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Me encanta mi calle. Posee vida propia, un ambiente particular. Los edificios son antiguos y tienen escala humana. En los balcones hay mil cosas: plantas, bicicletas, perros. Hay también todo tipo de tiendas; estamos bien surtidos, tenemos de todo, desde la pequeña librería hasta una lavandería. Como no es una gran arteria, todos los que la transitan siempre lo hacen con un fin determinado. Tiene una ligera pendiente hacia el oeste. Cuando el sol se pone, se podría pensar que un poco más lejos se encuentran el mar, el puerto, el horizonte, aunque la costa más cercana está a cientos de kilómetros. Crecí en una casa que no estaba muy lejos de aquí. Cuando mis padres se marcharon para instalarse en el suroeste tras su jubilación, decidí quedarme. Conozco a todo el mundo y me siento como en casa. La única ocasión en la que tuve ganas de irme fue después de que Didier me dejara. Demasiados recuerdos (sobre todo malos). Pero pronto los buenos ocuparon su lugar natural. Admiro a los que salen a investigar el mundo, a los que hacen la maleta y se van un año a vivir a Chile, a las que se casan con un australiano, a los que van al aeropuerto sin saber cuál es su destino. Yo no soy capaz. Necesito referencias, un universo propio y poblado de gente conocida. Es cierto que cojo cariño con facilidad. Para mí la vida está formada por aquéllos que la hacen mejor. Adoro a mi familia, pero solo la veo dos veces al año. A mis amigos en cambio los veo casi todos los días. Cuando se comparten pequeñas cosas cotidianas se crea un vínculo que es a menudo más fuerte que los lazos sanguíneos. Incluso mi panadera, la señora Bergerot, forma parte de esta peculiar familia. Sabe de qué humor estoy según la cara que traiga, habla conmigo, me conoce desde que era pequeña e incluso a pesar de que sepa cuál es mi edad, hay veces que duda si darme caramelos con el cambio. Su tienda está al lado de la de Mohamed, una tienda de ultramarinos que se llama CHEZ MOHAMED. Siempre está abierta. Es el tercer Mohamed que conozco. Creo que solo el primero que abrió la tienda se llamaba así y los que retomaron el negocio prefirieron cambiarse el nombre antes que corregir el letrero.

Conforme avanzo por mi calle, mejor me siento. Si algún día me vuelvo loca o pierdo la noción del tiempo tengo un truco infalible para saber en qué día de la semana estamos. Es el escaparate del restaurante chino del señor Ping. A veces me pregunto si el suyo es también un nombre falso. En cinco años su francés no ha mejorado nada, pero estoy casi segura de que lo hace a propósito. Para saber el día de la semana solo hay que fijarse en su menú: el viernes es el día de las gambas al natural. El sábado, el de las gambas a la plancha con sal y pimienta. Los domingos, las gambas van con cinco especias, los lunes con salsa agridulce (sobre todo agri), los martes con cayena y, los miércoles, en salsa picante. Si alguna vez venís por aquí, no entréis nunca a partir del domingo. En una ocasión, cuando acababa de mudarme, me pasé un miércoles por la tarde. Casi me muero. Durante tres días estuve encerrada en el cuarto de baño. Llegué incluso a dedicarme a leer el anuario.

Aquel lunes, mientras regresaba, todavía no se había puesto el sol y la temperatura era agradable. Saboreé el momento. Pasé por delante de la casa de Nathalie y las luces estaban encendidas. Cuando me acercaba a mi casa sentí lo mismo que aquél que regresa a casa con los pies cansados y los desliza dentro de sus zapatillas favoritas. Tras tres días con Carole, por fin volvía a sentirme en mi sitio, mi territorio. Creo que incluso el imbécil de Didier sabía que no le interesaba dejarse ver por aquí. Mohamed estaba apilando los albaricoques con dotes de artista.

—Buenas noches, Julie.

—Buenas noches, Mohamed.

Cuando llego a mi portal, todo está en su lugar. Empujo la puerta y me dirijo directamente a los buzones. Dos facturas y publicidad. En una de las cartas unas letras enormes me dicen que puedo ganar un año de comida para gatos. No tengo gatos ni me gusta su comida. Y luego nos dicen que debemos reciclar para salvar el planeta. Si dejaran de inundarnos con esas tonterías.

Mientras cerraba mi buzón me di cuenta del nombre que había en el de al lado. Sabía que la pareja del tercero se había mudado después de que naciera su segundo hijo, pero no que el nuevo ya se hubiera instalado. «Ricardo Patatras». ¡Vaya apellido! Cualquiera pensaría que hay un circo a la vuelta de la esquina y el payaso vive aquí. Ahora en serio, no está bien reírse de eso, pero es que también… Me quedé un rato releyendo el nombre de mi vecino con una sonrisa estúpida en la cara. La primera del fin de semana.

Subí a casa y llamé a Carole para decirle que había llegado ya y que, qué le vamos a hacer, el morenazo que iba sentado enfrente en el tren no intentó ligar conmigo. Puse una lavadora. Me metí en la ducha y, ¿sabéis qué? No podía dejar de pensar en ese nombre. ¿Cuántos años tendrá el tal Ricardo Patatras? ¿Qué aspecto? Con semejante nombre, era imposible que mi imaginación no echara a volar. Si un «François Dubois» viniese a vivir al piso de abajo, me haría fácilmente un retrato robot, aunque fuera equivocado. Ahora que lo pienso bien, conocí a un François Dubois en el colegio y la última vez que supe de él fue por la florista, que justo llegaba de consolar a la madre porque a él le habían condenado a dos años de cárcel y a una cuantiosa multa por traficar con aceite adulterado. Bueno, no importa. El caso es que el nombre de Ricardo Patatras es algo diferente: parece distinguido, robusto, podría ser el nombre de un aventurero argentino defensor del orangután, el del inventor del camping gas o el de un mago español que tuvo que exiliarse por dejar a su ayudante ensartada en las espadas como un pincho moruno, algo por lo que nunca se perdonará porque estaba secretamente enamorado de ella. Es un nombre que implica muchas cosas, y no solo un simple vecino de edificio. Y allí, bajo el agua de la ducha, descubrí que tenía un nuevo fin vital: averiguar cómo era mi nuevo vecino. Cerré el grifo y me envolví en la toalla. Escuché ruidos en la escalera. Me precipité hacia la mirilla para ver si era él. Pero lo hice tan abruptamente que resbalé. Si me gustaran los juegos de palabras diría que hice «patatrás», pero fue más bien un «catapún». Así que allí me vi, despatarrada en el suelo, desnuda y dolorida. ¡Seré bruta! No había visto a ese tío todavía y ya estaba haciendo estupideces. Aquélla fue la primera vez. Pero no sería ni la última, ni la peor.