Quizás los dioses decidieron que ya era tiempo que Tenochtitlan tuviera un cambio bueno en su tonali común, porque ese último plan sí funcionó, con unas cuantas complicaciones imprevistas.

Cuando recibimos la noticia de que Cortés y la multitud de soldados que lo acompañaban, se estaban acercando, todos en la ciudad, por órdenes del regente Cuitláhuac, asumieron una apariencia exterior de tranquilidad normal, incluso los viudos, huérfanos y demás parientes de las personas que murieron. Se colocaron los puentes exactamente igual, otra vez en los tres caminos-puentes, y los viajeros y cargadores caminaban y pasaban por ellos. Los barcos y las canoas que llenaban los canales de la ciudad y el lago que rodeaba la isla llevaban en verdad cargas inofensivas. Los miles de guerreros acolhua y tecpaneca que antes habían sido transportados en secreto, bajo las narices de los aliados de Cortés que se encontraban en tierra firme, estaban escondidos desde entonces. Es más, ocho de ellos estaban viviendo en mi casa, aburridos e impacientes por algo de acción. Las calles de Tenochtitlan se encontraban tan llenas como siempre, y el mercado de Tlaltelolco tenía el mismo movimiento multicolor y seguía tan ruidoso como siempre. La única parte de la ciudad que estaba casi vacía era El Corazón del Único Mundo, con su pavimento de mármol aún salpicado de sangre, su vasta extensión sólo era atravesada por los sacerdotes de los templos que estaban allí, que continuaban cada día sus funciones, orando, cantando, quemando el incienso y soplando las trompetas de concha al amanecer, al mediodía y demás.

Cortés llegó cauteloso, temiendo alguna animosidad, porque como era natural había oído acerca de aquella masacre y no expondría a su ejército, aun siendo formidable, al riesgo de una emboscada. Después de desviarse de Texcoco a una distancia prudente, llegó a orillas del lago por el sur como antes, pero no tomó el camino-puente del sur a Tenochtitlan, pues sus hombres hubieran sido vulnerables a un ataque de canoas cargadas de guerreros, si éstos desfilaban por el espacio abierto de ese largo camino-puente. Continuó alrededor del lago y por arriba de su orilla occidental, dejando al Príncipe Flor Oscura y a sus guerreros, acomodando los grandes cañones a intervalos, todos ellos apuntados a través del agua hacia la ciudad, con hombres que los atendieran. Marchó por todo el camino hacia Tlacopan, porque ese camino-puente es mucho más corto. Primero él y más o menos cien de sus jinetes lo cruzaron galopando, temiendo que les quitaran los puentes de un momento a otro. Luego sus soldados hicieron lo mismo, corriendo en grupos como de cien hombres a la vez.

Una vez que se encontró en la isla, Cortés debió de respirar con más facilidad. No había habido ninguna emboscada ni otro obstáculo a su regreso. Aunque la gente que transitaba por las calles de la ciudad no lo saludaban con una bienvenida tumultuosa, tampoco lo rechazaban; sólo inclinaban la cabeza como si él nunca se hubiera ido. Y debió de sentirse cómodamente poderoso por estar acompañado de mil quinientos de sus compatriotas, sin mencionar el respaldo de miles de guerreros aliados, acampados en un arco alrededor de la tierra firme. Tal vez se convenció de que nosotros los mexica por fin nos habíamos resignado a reconocer su supremacía. Así que, desde el camino-puente, él y sus tropas marcharon por la ciudad como conquistadores reconocidos.

Cortés no mostró ninguna sorpresa al encontrar la plaza central desierta, tal vez pensó que la habían dejado así para que él la utilizara. De todos modos, la mayor parte de su fuerza se detuvo allí, y con mucho ruido, actividad y la pestilencia de sus humores desagradables, empezaron a atar sus caballos, sacar sus cobijas, prender fogatas y, en una palabra, a acomodarse para un estancia indeterminada. Todos los texcalteca, a excepción de sus campeones, dejaron el palacio de Axayácatl y también acamparon en la plaza. Motecuzoma y un grupo leal de sus cortesanos por primera vez salieron del palacio desde la noche de Ixtocíuatl, a recibir a Cortés, pero él desdeñosamente no les hizo caso. Él y su recién llegado compañero de armas, Narváez, pasaron entre ellos y entraron al palacio.

Me imagino que lo primero que hicieron fue gritar pidiendo comida y bebida, y me hubiera gustado ver la cara de Cortés cuando le sirvieron los soldados de Alvarado y no los sirvientes, y que solamente comió frijoles viejos, puré de atoli y otras provisiones como ésas. También me hubiera gustado escuchar la primera conversación entre Cortés y Alvarado, cuando ese oficial con aspecto de sol le contó cómo había controlado heroicamente ese «levantamiento» de mujeres y niños desarmados, pero cómo no pudo eliminar a un puñado de guerreros mexica, quienes todavía podían ser una amenaza.

Cortés y todo su ejército habían llegado a la isla por la tarde. Evidentemente él, Narváez y Alvarado habían permanecido juntos en conferencia hasta el anochecer, pero lo que discutieron o los planes que trazaron, nadie lo supo. Lo único que sé es que en determinado momento Cortés mandó una compañía de soldados a través de la plaza al palacio de Motecuzoma, en donde con lanzas, barras de hierro y vigas echaron abajo las paredes con que Motecuzoma había tratado de sellar los cuartos del tesoro. Luego, como hormigas trabajando entre un panal de miel, los soldados, yendo y viniendo, transportaron todo el tesoro de oro y joyas al comedor del palacio donde estaba Cortés. Eso les llevó a los hombres la mayor parte de la noche, porque costaba mucho trabajo saquear, ya que no era fácil de transportar en la forma en que estaba, por ciertas razones que es mejor que explique.

Ya que nuestros pueblos creían que el oro es el excremento sagrado de los dioses, nuestros tesoreros no lo guardaban simplemente en su forma natural de polvo o piedras, no lo derretían en formas sin expresión o hacían monedas de él como hacen ustedes los españoles. Antes de llegar a nuestra tesorería pasaba por las manos expertas de nuestros orfebres, quienes aumentaban su valor y belleza, transformándolo en figuritas, alhajas incrustadas de joyas, medallones, coronas, adornos de filigrana, jarros, tazas y platos; toda clase de obras de arte, hechas en honor a los dioses. Así que mientras Cortés debía de estar radiante de felicidad al ver la pila que constantemente crecía con ese tesoro, que sus hombres estaban colocando en el corredor y casi llenando aquella sala espaciosa, también debió fruncir el ceño al ver la variedad de formas, tan poco prácticas, como para ser transportadas, ya fuese por los caballos o los cargadores.

Mientras Cortés ocupó en esta forma su primera noche de regreso a la isla, la ciudad que lo rodeaba permaneció callada, como si nadie hiciera caso de esa actividad. Cortés se acostó poco antes del amanecer, llevándose a Malintzin con él, y de la manera más despectiva dejó dicho que Motecuzoma y sus consejeros principales estuvieran listos para verlo cuando despertara y los llamara. Así que Motecuzoma, patéticamente obediente, envió mensajeros al día siguiente muy temprano para llamar a su Consejo de Voceros y a otros incluyéndome a mí. No tenía pajes de palacio a quienes pudiera enviar; fue uno de sus hijos menores quien llegó a mi casa y estaba mal vestido y sucio después de su estancia tan larga en el palacio. Todos los conspiradores estábamos esperando tal mensaje y habíamos planeado vernos en la casa de Cuitláhuac. Cuando nos reunimos, todos mirábamos expectantes al regente y jefe guerrero, y uno de los consejeros ancianos le preguntó: «¿Obedecemos el mandato o lo ignoramos?». «Obedecemos —respondió Cuitláhuac—. Cortés aún piensa que nos tiene indefensos por retener a nuestro complaciente gobernante en su poder. No lo desilusionemos». «¿Por qué no? —preguntó el alto sacerdote de Huitzilopochtli—. Estamos listos para nuestro asalto. Cortés no puede meter todo ese ejército dentro del palacio de Axayácatl, poniendo barricadas en contra de nosotros, como lo hizo Tonatíu Alvarado». «No tiene que hacerlo —dijo Cuitláhuac—. Si le damos la más ligera alarma, rápidamente puede convertir todo El Corazón del Único Mundo en una fortaleza tan impenetrable como lo fue el palacio. Debemos dejar que se confíe con falsa seguridad, un poco más. Iremos al palacio como se nos pidió y actuaremos como si nosotros y todos los mexica todavía fuéramos los muñecos dóciles y pasivos de Motecuzoma». El Mujer Serpiente señaló: «Cortés podría mandar cerrar la entrada cuando estemos allí y también nos tendría como rehenes». «Soy consciente de eso —dijo Cuitláhuac—. Pero todos mis campeones y quáchictin ya tienen sus órdenes, no necesitarán de mi presencia. Una de mis consignas es que continúen haciendo los diferentes artificios y movimientos, sea cual sea el peligro en que me encuentre o en que se encuentre quien esté en el palacio en el momento de atacar. Si prefiere no compartir ese riesgo, Tlácotzin, o alguno de ustedes, en este momento les doy permiso de irse a sus casas».

Por supuesto que ningún hombre se echó para atrás. Todos acompañamos a Cuitláhuac al Corazón del Único Mundo, y con fastidio nos abrimos paso entre la multitud apestosa de hombres, caballos, fogatas, armas amontonadas y demás cosas. Me sorprendió ver, agrupado en un área a un lado de los hombres blancos como si fueran inferiores, un contingente de hombres negros. Me habían hablado acerca de esos seres, pero hasta entonces nunca los había visto.

Movido por la curiosidad, dejé por un momento a mis compañeros para ver más de cerca a esos seres extraños. Usaban casquetes y uniformes idénticos a los de los españoles, pero físicamente se parecían menos a ellos que yo. No eran realmente negros, negros, pero sí de un pardo negruzco, como el corazón de madera del árbol de ébano. Tenían narices peculiarmente planas y grandes, labios protuberantes —en verdad se parecían a aquellas cabezas de piedra gigantescas, que una vez vi en la nación olmeca— y sus barbas sólo eran como una pelusa negra y rizada, casi invisible hasta que me acerqué. Pero entonces estuve lo suficientemente cerca para observar que uno de los hombres negros tenía la cara cubierta con granos rojos y pústulas que supuraban, como los que había visto hacía mucho tiempo en la cara del hombre blanco llamado Guerrero, y rápidamente me fui a reunir con mis señores compañeros.

Al llegar a la entrada del Muro de la Serpiente, que da paso al palacio de Axayácatl, los centinelas blancos allí apostados nos registraron, buscando armas escondidas, antes de dejarnos pasar. Pasamos por el comedor en el que, a semejanza de una montaña, se encontraban tiradas las alhajas, las joyas y el oro, que resplandecían ricamente aun en ese cuarto oscuro. Varios soldados, que se suponía que debían estar cuidando el tesoro, manoseaban algunas piezas, sonriéndoles y casi babeando sobre ellas. Subimos al salón del trono en donde nos esperaba Cortés, Alvarado y muchos españoles más, incluyendo al recién llegado Narváez. Motecuzoma se veía cercado y oprimido, ya que la mujer Malintzin era la única de su raza entre esa multitud de blancos hasta que nosotros llegamos. Todos besamos la tierra enfrente de él, pero él sólo nos saludó con una inclinación de cabeza, mientras continuaba hablando con otros hombres blancos. «Yo no sabía cuáles eran las intenciones de la gente. Sólo sabía que planeaban una ceremonia. Por medio de su Malintzin le dije a Alvarado que sería mejor no permitir que esa reunión se llevara a efecto tan cerca de esta guarnición, que sería mejor que él ordenara que la plaza quedara libre de gente —dijo Motecuzoma y suspiró trágicamente—. Bueno, ustedes saben de qué manera tan calamitosa la dejó libre de gente». «Sí —dijo Cortés entre dientes. Sus ojos opacos miraron fríamente a Alvarado, quien estaba parado, retorciéndose los dedos y se veía como si hubiese pasado una noche muy mala—. Pudo haber arruinado todos mis… —Cortés tosió y en lugar de eso dijo—: Pude haberme convertido en el enemigo de toda vuestra gente, para siempre. Lo que me extraña, Don Montezuma, es que no fue así. ¿Por qué no? Si fuera uno de vuestros súbditos y hubiera sufrido tan mal trato, yo habría tirado por lo menos mi excremento, pero nadie en la ciudad parece mostrar ni la más mínima señal de odio, y eso me parece muy poco natural. Hay un proverbio español que dice: “Puedo evitar el torrente turbulento; que Dios me cuide de las aguas tranquilas”». «Es porque todos me culpan a mí —dijo Motecuzoma sintiéndose desdichado—. Ellos creen que insensatamente ordené matar a mi propia gente, a todas aquellas mujeres y niños, y que cobardemente empleé a sus hombres como armas. —Para entonces, tenía lágrimas en los ojos—. Por eso todos mis criados me dejaron, disgustados y desde entonces no se ha parado por aquí ni siquiera un vendedor de gusanos fritos de maguey». «Sí. Qué situación tan difícil —dijo Cortés—. Debemos remediar eso. —Volvió su rostro a Cuitláhuac, e indicándome que tradujera, le dijo—: Usted es el jefe guerrero. No especularé sobre la verdadera intención de esa supuesta celebración religiosa. Hasta me disculparé humildemente por la impetuosidad de mi propio teniente, pero le recuerdo que todavía existe una tregua. Debo pensar que es responsabilidad de un jefe guerrero el procurar que mis hombres no queden segregados y aislados, privados de comida y de contacto humano con sus anfitriones». Cuitláhuac respondió: «Sólo estoy al frente de los guerreros, Señor Capitán General. Si la población civil prefiere esquivar este lugar, yo no tengo ninguna autoridad para ordenarles lo contrario. Ésta solamente reside en el Venerado Orador; fueron sus propios hombres los que se encerraron aquí, junto con el Venerado Orador». Cortés se dirigió nuevamente a Motecuzoma. «Entonces la decisión es vuestra, Don Montezuma, vos debéis aplacar a vuestra gente y convencerla de que nos surtan otra vez de provisiones y de que nos sirvan». «¿Cómo puedo hacerlo si no se me acercan? —preguntó Motecuzoma, gimiendo—. ¡Y si salgo a su encuentro, tal vez vaya a mi muerte!». «Os proporcionaremos una escolta…», empezó a decir Cortés, cuando un soldado entró corriendo y lo interrumpió diciendo: «Mi Capitán, los nativos empiezan a reunirse en la plaza. Hombres y mujeres se están juntando alrededor de nuestro campamento y vienen para acá. No traen armas, pero sus expresiones no son muy amistosas. ¿Los expulsamos? ¿Los rechazamos?». «Dejad que lleguen —respondió Cortés y luego le dijo a Narváez—: Ve ahí y toma el mando. La orden es: no disparéis. Ni un hombre debe moverse hasta que yo lo ordene. Estaré en el techo donde podré ver todo lo que pasa. ¡Ven, Pedro! ¡Venga, Don Montezuma!». De hecho cogió la mano del Venerado Orador y lo tiró del trono.

Todos los que nos encontrábamos en el salón del trono los seguimos, corriendo por las escaleras hasta llegar a la azotea y pude escuchar a Malintzin que jadeando repetía a Motecuzoma las instrucciones de Cortés: «Vuestra gente se está reuniendo en la plaza. Se dirigirá a ellos. Haga la paz con ellos, y si vos lo deseáis, podéis echar toda la culpa sobre nosotros los españoles. ¡Dígales lo que sea con tal de mantener la calma en esta ciudad!».

La azotea había sido un jardín poco antes de la primera llegada del hombre blanco, pero había estado sin ser atendido desde entonces y además había aguantado todo un invierno. En donde las ruedas pesadas de los cañones no habían hecho surcos, sólo quedaba un terreno seco y árido, ramas secas, arbustos pelones, cabezas de flores muertas y hojas parduscas barridas por el viento. Desde esa plataforma, desolada y sombría, Motecuzoma pronunció su último discurso.

Todos nosotros fuimos hacia el parapeto que dominaba la plaza y nos paramos en fila a lo largo de esa barda, asomándonos hacia El Corazón del Único Mundo. Fácilmente se identificaban los mil o más españoles que estaban en la plaza, por el brillo de sus armaduras, ya fuera que estuvieran parados o moviéndose inseguros, entre la multitud de mexica que casi los doblaba en cantidad, y quienes estaban llegando y convergiendo hacia nosotros. Como el mensajero había informado, había tantos hombres como mujeres, y sólo vestían su ropa de diario, y no mostraban ni interés en los soldados o en el hecho sin precedente de que un campamento armado se hubiera levantado sobre esa tierra sagrada. Solamente se abrieron camino entre ese desorden, sin prisas pero sin titubear, hasta que debajo de nosotros hubo una multitud compacta. «El cabo tenía razón —dijo Alvarado—, no traen ningún arma». Cortés le respondió con acritud: «Justamente la clase de oponentes que te gustan, ¿eh, Pedro? —y la cara de Alvarado casi se puso tan roja como su barba. Dirigiéndose a todos sus hombres presentes, Cortés dijo—: Nosotros hagámonos para atrás, que no nos vean. Dejad que el pueblo sólo vea a su soberano y a sus señores».

Él, Malintzin y los otros retrocedieron hasta quedar en medio de la azotea. Motecuzoma se aclaró nerviosamente la garganta y luego tuvo que gritar tres veces, cada vez más fuerte, antes de que la multitud lo pudiera escuchar entre su propio murmullo y el ruido del campamento. Algunos puntos negros se convirtieron en color carne al levantar sus cabezas, hasta que finalmente todos los mexica congregados estaban mirando hacia arriba y muchas de las caras blancas también, y entonces la multitud se calló. «Mi pueblo… —empezó Motecuzoma con voz ronca. Aclaró su garganta otra vez, y entonces dijo fuerte y con claridad—: Mi pueblo…». «¡Tu pueblo!», y ese grito hostil y concentrado llegó hasta nosotros y luego un clamor de gritos confusos y enojados. «¡El pueblo que traicionaste!». «¡Tu gente son los blancos!». «¡Tú no eres nuestro Orador!». «¡Ya no eres Venerado!». Me extrañó oírlo aunque ya lo había estado esperando, sabiendo que todo había sido arreglado por Cuitláhuac y que todos los hombres de esa multitud eran guerreros temporalmente sin armas para aparentar que toda la población se reunía para hacer patente su público desprecio.

Más bien debería decir que no estaban armados con armas ordinarias, porque en ese momento todos sacaron piedras y pedazos de adobe, los hombres de debajo de sus mantos, las mujeres de debajo de sus faldas y aún gritando imprecaciones comenzaron a lanzarlos hacia arriba. La mayoría de las pedradas de las mujeres no llegaron a la azotea, sino que golpearon contra el muro del palacio, debajo de nosotros, pero bastantes piedras alcanzaron la azotea y tuvimos que evadirlas. El sacerdote de Huitzilopochtli lanzó una exclamación muy poco sacerdotal cuando una de las piedras lo golpeó en un hombro. Varios de los españoles que estaban detrás de nosotros, también maldijeron al ser alcanzados por las pedradas. El único hombre, y debo decirlo, que no se movió fue Motecuzoma. Se quedó donde estaba, erguido, levantando sus brazos en gesto conciliador, y gritó por encima del ruido: «¡Esperen!». Lo dijo en náhuatl: «¡Mixchía…!», y fue entonces cuando le golpeó una piedra en la frente, se tambaleó hacia atrás y cayó inconsciente.

Cortés tomó inmediatamente otra vez el mando, y me gritó: «¡Atiéndelo! ¡Haz que descanse!». Y agarrando a Cuitláhuac del manto, y apuntándole con su dedo, le dijo: «Haz lo que puedas. Di lo que sea. Hay que calmar a esa multitud». Malintzin le tradujo a Cuitláhuac y éste estaba en el parapeto gritando, cuando yo junto con dos oficiales españoles cargamos el cuerpo flojo de Motecuzoma hacia abajo y lo llevamos nuevamente al salón del trono. Acostamos al hombre inconsciente en una banca que estaba allí y los dos oficiales salieron corriendo hacia afuera, me imagino que para ir en busca de alguno de los cirujanos de su ejército.

Me puse de pie y contemplé el rostro de Motecuzoma, relajado y tranquilo a pesar del chichón que empezaba a salir sobre su frente. Entonces pensé en muchas cosas: en los eventos y sucesos de nuestras vidas simultáneas. Recordé su desafío desleal hacia su propio Venerado Orador Auítzotl, durante la campaña en Uaxyácac… y en la forma tan innoble y miserable en que trató allí de violar a la hermana de mi esposa… y en sus muchas amenazas en mi contra en el transcurso de los años… y de su manera tan rencorosa de enviarme a Yanquitlan, en donde mi hija Nochipa murió… y en sus débiles vacilaciones desde que aparecieron los primeros hombres blancos en nuestras costas… y en su traición al intento hecho por hombres más valientes de librar a nuestra ciudad de esos hombres blancos. Sí, tenía muchas razones para hacer lo que hice y algunas de ellas eran inmediatas y urgentes, pero supongo, que sobre todo eso lo maté para vengarme de su viejo insulto a Beu Ribé, quien había sido la hermana de Zyanya y que entonces era mi esposa, aunque fuera sólo de nombre.

Estos recuerdos pasaron por mi mente en un momento. Dejé de verlo y miré alrededor del cuarto, buscando un arma. Había dos guerreros texcalteca en la habitación, a quienes habían dejado como guardias, y le hice una seña a uno de ellos para que se acercara, éste vino ceñudo hacia mí y cuando estuvo cerca le pedí que me diera la daga de obsidiana que llevaba en la cintura. Él me miró todavía más ceñudo, sin estar seguro de mi identidad, rango o intención, pero entonces se la pedí como un gran señor, con voz fuerte e inmediatamente me la entregó. La coloqué con cuidado, porque había presenciado suficientes sacrificios como para saber exactamente dónde está el corazón en un pecho humano, y entonces la empujé hasta el fondo y el corazón de Motecuzoma dejó de latir para siempre. Dejé la daga en la herida, así es que sólo un poco de sangre salió de ella. El guardia texcaltécatl se quedó viendo horrorizado, y luego él y su compañero salieron corriendo del cuarto.

Apenas lo hice a tiempo. Escuché el clamor de la multitud aunque se oía un poco más apaciguada. Entonces toda la gente que se encontraba en la azotea bajó ruidosamente las escaleras por el corredor y entraron al salón del trono. Hablaban alterados o preocupados en sus diferentes idiomas, pero de pronto se quedaron callados al pararse en el umbral de la puerta, cuando se dieron cuenta de la enormidad de mi hazaña. Se acercaron lentamente, todos juntos, los españoles y los señores mexica, sorprendidos, y muchos miraban el cuerpo de Motecuzoma, la empuñadura de la daga que salía de su pecho, a mí que estaba imperturbable parado junto al cadáver. Cortés me miró con sus ojos opacos y dijo con suavidad, peligrosamente: «¿Qué… has… hecho?». Contesté: «Lo que ordenó, señor, lo puse a descansar». «Maldita tu insolencia, hijo de puta —dijo, pero aún sin levantar la voz, con furia contenida—. Ya he escuchado tus burlas antes». Con calma meneé mi cabeza. «Porque Motecuzoma está descansando, Capitán General, quizás también todos nosotros podremos descansar un poco. Incluyéndolo a usted». Dejó caer uno de sus dedos sobre mi pecho, luego lo alzó apuntando hacia la plaza. «¡Afuera hay un levantamiento que puede terminar en guerra! ¿Y quién va a controlar ahora a esa gente?». «Motecuzoma no lo hubiera hecho, ni vivo ni muerto, pero aquí se encuentra su sucesor, su hermano Cuitláhuac, un hombre de mano firme y un hombre que aún es respetado por esa gente». Cortés se volvió para mirar al jefe guerrero, aunque con ciertas dudas y yo pude adivinar lo que pensaba. Cuitláhuac podría dominar a los mexica, pero Cortés aún no dominaba a Cuitláhuac. Como si también adivinara sus pensamientos, Malintzin dijo: «Podemos poner a prueba al nuevo soberano, Señor Hernán. Vayamos nuevamente a la azotea, mostremos el cadáver de Motecuzoma a la multitud, dejemos que Cuitláhuac proclame su sucesión y veamos si la gente obedece su primera orden: que nos vuelvan a servir y a alimentar bien otra vez en este palacio». «Qué idea tan astuta, Malinche —dijo Cortés—. Dale esas instrucciones precisamente. También dile que debe aclarar bien que Montezuma murió —y sacó la daga del cuerpo y, mirándome de mala manera, siguió—: que Montezuma murió a manos de su propia gente».

Así pues, regresamos a la azotea, pero todos nos quedamos atrás mientras Cuitláhuac, tomando el cadáver de su hermano en brazos, se paró junto a la barda y gritó para atraer la atención. Mientras mostraba el cadáver y les comunicaba la noticia, el ruido que nos llegó de la plaza fue un murmullo que parecía de aprobación. Entonces sucedió otra cosa: una lluvia suave empezó a caer del cielo, como si Tláloc, y sólo Tláloc, y ningún otro ser más que Tláloc, lamentara el final de los caminos, los días y el reinado de Motecuzoma. Cuitláhuac habló lo suficientemente fuerte como para ser escuchado por la gente reunida abajo, pero de una manera tranquila y persuasiva. Malintzin le traducía a Cortés, y le aseguró: «El nuevo gobernante habla según se le indicó».

Al fin, Cuitláhuac se volvió hacia nosotros y nos hizo un gesto con la cabeza para que todos nos acercáramos al borde de la azotea, mientras que dos o tres sacerdotes le quitaban el peso del cadáver de Motecuzoma. La gente que había estado sólidamente apretada bajo el muro del palacio se estaba separando y abriéndose camino otra vez entre la barahúnda del campamento. Como algunos de los soldados españoles estaban todavía nerviosos y ponían sus manos sobre sus armas, Cortés les gritó: «¡Dejad que vayan y vengan sin impedírselo, mis muchachos! ¡Nos traen comida fresca!». Los soldados estaban gritando alegremente cuando todos bajamos de la azotea por última vez.

Una vez que estuvimos en el salón del trono, Cuitláhuac miró a Cortés y dijo: «Tenemos que hablar». Cortés estuvo de acuerdo: «Sí, debemos hablar», y mandó llamar a Malintzin, como si desconfiara de mi traducción sin la presencia de su propio traductor. Cuitláhuac dijo: «El que yo le diga a la gente que soy su Uey-Tlatoani no quiere decir que lo sea. Deben observarse ciertas formalidades y en público. Comenzaremos las ceremonias de sucesión esta misma tarde, cuando aún quede algo de luz. Como sus tropas han ocupado El Corazón del Único Mundo, yo, junto con los sacerdotes y el Consejo de Voceros —con un gesto de su brazo incluyó a cada uno de los mexica que nos encontrábamos en la habitación—, nos iremos a la pirámide de Tlaltelolco».

Cortés dijo: «Oh, pero seguramente que no lo haréis ahora. La lluvia se está convirtiendo en una tormenta. Esperad a un día más propicio, mi señor. Os invito como nuevo Venerado Orador a que seáis mi huésped en este palacio, como lo fue Montezuma». Cuitláhuac contestó con firmeza: «Si permanezco aquí, no seré el Venerado Orador, por lo tanto soy inútil como su huésped. ¿Qué prefiere?». Cortés frunció el ceño; no estaba acostumbrado a oír hablar a un Venerado Orador como un Venerado Orador. Cuitláhuac continuó: «Aun después de quedar formalmente confirmado como Uey-Tlatoani por los sacerdotes y el Consejo de Voceros, debo ganarme la confianza y la aprobación de la gente. Podría hacerlo si les dijera exactamente cuándo piensa partir el Capitán General y su compañía de este palacio». «Bueno… —dijo Cortés, prolongando la palabra, dejando claro que no se había tomado el tiempo de pensar en eso, y que no tenía ninguna prisa—. Le prometí a vuestro hermano que partiría cuando estuviera listo para llevarme el regalo del tesoro que ofreció donarme. Ahora ya lo tengo. Pero me llevará algo de tiempo el hacerlo derretir para poder transportarlo a la costa». «Eso le podría llevar años —dijo Cuitláhuac—. Nuestros orfebres rara vez trabajan con pedazos grandes de oro. Así es que usted no encontrará ninguna facilidad en esta ciudad para hacer la profanación de derretir todos esos incontables objetos de arte». «Y no debo quedarme aquí por años, abusando de la hospitalidad de mi anfitrión —dijo Cortés—. Así que ordenaré que se lleve el oro a tierra firme y dejaré que mis propios orfebres lo hagan más compacto».

Groseramente, le dio la espalda a Cuitláhuac y se dirigió a Alvarado diciéndole en español: «Pedro, manda traer a algunos de nuestros artesanos. Déjame ver… que quiten estas pesadas puertas, y todas las otras que haya en el palacio. Que se construyan unas angarillas pesadas para poder cargar todo ese oro. También ve que se hagan los arneses adecuados para que los caballos puedan tirar de las angarillas». Se dirigió nuevamente a Cuitláhuac: «Mientras tanto, Señor Orador, os pido vuestro permiso para que yo y mis hombres permanezcamos en la ciudad por lo menos un tiempo razonable. La mayor parte de mi compañía actual, como vos sabéis, no estuvo conmigo durante mi visita previa, y como es natural están muy ansiosos por ver los atractivos de vuestra gran ciudad». «Por un tiempo razonable, entonces —repitió Cuitláhuac, asintiendo con la cabeza—. Así se lo haré saber a la gente, y les pediré que sean tolerantes, hasta afables, si es que pueden serlo. Ahora, mis señores y yo los dejamos para comenzar los preparativos para el funeral de mi hermano, así como mi propia ascensión. Cuanto más pronto terminemos esas formalidades, más pronto podré ser su huésped de verdad».

Cuando todos los que habíamos sido llamados por Motecuzoma, hubimos dejado el palacio, los soldados-carpinteros españoles estaban mirando la montaña de tesoro en el comedor de la planta baja, estimando su tamaño y peso. Pasamos por El Muro de la Serpiente a la plaza y nos detuvimos a ver la actividad allí. Los hombres blancos que se movían de un lado a otro, en sus diversas labores de campamento, se veían bastante molestos por la humedad ya que para entonces la lluvia era muy fuerte. Una cantidad igual de nuestros propios hombres se movían entre los españoles, ocupados o tratando de parecer ocupados, todos desnudos a excepción de sus taparrabos, por lo que la lluvia no les era muy molesta. Hasta ahora, el plan de Cuitláhuac estaba saliendo bien, tal y como nos lo había explicado, a excepción de la muerte de Motecuzoma que aunque imprevista, no fue desafortunada.

Todo lo que les he contado, reverendos escribanos, había sido planeado por Cuitláhuac hasta en el más mínimo detalle, mucho antes de estar ante la presencia de Cortés. Él había ordenado que ese grupo de hombres y mujeres mexica se reunieran fuera del palacio para demostrar su hostilidad. Él había ordenado que después se dispersaran y consiguieran alimento y bebida para los hombres blancos. Pero los españoles no se dieron cuenta, en la confusión, que sólo las mujeres de aquella multitud habían dejado la plaza, al recibir esa orden. Cuando regresaron, no entraron al campamento otra vez, sino entregaron sus bandejas, jarras y canastas a los hombres que se habían quedado. Por eso ya no había ninguna mujer en esa área de peligro, con excepción de Malintzin y sus doncellas texcalteca, cuya seguridad nos tenía muy sin cuidado. Y nuestros hombres seguían yendo y viniendo, dentro y fuera del palacio, de un lado a otro del campamento, repartiendo carne, maíz y demás alimentos, portando leña seca para las fogatas de los soldados, cocinando en las cocinas del palacio, haciendo todo aquel trabajo que podría justificar su presencia en ese lugar… y que los mantendría allí hasta que las trompetas conchas del templo señalaran la medianoche.

«A la medianoche atacaremos —nos recordó Cuitláhuac—. Para entonces, Cortés y todos éstos ya se habrán acostumbrado al tráfico constante y la servilidad aparente de nuestros hombres casi desnudos y desarmados. Mientras tanto, que Cortés escuche la música y vea el humo de incienso de lo que parece ser una jubilosa ceremonia, preliminar a mi coronación. Encuentren y junten a todos los sacerdotes posibles. Ya se les avisó que deben aguardar mis instrucciones, pero ustedes deben empujarlos, ya que ellos, al igual que los hombres blancos, han de renegar pues esta lluvia los va a dejar limpios. Reúnan a todos los sacerdotes en la pirámide de Tlaltelolco para que representen el espectáculo más ruidoso y lucido que jamás se haya hecho. También que se reúnan allí todas las mujeres y niños, todos los hombres que estén imposibilitados de pelear; así parecerá una ceremonia bastante convincente y además allí estarán seguros». «Señor Regente —dijo uno de los consejeros ancianos—, quiero decir, Señor Orador, ¿si los extranjeros han de morir a la medianoche, por qué presionó a Cortés para que diera una fecha de partida?». Cuitláhuac miró fijamente al anciano; y aposté a que éste no permanecería mucho tiempo como miembro del Consejo. «Cortés no es tan tonto como usted, mi señor. Sabe que quiero deshacerme de él. Si no hubiera hablado tan enérgica e insistentemente, podría haber sospechado que lo quiero echar por la fuerza. Por el momento tengo la esperanza de que se sienta seguro, pues he aceptado aunque a disgusto su presencia. Espero fervientemente que no cambie de parecer de aquí a la medianoche».

No cambió. Por lo visto, Cortés no sentía ninguna preocupación por su seguridad y la de los suyos, sino que estaba aparentemente mucho más ansioso de poner fuera del alcance de sus verdaderos dueños el botín del tesoro, o quizás viendo las calles mojadas decidió que eso facilitaba a los caballos el tirar de su pesada carga. De cualquier forma, a pesar de que tuvieron que trabajar bajo la molesta lluvia, para el anochecer sus soldados-carpinteros ya tenían armados y clavados dos artefactos parecidos a unos lanchones de tierra. Entonces otros soldados, ayudados por algunos de nuestros propios hombres que aún estaban prestando sus servicios a los españoles, sacaron el oro y las joyas del palacio y las distribuyeron en montones iguales dentro de esas angarillas. Mientras tanto, otros soldados utilizaron un enredo enorme de tiras de cuero para juntar cuatro caballos por carga. Aún faltaba tiempo para la medianoche cuando Cortés dio la orden de partir, y los caballos se inclinaron bajo sus telarañas de cuero, como los cargadores humanos se doblan bajo el peso de las bandas colocadas en sus frentes, y las angarillas se deslizaron con bastante facilidad a través del mármol mojado de El Corazón del Único Mundo.

Aunque la mayor parte del ejército blanco permaneció en la plaza, una escolta bastante grande de soldados armados salieron con la caravana, que era guiada por los tres españoles de mayor rango: Cortés, Narváez y Alvarado. Estoy de acuerdo en que trasladar ese inmenso tesoro era una tarea laboriosa, pero no necesitaba la atención personal de los tres comandantes, más bien sospecho que ninguno de ellos podía confiar ni siquiera por un pequeño espacio de tiempo toda esa riqueza, sin que alguno de ellos se quedara con ella a la primera oportunidad. Malintzin también acompañó a su amo, probablemente sólo con el fin de disfrutar de una refrescante excursión, después de todo el tiempo que llevaba encerrada en el palacio. Las angarillas se deslizaron hacia el oeste, cruzando la plaza y entrando en la calzada de Tlacopan. Ninguno de los hombres blancos sospechó en lo absoluto al ver que no había gente fuera de la plaza, pues podían escuchar el ruido de los tambores y la música procedente del extremo norte de la isla, y podían ver que las nubes más bajas, que estaban en esa dirección, se veían teñidas de rojo por el brillo de las luces de las antorchas y de los fuegos de las urnas.

Así como tuvimos esa oportunidad inesperada para quitar de en medio a Motecuzoma, como posible obstáculo a nuestros planes, la orden de Cortés de trasladar inesperada y repentinamente su tesoro, fue un hecho impredecible que obligó a Cuitláhuac a llevar a cabo su ataque más temprano de lo que había pensado. Y así como la muerte de Motecuzoma fue una ventaja para Cuitláhuac, ese hecho también lo fue. Mientras la caravana del tesoro se deslizaba por la calzada de Tlacopan, era obvio que estaba tomando el camino más corto para llegar a la tierra firme, por lo que Cuitláhuac podía llamar a los guerreros que había puesto para cuidar las otras dos calzadas y aumentar así su fuerza para atacar. Luego corrió la voz entre todos sus campeones y quáchictin: «No esperéis las trompetas de medianoche. ¡Atacad ahora!».

Debo hacer notar que yo me encontraba en casa con Luna que Espera durante los sucesos que ahora estoy contando, porque yo era de los hombres a quienes Cuitláhuac caritativamente había descrito como «imposibilitados de pelear»: hombres demasiado viejos o que no estaban en condiciones para tomar parte en la lucha. Por lo tanto no presencié personalmente lo que sucedió en la isla y en tierra firme, y en ese caso ningún testigo ocular pudo haber estado en todos esos lugares al mismo tiempo, pero como más tarde estuve presente para escuchar los informes de varios de nuestros campeones, es por lo que les puedo decir con bastante precisión, señores frailes, todo lo que sucedió en esa noche, que desde entonces Cortés llamó la Noche Triste.

A la orden de atacar, el primer movimiento fue hecho por algunos de aquellos hombres que se encontraban en El Corazón del Único Mundo desde que se apedreó a Motecuzoma. Su trabajo era de soltar y dispersar a los caballos de los españoles y estos hombres debían ser valientes porque en ninguna batalla jamás se había visto que ninguno de nuestros guerreros tuviera que pelear con criaturas que no fueran humanas. Aunque algunos de los caballos se habían ido en la caravana del tesoro, aún quedaban unos ochenta, todos amarrados en un rincón de la plaza donde se encontraba el templo que se había convertido en capilla cristiana. Nuestros hombres desataron los tirantes de cuero que detenían a los caballos y prendiendo unos palos de la fogata más cercana corrieron entre los animales espantándolos. Los caballos sintieron pánico y corrieron por todas partes, galopando por el campamento, pateando los arcabuces apilados, pisoteando a varios de sus dueños y provocando que todos los otros hombres blancos corrieran en confusión, gritando y maldiciendo.

Luego la masa de nuestros guerreros armados penetraron a la plaza. Cada uno de ellos portaba dos maquáhuime, y el arma que llevaban de más, se la tiraban a alguno de los hombres que ya llevaban tiempo dentro de la plaza. Ninguno de nuestros guerreros llevaba la armadura acojinada, porque no era de mucha protección en un combate cuerpo a cuerpo, y hubiera restringido sus movimientos al quedar empapada por la lluvia; nuestros hombres pelearon sólo con el taparrabo. La plaza estaba iluminada tenuemente durante esa noche, ya que las fogatas para calentar la comida de los soldados habían sido protegidas contra la lluvia por escudos y demás objetos colocados alrededor o encima de ellos. Los caballos que corrían y coceaban acabaron con la mayoría de esas fogatas y desconcertaron a los soldados de tal forma que fueron tomados casi completamente por sorpresa, cuando nuestros guerreros casi desnudos salieron de las sombras, matando y cortando todo lo que alcanzaron a ver como piel blanca o caras barbudas o cualquier cuerpo portando una armadura de acero, mientras otros guerreros se abrieron paso hacia el palacio que Cortés acababa de dejar.

Los españoles al mando de los cañones que estaban en la azotea del palacio escucharon la conmoción de abajo, pero casi no podían ver lo que estaba sucediendo, y de todos modos no podían descargar sus armas en contra del campamento de sus propios compañeros. Otra circunstancia que estuvo a nuestro favor fue que los pocos españoles que pudieron apoderarse de sus arcabuces se encontraron con que estaban tan mojados que no pudieron escupir sus rayos, sus truenos y muerte. Una cantidad de soldados dentro del palacio, sí lograron utilizarlos una sola vez, pero no tuvieron tiempo de volver a cargarlos antes de que una multitud de nuestros guerreros estuvieran encima de ellos. Así que cada hombre blanco y texcaltécatl que se encontraba dentro del palacio fue aniquilado o capturado, y nuestros propios hombres sufrieron pocos daños. Sin embargo, nuestros guerreros que se encontraban peleando afuera en El Corazón del Único Mundo, no pudieron luchar tan rápido, ni obtuvieron una victoria total, pues después de todo, los españoles y sus texcaltecas eran hombres valientes y soldados adiestrados, y al sobreponerse de esa sorpresa inicial, se defendieron hábilmente. Los texcalteca tenían armas iguales a las nuestras y los blancos, aun sin sus arcabuces, tenían espadas y lanzas muy superiores a las nuestras.

Aunque yo no estuve allí, puedo imaginarme la escena, debió de haber sido como una guerra que tiene lugar en nuestro Mictlan o en su infierno. Esa inmensa plaza estaba escasamente iluminada por los restos de las fogatas, y las brasas humeantes esporádicamente estallaban en chispas cuando hombres o caballos tropezaban con ellas. La lluvia seguía cayendo y creando un velo que no permitía ver a los combatientes cómo les estaba yendo a sus compañeros en otros lugares. Todo ese espacio estaba cubierto con cobijas enredadas, los bultos de los españoles con su contenido desparramado, los restos de las cenas, muchos cadáveres tirados y mucha sangre que hacía que el mármol fuera más resbaladizo. El brillo de las espadas y hebillas de acero y las caras blancas y pálidas contrastaba con los cuerpos desnudos, pero menos visibles, de nuestros guerreros de piel bronceada. Se llevaban a efecto duelos separados en todas partes de las escaleras de la Gran Pirámide, y dentro y fuera de los muchos templos, bajo las miradas tranquilas de las innumerables calaveras sin ojos de la barra. Para hacer aún más irreal la batalla, los caballos aterrados todavía se arremolinaban, saltando, corriendo y pateando. El Muro de la Serpiente era demasiado alto como para saltarlo, pero de vez en cuando un caballo hallaba fortuitamente una de las entradas a la calzada y se escapaba por las calles de la ciudad.

Hubo un momento en donde cierta cantidad de hombres blancos retrocedieron hacia una esquina lejana de la plaza, mientras una hilera de sus compañeros, usando sus espadas con habilidad, trataban de impedir que nuestros hombres los persiguieran, y esa retirada aparente, resultó ser una táctica astuta. Aquellos que habían huido, al hacerlo se llevaron unos arcabuces y durante su breve pausa del ataque, pudieron cargar sus armas con municiones secas que llevaban en unas bolsitas a la cintura. Los espadachines se hicieron de pronto para atrás, y los que portaban los arcabuces caminaron hacia adelante y todos al mismo tiempo descargaron sus balas mortales a la multitud de guerreros que los habían estado combatiendo y muchos de nuestros hombres cayeron muertos o heridos en ese solo rugir de trueno. Pero los arcabuces no pudieron cargarse otra vez antes de que más de nuestros hombres estuvieran combatiéndolos hacia adelante. Por eso, desde ese momento, la lucha fue entre armas de piedra contra armas de acero.

No sé cómo Cortés se dio cuenta de que algo le estaba pasando al ejército que había dejado sin comandante. Tal vez uno de los caballos sueltos pasó galopando por una de las calles o quizás un soldado logró escapar de la lucha, o lo primero que escucharían sus oídos, fue el gran trueno que a un mismo tiempo soltaron los arcabuces. Lo que sí sé es que todo su grupo y él, ya habían llegado al camino-puente de Tlacopan antes de darse cuenta que algo malo estaba sucediendo. En un momento decidió lo que se debía hacer, y aunque más tarde nadie pudo repetir palabra por palabra lo que él dijo en esos momentos, lo que decidió fue: «No podemos dejar el tesoro aquí. Llevémoslo a un lugar seguro en la tierra firme, y luego regresemos».

Mientras tanto, el ruido que habían hecho esos arcabuces, se había escuchado en todos los alrededores del lago, y por supuesto también lo habían oído las tropas de Cortés y sus aliados de la tierra firme. Aunque Cuitláhuac les había indicado a nuestras fuerzas en la tierra firme que esperaran las conchas de medianoche, al escuchar el ruido del combate tuvieron el sentido común de movilizarse inmediatamente. Por otro lado, los destacamentos de Cortés no habían recibido ninguna orden, y aunque debieron de estar alertas ante ese ruido repentino, no sabían qué hacer. De la misma forma, los hombres blancos encargados de los cañones colocados alrededor de las orillas del lago ya habían cargado y apuntado, pero no podían mandar sus proyectiles volando hacia la ciudad en donde estaban su Capitán General y la mayoría de sus compañeros. Así es que supongo que todas las tropas de Cortés en la tierra firme solamente se encontraban allí paradas, indecisas, tratando de mirar ansiosas hacia la isla que apenas se alcanzaba a ver entre la cortina de lluvia, cuando fueron atacados por detrás.

Alrededor del arco occidental de la orilla del lago, se levantaron los ejércitos de la Triple Alianza. Aunque muchos de los mejores guerreros se hallaban en Tenochtitlan peleando al lado de nuestros mexica, todavía quedaba una gran multitud de buenos luchadores en la tierra firme. Desde el extremo más al sur hasta las tierras Xochimilca y Chalca, las tropas se habían estado moviendo secretamente y reuniéndose para ese momento y cayeron encima de las fuerzas acolhua del Príncipe Flor Oscura que acampaban en los alrededores de Coyohuacan. Por los estrechos que estaban del otro lado, los culhua atacaron las fuerzas totonaca de Cortés que acampaban en un promontorio de tierra, cerca de Ixtapalapan. Los tecpaneca se levantaron en contra de los texcalteca acampados en los alrededores de Tlacopan.

Casi al mismo tiempo, los españoles en estado de sitio en El Corazón del Único Mundo tomaron la sensata decisión de huir. Uno de sus oficiales brincó sobre un caballo que pasó galopando por el campamento, colgado todavía de él, comenzó a gritar en español. No puedo repetir sus palabras exactas, pero la orden del oficial fue: «¡Cierren las filas y sigan a Cortés!». Eso les dio a los hombres blancos que aún sobrevivían, por lo menos un punto de destino y abriéndose camino lucharon desde los rincones de la plaza, en donde habían quedado rezagados, hasta que lograron juntarse en un apretado grupo, del cual sólo sobresalían sus afiladas puntas de acero. Como un pequeño puerco espín puede convertirse en una bola llena de espinas y desafiar aun a los coyotes a tragárselo, así ese grupo de españoles se defendían de los asaltos repetidos de nuestros hombres.

Siguiendo así, en un grupo compacto, los hombres retrocedieron tras de donde venían los gritos del único hombre montado a caballo, hasta llegar a la abertura occidental en el Muro de la Serpiente. Varios de ellos, durante esa lenta retirada, pudieron apoderarse de algunos caballos y montarlos. Cuando todos aquellos hombres blancos y texcalteca se encontraron fuera de la plaza, sobre la calzada de Tlacopan, los soldados montados formaron una retaguardia. Sus relampagueantes espadas y las coces de sus caballos detuvieron la persecución de nuestros guerreros el tiempo suficiente para que los hombres que iban a pie pudieran huir tomando la ruta que había seguido Cortés.

Cortés debió de haberlos encontrado cuando él a su vez regresaba al centro de la ciudad, pues como era de suponerse, él y toda su caravana del tesoro sólo habían llegado al primer pasaje de canoa en el camino-puente, encontrándose que el paso estaba interrumpido pues el puente de madera había sido quitado y que por lo tanto no podían cruzar. Así que Cortés volvió solo a la isla y allí se encontró con lo que quedaba de su ejército; todos los soldados desorganizados y huyendo empapados por la lluvia y la sangre y quejándose de sus heridas, pero todos huyendo para salvar sus vidas. Y escuchó no muy lejos detrás de su gente, los gritos de guerra de nuestros guerreros que los perseguían aún tratando de penetrar la barrera de jinetes.

Conozco a Cortés, y sé que no perdió tiempo pidiendo una explicación detallada de lo ocurrido. Debió de ordenarles a esos hombres que tomaran una posición firme, allí donde la calzada se unía a la isla y que resistieran al enemigo el tiempo que fuera posible, porque inmediatamente volvió por la calzada a donde Alvarado, Narváez y los demás soldados le esperaban, y les gritó que echaran todo el tesoro al lago para dejar libres las angarillas y que las dejaran caer sobre el hueco del camino-puente a guisa de puente. Me atrevo a decir que desde Alvarado hasta el soldado más insignificante levantaron un coro de protestas y me imagino que Cortés los calló con una orden como: «¡Hacedlo, o todos somos hombres muertos!».

Así que obedecieron o al menos la mayoría lo hizo. Protegidos por la oscuridad de la noche, antes de ayudar a vaciar las angarillas, muchos de los soldados vaciaron las bolsas de viaje que llevaban consigo y las llenaron, así como llenaron sus jubones y hasta las partes abiertas de sus botas, con todo el oro que pudieron robar, por muy pequeño que fuera, pero la mayor parte del tesoro desapareció en las aguas del lago. Y los caballos fueron desunidos de las angarillas, y los hombres las colocaron a través para poder unir el camino-puente.

Para entonces, el resto de su ejército entraba en el camino-puente, no completamente por voluntad propia, sino porque nuestros guerreros los empujaban a batirse en retirada. Al fin llegaron al puente, en donde Cortés y los demás esperaban, la retirada se detuvo por un momento, mientras las primeras filas de los españoles y los mexica se encontraron combatiendo en un espacio muy reducido. La razón para aquello fue que, aunque el camino-puente era lo suficientemente ancho como para que pudieran caminar por él veinte hombres lado a lado, no todos podían así pelear eficazmente. Quizá sólo los primeros doce de nuestros guerreros podían combatir con los primeros doce de los suyos, y los de atrás, sin importar cuántos fueran no nos servían de nada.

Entonces, los españoles parecieron ceder el paso de repente y se hicieron para atrás. Pero al hacerlo, retiraron también sus angarillas-puentes, dejando a nuestros guerreros de adelante tambaleándose y buscando equilibrio en la orilla de ese hueco repentino.

Una de las angarillas, varios de nuestros hombres y también algunos españoles cayeron en el lago. Sin embargo, los hombres blancos que estaban en el otro lado tuvieron poco tiempo para recobrar su aliento. Nuestros guerreros no llevaban ropa pesada y eran buenos nadadores. Empezaron a echarse deliberadamente al agua, nadando entre el hueco y subiéndose por los pilones que estaban abajo de donde estaban parados los hombres blancos. Al mismo tiempo, una lluvia de flechas cayó sobre los españoles de ambos lados. Cuitláhuac había pensado en todo y para entonces muchas canoas llenas de arqueros se acercaban al camino-puente. A Cortés no le quedó más remedio que batirse en retirada otra vez. Como sus caballos eran lo más valioso y los más grandes y por lo tanto presentaban un fácil blanco, ordenó que un número de hombres los obligaran a echarse al agua y luego que se sujetaran a ellos mientras nadaban hasta llegar a tierra firme. Sin que se le pidiera nada de eso, Malintzin saltó con ellos y agarrándose a un caballo que nadaba llegó a la otra orilla.

Luego Cortés y los hombres que quedaban hicieron lo posible por organizar la huida. Aquellos que tenían ballestas y arcabuces que podían utilizar, los descargaban sin dirección fija en la oscuridad, por ambos lados del camino-puente, esperando pegarle a alguno de los atacantes que iban en las canoas. Los demás españoles se alternaban utilizando sus espadas y deslizando la angarilla que les quedaba, deslizándose hacia atrás y tratando de alejarse del sinnúmero de guerreros que cada vez más cruzaban y subían por ese primer hueco del camino-puente, con todo éxito. Había otros dos pasajes de canoa entre Cortés y la tierra firme de Tlacopan. La angarilla le ayudó a él y a sus hombres a llegar hasta el siguiente, pero allí tuvieron que abandonar su improvisado puente porque sus perseguidores también lo habían cruzado. Al llegar al siguiente hueco, los hombres blancos simplemente pelearon caminando hacia atrás, hasta que se cayeron por el borde, al lago.

De hecho ya estaban muy cerca de la orilla de la tierra firme y el lago no era muy profundo allí, puesto que hasta un hombre que no pudiera nadar podía llegar a tierra firme por medio de una serie de brincos, manteniendo su cabeza fuera del agua, pero los hombres blancos llevaban unas armaduras muy pesadas y muchos de ellos iban cargados además de oro, todavía más pesado, y al caer al agua chapotearon desesperadamente para mantenerse a flote. Cortés y sus otros compañeros que venían detrás de ellos, no vacilaron en pisarlos tratando de saltar esa brecha. Así, muchos hombres que habían caído al agua se hundieron y los que quedaron más abajo, me imagino que lo hicieran profundamente dentro del lodo del fondo del lago. Mientras más y más españoles caían y se ahogaban, sus cadáveres se amontonaban lo suficientemente alto como para hacer un puente humano y así fue cómo los últimos españoles supervivientes pudieron cruzar.

Sólo uno de ellos pudo cruzar sin pánico, con un alarde que nuestros guerreros admiraron tanto que hasta la fecha hablan del «salto de Tonatíu». Cuando a Pedro de Alvarado lo empujaron hasta la orilla, estaba armado solamente con una espada. Les dio la espalda a sus atacantes, metió su espada entre el montón de hombres blancos, unos ahogados y otros todavía palpitantes, y dio un poderoso salto, y a pesar de llevar una pesada armadura, probablemente herido y ciertamente cansado, saltó a través de aquel hueco casi desde la orilla del camino-puente, hasta la otra orilla, que estaba bastante retirada… y se salvó.

Allí fue donde nuestros guerreros se detuvieron. Habían echado hasta el último extranjero fuera de Tenochtitlan, hasta el territorio tecpaneca, en donde se suponía que los que quedaban serían matados o capturados. Nuestros guerreros se volvieron por el camino-puente, en donde los barqueros ya venían con los puentes que faltaban para empezarlos a acomodar, y camino a casa hicieron la labor de acuchilladores y amarradores. Recogieron a sus propios compañeros caídos, así como aquellos hombres blancos heridos que vivirían para servir como sacrificios, y con sus cuchillos les daban un fin misericordioso y rápido a aquellos españoles que ya se encontraban a punto de morir.

Cortés y los supervivientes pudieron dejar de pelear y tuvieron la oportunidad de descansar en Tlacopan. Los tecpaneca de esa región no eran tan buenos guerreros como los texcalteca a quienes Cortés mandó luchar contra ellos, pero habían atacado con la ventaja de la sorpresa y conocían su propio terreno, así que para cuando Cortés llegó a aquella ciudad, los tecpaneca estaban echando a sus aliados texcalteca desde Tlacopan hacia el norte, hacia Azcapotzalco, y seguían huyendo. Así fue cómo Cortés y sus compañeros pudieron tener un descanso para atender sus heridas, darse cuenta de sus bajas y decidir qué hacer después.

Entre los que aún se encontraban vivos, por lo menos estaban los principales subordinados de Cortés: Narváez, Alvarado y otros, y su Malintzin, pero su ejército ya no era un ejército. Había entrado triunfalmente en Tenochtitlan con más de mil quinientos hombres blancos. Acababa de salir de Tenochtitlan con poco menos de cuatrocientos, con unos treinta caballos, algunos de los cuales habían logrado escapar de la batalla en la plaza y habían nadado desde la isla, y Cortés no tenía ni idea de dónde se encontraban sus aliados nativos, ni en qué situación estarían. El hecho era que también ellos habían sido vencidos por los ejércitos vengativos de la Triple Alianza. A excepción de los texcalteca, quienes eran empujados hacia el lado opuesto de donde él estaba, todas sus otras fuerzas, que habían estado colocadas a lo largo de la orilla del lago hacia el sur, se les estaba echando hacia el norte, hacia donde él se encontraba sentado exhausto y triste en su derrota.

Se dice que Cortés hizo eso precisamente, que se sentó como si jamás fuera a volverse a levantar. Se sentó recargado en uno de los «más viejos de los viejos» cipreses y lloró.

Claro está que realmente no sé si lloró por haber sido derrotado o por la pérdida de su tesoro. Sin embargo, hace poco se puso una cerca alrededor de ese árbol en donde Cortés lloró, para marcarlo en memoria de la Noche Triste. Si nosotros los mexica todavía estuviéramos anotando la historia, le habríamos dado un nombre muy diferente a ese día, quizás «la noche de la última victoria de los mexica», pero como ahora son ustedes, los españoles, los que escriben la historia, supongo que esa noche sangrienta y lluviosa que por su calendario fue el día treinta del mes de junio en el año mil quinientos veinte será por siempre recordada como la Noche Triste.

En muchos aspectos, esa noche no fue tampoco muy feliz para El Único Mundo. La circunstancia más desafortunada fue que todos nuestros ejércitos no continuaron persiguiendo a Cortés y los hombres blancos que quedaban, así como a sus aliados indígenas, hasta acabar con el último hombre. Pero, como ya he dicho, los guerreros de Tenochtitlan creían que sus aliados en la tierra firme harían eso precisamente, por lo que regresaron al centro de la isla y dedicaron el resto de la noche a una celebración de lo que les pareció ser una victoria completa. Los sacerdotes de nuestra ciudad y la mayoría de la gente aún se encontraba en la ceremonia simulada en la pirámide de Tlaltelolco, y con gran alborozo se dirigieron en masa Al Corazón del Único Mundo para llevar a cabo una verdadera ceremonia para dar gracias en la Gran Pirámide. Hasta Beu y yo, al escuchar los gritos de júbilo de los guerreros que regresaban, salimos de nuestra casa para asistir, y aun Tláloc, como para ver mejor el regocijo de su gente, levantó su cortina de lluvia.

En tiempos normales, jamás nos hubiéramos atrevido a observar ninguna clase de rito en la plaza central hasta que cada piedra, cada imagen y adorno hubiera quedado completamente limpio de la más mínima señal de mugre, de cualquier imperfección, hasta que El Corazón del Único Mundo brillara deslumbrante para recibir la aprobación y admiración de los dioses, pero esa noche las antorchas y fuegos de las urnas mostraron a la enorme plaza como si fuera un basurero grande y extenso. Por todos lados se veían cadáveres, o restos de cadáveres, tanto blancos como bronceados, así como gran cantidad de entrañas regadas de color gris rosado y gris azulado, por lo tanto indistinguibles en cuanto a su origen. Por doquiera se encontraban armas rotas y abandonadas y el excremento de los caballos asustados y de hombres que continuamente habían defecado al morir, y las ropas y cobijas rancias de los españoles, así como otros de sus efectos. Sin embargo, los sacerdotes no se quejaron acerca del escenario tan sucio para la ceremonia y los celebrantes se amontonaron sin mostrar mucha repugnancia al pisar tanta suciedad. Todos confiábamos en que, por esa sola vez, los dioses no se ofenderían al ver en qué condición tan sucia estaba la plaza, ya que se trataba de sus enemigos así como de los nuestros, a los que habíamos vencido.

Sé que siempre se han angustiado, reverendos escribanos, cuando me han escuchado describir el sacrificio de cualquier ser humano, aun el de los paganos tan despreciados por su Iglesia, por lo que no les hablaré detalladamente sobre los sacrificios de sus propios compatriotas Cristianos, que comenzaron cuando el sol Tonatíu empezó a levantarse. Sólo comentaré, aunque nos crean una gente muy tonta, que también sacrificamos los cuarenta o más caballos que los soldados habían dejado atrás, porque como verán, nosotros no podíamos estar muy seguros de que también ellos no fueran cierta clase de Cristianos. También podría agregar que los caballos fueron a sus Muertes Floridas de una manera más noble que los españoles, quienes se resistieron mientras se les estaba desnudando, maldijeron mientras se les arrastraba por las escaleras y lloraron como niños cuando se les acostó sobre la piedra. Nuestros guerreros reconocieron a algunos de los hombres blancos que con más valentía habían luchado, por lo que después de que éstos murieron, se les cortaron los muslos para asarse y…

Pero tal vez no se muestren tan asqueados, señores frailes, cuando les asegure que la mayoría de los cadáveres sin ninguna ceremonia sirvieron de alimento a los animales del zoológico de la ciudad…

Muy bien, mis señores, vuelvo a los sucesos menos festivos de aquella noche. Mientras le estábamos dando gracias a los dioses por habernos deshecho de los extranjeros, no nos dimos cuenta de que nuestros ejércitos en la tierra firme no los habían aniquilado totalmente. Cortés todavía se encontraba sintiéndose triste y enojado en Tlacopan en donde tuvo que volverse a levantar ante la llegada ruidosa de sus otras fuerzas que huían. Eran los acolhua y totonaca, o más bien lo que quedaba de ellas, que huían perseguidos por los xochimilca y los chalca. Cortés y sus oficiales, junto con Malintzin, que sin duda tuvo que gritar más fuerte de lo que había hecho en toda su vida, lograron detener la derrota rotunda y restaurar alguna semblanza de orden. Entonces Cortés y sus hombres blancos, algunos de ellos montados a caballo, algunos a pie, otros cojeando y otros más en camillas, dirigieron las tropas nativas reorganizadas haciéndolas huir hacia el norte, antes de que los alcanzaran sus perseguidores. Y aquellos perseguidores, tal vez creyendo que los fugitivos serían matados y esparcidos por alguna otra fuerza de la Triple Alianza que estuvieran más allá, o tal vez ansiosos por comenzar sus propias celebraciones de victoria, dejaron escapar a los fugitivos.

En cierto momento, antes del amanecer, en el extremo norte del lago Tzumpanco, Cortés se dio cuenta de que estaba un poco detrás de nuestros aliados los tecpaneca, y ellos, un poco detrás de sus aliados los texcalteca. Los tecpaneca se dieron cuenta con sorpresa y disgusto que estaban en medio de dos fuerzas enemigas, y pensando que algo malo había sucedido con el plan general de batalla, éstos también abandonaron su persecución, dispersándose a ambos lados del camino y se fueron hacia sus casas en Tlacopan. Cortés, al fin, alcanzó a sus texcalteca, y todo su ejército se volvió a reunir otra vez, aunque notablemente disminuido y sumamente deprimido. Aun así. Cortés se tranquilizó al ver que sus mejores guerreros indígenas, los texcalteca, porque sí eran los mejores luchadores, habían sufrido pocas pérdidas. Puedo imaginarme qué debió de pasar por la mente de Cortés en aquel momento: «Si voy a Texcala, su anciano rey Xicotenca verá que he conservado a la mayoría de los guerreros que me prestó. Por lo que no puede enojarse mucho conmigo, o considerarme un rotundo fracaso y tal vez lo pueda convencer para que nos dé un refugio a todos los demás».

Fuera cual fuese su razonamiento, Cortés llevó efectivamente a sus miserables tropas alrededor de las tierras del lago hacia el norte, rumbo a Texcala. Varios hombres más murieron de sus heridas durante aquella marcha larga y todos ellos sufrieron terriblemente, porque tomaron una ruta que rodeaba prudentemente cualquier lugar poblado, por lo que no pudieron pedir caridad o exigir alimentos. Se vieron obligados a subsistir alimentándose de criaturas y plantas salvajes que pudieran encontrar y cuando menos una vez tuvieron que matar y comer algunos de sus valiosos caballos y perros.

Solamente una vez en el transcurso de esa larga marcha tuvieron que pelear de nuevo, pues al llegar al pie de las montañas del este, se encontraron con una fuerza de guerreros acolhua de Texcoco, aún leales a la Triple Alianza. Pero aquellos acolhua carecían tanto de guía como de incentivo para luchar, por lo que la batalla se produjo casi sin derramamiento de sangre, como una Guerra Florida. Cuando aquellos acolhua capturaron cierta cantidad de prisioneros —creo que todos eran totonaca— se retiraron del campo y se fueron a Texcoco para tener su propia celebración de «victoria». Así que lo que quedó del ejército de Cortés no fue severamente mermado entre su huida en la Noche Triste y su llegada, doce días después, a Texcala. El gobernante de aquella nación, quien se había convertido al Cristianismo, el anciano y ciego Xicotenca, recibió bien a Cortés y le dio permiso de alojar sus tropas y permanecer allí todo el tiempo que quisiera. Todos los sucesos que les acabo de contar, y que estaban en contra nuestra, nos eran desconocidos en Tenochtitlan, cuando en el amanecer radiante que siguió a la Noche Triste enviamos al primer xochimique español a la piedra del sacrificio, en la cima de la Gran Pirámide.

Otras cosas sucedieron durante la Noche Triste, que aunque no eran tristes, por lo menos eran singulares, como ya lo he dicho, la nación mexica había perdido a su Venerado Orador Motecuzoma y también había muerto el Venerado Orador Totoquihuaztli de Tlacopan en aquella ciudad, durante la batalla nocturna que tuvo lugar allí. Y el Venerado Orador Cacama de Texcoco, quien había peleado con sus guerreros acolhua que había traído a Tenochtitlan, fue encontrado entre los muertos cuando nuestros esclavos hicieron el trabajo macabro de limpiar El Corazón del Único Mundo de los cadáveres e inmundicias que quedaron de esa noche. Nadie lamentó la pérdida ni de Motecuzoma ni de su sobrino Cacama, pero sí fue una coincidencia perturbadora el que los tres gobernantes y aliados de la Triple Alianza murieran en la tarde y en la noche de ese mismo día. Aunque Cuitláhuac ya había asumido el trono vacante de los mexica —si bien jamás pudo disfrutar de toda la pompa y ceremonia de una coronación oficial—, y aunque la gente de Tlacopan escogió un sustituto, cuando asesinaron a su Uey-Tlatoani, en la persona de su hermano Tetlapanquétzal, la elección de un nuevo Venerado Orador para Texcoco fue más difícil. Quien reclamaba ese derecho era el Príncipe Flor Oscura, quien debería ser, de todas maneras, el gobernante legítimo y a quien la mayoría del pueblo acolhua le hubiera dado la bienvenida al trono, pero como se había aliado a los hombres blancos, tan odiados, el Consejo de Voceros de Texcoco, en consulta con los nuevos Venerados Oradores de Tenochtitlan y Tlacopan, decidieron nombrar un hombre de tal insignificancia que sería aceptable por todos, y al mismo tiempo podría ser sustituido por el guía o líder que finalmente surgiera con fuerza, entre los divididos acolhua. Se llamaba Cohuanácoch y creo que era un sobrino del difunto Nezahualpili. Fue por la incertidumbre y por la división de lealtades de aquella nación, y porque tenían a un gobernante tan insignificante que los guerreros acolhua atacaron el ejército de Cortés que huía, de una forma tan desganada, cuando pudieron haber acabado con él por completo. Los acolhua jamás volvieron a manifestar la ferocidad guerrera que tanto había admirado cuando Nezahualpili los guió a ellos y a nosotros contra los texcalteca hacía tantos años.

Otro de los raros sucesos que ocurrieron esa Noche Triste fue que, en algún momento, desapareció el cadáver de Motecuzoma del salón del trono de palacio, en donde había quedado por última vez, y jamás se volvió a ver. He oído muchas suposiciones acerca de su paradero: que cuando nuestros guerreros se apoderaron del palacio lo descuartizaron y que esparcieron todos sus miembros; que sus esposas e hijos sacaron el cadáver para disponer de él de una manera más respetuosa; que sus sacerdotes leales manipularon el cadáver para conservarlo y lo escondieron, y con magia le volverían a dar vida otra vez, algún día, cuando ustedes los hombres blancos se hubieran ido y los mexica reinaran de nuevo. Yo creo que el cadáver de Motecuzoma fue mezclado con los cuerpos de los campeones texcalteca, quienes fueron aniquilados en aquel palacio y que sin ser reconocido fue a dar a donde se llevaron los otros: con los animales del zoológico. Pero una cosa sí es segura, Motecuzoma partió de este mundo tan vaga e irresolutamente como había vivido, así es que el lugar en donde descansa su cuerpo, también es tan desconocido como el lugar en donde quedó el tesoro que desapareció, durante esa misma noche.

Ah sí, el tesoro, lo que ahora llaman «el tesoro perdido de los aztecas». Me preguntaba cuándo me interrogarían acerca de eso. Cortés solía llamarme con frecuencia para ayudar a Malintzin a traducir, mientras interrogaba a muchas personas, y cada una de ellas muchas veces y de diversas maneras interesantemente persuasivas, también con frecuencia me exigía lo que yo pudiera saber sobre el tesoro, aunque nunca me sujetó a ninguna de esas formas persuasivas. Muchos otros españoles, además de Cortés, repetidamente me lo han preguntado, así como también otros cortesanos han deseado que les diga en qué consistía el tesoro y cuánto valía, y por encima de todo en dónde está ahora. No me creerían si les dijera algunas de las cosas que aún se me siguen ofreciendo hasta este día, sólo les diré que algunas de las personas que con más insistencia me han interrogado y que más generosas se han mostrado, han sido algunas de las más altas señoras españolas.

Ya les he dicho, reverendos frailes, en qué consistía el tesoro. En cuanto a su valor, no sé en cuánto valorarían ustedes aquellas innumerables obras de arte. Aun considerando solamente el oro y las gemas por separado, no puedo hacer la cuenta de su valor en su moneda de maravedíes y reales, pero según me han contado de la gran riqueza de su Rey Don Carlos y su Papa Clemente y otros personajes ricos de su Viejo Mundo, creo que puedo declarar que cualquier hombre que poseyera «el tesoro perdido de los aztecas» sería sin duda el más rico de los ricos de su Viejo Mundo.

¿Pero dónde está? Bueno, el antiguo camino-puente aún se extiende desde aquí hasta Tlacopan o Tacuba, como ustedes prefieran llamarlo. Aunque ese camino es más corto ahora que antes, el último pasaje de canoas del extremo occidental aún está allí, y en ese lugar es donde se hundieron muchos de los soldados españoles por el peso del oro en sus bolsas, jubones y botas. Por supuesto, se debieron de hundir mucho más adentro del fondo del lago en los últimos once años y deben de haber quedado todavía más enterrados por la tierra y la grava que se ha depositado encima en ese mismo lapso de tiempo. Pero cualquier hombre lo suficientemente avaro y lo suficientemente activo como para nadar hacia el fondo y excavar por allí, podría encontrar entre los muchos huesos blanqueados, diademas de oro e incrustadas de joyas, medallones, figuritas y demás. Tal vez no sea lo suficiente como para igualar la riqueza del Rey Don Carlos o el Papa Clemente, pero tendrá lo suficiente como para jamás volverse a sentir ambicioso y codicioso.

Desgraciadamente para aquellos buscadores de tesoros que son realmente codiciosos, la mayor parte del botín fue tirado al lago por orden de Cortés, en el primer pasaje acali del camino-puente, el más cercano a la ciudad. El Venerado Orador Cuitláhuac pudo haber mandado a algunos nadadores para recobrarlo más tarde, y tal vez sí lo hizo, pero tengo razones para dudar de ello. De todos modos, Cuitláhuac murió antes de que Cortés pudiera preguntárselo, ya sea cortésmente o empleando sus métodos persuasivos. Y si algunos de los nadadores mexica sacaron el tesoro de su nación, quizá también han muerto o son hombres de la más excepcional discreción.

Creo que la mayor parte del tesoro aún yace donde Cortés lo mandó tirar en aquella Noche Triste. Pero cuando Tenochtitlan fue arrasada hasta sus cimientos, más adelante y después de eso, cuando se limpió el escombro para hacer la reconstrucción de la ciudad en el estilo español, los restos inútiles de Tenochtitlan simplemente fueron amontonados a ambos lados, de la isla, en parte por conveniencia de sus albañiles, en parte para aumentar el área de la superficie de la isla. Así que el camino-puente de Tlacopan se acortó gracias al relleno en los límites para alargar la isla y ahora ese pasaje de canoa está bajo la tierra y los escombros. Si estoy en lo cierto en cuanto a mi estimación de donde yace el tesoro, se encuentra en algún lugar profundamente debajo de los cimientos de los elegantes edificios señoriales que adornan su calzada llamada de Tacuba.

De todas las cosas que les he contado sobre la Noche Triste, no he mencionado un suceso que, en sí, determinó el futuro de El Único Mundo. Fue la muerte de un hombre que no tenía ninguna importancia. Si tuvo nombre, jamás lo supe. Tal vez no hizo nada que valiera la pena, ya sea bueno o malo, en todo el transcurso de su vida, excepto el hecho de finalizar sus caminos y sus días aquí y no sé cómo murió, valiente o cobardemente. Pero durante la limpieza del Corazón del Único Mundo, al día siguiente se encontró su cuerpo con una maquáhuitl clavada y los esclavos gritaron al encontrarlo, porque no era ni un hombre blanco ni uno de nuestra raza, y ellos jamás habían visto antes una criatura como ésa. Yo sí. Era uno de esos hombres increíblemente negros que habían venido de Cuba con Narváez y éste era aquel cuyo rostro me hizo huir cuando lo vi.

Me sonrío ahora —con tristeza y menosprecio, pero sonrío— cuando veo el caminar altivo y orgulloso de Hernán Cortés, de Pedro de Alvarado, de Beltrán de Guzmán y de todos los demás veteranos españoles quienes se exaltan a sí mismos llamándose «los Conquistadores». Oh, no puedo negar que sí hicieron algunas cosas valientes y atrevidas. Por ejemplo, cuando Cortés mandó quemar su barcos al llegar por primera vez a estas tierras, hazaña que no se ha llegado a superar como una muestra de ostentosa audacia, aunque hubiera sido un capricho de los dioses. Y hubo más factores que contribuyeron a la caída de El Único Mundo como el hecho deplorable de que el Único Mundo se volvió contra sí mismo: nación contra nación, vecino contra vecino, llegando finalmente hasta hermano contra hermano. Pero si alguien merece ser honrado y recordado con el título de El Conquistador, ése debe ser un solo y único hombre, aquel negro sin nombre que trajo la enfermedad de las pequeñas viruelas a Tenochtitlan.

Él pudo haber contagiado esa enfermedad a los soldados de Narváez durante su viaje para acá, desde Cuba, pero no lo hizo. Les pudo haber transmitido la enfermedad a ellos, y además a las tropas de Cortés, durante su marcha hacia acá desde la costa, pero no lo hizo. Él mismo pudo haber muerto de la enfermedad antes de llegar aquí, pero vivió. Vivió para ver Tenochtitlan y traernos a nosotros la enfermedad. Tal vez fue uno de los caprichos de los dioses que le permitieran vivir y nosotros nada hubiéramos podido hacer para evitarlo. Pero quisiera que no hubieran matado al hombre negro. Habría deseado que él escapara con sus otros compañeros, así tarde o temprano los hubiera contagiado, pero no. Tenochtitlan se vio desgarrado por la viruela, y la enfermedad se extendió por toda la región del lago, hasta llegar a cada comunidad de la Triple Alianza, pero jamás alcanzó Texcala o afligió allí a ninguno de nuestros enemigos.

De hecho, nuestras gentes empezaron a caer enfermas aun antes de que recibiéramos noticias de que Cortés y su compañía habían encontrado refugio en Texcala. Ustedes, reverendos escribanos, sin duda conocen los síntomas y la forma en que la enfermedad avanza. De todos modos, hace mucho que les describí cómo había visto morir años atrás a una joven xiu de la viruela en la lejana población de Tihó. Así es que sólo tengo que decirles que nuestra gente murió de la misma forma: asfixiándose con su tejidos hinchados, dentro de sus narices y gargantas o de alguna forma igualmente espantosa; moviéndose y gritando en un delirio violento hasta que sus cerebros ya no aguantaron el tormento, o vomitando sangre hasta que sus cuerpos quedaron sin una gota de sangre, hasta que quedaron secos como una cascara y no parecieron ya humanos.

Por supuesto que yo reconocí muy pronto la enfermedad y les dije a nuestros físicos: «Es una aflicción entre los hombres blancos y le dan poca importancia, porque raras veces mueren de ella. Le llaman las pequeñas viruelas».

«Si éstas son sus pequeñas viruelas —dijo un doctor sin ningún sentido del humor— espero que nunca nos honren con las más grandes. ¿Qué hacen los hombres blancos para no morir de esto?». «No hay remedio. Al menos eso dicen. Excepto rezar». Así es que desde aquel momento nuestros templos estuvieron llenos de sacerdotes y adoradores haciendo ofrendas y sacrificios a Patécatl, el dios de la salud, así como también a todos los otros dioses. El templo que Motecuzoma les había prestado a los españoles también estaba lleno, con aquellas de nuestras gentes que se habían sometido al bautismo y que de repente tuvieron la esperanza devota de que en realidad se habían hecho Cristianos, y que por tanto tenían la esperanza de que el dios Cristiano de las pequeñas viruelas viera en ellos a unos hombres blancos simulados, y de ese modo los salvara. Prendían velas y movían sus manos trazando la cruz y murmuraban lo que recordaban de los rituales de los cuales solamente habían recibido una pequeña instrucción y de la cual habían prestado una atención aún más ligera.

Pero nada contuvo la enfermedad y la muerte que traía consigo. Nuestras oraciones fueron tan inútiles y nuestros médicos se vieron tan imposibilitados como los de los maya. No mucho después de haber empezado la enfermedad, también estuvimos a punto de morir de hambre, puesto que la epidemia no pudo mantenerse en secreto y los habitantes de la tierra firme tenían miedo de acercarse a nosotros, por lo que cesó el tráfico de acaltin con las provisiones tan necesarias para la subsistencia de nuestra isla. Pero la enfermedad no tardó en aparecer también en las comunidades de la tierra firme, y una vez que se hizo evidente que toda la Triple Alianza se encontraba en el mismo peligro, los lancheros reanudaron su trabajo, o mejor dicho, los que aún no habían sido atacados por la enfermedad. Porque ésta parecía escoger sus víctimas bajo un aspecto particularmente cruel. Yo jamás enfermé, como tampoco lo hizo Beu ni ninguno de nuestros contemporáneos. Las pequeñas viruelas parecían ignorar a los de nuestra edad, así como a los que estaban enfermos de otra cosa y a aquellos que siempre habían tenido una salud débil. En lugar de todos nosotros, parecía apoderarse de los jóvenes, fuertes y saludables y no desperdiciaba su maleficencia en aquellos que por alguna razón no vivirían por mucho tiempo.

El hecho de haber sido afligidos por las pequeñas viruelas fue por lo que dudo que Cuitláhuac hiciera algo jamás por recobrar el tesoro que quedó hundido en el lago. La enfermedad nos cayó encima poco después de la llegada de los hombres blancos, sólo pocos días después de limpiar los desechos que habían dejado, antes de que empezáramos a recobrarnos de la tensión que nos había dejado esa larga ocupación, antes de que pudiéramos reanudar nuestra vida cívica que había sido interrumpida; por eso sé que el Venerado Orador no pudo prestar atención en aquel tiempo en salvar el oro y las joyas. Y más tarde, a medida que la enfermedad se convertía en una epidemia, tuvo otros motivos para dejar esa tarea a un lado. Verán ustedes, durante mucho tiempo quedamos incomunicados de toda noticia que viniera del mundo que estaba más allá de la región del lago. Comerciantes y mensajeros de otras naciones rehusaban entrar en nuestra área contaminada y Cuitláhuac les prohibió a nuestros pochteca y viajeros salir a algún otro lado, para que no llevaran una posible contaminación.

Creo que pasaron unos cuatro meses después de la Noche Triste cuando uno de nuestros ratones quimíchime colocado en Texcoco tuvo el valor suficiente de venir aquí y avisarnos de lo que estaba sucediendo en ese tiempo. «Entonces sepa, Venerado Orador —le dijo a Cuitláhuac y a los demás, incluyéndome a mí, que ansiosos le escuchábamos— que Cortés y su compañía pasaron algún tiempo solamente descansando y comiendo vorazmente, mientras convalecían de sus heridas y recobraban su salud en general. Pero no lo hicieron para desde allí continuar hacia la costa, abordar sus barcos y dejar estas tierras. Ellos se han estado recuperando solamente con un propósito, para acumular fuerzas y caer otra vez sobre Tenochtitlan. Ahora están otra vez de pie y activos, pues ellos y sus anfitriones texcalteca están viajando por todas las naciones hacia el este, para reunir la mayor cantidad de guerreros de todas las tribus que no son amigas de los mexica».

El Mujer Serpiente interrumpió al ratón para decirle al Venerado Orador con urgencia: «Esperábamos haberlos aniquilado para siempre, pero como no fue así ahora debemos hacer lo que se debió haber hecho desde hace mucho. Debemos reunir a todas nuestras fuerzas y marchar a su encuentro. Matar hasta el último hombre blanco, cada uno de sus aliados y simpatizantes y a cada uno de nuestros tributarios inconformes que han ayudado a Cortés. Y debemos hacerlo ahora, antes de que esté lo suficientemente fuerte como para hacer lo mismo con ¡nosotros!». Cuitláhuac dijo débilmente: «¿Cuáles son las fuerzas que sugieres que reunamos, Tlácotzin? Difícilmente podremos encontrar un guerrero en cualquier ejército de la Triple Alianza que pueda levantar con sus dos manos su espada». «Perdóneme, Venerado Orador, pero todavía tengo más que contarle —dijo el quimichi—. Cortés también envió a muchos de sus hombres a la costa, donde ellos junto con sus totonaca desmantelaron algunas de las barcas ancladas. Con un trabajo y dificultad inconcebible han traído muchas de esas piezas de madera y metal tan pesadas desde el mar, cruzando las montañas a Texcala. Allí, en este momento, los carpinteros de Cortés están pegando estas piezas, para hacer barcos más pequeños. Como lo que hicieron, si usted recuerda, cuando construyeron aquel pequeño barco para divertir al difunto Motecuzoma. Pero ahora están haciendo muchos de ellos». «¿En tierra firme? —exclamó Cuitláhuac incrédulo—. No hay aguas lo suficientemente profundas en toda la nación Texcala donde pueda flotar algo más grande que un acali para pescar. Me parece una locura». El quimichi se encogió de hombros con delicadeza. «Cortés pudo haber perdido la razón gracias a su reciente humillación aquí. Pero con respeto le reitero, Venerado Orador, que estoy diciendo la verdad de lo que he visto, y que yo sí estoy sano, o lo estaba hasta que aquellos hechos me parecieron lo suficientemente peligrosos como para que arriesgara mi vida en traerle estas noticias». Cuitláhuac sonrió: «Sano o no, fue el acto de un mexica valiente y leal, y te lo agradezco. Serás bien recompensado, y luego se te dará una recompensa mayor: mi permiso para que te alejes de esta ciudad pestilente otra vez y tan rápido como puedas».

Así fue cómo nos enteramos de las acciones de Cortés y cuando menos de algunas de sus intenciones. He escuchado cómo muchas personas —que no estuvieron aquí en aquel tiempo— critican nuestra apatía o estupidez o nuestro confiado sentido de seguridad, porque nos aislamos y no hicimos nada para evitar la llegada de las fuerzas de Cortés, pero la razón de ello era que no podíamos hacer nada. Desde Tzumpanco, que estaba al norte, hasta Xochimilco, en el sur; desde Tlacopan, al oeste, hasta Texcoco, en el este, todo hombre y mujer que no estaba ayudando a cuidar a los enfermos se encontraba moribundo o muerto. En nuestra debilidad, sólo podíamos esperar, tener la esperanza de habernos recobrado hasta cierto grado antes de que regresara Cortés nuevamente. Acerca de eso, no teníamos ninguna ilusión; sabíamos que vendría de nuevo. Y fue durante ese triste verano de espera, que Cuitláhuac hizo un comentario, en mi presencia y en la de su primo Cuautémoc: «Preferiría que el tesoro de la nación permaneciera para siempre en el fondo del lago de Texcoco, o que se hundiera hasta las profundidades más negras de Mictlan, para que los hombres blancos jamás lo vuelvan a tener en sus manos otra vez». Dudo que más tarde llegara a cambiar de opinión, porque apenas tuvo tiempo. Antes de que terminara la temporada de lluvias, ya había caído enfermo de las pequeñas viruelas, había vomitado toda su sangre y había muerto. Pobre Cuitláhuac, se había convertido en nuestro Venerado Orador sin la ceremonia debida de coronación y cuando terminó su breve reinado no fue honrado con el funeral que le correspondía por su alto rango.

Para entonces, ni al noble más alto entre los nobles se le podía otorgar un entierro con tambores dolientes y panoplia, pues hasta enterrarlo era un lujo. Sencillamente había demasiados muertos y cada día morían más. Ya no quedaban lugares disponibles en donde enterrarlos o ya no había suficientes hombres o suficiente tiempo para excavar todas las tumbas que fueran necesarias. En lugar de eso, cada comunidad había designado una extensión de terreno que estuviera cerca, en donde sin ninguna ceremonia se amontonaban sus muertos y se quemaban hasta quedar solamente las cenizas, y aún así, no fue fácil incinerar tantos cadáveres en los días húmedos, en la temporada de lluvias. Tenochtitlan escogió un lugar para quemar a sus muertos que estaba atrás de la colina de Chapultépec, y el tráfico se incrementó mucho entre nuestra isla y tierra firme, pues los lanchones de carga se habían convertido en transportes fúnebres, cuyos remeros eran ancianos indiferentes a la enfermedad y que como rehiletes iban de una orilla a otra durante el transcurso del día y así un día tras otro. De esta manera, el cadáver de Cuitláhuac fue sólo uno de tantos entre los cientos acarreados el día en que murió.

La enfermedad de las pequeñas viruelas fue el verdadero conquistador de nosotros los mexica y de algunos otros pueblos. Y todavía hubo otras naciones que fueron abatidas o que todavía lo están siendo por enfermedades que antes jamás se habían visto en estas tierras, algunas de las cuales hicieron que nosotros los mexica casi nos sintiéramos agradecidos por haber sido visitados sólo por las pequeñas viruelas.

Hay una enfermedad que ustedes llaman la peste, en la que a la víctima le crecen unas bolas negras, en el cuello, la ingle y bajo las axilas, que la ponen en agonía y que hacen que continuamente estire su cabeza y sus extremidades, como si con gusto quisiera deshacerse de esas bolas y no sufrir más dolor. Mientras tanto, cada emanación de su cuerpo —su saliva, su orina y excremento, hasta su sudor y su mismo aliento— tienen un olor tan desagradable que ni el físico más endurecido y humanitario puede soportar estar cerca de la víctima, hasta que al fin las bolas se revientan, saliendo de ellas un chorro nauseabundo de color negro, y el enfermo muere misericordiosamente.

Hay otra enfermedad que ustedes llaman el cólera, cuyas víctimas sienten calambres en cada uno de los músculos de su cuerpo y que pueden sentirlos de vez en cuando o todos al mismo tiempo. De pronto, un hombre puede sentir que sus brazos o piernas se contorsionan en un dolor angustioso y luego se estiran como si quisiera desmembrarse a sí mismo y en el siguiente momento se vuelve a encoger hasta que todo su cuerpo se convulsiona en un nudo de tortura. Y todo el tiempo se siente atormentado también por una sed insaciable. Aunque trague torrentes enteros de agua, continuamente la echa fuera por medio de una orina y defecación incontrolable. Como no puede retener nada de agua o humedad en su cuerpo se encoge, de modo que cuando por fin muere, parece una semilla seca.

Tienen esas otras enfermedades que llaman el sarampión y la viruela loca que matan de manera menos horrible, pero tan eficaz como las otras. Su único síntoma visible son unas ronchas que provocan una comezón horrible en la cara y el torso, pero esas enfermedades invaden de una manera invisible el cerebro, por lo que la víctima primero cae en la inconsciencia y luego muere.

No les estoy contando algo que ustedes no sepan ya, señores frailes, pero ¿han pensado en eso alguna vez? Las enfermedades espantosas traídas aquí por sus compatriotas, muchas veces se han adelantado y extendido con más rapidez de lo que esos hombres han podido caminar. Algunos de esos pueblos que ellos pensaban conquistar, ya estaban conquistados y muertos antes de que ellos mismos supieran que eran objetos de conquista. Esas gentes murieron sin haber peleado jamás en contra de sus conquistadores o haberse rendido a ellos, y sin siquiera haber visto a los hombres que los mataron. Es completamente posible que todavía haya pueblos en los más remotos rincones de estas tierras; tribus como los rarámuri y los zyú huave, por ejemplo, que ni sospechan que existen tales seres como los hombres blancos. No obstante, esas gentes pueden estar agonizando horriblemente a consecuencia de las pequeñas viruelas o la peste, muriéndose sin saber siquiera que los están matando, ni por qué, ni quién, en estos precisos momentos.

Ustedes nos trajeron la religión Cristiana y nos aseguran que el Señor Dios nos recompensará en el cielo, cuando hayamos muerto, pero sólo aceptándolo a Él podemos salvarnos de ir al Infierno cuando muramos. ¿Por qué el Señor Dios nos mandó entonces esas enfermedades que mataron y condenaron a tantos inocentes al Infierno, antes de que ellos pudieran ver a Sus misioneros y oír hablar acerca de Su religión? A los Cristianos constantemente se les pide que alaben cada una de las obras del Señor Dios, lo cual ha de incluir el trabajo que Él hizo aquí. Reverendos frailes, si sólo nos pudieran explicar por qué el Señor Dios escogió mandar Su religión gentil y nueva tras aquellas enfermedades nuevas y cruelmente mortales, entonces nosotros, los que sobrevivimos, podríamos unirnos gozosos a sus cantos de alabanzas ante la infinita sabiduría y bondad del Señor Dios, Su compasión, Su bondad y Su amor paternal hacia todos Sus hijos, de todas partes.

Por decisión unánime del Consejo de Voceros, se dio el título de Uey-Tlatoani de los mexica al Señor Cuautémoc. Sería interesante especular sobre lo diferente que hubiera podido ser nuestra historia y nuestro destino si Cuautémoc hubiera sido el Venerado Orador, como debió ser, al morir su padre Auítzotl, dieciocho años antes. Sería interesante por supuesto, aunque inútil. Si es una pequeña palabra en nuestro lenguaje —tla— como lo es en el suyo, pero he llegado a creer que es la que lleva más peso sobre sí misma de todas las que componen la lengua.

La cantidad de muertos a causa de las pequeñas viruelas comenzaron a disminuir conforme terminaba el calor del verano y las lluvias se abatían, y con el primer frío del invierno la enfermedad abrió sus garras para soltar al fin, totalmente, las tierras del lago. Pero dejó a la Triple Alianza débil en todo el sentido de la palabra. Toda nuestra gente se sentía desalentada; estábamos apesadumbrados por las incontables muertes; sentíamos lástima por los que habían sobrevivido y que habían quedado horriblemente desfigurados por el resto de sus vidas; estábamos agotados por esa larga visita que nos había traído tanta calamidad; habíamos perdido, individual y colectivamente, toda fuerza humana. Nuestra población había quedado reducida más o menos a la mitad y los que quedaban eran principalmente ancianos y enfermos. Como los que habían muerto eran hombres jóvenes, sin hablar de las mujeres y los niños, nuestros ejércitos habían disminuido en bastante más de la mitad. Ningún campeón con sentido común hubiera ordenado una acción ofensiva en contra de los numerosos extranjeros e incluso era dudosa la utilidad de ese ejército para defenderse.

Fue entonces cuando Cortés marchó en contra de la Triple Alianza, en el momento en que se encontraba más débil que nunca. Él ya no podía presumir de una ventaja muy grande en cuanto a armas superiores, porque tenía menos de cuatrocientos soldados blancos y las cantidades que fueran de arcabuces y ballestas que llevaban con ellos. Todos los cañones que había abandonado en la Noche Triste —los cuatro que se encontraban en el palacio de Axayácatl y los treinta o más que había puesto en la tierra firme— los habíamos echado al lago. Pero aún tenía más de veinte caballos, una cantidad de sabuesos y todos los guerreros que le habían seguido antes y los nuevos que acababa de reunir: texcalteca, totonaca y los de otras tribus menores, y los acolhua aún bajo el mando del Príncipe Flor Oscura. En total, Cortés contaba con unos cien mil combatientes. De todas las ciudades y tierras de la Triple Alianza, contando lugares circunvecinos como Tolocan y Quaunáhuac, que realmente no formaban parte de la Alianza, pero que nos apoyaban, no pudimos reunir más que a una tercera parte de lo que él tenía.

Así que cuando las largas filas de Cortés llegaron procedentes de Texcala, hacia la ciudad-capital más cercana, perteneciente a la Triple Alianza, que era Texcoco, la tomaron. Podría contarles sin omitir nada de la defensa desesperada de esa ciudad debilitada y de las contingencias que sus defensores infligieron y sufrieron, y las tácticas que por último la vencieron… pero ¿para qué? Basta decir que los merodeadores la tomaron. Entre esos merodeadores estaba el Príncipe Flor Oscura de los acolhua, y pelearon contra sus propios guerreros acolhua que apoyaban al nuevo Venerado Orador Cohuanácoch, o para hablar con la verdad, eran leales a su ciudad de Texcoco. Y así sucedió que en aquella batalla muchos acólhuatl se encontraron luchando contra otro acólhuatl que era su propio hermano.

Pero no todos los guerreros de Texcoco murieron en esa batalla, quizás unos dos mil pudieron escapar antes de quedar atrapados allí. Las tropas de Cortés habían atacado a la ciudad por el lado de la tierra firme, por lo que los defensores, cuando ya no pudieron resistir, retrocedieron lentamente hacia la orilla del lago. Allí se apoderaron de todos los acali que había: los de pesca, los de caza, los de pasajeros y de carga y aun los acaltin elegantes de la corte, y se internaron en el lago. Sus perseguidores, al no tener ninguna canoa con que perseguirlos, sólo pudieron mandar una nube de flechas detrás de ellos, pero éstas hicieron poco daño. Así que los guerreros acolhua cruzaron el lago y se unieron a nuestras fuerzas en Tenochtitlan, en donde, a causa de la muerte de tanta gente, hubo bastante lugar en donde alojarlos.

Cortés sabía, por sus conversaciones con Motecuzoma o por algún otro medio, que Texcoco era la ciudad más fuerte de nuestra Triple Alianza, después de Tenochtitlan. Y después de haber conquistado tan fácilmente la ciudad de Texcoco, confiaba apoderarse de todas las pequeñas ciudades y pueblos que estaban en las orillas de los lagos con mucha más facilidad, así es que él no designó a toda su tropa para hacer esa tarea, ni guió personalmente a la parte de su ejército que lo hizo. Para gran desconcierto de nuestros espías, mandó la mitad de su tropa de regreso a Texcala. La otra mitad la dividió en destacamentos, cada uno comandado por uno de sus oficiales: Alvarado, Narváez, Montejo, Guzmán. Algunos salieron de Texcoco hacia el norte y otros hacia el sur, y comenzaron a rodear el lago, atacando por el camino, ya fuese por separado o simultáneamente a todas aquellas comunidades pequeñas. Aunque nuestro Venerado Orador Cuautémoc había empleado la flota de canoas traída por los fugitivos acolhua para enviar a esos mismos guerreros y nuestros propios mexica en ayuda de esos pueblos sitiados, las batallas fueron tantas y los pueblos estaban tan retirados unos de otros que no pudo enviar suficientes hombres a cada una de ellas para poder cambiar el curso de los acontecimientos. Cada lugar que atacaban las fuerzas guiadas por los españoles era tomado. Lo mejor que pudieron hacer nuestros hombres fue rescatar de esos pueblos a todos los guerreros que habían sobrevivido y llevarlos a Tenochtitlan, para reforzar nuestra propia defensa, cuando nos llegara el turno.

Se supone que por medio de mensajeros, Cortés dirigió la estrategia general de sus oficiales y de sus batallones, pero él y Malintzin permanecieron en el lujoso palacio de Texcoco, en donde yo mismo había vivido, y mantuvo allí a la fuerza al desventurado Venerado Orador Cohuanácoch, como su anfitrión, o su huésped o su prisionero. Pues debo mencionar que el Príncipe Heredero Flor Oscura, quien había envejecido esperando convertirse en Uey-Tlatoani de los acolhua, jamás obtuvo la distinción de ese título.

Aun después de la toma de la capital de los acolhua, en donde las tropas de Flor Oscura habían jugado un papel importante, Cortés decretó que el inofensivo Cohuanácoch debería permanecer en el trono. Cortés sabía que todos los acolhua, a excepción de los guerreros que durante tanto tiempo seguían a Flor Oscura, habían llegado a odiar al antes respetado Príncipe Heredero, por haber sido un traidor a su propia gente y un instrumento del hombre blanco. Cortés no podía correr el riesgo de provocar un futuro levantamiento en toda esa nación al entregar el trono al traidor, trono por el cual había traicionado a su gente. Aun cuando Flor Oscura se había rebajado a aceptar el rito del bautismo, teniendo a Cortés como padrino y con notoria zalamería tomó el nombre cristiano de Fernando Cortés Ixtlil-Xóchitl, su padrino cambió un poco su determinación, lo suficiente como para nombrarlo señor gobernante de tres provincias insignificantes en las tierras acolhua. Ante eso, Don Fernando Flor Oscura mostró un rasgo de su antiguo temperamento señorial protestando con ira: «¿Me das lo que ya me pertenece? ¿Lo que siempre perteneció a mis antepasados?». Sin embargo, no tuvo que sufrir por mucho tiempo su insatisfacción y humillación. Salió enfurecido de Texcoco para iniciar su gobierno en una de esas provincias apartadas, pero llegó al mismo tiempo que la epidemia de las pequeñas viruelas y en un mes o dos estaba muerto.

Pronto nos enteramos que los ejércitos merodeadores del Capitán General permanecían en Texcoco por otras razones además de disfrutar solamente de un descanso lleno de lujo. Nuestros quimíchime llegaron a Tenochtitlan para informarnos no de cosas desconcertantes, sino de que la mitad de la fuerza de Cortés que había partido, regresaba a Texcoco llevando sobre sus espaldas, o arrastrando, o rodando sobre troncos, todas las partes —cascos, palos, jarcias— y demás componentes de los trece «barcos», que se habían construido parcialmente en la tierra seca de Texcala. Cortés había permanecido en Texcoco para estar allí cuando llegaran y supervisar su construcción final y botadura en el lago.

Por supuesto que no eran tan formidables como los barcos de donde los habían sacado. Más bien eran como nuestros lanchones de carga con fondo plano y solamente con lados altos, y con velas en forma de alas que para nuestra congoja los hacían más veloces que nuestros acaltin de muchos remos grandes y rápidos, y mucho más ágiles que nuestros acaltin más pequeños. Además de los tripulantes que controlaban los movimientos del barco, cada uno de ellos llevaba veinte soldados españoles parados sobre unas tablas fijas detrás de esos lados altos. Así, ellos tenían la ventaja, muy significativa, de que en cualquier batalla en el agua podrían pelear a cierta altura sobre nuestros acaltin de proa baja, y además estar lo suficientemente altos como para descargar sus armas a través de nuestros caminos-puentes.

El día que salieron a probar sus barcos en el lago de Texcoco, Cortés se encontraba a bordo de la nave que guiaba a las demás, que él llamaba La Capitana. Cierto número de nuestras más grandes canoas de guerra salieron de Tenochtitlan y pasaron por el Gran Canal, para enfrentarlos en el estrecho más ancho del lago. Cada canoa llevaba sesenta guerreros, cada uno de los cuales estaba armado con un arco y muchas flechas, un atlatl y varias jabalinas, pero entre las aguas agitadas del lago, las naves más pesadas de los hombres blancos eran plataformas más estables para descargar sus proyectiles, así que sus arcabuces y ballestas fueron totalmente más eficaces que los arcos sostenidos en las manos de nuestros hombres. Además sus soldados sólo exponían sus cabezas, sus brazos y sus armas, así es que nuestras flechas sólo pegaban en los lados altos de sus barcos o desaparecían sobre sus cabezas sin hacer ningún daño. Sin embargo, nuestros hombres que se hallaban en las canoas abiertas y bajas, estaban expuestos a los dardos y bolitas metálicas y muchos de ellos cayeron muertos o heridos. Así que los remeros trataban de mantener desesperadamente una distancia más segura, y eso significó una distancia demasiado grande como para que nuestros guerreros pudieran lanzar sus jabalinas. Poco tiempo después nuestras canoas guerreras regresaron ignominiosamente, y la nave enemiga desdeñó perseguirlos. Durante un rato navegaron alegremente haciendo diseños y cruzando a través del agua, como si estuvieran demostrando que ellos eran los dueños del lago, antes de regresar a Texcoco. Pero al día siguiente estaban otra vez allí y todos los días después de ése, y no hacían más que danzar sobre el agua.

Para entonces, los oficiales de Cortés y sus diferentes compañías habían marchado alrededor de todo el distrito del lago, dejando ruinas y ocupando o capturando cada comunidad que encontraban a su paso, hasta que llegó el momento en que se volvieron a unir en dos ejércitos considerables que ocuparon los promontorios que se extendían exactamente al norte y al sur de nuestra isla. Sólo les quedaba destruir o vencer a las ciudades más numerosas y pobladas, ubicadas alrededor de la costa occidental del lago, para tener a Tenochtitlan totalmente rodeada.

Lo hicieron de la manera más calmada. Mientras la otra mitad del ejército de Cortés estaba descansando en Texcoco, después de su increíble labor de trasladar aquellos botes de guerra por tierra firme, y esos mismos botes fueron de un lado a otro, en toda la extensión del lago de Texcoco al este del Gran Canal, desembarazándose de cuanta canoa encontraban. Las destrozaban o las volteaban, apoderándose, capturando o matando a los ocupantes de cada canoa que surcara las aguas, aunque éstas no fueran guerreras, sino los acaltin de los pescadores, los cazadores y los cargadores que apaciblemente transportaban su mercancía de un lugar a otro. Muy pronto, esos botes guerreros con alas fueron efectivamente los dueños de todo aquel extremo del lago. No había un pescador que se atreviera a surcar las aguas, ni para lanzar una red y así conseguir alimentos para su propia familia. Sólo en nuestro extremo del lago, dentro del dique, era donde continuaba el tráfico normal, pero no siguió así por mucho tiempo.

Al fin Cortés movió su ejército de reserva fuera de Texcoco, dividiéndolo en dos partes iguales que marcharon por separado alrededor del lago, hasta unirse con las otras dos fuerzas que se encontraban al sur y al norte de nosotros. Y mientras sus ejércitos hacían eso, sus botes de guerra se abrieron paso a través del Gran Dique. Todo lo que tuvieron que hacer fue ir matando, a lo largo del canal, con sus arcabuces y ballestas, a todos los trabajadores indefensos y desarmados quienes habían cerrado los portones del dique para impedirles el paso. Entonces los botes se deslizaron por los canales y entraron en aguas mexica. Aunque Cuautémoc inmediatamente envió guerreros que estuvieran parados hombro con hombro a lo largo de los caminos-puentes del norte y del sur, no pudieron por mucho tiempo impedir el avance de los botes, que se dirigían directamente hacia el cruce del camino-puente. Mientras algunos soldados blancos se desembarazaban de los defensores con andanadas de bolitas de metal y dardos, otros se inclinaban a los lados de los botes para poder mover los puentes de madera y dejar paso libre a sus barcos. Y así los botes de guerra pasaron las últimas barreras, y al penetrarlas hicieron lo que ya habían hecho en el lago, desembarazarse también de todo el tráfico marítimo: canoas guerreras, acaltin de carga, todo. «Los hombres blancos se han apoderado de todos los caminos-puentes y también de todas las vías por agua —dijo el Mujer Serpiente—. Cuando vengan a las otras ciudades de la tierra firme, no tendremos modo de enviar a nuestros hombres para reforzar aquellas ciudades. Y lo que es peor, no tendremos modo alguno de recibir nada de la tierra firme. Ni fuerzas adicionales, ni armas adicionales. Ni comida». «Hay suficiente en las bodegas de la isla para sostenernos durante algún tiempo —dijo Cuautémoc, y agregó con amargura—: Podemos agradecer a las pequeñas viruelas que hay mucha menos gentes que alimentar de la que hubiera habido anteriormente. Y también tenemos las cosechas de la chinampa». El Mujer Serpiente dijo: «Las bodegas contienen solamente maíz seco y las chinampa sólo golosinas, como tomates, chiles, cilantro y demás. Será una dieta extraña, las tortillas y el potaje de maíz que comen los hombres pobres, aderezados con los más elegantes condimentos». «Esa extraña dieta la recordarás con cariño —dijo Cuautémoc— cuando tu estómago tenga adentro, en lugar de eso, el acero español».

Como los botes mantuvieron encerrados a nuestros guerreros dentro de la isla, las tropas de Cortés continuaron su marcha alrededor de la orilla occidental de la tierra firme, y una tras otra las ciudades se vieron obligadas a rendirse. La primera en caer fue Tepeyaca, nuestro vecino más cercano hacia el norte; luego lo hicieron las ciudades de Ixtapalapan y Mexicaltzinco; más tarde, Tenayuca, al noroeste, y Azcapotzalco; después, Coyohuacan, al suroeste. Se estaba cerrando el círculo y en Tenochtitlan ya no necesitábamos de los quimíchime espías para informarnos de lo que estaba sucediendo. En cuanto a nuestros aliados en la tierra firme cayeron o se rindieron y una cantidad de sus guerreros supervivientes lograron huir hasta nuestra isla, protegidos por la noche, ya fuera en acaltin y logrando eludir los botes de guerra que patrullaban, o deslizándose por los caminos-puentes y nadando entre los huecos, o atravesando a nado todo el estrecho de agua.

Algunos días, Cortés se los pasaba montado en La Mula, dirigiendo el avance implacable de sus fuerzas terrestres. Otros, estaba en su bote La Capitana, dirigiendo con banderas de señalización los movimientos de sus otras canoas y las descargas de sus armas, matando o dispersando cualquier guerrero que estuviera en la orilla de la tierra firme o en los caminos-puentes truncados de Tenochtitlan. Para defendernos de esas molestas canoas, los que vivíamos en Tenochtitlan ingeniamos la única defensa posible. A cada pedazo de madera útil que se encontraba en la isla se le sacó filo en uno de sus extremos y los nadadores llevaron esas estacas afiladas bajo el agua y las acomodaron firmemente, haciendo un ángulo hacia afuera justamente debajo de la superficie menos profunda alrededor de toda la isla. Si no hubiéramos hecho esto, los botes de guerra de Cortés habrían entrado por nuestros canales, directamente hacia el centro de la ciudad. Esa defensa demostró su valor cuando un día uno de los botes se acercó mucho, con la aparente intención de destruir algunas de nuestras cosechas de chinampa, y quedó clavado en una o más de esas estacas. Nuestros guerreros inmediatamente enviaron una lluvia de flechas y tal vez mataron a algunos de sus ocupantes, antes de que éstos pudieran zafar el barco y retirarse a la tierra firme para repararlo. De ahí en adelante, como los tripulantes no podían saber a qué distancia de la isla estaban colocadas las agudas estacas, se mantuvieron prudentemente alejados.

Fue entonces cuando las tropas de Cortés encontraron los cañones que nuestros hombres habían tirado al lago durante la Noche Triste, ya que esos objetos tan pesados no pudieron ser arrojados muy lejos, los españoles empezaron a recuperarlos. Nosotros habíamos tenido la esperanza de que esas malditas cosas se arruinaran al ser sumergidas en el agua, pero no fue así. Sólo necesitaron que las limpiaran del cieno, que las dejaran secar y que las volvieran a cargar, y quedaron listas para usarse otra vez. Conforme se iban recuperando, Cortés mandó montar los primeros trece cañones, de uno en uno, en sus botes de guerra y esas naves tomaron posiciones a orillas del lago en las ciudades donde se hallaban peleando sus tropas y sobre ellas descargaron sus relámpagos, truenos y lluvias de proyectiles mortales. Sin poder defenderse por más tiempo, al ser acosados simultáneamente, enfrente y por un lado, las ciudades tuvieron que rendirse y cuando lo hubo hecho la ciudad Tlacopan, la capital de los tecpaneca y tercer baluarte de la Triple Alianza, las fuerzas de Cortés, que como en un abrazo habían circundado esas ciudades, se encontraron y se unieron.

Sus botes de guerra ya no necesitaban apoyar a sus tropas desde la playa, sin embargo al día siguiente estaban navegando otra vez alrededor del lago, descargando sus cañones. Los que estábamos en la isla los pudimos observar y durante un tiempo no adivinamos su intención, ya que no apuntaban ni a nosotros ni a ningún blanco en la tierra firme. Entonces, vimos y escuchamos el impacto destructivo de la bola de un cañón y fue cuando comprendimos, los proyectiles pesados golpearon primero al antiguo acueducto de Chapultépec y luego al que había mandado construir Auítzotl en Coyohuacan, rompiéndolos ambos. El Mujer Serpiente dijo: «Los acueductos eran nuestra última conexión con la tierra firme. Ahora quedamos tan desamparados como un barco navegando sin remos sobre un mar tormentoso y lleno de monstruos malévolos. Estamos rodeados, sin protección y completamente expuestos. Todas las naciones que nos rodean y que no se han unido voluntariamente a los hombres blancos, han quedado vencidas y ahora obedecen sus órdenes. A excepción de los guerreros fugitivos que se encuentran aquí, no queda nadie más que nosotros, los mexica, solos contra todo El Único Mundo». «Así debe ser —dijo Cuautémoc con calma—. Si es nuestro tonali no ser al fin los vencedores, entonces que El Único Mundo recuerde para siempre que los mexica fuimos los últimos en ser vencidos». «Pero, Venerado Orador —suplicó el Mujer Serpiente—, los acueductos también fueron nuestro último vínculo con la vida. Quizás podríamos luchar durante un tiempo sin comida fresca, pero ¿cuánto tiempo podremos sobrevivir sin agua potable?». «Tlácotzin —dijo Cuautémoc, con tanta suavidad como lo haría un maestro al dirigirse a un alumno que no hubiera entendido la lección—, hubo un tiempo, hace mucho, en que los mexica se encontraron solos, en este mismo lugar, indeseados y detestados por todos los demás pueblos; sólo tenían hierbas para comer, sólo tenían el agua pestilente del lago para beber. En esas circunstancias tan desesperadas y deprimentes, ellos pudieron haberse hincado ante los enemigos que los rodeaban, para ser esparcidos o absorbidos, y olvidados por la historia. Pero no fue así. Se sostuvieron de pie, se quedaron y construyeron todo esto. —Y movió su brazo para abarcar todo el esplendor de Tenochtitlan—. Cualquiera que sea el final, la historia no puede olvidarlos ahora. Los mexica se sostuvieron de pie. Los mexica siguen de pie. Los mexica permanecerán de pie hasta que ya no puedan sostenerse de pie».

Después de los acueductos, nuestra ciudad fue el blanco de todos los cañones, los que se habían acomodado en la tierra firme y los que estaban montados en los botes que constantemente rodeaban la isla. Las bolas de hierro que venían de Chapultépec eran las más peligrosas y espantosas, porque los hombres blancos habían llevado algunos de sus cañones hasta la cima de aquel monte y desde allí podían enviar las bolas volando en un arco alto para que cayeran casi directamente abajo, como inmensas gotas de hierro sobre Tenochtitlan. Quisiera hacer notar que una de las primeras que cayó en la ciudad demolió el templo de la Gran Pirámide; ante esto, nuestros sacerdotes gritaron «¡desgracia!», «¡infortunio!», «¡mal agüero!» e hicieron ceremonias en donde combinaban oraciones abnegadas pidiendo perdón al dios de la guerra y oraciones desesperadas en demanda de la intercesión del dios de la guerra a nuestro favor.

Aunque los cañones continuaron ese rugir durante algunos días, sólo lo hacían a intervalos y parecía un ataque de lo más irregular, comparado con lo que sabíamos que eran capaces de hacer esos cañones. Creo que Cortés tenía la esperanza de que admitiéramos que estábamos abandonados, indefensos e inevitablemente derrotados, y así nos rendiríamos sin luchar, como él lo esperaría de cualquier gente sensata, sobre todo en esas condiciones. No creo que él lo estuviera haciendo así porque sintiera algún remordimiento o misericordia en matarnos, más bien creo que quería conservar la ciudad intacta, para poder presentarle a su Rey Don Carlos la colonia de la Nueva España completa con todo, incluida su capital, una capital que era muy superior a cualquier ciudad de la Vieja España.

Sin embargo, Cortés era y es un hombre impaciente. No perdió muchos días en estar esperando que nosotros tomáramos la decisión sensata de rendirnos. Mandó a sus artesanos que construyeran unos puentes de madera portátiles y ligeros, con ellos cubrió las brechas entre los caminos-puentes y envió a numerosos hombres corriendo hacia la ciudad en un ataque repentino, desde los tres caminos-puentes al mismo tiempo. Sin embargo, nuestros guerreros todavía no estaban debilitados por el hambre y las tres columnas de españoles y sus aliados, se vieron detenidos como si hubieran corrido contra una pared sólida de piedra, que circundaba toda la isla. Muchos de ellos murieron y los que quedaron se batieron en retirada, aunque no tan rápido como habían llegado, pues llevaban muchos heridos.

Cortés esperó algunos días más y luego volvió a tratar otra vez, de la misma manera, pero con peores resultados. En esa ocasión, cuando el enemigo penetró en la isla, nuestras canoas de guerra habían partido con anterioridad y una vez que hubo pasado la primera ola de atacantes, nuestros guerreros desembarcaron de las canoas sobre los caminos-puentes detrás de ellos, quitaron los puentes portátiles y así tuvimos una buena porción de las fuerzas de ataque dentro de la ciudad, con nosotros. Los españoles atrapados pelearon por sus vidas, pero sus aliados nativos, sabiendo mejor lo que les esperaba, pelearon hasta caer muertos, para no ser capturados. Esa noche toda la isla estaba encendida por las antorchas y los fuegos ceremoniales de los inciensos y de los altares, en particular la Gran Pirámide estaba brillantemente iluminada, así Cortes y todos los demás hombres podrían ver, si se acercaban lo suficiente y si se tomaban la molestia de observar, lo que les esperaba a los cuarenta o más de sus compañeros que habíamos capturado vivos.

Y por lo menos Cortés sí presenció ese sacrificio en masa o cuando menos lo suficiente para que montara en cólera. Nos exterminaría a todos, aunque tuviera que pulverizar la ciudad que tanto deseaba preservar, así es que suspendió esos intentos de invasión y sometió a la ciudad a un intenso y rencoroso cañoneo. Las balas eran lanzadas tan rápido y regularmente como supongo que lo permitían los cañones sin llegar a derretirse por tan prolongado esfuerzo. Los proyectiles caían como plomo desde la tierra firme y silbaban a través del agua por los botes que la rodeaban. Nuestra ciudad empezó a derrumbarse y mucha de nuestra gente murió. Una sola bala de cañón podía arrancar un gran pedazo a un edificio, por muy macizo que fuera, tanto como la Gran Pirámide, y muchos quedaron como ésta, pues la que fue una vez una bella estructura lisa se veía entonces como una masa de pan mordida y roída por ratas gigantes. Una sola bala de cañón podía tirar toda una pared de una casa hecha de piedra y una de adobe simplemente quedaba hecha añicos.

Esa lluvia de fuego continuó por lo menos por dos meses, día tras día, deteniéndose sólo un poco durante la noche, pero aun así, los cañoneros nos mandaban dos o tres bolas retumbantes a intervalos impredecibles e irregulares, sólo para asegurarnos que nuestro sueño no sería tranquilo por no decir imposible y de que no tendríamos la oportunidad de dormir en paz. Después de un tiempo, los hombres blancos se quedaron sin sus proyectiles de hierro y tuvieron que usar piedras redondas, que juntaron. Aunque éstas eran mucho menos destructivas sobre los edificios de la ciudad, con el impacto muy seguido se partían en pedazos y sus fragmentos volaban y así eran mucho más destructoras para la piel humana.

Sin embargo los que murieron de esa manera por lo menos lo hicieron de una forma rápida, pues los demás parecíamos condenados a una muerte más lenta, infeliz y agonizante. Como los alimentos que teníamos en reserva tenían que durarnos lo más posible, los oficiales encargados repartían el maíz seco en raciones pequeñísimas, lo suficiente nada más para sostener la vida. Por un tiempo, también pudimos alimentarnos de las aves y los perros de la isla y compartíamos los peces atrapados por los hombres que a escondidas salían de noche para echar sus redes bajo los caminos-puentes y entre las raíces y el fondo dé las chinampa. Pero llegó el día en que no quedó ni perros ni aves y los peces empezaron a alejarse de los alrededores de la isla. Entonces repartimos y nos comimos a todos los animales comestibles que estaban en el zoológico público, a excepción de los especímenes más raros y más bellos, pues sus guardianes no quisieron deshacerse de ellos. Esos animales se mantuvieron vivos, y en verdad en mejores condiciones de salud que sus guardianes, siendo alimentados con los cuerpos de nuestros esclavos que morían de hambre.

Con el tiempo, llegamos hasta atrapar las ratas, los ratones y las lagartijas. Nuestros niños, los pocos que habían sobrevivido a las pequeñas viruelas, se volvieron muy hábiles para cazar a todo pájaro que fuera lo suficientemente tonto como para acercarse a la isla. Más tarde, cortamos todas las flores de nuestras azoteas y deshojamos todos los arbustos y los árboles, y con esto preparamos ensaladas. Ya hacia el final, nosotros buscábamos todo insecto comestible en esos jardines, y le quitábamos la corteza a los árboles, y masticábamos nuestras cobijas de piel de conejo, nuestros vestidos de piel y las páginas de piel de venado de nuestros libros, buscando cualquier pedazo de carne que se hubiera escondido en ellos. Algunas personas trataban de engañar sus estómagos haciéndoles creer que habían comido y los llenaban con el cemento de cal que tomaban del escombro de los edificios destruidos.

Los peces no huyeron de los alrededores de la isla por miedo a ser atrapados, se fueron porque nuestras aguas se habían contaminado. Aunque ya había llegado la temporada de lluvias, sólo llovía parte de las tardes, así es que poníamos cuantas ollas y cazuelas teníamos para recogerla y también colgábamos tiras de tela para que se empaparan y luego exprimirlas, pero a pesar de todos nuestros esfuerzos, pocas veces había algo más que un chorrito de agua fresca para cada boca seca. Así, aunque al principio nos repugnó, pronto nos acostumbramos a tomar el agua contaminada del lago. También, las aguas llegaron a contaminarse más, pues como ya no había manera de colectar y acarrear los desperdicios y los excrementos humanos, esas substancias fueron tiradas a los canales y de allí pasaron a las aguas del lago, y como sólo los cuerpos de los esclavos eran dados como alimento a los animales del zoológico, no teníamos manera de deshacernos de los otros cadáveres, excepto arrojándolos al mismo lago; Cuautémoc ordenó que fueran echados hacia el lado occidental de la isla, pues al lado este del lago había una extensión más amplia de agua y debido al viento del este que soplaba continuamente, esa agua se mantenía renovada y por eso esperábamos que estuviera menos contaminada. Sin embargo, llegó el momento inevitable en que los desperdicios y los cadáveres contaminaron todas las aguas alrededor de la isla. Como de todas maneras teníamos que tomar de esa agua cuando la sed nos apretaba, entonces mojábamos telas, las exprimíamos y luego hervíamos esa agua, pero aun así, retorcía nuestras entrañas con flujos y retortijones. Muchos de nuestros niños y ancianos murieron por tomar esa agua podrida.

Una noche, cuando Cuautémoc ya no pudo ver sufrir más su pueblo, citó a toda la población de la ciudad para que se reuniera en El Corazón del Único Mundo, así que todos nos reunimos en la noche, cuando los cañones no estaban tronando y creo que todo el que podía estar de pie estaba allí. Nos paramos sobre el piso lleno de baches, de lo que antes había sido mármol liso de la plaza, que estaba rodeado por los escombros cortados y picudos de lo que había sido el ondulante Muro de la Serpiente, mientras el Venerado Orador nos hablaba desde lo que quedaba de las escaleras rotas de la Gran Pirámide. «Si Tenochtitlan ha de sobrevivir un poco más, ya no debe de ser una ciudad, sino una fortaleza y una fortaleza debe estar comandada por aquellos que aún están en posibilidad de luchar. Estoy orgulloso de la lealtad y resistencia demostrada por todo mi pueblo, pero ha llegado el momento en que con gran pena debo pediros que pongáis fin a vuestra lealtad. Todavía queda una bodega sin abrir, pero sólo una…». La multitud allí reunida ni gritó de alegría ni hizo un clamor en demanda. Sólo murmuraba, pero ese ruido parecía el sordo rumor provocado por un inmenso estómago hambriento. «Cuando mande abrir esa bodega —continuó Cuautémoc—, el maíz se repartirá en partes iguales entre todos los que lo pidan. Ahora bien, eso puede proporcionar a cada persona en esta ciudad, quizás, una última comida muy escasa, o, será lo suficiente para alimentar un poco mejor a nuestros guerreros, para darles más fuerzas con que pelear hasta el final, cuando llegue ese final y como llegue. Pueblo mío, no os daré ninguna orden, sólo os pido que escojáis y toméis una decisión».

El pueblo no hizo ningún sonido.

Él terminó diciendo: «Esta noche he mandado colocar el puente sobre el camino-puente del norte. El enemigo espera con cautela al otro lado, preguntándose por qué habré hecho eso. Lo he hecho para que todos los que queráis partir, y podáis hacerlo, lo hagáis. No sé qué es lo que encontraréis en Tepeyaca, quizás comida o descanso o la Muerte Florida, pero os suplico a aquellos que ya no podáis luchar que aprovechéis esta oportunidad para dejar Tenochtitlan. Esto no será una deserción ni con ello debéis sentiros derrotados, no incurriréis en ninguna vergüenza al partir. Al contrario, de esta manera permitiréis que nuestra ciudad pueda defenderse un poco más. No diré más».

Ninguno se fue con prisa o de buena gana, todos lo hicieron con lágrimas en los ojos y con pena, pero reconocieron lo práctico de la súplica de Cuautémoc, y en una sola noche la ciudad quedó vacía. Toda su gente, la más joven y la más anciana, sus enfermos e inválidos, sus sacerdotes y los asistentes de los templos, todos se fueron, todos los que no podían por más tiempo ser útiles en el combate. Cargando sus bultos y llevando en ellos las pocas cosas de valor que pudieron llevar al partir, se dirigieron hacia el norte a través de las calles de los cuatro barrios de Tenochtitlan y empezaron a convergir hacia el área del mercado de Tlaltelolco, formando una columna al cruzar el camino-puente. No fueron recibidos con destellos de relámpagos y truenos al final del camino-puente, según supe después, los hombres blancos que estaban allá sólo los vieron llegar con indiferencia y en cuanto a los texcalteca que ocupaban esas posiciones, les pareció que esa gente que llegaba buscando refugio, tropezando y enfermos, eran demasiado débiles como para que valiera la pena sacrificarlos en una celebración de victoria, y la gente de Tepeyaca, aunque también ellos eran cautivos por las fuerzas de Cortés, los recibieron con comida, dándoles agua fresca y albergue.

En Tenochtitlan sólo quedó Cuautémoc, otros señores de su corte, su Consejo de Voceros, sus esposas y familias, tanto del Venerado Orador como de sus otros nobles, varios físicos y cirujanos, todos los campeones y guerreros útiles y algún que otro viejo obstinado como yo, quienes habían tenido buena salud antes del sitio y que no habíamos quedado tan debilitados a consecuencia del mismo y que aún podíamos luchar si era necesario. También permanecieron las mujeres jóvenes cuya salud y fuerza todavía era aceptable y por lo tanto eran útiles, y una vieja que a pesar de mis súplicas rehusó dejar su lecho de enferma, que ya tenía tiempo de ocupar. «Estorbo menos aquí acostada —dijo Beu—, a que se me lleve cargada en una silla de manos por otros que apenas pueden caminar. También, hace mucho tiempo que dejó de importarme cuánto como y con facilidad puedo pasar sin ello. Si me quedo puedo morir más rápido de lo que me mataría esta larga y tediosa enfermedad. Además, Zaa, tú también ignoraste una oportunidad para ponerle a salvo, anteriormente. Podría ser una tontería, dijiste, pero tú querías ver el final de todo. —Sonrió débilmente—. Ahora, después de todas las imprudencias que he tenido que soportar de tu parte, ¿me negarás el poder compartir contigo otra imprudencia más que muy bien pudiera ser la última?».

Acertadamente, Cortés llegó a la conclusión, al ver la evacuación repentina de Tenochtitlan y el aspecto cadavérico de los que dejaron la ciudad, de que los que todavía estaban adentro, se sentirían tan débiles como los que la habían abandonado. Por lo que al día siguiente ordenó otro ataque contra la ciudad, aunque no lo hizo de una manera tan impetuosa como antes. Comenzó el día enviándonos una lluvia de proyectiles, como nunca antes habíamos sufrido, pues pareció que puso a trabajar sus cañones hasta que estuvieran a punto de fundirse. Sin duda él tenía la esperanza de que todos nosotros nos refugiáramos bajo algún lugar, sin movernos de allí mucho después de que terminara esa lluvia devastadora, pero aun así, cuando sus cañones de la playa dejaron de trabajar, él mantuvo a sus botes de batalla dando vueltas alrededor de la isla, pero sobre todo por el lado norte, descargando esos cañones sobre esa parte de la ciudad, mientras sus soldados bregaban a lo largo del camino-puente del sur.

Pero no nos encontraron acobardados bajo ningún refugio, es más, lo que hallaron las primeras filas de hombres blancos hizo que éstas se detuvieran haciendo que se amontonaran las de atrás, ya que habíamos puesto en cada lugar en donde esperábamos que llegaran los invasores a uno de nuestros hombres más gordos, bueno, por lo menos el más lleno en comparación con los demás, y los españoles lo encontraron simplemente paseándose por allí, eructando plácidamente mientras mordisqueaba una pierna de perro o de conejo o de algún otro tipo de carne. Si los soldados se hubieran acercado lo suficiente, se habrían dado cuenta de que la carne estaba en realidad ya totalmente enlamada, por haber sido guardada mucho tiempo, sólo con el fin de hacer ese gesto de ostentación.

Sin embargo no se acercaron a verlo, porque el hombre gordo desapareció rápidamente, mientras una horda de hombres mucho más delgados se alzaron repentinamente detrás de las ruinas de los edificios que estaban cerca, y lanzaron una lluvia de jabalinas. Muchos de los merodeadores cayeron en esos momentos, otros trataron de avanzar, pero sólo para encontrarse con guerreros armados con maquáhuime y otros se hicieron para atrás en donde se encontraron con una lluvia de flechas. Todos los que sobrevivieron ante esa fuerte y sorprendente defensa, retrocedieron todo el camino hacia la tierra firme. Estoy seguro de que informaron a Cortés acerca de la aparición de ese hombre gordo, bien comido y que se estaba alimentando con carne, y estoy seguro de que Cortés se rió de aquel patético gesto de valentía de nuestra parte, pero ellos debieron de haberle informado también, con bastante realismo, que ahora las ruinas les estaban proporcionando una mejor defensa a los ocupantes de la ciudad, que si ésta hubiera quedado intacta. «Muy bien —dijo el Capitán General de acuerdo con ese último informe—. Tenía la esperanza de poder salvar parte de ella, para que nuestros compatriotas se maravillaran al verla, cuando vinieran a colonizarla. Pero la arrasaremos… no dejaremos en pie ni una piedra, ni una viga… la destruiremos de tal manera que ni un escorpión pueda esconderse, para luego arrastrarse ante nosotros».

Y por supuesto, eso fue lo que hizo. Mientras los cañones de sus barcos seguían derrumbando la parte norte de la ciudad, Cortés llevó varios de los que tenía en la playa hacia los caminos-puentes del sur y del oeste; los cañones fueron arrastrados a lo largo de las calzadas seguidos por soldados, unos a pie y otros montados que a su vez eran seguidos por los sabuesos y otros hombres seguían a éstos, sólo armados con mazos, hachas, palancas de hierro y arietes. Primero los cañones fueron utilizados para barrer todo obstáculo que tuvieran enfrente y matar a los guerreros que se pudieran esconder allí, o por lo menos mantenerlos agachados sin poder pelear. Luego los soldados avanzaban dentro del área devastada y cuando nuestros guerreros se levantaban para pelear, eran coceados por los caballos y los soldados que iban a pie les caían encima. Nuestros hombres lucharon valientemente, pero ya estaban muy débiles por el hambre y medio aturdidos por los cañonazos que habían tenido que soportar, y casi todos murieron; los que pudieron escapar lo hicieron hacia el centro de la ciudad.

Algunos de ellos trataron de permanecer ocultos en sus escondites, mientras los soldados pasaban por allí, pues tenían la esperanza de matar por lo menos a uno de ellos lanzándole una jabalina o una maquáhuitl por detrás, pero ninguno tuvo esa oportunidad, ya que los encontraban rápidamente por medio de los perros. Esos sabuesos podían oler a un hombre desde mucha distancia, sin importar lo bien escondidos que pudieran estar y si ellos mismos no acababan con él, por lo menos descubrían su posición a los soldados. Entonces, en cuanto un área quedaba libre de peligro y de defensores, las cuadrillas de trabajadores empezaban a utilizar sus herramientas de demolición, limpiando todo a su paso. Echaron abajo casas, torres, templos y monumentos, y le prendieron fuego a todo lo que podía arder. Cuando terminaron de hacer eso, sólo quedaba una tierra lisa y llana.

Eso equivalía a un día de trabajo. Al siguiente día, los cañones podían avanzar mejor sin ningún impedimento en su camino, y luego cañoneaban otra parte de la ciudad, a lo que seguirían sus soldados, sus perros y sus demoledores. Así lo hicieron día tras día, y la ciudad iba desapareciendo poco a poco, como si fuera Comida Por Los Dioses. Nosotros, los que todavía no estábamos en esa parte de la ciudad, podíamos ver desde nuestras azoteas cómo avanzaban y cómo al nivelar la ciudad se iban acercando cada vez más a nosotros.

Recuerdo el día en que los destructores llegaron al Corazón del Único Mundo. Primero se divirtieron lanzando flechas incendiarias a aquellas inmensas banderolas de plumas, que aunque estaban destrozadas todavía flotaban majestuosas y tristes por encima de nuestras cabezas y esas banderas fueron desapareciendo poco a poco en medio de las llamas. Sin embargo, se requirieron muchos días para destruir esa ciudad que estaba dentro de una ciudad, sus templos, sus patios de tlachtli, su barra de calaveras, los palacios y los edificios de la corte. Aunque la Gran Pirámide ya era una ruina que se desmoronaba por sí sola y que difícilmente podría servir de escondite a alguien, Cortés debió de pensar que tenía que derribarla porque era el símbolo que distinguía la magnificencia de Tenochtitlan. No la pudo demoler tan fácilmente a pesar de tener trabajando en ello a cientos de obreros con sus pesadas herramientas, pero al fin fue cayendo capa tras capa, revelando las antiguas pirámides que estaban dentro de ella, cada una de ellas más pequeña y más primitiva, hasta que también éstas desaparecieron. Cortés hizo que los hombres que trabajaban en la demolición del palacio de Motecuzoma Xocóyotl lo hicieran con mucho cuidado, pues obviamente esperaba encontrar el tesoro de la nación otra vez puesto bajo las gruesas paredes de las habitaciones, pero no fue así, y al no hallarlo la destrucción fue terminada con rabia.

También recuerdo que quemó el gran zoológico, pues ese día yo estaba observando desde la azotea de una casa que se encontraba lo suficientemente cerca y podía escuchar los rugidos, los aullidos y los gritos de sus ocupantes al ser quemados vivos. Es verdad que la población del zoológico había quedado muy reducida, ya que nos tuvimos que comer a parte de sus ocupantes, pero todavía había allí animales maravillosos, pájaros y reptiles. Algunos de ellos no los podrán nunca reponer, si alguna vez ustedes los españoles deciden poner un lugar así. Por ejemplo, en aquel tiempo el zoológico exhibía unos jaguares totalmente blancos, un tipo de animal muy raro que nosotros los mexica nunca antes habíamos visto y que nunca más se volverán a ver.

Cuautémoc, conociendo bien la debilidad de sus guerreros, les dio órdenes de que solamente lucharan en retirada, obstaculizando el avance del enemigo lo más posible y tratando de matar a la mayor parte de los invasores, pero los mismos guerreros estaban tan indignados y enfurecidos por la demolición de El Único Mundo que, desobedeciendo las órdenes y sacando fuerzas de flaqueza tomaron la ofensiva, así es que muchas veces, surgiendo de entre los escombros, golpeaban sus escudos y lanzaban sus gritos de guerra atacando. Incluso nuestras mujeres estaban tan enfurecidas por eso, que se les unieron y tiraron nidos llenos de avispas desde las azoteas de sus casas y piedras y otras cosas menos mencionables sobre las cabezas de los destructores.

Nuestros guerreros sí mataron a algunos de los soldados y de los demoledores y atrasaron en lo que pudieron su obra de destrucción, pero muchos de nuestros hombres murieron haciendo eso y cada vez tenían que retroceder más. Sin embargo, para no temer ese hostigamiento, Cortés mandó que sus cañones continuaran hacia el norte, abatiendo la ciudad por ese lado, y sus soldados, sus perros y sus obreros siguieron a los cañones, dejando el terreno liso por donde iban pasando. A que avanzaron hacia el norte se debe el que no destruyeran esta Casa del Canto en la cual estamos sentados ahora y a que dejaran algunos pocos edificios en pie, aunque no muy importantes, en la mitad del sur de la isla.

Sin embargo, no quedaron muchos edificios en pie en ninguna parte y los pocos que resistieron parecían como si fueran los últimos dientes en la boca desdentada de un anciano, y mi casa no fue de las que quedaron en pie. Supongo que debo de estar contento de que cuando mi casa fue demolida yo no estuviera adentro, pero por ese tiempo, toda la población que quedaba en la ciudad se había ido a refugiar al barrio de Tlaltelolco y en medio de él, para quedar lo más lejos posible del incesante tronar de los proyectiles de los cañones y de las flechas incendiarias que lanzaban los barcos que rodeaban la isla. Los guerreros y los supervivientes que estaban más fuertes vivían en las partes abiertas del mercado, mientras que las mujeres y la gente más débil se amontonaban en las casas, ya de por sí llenas, de la gente de ese barrio. Cuautémoc y su corte ocupaban el antiguo palacio que había sido de Moquíhuix, el último gobernante de Tlaltelolco, cuando esa ciudad todavía era independiente. Como yo formaba parte de esa corte, pues ya era un Señor, se me concedió un pequeño cuarto que compartía con Beu. Aunque había protestado otra vez en contra de ser movida de su casa, esa vez yo la cargué en mis brazos. Así, con Cuautémoc y muchos otros más, estuve parado en la pirámide de Tlaltelolco viendo cómo los demoledores de Cortés llegaban a Ixacualco, el barrio en donde yo había vivido. No pude ver, entre el humo del cañón y el polvo de la cal pulverizada, en qué momento exacto cayó mi casa, pero cuando el enemigo se retiró antes de que el día terminara, el barrio de Ixacualco era, como la mayor parte del extremo sur de la isla, un desierto vacío.

No sé si jamás Cortés llegó a saber que cada pochtécatl rico de nuestra ciudad tenía en su casa, al igual que yo, un cuarto en donde esconder su tesoro. Por lo visto no lo sabía entonces, porque su grupo de trabajadores tiraron todas las casas con la mayor indiferencia y entre el humo y el polvo del derrumbamiento de cada casa nadie jamás alcanzó a ver los paquetes envueltos o los bultos de oro, joyas, plumas, tintes y demás que quedaron enterrados entre el escombro y que más tarde fue hecho a un lado para dar lugar a la ampliación de la ciudad. Por supuesto que si Cortés se hubiera apoderado de todos esos objetos valiosos que tenían los pochteca, éstos hubieran sido sólo una fracción del tesoro perdido hasta la fecha, pero todo eso aún hubiera constituido un regalo capaz de asombrar y de alegrar a su Rey Don Carlos. Así es que observé ese día la devastación de mi casa con irónica satisfacción, aunque cuando ese día terminó, me convertí en pobre, un anciano más pobre de lo que lo fue el niñito que había visto Tenochtitlan por primera vez.

Bien, así estábamos todos los mexica que aún quedábamos vivos, incluyendo al Venerado Orador. El fin llegó poco después y cuando llegó, lo hizo rápido. Por incontables días, nosotros no habíamos tenido comida y estábamos tan débiles que no teníamos humor ni para movernos, hablarnos o escucharnos. Cortés y su ejército, tan implacable y voraz como esas hormigas que acaban con bosques enteros, llegaron al fin a la plaza y al mercado de Tlaltelolco y empezaron a demoler la pirámide, lo que significaba que nosotros los fugitivos, que nos apretujábamos en el pequeño espacio que había quedado para esconderse, difícilmente teníamos ya espacio para pararnos cómodamente. Aun así, Cuautémoc se había mantenido de pie, y lo hubiera seguido haciendo aunque sólo se hubiera parado sobre un pie, pero, después de que yo, el Mujer Serpiente y otros consejeros hubimos conferenciado privadamente fuimos hacia él y le dijimos: «Señor Orador, si los extranjeros lo capturan, toda la nación mexica caerá con usted, pero si escapa, el gobierno de los mexica irá a donde usted vaya. Aunque cada persona en esta isla cayese muerta o capturada. Cortés no habrá vencido a los mexica». «¿Escapar? —dijo lentamente—. ¿Adónde? ¿Y para hacer qué?». «A exiliarse, sólo con sus familiares más cercanos y con algunos de los señores principales. Es verdad que ya no tenemos aliados en ninguna parte en las tierras cercanas, pero hay naciones más lejanas en donde puede encontrar aliados. Puede que pase mucho tiempo antes de que usted tenga la esperanza de volver triunfalmente y con una gran fuerza, pero aun así, y sin importar el tiempo que le lleve, los mexica seguirán siendo invictos». «Pero ¿a qué naciones lejanas voy a ir?», preguntó sin entusiasmo. Los otros señores me miraron y yo le dije: «A Aztlan, Venerado Orador. Regrese a donde se encuentran nuestro orígenes». Me miró como si me hubiera vuelto loco, pero yo le recordé que hacía relativamente poco habíamos reanudado los lazos que nos ataban con nuestros primos que habitaban en el lugar de nuestros orígenes y le di un mapa que había hecho para señalarle el camino, y agregué: «Puede tener la seguridad de que será bien recibido. Señor Cuautémoc. Cuando su Orador Tliléctic-Mixtli se fue de aquí, Motecuzoma mandó con él una fuerza de guerreros mexica y cierto número de familias adiestradas para construir allí una ciudad moderna. Posiblemente se encuentre con la existencia de una pequeña Tenochtitlan, o por lo menos esos azteca podrían ser la semilla del maíz, como una vez lo fueron antes, para crear otra nación poderosa y nueva».

Me tomó mucho tiempo persuadir a Cuautémoc para que estuviera de acuerdo con eso, pero no les contaré todo ya que fue inútil. Todavía pienso que el plan hubiera podido tener éxito, pues estaba bien concebido, pero los dioses decretaron otra cosa y el plan no resultó. Al atardecer, cuando los botes de batalla cesaban su cañoneo después de un largo día de trabajar y empezaban a volver hacia la tierra firme, un buen número de nuestros hombres acompañó a Cuautémoc y a las personas que se habían escogido para acompañarlos, a la orilla de la isla. Todos subieron en las canoas y a una sola señal éstas se desbandaron en todas direcciones, para parecer que querían escurrirse para ponerse a salvo. El acali que llevaba a Cuautémoc y a su pequeña corte, se dirigió hacia una pequeña bahía que estaba entre Tenayuca y Azcapotzalco. Como no había habitantes allí o si los había eran muy pocos, era de suponer que no habría guardias o centinelas o algún campamento de Cortés, y Cuautémoc podría con facilidad deslizarse desde allí hacia el norte, tierra adentro hacia el Aztlan.

Sin embargo, los botes de guerra se dieron cuenta de esa repentina salida de los acaltin desde la isla y regresaron navegando lo más rápido que pudieron para determinar si en realidad llevaban una ruta. Y por mala suerte, el capitán de uno de los botes fue lo suficientemente astuto como para notar que los ocupantes de cierta canoa, iban vestidos más ricamente que si fueran sólo simples guerreros. Ese barco dejó caer unos ganchos de hierro sobre la canoa y capturándola la sujetó fuertemente hacia uno de sus costados y subiendo al Venerado Orador al barco, lo llevó directamente ante el Capitán General Cortés.

Aunque no estuve presente en ese encuentro supe más tarde lo que Cuautémoc dijo a Cortés por medio de su intérprete Malintzin: «Yo no me rindo. Era por el beneficio de mi gente que los estaba eludiendo, pero como me han atrapado limpiamente —y señaló la daga que Cortés llevaba al cinto—, y puesto que estamos en guerra, yo merezco y exijo que me maten como a un guerrero. Le pido que me mate ahora, aquí en donde estoy parado».

Magnánimo en su victoria o por lo menos untuoso, Cortés dijo: «No, vos no os habéis rendido, ni habéis cedido vuestro reino. Por lo tanto rehúso mataros e insisto en que conservéis el mando de vuestra gente, ya que tenemos mucho que hacer y rezo porque vos me ayudéis a lograrlo. Hagamos entre los dos una ciudad con mucha más grandeza, mi estimado Señor Cuautémoc».

Cortes probablemente pronunció Guatemoc como siempre lo hizo después. Creo que ya hace algún tiempo les mencioné a ustedes, reverendos frailes, que el nombre de Cuautémoc significa Águila Que Cae Sobre Su Presa, pero supongo que era inevitable y hasta más adecuado que después de ese día, que en nuestro calendario fue Uno-Serpiente de nuestro año Tres-Casa y que en el de ustedes fue el trece de agosto de su año mil quinientos veintiuno, el nombre de nuestro último Venerado Orador fuera siempre y desde entonces traducido al español como «El Águila Caída».

Por algún tiempo después de la caída de Tenochtitlan, la Vida no cambió mucho en El Único Mundo. Fuera del área inmediata de la Triple Alianza, ninguna otra parte de estas tierras había sido devastada de esa manera y probablemente había todavía muchos lugares en donde la gente ni siquiera se había dado cuenta de que ya no vivían en El Único Mundo, sino en un lugar llamado la Nueva España. Aunque habían sido abatidos cruelmente por esa nueva y misteriosa enfermedad, ellos casi nunca vieron a un español o a un cristiano, así es que no tuvieron nuevas leyes o dioses impuestos por ellos y siguieron con sus formas acostumbradas de vida, recogiendo la cosecha, cazando, pescando y demás, como lo habían hecho durante gavillas de años antes.

Sin embargo, aquí, en las tierras del lago, toda la vida cambió y fue difícil para nosotros, nunca se nos hizo fácil ese cambio y dudo que alguna vez lo sea. Al día siguiente de que Cuautémoc fue capturado. Cortés concentró toda su atención y energía en la reconstrucción de esta ciudad, aunque más bien debería decir nuestra energía. Pues decretó que, como había sido por culpa de nosotros, los imprudentes mexica, el que Tenochtitlan fuera destruida, nosotros seríamos los responsables de la restauración de dicha ciudad como la Ciudad de México. Aunque sus arquitectos fueron los que hicieron los planos, sus artesanos los que supervisaron la obra y sus más brutales soldados los que movieron los látigos para que el trabajo fuera hecho, fue nuestra gente la que lo hizo, y fuimos nosotros los que proporcionamos los materiales y si queríamos comer después de nuestro trabajo, éramos nosotros los que nos teníamos que proporcionar esa comida. Así que los canteros de Xaltocan trabajaron como nunca lo habían hecho en toda su vida, y los carpinteros arrasaron con todos los bosques de las colinas del lago y cortaron vigas y tablas, y nuestros guerreros y pochteca se convirtieron en forrajeadores y cargadores de alimentos y de todas las demás necesidades que pudieron arrancar por la fuerza de las tierras circunvecinas; y nuestras mujeres, cuando no eran molestadas abiertamente por los soldados blancos e incluso violadas enfrente de todo el que lo quería ver, eran empleadas como cargadoras y mensajeras, y hasta a los niños pequeños se les ponía a trabajar mezclando la cal.

Por supuesto, las cosas más importantes fueron las que se atendieron primero. Los acueductos rotos fueron reparados y se pusieron los cimientos de lo que sería su iglesia catedral, enfrente de la cual se levantó el pilar de ajusticiamiento y la horca. Ésas fueron las primeras estructuras en funcionar en esta nueva Ciudad de México, pues se utilizaban con frecuencia para inspirarnos a hacer una labor más incesante y consciente. Aquellos que flojeaban en cualquier tarea eran estrangulados en la horca o se les grababa con fuego «prisionero de guerra» en las mejillas y luego eran expuestos en el pilar para que los extranjeros les lanzaran piedras y excremento de caballo o eran azotados con los látigos de los capataces. Pero los que trabajaban muy duro, morían con la misma frecuencia que los débiles a causa de que muchas veces los obligaban a cargar piedras tan pesadas que se destripaban.

Yo fui mucho más afortunado que los demás, puesto que Cortés me dio trabajo como intérprete. Con todas las instrucciones que tenían que dar los arquitectos a los albañiles, con todas las leyes nuevas, proclamas y edictos y todos los sermones que se tenían que traducir a la gente había demasiado trabajo para que Malintzin lo pudiera hacer ella sola, y el hombre Aguilar, que hubiera podido servir en alguna forma, había muerto hacía tiempo en algún lugar en alguna batalla. Por eso Cortés me empleó y hasta me pagaba un pequeño salario en moneda española, además de darnos alojamiento a mí y a Beu en su espléndida residencia, ya que se había apropiado lo que en un tiempo fue el palacio de campo de Motecuzoma, cerca de Quaunáhuac, en donde vivía en compañía de Malintzin, de sus oficiales y concubinas y en donde vigilaba a Cuautémoc, a su familia y a sus cortesanos.

Quizás deba disculparme aunque no sabría con quién, por haber dejado que el hombre blanco me empleara en lugar de desafiarlo, pero como las batallas ya habían terminado y como no había perecido en ellas, parecía que mi tonali había ordenado que por lo menos durante un tiempo debería luchar por no perecer. Una vez, hacía ya tiempo se me había pedido: «¡Sosténte en pie! ¡Aguanta! ¡Recuerda!». Y eso estaba determinado a hacer.

Durante un tiempo, una parte principal de mis deberes como intérprete consistió en traducir las exigencias incesantes e insistentes de Cortés, por saber qué se había hecho del tesoro desaparecido de los mexica. Si hubiera sido más joven y hubiera estado en condiciones de trabajar en cualquier tipo de comercio, para poder mantenerme a mí y a mi esposa, que cada vez estaba más enferma, en ese mismo momento hubiera dejado ese trabajo tan humillante. Tenía que sentarme junto a Cortés y a sus oficiales, como si fuera uno de ellos, mientras ellos maltrataban e insultaban a mis compañeros señores, llamándolos «¡Indios malditos, mentirosos, ambiciosos, avarientos, traidores y codiciosos!». Me sentía todavía más avergonzado cuando tenía que traducir las preguntas que repetidas veces se le hacían al Uey-Tlatoani Cuautémoc, a quien Cortés ya no trataba con unción, ni siquiera con respeto. Ante las repetidas preguntas de Cortés, Cuautémoc sólo respondía, ya fuese porque sólo eso podía responder o sólo quería responder eso, con la siguiente respuesta: «Que yo sepa, Capitán General, mi predecesor Cuitláhuac dejó el tesoro en el mismo lugar en donde usted lo tiró en el lago». A lo que Cortés respondía enojado: «He enviado a mis mejores nadadores y a los suyos y sólo han encontrado ¡lodo!». Y Cuautémoc sólo quería o podía contestar: «El lodo es muy suave. Sus cañones hicieron que todo el lago de Texcoco temblara. Un objeto de oro es lo suficientemente pesado como para hundirse profundamente en el cieno».

Y todavía me sentí mucho más avergonzado el día que tuve que observar cómo se «persuadía» a Cuautémoc y a dos viejos de su Consejo de Voceros que lo habían acompañado, a responder en esa sesión de preguntas. Después de que hube traducido sus mismas palabras no sé cuántas veces más, Cortés se puso furioso. Ordenó a sus soldados que trajeran de la cocina tres braseros encendidos e hizo que los tres señores mexica pusieran sus pies sobre los braseros mientras les hacía las mismas preguntas y ellos, apretando los dientes por el dolor, le dieron las mismas respuestas. Por fin, Cortés levantando sus manos en un gesto de disgusto, salió a grandes zancadas de la habitación. Los tres señores se sentaron con cuidado sobre sus sillas y sacaron los pies de las brasas y lentamente se dirigieron hacia sus cuartos. Los dos ancianos y el hombre joven tratando de ayudarse los unos a los otros lo más que podían, cojearon sobre sus pies ennegrecidos y llenos de ampollas y escuché que uno de los viejos gimió: «Ayya, Señor Orador, ¿por qué no les dice algo diferente? Cualquier cosa. ¡Esto me duele horriblemente!». «¡Silencio! —le dijo Cuautémoc cortante—. ¿Crees acaso que yo estuve en un lecho de flores?».

Aunque odiaba a Cortés tanto como a mí mismo por la asociación que tenía con él, me detuve de comentar o hacer cualquier cosa que pudiera enfurecerlo y poner en peligro mi situación de por sí frágil, pues en uno o dos años más habría muchos de mis compañeros que con gusto me sustituirían como intérpretes de Cortés y que lo podrían hacer perfectamente. Cada vez más y más gente mexica y de otros pueblos de la Triple Alianza, y fuera de ésta también, se estaba apresurando a aprender el español y a convertirse al Cristianismo, no lo hacía por obsequiosidad, sino por ambición y hasta por necesidad. Cortés había promulgado una ley que decía que ningún «indio» podría tener una posición mayor de la de un obrero a menos de que fuera un cristiano confirmado y hablara con soltura el lenguaje de los conquistadores.

Los españoles ya me conocían a mí como Don Juan Damasceno y a Malintzin como Doña Marina y a las concubinas de los españoles como Doña Luisa y Doña María Inmaculada y nombres por estilo, y algunos nobles habían sucumbido a la tentación de las ventajas que podían gozar siendo cristianos y hablando el español; por ejemplo, el que antes había sido el Mujer Serpiente, llegó a ser Don Juan Tlácotl Velázquez, pero como era de esperarse, muchos de los que una vez fueron pípiltin, desde Cuautémoc para abajo, desdeñaron la religión de los hombres blancos, sus lenguajes y sus nombres. Sin embargo, a pesar de lo admirable de su posición, eso fue un error, pues no les dejó nada más que su orgullo. Fue la gente de la clase baja, la de la clase media más baja y aun los esclavos de la clase tlacotli, los que asediaban a los frailes misioneros y capellanes para ser instruidos en el Cristianismo y para ser bautizados con nombres españoles. Ellos fueron los que aprendieron a hablar el español y los que con gusto entregaban a sus hermanas e hijas como pago a los soldados españoles que tenían la inteligencia y educación suficiente como para enseñarles.

Así fue cómo los seres más mediocres y las piltrafas de la sociedad al carecer de un orgullo nato pudieron librarse a sí mismos de esas labores pesadas y se pusieron al frente de ellas, sobre todos aquellos quienes en días pasados habían sido sus superiores, sus gobernantes, hasta sus dueños. A todos esos oportunistas «blancos por imitación», como les llamábamos nosotros, se les concedieron más adelante puestos en el creciente gobierno de la ciudad, y fueron hechos jefes de los pueblos circunvecinos, y hasta de algunas provincias sin importancia. Eso pudo haberse considerado como algo digno de admiración: que un don nadie progresara y se levantara hasta llegar a la eminencia, si no fuera porque no me puedo acordar de uno solo de esos hombres que utilizara su eminencia para el bien, de todo aquel que fuera él mismo.

De pronto se encontraba por encima de todos los que antes habían sido sus superiores e iguales y hasta allí llegaba toda su ambición. Ya sea que hubiera adquirido el puesto de gobernador provincial o sólo el de velador de alguna obra en construcción, se convertía en un déspota para todos los que estaban bajo su mando. El velador podía denunciar como flojo o borracho a cualquier trabajador que no se congraciara con él, o que no lo sobornara con regalos, y podría condenar a aquel obrero desde que lo marcaran en las mejillas hasta que lo ahorcaran. El gobernador humillaba a los que en un tiempo habían sido señores y señoras y que para entonces eran cargadores de basura y barrenderos de las calles, mientras que obligaba a sus propias hijas a someterse a lo que ustedes los españoles llaman «los derechos de señorío». Sin embargo, con toda justicia debo decir que la nueva nobleza de cristianos que hablaban el español, se comportaban de igual manera con todos sus paisanos. Así como humillaban y atormentaban a los que antes habían pertenecido a las clases más altas, también maltrataban a las clases bajas de las que ellos mismos provenían. Hacían la vida de todos, a excepción de las de sus superiores, mucho más miserable de lo que desde hacía años había sido el más miserable de los esclavos. Y aunque toda esa nueva sociedad puesta al revés no me afectaba en lo personal, sí me preocupaba al darme cuenta de que, como le dije a Beu: «¡Esos blancos por imitación son la gente que escribirá nuestra historia en el futuro!».

Aunque yo tenía una posición cómoda dentro de esa nueva sociedad de la Nueva España durante esos años, puedo tener una disculpa por mi renuencia a dejarla, ya que algunas veces podía utilizar mi posición para ayudar a otros además de a mí. Cuando menos de vez en cuando, si Malintzin o algún otro de los nuevos intérpretes no estaban presentes para traicionarme, podía utilizar mi traducción para enfatizar la súplica de alguna persona que buscaba un favor o mitigar el castigo de alguien acusado como malhechor. Mientras tanto, como Beu y yo gozábamos de sostenimiento y alojamiento gratis, pude guardar mi poco salario para el caso de que algún día, ya fuera por un error mío o porque Beu empeorara en su condición, se me expulsara de mi empleo y por lo tanto del palacio de Quaunáhuac.

Sin embargo, como sucedieron las cosas, dejé ese trabajo por mi voluntad y sucedió de este modo. Cerca del tercer año después de la Conquista, Cortés, que era un hombre impaciente, ya se encontraba incómodo en su papel tan poco aventurero de administrador de muchos detalles y árbitro de disputas sin importancia. Para entonces ya se había reconstruido gran parte de la Ciudad de México y los edificios todavía no terminados, estaban ya muy adelantados. Entonces, como ahora, cada año llegaban unos mil hombres blancos a la Nueva España, la mayoría con sus mujeres blancas, quienes se aposentaban dentro o alrededor de la región del lago, creando sus propias pequeñas Españas en las mejores tierras y apropiándose de nuestra gente más robusta como «prisioneros de guerra», para trabajar en sus tierras. Todos los recién llegados consolidaron sus posiciones de hacendados de una manera tan firme y veloz que una insurrección en su contra era algo inconcebible. La Triple Alianza se había convertido irreparablemente en la Nueva España y según tengo entendido estaba funcionando tan bien como Cuba o cualquier otra colonia española, con su población indígena subyugada y resignada, aunque a simple vista se veía que no eran felices ni se sentían cómodos con ese vasallaje. Cortés parecía confiado de que sus oficiales y sus blancos por imitación, eran capaces de mantener el orden. Él quería conquistar nuevas tierras, o para ser más preciso, quería ver más de cerca las tierras que ya consideraba que eran suyas. «Capitán General —le dije—, usted ya está familiarizado con la tierra que está entre las costas del este y aquí. Las tierras en este lugar y la costa occidental son casi iguales y hacia el norte son tierras áridas, que casi no vale la pena de ver. Pero hacia el sur, ayyo, al sur de aquí hay cordilleras majestuosas de montañas y valles verdes y bosques impresionantes, y más al sur de todo, está la selva pavorosa, virgen e infinitamente peligrosa, pero tan llena de maravillas que ningún hombre debe vivir su vida sin haber penetrado en ella». «¡Entonces, hacia el sur! —gritó como si ya estuviera ordenando que una tropa saliera en ese mismo momento—. ¿Tú ya has estado allí? ¿Conoces el lenguaje? ¿Conoces la tierra? —Le contesté que sí a todas sus preguntas, a lo cual me dio una orden—: Tú nos guiarás». «Capitán General —le dije—. Tengo cincuenta y ocho años de edad. Ése es un viaje para hombres jóvenes, de buena condición y fuerza». «Te proporcionaré una silla de manos y cargadores… y también unos compañeros muy interesantes», me dijo y me dejó abruptamente para ir a escoger a los soldados que irían en la expedición, así que no tuve la oportunidad de decirle nada acerca de lo poco práctico que sería una silla de manos en las faldas empinadas de las montañas o en la selva enmarañada.

Pero la idea de ir no me molestó, estaría bien hacer un último viaje largo a través de este mundo, antes de mi último y más largo viaje, todavía, hacia el otro mundo. Aunque Beu se quedara sola mientras yo estaba fuera, estaría en buenas manos. Los sirvientes de palacio que conocían su condición siempre la habían atendido bien, con bondad y eran muy discretos, y Beu sólo tendría que ser prudente y no llamar la atención de ninguno de los residentes españoles. En cuanto a mí, a pesar de que era un anciano según el calendario, no me sentía decrépito ni inútil. Si pude sobrevivir al estado de sitio de Tenochtitlan, como lo había hecho, me supuse que podría sobrevivir a los rigores exigidos por la expedición de Cortés. Si la suerte me favorecía, podría hacer que se perdiera o llevar la caravana entre la gente que estaba tan asqueada de ver a los hombres blancos, que acabarían con todos nosotros y así mi muerte serviría de algo.

Estaba un poco perplejo sobre lo que había mencionado Cortés, acerca de unos «compañeros muy interesantes» para mí, y en aquel día de otoño en que partimos, francamente me sorprendió ver de quiénes se trataba: los tres Venerados Oradores de las tres naciones de la Triple Alianza. Me pregunté por qué Cortés deseaba que hicieran ese viaje, si era porque tenía miedo de que en su ausencia tramaran una conspiración en su contra, o porque deseaba impresionar a la gente de las tierras del sur, al ver cómo esos personajes tan augustos seguían su caravana con mansedumbre.

Y en verdad que fueron todo un espectáculo, pues como sus elegantes sillas de manos resultaron muy molestas en muchas partes del camino, los personajes tenían que bajarse y caminar, y como Cuautémoc, después de las interrogaciones persuasivas de Cortés había quedado inválido para siempre, en muchos lugares a lo largo del camino los habitantes locales tuvieron la oportunidad de ver el espectáculo que representaba Cuautémoc, el Venerado Orador de los mexica, cojear y colgarse de los hombros de los otros dos que lo sostenían: de un lado el Venerado Orador Tetlapanquétzal de Tlácopan, y del otro, el Venerado Orador Cohuanácoch de Texcoco.

Sin embargo, ninguno de los tres se quejó jamás, aunque debieron de darse cuenta, después de un tiempo, de que deliberadamente estaba guiando a Cortés, a sus jinetes y a sus soldados por los caminos más difíciles y por una tierra que no me era familiar. Lo hice sólo en parte con la intención de hacer que esa expedición fuera la menos placentera posible para los españoles y con la esperanza de que jamás pudieran regresar. También porque ése sería mi último viaje, así que había decidido aprovecharlo y ver algo nuevo. Después de llevarlos por las montañas más duras de Uaxyácac y luego a través de los eriales desolados en esa tierra angosta que está entre los mares del norte y del sur, me desvié hacia el noroeste, conduciéndolos por los pantanos más profundos de la tierra de Cupilco. Y allí fue en donde por fin, asqueado de los hombres blancos, asqueado de mi asociación con ellos, me fui y los dejé.

Debo mencionar que con el fin de verificar la veracidad de mis traducciones por el camino, Cortés había llevado consigo a un segundo traductor. Para variar un poco, no era Malintzin, ya que en aquel entonces ella estaba amamantando a su pequeño Martín Cortés, y casi sentía su ausencia, porque cuando menos era agradable de ver. Quien la sustituía era también una mujer, pero una mujer con la cara, el quejido y el carácter de un mosquito. Pertenecía a la clase baja, de esos que se habían levantado y convertido en blancos por imitación al aprender a hablar el español y había tomado el nombre cristiano de Florencia. Pero como su otra lengua era el náhuatl, no era de ninguna utilidad en esos lugares extranjeros, excepto por el hecho de que cada noche complacía a los soldados españoles, cuando éstos, por medio de regalos o tratando de despertar la curiosidad, no habían podido atraer hacia sus petates a las prostitutas más jóvenes y deseables de la localidad.

Una noche, al principio de la primavera, después de haber pasado el día chapoteando entre un pantano particularmente desagradable, acampamos en un pedazo de tierra seca, a la vera de unos árboles de amatl y ceiba. Ya habíamos cenado y estábamos descansando alrededor de las varias fogatas de campamento, cuando Cortés se acercó a mí e inclinándose me puso amistosamente una mano sobre uno de mis hombros y me dijo: «Mirad hacia allá, Juan Damasceno. Mirad, es una cosa digna de admiración». Levanté mi topacio y miré hacia donde me apuntaba: los tres Venerados Oradores estaban sentados juntos, apartados del resto de los hombres. Ya los había visto sentados así en muchas ocasiones en el transcurso del viaje, supuestamente discutiendo lo poco que puede discutir un gobernante que ya no tiene a quién gobernar. Cortés dijo: «Creedme que eso es algo que se ve con muy poca frecuencia en el Viejo Mundo. Tres reyes sentados apaciblemente juntos y que tal vez no se vuelva a ver por aquí. Me gustaría un recuerdo de ellos. Dibujadme un retrato de ellos, Juan Damasceno, tal y como están, con sus rostros inclinados en atenta conversación». Lo tomé por una petición inocente. En verdad, tratándose de Hernán Cortés, me pareció un pensamiento poco común, por el hecho de considerar ese momento como para que valiera la pena de ser registrado. Por lo que lo complací de buena gana. Quité una tira de corteza de uno de los árboles de amatl y sobre la limpia superficie interior dibujé con una astilla ahumada que tomé de una fogata, el mejor dibujo que pude hacer con un material tan primitivo. Los tres Venerados Oradores se reconocían en él, individualmente, y capté la expresión solemne de sus rostros, de modo que cualquiera que viera el dibujo sabría que hablaban de cosas señoriales.

No fue sino hasta la mañana siguiente, que tuve motivo para lamentar de nuevo el haber roto mi antiguo juramento de no dibujar más retratos por miedo de traerles mala suerte a quienes dibujaba. «Muchachos, hoy no nos pondremos en camino —anunció Cortés al levantarnos—, porque en este día tendremos la desagradable tarea de llevar a efecto una corte marcial». Sus soldados lo miraron tan extrañados y perplejos como lo hicimos los Venerados Oradores y yo. «Doña Florencia —dijo Cortés, con un gesto hacia la mujer que sonreía afectadamente— se ha tomado la molestia de escuchar las conversaciones entre nuestros tres huéspedes distinguidos y los jefes de las aldeas por las que hemos pasado. Ella atestiguará que estos reyes han estado tramando con la gente de estos lugares, para un levantamiento en masa en contra de nosotros. Y gracias a Don Juan Damasceno, también tengo —y mostró el pedazo de corteza— un dibujo que es la prueba convincente de que se encontraban en la más profunda de las conspiraciones». Los tres Oradores sólo habían mirado despectivamente a la despreciable Florencia, pero la mirada que dirigieron a mí estaba llena de tristeza y desilusión. Me adelanté con rapidez y grité: «¡No es verdad!». Inmediatamente, Cortés sacó su espada y recargando su punta en mi cuello dijo: «Creo que tu testimonio y traducción en estos procedimientos no sería del todo imparcial. Doña Florencia servirá de intérprete y tú, ¡tú estarás en silencio!».

Por lo tanto seis de sus oficiales presidieron el tribunal y Cortés presentó los cargos y Florencia, su testigo, presentó la evidencia falsa que sostenía esos cargos. Quizás Cortés le había dado instrucciones previas, pero no creo que eso hubiera sido del todo necesario. Personas con su manera de ser tan baja, resentidas porque el mundo ni sabe ni se interesa de su existencia, se aprovecharán de cualquier oportunidad para ser reconocidas, aunque nada más sea por su maldad atroz. Así Florencia aprovechó la única oportunidad que tenía para que se fijaran en ella: denigrando a sus mayores, con aparente impunidad y ante una audiencia que aparentaba atención y fingía creerla. Manifestando la frustración que había llevado durante toda su vida, por ser una insignificancia, soltó un torrente de mentiras, invenciones y acusaciones, con la intención de que los tres señores parecieran unas criaturas más despreciables de lo que ella era.

No pude decir nada, no hasta ahora, y los Venerados Oradores tampoco dijeron nada. Despreciaron al mosquito con pose de buitre y no refutaron ninguna de sus acusaciones, ni se defendieron ni mostraron en sus rostros lo que pensaban de la burla de ese juicio. Florencia hubiera continuado así por días y meses, hasta hubiera podido inventar la evidencia de que los tres eran Diablos del Infierno, si hubiera tenido el intelecto para haber pensado eso. Pero al fin el tribunal se cansó de escuchar sus divagaciones, someramente le ordenaron callarse y de la misma manera dieron el veredicto de que los tres señores eran culpables de conspirar una revuelta en contra de la Nueva España.

Sin protestar o reclamar, sólo se intercambiaron despedidas irónicas entre ellos y luego los tres dejaron que los colocaran en fila bajo un árbol enorme de ceiba y los españoles lanzaron las cuerdas sobre una rama conveniente y los ahorcaron a los tres, al mismo tiempo. En aquel momento en que murieron los Venerados Oradores Cuautémoc, Tetlapanquétzal y Cohuanácoch, también murió lo que quedaba de la existencia de la Triple Alianza. No sé la fecha exacta del año, porque no había llevado un diario en esa jornada. Pero tal vez ustedes, reverendos escribanos, puedan calcular la fecha, porque cuando terminó la ejecución, Cortés gritó alegremente: «Bien, muchachos, ¡vayamos de cacería, matemos algunas aves y hagamos una fiesta! ¡Hoy es último martes que podemos comer carne, el último día de Carnaval!».

Se divirtieron durante toda la noche, por lo que no me fue difícil escurrirme del campamento sin que se dieran cuenta y regresar por donde habíamos venido. En mucho tiempo menos del que habíamos empleado en la ida, regresé a Quaunáhuac, al palacio de Cortés. Los guardias estaban acostumbrados a mis idas y venidas y aceptaron con indiferencia mi explicación de que se me había enviado a que me adelantara al resto de la expedición. Fui a la habitación de Beu y le conté lo que había pasado. «Ahora soy un fugitivo —le dije—, pero creo que Cortés no sabe que tengo una esposa o que ésta se encuentra residiendo aquí, y aunque lo supiera no creo que dejara caer mi castigo sobre tu cabeza. Debo huir y puedo esconderme mejor entre el gentío de Tenochtitlan. Quizás pueda encontrar una choza vacía en la sección de la gente baja. No quisiera que vivieras entre tanta pobreza, Luna que Espera, cuando puedes permanecer aquí y estar cómoda…». «Ahora somos fugitivos —me interrumpió con voz ronca, pero decidida—. Hasta podré caminar si tú me guías hasta la ciudad, Zaa».

Discutí y supliqué, pero no cambió de parecer; entonces hice un paquete con nuestras pertenencias, que no eran muchas, y pedí a dos esclavos que la llevaran en una silla de manos. Viajamos por la orilla de la montaña, otra vez, hacia las tierras del lago y luego cruzamos el camino-puente del sur hacia Tenochtitlan. Y aquí hemos estado desde entonces.

Otra vez le doy la bienvenida a Su Ilustrísima, después de una ausencia tan larga. ¿Viene usted a escuchar la conclusión de mi narración? Bien. Ya casi lo he contado todo, a excepción de un pedacito.

Cortés regresó con su caravana casi un año después de haberla dejado yo y su primera preocupación fue la de hacer correr la falsa historia acerca de la insurrección planeada por los tres Venerados Oradores, y mostró mi dibujo como «prueba» de su confabulación, proclamando la justicia de haberlos ejecutado por traición. Eso causó una gran sorpresa entre la gente que había pertenecido a la Triple Alianza, porque yo no se lo había dicho a nadie, aparte de Beu. Por supuesto que toda la gente tuvo duelo y se celebraron servicios fúnebres en su memoria. También, como era de suponerse, murmuraron por lo bajo entre ellos, pero no tuvieron otra alternativa más que fingir que creían en la versión de ese incidente, contado por Cortés. Debo hacer notar que él no trajo de regreso a Florencia, para que apoyara su historia. No hubiera deseado correr el riesgo de que ella tratara de tener otro momento fugaz de reconocimiento, al publicar esa mentira dentro de sus otras mentiras. Dónde y cómo se deshizo de esa criatura, nadie lo supo o nadie se interesó jamás en investigarlo.

Es seguro que Cortés se enojó porque deserté de su expedición, pero esa ira debió de esfumarse durante el año que transcurrió hasta su regreso, pues nunca ordenó que se me diera caza, o por lo menos nunca supe tal cosa. Ninguno de sus hombres anduvo indagando acerca de mi paradero; ninguno de sus perros fue puesto a olfatear mi rastro. Así que Beu y yo seguimos viviendo como pudimos.

Para entonces ya se había restaurado el mercado de Tlaltelolco, aunque había quedado muy reducido de tamaño. Fui a ver qué se estaba comprando y vendiendo, por quién y a qué precios. El mercado estaba lleno de gente como en los viejos tiempos, aunque por lo menos la mitad de la aglomeración consistía en hombres y mujeres blancos. Me fijé que la mayoría de las cosas que adquiría mi propia gente era por medio de trueque, «te cambio este gallipavo por esa cazuela», pero los compradores españoles estaban pagando con monedas: ducados, reales y maravedíes. Y mientras ellos compraban comida y otras cosas necesarias, también adquirían muchas cosas de valor únicamente decorativo y sin utilidad. Al escucharlos mientras conversaban y compraban, deduje que estaban comprando «esas curiosas artesanías nativas» para guardarlas por su «valor de curiosidad» o para enviarlas a sus parientes como «recuerdos de la Nueva España».

Como usted sabe. Su Ilustrísima, muchas banderas diferentes han tremolado en esta ciudad durante los años, desde su reconstrucción como la Ciudad de México. Se ha visto el estandarte personal de Cortés, en azul y blanco con una cruz roja, y la bandera color sangre y oro de España, y la que lleva la imagen de la Virgen María, con lo que supongo que son sus colores reales y una con un águila de dos cabezas, significando el imperio, y, otras cuyo significado me es desconocido. Aquel día en el mercado, vi cómo muchos artesanos ofrecían, obsequiosamente, la venta de esas banderas diferentes pero en miniatura, bien o mal hechas, pero ni aun las mejores reproducciones levantaban algún fervor entre los españoles que estaban comprando. Y observé que los vendedores no estaban ofreciendo alguna réplica parecida de nuestro orgulloso símbolo de la nación mexica. Quizás temían ser acusados de apoyar simpatías contrarias a la paz y el buen orden.

Bueno, yo no tenía esos temores. O mejor dicho, yo podría ser castigado por ofensas más graves, así es que no me preocupaban las triviales. Me fui a casa, a nuestra pequeña y miserable choza, hice un dibujo, me arrodillé junto al catre de Beu y lo sostuve cerca de sus ojos. «Luna que Espera —le dije—, ¿puedes ver esto lo suficientemente claro, como para copiarlo? —Miró intensamente, mientras yo le señalaba los elementos—. Mira, es un águila, con sus alas equilibradas y está parada sobre un cacto nopali y en su pico sostiene el símbolo de la guerra, los listones intercalados…». «Sí —dijo ella—. Sí, distingo los detalles con más facilidad ahora que me los has explicado; pero ¿qué quieres decir con copiarlo, Zaa?». «Si compro los materiales, ¿podrías bordar una copia de esto, con hilos de colores, sobre un pequeño cuadro de tela? No es necesario que lo bordes tan primorosamente como solías hacerlo. Sólo café para el águila, verde para el nopali y tal vez rojo y amarillo para los listones». «Creo que sí podré hacerlo. ¿Pero para qué?». «Si haces suficientes copias podría venderlas en el mercado, a los hombres y mujeres blancos. Parece que les gustan las curiosidades y pagarían con monedas». Ella dijo: «Haré uno y mientras tú me observas, para que me puedas corregir donde me vaya mal. Cuando lo haya hecho bien y pueda sentirlo con las puntas de mis dedos, podría usarlo como patrón para hacer muchos más».

Y así lo hizo y muy bien además. Yo solicité un lugar en el mercado, se me dio un pequeño espacio en donde extendí mi manta y sobre ella acomodé las réplicas del antiguo emblema de los mexica. Ninguna autoridad vino a molestarme y a decirme que quitara mis cosas, en lugar de eso, mucha gente vino a comprar. La mayoría eran españoles, pero hasta algunos de mi raza me ofrecieron tal o cual cosa a cambio, porque habían pensado que nunca volverían a ver otra vez eso, que era lo único que quedaba de lo que éramos y de lo que fuimos.

Desde el principio muchos españoles se quejaron del diseño: «Esa serpiente que se está comiendo el águila, no se ve muy real». Traté de explicarles que no se trataba de una serpiente, ni que el águila se lo estuviera comiendo. Pero no parecían entender lo que era, o sea palabras-pintadas y que los listones intercalados significaban fuego y humo, y por lo tanto también significaban guerra. Y guerra, les explicaba, constituía una gran parte de la historia mexica, lugar que jamás habían ocupado los reptiles. Pero sólo me decían: «Quedaría mejor con una serpiente».

Si eso era lo que querían eso sería lo que tendrían. Hice un dibujo corregido y ayudé a Luna que Espera a hacer un bordado nuevo de ese dibujo, que después utilizó como molde. Cuando los otros vendedores del mercado, inevitablemente, copiaron ese emblema, lo copiaron con todo y serpiente, pero ninguna de las imitaciones estaba tan bien hecha como las de Beu, así es que mi negocio no sufrió mucho por ello. Al contrario, me divertía ver la calidad de las copias, comprobar que había iniciado una industria completamente nueva y saber que ésa era mi última contribución al Único Mundo. Había sido muchas cosas durante mi vida, aun siendo el Señor Mixtli, un hombre de estatura, riqueza y respetado. Entonces me hubiera reído si alguien me hubiera dicho: «Terminarás tus días y tus caminos como un vendedor ambulante, vendiéndolas a extranjeros altivos, pequeñas telas con copias del emblema mexica y hasta una imitación de éste». Me hubiera reído, así es que reía mientras me sentaba en la plaza del mercado, día tras día, y aquellos que se detenían a comprar me consideraban un anciano simpático y alegre.

Pero tal como resultaron las cosas, no terminé ahí del todo, porque llegó el tiempo en que la vista de Beu se acabó completamente, también sus dedos se acabaron y ya no pudo bordar, así que tuve que cerrar mi pequeña aventura en el comercio. Desde entonces, hemos vivido de los ahorros de las monedas que ganamos, aunque Luna que Espera con frecuencia y enojo ha expresado su deseo de que la muerte la libere de su oscura prisión, de su inmovilidad y su miseria. Después de un tiempo de inactividad, de no hacer nada más que existir, yo estaba casi deseando lo mismo para mí, pero fue entonces cuando los frailes de Su Ilustrísima me encontraron y me trajeron aquí, y me pidieron que les hablara de los tiempos ya idos y eso ha sido una diversión suficiente como para sostener mi interés por la vida. Mi empleo aquí ha significado para Beu una prisión más triste y solitaria, pero la ha soportado con tal de que yo tenga alguien que me espere en casa, en las noches en que he llegado a esa choza que ahora es mi hogar. Cuando finalmente vuelva otra vez para quedarme allí, tal vez arregle las cosas de modo que no sea una estancia demasiado larga ni para ella ni para mí. Ya no tenemos más trabajo que hacer, ni ninguna excusa para permanecer en este mundo de los vivos. Y debería mencionar que en lo último en que contribuimos para El Único Mundo, ya no me divierte ahora. Vayan a la plaza de Tlaltelolco hoy y verán el emblema mexica a la venta, aun con todo y serpiente, pero lo que es peor, lo que no me divierte es que ahora también, ustedes escucharán a los narradores de cuentos profesionales, enroscando a esa serpiente entre nuestras leyendas más veneradas. «Escuchen y sepan. Cuando nuestra gente llegó por primera vez a este lugar, en la región del lago, aún éramos los azteca y nuestro dios Huitzilopochtli le indicó a nuestros sacerdotes buscar un lugar en donde se encontrara un nopali y sobre él un águila posada devorando a una serpiente…».

Bien, Su Ilustrísima, creo que con lo contado es suficiente. Yo no puedo cambiar sus pequeñas falsedades patéticas, ni tampoco la realidad todavía más patética. Pero la historia que les he contado es la historia que he vivido, en la que he tomado parte y todo lo que he dicho es verdad. Beso la tierra, lo que quiere decir: lo juro.

Ahora, pudiera ser que en el transcurso de mi narración haya dejado unos pequeños huecos aquí o allá, y que Su Ilustrísima quisiera llenarlos, o puede haber preguntas que a Su Ilustrísima le interesara hacer, o más detalles que a Su Ilustrísima le gustaría saber sobre uno u otro tema. Pero le suplico que pospongan eso por un tiempo y que me permita un descanso en este empleo. Ahora, le pido a Su Ilustrísima permiso para irme y dejar a los reverendos escribanos y este cuarto que una vez fue de la Casa de Canto. No es porque esté cansado de hablar o porque haya dicho todo lo que había que decir, o porque crea que estén cansados de escucharme hablar. Le pido permiso para irme, porque anoche cuando llegué a mi choza y me senté junto al catre de mi esposa, sucedió algo increíble. ¡Luna que Espera me dijo que me amaba! Ella me dijo que me quería, que siempre lo había hecho y que aún me amaba. Como Beu jamás ha dicho tal cosa en toda su vida, creo que tal vez se está acercando al fin de su larga agonía y que debo estar con ella cuando llegue. Por muy desunidos que hayamos estado, ahora sólo nos tenemos a nosotros… Anoche, Beu me dijo que me amó desde el momento en que nos conocimos, hace mucho, en Tecuantépec, en los días de nuestra dorada juventud. Pero que me había perdido la primera vez y me perdió para siempre, me dijo, cuando decidí ir a buscar el colorante púrpura, cuando ella y su hermana Zyanya escogieron las pajillas para ver cuál de las dos me acompañaría. Fue entonces, me dijo, cuando me perdió, pero nunca dejó de quererme y nunca encontró a otro hombre que pudiera amar. Cuando anoche hizo esa sorprendente revelación, un mal pensamiento cruzó por mi mente. Pensé: «Si hubieras sido tú, Beu, quien hubiera ido conmigo, quien se hubiera casado conmigo después, entonces hubiera sido Zyanya quien ahora estaría conmigo». Pero ese pensamiento fue borrado por otro: «¿Hubiera deseado que Zyanya sufriera como has sufrido tú, Beu?». Y me compadecí de esos pobres restos que yacían allí, diciéndome que me amaba y me lo decía tan triste que traté que la situación fuera un poco más ligera, así es que le comenté que ella siempre había escogido una forma muy extraña de manifestarme su cariño y le conté cómo la había visto entretenida con el arte de la magia, haciendo una imagen mía de lodo como lo hacen las brujas cuando quieren hacerle daño a algún hombre. Beu dijo, y parecía más triste todavía, que la había hecho sin intención de dañarme, que había esperado durante mucho tiempo y en vano a que compartiéramos el mismo lecho; que había hecho esa imagen para dormir con ella y así encantarme para que llegara a amarla. Entonces me senté junto a su catre, silencioso, y reflexioné sobre muchas cosas pasadas y me di cuenta de lo poco observador y distraído que había sido, durante los años que Beu y yo llevábamos compartiendo; he sido más ciego y más inválido de lo que está Beu en este momento, en su total ceguera. No es la mujer quien debe decir al hombre que lo ama y Beu siempre había respetado esa inhibición tradicional; jamás lo dijo y escondió sus sentimientos bajo una actitud impertinente, que yo obstinadamente había considerado burlona y con gazmoñería. Sólo unas pocas veces había hecho a un lado su restricción de gran señora; recuerdo una ocasión en que me dijo anhelante: «Siempre me he preguntado por qué se me habrá llamado Luna que Espera», y ni siquiera en esos momentos pude reconocer lo que pasaba por ella o me rehusé a ello, cuando todo lo que hubiera tenido que hacer era haberla tomado en mis brazos… Es cierto, yo amaba a Zyanya y hubiera seguido amándola y siempre lo seguiré haciendo, pero eso no hubiera disminuido aunque hubiera amado también a Beu. ¡Ayya, los años que he desperdiciado! De los que yo mismo me he privado, pues no puedo culpar a nadie más. Y lo que más lacera mi corazón es la forma tan desagradable en que también privé de esos años a Luna que Espera, quien había esperado durante tanto tiempo, hasta ahora que ya es demasiado tarde para salvar todavía un último momento de todos esos años perdidos. Si pudiera se los repondría de alguna forma, pero no puedo. Anoche la hubiera tomado entre mis brazos, yacido junto a ella y hubiera hecho el acto del amor. Quizás yo lo hubiera podido hacer, pero lo que queda de Beu no puede ya hacerlo. Así que hice la única cosa posible, que fue hablar y lo hice honestamente diciendo: «Beu, mi querida esposa, yo también te amo». Ella no pudo contestar, porque se le salieron las lágrimas y ahogaron la poca voz que le quedaba, pero puso su mano sobre la mía. La apreté tiernamente y permanecí allí sentado sosteniéndosela y hubiera entrelazado mis dedos con los suyos, pero no pude ni siquiera hacer eso, pues ya no tiene dedos. Como ya habrán adivinado, mis señores, la causa de su larga agonía ha sido El Ser Comido Por Los Dioses y como ya les he descrito los efectos de esa enfermedad, preferiría no decirles lo que no se han comido los dioses de esa mujer, que en un tiempo fue tan bella como Zyanya. Sólo me senté a su lado y así permanecimos en silencio. No sé qué estaría pensando ella, pero yo recordaba los años que habíamos vivido juntos, sin estar juntos nunca y todo lo que había desperdiciado en esos años; nos habíamos desperdiciado el uno al otro y habíamos desperdiciado el amor, que es el desperdicio más imperdonable de todo. Amor y tiempo son las únicas dos cosas en el mundo que no se pueden comprar, sólo gastar. Anoche, Beu y yo por fin nos declaramos nuestro amor… pero tan tarde, demasiado tarde. Ya el tiempo pasó y ya no se puede recuperar. Por eso me senté y recordé todos esos años perdidos… y recordé también otros años, otros años más lejanos… recordé aquella noche cuando mi padre me cargó sobre sus hombros y cruzamos la isla de Xaltocan, bajo los «más viejos de los viejos árboles», los cipreses y cómo pasaba entre las sombras y luces veteadas de la luna. Entonces no lo podía saber, pero estaba pasando por lo que sería mi vida más tarde: luz y sombra, alternativamente, días brillantes y noches oscuras, buenos tiempos y tiempos malos. Y desde entonces he soportado mi carga de penas y angustias, tal vez más de lo que me toca, pero mi descuido imperdonable hacia Beu Ribé es la prueba suficiente de que yo también he causado sufrimientos y angustias a otros. Aun así, es inútil arrepentirse o quejarse del tonali de uno, pero si pusiera mi vida en una balanza resultaría que ésta ha sido más buena que mala. Los dioses me favorecieron con buena fortuna y con haber hecho cosas de valor. Si tuviera que lamentar cualquier aspecto de mi vida, sería el hecho de que los dioses me negaron la última buena fortuna: o sea el morir después de haber realizado esas obras de valor. Eso hubiera sido hace mucho tiempo, pero aún estoy vivo. Por supuesto que si así lo deseo, podría creer que los dioses han tenido sus razones para ello. Por lo menos puedo recordar aquella noche distante, cuando soñé borracho y puedo creer que los dos dioses me dieron sus razones. Me dijeron que mi tonali no era el ser feliz o desdichado, rico o pobre, productivo u ocioso, con buen temperamento o malhumorado, inteligente o estúpido, alegre o desolado, aunque he sido todo eso en uno u otro tiempo. De acuerdo con los dioses, mi tonali sólo era aceptar cada desafío y cada oportunidad que la vida me pusiera adelante para vivir mi vida tan plenamente como lo puede hacer un hombre. Y haciendo eso, he participado en muchos sucesos, grandes y pequeños, históricos y particulares. Pero los dioses dijeron, si es que eran dioses y si es que hablaron de verdad, que mi verdadera función en todos esos sucesos era sólo recordarlos y hablar de ellos a los que vinieran a buscarme, para que así esos sucesos no fueran nunca olvidados. Bien, ahora ya he hecho eso. Excepto por algunos detalles que Su Ilustrísima quiera que añada, no puedo pensar en alguna otra cosa que narrar. Como les previne desde el principio, sólo puedo contarles la historia de mi vida y toda ella es ahora pasado y si hay algún futuro no puedo verlo y pienso que no me gustaría tampoco. Recuerdo las palabras que oí muchas veces, durante mi viaje en busca del Aztlan, las palabras que Motecuzoma repitió una noche cuando estábamos en la cumbre de la pirámide de Teotihuacan a la luz de la luna, repitiéndolas como si fueran un epitafio: «Los azteca estuvieron aquí, nada traían cuando llegaron, nada dejaron cuando se fueron». Los azteca, los mexica, como quieran ustedes llamarnos, nos estamos yendo ahora, seremos dispersados y absorbidos, y pronto, muy pronto, desapareceremos y quedará muy poco por lo que seamos recordados. Todas las otras naciones también, invadidas por sus soldados que llevan nuevas leyes, por sus señores propietarios exigiendo esclavos para laborar, por sus misioneros llevando nuevos dioses, esas naciones también desaparecerán o cambiarán tanto que no se las podrá reconocer y caerán hasta quedar decrépitas. Cortés se encuentra en estos momentos llevando a sus colonizadores a lo largo de las tierras del océano del sur. Alvarado está peleando por conquistar las tribus de las selvas de Quautemalan. Montejo pelea para vencer a los maya, los más civilizados en Uluümil Kutz. Guzmán está luchando para vencer a los desafiantes purémpecha de Michihuacan. Cuando menos todos esos pueblos, al igual que nosotros los mexica, tendrán el consuelo de que pelearon hasta el último momento. Compadezco a esas otras naciones, aun a nuestros antiguos enemigos los texcalteca, que ahora se lamentan amargamente por haberles ayudado a ustedes, los hombres blancos, empujándolos a tomar El Único Mundo. Dije hace unos momentos que no podía ver el futuro, pero de cierta manera sí lo he hecho. He visto a Martín, el hijo de Malintzin, y a la creciente cantidad de niños y niñas que nacen, con un color de chocólatl aguado y baja calidad. Eso puede ser el futuro; no toda nuestra gente de El Único Mundo va a quedar exterminada, pero decaerán en una raza diluida, insípida en su debilidad, uniforme e inútil. Puede ser que esté equivocado, es más, me queda la esperanza de equivocarme, pero lo dudo. Debe de haber algunos pueblos en estas tierras, tan remotos o invencibles que puedan ser dejados en paz y que se multipliquen, y entonces… ¿aquin ixnentla? ¡Ayyo, casi hasta me gustaría vivir para ver qué pasará! Mis ancestros no se sintieron avergonzados cuando los llamaron Gente de la Mala Hierba, pues aunque la mala hierba sea fea e indeseable, crece fuerte y fiera y es casi imposible de erradicar. No fue cortada sino hasta que la civilización de la Gente de la Mala Hierba creció y floreció, pues las flores son bellas, fragantes y deseables, pero perecen. Quizás en alguna otra parte de El Único Mundo existe o existirá otro pueblo como la Gente de la Mala Hierba y tal vez su tonali sea que crezcan y quizás sus hombres blancos no puedan abatirlos y tal vez alguna vez alcanzarán nuestra propia eminencia. Podría pasar eso y también que cuando ellos se pongan en camino, alguno de mis descendientes marchara con ellos. No tomo en cuenta las semillas que alguna vez pude haber dejado en las lejanas tierras del sur, pues la gente allí lleva mucho tiempo degenerada y nunca serán otra cosa, ni siquiera con mi posible infusión de sangre mexica entre ellos. Pero hacia el norte, bien, entre los muchos pueblos en que vagué está todavía el Aztlan. Y hace mucho tiempo que me di cuenta del significado de la invitación que me extendió aquel Orador Menor, quien también se llamaba Tliléctic-Mixtli. Él me dijo: «Debes venir otra vez al Aztlan, hermano, pues te vas a encontrar con una pequeña sorpresa», pero no fue sino hasta mucho después que me acordé que había dormido muchas noches con su hermana y sabía cuál era la sorpresa que me estaba esperando. Muchas veces me he preguntado: ¿niño o niña? Pero sé esto, que ya sea él o ella, no se quedará, temeroso o estúpido, en el Aztlan si sale otra migración de allí. Y le deseo todo éxito en el futuro a esa joven semilla. Pero estoy divagando otra vez y Su Ilustrísima se muestra impaciente. Entonces, si me da usted su permiso, Su Ilustrísima, me iré ahora. Me iré y me sentaré junto a Beu y seguiré diciéndole que la amo, pues quiero que ésas sean las últimas palabras que ella oiga cada noche antes de que se duerma y antes de que se duerma para siempre. Y cuando ella se duerma, yo me levantaré y saldré hacia la noche y caminaré por las calles vacías.