8

«Aquí descansa Julie Tournelle, muerta de vergüenza hace una hora». He aquí el que podría haber sido mi epitafio, y al lado habría placas de mármol de mis conocidos: «Ahora venderé menos croissants» (la panadera). «Así aprenderás a no meterte donde no te llaman» (Géraldine). «Realizó una operación improductiva con su mano» (Mortagne, con el logo del banco).

No estuve mucho rato sola colgada de aquel buzón, pero me pareció una eternidad. Mientras esperaba, decidía cuál sería la actitud más digna a tomar. No había ninguna que me satisficiera. Patatras regresó con Xavier y unas pinzas para cortar metal. Entre los dos se cargaron la puerta y me liberaron. Xavier parecía preocupado pero en cuanto vio que estaba en buenas manos y que sobreviviría, regresó a su quehacer cotidiano. Patatras me llevó a la farmacia más cercana y el señor Blanchard, el dueño, me curó. Mi salvador se comportó con una discreción absoluta y solo comentó que me había herido con una puerta. A la vuelta, me llevaba del brazo bueno como si fuera una abuela.

—También cojea.

«¡Es que la otra tarde me caí en pelotas como una idiota cuando salí corriendo para ver por la mirilla qué aspecto tenías!».

—No es nada, solo una caída.

Cuando entramos en nuestro edificio tuve el reflejo de retroceder al ver a lo lejos los buzones. Ahora sé lo que sienten los que han combatido en Vietnam al ver jaulas de bambú. La puertecita de metal yacía en el suelo, destrozada como si le hubieran puesto una bomba. La colocó en su sitio con elegancia y dijo:

—No voy a dejarla así. Por favor, venga a mi casa.

Me costaba tanto creer que me estuviera invitando que me parecía que hablaba con la puertecita. Y pensé: «¿Por qué la trata de usted, si al fin y al cabo es suya?».

Por eso me encuentro sentada a su mesa y rodeada de cajas. Intento mirarlo sin que se dé cuenta. Me parece que la señora Bergerot se quedó corta diciendo que tenía encanto. ¡Está increíblemente bueno! Los ojos castaños, dos, una mandíbula de tiarrón, una sonrisa sincera, el pelo moreno y corto, pero no demasiado. Y seguro que hace deporte. Nada de machacarse en el gimnasio en plan musculitos, verdadero deporte. ¿Y yo?, ¿qué cara debía de estar poniendo? Como la de un conejillo de Indias que espera su comida.

—Lo siento —me dice—, la cafetera debe de estar por algún sitio, en alguna de estas cajas. Solo puedo ofrecerle café instantáneo.

—Perfecto.

Odio el café. No me gusta su olor y me parece un desastre ecológico. No entiendo cómo ha podido convertirse en un código social tan universal. Algo que uno acepta por seguir la corriente. Pero no le voy a decir eso. Me callaré y me lo beberé.

Se mueve con gestos tranquilos. No duda. Todo lo hace con orden, con seguridad, incluso el sentarse frente a una taza. Se gira y se va hacia el fregadero. Tiene un culo maravilloso. Me invade la angustia. Lo único que falta es que no sea un chico malo.

—¿Toca algún instrumento?

Me lanza una sonrisa por encima del hombro:

—¿Por qué me hace esa pregunta?, ¿acaso le preocupa la tranquilidad del edificio?

—No, simple curiosidad.

—No, no toco nada. Y no se preocupe por el edificio, soy un hombre tranquilo.

Mientras calienta el agua, yo escruto todo lo que hay alrededor. Su ropa está bien doblada. Es la primera vez que conozco a un hombre que dobla la ropa cuando no espera visita. ¿Será gay? Hay una paleta de albañil. ¿Será obrero? Eso le pegaría, un casco y una camisa de cuadros abierta mostrando los pectorales. Sobre una caja hay un portátil abierto. No ha tardado nada en conectarse. ¿Será posible que su pasatiempo consista en jugar en línea?

Regresa a la mesa y se sienta frente a mí. Vierte el agua en mi taza y me la acerca. Cómo apesta el café.

—¿Cuántas cucharadas de azúcar?

«Treinta y ocho, no quiero notar el sabor repugnante».

—Dos, por favor.

—¿Cómo se siente?

—Mejor. La verdad es que siento muchísimo lo de su…

—No tiene importancia. Algún día me explicará qué es lo que hacía.

—Quería recuperar mi linterna.

No insiste. Me mira, largamente.

—¿Hace mucho tiempo que vive aquí? —me pregunta.

—Siempre he vivido en este barrio, pero solo hace cinco años que estoy aquí. Segundo izquierda.

—Dígame, entonces: ¿a qué se dedica su amigo Xavier? Creí ver en su garaje una especie de coche gigante, como una nave de ciencia ficción. ¿Lo está construyendo él solo?

—Desde que era un crío le apasionan los coches blindados. Lo conozco de la guardería. Hubiera querido entrar en el ejército, pero no superó las pruebas. Un verdadero drama para él. Así que se empeñó en construir su propio coche.

—¿Así, solo?

—Pasa ahí todo su tiempo libre. Es un buen tipo. Ya verá que los hay a cientos en el barrio. Si quiere saber dónde comer, o pasear o lo que sea, solo tiene que preguntarme.

—Muchas gracias. Acabo de llegar y no conozco la ciudad. Voy probando cosas. Por ejemplo, esta tarde he comprado gambas en salsa picante en el chino.

«Adiós, Ricardo. Hasta nunca. Fue un placer conocerte».

Me trago de un sorbo el café para no decir lo que pienso. Él mira su reloj.

—Pero le estoy haciendo perder el tiempo —dije—. Seguramente tiene muchas cosas que hacer.

—No se preocupe. Nadie me espera. Sin embargo, quizás a usted sí.

—Tampoco me espera nadie.

—Si lo hubiera sabido habría cogido más comida en el chino y la habría invitado.

«¡Asesino!».

—Bastante ha hecho hoy por mí.

Me acompañó hasta la puerta. Parecíamos dos colegas. Para ser sincera, tuve deseos de decirle que no tocara las gambas. No me atreví. La vergüenza todavía me atormenta. Preferí que se pusiera enfermo antes que hacer el ridículo por segunda vez. Qué chungo.

—¡Ah! —exclamó mientras volvía a su mesa—. No olvide su linterna. Debe apreciarla mucho para haberse molestado tanto en recuperarla.

Me pregunto si, a lo mejor por su ligero acento, su frase no tenía un punto de ironía. Sonreí tontamente. Se me da bien. Cogí la linterna y nos separamos. Cerró la puerta. Si fuera él, habría corrido a pegarme a la mirilla.

Mientras bajaba los escalones la mezcla de sentimientos me atormentaba. Por una parte estaba el dolor en la muñeca y el miedo a haber parecido la reina de las tontas. Y a pesar de todo me sentía extrañamente bien. Un poco confusa. No creo que fuera efecto del café.