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Xavier a menudo cuenta que justo antes de una operación los soldados quedan en silencio para poder concentrarse mejor. Quizá por eso él tampoco pronuncia una sola palabra mientras nos lleva en coche a la finca de Albane Debreuil, con quien tenemos una cita.
Xavier se ha puesto el mismo traje que llevaba en el entierro de la señora Roudan. Vestido así y cerca del sepulcro, iba perfecto para un funeral. Pero esta vez, al volante de su impresionante coche blindado, parece un guardaespaldas que, de apretar algún botón secreto, podría lanzar un misil.
El vehículo circula por las calles. Y a través de los cristales tintados veo cómo todos los peatones se quedan mirándolo.
Voy sentada detrás, al lado de la señora Bergerot. Ella lleva un maravilloso abrigo de piel. A pesar de ser sintético y demasiado pequeño, cumple con su cometido. De todas formas, maquillada y peinada por Léna, se parece increíblemente a la millonaria rusa que debe encarnar en mi plan. Ese porte de barbilla, esa clase y esa seguridad en la mirada adquiridas a fuerza de vender más de dos millones de baguettes y el mismo número de croissants a todo tipo de gente.
Yo llevo un conjunto gris, sobrio pero elegante, que me ha prestado Géraldine. Sé que me sienta peor que a ella, pero no creo que la señora Debreuil se fije en mí.
En ese momento intento no arrepentirme de lo que estamos a punto de hacer, no quiero ni pensar en el lío en el que estoy metiendo a todos mis amigos. Hace unos minutos que Sophie ha debido de llegar a la casa de los Debreuil. Se va a hacer pasar por la periodista encargada de inmortalizar el encuentro entre la descendiente de una de las más afamadas firmas francesas y la millonaria rusa dispuesta a invertir en una marca para hacerla todavía más internacional.
El coche deja la calle principal para tomar callejuelas más estrechas. Pese a la velocidad, el sistema de suspensión nos mantiene todo el rato horizontales. El XAV-1 es un vehículo excepcional. A través del retrovisor mi mirada se cruza con la de Xavier. Antes incluso de ir a la guerra, un comando tiene derecho a sentirse orgulloso de lo que ya ha logrado. La señora Bergerot también está impresionada por el coche. Casi parece haber olvidado la absurda misión que está a punto de cumplir por mí. Hace una hora estábamos sumidas en nuestra rutina de la panadería, pero al bajar la persiana para el cierre de mediodía, el decorado cambió: ella corre a que la vistan. Se cierra una persiana y se abre el telón.
Se inclina hacia mí:
—Entonces, ¿no tengo que decir nada?
—Exactamente. Solo murmure en mi oído y yo me encargaré de traducirle a la señora Debreuil.
—Y no vas a dejarme sola ni un minuto, ¿verdad? Porque si lo haces, me quedaré en blanco.
—No se preocupe. La seguiré como si fuera su sombra. Soy su intérprete y su secretaria particular.
Ni a ella, ni a Sophie, ni a Xavier les he contado lo que pienso hacer. La versión oficial es que quiero visitar el lugar para impedir que Ric cometa una locura. Ni siquiera yo sé muy bien qué haré cuando me encuentre frente a la vitrina diecisiete. Tendré que improvisar. Si veo la posibilidad, robaré el valioso contenido y saldré corriendo. Estoy dispuesta a todo y a asumir las consecuencias. Mis amigos no tendrán problemas porque no están al corriente, y ya he escrito tres cartas (una a la policía, otra al ayuntamiento y otra al juzgado). Mohamed tiene órdenes de meterlas en un buzón si no he vuelto el día siguiente. No hay vuelta atrás. Seré yo quien tenga que huir, y Ric quien deba acompañarme. Al contrario que él, yo no tendría problemas en pedírselo. Estoy segura de que Steve podría colocarnos en algún lugar de Australia. Comeríamos canguro, y Ric me curará cuando lance mi primer bumerán y al volver me golpee en toda la cara.
Acabamos de girar en la curva que lleva directamente a la finca. Está rodeada de casas lujosas que se aglutinan alrededor de la legendaria mansión, como si fueran cortesanos alrededor de un monarca. A lo lejos se ve la verja con las iniciales del fundador labradas. Por ese lado todo tiene mucho más glamour que en la parte trasera.
—¿Señoras, están listas? —pregunta Xavier.
La señora Bergerot se coloca el chal y asiente con la cabeza.
—Estamos listas —respondo.
No sé si os habrá pasado lo mismo, pero yo más de una vez he sentido, ante una prueba complicada, que daría diez años de mi vida con tal de no tener que enfrentarme a ella. En esta ocasión no. Estoy preocupada, pero no dispuesta a renunciar. De entrada porque me siento muy en mi sitio, pero también porque no renunciaría por nada del mundo siquiera a una hora de mi existencia de las que pienso pasar con Ric.
Xavier se pone unas gafas de sol y reduce la velocidad. Si tuviera un yorkshire se pondría a ladrar. Un guarda se acerca al coche. Está evidentemente impresionado por el vehículo.
Xavier baja el cristal y asegura:
—Tenemos una cita.
El hombre no se atreve ni a preguntarnos si somos ésos a los que espera su jefa.
—Sigan el camino… y bienvenidos.
El XAV-1 avanza entre árboles centenarios. Pronto llegamos al edificio que he visto en las fotos. Piedra, tejaditos, torretas en las esquinas. Una mezcla de posada de caza victoriana y casa típica del Périgord. Está claro que los Debreuil saben elegir a sus decoradores. La inmensa residencia con tres alas rodea un patio con una fuente en medio. El lugar resultaría impresionante incluso dentro de una película de Hollywood. El XAV-1 se para frente a la puerta. Enseguida un hombre aparece bajo el dintel.
Veo el coche de Sophie aparcado un poco más allá. Xavier baja y le abre la puerta a la señora Bergerot. Yo salgo sola y me dirijo hacia el señor.
—Buenos días, por favor, avise a la señora Debreuil de la llegada de la señora Irina Dostoïeva.
Anoche estuve trabajando mi acento. Me dio tiempo, ya que no logré pegar ojo. Es una mezcla del ruso de opereta que se escucha en las películas de espías rusos con algo más, como si hablara con un secador en la boca. Conozco exactamente el efecto que produce, he hecho la prueba esta noche.
—Bienvenidos a la finca Debreuil. Me llamo François de Tournay y soy el encargado de los negocios de la señora Debreuil.
Le tiendo la mano.
—Valentina Serguev, asistente personal de la señora Dostoïeva. Soy también su intérprete ya que no habla vuestro idioma.
Él se precipita hacia la señora Bergerot, que ya se dirigía hacia la casa. Con un movimiento ampuloso, le besa la mano.
—Mi más sincera bienvenida, señora. Es un gran honor poder recibirla.
«No te canses, tío. Visto el estado de las cuentas de vuestra familia, ya sabemos por qué te alegras tanto de verla…».
El interior de la casa es todavía más espectacular. Las paredes, los muebles, cada objeto transmite la leyenda de la marca y de su ilustre fundador. Charles Debreuil fue el primero en hacer uso de las maletas que él mismo inventó. Pero fue su hijo Alexandre, el padre de Albane, quien hizo fortuna gracias a sus famosos bolsos. Como en las vidrieras de las iglesias, las paredes del hall narraban la epopeya familiar con todo lujo de detalles. Los Debreuil sabían cómo interpretar su propia leyenda.
—La señora Debreuil llegará en un momento.
—Tenemos poco tiempo —replico yo sin complejos.
Desaparece. La señora Bergerot se inclina sobre mí.
—Ya había visto fotos en las revistas, pero es todavía más hermoso en la realidad.
Xavier se mantiene ligeramente atrasado, con las manos cruzadas sobre su chaqueta, dispuesto a abalanzarse sobre todo aquél que se atreva a atentar contra la riquísima Irina. Sin duda para imponer todavía más, no se ha quitado las gafas de sol. Dentro está mucho más oscuro y me da miedo que se trague algún mueble.
Albane Debreuil entra en la sala. Lleva un traje de precio desorbitado y va cargada de joyas.
—Mpиbet, señora Dostoïeva.
O habla ruso, y entonces la hemos jodido, o ha memorizado una palabra para epatarnos.
Las dos mujeres se dan un apretón de manos mientras se calibran la una a la otra. En cuestión de porte, la señora Bergerot no tiene nada que envidiar a la heredera. Merece el Óscar a mejor actriz. Me acerco.
—Mis respetos, señora. Me llamo Valentina Serguev y soy la secretaria particular y la traductora…
Me aprieta la mano.
—Dígale a su jefa que estoy encantada de recibirla entre estos muros cargados de historia. Me han hablado mucho de ella. Me gustan las mujeres capaces de hacerse dueñas de su destino y me llena de alegría la idea de crear una sociedad conjunta.
Fingiendo ser una traductora experta, chapurreo unas palabras del modo más discreto posible y con un acento dudoso. La señora Bergerot asiente con satisfacción. Esta vez no hay duda: me está robando el Óscar.
Entramos en el elegante despacho de la señora de esos lares. Sophie ya nos espera allí. Jamás olvidaré su expresión cuando nos vio entrar a los tres. A la panadera, al soldador profesional y a la loca de su amiga. Su cara parece la del primer conquistador que descubrió un templo inca.
Nos presentan como si no nos conociéramos. Un momentazo. Unos cuantos lugares comunes. La prensa es formidable, Rusia también y lo mismo para los bolsos. Sophie toma fotos mientras la señora Debreuil intenta hacerse la simpática con su nueva mejor amiga. Despiden muy educadamente a Sophie. Ha estado genial. No hay duda de que su actuación me costará cara cuando volvamos a vernos.
La señora Debreuil nos hace sentarnos frente a su mesa en unos sillones ligeramente más bajos que el suyo. Sutilmente, nos domina a todos, instalada bajo un inmenso retrato de su padre. Xavier se mantiene de pie detrás.
—Quizá prefiera que su guardaespaldas espere en la sala de al lado.
—Imposible —respondo—. Eso vulneraría nuestros procedimientos de seguridad.
—La señora Dostoïeva no corre ningún peligro aquí.
—No podemos transigir, lo lamento.
La señora Debreuil acepta y nos tiende dos carpetas de piel especialmente marcadas y fabricadas para la ocasión.
—Aquí están las cifras de la empresa y nuestros proyectos. Por lo que he entendido la señora Dostoïeva ha decidido invertir en empresas de lujo.
—Está en Europa para evaluar diferentes proyectos. Luego tiene planeado un viaje a América. Y a continuación decidirá.
—Entiendo.
La señora Debreuil comienza entonces a explicarnos su marca. Nos da la impresión de que todo lo que dice lo tiene muy bien ensayado. Me da miedo que la señora Bergerot nos delate respondiendo a algún comentario que supuestamente no entiende, pero desempeña su papel a la perfección. De vez en cuando se inclina para murmurarme algo y después asiente. Siento a mis espaldas la presencia tranquilizadora de Xavier.
Albane Debreuil sonríe cortésmente. Qué no hace uno con tal de llenar sus cajas fuertes vacías y seguir llevando esa vidorra.
La señora Bergerot recorre con la mirada los documentos en inglés, y señala un párrafo acerca de los fondos de la empresa. De pronto se inclina hacia mí.
—Aquí hay un desequilibrio. Pídele que te lo explique.
«Pero ¿qué hace? Esto no es una auditoría. ¿De dónde ha sacado esos conocimientos económicos? Y yo que pensaba que se había tirado el pisto para regañar a Mohamed».
—La señora Dostoïeva me pide que le explique el párrafo seis.
Albane Debreuil suelta una risita incómoda.
—Ya veo que es experta en finanzas. Hay que matizar esa cifra teniendo en cuenta las provisiones de fondos hechas dada la desaceleración económica. Nada alarmante.
Traduzco. La señora Bergerot me pide que me incline:
—Esta explicación no es válida ya que en la página anterior ya ha deducido todas las posibles pérdidas a las ganancias. No puede ponerlo dos veces. Es un fraude.
«Alucinante. Aparte de vender croissants, la señora Bergerot podría haber obtenido el Nobel de economía».
—¿Hay algún problema?
—Nada importante. La señora Dostoïeva quería solo destacar que deberíamos presentarle a un consejero fiscal más experimentado que el que redactó estos documentos…
La señora Bergerot asiente:
—¡Da, da!
Por poco me desmayo. Afortunadamente Albane Debreuil retoma su discurso sin notar nada raro. Tras veinte minutos miro ostensiblemente mi reloj y la corto:
—Lo siento, pero tenemos una agenda muy apretada y debemos cumplirla. Nos esperan para la posible compra de un viñedo de dos mil hectáreas a bastantes kilómetros de aquí.
La señora Debreuil asiente.
—Sin embargo, ya que no va a ser posible visitar los talleres, a la señora Dostoïeva le gustaría ver el museo de su colección privada.
—La inauguración del museo es dentro de dos días, me gustaría que vinieran entonces. La señora Dostoïeva podría ser la invitada de honor en la cena. Incluso cortar el cordón. Y si quiere, puede quedarse unos días. Yo misma la alojaría en esta casa.
—Es muy amable, pero el día uno tenemos que estar en Nueva York para una gala benéfica con el Presidente.
—El Presidente… entiendo. Si les apetece podemos ir al museo ahora y yo misma se lo enseñaré. Todavía está un poco revuelto, pero lo importante ya está en su sitio. Denme un minuto, el tiempo de poner un poco de orden.