Detonación
La ciudad comenzó a arder pasto del fuego Etyriano elevando la temperatura hasta límites inauditos. Se acabó nuestro tiempo, envolví a mis amigos en un abrazo energético y me proyecté directamente a las puertas del templo de las dinastías. Allí arriba sí que había un auténtico caos, todos los rocfos querían acceder a los rackvenur para salvarse pero los dragones Etyrianos estaban reservados para Akour y los demás mandos de Fuerrun. Algunos yacían en el suelo inconscientes pisoteados por sus congéneres, otros ya llevaban muertos un buen rato y el resto era víctima de una histeria colectiva. Por un momento me inspiraron lástima, al fin y al cabo no eran más que pobres inocentes en manos de su propia creadora, pero no podía compadecerme de ellos, no cuando la vida de mi familia estaba en peligro.
Nos encaminamos como pudimos hasta la puerta donde nos esperaba un buen número de guardias pero no había tiempo que perder, adelanté a mis amigos dispuesto a apartarlos de un solo golpe pero en ese momento una lluvia de flechas incendiadas ensombreció nuestra posición. Alcé el brazo e intenté detenerlas, la mayoría salieron disparadas pero un grito de dolor hizo que perdiera la concentración.
–¡No! –grité al ver que el pecho de Altaír había sido atravesado por dos flechas.
Corrí hacia él y lo tomé entre mis brazos. No podía creerlo, esto no podía ser verdad. No y mil veces no, no podía perder a un amigo… –los lobos y la Sra. Pimentel se enzarzaron en una pelea con los guardias. Los gritos del pueblo rocfo, los rugidos de los lobos y los lamentos de las almas que ya recorrían cada rincón de la ciudad se silenciaron para mí.
–Todo saldrá bien –susurré a mi amigo conteniendo las lágrimas.
–Vete Alexander, no hay tiempo –susurró Altaír al mismo tiempo que un chorro de sangre salía de su boca.
–Déjame ayudarte –sollocé sin saber muy bien cómo podía hacerlo–. Te prometí que volverías a la Tierra con nosotros…que volverías a tu hogar –no lo pude contener por más tiempo, mis ojos rojos se apagaron ahogados por mis lágrimas.
–Mi hogar desapareció hace ya mucho tiempo, Alexander –su voz era un fino hilo apenas audible–. Estoy feliz, ahora al fin podré reencontrarme con mi familia en el otro lado. Veo la luz, Alexander, la veo…
–¡¡¡No!!! ¡¡¡Huye, no vayas hacia ella, es una trampa!!! –grité desesperado pero ya era tarde. La vida abandonó para siempre el cuerpo de Altaír.
Con el cuerpo inerte de mi amigo en brazos noté cómo el fuego de mi interior, uno que podría vaporizar a un millón de corrientes térmicas Etyrianas, comenzó a expandirse por todo mi ser. Cerré los ojos de Altaír y lo dejé caer en el suelo. A medida que caminaba hacia la batalla que libraban mis amigos, mi cuerpo volvió a cambiar, las venas de mis brazos, cuello y alrededor de los ojos se inyectaron del magma que coloreó mi mirada con el rojo más vengativo. Concentré mi energía en los oponentes de mis amigos y los pulvericé sin tan siquiera tocarlos. La ciudad se inclinaba hacia un lado pero aquel movimiento no me afectó, mi cuerpo levitaba entre las olas de muerte que me rodeaban por todos lados. Cosa que los habitantes de Fuerrun no podían hacer; sin que ninguno pudiera hacer nada para cambiar su destino caían en oleadas hacia el vacío. Mi siguiente embestida energética hizo desaparecer la puerta del templo del cual emergieron ya no solo soldados sino también un centenar, como mínimo, de pequeños kreimes. Lo hice de nuevo, con una simple mirada dejaron de existir.
Mis amigos, al tener vía libre, entraron en el templo adelantándome pero algo los detuvo, se quedaron clavados en el suelo a pocos metros de la entrada. Mis alarmas se dispararon y entré de inmediato. En su interior encontré algo que hizo que pusiera los pies en la tierra literalmente…
–¿Brian? –musité mientras mis ojos volvían a la normalidad.
Amarrado por sogas energéticas en la columna que elevaba el trono de Akour, Brian, mi amigo, mi hermano, abrió los ojos como platos al vernos entrar.
–¡Alex! –gritó lleno de júbilo. Corrí hacia él pero alguien hizo que frenara en seco.
–Hola Alexander –la voz de Minaria me heló la sangre. Como una letal arpía, mi némesis, la responsable de todas mis desdichas, emergió con andares firmes y seguros de detrás de la columna. Tenía su larga melena suelta, y como era habitual en ella, iba completamente desnuda, salvo por la bruma que siempre la acompañaba tapando sus partes íntimas. Toda una diosa de la belleza pero también el ser más ruin de toda la creación.
–¡Es una trampa, vete de aquí! –gritó Ilístera, que estaba de rodillas sujeta por Akour unos metros más hacia detrás.
–Ahora conocerás a mi creadora, y ella sabrá los insultos que le has proferido –amenazó un orgulloso rey.
–¡Callaos los tres! –ordenó ella. En ese instante Brian y la elfa perdieron su consciencia. A Akour se le cortó la respiración, ya no volvería a articular palabra...
No sé qué sucedió, pero al ver a mis amigos atados y con los ojos cerrados pensé en Altaír, su pérdida fue lo que hizo que todo el fuego extinguido por la sorpresa apareciera de nuevo. Como una explosión energética mi aura roja apareció de nuevo elevándome algunos centímetros del suelo.
–Nunca me cansaré de maravillarme con tu presencia –murmuró segura de sí misma. Eso era lo peor, tal era la certeza de su victoria, que no dudaba al alabar al que en ese momento era su enemigo.
–Ten cuidado, querido –murmuró la Sra. Pimentel colocándose a mi lado. Sin que me hubiera dado cuenta todos mis amigos formaron una línea recta a mi lado. Axel, Gabriel e Iria se lamieron sus dientes ávidos, al igual que yo, de venganza.
¿Y ahora qué se supone que tenía que hacer? Minaria estaba allí, a veinte metros de mí. Aunque tenía un as bajo la manga, no sabía hasta qué punto la debilitaría…Antes que nada tenía que conseguir por todos los medios que mis amigos utilizaran la piedra de antimateria que tenía la Sra. Pimentel.
–Una vez que libere a Brian e Ilístera os daré una señal, en ese momento daos las manos –les hablé directamente a sus mentes, no dudéis, por favor–. En ese instante, doña Josefa, destruya la piedra de antimateria –ese último mensaje solo lo escuchó la Sra. Pimentel–.
–¿Cómo sabías que estábamos aquí? –reanudé la conversación con Minaria, tenía que ganar algo de tiempo.
–Mi queridísimo Alexander, ¿de verdad crees que podías ocultarte en mi mundo? Etyram es una extensión de mí misma, este planeta son mis manos, mis ojos, mis oídos…nada escapa de mí. Incluso con tu camuflaje natural, puede que no te sintiera pero mis ojos ven por cada uno de los ojos de mis criaturas…
–Entonces sabrás a cuántos de los tuyos he aniquilado, ¿verdad? –no pude evitar decírselo, además necesitaba saber la respuesta de aquella pregunta…
–Por supuesto, cada criatura que has asesinado me ha provocado un pequeño dolor –dijo justo lo que quería saber–. ¿Y sabes qué? Esa es la diferencia entre tú y yo, mi queridísimo Alexander, yo no he matado a nadie de los tuyos…al menos de momento.
–Siempre serás una cínica –gruñí–. Tú eres la principal asesina de tu pueblo, ¿qué me dices de toda la especie que condenaste en la Fosa Ominosa? ¿O de la vida de servidumbre de Lergutrón, el guardián de los núcleos? Incluso la falta de escrúpulos con la que has dotado a todas tus creaciones. Eso sin contar los miles y miles de planetas que has exterminado en el resto del Universo. ¿Y qué me dices de la corriente térmica? Definitivamente no, no me des lecciones de moral, no eres digna de ello –mientras mis palabras se atropellaban en mi lengua todos los recuerdos vengativos me asaltaron de golpe, si conseguía quedarme solo con ella no estaba seguro de poder controlarme, perdería el raciocinio y me lanzaría directa a su cuello.
–Querido, te estimo, pero no. Ni siquiera un ser excepcional como tú es nadie para cuestionar mis decisiones –sonrió poniéndome de muy mala leche. Esos aires de superioridad tenían que desaparecer.
–Suelta a mis amigos –dije recobrando algo de serenidad.
–¿A la elfa también la tienes en alta estima? –no entendí su pregunta. Aunque mi respuesta fue clara y concisa.
–Sí.
–Perfecto, son todos tuyos –contestó dejándome totalmente confuso.
Brian e Ilístera se materializaron a mi lado. Y en ese momento Gabriel cogió a Brian en brazos e Iria a la elfa. No, aquello no era más que una de sus artimañas, aunque con mis amigos a mi lado mi confianza aumentó. No sé qué pensaba hacer pero aquel movimiento no hacía nada más que facilitarme las cosas.
–A fin de cuentas ya te tengo a ti, los demás moriréis presas de mi…sistema de reciclaje –continuó tocándose las yemas de sus dedos frente a su cara.
Todo comenzó a llenarse de humo, una de las paredes laterales del templo se vino abajo, y en ese momento todo se llenó de los espíritus que emergían del vórtice blanco.
–No obstante, quiero que sufras un poco, mi querido Alexander –amenazó con mordaz serenidad.
Hordas de guardianes rocfos nos rodearon, pero no venían solos, centenares de arañas nos observaban desde todas direcciones.
–Las reglas del juego son básicas. Si tú no intervienes en la lucha, no lo haré yo –amenazó.
Efectivamente, la regla fue muy clara, si intentaba ayudar a mis amigos ella nos aniquilaría a todos de un plumazo.
–Maldita zorra psicópata –rugí.
–De todas formas seré justa –continuó ignorando mi comentario.
En ese instante Ilístera y Brian volvieron en sí aparentemente recuperados. Y al ver a mi amigo bien y consciente no pude evitarlo. Caminé hacia él y lo abracé.
–Al fin, Brian, al fin. Pronto estarás en casa –murmuré al oído sin despegarme de él un solo segundo.
–Qué enternecedor a la par que repugnante –dijo interrumpiendo mi ansiado reencuentro–. El juego empieza en 3, 2, 1 –me puse tenso como una barra de acero y me separé de mis amigos.
–Preparaos para la señal –les dije de nuevo a sus mentes.
Todos se prepararon para el combate, algo en mí estalló de alegría al ver transformarse a Brian. Ver al glorioso vampiro extender sus alas me llenó de esperanza. Aunque el número del enemigo fuera infinitamente mayor.
–Ponte a mi lado, Alexander, y disfrutemos del juego –invitó Minaria.
–Ni lo sueñes –gruñí. Sonrió y alzó la mano con desdén iniciando el combate.
Los instantes posteriores siguieron a cámara lenta. Centenares de enemigos rodeaban a mi familia que formó un círculo enfrentando al enemigo sin amedrentarse. El resto de Fuerrun ardía, y todo nuestro alrededor estaba cada vez más lleno de almas. Todo ello combinado con un destructor calor proveniente de la corriente de fuego que nos alcanzaría en cuestión de minutos. Y esa sería mi baza, llegados a ese momento desvelaría todo mi arsenal.
Apreté los puños al ver cómo Akour se unió a la batalla y fue directo al encuentro de Axel, el lobo lo vio venir y se lanzó hacia él. En el camino dos kreimes se interpusieron pero no fueron rivales para el lobo negro, a uno lo partió por la mitad con suma facilidad, y al otro lo atravesó justo por el centro, antes de llegar al rey tendría que enfrentarse a un montón de enemigos. Un fulgor azulado acaparó mi atención, Ilístera conjuró un escudo protector alrededor de todo el grupo, este dejaba entrar de uno en uno a los enemigos siendo estos fácilmente aniquilados en el interior de la cúpula protectora. Aunque los rocfos y los kreimes no dejaban de caer una y otra vez en la trampa de Ilístera, un gran número de ellos focalizaron en Axel su ira, el licántropo negro, que al precipitarse sobre Akour quedó fuera de la protección creada por la elfa.
Las extremidades de todo aquel que se acercaba a Axel salían disparadas, el lobo era un luchador nato, y pese a que le rodeaba todo un ejército aquello no mermaba ni su furia ni su destreza, además estaba seguro de que al entrar en contacto tantas veces con mi energía su fuerza ahora era descomunal. Pero ni siquiera el lobo podía vencer a un ejército él solo. Varios rocfos lo apresaron y uno de los kreimes le clavó sus ganchos en los hombros. Axel rugió dolorido…
–¡Axel, no! –tensé los músculos dispuesto a intervenir pero los globos oculares de Minaria, blancos como el hielo me frenaron en seco–. Vamos Axel, entra en el campo protector –pensé.
Akour llegó hasta Axel y le golpeó con fuerza en el pecho, Axel estuvo a punto de morderle una vez y como respuesta Akour le golpeó más fuerte.
–Ahora no eres tan valiente, maldito engendro –se burló de Axel, que estaba inmovilizado por los demás.
De la espalda de Akour nació una especie de aguijón, que como un escorpión viscoso apuntó su letal arma hacia el pecho de Axel.
–No, no, no –repetí desesperado.
El rey lanzó su aguijón y en ese momento salió volando por los aires al igual que todos los enemigos que había en veinte metros a la redonda.
–¡Kon! –exclamé al ver llegar al enorme saurio.
–Interesante –murmuró Minaria. La miré y crucé los brazos en señal de triunfo.
Era Kon pero no él, al menos no del todo. Mi amigo era ahora diez veces más grande, al menos treinta metros de largo por quince metros de ancho. Ahora era mucho más robusto y su musculatura era mucho más densa, su cuerpo se había vuelto más antropomórfico aunque no había perdido sus rasgos de reptil. Su cola en forma de látigo y su poderosa cabeza de saurio repleta de dientes seguían estando presentes. Era una auténtica bestia, letal donde las hubiera. Cualquier terópodo terrestre sería pequeño comparándolo con él. En un momento determinado las plumas amarillas de sus brazos y cola comenzaron a brillar para segundos después vomitar un rayo de energía amarilla sobre los enemigos que se cernían de nuevo sobre Axel.
Ahora Axel tenía a Akour solo para él. El lobo relamió sus dientes y en ese momento el rey de Fuerrun comenzó a huir inútilmente. Axel le cortó el paso saltando por encima de su cabeza, el esquivo y ya no tan chulo oponente, lo atacó de nuevo con su aguijón utilizándolo por última vez. Axel se lo arrancó de cuajo, se colocó en su espalda dejándolo de rodillas. A continuación, acercó sus fauces a su cara y con un rápido y efectivo movimiento le arrancó la cabeza. Aunque no conforme con eso le atravesó despiadadamente el abdomen sacando al que hubiera sido el siguiente rey de la ya inerte Fuerrun.
La temperatura se elevó aún más, y todo se llenó de almas, costaba ver el entorno. Había llegado el momento.
–¡Ahora! –grité a sus mentes.
Ilístera conjuró un hechizo de teletransportación y aparecieron todos a lomos de Kon.
–¿Dónde creen que van? –preguntó Minaria sorprendida.
–Lejos de ti –contesté triunfal–. Hágalo, doña Josefa.
Tal y como dije, la Sra. Pimentel sacó la piedra de antimateria y la explotó en el corazón del grupo. Una densa nube oscura los rodeó rápidamente justo en el momento que la corriente térmica llegó a los pies de Fuerrun. Minaria se tapó la cara sorprendida y asqueada al notar a la antimateria en su interior.
–¿Qué es esto? –por primera vez vi un cambio en sus facciones. Esto la había sorprendido y mucho.
La densa nube de energía oscura estalló al ser expulsada de Etyram llevándose con ella a todos mis amigos. Respiré aliviado al tener la certeza de que mis amigos estaban sanos y salvos en la mansión tras los impenetrables escudos. Ahora había llegado mi turno, había llegado la hora de saber si toda la infección que había propagado por Etyram serviría finalmente para algo.
Con la corriente bajo nuestros pies Fuerrun fue borrada del mapa, y la titánica fuerza tiraba tanto de Minaria como de mí con su potente fuerza. A medida que las lenguas de fuego intentaban partirme en dos yo liberaba cantidades ingentes de energía dándome el tiempo que necesitaba. Miré a Minaria con una sonrisa de autosatisfacción que hacía lo mismo que yo, saciar a la corriente de energía para que no llegase a ella.
–Decías que Etyram es una extensión de ti misma, ¿verdad? –pregunté mientras establecía la conexión con todas las criaturas que mi sepsis había corrompido. Cada árbol, cada animal, cada cristal potabilizador…
–Así es –contestó con el ceño fruncido.
–Sientes cada centímetro de tu mundo como si fuera su propia piel, ¿verdad? –volví a preguntar mientras el aura roja que me rodeaba se hacía cada vez más y más grande.
–Sí –contestó intentando recuperar la compostura. Mis palabras la estaban haciendo dudar, y eso para mí ya era un triunfo.
–Siente esto pues –finalicé antes de ejecutar mi venganza. Ahora sería ella quien sufriría en su propio ser la infección de Etyram.
Lo activé. En la infección había impregnada dos órdenes para todas las formas de vida infectadas. Cada criatura, inteligente o no, tenía que hacer dos cosas, una de ellas era trasladarse a las zonas donde mi poder no hubiese llegado, y una vez dada la orden destruir todo lo que le rodease. Así conseguía dos cosas, abarcar más zonas y alejarlas del verdadero ataque. Cada cristal potabilizador que había mutado con mi poder estalló con la fuerza de mil bombas nucleares arrasando gigantescas extensiones de su preciado Etyram. Etristerra, Etrósferri, la Fosa Ominosa, incluso las puertas interetyrianas estaban siendo aniquiladas en este instante al reventar la imponente figura de Minaria transformada por mí en un arma letal.
Minaria sintió aquella devastación como mil puñaladas en su cuerpo, colocó una mano en el abdomen e inclinó su cuerpo presa del dolor. Ahora era mi oportunidad, estaba debilitada y no vio venir la potente sorpresa que tenía para ella. No la destruiría, eso era evidente, pero esta sería la antesala de su destrucción, la forma de hacerle llegar un claro mensaje: no eres la dueña de mi destino. Apreté los dientes y lancé sobre su cuerpo toda la rabia, odio y venganza en forma de un destructor rayo magmático. Justo antes de que impactara sobre ella vi en sus ojos por primera vez un atisbo de miedo. El ataque cumplió su objetivo, la aturdió aún más dejándola totalmente indefensa, y una vez ahí, la corriente térmica, el monstruo devorador de almas que ella misma había creado hizo el resto. Desprovista de su escudo protector, las lenguas mutiladoras la apresaron intentándola desmembrar. No lo pude evitar, me regodeé ante su sufrimiento, los gritos de dolor eran música para mis oídos.
Llegados a ese punto los dos flotábamos en el aire. Me acerqué hasta su posición donde se retorcía de dolor provocado, por un lado, por la destrucción que aún perduraba en las regiones de Etyram, el daño que le había hecho mi ataque directo; y, por último, el dolor que le provocaba el torturador de almas. Tomé en mi mano derecha la piedra de antimateria y la fragmenté. La nube se propagó rápidamente a nuestro alrededor y al estar tan cerca la bruma era como el ácido más corrosivo para ella. Quería ocasionarle el mayor daño posible y lo estaba consiguiendo…
Noté entonces cómo la antimateria estaba siendo expulsada de Etyram, y yo junto a ella pero antes tenía que hacer el último movimiento. Me transformé en un rayo de energía e impacté contra ella mandándola directamente al suelo donde el horror provocado por el destructor era mil veces mayor que en el aire. Justo antes de que la antimateria fuera expulsada del planeta dije unas últimas palabras:
–Prueba de tu propia medicina, hija de puta.