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¿Conocéis a alguien que quisiera celebrar su divorcio? Yo sí. Lo normal es que hagan celebraciones quienes se van a casar. Se les oye tocar el claxon los sábados camino del ayuntamiento, o se les ve por la calle, el día antes de su boda, pasar en grupo disfrazados de payaso o casi desnudos. Entre fanfarrias y tambores se enorgullecen de estar sepultando sus vidas de jóvenes solteros (aunque a veces tengan más de treinta y cinco años). Las estadísticas dicen que el diecinueve por ciento de las parejas se separan al cabo de un año, y nadie se dedica a lanzar confeti por ello. Pues Jérôme sí.
No asistí a sus dos primeras bodas, pero sí a la tercera. No es fácil explicar que uno se ha casado y divorciado tres veces a los treinta y dos años. El adagio popular dice que «a la tercera va la vencida», pero a veces los proverbios también se equivocan.
Que quede entre nosotros, la fiesta por su divorcio me pareció mucho más divertida que sus convites de boda. Sin fardar, sin tanta etiqueta ni convenciones sociales, ni colas para saludar a los novios, nada de vestidos que te sofocan, ni zapatos con un tacón altísimo que son un peligro mortal, ni colectas para la iglesia, ni menús llenos de salsas incomestibles o bromas estúpidas de su tío Gérard, quien de hecho ni siquiera estaba invitado. Solo aquéllos a los que tenía verdadero afecto y la confianza suficiente como para poder decirles: «Me he vuelto a equivocar, pero quiero seguir contando con vosotros». Me parece que incluso asistió su primera mujer.
Así que un sábado de octubre por la tarde me veo en un apartamento abarrotado, rodeada de gente que se lo está pasando verdaderamente bien gracias a Jérôme. Es todavía temprano. En un ambiente surrealista aunque relajado, sonreímos y hablamos de todas las veces que hemos metido la pata y de las cosas de las que nos arrepentimos. Parecemos un grupo de «fracasados anónimos». Fue Jérôme quien rompió el hielo:
—Muchas gracias a todos por haber venido. Lo único que celebro hoy es el haberos conocido. Cada uno de vosotros forma parte de mi vida. Quiero puntualizar que los regalos que generosamente me hicisteis por cualquiera de mis bodas no los voy a devolver. Esta noche no voy disfrazado, ni cuento con vosotros para poder pagar mi luna de miel, ¡ni siquiera tengo mujer! No sé si es una perversión mía, pero a veces me pregunto si me casé con Marie solo para poder celebrar hoy mi divorcio. Lo asumo. Os regalo la posibilidad de que os comparéis conmigo y así saldréis beneficiados. Si algún día estáis deprimidos y os torturáis por vuestros fracasos pensad en mí y, sinceramente, espero que os vaya mejor.
Todos rieron y aplaudieron, y una chica se puso a contarnos cómo la habían echado del curro hacía tres semanas por haberse reído de un cliente calentón que tonteaba con ella. Creyó que era un comercial lleno de testosterona, pero en realidad era el joven y fogoso director general del cliente más importante de su empresa. A la cola del paro y muerta de risa. Después de ella todo el mundo siguió contando sus desventuras.
De confidencia en confidencia, la velada fluyó con rapidez; la gente tenía cosas que decir. Nadie hablaba de la tele ni de todas esas cosas superficiales que pueblan inútilmente nuestra vida. Nadie necesitó emborracharse para desinhibirse o pasárselo bien. Nos sentíamos miembros de una misma especie, seres humanos con fallos. Cuando uno celebra un cumpleaños, una victoria o un hecho reseñable jamás disfruta de un ambiente como el que ese día pudimos compartir. Siempre hay una estrella o una pareja que son el centro de la fiesta, subidos en su pedestal mientras los demás los contemplan en silencio. Sería más fácil celebrar nuestras caídas. Sin pódiums ni vanaglorias, simplemente alegrarnos del hecho de estar vivos y cerca los unos de los otros. Seguramente son más nuestros fallos que nuestros éxitos. No obstante, aquella noche, y a pesar de las humillaciones de las que fui testigo, no me atreví a pronunciarme. Demasiado miedo, demasiada vergüenza, y eso que tendría mucho que relatar. Si me pusiera a contar todas aquellas decisiones que he tomado y en las que me he equivocado, necesitaría meses, por muy rápido que hablara.
He acudido a la velada para estar con Jérôme, para olvidarlo todo, para disfrutar, y mis expectativas se van cumpliendo. Pero esto no debería ser excusa para bajar la guardia. Nunca se sabe en qué momento el destino te va a jugar una mala pasada, ni de qué forma. A mí me asaltó aquella noche, y su mensajero tenía un aspecto muy raro.
Cuando salgo a fumar al balcón me encuentro con todos los fumadores apoyados en la pared igual que los condenados se apoyan en un paredón de fusilamiento. Ya es de noche y hace un poco de frío. Observo el barrio hundido allí abajo. Como Jérôme vive en un quinto, disfruta de una bonita vista de los tejados y del parque vecino. Me apoyo en la barandilla de aluminio, que está helada. Inspiro profundamente, pero no recibo la bocanada de aire fresco que esperaba, sino un humo negro proveniente de un tipo grande que fuma no muy lejos de mí. Toso y vuelvo a intentarlo. Así sí. Perseverar siempre. El aire fresco llena mis pulmones. Serenidad. Desde donde estoy oigo las risas que se escapan del salón mezcladas con los ruidos de una ciudad que se prepara para irse a dormir. Ligero estremecimiento de felicidad.
Me pongo entonces a pensar en todo lo que he vivido durante los últimos meses. Estoy tan a gusto que por primera vez puedo planteármelo como si fuera la vida de otra, de alguien diferente a mí a quien puedo analizar desde la distancia. Ni hablar de centrarme en las verdaderas preguntas. Con esas nunca me aclaro. Demasiado numerosas, demasiado reales. Simplemente busco una visión de conjunto, neutra, una evaluación fría, por eso de sentirme segura y, por un instante, como un general en el campo de batalla.
Fue entonces cuando sentí que alguien me miraba insistentemente. Me giré y descubrí a un chico joven que llevaba un jersey muy cool. No sé por qué, pero su cara me recordó a la de una ardilla. Dos ojitos negros, una nariz respingona y dientes ideales para partir nueces. Ése era el aspecto del mensajero del destino. Me miraba fijamente.
—Hola.
—Hola, ¿qué tal?
—Me llamo Kevin, ¿y tú?
—Julie.
—¿Eres amiga de Jérôme?
—Sí, como todos los de esta fiesta.
—Oye, Julie, ¿qué es lo más estúpido que has hecho en tu vida?
No fue la pregunta lo que me inquietó sino la rapidez con la que acudieron las respuestas a mi mente. Hubiera podido contarle aquella ocasión en la que me caí por unas escaleras con la cabeza atrapada y los brazos bloqueados en las mangas del jersey que intentaba ponerme. Un brazo roto, dos costillas lesionadas y un moratón en la barbilla que tardó más de un mes en desaparecer. Hubiera podido hablarle de aquella otra ocasión en la que, reparando un enchufe, necesitaba las dos manos libres y se me ocurrió la genial idea de sujetar el cable con la boca. Estuve viéndolo todo amarillo durante más de una hora.
Hubiera podido darle cincuenta respuestas, todas igual de ridículas, pero no dije nada. Su pregunta fue como una bofetada. No sé quién era ese Kevin, creo que de hecho ni le contesté, pero mi cerebro se puso a hervir. ¿Lo más estúpido que he hecho en mi vida? Debía reflexionar porque tenía cientos de ejemplos. Podía hacer una lista por orden alfabético o cronológico. Pero algo estaba claro: por primera vez me debía una respuesta. No podía darme a la fuga. Mi cerebro en esta ocasión no me dejaría encontrar una salida de emergencia. Era como la señal que esperaba para plantearme la pregunta existencial que durante demasiado tiempo me había negado a responder.
Fue entonces cuando decidí contestar sinceramente. Y por eso ahora me dirijo a vosotros. Para contaros lo más estúpido que he hecho en toda mi vida.