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He sopesado cada pro y cada contra de mi plan: es perfecto. Mañana, sábado, solo trabajo media jornada. Cuando vuelva a casa, paso a ver a Ric y le digo que mi ordenador no funciona. Si es el hombre que creo, no me dejará tirada. Pero, antes de disfrutar del placer de verle acudir en mi ayuda, tengo que estropear mi ordenador. Las cosas no se deben hacer a medias. Y a pesar de que no tengo ni idea, sé que no vale con desinstalar un programa y nada más. No debe de ser tan fácil como para que solo le lleve cinco minutos. Un rescate en condiciones tiene que durar al menos una hora. Si no, no tiene nada de romántico y es frustrante. Estoy decidida por ende a utilizar todos los medios a mi alcance. Así que, en vez de ir a cenar a casa de Sandra tal y como planeaba, pretexté un inexplicable dolor de cabeza para quedarme en la mía y sabotear mi propio sistema operativo.
Aunque he tenido varios ordenadores, jamás se me había presentado la oportunidad de desmontar ninguno. Tengo dos. Uno grande que me quedé porque lo iban a tirar en el trabajo de un amigo, y está sobre mi mesa de despacho, y un portátil que utilizo para mandar correos. No estoy enganchada a la informática. Tengo comprobado que, en multitud de ocasiones, cuanto más se interesa una por la informática, menos conectada está a la vida. Es una herramienta excelente, pero puede conducir a ciertas ilusiones, como creer que uno sabe cosas, que lo entiende todo, que tiene cientos de amigos. Para mí, la vida no transcurre delante de un teclado.
Pero por mucho que la critique, la informática me va a servir para volver a ver a Ric. Mi idea consiste en esconder el portátil y llorar por la suerte de mi ordenador de mesa. Por eso tengo un destornillador en la mano y la parte de atrás del PC está abierta de par en par delante de mí.
Jamás había visto el interior de un ordenador. Todas esas placas cubiertas de chismes misteriosos. Un verdadero laberinto de electrones. Es ultracompacto, lleno de pequeñas piezas soldadas las unas a las otras. Mi víctima inocente se esconde entre ellas. Dudo, evalúo, sopeso, y elijo un arito alargado que está cerca de un microprocesador y decorado con bonitas franjas rojas y naranjas. Delicadamente, paso la punta del destornillador por debajo y lo levanto. No resiste mucho tiempo. Una de las partes por las que está soldado se suelta. ¡Victoria! Y ahora, como haría la exitosa espía J. T., recoloco todo con cuidado y borro las huellas. Finalmente, como no es muy tarde y no voy a molestar a los vecinos, retumba en mi pisito una risa demoníaca.
Tardo una hora en colocarlo todo. He mezclado los tornillos y uno se ha perdido. Sin duda es amigo del componente electrónico que he arrancado y quiere hacerme pagar por mi crimen. Me cuesta mucho encontrarlo. Tras eso paso a la fase dos de mi plan diabólico: hacer mi apartamento irresistible para que se sienta a gusto.
No suele venir mucha gente a verme, y la mayoría de las veces son amigos a los que no les preocupa demasiado el orden. Incluso a pesar de haber vaciado la mitad cuando se marchó Didier, la última vez que lo limpié todo a fondo fue para la visita de mis padres en mayo. Es una locura cómo se ensucia todo en tres meses. Tras la operación de limpieza, toca supervisar la decoración. Tengo que elegir bien. Conservo las fotos de mis viajes en la pared, pero oculto mi oso de peluche. Se llama Toufoufou. Le doy un beso y le pido perdón porque va a pasar el sábado en el cajón de la ropa interior. Coloco los platos. Observo todo con ojos de hombre. ¿Qué deducirá Ric de mí viendo mi casa? Pongo bien a la vista los discos de jazz y oculto los de ABBA. Quito la revista de televisión y en su lugar coloco Las uvas de la ira. No creo que ni en la Casa Blanca se hagan operaciones de comunicación tan concienzudas. Limpio dos medallas de natación que gané en sexto de primaria. Me deshago también de los libros para adelgazar pero no de los de recetas de cocina. Mi madre dice que a los hombres les gustan las mujeres que cocinan. En el cuarto de baño (aunque no sé lo que puede hacer él ahí) quito la mitad de los productos de belleza de la estantería. Cuando he acabado, lo contemplo todo y me digo que me encantaría conocer a la chica que vive aquí. Mi casa jamás ha estado tan limpia y ordenada. Pero son más de las dos de la mañana. Me siento a la vez cansada y contenta. Es como si hubiera pasado la tarde con él. Hace meses que no hago algo tan serio por alguien. De pronto me veo cara a cara con la realidad de la situación y la vergüenza se apodera de mí: todo lo que he hecho por Ric esta tarde ha sido orquestar una vil representación para atraerlo hacia mi casa. Soy una terrible manipuladora, pero me da igual: mañana él estará aquí.