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Mientras nos guía por los pasillos de su casa, Albane Debreuil habla sin parar. Su vida, sobrecogedores testimonios de mujeres a quienes sus bolsos les han cambiado la vida, las horribles imitaciones, nuevos productos en desarrollo, como un bolso para palos de golf… Apasionante. Yo escucho distraídamente. Me siento como el atleta que está a punto de entrar en el estadio. La meta me espera en la vitrina diecisiete. Acabo de correr un triatlón y apenas me siento cansada. Espero que al menos la vitrina no contenga una joya demasiado pesada o una máscara de oro macizo, o me será difícil correr con ella. En cualquier caso, pienso llevarme la medalla. Es mi objetivo final, la cúspide de mi carrera, y le saco a Ric veinticuatro horas de ventaja. Lo voy a dejar con dos palmos de narices, y después le haré una ofrenda de mi victoria.
Llegamos al pasillo que cogerán los futuros visitantes. Las alfombras todavía tienen plástico. Cables sueltos cuelgan de los falsos techos. Aunque la tentación es grande, he aprendido a la fuerza que nunca hay que llevárselos a la boca. Las herramientas dificultan la entrada. Parece como si el lugar acabara de ser evacuado de urgencia para que nosotras podamos hacer la visita tranquilamente.
En las paredes se han colgado unas fotos destinadas a ir poniendo a los visitantes en situación antes de penetrar en el santuario de la leyenda. En ellas aparece Charles Debreuil posando con todo tipo de famosas. También están todos los carteles publicitarios. En algunas fotos se ve a Albane, siempre bien rodeada.
Nuestra anfitriona nos explica:
—El público accederá a través de la entrada principal. El parking tiene cien plazas. También hay una tienda con productos de diferentes precios. Un merchandising específico para el evento.
Llegamos hasta la entrada, custodiada por tres agentes de seguridad.
—Supongo que el lugar está convenientemente protegido, ¿no? —pregunto.
—Contamos con los mayores avances tecnológicos. Todo está vigilado, desde cualquier sitio de la finca. Podemos vigilar y bloquear todos los alrededores en menos de cuatro segundos.
«Buena suerte, Ric».
Atravesamos dos pequeñas salas en las que se explican los diferentes métodos de fabricación. Los cuartos tienen veintitrés veces el tamaño de mi apartamento y su única función es explicar cómo se hace un bolso…
La señora Bergerot murmura:
—Necesito ir al baño.
—La señora Dostoïeva quiere saber el valor de las piezas que va a exponer.
—El conjunto de la exposición está tasado en veintiséis millones. Pero más allá del precio, algunas piezas tienen un valor incalculable. Tenemos algunos bolsos y joyas que pertenecieron a la colección privada de mi abuelo. Mi padre, a su vez, incrementó considerablemente su precio. Pero ahora podrán juzgarlo ustedes mismas.
Llegamos a una sala más amplia. Creo reconocerla gracias a los planos de Ric. Albane abre los brazos como una sacerdotisa en trance.
—He aquí el corazón de nuestro museo. ¡Mi abuelo y mi padre hubieran estado tan orgullosos!
Estamos en una sala sin ventanas. Algunas luces directas logran crear un efecto elegante, pero también hay cámaras y detectores por todas partes. La puerta está blindada. Es una auténtica caja fuerte.
En la primera vitrina hay un portadocumentos, un protector de escritorio y un cartapacio.
—Esas piezas han reinado en los despachos de los monarcas de Inglaterra. Fueron un regalo personal de mi abuelo, y mi padre las recuperó hace años en una subasta de recaudación de fondos para la Corona británica.
Busco la vitrina diecisiete. La presión aumenta. Si quiero huir con su contenido no tengo más remedio que pasar por la puerta de esta sala. En el hall me encontraré con los tres gorilas. Si finjo estar tranquila y confiada, no me harán nada.
Vitrina seis: un collar de esmeraldas y diamantes. Magnífico. Un piloto rojo indica que la vitrina está correctamente cerrada y que las piezas siguen en su sitio. Con el precio de ese collar Ric y yo podríamos vivir años y años.
Vitrina diez: un maletín que perteneció al bailarín y coreógrafo Vladimir Tarkov y en cuyo bolsillo secreto llevaba una reliquia de santa Clotilde. Lo llevaba a todas partes como amuleto y antes de salir a escena, lo besaba.
Vitrina doce: la maleta en la que el cuerpo del disidente argentino Pablo Jumeñes fue arrojado al río Paraná, cerca de Rosario.
—Si se inclinan verán los restos de sangre y las marcas que hicieron sus uñas cuando intentaba escapar. Tuvo que sufrir enormemente antes de morir ahogado —explica la señora Debreuil.
Por fin vislumbro la vitrina diecisiete pero no alcanzo a distinguir lo que contiene. La catorce y la quince tienen joyas cada cual más grande y cara. Hay también un huevo de Fabergé. Parece la Torre de Londres.
Por fin llegamos a nuestro objetivo: la vitrina marcada por Ric. Cuando veo su contenido sufro un shock. Solo contiene un viejo bolso. Necesito saber. Hago un esfuerzo sobrehumano para impostar con un tono ligero:
—Su museo es maravilloso. Me encanta la alternancia de las vitrinas. ¿Cuál ha sido el criterio a la hora de distribuir los objetos?
—La escenografía está muy pensada, pero cada día hacemos cambios.
Estaba segura. Han debido de cambiar el contenido de esa vitrina en el último momento. ¿Cuál sería la joya que Ric perseguía? ¿La de la seis? Me quedo paralizada frente a la diecisiete. Eso me obliga a cambiar todos mis planes. La señora Bergerot se acerca. Se da cuenta de que algo me perturba pero no se atreve a preguntarme ya que Albane está demasiado cerca y podría oírnos. Así que se limita a contemplar el viejo bolso conmigo.
—Ésta es una pieza muy especial —dice la señora Debreuil—. Confieso que tuve mis reparos a la hora de presentarla al público. Al principio habíamos ideado poner aquí una de nuestras joyas más hermosas…
«Ya lo creo. Y no sabes hasta qué punto me supone eso un trastorno».
—¿Ah, sí?
—Nuestro comisario nos dijo que la parte patrimonial no estaba suficientemente bien representada. Ese bolso fue el primer artículo salido de nuestros talleres. Es el ancestro de todas nuestras colecciones. La base de nuestro producto más célebre.
No conseguía volver en mí y la señora Bergerot parecía estar atravesando el mismo trance que yo.
—Parecen fascinadas.
—El primer ladrillo de un edificio siempre es emocionante —consigo pronunciar.
Albane parece dudar:
—Si esto le hace feliz a la señora Irina, me encantaría regalárselo.
—Muchas gracias, pero la señora Dostoïeva no está acostumbrada a recibir ese tipo de regalos.
—Parece tan encantada con él. Pregúntele qué opina. De todas formas había pensado en regalarle nuestro último modelo. En vez de eso, ¡prefiero regalarle el primero! Si nos asociamos siempre podrá acceder a nuestro patrimonio.
Le traduzco. La señora Bergerot sigue inmóvil. Sin esperar respuesta, la señora Debreuil dirige una señal a una cámara. Un ligero clic resuena en la sala. La colección resulta realmente impenetrable. No sé cuál era la joya que quería Ric robar, pero con tantos sistemas de seguridad nunca lo habría logrado.
Albane Debreuil abre la ventana blindada y saca el bolso. Se lo da a la señora Bergerot.
—He aquí un modesto recuerdo de nuestro primer encuentro. ¡Y solo le pido a cambio una larga amistad!
Traduzco con dificultades. Mi mente está en otra parte. ¿Qué le diré a Ric? ¿Qué victoria podría ofrecerle? Si a pesar de mis explicaciones él sigue adelante con el robo, le atraparán seguro. No he conseguido solucionar nada. No he sido capaz de salvarlo. Voy a perderlo. Si fracasa, acabará en la cárcel. Si lo consigue, huirá sin mí. Y lo perderé igualmente.
Necesito otro plan para evitar la catástrofe. La única idea que se me ocurre es secuestrarlo para siempre. Y contar con que, con el paso de los años y gracias al síndrome de Estocolmo, llegue a amarme.