18

El martes por la mañana, cuando llegué a la oficina, ya estaba agotada. Me pregunté si era a causa de mi estado lamentable que Géraldine tuviera mejor aspecto que nunca. Cuando me abrió y la descubrí detrás de su mostrador no solo me dije que estaba más guapa que nunca (eso es evidente para todo el mundo), sino que además tenía algo de nobleza en su porte.

—Hola, Julie. ¿Qué pasa, has estado de fiesta todo el fin de semana?

«¿Dice eso porque cojeo o por las ojeras?».

—La verdad es que no. ¿Y tú estás bien?

—Fenomenal.

Jamás la había visto reaccionar con tanto entusiasmo. De vez en cuando no está de más darle un bofetón a un idiota.

Fui a dejar mis cosas en mi sitio. Mi primera cita aún tardaría media hora en llegar, así que aproveché para ir a hablar con Géraldine. Estaba frente al armario blindado, clasificando los cheques que acababan de llegar. Había que formar pequeños fajos con ellos. Intentaba ponerles gomas alrededor, pero como eran muy pequeñas, cada vez que lo hacía la goma salía disparada como un resorte. Le pregunté:

—¿Puedo molestarte un momento?

—Claro. Solo estoy peleándome con estas porquerías. Esto no te lo enseñan en el curso de formación. ¿Cómo haces tú para que se sujete?

—Cojo las gomas de aquella caja. Son más grandes.

El rostro de Géraldine se ilumina. Ahora ya sé la cara que puso Cristóbal Colón cuando descubrió América. Incluso seguro que es más expresiva la de Géraldine, porque también hay agradecimiento en sus ojos. Le tiembla la barbilla. Parece que va a llorar. Justo en ese momento pienso que quizás es un error confiar en ella. Sobre todo cuando mi futuro está en juego. Reculo intentando aparentar naturalidad.

Prueba con una goma más grande y ahora los fajos de cheques se sujetan perfectamente. Lo observa fascinada y con una emoción contenida. Se gira hacia mí.

—¿Querías decirme algo? ¿Me necesitas?

Tiene en la mirada algo de sinceridad y condescendencia. Siempre me han conmovido esas manifestaciones sentimentales. Mis reticencias se evaporan.

—De hecho quería contarte una cosa y pedirte consejo.

—Dime.

En ese momento Mortagne asoma la cabeza por la puerta de su despacho. Normalmente lo habría hecho para recordarnos que las conversaciones personales se deben hacer fuera de la oficina y que, si fuera de tipo profesional, lo mejor sería llamarnos de una mesa a otra porque eso impresiona a los clientes. Ya nos lo ha dicho alguna que otra vez. Pero, sorprendentemente, esa mañana se contenta con sonreírnos tontamente y decirnos:

—Disculpe, señorita Dagoin. Cuando tenga un minuto, ¿le importaría pasar a mi despacho? Es para tratar lo del dossier de la señora Boldiano.

Cuando me ve, añade:

—Buenos días, señorita Tournelle. Tiene buena cara hoy. ¿Ha pasado un buen fin de semana?

Si Géraldine hubiera sabido quién era, habría visto en mi cara la de Alfred Nobel cuando le explotó en la mano el primer cartucho de dinamita. Estoy alucinando. Géraldine responde como si nada:

—Cuando termine voy. Pero ahora estoy ocupada.

—Gracias, Géraldine.

Estoy alucinada. El perrito fiero se mete en su caseta. Ella se gira hacia mí y sigue:

—¿Qué querías preguntarme? ¿Estás embarazada?

Y sin esperar la respuesta se pone a dar saltitos y grititos a la vez. E insiste:

—¿Conozco al padre? ¿Quieres preguntarme si debes tenerlo? Julie, un hijo es un milagro.

En ese momento se suelta. Une las manos, mira al cielo (en este caso, a la luz de neón) y comienza a hablarme del amor, de la felicidad. Menuda película se ha montado. Le pongo la mano en el brazo:

—Géraldine, voy a dimitir.

—¿Quieres irte del banco?

—Ésa es la idea.

—¿Has encontrado a alguien rico y ya no necesitas trabajar?

—La verdad es que no. Pero ya no puedo más. Este trabajo es demasiado para mí. Bueno, no es el trabajo, sino la mentalidad que hay que tener para hacerlo. No estoy cómoda frente a los clientes y no me gusta la jerarquía. No puedo seguir así. No quiero resignarme a hacer este trabajo hasta que me jubile, no a mi edad. Quiero buscar uno que me guste más.

Géraldine se queda quieta durante un momento y de repente me rodea con los brazos. Me aprieta contra ella con una emoción sincera. Su enorme collar se me clava en el pecho. No me atrevo a moverme. Qué le vamos a hacer, conservaré la marca de su joya hasta que me muera. Me suelta al fin y me mira a los ojos.

—¿Sabes, Julie? De todas las compañeras de trabajo que he tenido, eres la única de la que me hubiera gustado hacerme amiga. Eres una buena chica. Me da pena que te vayas. Pero piénsalo bien, no tires tu carrera por la borda porque sí.

—¿Qué carrera? Si me quedo, es mi vida la que se va a la basura. Me gustaría preguntarte si sabes cuándo podría irme. Con los días de vacaciones que me quedan, supongo que el tiempo de preaviso será menor.

Pone cara de reflexionar, lo que en Géraldine es bastante raro.

—No te preocupes. Lo miro y te lo digo enseguida.

Mi primera cita llega a su hora. Os voy a confiar un truco infalible para saber a qué hora llegará una cita. Cuando un cliente quiere pedir algo, será puntual. Si es por un proyecto vital para él, vendrá incluso antes. Si, en cambio, viene porque se le ha propuesto una inversión, siempre llegará tarde, eso si no anula la cita. Este hombre quiere un crédito para poder comprarse un coche de coleccionista, «un buen negocio». Consulto su dossier: casado, dos hijos, buena situación profesional pero no los medios adecuados como para permitirse una colección de trastos. Mirando sus cuentas, está claro que gasta más en sus hobbies que en su familia. ¿Debería dejar que se endeude por una pasión adolescente e inmadura? Aunque el banco lo odie, actúo según mis principios e intento convencerle de que no se le otorgará ese préstamo para ese tipo de proyecto.

La vida es extraña. Una vez que he tomado la decisión de marcharme, veo el banco de otro modo. Casi podría decir que con nostalgia. A Fabienne, que toma café tras café, al cartel con la chica guapa que intenta convencernos de que tener una cuenta aquí la vuelve loca de alegría, a Mortagne y sus estúpidos discursos, a Mélanie y su planta verde a la que le habla. Aunque sean ellos, me da pena dejarlos. No me gusta perder a gente. Lo de Mortagne se puede explicar por el síndrome de Estocolmo; acabamos hermanándonos hasta con los carceleros. Lo de Mélanie y su helecho que no crece no lo entiendo. Resulta extraño, porque soy yo quien ha tomado la decisión. Fuera me espera mi futuro. Me espera la vida. Me espera Ric.