1.
Del nacimiento, desarrollo
y declive de la Ciudad de Junitaki

En el tren que de buena mañana partía de Sapporo con dirección a Asahikawa, y mientras me bebía una cerveza, me puse a leer el grueso libro —enfundado en un estuche de cartón— Historia de la ciudad de Junitaki. Decir Junitaki era decir el lugar donde se encontraba la finca que fuera del profesor Ovino. Tal vez leerme todo aquello no me sirviera para maldita la cosa, pero tampoco me iba a perjudicar. El autor, nacido en Junitaki en 1940 y licenciado en literatura por la Universidad de Hokkaidō, según decía la solapa del libro era un renombrado especialista en la historia de aquellos lugares. Para tener tanto renombre, sólo había publicado aquel libro, que salió a la luz en mayo de 1970. Ni que decir tiene que mi ejemplar era de la primera edición.

Según el libro, los primeros colonos que se asentaron en el territorio de la que hoy es ciudad de Junitaki, llegaron a comienzos del verano de 1881, año 13 del período Meiji. Eran en conjunto dieciocho personas, todas ellas pobres labriegos sin tierras de Tsugaru; puestos a hablar de sus bienes, se reducían a algunos aperos de labranza, su ropa, su ajuar de cama, sus cacerolas y sus machetes.

Al pasar por una aldea de ainus —los aborígenes de Hokkaidō— cercana a Sapporo, alquilaron por poco dinero los servicios de un joven ainu como guía; era un muchacho de ojos oscuros, delgado y cuyo nombre, en su lengua, significaba Luna Llena Menguante. (Tal vez porque tuviera tendencias maníaco-depresivas, según conjetura del autor).

La verdad es que, como guía, aquel joven ainu resultó ser mucho más competente de lo que parecía a primera vista. Aunque no entendía apenas el japonés, se las arregló para conducir hacia el norte, bordeando el río Ishikari, a aquellos dieciocho campesinos, tan miserables como suspicaces. Tenía una idea clara de adónde debía dirigirse para encontrar tierras fértiles.

Al cuarto día, el grupo llegó a un paraje amplio, bien regado y sembrado en toda su extensión de preciosas flores.

—¡Aquí tenéis un buen sitio! —exclamó con satisfacción el muchacho—. Pocos animales salvajes, terreno fértil, salmones en abundancia.

—Ni hablar —dijo el que llevaba la voz cantante entre los campesinos, sacudiendo la cabeza—. Sigamos.

El joven guía pensó que, dada la mentalidad de aquellos campesinos, para ellos adentrarse más hacia el interior significaba la posibilidad de encontrar mejores tierras. «Vale. Si eso es lo que quieren, adelante, y en paz», se dijo.

El grupo siguió caminando un par de días hacia el norte. Así fue como dieron con un terreno elevado que, aunque no fuera tan fértil como el anterior, ofrecía seguridad frente a posibles inundaciones.

—¿Qué tal? —preguntó el joven—. Este sitio parece bueno. ¿Qué tal?

Los campesinos negaron con la cabeza.

Tras repetirse unas cuantas veces esta escena, los expedicionarios arribaron finalmente a lo que hoy es el río Asahi. Estaban a siete días de viaje desde Sapporo, y habían recorrido ciento cuarenta kilómetros, aproximadamente.

—¿Qué tal aquí? —preguntó sin demasiadas esperanzas el joven guía.

—No, no —contestaron los labriegos.

—Pero es que, a partir de aquí, hay que escalar montañas y más montañas.

—No nos importa —respondieron la mar de contentos los campesinos.

Así fue como cruzaron el paso de Shiogari.

Había, evidentemente, una razón para que los campesinos rechazaran asentarse en las fértiles tierras de la llanura y buscaran a toda costa terrenos inexplorados. Todos ellos estaban cargados de deudas, y habían abandonado en plena noche su pueblo natal para no tener que pagarlas; por eso procuraban evitar, sin escatimar esfuerzo alguno, las tierras llanas, más expuestas siempre a las miradas indiscretas.

Como es obvio, el joven ainu no sabía nada de todo esto. Y su reacción natural ante la negativa de los campesinos a asentarse en tierras fértiles, y más aún cuando vio su afán por avanzar hacia el norte, fue de sorpresa primero y de aflicción después. Incluso llegó a sentir miedo.

Sin embargo, el joven, dotado al parecer de un carácter excepcional, cuando cruzaron el paso de Shiogari ya se había hecho a la idea de que, por alguna fatalidad incomprensible, su destino era conducir a aquellos labriegos más y más al norte. Eso le llevó a elegir ex profeso caminos ásperos y peligrosos marjales, para así complacer a los campesinos.

Al cuarto día de marcha hacia el norte, después de dejar atrás el paso de Shiogari, la expedición se topó con un río que corría de este a oeste. Tras considerar la situación decidieron continuar hacia el este.

El terreno era ciertamente fragoso, y avanzar resultaba un suplicio. Tuvieron que abrirse camino entre matorrales de bambú que crecían como un mar verde; emplearon media jornada de marcha en atravesar una pradera de hierba, tan alta, que llegaba a cubrirlos; cruzaron terrenos pantanosos sumergidos en lodo hasta el pecho; escalaron montañas rocosas. Pero, sobre todo, avanzaron hacia oriente. Por la noche plantaban tiendas en la ribera del río, y se dormían oyendo aullar a los lobos. Tenían las manos ensangrentadas de abrirse paso entre los matorrales. Los mosquitos no los dejaban ni a sol ni a sombra, y llegaban a metérseles en las orejas para chuparles la sangre.

Siguiendo en su marcha hacia el este, llegaron a un lugar cercado de montañas, más allá del cual era inútil intentar avanzar. Pasado aquel punto ya no era posible la vida humana, manifestó el guía. Así que, finalmente, los campesinos dieron por terminada su marcha en aquel lugar, distante 260 kilómetros de Sapporo. Era el día 8 de julio de 1881, año 13 del período Meiji.

Ante todo, se ocuparon en examinar el terreno, así como la calidad del agua y de los suelos. Y descubrieron que el sitio era sumamente apto para la agricultura. En consecuencia, tras distribuirse el terreno entre las familias, levantaron en el centro una cabaña comunal construida con leños.

El joven ainu se encontró un día con una partida de cazadores de su raza que merodeaba por allí, y se acercó para preguntarles:

—¿Cómo se llama este lugar?

—¿Crees que un rincón perdido como éste puede tener un nombre? —le contestaron.

De modo que, por un tiempo, aquel lugar careció incluso de nombre. Un poblado que está a más de sesenta kilómetros de distancia de cualquier núcleo habitado (y cuyos habitantes además, no desean relacionarse con sus vecinos) puede pasarse sin tener nombre. En 1889, llegó un funcionario del gobierno regional de Hokkaidō para hacer un censo general de la población y les dijo a los colonos que era necesario que el poblado tuviera nombre. Pero ninguno de ellos sentía en lo más mínimo esa necesidad. Es más, los colonos se reunieron en la cabaña comunal, y acordaron por unanimidad que «no se le pondría nombre al poblado». El funcionario no vio otra salida que —basándose en el hecho de que el río formaba doce cascadas en su curso por los alrededores del poblado— llamar al lugar poblado de Junitaki (es decir de las doce cascadas). Así lo hizo constar en su informe a la oficina del censo de Hokkaidō; y a partir de entonces, el nombre de poblado de Junitaki (más tarde, pueblo de Junitaki) se convirtió en la denominación oficial de aquella aldea. Todo esto, sin embargo, pertenece a la historia posterior de Junitaki.

Volvamos a 1882, año 14 del período Meiji.

El territorio estaba situado entre dos montañas, que se unían formando un ángulo de sesenta grados. Por el centro lo cruzaba el río, que había excavado una profunda barranca. Ciertamente, parecía el último rincón del mundo. Por la superficie de la tierra se enmarañaban los matorrales de bambú, mientras que inmensos bosques de coníferas extendían sus raíces hasta las entrañas del suelo. Lobos, alces, osos, ratas almizcleras y pájaros de todos los tamaños pululaban por doquier en busca de alimento. Las cigarras y los mosquitos abundaban extraordinariamente.

—¿De veras piensan quedarse aquí? —preguntó desconcertado el joven ainu.

—Por supuesto —respondieron los campesinos.

Nunca se ha sabido por qué, pero el hecho es que el joven no volvió a su tierra natal, sino que permaneció junto a los colonos. Quizá se debiera a la curiosidad de ver cómo acababa aquello, según conjetura del autor (el cual, ciertamente, abusaba un poco de las conjeturas). No obstante, de no ser por la presencia del joven, resulta dudoso que los colonos se hubieran bastado a sí mismos para pasar aquel invierno. El muchacho les enseñó a conocer las raíces comestibles, cómo protegerse de la nieve, el modo de pescar en el río helado, el arte de poner trampas para lobos, la manera de hacer huir a los osos en el período previo a su hibernación, la ciencia de predecir el tiempo según soplara el viento, el modo de evitar los sabañones, la técnica culinaria para preparar suculentos asados de raíces de bambú, el truco para conseguir que los abetos cayeran en una determinada dirección al talarlos… A la postre, todos reconocieron su valía, y el joven recuperó la confianza en sí mismo. Andando el tiempo, se casó con la hija de uno de los colonos, tuvo tres hijos e incluso tomó un nombre japonés. Así que Luna Llena Menguante dejó de existir.

No obstante, a pesar de esta denodada lucha del joven ainu contra los elementos, la existencia de los colonos transcurría en medio de una gran estrechez. Para el mes de agosto, cada familia había levantado su propia cabaña, la cual no pasaba de ser un burdo ensamblaje de troncos, dispuestos verticalmente, por entre los cuales las ventiscas invernales se infiltraron a placer. Al levantarse por la mañana, no era nada raro encontrarse con un palmo y medio de nieve dentro de la habitación. Como los colchones y la ropa de casa escaseaban, los hombres solían dormir acurrucados sobre una estera ante el fuego. Cuando se agotaron las provisiones que tenían en reserva, salieron a pescar en el río y excavaron la nieve en busca de helechos o raíces que pudieran servirles de alimento. Con todo, a pesar de ser un invierno particularmente frío, no hubo ni una sola baja en la colonia. Tampoco hubo disputas ni quejas. Aquellas gentes estaban demasiado acostumbradas a la pobreza para quejarse.

Llegó la primavera. Nacieron dos bebés, y la población de la aldea ascendió a veintiuna personas. Las mujeres embarazadas estuvieron trabajando en el campo hasta que empezaron a sentir los dolores del parto, y al día siguiente de dar a luz volvieron a sus tareas. En las tierras que iban roturando plantaron mijo y patatas. Los hombres talaban los árboles y quemaban sus raíces, para convertir los claros resultantes en terrenos de cultivo. Una nueva vida asomó sobre la faz de la tierra: el campo empezaba a dar sus primeros frutos; pero justamente cuando los labradores pensaban que lo peor había pasado, sobrevino una gran plaga de langostas.

El enjambre de langostas llegó de más allá de las montañas. Al principio, semejaba una enorme nube negra. Luego, la tierra pareció estremecerse. Nadie sabía qué era aquello, excepto el joven ainu. Éste dio órdenes a los hombres para que encendieran fogatas dispersas por los campos. Vertieron hasta la última gota de petróleo sobre todo lo que había en el poblado susceptible de ser quemado, y le prendieron fuego. El ainu dijo a las mujeres que salieran con ollas y cucharones en las manos, y las golpearan sin parar. El joven —como después todo el mundo reconoció— hizo cuanto podía hacerse. Sin embargo, fue en vano. Decenas de miles de langostas se precipitaron sobre los campos y devoraron las cosechas sin dejar ni rastro.

Una vez que las langostas se hubieron marchado, el joven lloró de desesperación, pero ninguno de los colonos derramó una lágrima. Reunieron las langostas muertas y las quemaron. Terminada la quema, se dedicaron con más ahínco si cabe a desbrozar el terreno para dedicarlo al cultivo.

Aquella gente pasó el invierno siguiente comiendo pescado del río, helechos y raíces. Al llegar la primavera, nacieron tres niños más, y los colonos prepararon los campos e hicieron la siembra. En verano volvieron las langostas y arrasaron de nuevo la cosecha. Esta vez, el joven ainu no lloró.

Las invasiones de langostas se acabaron, por fin, al tercer año. Llovió mucho, y el agua pudrió los huevos de las langostas. Claro que las interminables lluvias también dañaron las cosechas. Al año siguiente surgió una inesperada plaga de escarabajos. Y el verano del año que siguió a éste fue inusualmente frío.

Al llegar a este punto, cerré el libro, me bebí otra cerveza, saqué de la bolsa una lata de huevas de salmón, y me la comí.

Mi amiga estaba dormida en el asiento de enfrente, con los brazos cruzados. El sol de aquella mañana otoñal, que entraba por la ventanilla, derramaba sobre sus rodillas un tenue velo de luz. Una polilla solitaria revoloteaba zigzagueando, como un trozo de papel a merced del viento. Repentinamente, se posó sobre el pecho de mi amiga, donde descansó un momento antes de alejarse volando. Cuando se marchó, en mi amiga pareció operarse un cambio casi imperceptible, como si hubiera envejecido un poco.

Tras fumarme un cigarrillo, abrí el libro y reanudé la lectura de la Historia de la ciudad de Junitaki.

Al sexto año, la colonia empezó por fin a prosperar. Los campos daban sus frutos, las viviendas mejoraron y la gente se había aclimatado a vivir en aquella región fría. Las cabañas de troncos fueron sustituidas paulatinamente por casas bien construidas de madera; se levantaron hornos; se compraron lámparas de petróleo. Los colonos cargaban sus barcas con lo que sobraba de las cosechas, así como con pescado seco y cornamentas de alce, y lo transportaban —en un viaje de dos días— hasta la ciudad, donde se aprovisionaban de sal, ropa y aceite. Algunos aprendieron a hacer carbón a partir de los árboles talados para desbrozar el terreno. Río abajo se fueron fundando aldeas semejantes, con lo que surgió un incipiente comercio.

A medida que avanzaba la colonización, se hacía sentir cada vez más, como un problema grave, la escasez de brazos. De modo que los lugareños convocaron una asamblea, en la cual, durante dos días, se debatieron diversos puntos de vista; se llegó a la conclusión de que se imponía pedir refuerzos, en forma de nuevos labradores, al pueblo de donde procedían. El problema radicaba en las deudas insatisfechas; sin embargo, unas discretas consultas, realizadas por carta, les hicieron saber que los acreedores habían desistido finalmente de cobrar. Entonces, el de mayor edad entre los colonos escribió cartas a algunos de sus antiguos paisanos en el sentido de «animarlos a venir, a fin de trabajar juntos desbrozando nuevas tierras para el cultivo». Esto ocurrió en 1889, el año en que se llevó a cabo el censo de población que tuvo como consecuencia que un funcionario decidiera dar al poblado el nombre de Junitaki.

Al año siguiente, seis nuevas familias llegaron al poblado, sumándose así diecinueve personas a los primeros colonos. Se les recibió en la cabaña comunal, adornada para el caso. Hubo lágrimas de alegría por ambas partes, para celebrar el reencuentro. A los nuevos vecinos se les asignaron tierras; y con la generosa colaboración de los pobladores veteranos, labraron sus campos y construyeron sus casas.

En 1893 llegaron cuatro familias más, con dieciséis personas en total. En 1897 llegaron otras siete familias, con veinticuatro personas.

De este modo, la población fue aumentando. La cabaña comunal fue ampliada y se convirtió en un espléndido centro de reuniones, y junto a ella se construyó un pequeño templo sintoísta. El poblado de Junitaki pasó a llamarse pueblo de Junitaki. La base de la alimentación de sus habitantes seguía siendo el mijo, pero ocasionalmente ya se le añadía arroz. Y aunque el servicio de correos era aún irregular, un cartero pasaba por allí de vez en cuando.

Como es natural, no faltaron los tragos amargos. Los funcionarios del Estado se presentaban en Junitaki con cierta frecuencia, para cobrar impuestos y recoger a los mozos que habían de prestar el servicio militar. Esto contrariaba particularmente al joven Ainu (que por aquel entonces ya mediaba la treintena), que no podía entender la necesidad de los impuestos y del servicio militar.

—Antes todo iba mejor —solía decir.

El pueblo, con todo, seguía progresando.

Dado que una gran meseta próxima al pueblo era apropiada para el pastoreo, en 1903, bajo los auspicios de la administración regional, se decidió plantar allí un forraje destinado al ganado ovino. Las autoridades enviaron funcionarios que se encargaron de dirigir las obras: levantar vallas, conducciones de agua, construcción de corrales… Luego vino el arreglo del camino que corría a lo largo del río, realizado por condenados a trabajos forzados, y poco más tarde recorrieron ese camino los primeros rebaños de carneros, que los campesinos habían recibido del Estado a precio de costo. Los colonos no acababan de comprender por qué el Estado se mostraba tan generoso. Muchos pensaron que como hasta entonces habían pasado tantas penalidades, no vendría mal gozar de cierta prosperidad.

Como es obvio, el Estado no había cedido los carneros al campesinado porque sí. Resulta que el estamento militar, con vistas a disponer de un suministro suficiente de lana para tejidos de abrigo —necesarios para futuras campañas militares en el continente asiático—, había presionado para que se diera orden al Ministerio de Agricultura y Bosques de promover la cría y desarrollo del ganado ovino; en consecuencia, dicho ministerio había traspasado el encargo a las autoridades locales de Hokkaidō. La guerra ruso-japonesa estaba cada vez más próxima.

En Junitaki la persona que más se interesó por la cría de los carneros fue aquel joven ainu. Aprendió de los funcionarios gubernamentales todo lo relativo al pastoreo, y poco a poco se fue convirtiendo en responsable de los rebaños. No se sabe concretamente por qué llegó a interesarse de tal modo por la ganadería ovina. Quizá fuera porque no acababa de acostumbrarse a la vida en aquel pueblo, que se hacía cada vez más compleja a medida que su población aumentaba.

Los carneros llegados a los pastos eran treinta y seis de raza Southdown y veintiuno de raza Shropshire; con ellos llegaron dos perros pastores escoceses de raza Border. El joven ainu pronto se convirtió en un pastor experto, y bajo su cuidado tanto los carneros como los perros fueron aumentando en número. El pastor ainu llegó a querer entrañablemente a los carneros y a los perros. Las autoridades estaban satisfechas. Los descendientes de los dos primeros perros pastores llegados a Junitaki se hicieron famosos por su habilidad para el pastoreo, y eran solicitados desde todos los rincones de la isla.

Nada más empezar la guerra ruso-japonesa, fueron llamados a filas cinco muchachos del pueblo, y se les envió al frente chino. Los cinco fueron adscritos al mismo batallón, y, de resultas de la explosión de una granada enemiga, dos de ellos murieron y otro perdió el brazo izquierdo. Cuando terminó la batalla, tres días después, los dos soldados supervivientes recogieron los restos dispersos de sus compañeros caídos. Uno de ellos era hijo del pastor ainu, y el otro era de una de las primeras familias que llegaron a Junitaki. Al morir llevaban puestos sus gruesos capotes de lana.

—¿Por qué ese afán de hacer la guerra en países extranjeros? —le preguntaba a todo el mundo el pastor ainu. Por aquel entonces, ya contaba cuarenta y cinco años.

Nadie supo responderle. El pastor ainu dejó la ciudad para recluirse en los pastos, donde se pasaba la vida junto a los carneros. Su esposa había muerto cinco años antes, de una pulmonía que se le complicó, y sus dos hijas ya estaban casadas. Como recompensa por su dedicación al ganado, el municipio lo gratificó con la asignación de un modesto jornal y comida.

A raíz de la pérdida de su hijo, se volvió muy huraño. Murió a los sesenta y dos años. El zagal que lo ayudaba descubrió una mañana de invierno su cadáver sobre el suelo de la choza. Había muerto de frío. Dos perros pastores, nietos de aquellos primeros Border escoceses, se habían situado a ambos lados del cadáver con aire de desesperación y lanzaban lastimeros gañidos. Los carneros mascaban su forraje en los corrales, ajenos a lo ocurrido. El ruido que hacían, masca que te masca, resonaba en el interior de la silenciosa cabaña como un concierto de castañuelas.

La historia de la ciudad de Junitaki continuaba, por más que la del joven ainu se hubiera acabado. Me dirigí a los aseos del tren, donde oriné las dos latas de cerveza. De vuelta a mi asiento, vi que mi amiga se había despertado y contemplaba distraída el paisaje a través de la ventanilla. Tras aquella ventanilla se extendían arrozales, interrumpidos de vez en cuando por la estructura vertical de un silo. El río tan pronto se nos acercaba como se alejaba de nosotros. Fumándome un cigarrillo, contemplé a ratos el perfil de mi amiga ensimismada en la contemplación del paisaje. Ella no pronunció una palabra Cuando terminé mi cigarrillo, volví al libro. Las sombras de un puente metálico pasaron temblorosas sobre sus páginas abiertas.

Concluido el triste relato de la vida de aquel joven ainu que murió siendo un viejo pastor de carneros, la historia de Junitaki se convirtió en un rollo de tomo y lomo. Aparte de que una epidemia de meteorismo acabó con diez carneros en un año, y de que la cosecha de arroz recibió ocasionalmente el castigo de las heladas, el pueblo se fue desarrollando a buen ritmo, y en el período Taisho (1912-1925) recibió la calificación de ciudad. Una ciudad que prosperó y poco a poco fue contando con servicios públicos: se construyó una escuela primaria, un ayuntamiento, una oficina de correos. La época de la colonización de Hokkaidō estaba tocando a su fin.

La expansión de la agricultura alcanzó sus límites naturales, y entre los descendientes de aquellos pobres labriegos, hubo algunos que optaron por marcharse de la ciudad para buscar mejores oportunidades en tierras de Manchuria o Sajalín.

Al llegar al año 1937, en el libro había un párrafo relativo al profesor Ovino. El señor X, un investigador de treinta y dos años, conocido por los estudios realizados en Corea y Manchuria como técnico del Ministerio de Agricultura y Bosques, tras cesar en su cargo se había establecido al norte de Junitaki para dedicarse a la cría de ganado ovino. Ésta era la única referencia al profesor Ovino en aquel libro. El renombrado historiador que había escrito aquel rollazo, por lo demás, al llegar a la década de los treinta parecía haber perdido todo interés por la historia de Junitaki, de suerte que su narración se volvió fragmentaria y estereotipada. Incluso el estilo, comparado con el que empleaba al contar la vida del joven ainu, había perdido su deliciosa frescura.

Decidí dar un salto de casi treinta años, de 1938 a 1965, y pasar al capítulo titulado «La ciudad actual». El adjetivo «actual» del libro se refería a 1970, así que de actualidad tenía ya poco. Lo verdaderamente actual era octubre de 1978. No obstante, al escribir la historia de lo que sea, parece que es indispensable rematarla con un capítulo dedicado a la «actualidad». Y aunque lo actual pierda muy pronto su actualidad, nadie podrá negar el hecho de que la actualidad siempre será actual. Si la actualidad dejara de ser actual, la historia dejaría de ser historia.

Según la Historia de la ciudad de Junitaki, en abril de 1969 su población era de quince mil habitantes, lo cual suponía un descenso de seis mil respecto de la de diez años antes; casi toda esa disminución se debía al éxodo rural. Además de los cambios propiciados por un período de alta industrialización, no había que olvidar la poca aptitud climática de Hokkaidō para la agricultura a la hora de explicar un éxodo rural de tales proporciones. Siempre, claro, según el autor.

Y bien, ¿qué suerte habían corrido las tierras de labor, una vez abandonadas? Pues habían vuelto a ser bosques. Sobre aquel terreno regado con sudor de sangre por sus antepasados, donde éstos habían conseguido tierras para el cultivo a base de talar los bosques, los actuales habitantes de Junitaki plantaban ahora árboles. Sorprendente, ¿no?

Así pues, la principal industria de Junitaki era en la actualidad la forestal y maderera. En la ciudad había varios talleres de carpintería, donde se fabricaban cajas para televisores, marcos de espejos y recuerdos turísticos —como ositos y figuras tradicionales de la artesanía ainu—. La antigua cabaña comunal fue convertida en museo de la colonización, donde se mostraban al público, entre otras cosas, aperos de labranza, utensilios de cocina y mobiliario de aquellos tiempos. También había recuerdos personales de los jóvenes del pueblo caídos en la guerra ruso-japonesa. Incluso una fiambrera abollada por la dentellada de un oso. También se conservaban allí, como reliquias, las cartas dirigidas al pueblo natal de los primeros colonos, en las que se pedían noticias sobre las deudas pendientes.

Sin embargo, en honor a la verdad había que decir que Junitaki, en la actualidad, era una ciudad tremendamente aburrida. La gente, en general, al volver a casa del trabajo veía la televisión —un promedio de cuatro horas por persona— y luego se iba a la cama. El porcentaje de votantes era alto en todas las elecciones, pero los vencedores solían estar decididos de antemano. El lema de la ciudad: «Vivir con plenitud en plena naturaleza», campeaba en un gran rótulo luminoso en la plaza de la estación.

Cerré el libro con un bostezo, y me quedé dormido.