19

Una de las mayores cualidades de Xavier es que siempre cumple sus promesas. Esta vez no sería una excepción. Me dijo que me haría una hermosa puerta para el buzón y no mintió. Se puede llegar a decir incluso que se lució.

Cuando entré en mi edificio tenía la cabeza atiborrada de preguntas sobre Ric y sobre mi orientación profesional. Sin embargo, en cuanto puse un pie en el portal vi la nueva puerta. Xavier se había pasado. Me pregunté si no habría tomado como modelo su limusina blindada. No, más bien había hecho una réplica exacta de la tapa del cofre del capitán Nemo en el Nautilus. Me acerqué, medio fascinada, medio aterrorizada. Un bonito fleje de cobre con grandes remaches, de metal grueso y con una bonita pátina. Todo perfectamente encajado, pulido. Creo que esa obra de arte debía de pesar dos toneladas e iba a hacer que los otros buzones se soltaran de la pared. Al lado de las otras puertas, la mía parecía la de la celda del hombre de la máscara de hierro.

Tengo que agradecérselo a Xavier, ha hecho un trabajo increíble. Nadie me robará jamás mis folletos de publicidad. El dinero del banco estaría más seguro aquí que en la oficina. Pero aun así hubiera preferido algo más sencillo, más sobrio.

Te está bien empleado, Julie. Esta puerta es tu penitencia. Si no te hubieras cargado el buzón de Ric, nada de esto habría pasado. Tu castigo será el siguiente: todos tus vecinos pensarán que eres una loca peligrosa con solo ver esta infamia metálica y, como mucho en cuatro años, debilitada por la edad, no serás ni siquiera capaz de abrirla.

Hay una notita que sobresale. La cojo con miedo a que esa cosa me devore la mano. «Si quieres volver a ver tu correo, ven a buscar la llave, estoy en el taller. Xavier».

En la calle, delante de su edificio, una familia acaba de regresar de vacaciones. Los padres vacían el coche mientras los hijos juegan al balón en el patio. Evito por los pelos que la bola me golpee y suelto un gritito que les hace reír.

El enorme coche de Xavier está delante del garaje, rodeado de herramientas que cubren el suelo. La chapa brilla, debe de estar ardiendo con el sol que hace hoy. Repito para mí lo que le voy a decir. «Es la puerta más bonita que he visto nunca». Es demasiado. Tengo que pensar en otra cosa. Veo los pies de Xavier que sobresalen por debajo del coche. Y ¡sorpresa! Hay otro par de pies al lado y se oyen risas. Reflexiono. Reconozco las viejas deportivas de Xavier, pero ¿de quién pueden ser las otras? Por un momento creo que quizás haya encontrado novia y que, para colmo de su alegría, es también una fan de la mecánica. Pero los pelos de las piernas contradicen esta hipótesis, a no ser que se haya dejado de depilar porque pasa todo el tiempo ocupada en su camión. Uf, me estoy volviendo como Géraldine, me monto unas películas. Seguramente me pasó el virus al abrazarme.

Debajo del coche aún se oyen risas. Las voces suenan ahogadas. Voces de hombre. Hablan en jerga mecánica.

—Bloquea el travesaño mientras giro el eje.

—Vale, mete la estaquilla.

Si sigo aquí sin decir nada, voy a estar una hora viendo pies menearse, así que me manifiesto.

—¿Xavier?

Un ruido de algo que golpea. Sin duda una cabeza contra el metal.

—¿Julie?, ¿eres tú? No te muevas, ya voy.

Xavier se retuerce para salir. Se ríe. No es él quien se ha dado el golpe. El otro cuerpo no se mueve pero gime. Xavier se sacude la ropa de limaduras y me pregunta muerto de la risa:

—¿Has venido a buscar la llave del buzón?

No consigo apartar los ojos de las otras piernas, cuyo propietario comienza a salir con dificultad de las entrañas del vehículo. Xavier añade:

—¿Qué te parece la puerta?

Por fin aparece su compinche.

—Increíble.

—¿Cómo dices?

—Digo que la puerta es increíble. Sólida, grande, resistente, no he visto nunca algo así.

—Entonces me merezco un beso —me dice ofreciéndome la mejilla.

Lo beso. Ric aparece y se incorpora frotándose la cabeza. Xavier se parte de risa.

—Cuando te ha oído, se ha levantado como un resorte. ¡Vaya efecto que le has causado!

Los dos ríen como niños de párvulos. ¡Qué fastidio! Algún día, alguien debería explicarme por qué los hombres conectan tan rápido y tan bien. Viéndolos juntos, parecen amigos de la infancia que han luchado juntos en tres guerras y se han salvado la vida el uno al otro. Y estos dos especímenes no constituyen un caso aislado. Si metéis a dos hombres en una misma habitación, o en una leonera, o donde sea, en tres minutos ya se tutean, en cinco hacen bromas que solo ellos entienden y, una hora después, hasta sus madres jurarían que son hermanos. ¿Cómo y por qué no ocurre lo mismo con nosotras, las mujeres?

Ahí los tengo. Xavier le da un puñetazo en el hombro a Ric, quien a su vez le hace unas pinturas de guerra en la cara con los dedos llenos de grasa. Si no conociera a Xavier pensaría que está borracho, pero no. No sé qué es peor: que se comporte así estando sobrio o que sea alcohólico. Intento racionalizar la conversación:

—¿Ahora trabajáis juntos?

—Ric vino a pedirme algo y yo me estaba peleando con una pieza demasiado larga que tenía que acoplar al chasis, así que se ofreció a echarme una mano.

«¿Ric vino a pedirte algo? Xavier, en nombre de nuestra amistad, te ruego que me digas qué te pidió. La información no será secreto de sumario, y ten cuidado porque este tío podría ser un asesino en serie».

Xavier va hasta su mesa de trabajo y vuelve con dos llaves atadas con un alambre.

—Esto es para ti.

Cojo las llaves y le doy otro beso.

—Muchas gracias. Me gustaría pagarte por tu tiempo y tus gastos.

—Ni de broma. Es un regalo.

—¡Gracias por haberla hecho tan rápido y tan sólida!

—Seguro que nadie va a poder forzarla. Por otra parte, intenta no meter la mano porque para sacártela necesitaríamos más herramientas que la otra vez.

Y se ponen a partirse de risa de mí. Tanta complicidad, tanta camaradería. Me dan ganas de pegar a alguno. Pero ¿a quién le suelto un guantazo? ¿A mi amigo de la infancia o al chico de mis sueños? Tendréis que esperar, majetes.