El impacto del divorcio I: dos posturas

 

Si pensamos en la ruptura matrimonial, sea con divorcio incluido o no, veremos que, generalmente, se toman dos posturas bien opuestas sobre la misma. En primer lugar, aparecen los defensores de la estructura familiar, y en segundo lugar, los progresistas que defienden la desvinculación en función de la libertad individual de los cónyuges.

 

Los tradicionalistas piensan que la estructura de la sociedad misma recae sobre la familia. Por esto su defensa hace un especial énfasis en salvarla. Sin embargo, esta actitud muchas veces es, sin quererlo, promotora de abusos intrafamiliares que pueden producir daños sociales e individuales mucho más graves que los que evitarían con la separación. En contextos religiosos, esta es la postura predominante, ya que la ruptura es vista como una rebelión contra la divinidad. En nombre de esta se han producido, y se siguen produciendo, maltratos psicológicos, físicos, económicos y espirituales.

 

Por otro lado, en las sociedades que abogan por la familia tradicional es mal visto aquel que se separa o divorcia, y muchas veces es excluido de toda actividad que represente a toda la comunidad. En años anteriores, cuando la separación era algo inusual, los hijos de padres separados eran vistos como “bichos raros” en el colegio, en el barrio, en la ciudad y aun en la familia extendida (abuelos, tíos, primos, etc.). Esto se sigue observando en algunos lugares; sin embargo, en las grandes ciudades el paisaje está impregnado de nuevas formas de familia (monoparentales, ensambladas, etc.) y los tradicionalistas ven en esto una rebelión contra las sanas costumbres.

 

Los segundos, los progresistas, son defensores de la libertad individual y creen que en defensa de ella se pueden desvincular en forma rápida, segura y barata, de toda red social establecida en el tiempo. Esto tiene su lado positivo, ya que es importante entender que toda relación que nos prohíba actuar, vivir, hablar y decidir con libertad es una relación abusiva.

 

Seguramente conozcas a personas que viven de esta manera, personas cuya situación de esclavitud relacional nos apena. Por otro lado, esta postura tiene aspectos negativos, ya que establece cierta predisposición a que las relaciones sean poco sólidas y a corto plazo. Se instaura una idea según la cual todo puede terminar en cualquier momento. Existen experiencias en algunas culturas en las que la separación se puede dar por cualquier motivo, casi injustificado, y provoca un dejo emocional importante en los hijos de la pareja. Los progresistas defienden la libertad individual, pero muchas veces dejan un poco olvidado el derecho de los niños a ser cuidados en un ambiente donde un adulto sea responsable de su desarrollo educativo y social.

 

Como madrastras y padrastros debemos repensar estas dos posturas y formular una tercera, superadora. Esto es necesario debido a que la posición tradicionalista puede llevarnos a pensar que debemos construir un modelo familiar “aceptable” y mínimamente similar a la familia tradicional. Esto, como veremos más adelante, no es el camino al ensamblaje, sino el camino a la frustración. Debemos ser flexibles y construir juntos (con hijastros, esposo/a, etc.) un modelo asertivo de familia. Es decir, un modelo que respete los derechos de cada miembro y en el que se asuman las responsabilidades pactadas en el grupo. La asimetría (propia de un mayor que educa, pone límites sanos y cuida), que corresponde a los adultos, debe ser ganada e implementada con amor y cuidado por los menores. Nunca impuesta. Por otro lado, la postura progresista puede plantearnos una relación de “puertas abiertas”. Esto significa que en mi interior pienso que en cualquier momento puedo “salirme” de esta relación que he establecido, lo cual puede resultar en cierta inestabilidad en el grupo y frustraciones a corto y largo plazo. Los hijos de padres separados que comienzan a vivir en una familia ensamblada temen volver a vivir el fracaso familiar y los daños emocionales son más duros en las segundas rupturas que en las primeras. Es la pérdida de algo que pensaban haber recuperado: el cálido ambiente familiar.