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Cuando llego a casa saco el correo del buzón y, tras asegurarme de que nadie baja las escaleras, me pongo de puntillas para ver si el del señor Patatras tiene algo. Hay dos o tres cartas que no ha cogido, lo que me lleva a pensar que aún no ha regresado a casa. Tengo por tanto la oportunidad de verlo cuando pase por mi puerta. A menos que se haya olvidado de recogerlo, y en ese caso tanto quebradero de cabeza no habrá servido de nada.
Dicho y hecho. El programa de la tarde viene cargadito. Me he provisto de bastantes cosas, entre ellas un periódico gratuito con multitud de ofertas de empleo locales. Tras el numerito de Mortagne, empiezo a pensar que es el momento de emprender mi carrera en otro sitio. Me pongo cómoda, el agua para el té ya se está calentando.
Mi plan es tan sencillo que no puede fallar. Me instalo en mi mesa, sin música por una vez, estudio los anuncios y, en cuanto escucho pasos en la escalera, me precipito hacia la puerta (con cuidado de que mis pies estén secos y que no haya nada que me impida llegar hasta la meta). La verdad es que exagero un poco, porque entre mi salón y la puerta debe de haber solo unos dos metros con setenta.
Estoy leyendo las ofertas de trabajo como vendedora puerta a puerta —el horóscopo es un poco más creíble, a decir verdad—, cuando escucho un ruido fuera. Me acerco a hurtadillas y pego la cara contra la puerta para ver por la mirilla. Alguien ha encendido la luz. Veo claramente el hueco de la escalera, deformado, redondo, con efecto ojo de pez. Oigo los pasos de alguien que sube y que arrastra algo pesado. Los golpes son regulares. Me dejo los ojos para ver quién es. ¡Ojalá sea Patatras! Lo que arrastra pueden ser cajas de mudanza. Si es viejo o parece simpático, salgo a ayudarlo. Se lo debo: no he dejado de pensar en él durante todo el día. De pronto, en la curva de la escalera, veo una sombra. Imposible identificar la silueta. Escucho una respiración fatigada. Entreveo una mano en la barandilla, más pasos. De repente, una cara: la señora Roudan, la anciana del cuarto. Normalmente me hace ilusión verla, pero esta vez no. Trae el carro de la compra hasta los topes, qué raro para una mujer mayor que vive sola. Y no es la primera vez que la veo cargando. Además, no debe de comer mucho, visto lo delgada que está. ¿Qué hará con toda esa comida?
Qué decepción y encima qué incómoda me siento. Si salgo para ayudar a la señora Roudan, se molestará de que alguien la sorprenda y creerá que me paso el tiempo espiando las idas y venidas de mis vecinos. Y si no salgo, tendré mala conciencia por no haberla ayudado con semejante carga. La verdad es que la señora Roudan es un encanto, siempre dispuesta a decir una palabra amable. Jamás la he oído criticar a nadie. Además, le tengo cariño porque está sola y esa gente siempre me conmueve. Cuando estoy de bajón me da por pensar que dentro de cuarenta años seré como ella: comer para sobrevivir sin esperar a nadie. A pesar de mi arrebato de ternura, no creo que salir a ayudarla sea la mejor opción. Mientras me pongo de acuerdo conmigo misma, a ella le ha dado tiempo de ir a su casa y volver diez veces. Así que nada.
Vuelvo a sumergirme en los anuncios. Deprimente. Puedo ir a criar cabras a los Pirineos. Además de queso, se pueden hacer mantas con su pelaje y, con las sobras, salchichón y paté. No es peor que vender créditos al consumo.
Mientras como una manzana, escucho otro ruido. Regreso a mi puesto de observación. Los pasos parecen más vigorosos que la vez anterior. Solo se me ocurre que sea la chica joven del cuarto, pero juraría que está de vacaciones. Es estúpido, pero el corazón se me ha puesto a latir con más fuerza. Aparece de nuevo una sombra, una mano de hombre. Una silueta bastante grande. Justo voy a verlo cuando se apaga la luz. Todo se vuelve negro y yo sigo sin saber quién es. De repente se cae bien caído. Hace un ruido de mil demonios. Suelta una maldición. No sé lo que dice, pero por el tono, si yo fuera Dios me habría echado a temblar. Quizá la voz tenga un poco de acento. Me pongo como una loca. Quiero abrir la puerta, dar al interruptor y regresar a mi puesto de vigía sin que me vea para poder observar a mis anchas. Tiene que haberse hecho mucho daño. Se frota algo. No sé el qué, todo sigue oscuro. Suelta un par de palabrotas más y comienza a subir a tientas. Le sacaría los ojos al que puso una luz que se apaga tan pronto. Ricardo Patatras está ahí, oigo sus pasos justo al otro lado de la puerta. Presiona el interruptor junto a mi timbre. Vuelve a hacerse la luz, pero es imposible verlo desde ese ángulo. Casi me disloco intentándolo, no hay nada que hacer. Hasta los peces tienen limitaciones. Él continúa su ascenso. Qué asco. Un golpe en el orgullo. Una tarde echada a perder. Una vida malgastada. De todos modos, el universo acabará por explotar.