2.
El insólito relato de aquel individuo
(II)

—Hace poco te hablaba de la mediocridad —dijo el hombre—. Pero no era con intención de censurar la tuya. Por decirlo en pocas palabras, es que el mundo es mediocre, y de ahí viene que tú también lo seas. ¿No lo crees así?

—¡Qué sé yo!

—El mundo es mediocre. Eso no admite duda. ¿Quiere decirse con ello que el mundo es mediocre desde su origen? De ningún modo. El origen del mundo es el caos, y el caos no es mediocridad. El proceso conducente a la mediocridad comenzó cuando los humanos separaron la vida cotidiana de los medios de producción. Posteriormente, cuando Karl Marx introdujo la noción de proletariado, sin saberlo estaba consolidando la mediocridad. He ahí la razón de que el estalinismo esté directamente vinculado al marxismo. Admiro a Marx. Es uno de los escasos genios que conservan el recuerdo del caos primitivo. En ese mismo sentido, también admiro a Dostoyevski. Sin embargo, no me seduce el marxismo, porque es tremendamente mediocre.

El hombre dejó escapar un suspiro desde lo más hondo de su garganta.

—Te hablo con toda franqueza. Es una muestra de gratitud hacia ti, por mi parte, dada la sinceridad que antes mostraste hacia mí. Por lo demás, estoy dispuesto a contestar cualquier pregunta que me hagas. Sin embargo, cuando termine de hablarte, tus alternativas quedarán drásticamente limitadas. Quisiera que lo tuvieras bien claro desde un principio. Es decir, tú mismo has limitado tu margen de maniobra. ¿De acuerdo?

—¿Y qué puedo hacer? —respondí.

—Ahora mismo, dentro de esta mansión, una persona se encuentra en peligro de muerte —dijo el hombre—. La causa está clara. Tiene un gran tumor sanguíneo en el cerebro. El tumor es de tal magnitud, que ha deformado la estructura cerebral. ¿Qué conocimientos tienes de medicina cerebral?

—No sé casi nada.

—Dicho en pocas palabras, se trata de una bomba de sangre. Al dificultarse la circulación, la sangre se acumula en las arterias. Como si una serpiente se tragase una pelota de golf, ¿sabes? Si revienta se detendrá la función cerebral. Y además es imposible de operar, ya que al menor estímulo podría romperse. En suma, hablando con realismo, no queda más que aguardar la muerte. Tal vez se muera la semana próxima, o dentro de un mes. No hay quien pueda saberlo.

El hombre apretó los labios, y acto seguido dejó escapar un nuevo suspiro.

—No tiene nada de extraño que muera. Es una persona mayor, y el diagnóstico de su enfermedad es claro. Lo que sí resulta extraño es que aún siga vivo.

No tenía ni idea de lo que el hombre estaba a punto de decir.

—De hecho, no habría sido nada extraño que hubiese muerto hace treinta y dos años —prosiguió el hombre—, o bien hace cuarenta y dos años, ¿sabes? Ese tumor sanguíneo le fue descubierto por un médico militar americano que hacía la revisión médica de los criminales de guerra más destacados; eso tuvo lugar en el otoño de 1946, poco antes de constituirse el tribunal de Tokio. El médico que descubrió el quiste sanguíneo se quedó de una pieza al ver la radiografía. Y es que la existencia de un ser humano que viviera, y con una actividad superior a la habitual, teniendo un tumor de tal magnitud en el cerebro, desbordaba con mucho todas las previsiones de la medicina. Enseguida fue transferido de Sugamo al hospital de San Lucas, entonces requisado como hospital militar, para ser sometido a un minucioso reconocimiento.

»Las pruebas médicas duraron un año, pero de ellas no se sacó nada en claro. Ninguna conclusión, aparte de que “no tendría nada de extraño que muriera en cualquier momento”, y, por otro lado, que “el hecho de que esté vivo no es menos sorprendente”. Sin embargo, como no padecía la menor dolencia, continuó trabajando con toda energía. Incluso su actividad cerebral era de lo más normal. Se desconoce el porqué. Un callejón sin salida. Un ser humano que teóricamente debería haber muerto, estaba en realidad la mar de sano.

»Las pruebas, no obstante, demostraron algunas alteraciones de su salud. Cada cuarenta días padecía tres días de fuertes jaquecas. Estas jaquecas le habían aquejado por primera vez, según testimonio del interesado, en 1936; y de aquí se infirió que entonces se formó el tumor. Sus jaquecas eran terribles, hasta el punto de que cuando le aquejaban había que administrarle calmantes; drogas, en una palabra. Las drogas le mitigaban el dolor, pero también le provocaban alucinaciones. Terribles alucinaciones. Sólo él puede saber cuán dolorosa ha sido esa experiencia, por descontado, pero todo induce a suponer que era algo muy desagradable. Aún existen, en poder del ejército americano, testimonios escritos que dan cuenta cumplidamente de tales alucinaciones. En verdad, los médicos dejaron todo anotado con el mayor detalle. Logré hacerme con esa documentación y la he leído varias veces; a pesar de estar escrita en jerga profesional, describe una situación terrible. Creo que pocas personas ha habido en este mundo capaces de aguantar tales alucinaciones como experiencia periódica.

»Tampoco era comprensible la causa de esas alucinaciones. Llegó a suponerse que el tumor emitía a intervalos regulares algún tipo de energía, y que la jaqueca sería una reacción defensiva del cuerpo. Así pues, al ser eliminada la reacción defensiva con las drogas, dicha energía estimularía directamente alguna zona cerebral, y como resultado se originarían las alucinaciones. Esto, naturalmente, no pasa de ser una hipótesis, pero lo cierto es que llegó a interesar al ejército americano. A raíz de ello se inició una investigación a fondo. Una investigación de lo más discreta, llevada a cabo por el servicio secreto. No se comprende por qué para investigar un simple tumor sanguíneo, por grande que fuera, entró en escena el servicio secreto americano; pero se pueden hacer algunas suposiciones. La primera es que socapa de la investigación médica los americanos buscasen informaciones de otra clase: que quisieran hacerse, en suma, con el control de las redes del espionaje y del tráfico de opio en la China continental. Es bien sabido que los americanos, a medida que se hacía cada vez más inminente la derrota de Chiang Kai-shek, fueron quedando desconectados de los asuntos chinos. Los contactos de que disponía nuestro jefe eran codiciados con uñas y dientes por su servicio secreto. Y es obvio que ese tipo de interrogatorios no pueden hacerse de manera oficial. El hecho es que el jefe, tras esa serie de investigaciones, fue puesto en libertad y no tuvo que comparecer ante el tribunal. Existe la firme creencia de que hubo un arreglo entre bastidores. Un intercambio de libertad por información, digamos.

»La segunda posibilidad es que se hubiera querido demostrar una relación causa y efecto entre el tumor cerebral del jefe y su condición, que se quería subrayar, de líder bien conocido de la extrema derecha. Es una ocurrencia pintoresca, pero no descabellada; te lo explicaré más tarde. Sin embargo, a fin de cuentas, creo que en este punto los investigadores tampoco sacaron nada en claro. Si era inexplicable el hecho de que el jefe siguiera con vida, ¿cómo iban a encontrar la causa de un determinado liderazgo político? Hubiera sido necesario extirparle el cerebro para estudiarlo, y no era seguro que así obtuvieran resultados positivos. Así que llegamos a otro callejón sin salida.

»La tercera posibilidad es que quisieran practicarle lo que se denomina “lavado de cerebro”. Consiste en la estimulación del cerebro mediante determinadas ondas, a fin de obtener la respuesta deseada. Por aquellos tiempos, esa teoría estaba de moda. De hecho, se sabe que en los Estados Unidos se organizaron por aquel entonces grupos para el estudio del lavado de cerebro.

»No se sabe a ciencia cierta cuál era la finalidad de las investigaciones realizadas por el servicio secreto americano. Tampoco hay constancia de las conclusiones que se sacaron. Todo eso ya es pasado, historia. Quienes en realidad saben lo que ocurrió, son un puñado de altos mandos del ejército americano de entonces, y el propio jefe, claro. Pero el jefe no ha contado a nadie, ni siquiera a mí, esas cosas; y es dudoso que en el futuro pueda hacerlo. De modo que lo que te he dicho no pasa de ser una mera conjetura.

Al terminar esta parrafada, el hombre carraspeó quedamente. Me sentía incapaz de calcular el tiempo que había transcurrido desde que entré en la habitación.

—Sin embargo —añadió—, por lo que respecta a las circunstancias de 1936, año en que se supone que se le formó el tumor sanguíneo, se conocen con algún detalle. En el invierno de 1932 el jefe fue encarcelado por complicidad en una conjura para asesinar a una importante personalidad. Permaneció entre rejas hasta junio de 1936. Se conservan documentos, como el registro oficial de la prisión y el historial clínico, y aparte de ello, el propio jefe se ha referido a los sucesos de esa época en conversaciones con sus colaboradores. En resumen, se trata de lo siguiente: durante su estancia en la cárcel el jefe padeció de insomnio crónico. No se trataba de simples episodios de insomnio, sino de accesos prolongados y peligrosos. No pegaba ojo durante períodos de tres o cuatro días, e incluso de más de una semana en ocasiones. Por aquel entonces, la policía, para hacer confesar a los presos políticos, utilizaba la táctica de no dejarles dormir. Y en el caso del jefe, dada su intervención en actividades contra el partido proimperialista que entonces estaba en el poder, los interrogatorios debieron ser especialmente duros. Cuando el preso va a dormirse, lo duchan, lo golpean con varas de bambú, lo deslumbran con focos…, utilizan todos los recursos, en fin, para que no duerma. Si este tratamiento se prolonga durante meses, la mayoría de la gente acaba por sufrir serias lesiones físicas y corporales. Los mecanismos nerviosos del sueño se alteran. Algunas personas se mueren, otras acaban locas, otras, en fin, se vuelven insomnes crónicos. Esto último es lo que le ocurrió al jefe, que no logró recuperarse por completo de sus insomnios hasta la primavera de 1936. Es decir: por la misma época en que se le formó el tumor sanguíneo. ¿Qué te parece?

—¿Sugiere que el prolongado insomnio dificultó la circulación sanguínea en el cerebro de su jefe, que a su vez provocó la formación del tumor?

—Eso es lo que dice el sentido común. Y ya que se le ocurre a quien, como tú, es lego en la materia, no creo que se le pasara por alto al equipo médico del ejército americano. Sin embargo, eso no basta para explicarlo todo. Creo que tuvo que intervenir otro factor, un factor esencial, del que la formación del tumor sanguíneo no sería más que una secuela. Piensa que mucha gente padece tumores sanguíneos sin que tenga esos síntomas. Aparte de que el insomnio no explica por qué el jefe sigue con vida.

Las palabras de aquel hombre tenían su lógica.

—En relación con el tumor sanguíneo, hay algo más. Resulta que, a partir de la primavera de 1936, puede decirse que el jefe volvió a nacer, ya que su personalidad cambió por completo. Hasta entonces no era, por decirlo con franqueza, más que un mediocre activista de extrema derecha. Tercer hijo varón de una pobre familia campesina de Hokkaidō, a los doce años se fue de casa y pasó a Corea; pero como allí tampoco le fueron bien las cosas, volvió a la metrópoli e ingresó en un grupo de extrema derecha. Era el típico agitador que tiene más coraje que cerebro y siempre está dispuesto a liarse a garrotazos. Y su nivel cultural no era de los más elevados. Sin embargo, en el verano de 1936, justo después de salir de la cárcel, el jefe se convirtió en uno de los líderes destacados de la extrema derecha, con todo lo que esto significa. Tenía carisma para ganarse las voluntades, una ideología rigurosa, un verbo incisivo capaz de suscitar reacciones apasionadas, visión política para prever el futuro, capacidad de decisión y, por encima de todo, una extrema habilidad para penetrar en el corazón de las masas y manipular la sociedad en provecho propio.

El hombre tomó aliento y carraspeó levemente.

—Como es natural —añadió—, sus teorías como pensador de extrema derecha, y su manera de ver el mundo, eran más bien pueriles. Eso, sin embargo, era lo de menos. La cuestión esencial era si le servirían para hacerse con el poder gracias a la organización que le permitieron crear. Más o menos de la misma manera como Hitler impuso a nivel estatal las vulgares teorías no menos pueriles del espacio vital y la superioridad de una raza. El jefe, sin embargo, no tomó esa dirección. Prefirió dar un rodeo y seguir un camino secreto, un camino de sombras. Sin dar la cara abiertamente, movía los hilos de la sociedad entre bastidores. Con ese propósito marchó, en 1937, a China. Con todo…, bueno; dejémoslo ahí. Volvamos al tema del tumor sanguíneo. Lo que quiero decir es que la formación del tumor y la extraordinaria transformación del jefe son hechos que ocurrieron a la vez.

—Según su hipótesis —dije—, entre el tumor sanguíneo y la insólita transformación que experimentó su jefe no media una relación de causa efecto, sino que ambas situaciones se dieron en paralelo, y detrás de ellas hay un enigmático factor.

—Eres despierto para captar las cosas —me respondió—: Claro y conciso.

—Y a todo esto, ¿dónde entra en juego el carnero?

El hombre sacó un segundo cigarrillo de la caja de tabaco, lo preparó golpeando con la punta de una uña uno de los extremos, y se lo puso entre los labios. Pero no lo encendió.

—Todo a su tiempo —dijo.

Durante unos instantes, hubo de nuevo un pesado silencio.

—Hemos edificado un reino —prosiguió—, un poderoso reino subterráneo. Controlamos todo lo que te puedas imaginar: el mundo de la política, el de las finanzas, los medios de comunicación de masas, la burocracia, la cultura… y muchas cosas más, de las que no puedes ni hacerte idea. Incluso ambientes que nos son hostiles. Desde el poder hasta la oposición. Esos colectivos, en su gran mayoría, ni siquiera se han dado cuenta de que trabajan para nosotros. Nuestra organización, en suma, es terriblemente compleja. Esta organización la creó el jefe después de la guerra, él solo. Como si dijéramos, él lleva el timón de la inmensa nave del Estado. Bastaría con que le quitara un tapón al casco para que el barco se fuera a pique. Antes de que los pasajeros se percataran de lo que había pasado, se verían con el agua al cuello, ¿comprendes?

Entonces, el hombre encendió su cigarrillo.

—Con todo, esta organización tiene un límite: la muerte del rey. Si el rey muere, el reino se derrumba. Porque el reino fue edificado gracias al temperamento genial del jefe, y así se ha venido manteniendo hasta hoy. De acuerdo con mi hipótesis, esto equivale a decir que se ha edificado y mantenido gracias a un misterioso factor. Cuando el jefe muera, todo morirá, todo se acabará. Y eso ocurrirá, porque nuestra organización no es burocrática, sino una máquina perfecta con un cerebro en su cumbre. Ahí está la razón de la fuerza de nuestra organización, y, al mismo tiempo, la causa de su debilidad… Estaba, diríamos mejor. Tras la muerte del jefe, la organización se desmembrará antes o después y, como el Valhalla al incendiarse, se hundirá cada vez más en el océano de la mediocridad. No hay nadie capacitado para coger el relevo del jefe, y la organización se desmembrará; será algo parecido a lo que ocurre cuando se derriba un gran palacio para que en su solar alguna cooperativa levante bloques de viviendas. Un mundo uniforme y estático, donde la voluntad no cuenta para nada. Aunque tal vez pienses que será positivo que desaparezca nuestra organización. En este caso, sólo te pido una cosa: trata de imaginarte que todo Japón hubiera sido allanado, un terreno liso, sin montañas, sin playas, sin lagos…, donde se alzaran fila tras fila de uniformes bloques de viviendas. ¿Te gustaría eso?

—No lo sé —dije—. No estoy seguro de que ésta sea la manera adecuada de exponer el problema.

—Eres listo, desde luego —dijo el hombre, que cruzó las manos sobre las rodillas y se puso a tamborilear con la punta de los dedos a ritmo lento—. Lo que he dicho de las cooperativas de viviendas —prosiguió—, era sólo una metáfora, naturalmente. Hablando con más propiedad, nuestra organización se divide en dos partes: una que avanza y otra que proporciona a ésta los medios para cumplir su cometido. Hay diversas partes menores que realizan determinadas funciones, pero las primeras son las que cuentan de verdad. Las otras no son fundamentales. La parte que avanza es la «voluntad», y la que le proporciona los medios es la «tesorería», la que recibe las ganancias. Cuando la gente habla de lo que ocurrirá si muere el jefe, piensa en la «tesorería», exclusivamente. Y será esa «tesorería» la que provocará el desmembramiento de nuestra organización en cuanto se muera. La «voluntad» no tendrá aspirantes que la pretendan, pues no hay nadie que la entienda. Éste es el sentido que doy a la palabra desmembración. La «voluntad» no admite desmembración ni reparto. Ha de transmitirse al ciento por ciento, o bien extinguirse por completo.

Los dedos del hombre seguían tamborileando lentamente sobre sus rodillas. Por lo demás, su aspecto era el mismo que tenía al principio: una mirada evasiva, una pupila fría, un semblante correcto e inexpresivo. Aquella cara había estado vuelta hacia mí, sin cambiar de ángulo, durante toda la entrevista.

—¿Qué es para usted la «voluntad»? —pregunté intrigado.

—Es el concepto que gobierna tanto el espacio como el tiempo como lo posible.

—No lo entiendo.

—Naturalmente. Nadie es capaz de entenderlo. Sólo el jefe, que lo comprendía de un modo instintivo. Profundizando, diría que este concepto viene a ser una negación del conocimiento de sí mismo. Es la condición indispensable para que sea posible la más radical de las revoluciones. Una revolución…, ¿cómo podría explicártelo?, que haría del capital un elemento integrante del trabajo, y de éste un elemento integrante de aquél.

—Un poco fantástico, ¿no?

—Todo lo contrario. Precisamente lo fantástico es el conocimiento —me contestó con energía—. Como es natural, todo lo que te estoy diciendo son meras palabras. Por mucho que lo intentara, no alcanzaría a explicarte, por ejemplo, cómo es la «voluntad» del jefe. Mi explicación no pasaría de ser una muestra de la interrelación que media entre esa «voluntad» y yo, expresada con otra interrelación distinta, de orden lingüístico. La negación del conocimiento lleva aparejada la negación de la palabra. Cuando pierden sentido el conocimiento de sí mismo y la continuidad evolutiva, los dos pilares del humanismo europeo occidental, la palabra pierde sentido a su vez. La existencia no depende del individuo, sino del caos. El ser que eres tú no es tal ser individual. Es caos, y nada más. La existencia es comunicación; y la comunicación, existencia.

De repente, la habitación pareció helarse, y tuve la sensación de que a mi lado estaban preparando una cama calentita. Alguien me invitaba a meterme en ella. Sin embargo, aquello era una alucinación, claro. Estábamos en septiembre, y fuera las cigarras seguían cantando.

—La ampliación de la conciencia que vuestra generación llevó a cabo, o trató de llevar a cabo, a fines de los años sesenta, terminó en un rotundo fracaso, precisamente por estar basada en lo individual. Es decir, cuando se trata de ampliar la conciencia sin que se opere un cambio sustancial en los individuos, a fin de cuentas se cae en la desesperación. Y eso es, ni más ni menos, la mediocridad a la que me refería antes. No obstante, por mucho que te lo explique, no lo vas a comprender. Y no es que espere que lo entiendas. Sólo me esfuerzo por ser honesto contigo.

»Pasando al tema del dibujo que hace poco te entregué, es una copia del que se conserva archivado en el historial clínico del hospital militar americano. Está fechado el 27 de julio de 1946. Es un dibujo que hizo el jefe, a petición de los médicos, para plasmar sus alucinaciones. Según el testimonio de los archivos médicos, este carnero se le aparecía al jefe con muchísima frecuencia en sus alucinaciones. Para precisar, aproximadamente un ochenta por ciento de las veces. Es decir: hasta cuatro de cada cinco veces que sufría alucinaciones, el carnero formaba parte de ellas. Y no se trataba de un carnero vulgar y corriente, sino de este carnero de tono castaño que lleva una estrella en el lomo.

»Por otra parte, el emblema del carnero que va grabado en ese encendedor lo usó el jefe, como su sello personal, a partir de 1936. Me imagino que ya te habrás dado cuenta: el carnero de ese emblema coincide totalmente con el del dibujo que se conservó archivado en el historial clínico. Y, por si fuera poco, coincide también con el carnero de la foto que tienes ante ti. ¿No te parece muy curiosa tal circunstancia?

—Será por pura y simple casualidad —dije.

Traté de dar a mis palabras un tono despreocupado, pero no tuve mucho éxito, formalmente.

—Aún hay más —continuó el hombre—. El jefe recopilaba con gran interés cualquier información que pudiera llegarle, tanto de nuestro país como del extranjero, relacionada con carneros. Una vez por semana, dedicaba unas horas a revisar personalmente las informaciones relativas a carneros aparecidas en los periódicos y revistas publicados aquella semana en Japón. Yo lo ayudaba siempre en esa tarea. El jefe se lo tomaba muy a pecho. Como si buscara algo concreto, ésa es la verdad. Y una vez que el jefe cayó enfermo, tomé personalmente a mi cargo ese quehacer. Resultaba intrigante. ¿Por qué tenía tanto interés el jefe? Y entonces apareciste tú. Tú y tu carnero. Se mire como se mire, no puede considerarse una mera casualidad.

Sopesé el encendedor. Tenía un peso en verdad agradable. Ni demasiado pesado, ni demasiado ligero. Parecía increíble que en este mundo existiera un objeto tan bien equilibrado.

—¿Tienes idea de por qué el jefe se tomó con tanto empeño la búsqueda del carnero?

—No —le respondí—. Sería más sencillo preguntárselo a él.

—Si se le pudiera preguntar, sí. Pero desde hace un par de semanas, está inconsciente. Es de temer que no recobre el sentido. Y si el jefe muere, morirá con él el secreto de ese carnero que lleva la impronta de una estrella en el lomo, quedará para siempre enterrado en las tinieblas. Es algo a lo que no puedo resignarme. No por las pérdidas o ganancias que pueda reportarme a nivel personal, sino por razones mucho más trascendentales.

Levanté la tapa del encendedor; dándole a la ruedecilla, lo encendí. A continuación, cerré la tapa.

—Tal vez estés pensando que lo que te digo es una sarta de tonterías. Sin embargo, me gustaría que comprendieras que es todo lo que nos queda. El jefe muere. Y con él se muere esa «voluntad» única. En consecuencia, cuanto rodea a su «voluntad» se extinguirá con él. Después sólo quedará lo que se pueda contar en cifras. Nada más. Así que necesito dar con ese carnero.

Por primera vez, mi interlocutor cerró los ojos durante unos segundos, breve intervalo en el que se mantuvo silencioso.

—Se me ha ocurrido una hipótesis. No es más que eso, desde luego. Si no te gusta, olvídala. Creo que ese carnero es, ni más ni menos, la matriz de la «voluntad» del jefe.

—Eso suena a cuento de hadas —dije. Pero no me prestó atención.

—Sospecho que el carnero se metió dentro del jefe. Tal vez fue eso lo que ocurrió en 1936. A partir de entonces, y durante más de cuarenta años, el carnero ha vivido dentro del jefe. Es posible que allí haya una pradera y unos abedules blancos. Justamente como en esa fotografía. ¿Qué te parece?

—Me parece una hipótesis más bien pintoresca —le dije.

—Es que es un carnero especial. Muy especial. Me he propuesto dar con él, y para eso necesito tu ayuda.

—Y entonces ¿qué?

—Pues… no sé. Quizá ya no se pueda hacer nada, o tal vez las posibles soluciones desborden con mucho mi capacidad. En tal caso, se acabarían todas mis esperanzas. Pero si por casualidad ese carnero deseara algo para volver, haría todo cuanto estuviera en mi mano por conseguírselo. Si el jefe se muere, mi vida ya no tendrá sentido.

Tras decir esto, guardó silencio. También yo estaba callado. Tan sólo las cigarras seguían cantando. Murmuraba la arboleda del jardín al rozarse sus innumerables hojas, movidas por el viento del crepúsculo. El interior de la casa seguía sumido en el silencio. Era como si los gérmenes de la muerte pulularan por la mansión igual que una fatal epidemia. Trataba de imaginarme la pradera en el interior de la cabeza del jefe. Una inacabable pradera de hierba agostada, que el carnero había abandonado en busca de mejores pastos.

—Insisto una vez más: dime cómo te has hecho con esa fotografía.

—No puedo —le contesté.

El hombre lanzó un suspiro.

—Te he hablado con toda sinceridad —dijo—. Por eso exijo que me hables con franqueza.

—Creo que no debo decírselo. Si lo hiciera, tal vez acarrearía algún perjuicio a la persona que me proporcionó la fotografía.

—Así que —añadió él— tienes motivos para suponer que esa persona puede sufrir algún perjuicio a causa de la foto del carnero.

—No tengo ningún motivo, sólo es intuición. Aquí tiene que haber trampa. He estado pensándolo todo el rato mientras usted hablaba. Aquí tiene que haber por fuerza alguna trampa. Me lo dice un sexto sentido.

—Y por eso no quieres hablar.

—Claro —le contesté, y me quedé pensativo un momento—. Sé que hay muchas maneras de fastidiar a la gente, y también sé los métodos que se emplean para ello, pueden ser extremadamente sutiles. Así pues, trato de evitar que la gente me cause perjuicios. Y por eso no me gusta causarlos. Sin embargo, comprendo que usted no se dará por satisfecho con mi silencio y, a la larga, tanto yo como mi informador podemos salir perjudicados. A pesar de todo, no quiero ser yo quien lleve las cosas por ese camino voluntariamente. Es una cuestión de principios.

—No acabo de entenderte —me contestó.

—Lo que intento decirle es que la mediocridad puede tener diversas formas.

Me puse un cigarrillo entre los labios y lo encendí con el encendedor que tenía en la mano. Inhalé el humo. Así me sentí un poco aliviado.

—Si no quieres hablar, allá tú —dijo el hombre—. Pero tendrás que ir en busca del carnero. Éstas son nuestras condiciones: si en dos meses, a partir de hoy, logras dar con el carnero, te gratificaremos con la recompensa que pidas; pero si no logras dar con él, tanto tú como tu empresa estaréis acabados. ¿De acuerdo?

—Creo que no me queda otra opción —respondí—. Pero ¿y si resultara que no existe el tal carnero con la impronta de la estrella en su lomo, y todo se hubiera debido a un error?

—El resultado no cambia. Ni para ti ni para mí. No hay más alternativa que encontrar al carnero o no. Sin términos medios. Lo siento por ti, pero, como ya te dije antes, eres tú quien ha limitado su margen de maniobra. Una vez que te has hecho con el balón, no te queda más remedio que correr hacia la portería, incluso si no hay tal portería. ¿Lo entiendes?

—Ya —le contesté.

El hombre sacó un grueso sobre del bolsillo de su chaqueta y me lo puso delante.

—Puedes usarlo para los gastos —me dijo—. Si no te bastara, llama por teléfono. Al punto se te enviará más. ¿Alguna pregunta?

—Pregunta, no; pero sí tengo un comentario.

—¿De qué tipo?

—En su conjunto, este asunto es tan absurdo que resulta increíble; sin embargo, al oírselo contar, parecía como si hubiese en él algo de verdad. Desde luego, aunque explicara por ahí todo lo que me ha dicho, nadie me creería.

El hombre torció levemente el labio. A su manera, sonreía.

—Mañana, sin más dilación, empiezas la búsqueda. Como te he dicho, tienes dos meses, a partir de hoy.

—La tarea es difícil. Puede que no baste con dos meses, tratándose, como se trata… se trata, de encontrar un carnero en un territorio inmenso.

El hombre me miró fijamente sin decir palabra. Tuve la sensación de que aquella mirada me convertía en algo así como una piscina vacía. Una piscina vacía, sucia, agrietada, que probablemente pronto será demolida. Estuvo treinta segundos largos mirándome a la cara sin pestañear. Luego, abrió parsimoniosamente los labios:

—Más valdría que te fueras —dijo.

—Lo mismo opinaba yo, por cierto.