—Es un tanto complicado, no puedo explicártelo en cuatro palabras.

—¡Vaya! —rezongó mi amiga.

La sala de espera, como la inmensa mayoría de las salas de espera, estaba vacía y carecía de ambiente y de personalidad. Los bancos eran terriblemente incómodos, los ceniceros estaban repletos de colillas empapadas por la lluvia, y el aire olía a rancio. En las paredes había pegados algunos carteles turísticos y uno de esos avisos de búsqueda con los rostros de una serie de delincuentes Aparte de nosotros, había solamente un anciano, que vestía un jersey color camello, y una madre con su hijo, de unos cuatro años. El anciano estaba embebido en la lectura de una fotonovela, y permanecía inmóvil, sin alterar ni un milímetro su postura. Con la meticulosidad de quien retira un vendaje, iba pasando las páginas: pasada una, podía trascurrir un cuarto de hora hasta que pasara la siguiente. El grupo formado por la madre y el hijo, por su parte, parecía estar sufriendo una crisis aguda de aburrimiento.

—En resumidas cuentas, al ser la pobreza algo tan general, es probable que mucha gente pensara que la guerra era el único camino para salir de la miseria.

—Es algo parecido a lo que impulsó a aquellos colonos a establecerse en Junitaki —dijo mi amiga.

—Así es. Por eso cultivaban sus campos con tanta energía. Y sin embargo, casi todos los colonos murieron en la pobreza.

—¿Por qué?

—Por las condiciones de la tierra. Hokkaidō es una isla fría, a menudo azotada por terribles heladas. Al malograrse las cosechas, los campesinos no tienen comida, y como tampoco tienen dinero, no pueden comprar petróleo, ni semillas y plantones para el próximo año. Así que, con el aval de sus campos, solicitan préstamos, por los que han de pagar un elevado interés. Pero resulta que aquí la productividad agrícola no permite el pago de semejantes intereses. Al final, la mayoría de los agricultores acaban perdiendo sus campos y se convierten en meros arrendatarios.

Y mientras decía esto, pasé ruidosamente las páginas de la Historia de la ciudad Junitaki hasta llegar al siguiente párrafo:

«En 1930, la proporción de agricultores propietarios de sus tierras había descendido al cuarenta y seis por ciento en la ciudad de Junitaki. Desde 1926, año en que se inició el período Shōwa, habían sufrido un doble azote: una gran depresión económica, por un lado, y tremendas heladas, por otro».

—O sea, que después de haberse esforzado tanto y de trabajar tan duramente desbrozando el terreno para conseguir sus propias parcelas, acabaron cayendo en las garras de unos nuevos acreedores, ¿no es así?

Como todavía nos quedaban unos cuarenta minutos de espera, mi amiga se fue a dar una vuelta por la ciudad. Yo permanecí en la sala de espera, me tomé un refresco y traté de reanudar la lectura de otro de los libros que llevaba conmigo, pero tras diez minutos de intentarlo en vano me lo guardé en un bolsillo. Tenía la cabeza bloqueada, porque la habían ocupado los carneros de Junitaki, que devoraban nada más llegar toda la materia impresa que mis ojos enviaban al cerebro. Entorné los párpados, y respiré hondo. Un tren de mercancías pasó de largo por la estación emitiendo sonoros pitidos.

Diez minutos antes de la salida del tren, mi amiga volvió con una bolsa de manzanas que había comprado. Nos comimos las manzanas como almuerzo, y nos montamos en el tren.

Aquel tren debería haber sido retirado hacía tiempo del servicio. Las planchas que formaban el suelo del vagón estaban tan desgastadas en los lugares más transitados, que recorrer el pasadizo central equivalía a ir dando tumbos de un lado a otro. La tapicería de los asientos estaba raída y áspera, y los cojines eran tan duros como el pan de un mes atrás. Un olor fétido, en el que se mezclaban el hedor de los servicios con el tufo a aceite, inundaba el interior del vagón. Abrí la ventanilla, tras un forcejeo de diez minutos, y dejé entrar un poco de aire fresco; pero cuando el tren cogió velocidad, una arenilla fina se nos metía en los ojos; así que tuve que cerrarla, tras un forcejeo análogo al que me costó abrirla.

El tren llevaba dos coches, y los pasajeros éramos unos quince en total. Lo único que vinculaba a las personas que viajábamos en aquel tren era el poderoso lazo de la indiferencia y el tedio. El viejo del jersey color camello aún seguía leyendo la revista. Dada su velocidad de lectura, el ejemplar que leía pertenecía seguramente a un número atrasado, quizá de un trimestre antes. Una mujer gorda de mediana edad miraba sin pestañear un punto del vacío con cara de crítico musical que estuviera escuchando una sonata para piano de Scriabin. Procuré seguir furtivamente la trayectoria de su mirada, pero en el vacío no había nada, absolutamente nada.

Incluso los niños permanecían silenciosos. No sólo no alborotaban ni correteaban de un lado para otro, sino que ni siquiera miraban por la ventanilla.

Alguno tosía de vez en cuando con un ruido seco, semejante al que emitirían unas pinzas al golpear la cabeza de una momia.

Cada vez que el tren se paraba en una estación, alguien se apeaba, y el revisor bajaba con él, para recoger el billete; luego volvía a subir, y el tren arrancaba. Aquel revisor era un hombre de rostro tan inexpresivo, que hubiera podido atracar un banco a cara descubierta. Ningún viajero más subió al tren.

Más allá de la ventanilla, el río seguía su curso. Las aguas bajaban turbias, a causa de la lluvia, y bajo el sol otoñal parecía un caudal centelleante de café con leche ya asomándose, ya escondiéndose. De vez en cuando se veía algún enorme camión, cargado de madera, avanzando en dirección al oeste; aunque en líneas generales cabía decir que el volumen de tráfico era muy escaso. Los cartelones publicitarios, alineados a lo largo de la carretera, enviaban su propaganda uno tras otro, al vacío más absoluto. Para matar el tedio, me dediqué a mirar aquellos cartelones, que indefectiblemente ofrecían un mensaje elegante y ciudadano. En éste, una chica en bikini la mar de bronceada se bebía un refresco; en aquél, un actor de carácter, de mediana edad, guiñaba el ojo ante su vaso de whisky; en el de más allá, un reloj sumergible surgía ostentosamente del agua; en el siguiente una modelo se pintaba las uñas en medio de una lujosa habitación. Por lo visto, unos nuevos colonos, llamados agentes publicitarios, aprovechaban enérgicamente la ocasión que se les brindaba para desbrozar aquellas tierras e implantar nuevos cultivos.

El tren llegó a la estación de Junitaki, terminal de la línea, a las dos horas y cuarenta minutos de haber salido. Los dos nos habíamos quedado profundamente dormidos, de modo que se nos pasó por alto, obviamente, el cartel que indicaba la proximidad de la estación. Una vez que la locomotora diesel expulsó el último aliento de sus entrañas, sobrevino un absoluto silencio. Ese silencio, al rebasar sobre mi piel, fue lo que me despertó. Miré a mi alrededor: no quedaba ningún viajero en el vagón, aparte de nosotros dos.

Me acerqué torpemente al portaequipajes de redecilla y bajé nuestros bultos; luego golpeé repetidamente el hombro de mi amiga hasta despertarla, y nos bajamos del tren. El frío viento que barría el andén de la estación anunciaba el fin del otoño. El sol surcaba raudo el cielo hacia su ocaso, y arrastraba por el suelo, como una mancha fatídica, la negra sombra de las montañas. Las dos cadenas montañosas de direcciones encontradas confluían precisamente detrás de la ciudad y, como dos manos que aproximan sus palmas para proteger del viento la llama de una cerilla, la envolvían por entero. El largo andén parecía, por su situación, una débil navecilla que se aprestara a afrontar las enormes olas alzadas ante ella.

Por unos instantes, nos quedamos sin habla contemplando aquel paisaje.

—¿Dónde está la antigua finca del profesor Ovino? —me preguntó mi amiga.

—En lo alto de la montaña, a tres horas de distancia en coche.

—¿Vamos a ir para allá enseguida?

—No —le dije—. Si saliéramos ahora, nos caería encima la noche. Hoy dormiremos aquí, y saldremos mañana temprano.

Delante de la estación se abría una plazuela circular, completamente desierta. No había ni un taxi en la parada, y la fuente situada en medio de la glorieta central, que figuraba un pájaro, no manaba. El pájaro mantenía abierto su pico y, sin decir ni pío, miraba inexpresivo al cielo. Un parterre plantado de caléndulas rodeaba en círculo a la fuente. Eran evidente con sólo pasear la vista que aquella ciudad había decaído mucho en los últimos diez años. Por las calles no se veía a casi nadie, y las escasas personas con que nos cruzábamos reflejaban en sus rostros la misma expresión anémica que caracterizaba en conjunto a la ciudad.

A la izquierda de la plazuela se alineaba media docena de viejos almacenes, construidos durante la época en que el transporte se hacía por ferrocarril. Eran construcciones de ladrillo al estilo antiguo, de altos techos. Las puertas de hierro habían sido repintadas una y otra vez, hasta que un buen día se cansaron y las dejaron como estaban. Sobre la techumbre se hallaba posada una bandada de grandes cuervos; en fila y silenciosos, escrutaban la ciudad. En una explanada contigua a los almacenes, en medio de altísimas hierbas, había dos coches abandonados, completamente destrozados.

En uno de los extremos de la glorieta se levantaba un tablero de información con un plano de la ciudad. El viento y la lluvia lo habían vuelto ilegible, de tal modo que lo único que podía leerse claramente eran las frases «Ciudad de Junitaki» y «Zona limítrofe septentrional de la producción de arroz a gran escala».

Delante de la plazuela se extendía un pequeño barrio comercial. Era, más o menos, como todos los distritos comerciales que suele haber en las ciudades, pero con la particularidad de que la calle que lo cruzaba era muy ancha y destartalada, lo cual acentuaba aún más la impresión de decadencia que transmitía la ciudad. A cada lado de la ancha calle se alineaba una hilera de fresnos alpestres, cuyas copas lucían el rojo vivo del otoño, aunque no contrarrestaban aquella sensación de decadencia. El declive de Junitaki era como una gélida corriente que arrastrara en sus torbellinos no sólo a la ciudad en sentido físico, sino también a todos y cada uno de sus pobladores en sentido espiritual. Tanto los habitantes de la ciudad como sus irrelevantes acciones de cada día habían sido engullidos por aquella paralizadora corriente.

Con la mochila a la espalda, recorrí de punta a punta aquella calle buscando alojamiento. Pero no había por allí fonda ni pensión alguna. Uno de cada tres comercios, estaba cerrado. En la fachada de una relojería pendía medio caído su rótulo, que oscilaba al compás del viento.

El barrio comercial se acababa bruscamente en un amplio aparcamiento lleno de maleza. En él había estacionados un Honda Fairlady de color crema y un Toyota Celica deportivo, rojo. Tanto el uno como el otro eran nuevos. Resultaba sorprendente, pero esa falta de personalidad que caracteriza a los coches nuevos estaba muy a tono con el ambiente vacío de una ciudad en decadencia.

Más allá de la zona comercial, no había ya casi nada. La anchurosa calle descendía en suave pendiente hasta el río, donde se bifurcaba a derecha e izquierda en forma de T. A ambos lados de la pendiente se alineaban casitas de madera de un solo piso, y los árboles de sus jardines proyectaban contra el cielo sus recios ramajes polvorientos. Cada árbol mostraba una indefinible excentricidad en la distribución de sus ramas. Todas las casas tenían junto a la entrada un gran depósito de combustible, así como un cobertizo para que el repartidor les dejara la leche. En los tejados no podían faltar las inevitables antenas de televisión, unas antenas altísimas que lanzaban al aire sus extremidades plateadas como desafiando a la cadena de montañas que se erguía tras la ciudad.

—¿Será posible que no haya ninguna fonda? —me preguntó mi amiga con aire de preocupación.

—No te preocupes. En todas las ciudades hay fondas. Por lo menos, una.

Volvimos a la estación y preguntamos al personal dónde había una fonda. Nos atendieron dos empleados, que hubieran podido ser padre e hijo y que sin duda se morían de aburrimiento, pues nos explicaron la situación de las fondas con una amabilidad inusitada.

—Hay dos fondas —nos informó el empleado mayor—. Una de ellas es relativamente cara, y la otra, relativamente barata. La cara es la que frecuentan las personalidades importantes cuando vienen de visita, así como el lugar donde se dan los banquetes oficiales.

—La comida es buenísima —terció el más joven.

—En cuanto a la otra, es la frecuentada por viajantes de comercio, gente joven y, en general, personas corrientes. Tiene un aspecto muy sencillo pero no está sucia, ni muchísimo menos. Su baño japonés es de lo mejorcito.

—Pero las paredes son muy delgadas —apuntó el empleado.

Siguió una viva discusión entre los dos hombres sobre la delgadez de las paredes.

—Vamos a la fonda más cara —dije. Aún quedaba bastante dinero en el sobre, y no había razón alguna para hacer economías.

El empleado más joven arrancó una página de un bloc de notas e hizo en ella un esbozo del camino que había que seguir hasta la fonda.

—Muchísimas gracias —dije—. Me parece que la ciudad ha perdido habitantes con respecto a la población de hace diez años, ¿no?

—Sí, es verdad —confirmó el empleado mayor—. Las factorías madereras son la única industria destacable. La agricultura va en franco retroceso, y la población ha disminuido mucho.

—Incluso hay dificultades para formar las clases en los colegios, por la falta de estudiantes —añadió el joven.

—¿Qué población hay, más o menos?

—Oficialmente, unos siete mil habitantes —respondió el más joven—, pero en realidad debe de haber unos cinco mil, más o menos.

—Incluso la línea de ferrocarril corre el peligro de ser suprimida. Resulta que es la tercera línea más deficitaria del país —dijo el empleado mayor.

Lo que de verdad me sorprendió fue que pudiera haber dos líneas de ferrocarril aún más deficitarias que aquélla. Dimos las gracias a los dos hombres y abandonamos la estación.

Para ir a la fonda teníamos que bajar la cuesta que había a continuación del barrio comercial, torcer a la derecha y seguir unos trescientos metros por un paseo a lo largo del río, donde se encontraba aquélla. Era un pequeño parador antiguo y acogedor, que aún conservaba el aire de otros tiempos, cuando la ciudad florecía y estaba llena de vitalidad. Orientado al río, tenía un jardín amplio y bien cuidado. En un rincón, un cachorro de perro pastor hundía su hocico en una escudilla dando buena cuenta de su cena, muy temprana por cierto.

—¿Son montañeros? —nos preguntó la camarera mientras nos guiaba a la habitación.

—Sí, somos montañeros —dije, por ser lo más fácil.

Sólo había dos habitaciones en la segunda planta. Ambas eran espaciosas, y por la ventana del corredor podía verse el mismo río de color café con leche que habíamos contemplado desde el tren.

Mi amiga me dijo que quería tomar un baño japonés, así que decidí darme una vuelta por el Ayuntamiento, que estaba situado en una calle solitaria al oeste de la zona comercial. Resultó ser un edificio mucho más nuevo y mejor acondicionado de lo que me imaginaba.

Allí, en el Negociado de Asuntos Ganaderos, le enseñé al funcionario una de las tarjetas de visita que me había hecho imprimir hacía años, cuando trabajaba para una revista de difusión nacional, y afirmé que deseaba informarme sobre el ganado ovino. Era un poco raro que un semanario femenino se interesara por ese tema, pensé con aprensión, pero lo cierto es que el funcionario se sintió muy complacido y me hizo pasar al interior de su despacho.

—En este municipio tenemos actualmente algo más de doscientas cabezas de ganado ovino, en su totalidad de raza Suffolk. Su destino es la producción de carne, que se distribuye a las fondas y restaurantes de los alrededores y goza de alta estimación.

Saqué mi bloc y fui tomando las debidas notas. Tal vez aquel hombre comprara durante algunas semanas la revista femenina en cuestión; esta idea, al cruzar por mi mente, me ensombreció el ánimo.

—¿Se trata de un artículo sobre gastronomía, tal vez? —me preguntó el hombre, tras darme prolijas explicaciones sobre la cría de carneros.

—En parte, sí —le contesté—. Sin embargo, para decirlo con más precisión, nos interesaría captar una imagen integral del ganado ovino.

—¿Una imagen integral?

—Quiero decir costumbres, hábitat, ecología, cosas así.

—¡Ah, ya! —exclamó mi interlocutor.

Cerré mi bloc de notas y me bebí la taza de té que me ofrecieron.

—He oído decir que en lo alto de la montaña hay unos viejos pastizales… —insinué.

—Efectivamente, los hay. Antes de la guerra eran unos pastos muy buenos, pero durante la posguerra fueron ocupados por el ejército americano, y hoy día nadie los explota. Unos diez años después de su devolución por los americanos, un forastero muy rico habilitó aquel lugar como casa de campo; pero, como seguramente habrá oído decir, el sitio está mal comunicado, y poco a poco el nuevo dueño dejó de ir por allí, de modo que la casa permanece desierta. Por eso los terrenos fueron arrendados por la ciudad. En realidad, sería conveniente su adquisición, para realizar visitas turísticas, por ejemplo; pero como el municipio es pobre, no hay nada que hacer en este punto. Y además, habría que acondicionar la carretera.

—¿En arriendo, me ha dicho?

—Durante el verano, los pastores municipales llevan unos cincuenta carneros montaña arriba, ya que aquellos pastos son espléndidos y con los pastizales del Ayuntamiento no habría suficiente. A fines de septiembre, cuando empieza a estropearse el tiempo, traen de vuelta al rebaño.

—Oiga, ¿cuánto tiempo están allí los carneros?

—Hay una ligera variación según los años, pero, más o menos desde principios de mayo hasta mediados de septiembre.

—¿Cuántos hombres conducen al rebaño de carneros allá arriba?

—Uno solo. Desde hace diez años se encarga la misma persona.

—Me gustaría hablar con él.

El oficinista cogió el teléfono y llamó a la granja municipal destinada a la cría del ganado ovino.

—Precisamente, ahora está allí —me dijo—. Le llevaré en coche.

Traté de rehusar el favor, pero el funcionario me dijo que no había otro medio de llegar a la granja que no fuera su automóvil. En la ciudad no había taxis ni coches de alquiler, y andando, tardaría hora y media en llegar.

El funcionario del Ayuntamiento conducía un coche pequeño. Pasamos por delante de la fonda y continuamos hacia el oeste. Cruzamos un largo puente de cemento, dejamos atrás una escalofriante zona pantanosa y fuimos ascendiendo por una carretera que nos llevaba paulatinamente a la montaña. La gravilla de la carretera crepitaba al ser levantada por las ruedas.

—Viniendo usted de Tokio, Junitaki le parecerá una ciudad muerta —me dijo.

Le respondí con vaguedades para salir del paso.

—La verdad es que la ciudad se nos muere. Mientras tengamos ferrocarril, la cosa irá tirando, pero el día que nos quedemos sin él, se nos morirá sin remedio, por muy raro que suene eso de que una ciudad pueda morirse. Referido a las personas, se comprende, pero ¡decir de una ciudad que se muere…!

—Y si se muere, ¿qué pasará?

—¿Qué pasará? ¿Quién puede decirlo? Creo que nadie llegará a saberlo, porque todos se habrán marchado ya. Si la población, supongamos, cayera por debajo de los mil habitantes, caso que puede darse, desde luego, los funcionarios nos quedaríamos sin trabajo, y seríamos los más indicados para coger el portante y largarnos.

Le ofrecí un cigarrillo, y se lo encendí con el encendedor Dupont que llevaba grabado el emblema del carnero.

—Sí. En Sapporo, me espera un buen empleo. Un tío mío tiene una imprenta y me ha ofrecido trabajo. Hace libros de texto por encargo del Ministerio de Educación, de modo que su estabilidad económica está asegurada. Para mí, sería lo mejor. Ni punto de comparación con quedarme aquí, llevando la cuenta de los carneros y vacas que salen en cada embarque.

—Parece una buena idea —le dije.

—Pero no me decido a dar el adiós definitivo a esta ciudad. Siento añoranza, ¿comprende? Si se va a morir de veras, quisiera ver con mis propios ojos sus últimos momentos, y esos sentimientos acaban prevaleciendo.

—¿Usted nació aquí? —le pregunté.

—Así es —me respondió, y acto seguido se sumió en un profundo silencio.

Un sol teñido de melancolía estaba hundiendo un tercio de su círculo por detrás de la montaña.

A ambos lados de la entrada de la granja municipal se erguían sendos postes, y entre ellos colgaba un cartel con la leyenda: «Granja municipal de Junitaki para la cría de ganado ovino». Pasado el cartel seguía un camino en cuesta, que se perdía por un bosquecillo cuyo follaje presentaba vivos colores otoñales.

—Pasado el bosquecillo, verá los corrales, y detrás está la vivienda del pastor. ¿Cómo se las arreglará para volver?

—Como todo es cuesta abajo, volveré andando. Muchísimas gracias.

Cuando dejó de verse el coche, pasé por entre los postes, y subí por el camino en cuesta. Los últimos rayos de sol añadían un tinte naranja a las hojas amarillentas de los arces. La arboleda era altísima. La luz que se filtraba por la fronda del bosquecillo se derramaba formando brillantes manchones movedizos sobre el camino de grava.

Tras cruzar el bosquecillo, pude ver, sobre la ladera de una colina, un corral alargado que desprendía un intenso olor a ganado. La techumbre del corral era abuhardillada y estaba recubierta de planchas de cinc pintadas de rojo. Tenía tres chimeneas, que en realidad eran respiraderos para la circulación del aire.

En la puerta del corral había una caseta para el perro, donde, atado a su cadena, estaba un pequeño perro pastor de raza Border, el cual, al verme, ladró un par de veces. Era un perro viejo, de mirada soñolienta. En sus ladridos no había hostilidad. Le acaricié el cuello y me meneó la cola. Ante la caseta habían colocado dos recipientes de plástico amarillo, donde le echaban la comida y el agua.

El perro, al retirar mi mano, se quedó tan satisfecho de mis caricias, que se metió dentro de su caseta y, juntando las patas delanteras, se tendió en el suelo.

El interior del corral estaba en penumbra, y por allí no se veía a nadie. Un ancho pasillo central, con suelo de cemento, dividía en dos el recinto; a ambos lados del pasillo había cercas para encerrar a los carneros, junto a los cuales discurrían unos canalillos rebajados en el suelo para desaguar los orines de los carneros y el agua de la limpieza. En las paredes, que cubrían planchas de madera, destacaba de vez en cuando una ventana encristalada por la que podía verse la línea aserrada de las montañas. El sol crepuscular teñía a los carneros de la derecha de color rojizo, mientras que sobre los de la izquierda vertía una densa sombra azul.

Al entrar en el corral, los doscientos carneros se volvieron a mirarme. La mitad, aproximadamente, estaba de pie, mientras que el resto permanecía tumbado sobre el heno esparcido por el suelo. Los ojos de los carneros eran de un azul tan intenso que no parecía natural, y semejaban dos pequeños manantiales que les brotaban a ambos lados de la cara. Al recibir la luz de frente, brillaban con viveza, como si fueran de cristal. Me miraban fijamente. Ni uno solo de ellos hizo el menor movimiento. Algunos seguían masca que te masca con la boca llena de heno, pero por lo demás el corral permanecía silencioso. Varios carneros habían sacado la cabeza por entre los barrotes de la cerca para beber, pero en cuanto me vieron levantaron la cabeza y se me quedaron mirando. Aquellos animales daban la impresión de obrar según las órdenes de una mente común. Su pensamiento se había quedado temporalmente en suspenso desde el momento en que puse el pie en la puerta. Todo en derredor se había detenido, y su facultad de juicio se hallaba como aletargada. A medida que fui avanzando, su actividad mental se reanudó. En los ocho compartimientos en que se dividía el cercado, los carneros empezaron a moverse. En uno de ellos, destinado a hembras, éstas se agolparon alrededor del semental, mientras que en los restantes los machos que los ocupaban se aprestaron a repeler un posible ataque tras dar unos pasos hacia atrás como preludio. Unos pocos carneros, dominados por la curiosidad, no se apartaban de la cerca, y observaban atentos mis movimientos.

Cada carnero, en una de aquellas orejas negras y largas que se proyectaban horizontalmente hacia ambos lados de su cara, llevaba adherida una marca de plástico. Algunos la tenían azul; otros, amarilla; otros, roja. En el lomo todos llevaban pintada una gran marca de color.

Caminé muy despacio, con el fin de no asustar a los carneros. Después adopté el aire más indiferente que pude para aproximarme a la cerca y, alargando la mano, acariciar a un joven macho. Se estremeció, pero no huyó de mí. Los demás carneros, muy suspicaces sin duda, fijaban los ojos alternativamente en su compañero y en mí. El joven macho, como si fuera un enviado del rebaño con la secreta misión de sondearme, se quedó plantado sin apartar de mí los ojos y con el cuerpo tenso.

Los carneros de raza Suffolk son animales realmente pintorescos. Aunque tienen la piel negra, su vellón es blanco. Sus orejas son grandes y, como las alas de una polilla, se proyectan horizontalmente a los lados de la cara. En sus ojos azules, que brillan en medio de las tinieblas, así como en el largo y orgulloso caballete nasal de sus hocicos, hay un indefinible aire de nobleza. No rechazaban mi presencia, pero tampoco la acogían con alborozo; simplemente, la aceptaban como una vivencia más. Algunos carneros meaban estrepitosamente, poniendo en ello toda su energía. Los orines caían al suelo, fluían hacia los canalillos y pasaban corriendo por ellos junto a mis pies. El sol estaba a punto de ocultarse tras los montes. Sombras de un suave añil empezaban a envolver las laderas de la montaña, como tinta diluida en agua.

Salí del corral, acaricié una vez más la cabeza del perro pastor y respiré hondamente. Luego rodeé el corral hasta su parte trasera, y una vez que hube pasado el puente de madera que salvaba un arroyo, me encaminé a la vivienda del pastor. Era ésta una casita de una planta que tenía anejo un gran cobertizo donde se almacenaba el heno, así como los aperos de labranza. El cobertizo era mucho mayor que la propia casa.

El pastor estaba apilando sacos de plástico, que contenían desinfectante, junto a una pileta rectangular de cemento, de un metro de anchura y un metro de profundidad, situada al lado del cobertizo que servía de almacén. Me echó un vistazo desde lejos mientras me acercaba, pero continuó haciendo su trabajo, sin mostrarse demasiado comunicativo. Cuando llegué a su altura, dio por fin descanso a sus manos y con una toalla, que llevaba liada al cuello, se secó el sudor de la cara.

—Mañana hay que hacer una desinfección total de los carneros —dijo el hombre. De un bolsillo de su mono sacó un cigarrillo arrugado, y tras enderezarlo con el dedo, lo encendió—. Aquí se echa el desinfectante, y se hace nadar a los carneros a lo largo de la pileta. De no hacerlo así, se cargan de parásitos durante el invierno, recluidos en el corral.

—¿Y lo hace todo usted solo?

—¡Qué disparate! Vendrán dos ayudantes. Con ellos y el perro hay suficiente. El perro es el que más y mejor trabaja. Entre otras cosas, porque los carneros confían en él. Ningún perro pastor podría cuidar de un rebaño si no contara con la confianza de los carneros.

El hombre era cinco centímetros más bajo que yo, aunque su complexión era más robusta. En cuanto a su edad, andaba entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años. Su pelo, corto y duro, semejaba por su rigidez un cepillo. Se fue quitando los guantes de goma que llevaba puestos para el trabajo tirando de los dedos, como si se arrancara la piel. Tras sacudírselos a golpes en los costados, se los metió en el bolsillo trasero del mono. Más que un pastor de carneros, parecía un sargento encargado de la instrucción de reclutas.

—A todo esto, usted ha venido a hacerme preguntas, ¿no?

—Así es.

—Pregunte, entonces.

—¿Lleva mucho tiempo en este trabajo?

—Diez años —dijo el hombre—. Tanto se puede decir que es mucho tiempo, como que no. Ahora bien, en cuestión de carneros, me lo sé todo. Antes estuve en el ejército.

Se enrolló la toalla en torno al cuello y miró al cielo.

—Mientras dura el invierno, ¿pasa aquí todo el tiempo?

—¡Claro! —dijo—. ¿Adónde quiere que vaya? —Y tosió—. Aquí está mi hogar, y, por otra parte, en invierno hay un montón de faenas que hacer. Por esta zona, la nieve puede alcanzar hasta dos metros de altura, y si no se retira, el techo podría venirse abajo y aprisionar a los carneros. También hay que darles de comer, y hay que limpiar el corral, y esto, y lo otro, y lo de más allá.

—Y cuando llega el verano, se lleva la mitad de los carneros montaña arriba, ¿no?

—Efectivamente.

—¿Es difícil la marcha, con tantos carneros a su cuidado?

—No, ni mucho menos. Se viene haciendo desde siempre. La estabulación es algo muy reciente, antes tenían los carneros trashumando todo el año. En la España del siglo XVI había caminos exclusivos para la conducción del ganado, caminos que atravesaban todo el país; ni a los reyes les estaba permitido transitar por ellos.

El hombre lanzó un escupitajo y con la suela de una de sus botas lo restregó por el suelo.

—Además, mientras no se espanten, los carneros son animales muy dóciles. Marchan en silencio, sin rechistar, a la zaga del perro.

Saqué del bolsillo la fotografía enviada por el Ratón, y se la pasé al hombre.

—Éste es el pastizal de lo alto de la montaña, ¿no? —le pregunté.

—Sí —me contestó—. No puede ser otro. Y los carneros son los nuestros.

—¿Qué me dice de éste? Y con la punta del bolígrafo le señalé el carnero bajo y recio que llevaba la estrella marcada en el lomo.

El hombre se quedó mirando un rato la fotografía.

—Este carnero es diferente. No es de los nuestros. Pero ¡qué cosa más rara! No puede haberse colado así como así. Todo el pastizal está circundado de alambrado. Yo mismo llevo la cuenta de los carneros dos veces al día, mañana y tarde. Si entrara algún elemento extraño, el perro lo advertiría, y por otra parte el rebaño se alborotaría. Además, esta raza de carnero no la he visto en mi vida.

—Desde mayo de este año, cuando usted subió a los carneros a la montaña, hasta la vuelta, ¿ocurrió alguna cosa extraña?

—No —dijo el hombre—. Todo fue normal.

—Y usted estuvo solo en la montaña todo el verano, ¿no?

—Solo no. Cada dos días venía un empleado del municipio, y los funcionarios también venían de vez en cuando a inspeccionar. Un día por semana bajaba a la ciudad, pero un sustituto cuidaba los carneros, así como de que todo estuviera en orden.

—Así que no estaba aislado en la montaña, ¿verdad?

—Eso es. Hasta que caen las grandes nevadas, se puede llegar a la finca en hora y media larga, yendo en jeep. No es más que un paseo. Pero, eso sí, en cuanto se amontona la nieve, no se puede pasar ni en jeep y aquello queda completamente aislado.

—Ahora mismo, no debe de haber nadie allá arriba, en la montaña, ¿verdad?

—Nadie, aparte del dueño de la finca.

—¿El dueño de la finca? He oído que la casa de campo lleva mucho tiempo sin usarse.

El encargado tiró su cigarrillo al suelo, y lo aplastó con el zapato.

Llevaba mucho tiempo sin usarse. Pero ahora está ocupada. De hecho, siempre está a punto para recibir al dueño, pues yo mismo me ocupo en tenerla en condiciones. Tiene luz, gas y teléfono, y no hay un solo cristal roto.

—Un funcionario del Ayuntamiento me dijo que allí no vivía nadie.

—Esos tipos no se enteran ni de la mitad de lo que pasa. Yo, aparte de mi empleo municipal, trabajo para el dueño de esa finca; aunque jamás me voy de la lengua. Me tiene advertido que nada de chismorreos.

El hombre sacó un paquete de tabaco del bolsillo, pero estaba vacío. Saqué mi cajetilla de Lark, que estaba a medias, le agregué un billete de diez mil yenes doblado, y se lo entregué todo. Se quedó unos momentos mirando el obsequio, pero acabó aceptándolo. Tras ponerse un cigarrillo en la boca, se guardó el resto del paquete en el bolsillo de la pechera diciendo:

—Con su permiso. Gracias.

—Así pues, ¿desde cuándo está ahí el dueño?

—Llegó en primavera. Como aún no había empezado el deshielo, sería marzo, sin duda. La última vez que estuvo por aquí fue hace unos cinco años, ¿sabe? No sé sus motivos para venir, pero eso, naturalmente, es cosa suya, y no tengo por qué andar haciendo cábalas. Si me dijo que ni una palabra a nadie, sus razones tendrá. Sea como fuere, desde entonces está ahí arriba. Los alimentos, el combustible y demás provisiones, se los compro yo, sin que nadie se entere, y se los llevo en el jeep. Con todo lo que tiene almacenado, puede vivir allí un año, si quiere.

—Ese hombre, ¿tiene poco más o menos mi edad, y lleva barba?

—¡Ajá! —asintió el pastor—. Me lo está retratando.

—¡Estupendo! —exclamé. Estaba de más mostrarle la foto.