I H S

S. C. C. M.
Santificada, Cesárea, Católica Majestad,
el Emperador Don Carlos, nuestro Señor Rey:
Más Sublime y Augusta Majestad, desde esta Ciudad de México, capital de la Nueva España, en el día de San Ambrosio, en el año de Nuestro Señor Jesucristo de mil quinientos treinta, os saludo.
En nuestras últimas cartas, Señor, nosotros nos extendíamos sobre nuestras actividades como Protector de los Indios. Permitidnos detenernos aquí sobre nuestra principal función, la del Obispo de México, y sobre nuestra labor de propagar la Verdadera Fe entre estos indios. Como Vuestra Percipiente Majestad puede discernir en las siguientes páginas de la crónica de nuestro azteca, su gente siempre ha sido despreciablemente supersticiosa, viendo siempre malos agüeros y portentos, no solamente en donde hombres razonables pueden verlos —como en un eclipse de sol, por ejemplo—, sino también en cualquier simple coincidencia, en cualquier fenómeno común de la naturaleza. Esa tendencia hacia la superstición y la credulidad, ambas cosas, nos han ayudado, e impedido a la vez, a continuar con nuestra campaña de hacer que la adoración al demonio se troque en Cristianismo.
Los conquistadores españoles, en sus primeras matanzas en estas tierras, hicieron una admirable labor, destruyendo sus templos mayores, sus ídolos y poniendo en esos lugares la Cruz de Cristo y la imagen de la Virgen. Nosotros y nuestros hermanos de hábito, hemos continuado y mantenido esa destrucción y erigido en esos mismos sitios más iglesias Cristianas, en donde de otra manera se estuvieran adorando a todos los diablos y diablesas. Gracias a que los indios prefieran obstinadamente congregarse para hacer sus adoraciones en los viejos sitios en que acostumbraban a hacerlo, ahora han encontrado esos lugares libres de seres deseosos de sangre como sus Huichilobos y Tlaloques, y en lugar de ellos han encontrado a Jesús Crucificado y a su Bendita Madre.
Para citaros sólo alguno de los muchos ejemplos, el Obispo de Tlaxcala está construyendo una iglesia a Nuestra Señora, en lo alto de esa pirámide gigantesca de Cholula —que era como la arrogante Torre de Babel de Shinar— y en donde se rendía adoración a Quetzalcoátl, La Serpiente Emplumada. Aquí, en la capital de la Nueva España, nuestra casi totalmente construida iglesia-catedral de San Francisco, ha sido deliberadamente edificada (como casi lo pudo determinar el arquitecto García Bravo) en el sitio en donde una vez estuvo la Gran Pirámide de los aztecas. Nos, creemos que incluso se utilizaron algunas de las piedras con que estaba construido ese monumento de atrocidad ya demolido. En un punto de la tierra llamada Tepeyaca, al norte de aquí y al otro lado del lago, había un lugar en donde los indios adoraban a Tónantzin, una especie de Madre Diosa, y nos, hemos mandado construir allí un santuario a la Madre de Dios. A petición del Capitán General Cortés, le hemos dado el mismo nombre de Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, como el que está situado en el lugar de donde él proviene, la provincia de Extremadura en España.
Quizás a algunos les pueda parecer indecoroso que nos, construyamos nuestros Cristianos tabernáculos sobre las ruinas de esos templos paganos que todavía están manchados con sangre derramada en esos sacrificios sacrílegos. Sin embargo, nos, sólo emulamos a esos primeros evangelistas Cristianos, que levantaron sus altares en donde los romanos, griegos, sajones, etcétera, etcétera, habían estado adorando a Júpiteres, Panes y a Eostras, etcétera… para que esos demonios fueran echados fuera por la divina presencia de Cristo Crucificado, y esos lugares que una vez fueron sitios de abominación e idolatría, han llegado a ser lugares santificados, en donde el pueblo puede ser inducido, de una manera más rápida, por los ministros del Verdadero Dios, a adorarlo conforme a su Alta Divinidad.
En eso, Señor, las supersticiones de los indios nos han ayudado mucho. Sin embargo, en otras cosas que hemos emprendido, no; porque además de estar muy ceñidos a ellas, son tan hipócritas como los fariseos. Muchos de nuestros aparentes conversos, incluso aquellos que dicen ser devotos creyentes de la Fe Cristiana, todavía viven con un temor supersticioso hacia sus viejos demonios. Ellos piensan que son muy prudentes al conservar cierta reverencia hacia Huichilobos y toda la demás horda; así, ellos lo explican con toda solemnidad, pueden evitar toda posibilidad de que esos demonios celosos tomen venganza por haber sido suplantados.
Ya os hemos mencionado acerca de nuestro éxito, durante nuestro primer año o algo así, en esta Nueva España, al encontrar y destruir miles de ídolos que los conquistadores habían visto. Cuando al fin, ya no estaba a la vista ninguno de ellos y cuando los indios juraron antes nuestros Inquisidores que ya no había ni uno en lugares escondidos, nos, no obstante, sospechamos que los indios todavía seguían venerando a esas viejas deidades prohibidas, en privado. Así es que, nos, predicamos más estrictamente e hicimos que nuestros sacerdotes y misioneros hicieran lo mismo, ordenando que ningún ídolo, ni siquiera el más pequeño, ni siquiera un amuleto ornamental, debería existir. Y así, confirmando nuestras sospechas, los indios empezaron a traer otra vez, humildemente, a nos, y a otros sacerdotes, gran número de figuras de barro y cerámica y ante nuestra presencia renunciaron a ellas y las rompieron en pedazos.
Nosotros, nos sentimos muy satisfechos de haber vuelto a descubrir y destruir, otra vez, tantos objetos sacrílegos… hasta que, después de algún tiempo, nos dimos cuenta de que los indios sólo buscaban apaciguarnos y mofarse de nos. Esto no tiene la menor importancia, ya que en ese caso, lo mismo nos hubiera ofendido su impostura. Parece que nuestros severos sermones, provocaron una verdadera industria entre los artesanos indígenas, ya que apresuradamente fabricaron esas figuras, sólo con el único propósito de que fueran mostradas y rotas delante de nos, en una aparente sumisión ante nuestras amonestaciones.
Al mismo tiempo, para nuestra mayor pena y afrentamiento, nos, supimos que numerosos ídolos verdaderos, o sea las antiguas estatuas no las falsas, habían sido escondidas a los ojos de nuestros frailes. ¿Y dónde supondríais vos, Señor, que las escondieron? Ellos las escondieron en los cimientos de nuestros santuarios, de nuestras capillas y de otros monumentos Cristianos, ¡que fueron construidos por trabajadores indios! Esos hipócritas salvajes, escondieron sus impías imágenes en esos lugares santos, creyendo que nunca se descubrirían. Y peor todavía, creían que podrían adorar allí a esas monstruosidades escondidas, mientras aparentaban rendir homenaje a la cruz, o a la Virgen o a cualquier santo que estuviera visiblemente representado allí.
Nuestra repulsión hacia esas revelaciones horribles, solamente se vio un poco mitigada por haber tenido la satisfacción de decirles a todas nuestras congregaciones —y del placer de ver cómo se sentían avasallados cuando se los dije— que el Demonio y otros Adversarios del Verdadero Dios, sufrían una angustia indescriptible con la proximidad de la cruz Cristiana y de otros objetos santos de la Fe. Desde entonces, y sin ninguna incitación, esos indios albañiles, que habían ayudado a esconderlos, resignadamente revelaron dónde estaban los ídolos, y muchos de ellos, no los hubiéramos podido encontrar sin su ayuda.
Temiendo tantas evidencias de que tan sólo unos pocos indios han despertado totalmente del sueño de su error —a pesar de todos nuestros esfuerzos y de los esfuerzos de otros—, nos, tememos que sólo pueden ser despertados con una sacudida, como lo fue Saulo en las afueras de Damasco. O quizás ellos se puedan inclinar más suavemente a tomar el salvado ómnibus por medio de un milagro como aquel que hace mucho tiempo nos dio a la Santa Patrona de Vuestra Majestad y principal Patrona de Cataluña en el reino de Aragón: el descubrimiento milagroso de la imagen negra de la Virgen de Montserrat, a no más de cien leguas de donde nosotros nacimos. Sin embargo, no podemos rezar para que la Virgen Bendita nos conceda otro milagro, o incluso la repetición de uno en que Ella se manifieste a sí misma.
Queremos dar las gracias a Vuestra Generosa Majestad por vuestro regalo, que ha sido traído por la última carabela: los muchos injertos de rosas que nos habéis mandado de vuestro Real Invernadero para suplir aquellas que nos trajimos en un principio. Los injertos serán concienzudamente distribuidos entre los jardines de todas nuestras propiedades eclesiásticas. Quizás interese saber a Vuestra Majestad que nunca antes crecieron rosas en estas tierras, y que las que nos plantamos, han florecido tan exuberantemente como nunca antes nos lo hemos visto, ni siquiera en los jardines de Castilla. El clima aquí es tan saludable como el de una eterna primavera, y por eso las rosas florecen abundantemente durante todo el año, incluso en este mes (que es diciembre cuando nos os escribimos) que de acuerdo a nuestro calendario es mitad del invierno. Y nos, nos consideramos muy afortunados en tener a un jardinero altamente capaz, en la persona de nuestro fiel Juan Diego.
A pesar de su nombre, Señor, él es un indio como lo son todos nuestros domésticos y como todos nuestros domésticos, es un Cristiano de una piedad y una convicción intachable (no como esos de los que hemos hablado en párrafos anteriores). Ese nombre bautismal le fue dado algunos años atrás por el capellán que acompañaba a los conquistadores, el Padre Bartolomeo Olmedo. El Padre Bartolomeo tenía una forma muy práctica de bautizar a los indios; no lo hacía individualmente sino que los juntaba a todos en grandes multitudes, para que así fueran muchos los que recibieran la gracia de este sacramento lo más pronto posible. Y naturalmente, por conveniencia, él daba a cada indio, aunque fueran cientos de ellos, de ambos sexos, el nombre del santo que correspondía a ese día en particular. Habiendo una multitud de San Juanes en el calendario de la Iglesia, ahora parece, para nuestra confusión y aún molestia, que en la Nueva España, de cada dos indios Cristianos, uno se llama Juan o Juana.
Quitando eso, nosotros estamos muy complacidos con nuestro Juan Diego. Él camina entre las flores, con un carácter servicial y humilde, y con sincera devoción por el Cristianismo y por nosotros.
Que Vuestra Real Majestad, a quien nos servimos, sea bendecida con la continua benignidad de Nuestro Dios a Quien ambos servimos, es la oración incesante de Vuestro S. C. C. M., respetuoso vicario y legado,
(ecce signum) ZUMÁRRAGA