59

Aquella mañana descubrí una de las siete verdades fundamentales que rigen el universo: el gorro peruano no le queda bien a nadie.

Cuando vi a Sophie al volante con su gorro peruano y enormes gafas de sol estuve a punto de cancelar todo el plan. No sé si es por el tejido, el color o la forma, pero entiendo muy bien que las llamas se pongan nerviosas y les dé por escupir a gente inocente.

—No he encontrado nada mejor para evitar que tu chico me reconozca —se quejó.

—¿Y no podrías haberte puesto algo que llamara menos la atención?

—Si no te gusta, no tienes más que buscar a otra cómplice.

—No te enfades, es que llevas unas pintas.

Me senté en el asiento trasero.

—He dejado una manta por si acaso él se acerca. Ante la menor duda, tú te escondes y te haces la muerta.

—Genial. Así los policías que están persiguiendo el ovni podrán lanzarse también a la caza de la peruana que lleva un fiambre en la parte de atrás.

Nos paramos frente a mi calle, en el cruce que Ric suele atravesar. Imposible que se nos escape.

Cuando Sophie gira la cabeza los cordones de su gorro vuelan y planean. Dan ganas de ponerse a tocar la flauta andina y hacer un sacrificio humano.

—¿Qué crees que hace cuando sale a correr?

—Si lo supiera no estaríamos aquí.

—Creo que estás totalmente paranoica.

—No solo me preocupa eso. Hay un conjunto de indicios. La semana pasada sin ir más lejos la pasó entera fuera, sin explicación alguna. Nada. Ni siquiera sé adónde fue.

—No me parece que eso sea un crimen. Quizá sea un espíritu libre.

—No lo creo. Apostaría la cabeza de Jade a que se trae algo raro entre manos.

Sophie se giró. Los cordoncitos sobrevolaron su cabeza.

—Escóndete, que ya viene.

Me lancé bajo los asientos. Sophie encendió el motor.

—Dejémosle avanzar un poco. Sobre todo porque a mi coche no le gusta demasiado la lentitud.

No me atreví a asomar la cabeza.

—¿Está subiendo la calle?

—Sí.

—¿Lleva mochila?

—Sí, y tiene un culo precioso.

—¡Sophie!

—Si estamos aquí para vigilar, yo vigilo.

Mete primera y comenzamos a avanzar. Me siento como un perro, sacudida por los movimientos y con ese olor a gasolina. Me incorporo con cuidado para tratar de ver a Ric, pero también para bajar la ventanilla. El aire fresco me sienta bien. Introduzco la cabeza entre los dos asientos de delante.

—Como me babees la tapicería te voy a tener que sacrificar.

—Y yo te morderé hasta contagiarte la rabia si lo pierdes de vista.

—Tranqui.

Ric corría muy rápido. Mucho más que cuando corríamos juntos. La verdad es que tuve que parecerle un molusco.

—¿Y tú crees que entrenándote habrías llegado a correr tan bien como él?

—Dicen que el amor es ciego, no que tenga un velocímetro.

—Es bueno tener sueños.

—Gracias por tu apoyo.

Cuando llegamos al paso de cebra frente al colegio, Sophie se detiene para ceder el paso a las hordas de niños. Dos pequeños la señalan entre carcajadas. Es el efecto provocado por el gorro peruano en las almas puras que aún no saben disimular sus sentimientos. Adorables mocosos. Uno de los niños esconde la cara sofocada de la risa entre las piernas de su madre. Una monada. Cada vez son más los que pasan doblados de la risa.

—¡Lo vamos a perder! —grito.

—Tienes razón. Déjame atropellar a unos cuantos de estos horribles críos que se burlan en mi cara y seguimos.

Ya estoy viendo el retrato robot elaborado por los niños de preescolar para buscarla: una patata con ojitos de mosca cubierta con una bolsa para vomitar.

Ric ya no es más que una silueta en el horizonte. Por fin arrancamos. Dos coches nos impiden acelerar. Sophie pone la mano en la palanca de cambios y declara:

—Vamos a tener que correr algunos riesgos…

¿Qué piensa hacer? ¿Circular por la acera? ¿Pulsar el botón secreto de los turborreactores?

Pone el coche en tercera haciendo rugir el motor. Casi llegamos a la altura del parque de las antiguas fábricas. Ric continúa hacia el norte, como pareció cuando lo esperaba en el parque. Toma una calle a la derecha. Sophie conduce a toda pastilla. En esas calles hay menos tráfico y resulta más fácil detectar nuestra presencia.

—Deja que se aleje un poco. Estamos demasiado cerca. Si se gira solo nos verá a nosotras.

—A mi coche no le gusta circular despacio, ya te lo he dicho. Como se cale, vamos a estar monísimas empujando: tú con la manta y yo con el gorro y las gafas.

Ric sigue corriendo sin cansarse. Parece saber adónde va. Deja atrás la zona residencial e incluso las naves industriales. ¿Qué hay más allá?

Sophie se rasca la cabeza sin quitarse el gorro.

—¡Qué pesadilla este estúpido gorro! Me da calor y me pica.

Una calle más a la derecha y otra a la izquierda. Los edificios están ahora dispersos, hemos salido de los límites de la ciudad.

—Pues no entiendo cómo tu chico, con lo guapo que es, no ha dado con una amante que viva un poco más cerca.

—Muy gracioso.

Ric acaba de pasar una nave rodeada de una reja y bordea un parque descuidado. De pronto salta un seto y se pierde entre los árboles.

—¿Y ahora qué se supone que debo hacer? Mi coche no es un todoterreno.

Reflexiono rápidamente. Como no nos demos prisa, lo perderemos en los bosques.

—Sophie, aparca y síguelo a pie.

—¿Cómo? Pero ¿estás mal de la cabeza?

—Si me ve a mí lo habré fastidiado todo.

—Ya, y a mí en el mejor de los casos me tomará por una prostituta sudaca que hace la calle mientras espera a que se produzca un eclipse, ¿no? Gracias.

—Sophie, te lo ruego. Si no lo seguimos, todo esto no habrá servido de nada.

Tira del freno de mano a regañadientes.

—Te juro, Julie, que un día me lo pagarás.

—Te lo prometo. Mañana si quieres.

Se baja y echa a correr hacia el seto. El gorro desentona con sus vaqueros y su camisa. Se lanza sobre el seto y desaparece. Me quedo allí, a cuatro patas en el coche con la manta sobre la espalda.

¿Adónde pretende llegar a través de ese bosque? ¿Qué hay en ese lugar? Esta vez es evidente que no ha escogido aquel lugar porque fuera bonito. No penetra en ese bosque para correr tranquilamente. Intento reflexionar. Me preocupa Sophie. ¿A qué trampa la he enviado? Me muero de ganas de ir tras ella. Si le pasara algo, jamás podría perdonármelo. Nunca encontraría a nadie como ella.

De pronto se me enciende la bombillita. Ya sé dónde nos encontramos. Estamos cerca de la finca de los Debreuil. Allí, justo detrás, está la verja de su enorme propiedad, decenas de hectáreas, la casa familiar, los talleres e incluso la fábrica de marroquinería más famosa del mundo. El puzle empieza a encajar en mi cabeza cuando de repente veo a Sophie surgir de detrás del seto como un muñeco de muelle. Corre como si tuviera detrás una jauría de llamas carnívoras. Tiene el gorro lleno de ramitas y me parece que su camisa está rota. Derrapa cuando llega a la altura del coche y se lanza dentro.

—¡Escóndete! ¡Ya vuelve!

—¿Has visto lo que hacía?

—Tienes razón, ese chico oculta algo.

—Pero ¿qué es lo que ha hecho?

—Calla, que ya está ahí.

Ric cruza el seto con más clase que Sophie. Sube por la calle hacia nosotras, estoy paralizada. Pasa muy cerca del coche. Sophie saca un mapa y se parapeta detrás de él. Para parecer más natural, a esta idiota no se le ocurre otra cosa que decir, con acento peruano:

—Buenos días, señor.

Creo que es la primera vez en mi vida que me meo encima.