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Puede parecer una tontería, pero enseguida lo eché de menos. Quería estar con él. Hubiera podido ayudarle a deshacer cajas. Incluso hubiera podido contentarme con mirarlo. Jamás me había sucedido. Ni fascinada, ni exaltada. Otra cosa. De mi apartamento al suyo, si no se tienen en cuenta el techo o los tabiques, debe de haber unos quince metros. ¿Dónde duerme? ¿Duerme siquiera? Toda la noche estuve preguntándome cómo podría reparar los daños causados a su buzón. En un primer momento pensé en proponerle que compartiéramos el mío, pero enseguida renuncié. Me imagino la cara de los vecinos si apenas una semana después de que él llegara, vieran nuestros apellidos juntos. Adiós a mi reputación. Ni Géraldine va tan rápido.

Hacia las dos de la mañana se me ocurrió la gran idea: le pediría a Xavier que hiciera una nueva puerta y, mientras tanto, Patatras ocuparía mi buzón y yo el suyo. Estaba decidido.

Al día siguiente, antes de salir hacia la oficina, deslicé un mensaje por debajo de su puerta:

«Estimado Patatras,

Le agradezco su gentileza y la ayuda que me prestó ayer. Espero que sepa perdonar… bla bla bla». Y terminaba con: «Le daré la llave de mi buzón hacia las siete. Si no está, por favor, pase por mi casa. Afectuosamente, Julie».

Me costó redactar esta notita más que la tesina de la facultad. Un trabajo de doscientas páginas sobre la «readaptación necesaria de las ayudas en los países en vías de desarrollo» hubiera sido más sencillo que garabatear aquella nota. Una superproducción de Hollywood. Ciento veinticinco borradores, más de seis mil neuronas usadas, tres diccionarios, cinco millones de dudas y más de dos horas para decidir si acabar la carta con un «Hasta pronto» o un «Cordialmente», «Afectuosamente» o «Con todo mi cuerpo y alma».

Luego vino la operación de introducirla en un sobre y deslizarla por debajo de la puerta, o bien cerca del quicio o bien lo más lejos posible hacia el interior. ¿De qué hay más posibilidades: de que no la vea cuando salga o de que la puerta la arrastre hacia un rincón y quede tan pegada que no la vea hasta que se vuelva a mudar? Si cada encuentro entre dos seres humanos genera tantos problemas, está claro que no nos reproduciremos suficientemente rápido como para evitar que los gatos tomen el control del planeta. Tras dejar la nota, pasé por la panadería a comprar mi croissant. Desde el instante en que entré sentí una especie de electricidad en el ambiente. Y no precisamente a causa de la mujercilla que compraba una baguette. En un primer momento pensé que la culpa volvía a tenerla Mohamed.

—¿Cómo está hoy, señora Bergerot?

—Es complicado, Julie. Hay días que son así.

—¿Qué sucede?

La verdad es que ya no debería hacer este tipo de preguntas. Sé que al final siempre se vuelven contra mí, pero soy incapaz de evitarlo. Mi madre suele repetirme que me preocupo demasiado por los demás.

—Mi pequeña Julie, acabo de repeler una tentativa de invasión de Mohamed y ahora voy y me entero de que Vanessa deja el trabajo.

La dependienta sale del almacén con los ojos llenos de lágrimas.

—Un croissant para la señorita Tournelle —dice la jefa secamente.

Vanessa se pone a sollozar. Si se inclina sobre mi croissant, lo llenará de lágrimas. Como un grito que le saliera del corazón, me suelta:

—Estoy embarazada y Maxime no quiere que siga trabajando.

Vaya situación. Es necesario que diga algo para neutralizarla.

—¡Pero si es estupendo!

¿Por qué dije eso? La señora Bergerot generalmente no me regañaba. La última vez fue cuando tenía ocho años y me olvidé de decirle adiós. Pero aquella mañana había cruzado la línea. Mira que decir «¡pero si es estupendo!». Levantó los brazos y comenzó a decirme atropelladamente:

—¡Ésa no es la cuestión! He invertido dos años en formarla. Durante meses he hecho el trabajo de dos para que pudiera acostumbrarse. Y cuando por fin parece que ha comprendido todo, ¡me deja tirada! En tres semanas se acaban las vacaciones de verano. ¿Y qué haré entonces?

Entre temblor y temblor, Vanessa me echa una mirada triste. Pero por otra parte algo en sus ojos me dice que está aliviada de que su jefa se descargue con otra persona que no sea ella. Dejo que pase la tormenta y no me olvido de decir adiós al salir.

Cuando llegué a la sucursal pude comprobar que el destino todavía no había terminado de cebarse conmigo. Enseguida me di cuenta de que Géraldine no estaba bien. No tenía su mirada habitual sino la de un animalillo medio borracho que descubre el mundo. Fingía estar hurgando en la caja fuerte de los cheques.

—Julie…

—¿Qué sucede?

—No te des la vuelta. Nos está mirando —me dijo ella mientras señalaba con la barbilla las cámaras de seguridad instaladas en cada esquina del techo.

Fingí ponerme a escribir. Parecía aplicarme en la tarea. De hecho, me encanta, siempre he soñado con actuar en una película de espías. Sería la agente J. T. (Julie Tournelle o Joven y Trabajadora), una superespía, y Géraldine tendría como misión hacerme llegar un documento secreto, vital para el destino de la humanidad. Ella sería la agente G. D. (Géraldine Dagoin o la Gran Descerebrada), y jamás escondería el microfilm en su sujetador, ya que nunca lleva; ni tampoco en su tanga, ya que sería el primer sitio donde cualquier agente miraría. Con toda probabilidad lo llevaría escondido en uno de sus repugnantes anillos.

—Pareces molesta, Géraldine.

Resopla. Parece a punto de echarse a llorar. ¿Es tan terrible lo que amenaza al mundo? Es la segunda mujer que veo llorar esta mañana, seguramente se trate de un complot.

—¿Estás embarazada? —pregunto.

—¿Por qué me preguntas eso? Sabes perfectamente que desde hace dos semanas estoy soltera.

—¡Ah! ¿Y lloras por eso?

—No, es porque ayer Mortagne me hizo pasar el test de evaluación.

—¿Ya?

—Ha decidido que este año lo va a hacer antes. Y no es que yo lo haya hecho mal, es que según él soy nula. No sirvo para nada. No hago nada bien. Me ha arrastrado por el barro. Me pareció tan repugnante que vomité.

Me importan un pimiento las cámaras, me giro. Géraldine está devastada. Le agarro la mano.

—Ya sabes cómo es. Seguramente ni pensaba la mitad de lo que ha dicho. No lo puede evitar, es su lado marcial.

—Lo odio.

—Todo el mundo lo odia. Su madre huyó a la India para no verlo más.

—¿En serio?

—No, Géraldine. Era una broma.

—Menos mal que tienes humor para bromas, porque me ha dicho que te toca a ti. Mira, ahí viene.