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¿Le sucede a todo el mundo igual? Cada vez que me enamoro atravieso una fase en la que quiero saberlo todo sobre él. Se parece un poco a la bulimia. ¿Qué lee? ¿En qué estará pensando? ¿Qué estará haciendo en este preciso momento? Las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana. Resulta agotador, pero no puedo evitarlo. Así soy yo. Aunque tenga la cabeza en otra parte, aún me queda algo de lucidez para saber que nunca me había pasado algo de esta magnitud. Con Ric, es rotundamente más fuerte. Me doy cuenta de que, a pesar de todo, mi memoria fotográfica ha hecho su trabajo en el apartamento de él. La agente J. T. se ha superado a sí misma. Puedo describiros todo lo que he visto con el más mínimo detalle. Si hubiera un campeonato del mundo de encontrar los siete errores en su apartamento, sería sin duda la ganadora. A vosotros os puedo confiar que mientras le veía correr esta mañana he tomado nota de todo. Os puedo hablar sobre cómo son sus antebrazos, cómo apoya los pies, sobre su mentón, su porte, sobre la manera en la que entrecierra los ojos por el sol, su sonrisa, el modo en que levanta la ceja izquierda cuando dice algo serio. Nada se me escapa. Esa necesidad de saberlo todo sobre alguien, de estar cerca de él, jamás había sido tan virulenta.

Evidentemente la moneda también tiene otra cara. Cuando se está en ese punto, nos formamos una idea sobre alguien y nos lo imaginamos así en todo lo que hace. Eso nos hace confiar, nos une. El gran problema es que la menor sorpresa, el menor desajuste entre lo que creemos y los hechos es un jarro de agua fría. Tenemos la impresión repentina y brutal de habernos equivocado, de que nos han tomado el pelo. Incluso nos sentimos traicionados. Y el problema real es la sensación atroz que permanece: nos convencemos de que nos elude y nos abandona. Por un mínimo gesto, una frase de nada, la moral se colapsa y el corazón se nos hace trizas.

Aquella tarde en casa de Sophie no pronuncié ni una sola palabra durante la cena. Lo que en mí resultaba bastante extraño. De pronto, las chicas olvidaron sus conversaciones para ocuparse de mí. No era lo que yo pretendía, sobre todo porque, a pesar de todas sus encantadoras atenciones, no podían hacer nada por cambiar mi estado. Aunque estuviera rodeada de amigas pendientes de mí, me sentía sola. Horriblemente sola.

Regresé a casa como una zombi y fui incapaz de dormir. Durante horas, con los ojos clavados en la oscuridad, estuve preguntándome por qué volvió a salir a correr. Tal vez estuviese loco o hubiera un misterio detrás. Solo podría descansar cuando descubriese el secreto de aquel enigma.

Pensándolo bien, el chico es demasiado bueno para ser real. Amable, educado, guapo, alguien que dobla su ropa aun cuando no espera a nadie. ¡Por supuesto que era como para dudar! Es como un gato de angora que no lo llene todo de pelos: eso no existe. Bajo ese aspecto encantador debe de esconderse un asesino. Frío, metódico, me seducirá para robarme los ahorros. Si es así, se va a llevar una gran decepción. Y no le quedará más remedio que desangrarme como a un conejo y doblarme como una de sus camisas antes de enterrarme en el parque de las antiguas fábricas.

Pasé la noche y el día del lunes torturándome con esto. Es una locura. Las chicas, cuando pensamos en alguien, lo hacemos todo el tiempo. Ocupa cada rincón de nuestra cabeza. Hacemos esfuerzos para pensar en otra cosa pero el menor detalle hace que regresemos al tema. Presas de una obsesión. Veo un folleto para un seguro de vida y sueño con cómo podría ser la nuestra en común. Lavo la tetera y es casi del mismo color que sus ojos. Hojeo el libro de cocina «Especial quiches y tartas» —sí, en esas ando— y en el apartado de «quiches» hay una «c», como en Ric. Una arruga en la cortina me recuerda a la caída de su camisa por el torso. Soy como una drogadicta, solo que no quiero desengancharme. Intento distraerme. Envío algunos emails, pero como no puedo evitarlo, acabo buscando su nombre en Internet y el resultado es sorprendente: no encuentro nada. Absolutamente nada. Ni antiguos compañeros de colegio, ni exámenes, ni rastros de estudios en un instituto oscuro, ni diploma de informática. Como si Ric no existiese, o como si solo lo hiciera en la vida real. Intento analizar todos sus gestos, sus palabras, como si fueran las pruebas de un caso judicial. Y en mi cabeza se forma un auténtico tribunal. A veces me pongo la toga de abogado y cada indicio prueba su inocencia, pero otras veces asumo el papel de fiscal y todo son pruebas de su culpabilidad. Aunque en el fondo, cualquiera que sea la sentencia verá que lo que quiero ser es su guardiana.

Para distraerme intento llamar a mis amigas y charlar, pero nada. Me obligo a salir y a disfrutar del sol, y lo que hago es dar una vuelta a la manzana y lo único en lo que pienso todo el rato es por qué salió de nuevo a correr. Acabo volviendo para sentirme cerca de él. Debéis de pensar que estoy chiflada. Cuando llego a mi apartamento tengo el deseo momentáneo de subir al suyo para estar más cerca aún. Podría haberme quedado ahí, sentada en el escalón o hecha un ovillo encima del felpudo como un perro. De pronto hay un ruido y me precipito hacia el piso inferior. Casi me mato, pero lo último que quiero es que él me vea allí. Me lanzo hacia mi puerta y la abro. Ric ocupa todos mis pensamientos y no hay modo de evitarlo. Estoy viviendo una auténtica pesadilla.

Como quiero encontrar la serenidad en ese aspecto, me propongo no sufrir por otros. Punto por punto, repaso mi insignificante existencia y decido erradicar de mi vida todo aquello que la hace más complicada. Ya que lo principal se me va de las manos, me libraré al menos de todo lo demás. Nunca había tomado tantas decisiones como esta tarde.