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Quizá parezca una tontería y más a mi edad, pero soy demasiado sensible a los actos que voy a realizar por última vez. Tiene que ver sin duda con el miedo a perder a alguien de quien ya os he hablado. Hoy es mi último día en el banco. Mi última cita, mi último plan de financiación, mi última caída del servidor. Resulta extraño sentir nostalgia por un sitio y un trabajo de los que, sin embargo, estoy muy contenta de irme. Me da la sensación de estar terminando un período de mi vida que no me correspondía. Antes de cambiar de tema, tengo que decir que debía mi disfraz de banquera a Didier.

No quiero hacer una fiesta de despedida con todo el mundo, pero al mediodía voy a comer con Géraldine. Mortagne ha intentado acoplarse pero ella no le ha dejado.

Esto también me choca. Me acuerdo de la primera vez que vi a Géraldine. Ella acababa de llegar de otra sucursal. Pero, para ser precisa, la primera vez no la vi, sino que la oí. Géraldine estaba en la oficina de la antigua directora y decía:

—Cuando monto en bicicleta, suelo inclinar la cabeza hacia la derecha porque he leído que más de la mitad de los accidentes afectan a la parte izquierda del cerebro. Y así, tengo más posibilidades de salir con vida.

Antes incluso de conocerla ya me había hecho una imagen de ella. Y sin embargo, aquí estamos las dos sentadas en la mesa, bajo el sol, en la terraza del restaurante Grand Tilleul. Solo una cosa me molesta: Géraldine lleva puestas sus gafas de sol. Que parezca la cabeza de una mosca no me importa, pero es que no le veo los ojos. Odio hablar con alguien y no saber qué mira.

Géraldine tiene mucha presencia. Sabe comportarse. Instintivamente, se coloca siempre en el mejor sitio. Los paparazzi pueden aparecer, siempre saldrá bien en las fotos. Ése es su instinto. Yo a su lado soy el patito feo. No tengo ni la actitud, ni un collar que deslumbra, ni un escote que atrae la mirada de los hombres. Hasta la manera de sostener el menú es de admirar. Se podría decir que es una reina a punto de leer un discurso a sus fieles súbditos.

—Yo tomaré tomates con mozzarella —dice—. Y luego dos postres.

—Yo tomaré lo mismo. Pero invito yo.

Hace un gesto al camarero, que se presenta a toda prisa. A mí ni me ha visto. Puede que le pregunte si quiere un cacharro con agua para su mascota.

—Te voy a echar de menos, Julie.

—Yo también. Pero podemos seguir viéndonos.

—Espero que sí. Ha sido todo un trauma aceptar que dejas el banco para convertirte en panadera. De hecho, me ha hecho reflexionar sobre mi propia vida.

«Dios mío, ¡qué he hecho!».

—… hace falta valor para replantearte la vida tal como tú lo has hecho. He decidido imitarte. Me he inscrito en el concurso de internos del banco. Voy a intentar ascender todo lo que pueda. Sé que no será fácil ya que no soy buena en todo, pero voy a trabajar duro e intentarlo.

—Es una buenísima noticia.

—Tú has sido mi fuente de inspiración, Julie.

—Estupendo. ¿Y con Mortagne?

—¿Raphaël? Es un amor. Solo hay que aprender a conocerlo.

«Solo hay que aprender a darle un buen guantazo».

—¿Vais en serio?

—Es demasiado pronto para decirlo. Quiere tener cinco hijos y ya me ha enseñado fotos de la casa que quiere que nos compremos, pero yo no estoy en ese punto. A pesar de todo, y que quede entre nosotras, quiero seguir con él.

—Géraldine, ¿puedo preguntarte algo?

—Lo que quieras.

—¿Puedes quitarte las gafas de sol? Me incomoda un poco.

—¿Por qué no? Conocí a un yorkshire castrado al que le producían el mismo efecto. En cuanto veía a alguien con gafas de sol, ladraba como un loco y mordía. ¿Tú no vas a ladrar, verdad?

«No, pero puede que te muerda para que el camarero que ya viene con los platos entienda que yo también quiero mi ración. Quizá sea por mi lado perruno que hablo tanto de gatos».

—Prefiero verte los ojos.

—¿Te parecen bonitos? —me pregunta mientras pone cara de actriz.

El camarero sirve la comida. Géraldine mira fijamente el contenido con ese estilo único suyo. ¿Qué pasará por su cabeza? La ciencia tiene en ella un elemento digno de análisis. Me guiña un ojo. Siento que se aproxima un comentario inolvidable, una sentencia absoluta:

—Siempre tengo el mismo problema con los tomates y la mozzarella.

—¿Sí?, ¿cuál?

—Me pregunto por qué no hacen mozzarella roja y tomates blancos. Así sería menos monótono, ¿no crees?

—Buen provecho, Géraldine.

No sé a vosotros, pero al principio de mi vida solo existían dos tipos de personas: las que adoraba y las que no podía aguantar. Mis mejores amigos y mis peores enemigos. Por los que estoy dispuesta a darlo todo y los que podrían irse a paseo. Luego se madura. Entre el blanco y el negro, se descubre el gris. Nos damos cuenta de que hay personas que no son del todo amigos, pero a quienes apreciamos, y otras que creemos que son más allegadas y que sin embargo no dejan de clavarnos puñales en la espalda. No creo que hacer este descubrimiento sea una renuncia o falta de integridad. Es solo otra forma de ver la vida. Gracias a esta filosofía, puedo disfrutar de la comida con la tarada de Géraldine Dagoin. La vida sin gente como ella sería mucho más triste y menos hermosa.