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Con el regreso de las lluvias ya no es necesario que suba a regar el huerto de la señora Roudan. Estoy a punto de recoger los últimos calabacines cuando mi móvil comienza a sonar.
—¿Es usted Julie Tournelle?
—Sí, soy yo.
—La llamo a propósito de su tía, Alice Roudan.
—¿Qué le ocurre?
—Siento comunicarle que ha fallecido esta mañana. Mi más sincero pésame.
Me pongo de pie entre los arriates, con las manos llenas de tierra. El viento sopla por encima de los tejados. Es un día gris. Vértigo.
—¿Ha sufrido?
—A priori no. Aumentamos las dosis de morfina. Su cuerpo está en la morgue, puede verla si quiere. Ha dejado unos papeles para usted.
—Ahora mismo voy.
—Como desee. Ya no hay mucha urgencia.
Cuelgo y me siento en el suelo. Las lágrimas llegan de inmediato, cálidas y abundantes. Lloro mientras acaricio las plantas. Ya no verá las últimas flores de su jardín. No siento el mismo dolor que cuando David se estrelló con su moto. Esta vez no hay indignación, no hay rabia, solo un inmenso dolor. La primera vez que sentí algo parecido fue cuando murió Tornade, el perro de mis vecinos. Vi su cadáver a través de una puerta semiabierta mientras mis padres hablaban con sus dueños. Ya no volvería a ladrar, no vendría a buscarme para que le lanzara su pelota. Me fui corriendo hasta el último rincón del jardín y me escondí en un hueco tras el macizo de lilas. Era mi refugio secreto. En este momento daría cualquier cosa por estar ahí. Mis padres me buscaron y llamaron pero yo no respondí. Necesitaba estar sola. No fue hasta la noche que mi padre, mientras la policía se dedicaba a buscarme por las calles, decidió dar una vuelta más por el jardín y me localizó agazapada tras las plantas como un gorrión asustado. Me abrazó y lloramos juntos. Era mi primera vez, mi primer cadáver, la primera muerte de una criatura que quería. Después hubo otras. La segunda lección llegó unos meses más tarde. Cuando mi tío murió, no lloré. Para ser sincera, ni siquiera me apenó. Me di cuenta con horror que prefería mil veces el perro de mis vecinos que a aquel viejo gruñón. Me dio vergüenza, pero aprendí a ver las cosas de frente. Siendo honestos, no se ama a la gente por parentesco o lógica. Hay algo más. Algo irracional que solo se mide en ocasiones como ésta. La señora Roudan acaba de morir y mi tristeza es infinita.
Cuando llego al hospital todo el mundo me trata como si fuera de la familia. Me proponen ir a ver el cuerpo. Acepto. Apenas reconozco a Alice. Quizá por culpa de las luces de neón o porque ya no hay ninguna vida en ella. Hace dos horas me ocupaba de sus verduras y de pronto me encuentro allí, frente a ella, con miedo a acercar mi mano a su cuerpo. Sin embargo, le debo ese último gesto de afecto. Está fría. Me vuelvo a echar a llorar. No era nadie para mí y a pesar de eso siento que va a dejar un enorme vacío.
—¿Ha pensado ya en el funeral?
—¿Necesita la respuesta ahora?
—¿Sabe al menos si la quiere enterrar o incinerar?
—Enterrar. Creo que hay un panteón familiar en el cementerio del norte. Su madre y su hermano ya están allí. ¿Están seguros de que no tiene más familia que yo?
—Más bien es usted quien debería decírmelo. En la hoja de contactos solo figura usted y todos los papeles que ha dejado están a su nombre.
—¿Qué papeles?
La enfermera me tiende un sobre bastante grueso. Lo cojo y me instalo en la sala de espera. Saco los papeles. En primer lugar aparece la foto de su hermano. Luego papeles oficiales con sellos de notarios. Todo parece haber sido firmado el mismo día, la semana pasada, al día siguiente de mi última visita. También hay otro sobre más pequeño con mi nombre escrito. Lo abro.
Mi querida Julie,
Siento que me voy a ir y creo que no aguantaré hasta tu próxima visita. Así que he decidido dictar esta carta a una enfermera. No poseo gran cosa, y como no tengo familia me alegro de dejártelo a ti. Tengo un último favor que pedirte: entiérrame junto a mi hermano y mis padres. Volveremos a ser una familia. Y ven a vernos de vez en cuando. Mi casa está ahora a tu nombre. No creo que valga mucho pero así podrás retomar tus estudios. Espero que todo vaya bien con Ric y que seáis muy felices. Me hubiera encantado veros juntos. Has sido el último rayo de sol de mi vida. Contigo he sentido que tengo una hija de la que estar orgullosa. Te planteas muchas preguntas. Sé que encontrarás las respuestas. A tu edad no debes mirar el pronóstico del tiempo para hacer lo que desees. Son los viejos los que miran las previsiones antes de salir. En fin, gracias por todo. Y no olvides nunca, mi pequeña, que tienes la suerte de estar viva, y que nada es imposible.
Un beso,
Alice
El jueves por la tarde la señora Bergerot se queda atendiendo sola la panadería. Sophie, Xavier y Maëlys me acompañan al cementerio. Ric también ha venido. No sé qué me emociona más, si el fallecimiento de Alice o el hecho de que mis amigos no me hayan dejado sola en ningún momento. Llevo apretada contra mi pecho la foto de su hermano y su carta. No llueve pero el cielo tiene un color plomizo. Nos hemos vestido todos de negro y esperamos el coche fúnebre ante el cementerio. El viento sopla entre los álamos, las hojas salen volando. Nadie habla pero estamos juntos.
Cuando llega el coche lo seguimos hasta el lugar en el que los sepultureros han abierto la fosa familiar. Vivo la escena en una especie de ingravidez, como a cámara lenta. Los hombres sacan el ataúd. Lo ponen en el hueco y esperan mi señal para comenzar a bajarlo. Lo posan justo encima del de su hermano. En ese momento quiero creer que se han reunido en un mundo mejor. Espero que se hayan reencontrado y que no se separen nunca.
Me sitúo junto a la tumba. Arrojo las flores. Sophie llora. No debe de ser fácil para ella ya que perdió a su padre hace tan solo un año. Xavier y Maëlys, con el semblante serio, no me quitan ojo. Ric se mantiene rezagado, como si se escondiera. Cuando me aparto para dejar trabajar a los hombres, observo su cara desencajada. Parece inmerso en una tristeza que no puede ser producto de la simple empatía.
Nos quedamos hasta que colocan la lápida. Pronto habrá un nombre más grabado en ella. El cementerio está desierto. No sé rezar. Me agacho y acaricio la piedra. Murmuro suavemente:
—Buenas noches, Alice. Abrázalos de mi parte. Pronto volveré. Te lo prometo.