ULTIMA PARS

Como ya les había dicho, reverendos escribanos, el nombre de nuestro mes once Ochpaniztli, quería decir el «Barrido de las calles». Ese año, el nombre tomó una importancia nueva y siniestra; fue a final del mes, la temporada de lluvias estaba ya terminando, cuando Cortés inició la marcha tierra adentro conforme los había amenazado. Dejó sus remeros y algunos de sus soldados para vigilar la población de la Villa Rica de la Vera Cruz y se dirigió hacia el oeste, camino a las montañas en compañía de cuatrocientos hombres blancos y unos mil trescientos guerreros totonaca, todos ellos armados y vistiendo sus trajes de guerra. Había otros mil hombres totonaca que servían como tamemime para cargar las armas de reserva, así como los cañones desarmados y sus pesados proyectiles, provisiones de viaje y demás. Entre los cargadores se encontraban algunos espías de Motecuzoma que fielmente se comunicaban con otros quimíchime apostados a lo largo de la ruta, y de esta manera nos mantenían informados a todos nosotros en Tenochtitlan sobre las personas que formaban el grupo de Cortés y su avance.

Cortés dirigía la marcha, según nos dijeron, llevando su armadura de metal brillante y montando el caballo que burlona pero afectuosamente llamaba La Mula. Su otra posesión femenina, Malintzin, portaba su estandarte y caminaba orgullosamente junto al estribo de su cabalgadura. Sólo unos cuantos de los otros oficiales llevaban a sus mujeres, porque hasta los soldados de más bajo rango esperaban que les dieran otras o conseguirlas ellos por el camino. Pero según nos informaron los quimíchime, sus perros y caballos se encabritaron, se mostraron tercos y les causaron problemas al llegar a las montañas. También, en esas alturas, Tláloc había prolongado su estación lluviosa; la lluvia era fría, el viento soplaba mezclado frecuentemente con aguanieve. Los viajeros caminaban empapados y ateridos, sus armaduras caían pesadamente húmedas, agobiándolos y difícilmente pudieron disfrutar de ese viaje.

«¡Ayyo! —dijo Motecuzoma muy complacido—. Vaya, ya se darán cuenta de que el interior del país no es tan hospitalario como las Tierras Calientes. Ahora les enviaré a mis hechiceros para hacerles la vida más pesada». Cuitláhuac dijo ceñudo: «Mejor deja que lleve a los guerreros, para hacerles la vida todavía más imposible». Pero Motecuzoma siguió diciendo: «No. Prefiero pretender una ilusión de amabilidad, mientras sirva a nuestros propósitos. Deja que los hechiceros maldigan y aflijan esa tropa hasta que por sí mismos desistan sin saber que fue cosa nuestra. Deja que informen a su Rey que la tierra es insana e impenetrable, para que no le den un informe malo de nosotros».

Los hechiceros, acatando apresuradamente sus órdenes, se fueron hacia el este, disfrazados como viajeros comunes. Ahora bien, los hechiceros pueden ser capaces de hacer muchas cosas extrañas y maravillosas más allá del poder de la gente ordinaria, pero los impedimentos que pusieron en el camino de Cortés fueron tan ineficaces que daban lástima. Primero, adelante del camino por el que iban a pasar, extendieron unos hilos delgados entre los árboles, de los cuales colgaron unos papeles azules con signos misteriosos. Aunque esas barreras se suponía que debían ser impenetrables para cualquiera excepto para los hechiceros, La Mula, que iba al frente de la caravana, sin ningún cuidado las rompió y pasó entre ellas, y tal vez ni Cortés ni nadie se fijó en esas cosas. Los hechiceros le mandaron decir a Motecuzoma, no que habían fallado, sino que los caballos poseían cierto hechizo que había vencido esa estrategia en particular.

Lo que hicieron después de eso fue reunirse secretamente con los quimíchime, quienes viajaban en la caravana sin levantar sospechas, y tomaron medidas para que los espías mezclaran savia de ceiba y frutas de tónáltin en las raciones de los hombres blancos. Cuando alguien toma la savia del árbol de la ceiba, llega a tener un hambre tal, que come vorazmente de todo lo que tenga a su alcance, hasta que, en unos cuantos días solamente, engorda a tal punto que no puede moverse. Al menos, eso nos dicen los hechiceros; yo nunca he presenciado ese fenómeno. Pero ya se ha comprobado que el fruto del tonal sí hace daño, aunque de un modo menos espectacular. El tonal es lo que ustedes llaman la «pera espumosa» y es el fruto del nopali, y los primeros españoles no sabían cómo pelarlo con cuidado antes de comérselo. Con eso los hechiceros esperaban que los hombres blancos se sintieran intolerablemente atormentados por tener esas espinitas invisibles clavadas, y muy difíciles de quitar, en sus dedos, labios y lengua. El tonal también tiene otro efecto. La persona que come su pulpa roja, su orina se torna de color todavía más rojo, y aquel que no sepa esto pensará que está orinando sangre y se sentirá aterrorizado en la certeza de que está mortalmente enfermo.

Si la savia de la ceiba engordó a los hombres blancos, ninguno de ellos llegó a estarlo tanto como para quedar inmóvil; si los hombres blancos maldijeron las espinas del tónáltin, o vieron con preocupación su orina roja, eso tampoco los detuvo. Tal vez sus barbas les daban cierta protección contra las espinas, y hasta que yo sepa, siempre orinaban de un color rojo. Pero es casi seguro que la mujer Malintzin, sabiendo lo fácil que sería envenenar a sus nuevos compañeros, prestaba mucha atención a lo que comían, y les enseñó cómo comer tónáltin, y les dijo qué efecto esperar después. De todos modos, los hombres blancos siguieron inexorablemente su camino hacia el este.

Cuando los espías de Motecuzoma llevaron las noticias de los fracasos de sus hechiceros, portaban una noticia aún más alarmante. Cortés y su grupo estaban pasando por las tierras de muchas tribus pequeñas que habitaban en esas montañas, tribus como los tepeyahuaca, los xica y otras que nunca habían pagado los tributos de buena gana a nuestra Triple Alianza. En cada pueblo, los soldados totonaca gritaban: «¡Venid! ¡Uníos a nosotros! ¡Uníos a Cortés! ¡Nos lleva a liberarnos del detestable Motecuzoma!». Y aquellas tribus contribuyeron voluntariamente con muchos guerreros. Así que, a pesar de que varios de los hombres blancos eran llevados en camillas, por haberse herido al caer de sus caballos encabritados, y aunque muchos de esa tierra baja, totonaca, se cayeron en las orillas del camino por haberse puesto enfermos con él aire tan delgado de aquellas alturas, el grupo de Cortés en lugar de disminuir, aumentaba en fuerzas.

«¡Oíste, Venerado Hermano! —le reclamó violento Cuitláhuac a Motecuzoma—. ¡Estas criaturas, hasta se han atrevido a presumir de que vienen a enfrentarse personalmente contigo! Tenemos toda clase de excusas para caer sobre ellos y debemos hacerlo ahora. Como lo ha dicho el Señor Mixtli, están casi completamente indefensos en esas montañas. No tenemos por qué temerles a sus animales o a sus armas. Ya no puedes seguir diciendo ¡esperen!». «Digo esperen —dijo Motecuzoma imperturbable—, y tengo buena razón para decirlo. El esperar salvará muchas vidas». Cuitláhuac literalmente aulló: «Entonces dime: ¿cuándo se ha visto en toda la historia que se pueda salvar una sola vida humana?». Motecuzoma disgustado contestó: «Está bien, entonces hablo de no terminar innecesariamente con la vida de un guerrero mexica. Quiero que sepas esto, hermano. Esos extranjeros en estos momentos se acercan a la frontera oriental de Texcala, la nación que durante tanto tiempo ha resistido los asaltos feroces, aun de nosotros los mexica. Esa nación no estará dispuesta a recibir otro enemigo de diferente color, que le llega de otra dirección. Deja que los texcalteca peleen con los invasores y nosotros los mexica obtendremos ganancia por lo menos en dos aspectos. Los hombres blancos y sus totonaca seguramente serán vencidos, pero también espero que los texcalteca sufran bastantes pérdidas, lo suficientemente grandes como para que nosotros podamos atacarlos inmediatamente después y, por fin, vencerlos totalmente. Si durante esa batalla llegamos a encontrar algún hombre blanco todavía vivo, lo ayudaremos y le daremos albergue. Así aparecerá que hemos peleado con el fin de rescatarlos solamente y nos ganaremos su gratitud y la de su Rey Carlos. ¿Quién nos puede decir qué beneficios nos resultarán de eso en el futuro? Por lo tanto seguiremos esperando».

Si Motecuzoma hubiera compartido con Xicotenca, el gobernante de Texcala, lo que había sabido de las capacidades y limitaciones guerreras del hombre blanco, sabiamente los texalteca hubieran atacado a los hombres blancos en algún lugar de aquellas montañas empinadas que tanto abundan en su nación. En lugar de eso, el hijo de Xicotenca, que también era jefe de guerreros y que se llamaba Xicotenca el Joven, escogió defenderse sobre uno de los pocos terrenos planos y extensos de su tierra. Acomodó a sus tropas a la manera tradicional en preparación para una batalla normal, una en la que ambos oponentes equilibraban sus fuerzas, intercambiaban las formalidades tradicionales y luego empezaban la lucha cuerpo a cuerpo, para probar quién era el más fuerte. Xicotenca pudo haber escuchado rumores de que el enemigo nuevo poseía más que una fuerza humana, pero no tenía modo de saber que a ese nuevo enemigo no le importaba en absoluto las tradiciones de nuestro mundo y las reglas guerreras establecidas por nosotros.

Según supimos más tarde en Tenochtitlan, Cortés salió de un bosque, a orillas de esa tierra plana, al frente de sus cuatrocientos cincuenta soldados blancos seguidos por cerca de tres mil guerreros totonaca y demás tribus, para encontrarse del otro lado con una pared sólida de texcalteca, por lo menos diez mil; algunos informes dijeron que eran aproximadamente treinta mil. Aun si Cortés se encontraba enfermo, como se afirmaba, hubiera reconocido lo formidable de su adversario. Éstos vestían su armadura acojinada, quilted, de colores amarillo y blanco. Portaban muchas banderas de pluma, trabajadas con el águila dorada de alas extendidas de Texcala y la garza blanca símbolo de Xicotenca. Amenazantes tocaban sus tambores de guerra y las flautas guerreras de sonido silbante y agudo. Sus lanzas y maquáhuime lanzaban destellos brillantes en la obsidiana limpia y negra que estaba sedienta de sangre.

En ese momento, Cortés seguramente deseó tener mejores aliados que los totonaca, con sus armas rústicas hechas de pez espada y huesos puntiagudos, y con sus pesados escudos que no eran más que conchas de tortuga. Pero si Cortés estaba preocupado, tuvo suficiente calma como para mantener su arma más extraña escondida. Los texcalteca sólo lo vieron a él y aquellas de sus tropas que iban a pie. Todos los caballos, incluyendo el suyo, aún estaban en el bosque, y bajo órdenes suyas permanecieron allí, fuera de la vista y alcance de los defensores de Texcala.

Según lo demandaba la tradición, varios Señores texcalteca salieron al frente de sus filas y cruzando el terreno verde entre los dos ejércitos presentaron las armas simbólicamente, los mantos y escudos de pluma, para declarar la guerra. Cortés deliberadamente prolongó esa ceremonia preguntando el significado de ella. Debo decir que para entonces rara vez se utilizaba a Aguilar como intérprete; la mujer Malintzin había hecho un esfuerzo por aprender el español, y había progresado rápidamente; porque después de todo, la cama es el mejor lugar para aprender cualquier idioma. Así que, después de reconocer la declaración texcalteca, Cortés hizo la suya, desenvolviendo un pergamino y leyendo, mientras Malintzin traducía a los señores que esperaban. Puedo repetirlo de memoria, porque hacía la misma proclamación a la entrada de cada aldea, pueblo, ciudad y nación que se cerraba ante su llegada. Primero demandaba que se le dejara entrar sin resistencia, y luego decía: «Pero si no obedecéis, entonces, con la ayuda de Dios, entraré a la fuerza. Haré la guerra contra vosotros con la mayor violencia, os ataré al yugo de la obediencia de nuestra Santa Iglesia y de nuestro Rey Don Carlos. Tomaré vuestras esposas e hijos, y los haré esclavos, o los venderé, según el gusto de Su Majestad. Me apoderaré de vuestras pertenencias y haré caer todo el peso de mi fuerza, dándoos el tratamiento de súbditos rebeldes que se niegan maliciosamente a someterse a las leyes de sus soberanos. Por lo tanto vosotros seréis los culpables de todo el derramamiento de sangre y calamidades que surjan a consecuencia de esto, y no culpa de Su Majestad, mía o de los caballeros que sirven bajo mi mando». Es de imaginarse que a los Señores texcalteca no les gustó mucho oírse llamar súbditos de un extranjero, o que se les dijera que estaban desobedeciendo a alguien al defender su propia frontera. Lo único que esas palabras orgullosas lograron fue aumentar el deseo de los texcalteca de entrar en una sangrienta batalla, y contra más sangrienta, mejor. Por lo tanto no contestaron, sino que se dieron la media vuelta y con paso largo atravesaron la gran distancia donde se encontraban sus guerreros gritando más y más fuerte y tocando sus flautas con más agudeza y sus tambores con más fuerza.

Ese intercambio de formalidades había dado a los hombres de Cortés bastante tiempo para armar y acomodar sus diez cañones de gran boca y cuatro más pequeños y para cargarlos no con esas bolas con fuerza demoledora, sino con pedazos de metal cortado, vidrio roto, grava áspera y demás. Los arcabuces estaban sobre sus soportes listos para ser disparados y las ballestas también estaban en posición. Cortés rápidamente dio órdenes y Malintzin se las repitió a los guerreros aliados, y después se apresuró a ponerse a salvo, retrocediendo por donde habían llegado. Cortés y sus hombres estaban parados o hincados mientras que otros permanecieron en el bosque montados en sus caballos. Todos esperaron pacientemente mientras ese gran muro amarillo y blanco de pronto se lanzó hacia adelante y una lluvia de flechas surgió de él y cruzó y el muro se rompió convirtiéndose en miles de guerreros, pegando sus escudos, aullando como jaguares, gritando como águilas.

Ni Cortés ni ninguno de sus hombres se movió para salir al encuentro como era tradicional hacerlo. Él solamente gritó: «¡Por Santiago!», y el rugir de los cañones hizo que los gritos y ruidos guerreros de los texcalteca sonaran como el crujir de la madera en una tormenta. Todos los guerreros que se encontraban en las primeras filas atacantes quedaron convertidos en pedacitos de hueso, trozos de carne y bañados en sangre. Los hombres que iban en las siguientes filas simplemente caían, pero lo hacían muertos y sin ninguna razón aparente, ya que las balas de los arcabuces y las pequeñas flechas de las ballestas desaparecían dentro de sus armaduras acojinadas. Y luego se escuchó un trueno diferente, cuando los jinetes salieron a toda velocidad del bosque, con los sabuesos corriendo con ellos. Los soldados blancos montaban con sus lanzas apuntadas y destrozaban al enemigo como quien junta una hilera de chiles en un hilo, y cuando sus lanzas ya no podían juntar más cadáveres, los jinetes las tiraban y sacaban sus espadas de acero y encima de sus caballos las movían de tal modo que por el aire volaban manos, brazos y hasta cabezas cercenadas. Y los perros se lanzaron mordiendo, rompiendo y desgarrando, y la armadura de algodón no era ninguna protección en contra de sus colmillos. Los texcalteca estaban comprensiblemente sorprendidos. Aterrorizados y descorazonados ante ese choque, perdieron sus ímpetus y toda su voluntad de triunfo; se arremolinaban y dispersaban, y manejaban sus armas inferiores desesperadamente, pero con poco efecto. Varias veces sus campeones y quáchictin los volvían a reunir y a animar para guiarlos en nuevos ataques. Pero cada vez que hacían eso, los cañones, arcabuces y ballestas ya estaban listos y soltaban sus terribles proyectiles una y otra vez contra las filas de los texcalteca, causando un daño incalculable.

Bueno, no es necesario que relate cada detalle de esa batalla tan desigual; lo que pasó ese día es bien conocido. De cualquier manera, sólo puedo describir lo que más tarde dijeron los supervivientes de ese día, si bien más tarde yo mismo presencié matanzas similares. Los texcalteca huyeron del campo, perseguidos por los guerreros totonaca de Cortés, quienes con voces fuertes y de una manera cobarde, gozaron de la oportunidad de participar en una batalla que sólo pedía de ellos el que persiguieran los guerreros que se retiraban. En ese día los texcalteca dejaron tal vez una tercera parte de todo su ejército tirado en el campo, y al enemigo sólo lo habían alcanzado a herir superficialmente. Me parece que sólo cayó un caballo y unos cuantos españoles fueron heridos por las primeras flechas lanzadas, y algunos otros fueron heridos de mayor gravedad gracias a los acertados golpes de algunas maquáhuime, pero no hubo ningún muerto, ni fueron puestos fuera de combate por mucho tiempo ya que cuando los texcalteca habían huido fuera del área de persecución, Cortés y sus hombres acamparon allí mismo en el campo de batalla, para curar sus pocas heridas y celebrar su victoria.

Considerando las terribles pérdidas que los texcalteca habían sufrido, es una honra para Texcala que, a pesar de eso, la nación en sí no se rindió ante Cortés, pues los texcalteca eran un pueblo valiente, orgulloso y desafiante. Pero desgraciadamente tenían una fe enorme en la infalibilidad de sus adivinos y profetas. Así es que a esos hombres sabios fue a los que el jefe guerrero Xicotenca reunió urgentemente, la tarde del mismo día en que fue derrotado, y les preguntó: «¿Es verdad que esos extranjeros son dioses, según se rumorea? ¿Son realmente invencibles? ¿No hay alguna manera de vencer sus armas que escupen fuego? ¿Debo seguir perdiendo más hombres buenos por pelear más tiempo?». Después de deliberar por los medios mágicos que ellos utilizaran, los profetas dijeron esto: «No, no son dioses. Son hombres. Pero la evidencia de esa llama que despiden sus armas nos indica que de alguna manera han aprendido a emplear el poder caliente del sol. Y mientras el sol brilla, ellos tendrán la ventaja de sus armas escupefuegos, pero al bajar el sol, también bajará su poder solar. Al anochecer, sólo serán hombres ordinarios, que únicamente podrán emplear armas ordinarias. Serán tan vulnerables como todos los nombres, y estarán muy cansados de los esfuerzos de hoy. Si quieren vencerlos será necesario que los ataquen de noche. Esta noche. Esta misma noche. O cuando el sol se levante, ellos también se levantarán y arrasarán con su ejército, como quien corta hierba». «¿Atacar de noche? —murmuró Xicotenca—. Va en contra de todas las costumbres. Viola todas las tradiciones de un combate justo. A excepción de estado de sitio, jamás se ha peleado de noche». Los sabios movieron sus cabezas. «Exactamente. Los extraños blancos no estarán preparados y no estarán esperando tal asalto. Se debe hacer lo inesperado».

Los adivinos texcalteca estaban en un error tan grande como con frecuencia sucede con los adivinos de todas partes. Evidentemente, todos los ejércitos de los blancos, sí pelean de noche con frecuencia entre ellos mismos, y tienen la costumbre de tomar precauciones contra tal sorpresa. Cortés había puesto centinelas alrededor de su campamento; esos hombres permanecían despiertos y alertas, mientras sus compañeros dormían con sus armaduras y trajes de batalla, y listos con sus armas cargadas a un lado de sus manos. Aun en la oscuridad, los centinelas de Cortés percibieron con facilidad el primer avance de los exploradores texcalteca, mientras se arrastraban de estómago a través del campo abierto.

Los centinelas no dieron ningún grito de alarma, sino que regresaron silenciosamente al campamento y despertaron a Cortés y al resto de su ejército. Ningún soldado se paró de perfil contra el cielo; ningún hombre se levantó más alto de lo que es una posición sentada o hincada; ningún hombre hizo ruido. Así que los exploradores de Xicotenca regresaron y le informaron que todo el campamento parecía estar dormido, sin defensas y vulnerable. Lo que quedaba del ejército de los texcalteca se movió en masa, a gatas, hasta encontrarse dentro del perímetro del campamento enemigo. Luego se levantaron para atacar al dormido adversario, pero no tuvieron oportunidad de dar ni siquiera un grito de guerra. En cuanto se enderezaron, y por lo tanto presentaron un blanco fácil, la noche estalló en relámpagos, truenos y silbidos de proyectiles… y el ejército de Xicotenca fue arrasado como quien corta hierba.

A la mañana siguiente, con lágrimas en sus ojos ciegos, Xicotenca el Viejo mandó una embajada de sus nobles más altos, portando un cuadro de banderas de tela dorada como señal de tregua, para negociar con Cortés las disposiciones de la rendición de los texcalteca ante él. Grande fue la sorpresa de los enviados al ver que Cortés no portaba el aire de un conquistador, los recibió con mucho calor y aparente afecto. Por medio de su Malintzin, alabó el valor de los guerreros texcalteca. Sentía que por haber confundido sus intenciones se habían visto en la necesidad de defenderse. Porque, según dijo, él no quería que Texcala se rindiera, así es que no aceptaría su rendición. Había ido a esa nación sólo con la esperanza de cultivar una amistad y de ayudarla. «Yo sé —dijo él, sin duda bien informado por Malintzin— que durante mucho tiempo habéis tenido que tolerar la tiranía de los mexica de Motecuzoma. He liberado a los totonaca y algunas otras tribus de ese yugo, y ahora haré lo mismo por vosotros. Sólo os pido que vuestra gente se una a mí en esta santa y venerable cruzada, que me proporcionéis cuantos guerreros sea posible para aumentar mi ejército». Los nobles, extrañados, dijeron: «Pero si nosotros habíamos oído que tú les exigías a todos los pueblos que se doblegaran sumisamente ante tu gobernante extranjero y tu religión, y que se acabara con todos nuestros dioses, ya fueran antiguos o nuevos». Cortés hizo un gesto casual como haciendo a un lado todo eso. La resistencia de los texcalteca cuando menos le había enseñado a tratarlos con cierta astucia. «Yo pido alianza, no sumisión —dijo—. Cuando estas tierras ya hayan quedado fuera de la influencia maligna de los mexica, con gusto les extenderemos las bendiciones de la Cristiandad y las ventajas de un acuerdo con nuestro Rey Don Carlos. Y luego vosotros podréis ver si queréis aceptar esos beneficios. Pero veamos los asuntos más urgentes. Preguntadle a vuestro estimado gobernante si nos concederá el honor de estrechar su mano en signo de amistad y hacer con nosotros una causa común».

El viejo Xicotenca apenas había recibido el mensaje de sus nobles, cuando nosotros en Tenochtitlan lo habíamos escuchado por parte de nuestros espías. En el palacio, todos nos dimos cuenta, pues era obvio, que Motecuzoma se sentía asombrado, abrumado y estaba enfurecido por el resultado de todas sus predicciones; casi al borde del pánico al ver lo que irremediablemente había traído consigo ese error suyo. Era bastante malo que los texcalteca no hubieran detenido a los invasores blancos, ni siquiera habían sido un estorbo en su camino. Era bastante malo que Texcala no hubiera caído para que luego nosotros la venciéramos. Y lo peor de todo era que los hombres blancos de ningún modo estaban desalentados o debilitados; seguían viniendo, seguían lanzando amenazas en contra nuestra. Y para colmo, los hombres blancos ahora vendrían reforzados por la fuerza y el odio de nuestros más viejos, más feroces y más encarnizados enemigos.

Motecuzoma se recobró, tomando una decisión que cuando menos tenía más fuerza que «esperar». Mandó llamar su mensajero-veloz más inteligente y le dictó un mensaje y lo envió corriendo inmediatamente para que se lo repitiera a Cortés. Por supuesto que el mensaje era largo y lleno de un lenguaje florido, pero en esencia decía: «Estimado Capitán General Cortés, no ponga su confianza en esos texcalteca desleales, quienes le contarán cualquier mentira para ganarse su confianza y falsamente lo traicionarán. Como podrá descubrir fácilmente, la nación de Texcala es una isla completamente rodeada y bordeada por aquellas naciones vecinas de las cuales se ha hecho enemiga. Si usted protege a los texcalteca será, como ellos, despreciado, rehuido y rechazado por todas las demás naciones. Atienda nuestro consejo, abandone a los insignificantes texcalteca y únase a la poderosa Triple Alianza de los mexica, los acolhua y los tecpaneca. Nosotros lo invitamos a que visite nuestra ciudad aliada de Chololan, una marcha sencilla hacia el sur de donde está. Allí se le recibirá con una gran ceremonia de bienvenida digna de tan distinguido visitante. Cuando haya descansado será escoltado a Tenochtitlan, tal y como lo ha deseado, donde yo, el Uey-Tlatoani Motecuzoma Xocóyotzin, lo espero ansiosamente para estrecharlo como amigo y con honor».

Puede ser que Motecuzoma quería decir precisamente eso, que estaba dispuesto a capitular al grado de conceder una audiencia a los hombres blancos, mientras pensaba qué hacer luego. No lo sé. En aquel entonces no me confió sus planes, ni tampoco a algún miembro de su Consejo de Voceros. Pero lo que sí sé es que si yo hubiera sido Cortés, me habría reído de tal invitación, especialmente con la astuta Malintzin a su lado interpretándolo, de manera más clara y sucinta. «Detestado enemigo: Haz el favor de despedir a tus nuevos aliados, desecha las fuerzas adicionales que has adquirido y hazle el favor a Motecuzoma de caminar estúpidamente a una trampa, de la cual jamás saldrás». Pero, para mi gran sorpresa, pues entonces todavía no sabía lo audaz que era ese hombre Cortés, envió de regreso al mensajero aceptando esa invitación y efectivamente marchó hacia el sur para hacer una visita de cortesía a Chololan, en donde fue acogido como un huésped agradable y notable. Fue recibido en las afueras de la ciudad por los dos gobernantes unidos, el Señor de lo que Está Arriba y el Señor de lo que Está Abajo, así como por la mayoría de la población civil y sin hombres armados. Esos señores Tlaquíach y Tlalchíac no habían reunido a ninguno de sus guerreros y no se veía ninguna arma; todo parecía como Motecuzoma lo había prometido, apacible y hospitalario.

Como era natural, Cortés no había cumplido todas las sugerencias de Motecuzoma; no había despedido a sus aliados antes de marchar hacia Chololan, y mientras llegaba el mensajero de Motecuzoma, el anciano Xicotenca de la vencida Texcala había aceptado el ofrecimiento de Cortés de hacer una causa común y le había puesto bajo su mando a diez mil guerreros texcalteca, sin mencionar muchas cosas: una cantidad de mujeres texcalteca más bellas y nobles para ser repartidas entre los oficiales de Cortés y hasta una gran cantidad de sirvientas para ocupar el puesto de criadas personales de la Señora Uno-Hierba, o Malintzin, o Doña Marina. Así que Cortés llegó a Chololan al frente de aquel ejército texcalteca, además de sus tres mil hombres sacados del pueblo totonaca y otras tribus, y por supuesto, de sus cientos de soldados blancos, sus caballos y perros, su Malintzin y las otras mujeres que viajaban en su compañía.

Después de saludar a Cortés debidamente, los dos señores de Chololan vieron con miedo a aquella multitud y suavemente le dijeron por medio de Malintzin: «Por orden del Venerado Orador Motecuzoma, nuestra ciudad está desarmada y sin defensa. Podemos acomodarlo a usted, Señor, y a sus tropas y sirvientes personales, cómodamente, pero, sencillamente no hay lugar para sus incontables aliados. También nos disculpará por mencionarlo, pero los texcalteca son nuestros enemigos irreconciliables, y nos sentiríamos muy inquietos si se les permitiera entrar a nuestra ciudad…». Así que Cortés, servicialmente, dio órdenes de que su fuerza mayor de guerreros nativos permaneciera fuera de la ciudad, pero acampando en un círculo que la rodeara completamente. Cortés seguramente se sintió lo suficientemente protegido, con todos aquellos miles de guerreros tan cerca y a su disposición si necesitara ayuda. Y sólo él y los demás hombres blancos entraron a Chololan, caminando tan orgullosamente como si en verdad fueran nobles, o montando sus caballos con elegante majestuosidad, mientras la población reunida allí gritaba y lanzaba flores a su paso.

Como se le había prometido, a los hombres blancos se les dio lujosos alojamientos; cada soldado menor era tratado tan obsequiosamente como si fuera un campeón o noble y se les proporcionaron sirvientes, asistentes y mujeres para sus camas esa noche. Chololan ya había sido avisada acerca de los hábitos personales de los hombres, así es que nadie, ni las mujeres cuyas órdenes eran copular con ellos, jamás comentaron sobre el terrible olor que despedían o de la manera tan voraz que tenían de comer, o el que jamás se quitaban sus vestimentas y botas por apestosas, o cómo rehusaban bañarse, o de su descuido por lavarse aunque fuera sólo sus manos, después de hacer sus funciones excretoras y sentarse a comer. Los hombres blancos vivieron la clase de existencia, durante catorce días, que los guerreros heroicos podrían esperar como premio en el mundo del más allá. Se les festejó, se les obsequió octli, y se les dejó emborrachar y portarse tan desordenadamente como querían, y gozaron a lo máximo de las mujeres que se les había asignado, se les entretuvo con música, baile y canto. Y al cabo de esos catorce días, los hombres blancos se levantaron e hicieron una matanza de cada hombre, mujer y niño en Chololan.

Recibimos esa noticia en Tenochtitlan, tal vez antes de que el humo de los arcabuces hubieran despejado la ciudad, por medio de nuestros espías, quienes se infiltraban y se escurrían en las propias filas de Cortés. Según ellos, la matanza se hizo por instigación de la mujer Malintzin. Llegó una noche al cuarto de su amo en el palacio de Chololan, donde se encontraba tomando octli y divirtiéndose con varias mujeres. Les gritó a las mujeres que se fueran y luego lo advirtió de una conjura que se estaba fraguando. Ella se había enterado, dijo, al mezclarse y conversar con las mujeres locales del mercado, quienes inocentemente la tomaron por una cautiva de guerra ansiosa por libertarse de sus captores blancos. Todo el propósito del entretenimiento tan profuso hacia los visitantes, dijo Malintzin, era para que éstos se confiaran y se debilitaran mientras Motecuzoma enviaba secretamente una fuerza de veinte mil guerreros mexica a rodear Chololan. Dada cierta señal, dijo ella, las fuerzas mexica caerían sobre las tropas nativas que acampaban en las afueras, mientras que los hombres dentro de la ciudad se armarían y atacarían a los hombres blancos que no estarían preparados para hacerles frente. Y ella dijo que mientras regresaba del mercado había visto a gente de la ciudad agrupándose bajo los estandartes en la plaza central.

Cortés salió corriendo del palacio, con sus oficiales menores quienes también se habían alojado allí, y sus gritos de «¡Santiago!» trajeron a los miembros de sus tropas corriendo, de otros alojamientos de la ciudad, tirando a un lado a sus mujeres, sus vasos y levantando sus armas. Como lo había advertido Malintzin, encontraron la plaza llena de gente, mucha de ella portando estandartes de pluma, todos llevando vestimentas ceremoniales que posiblemente tenían aspecto guerrero. A esa gente reunida no se le dio tiempo ni siquiera de levantar un grito de guerra o de lanzar un reto a combate, o de explicar de algún modo su presencia en ese lugar, porque los hombres blancos inmediatamente descargaron sus armas, y tan densa era la multitud, que la primera serie de balas, flechas y demás proyectiles arrasaron con ellos como si fueran hierba.

Cuando el humo se despejó un poco, tal vez los hombres blancos vieron que la plaza contenía mujeres y niños así como hombres, y tal vez hasta se preguntaron si sus actos precipitados habían sido justificados. Pero el ruido de aquello trajo a sus aliados texcalteca y a los otros, corriendo de sus campamentos a la ciudad. Fueron ellos los que con más maldad que los hombres blancos llevaron la ciudad a la ruina y acabaron con su población sin misericordia o discriminación, matando hasta a los Tlaquíach y Tlalchíac. Algunos de los hombres de Chololan alcanzaron a correr por armas con las cuales pelear, pero eran tan pocos y estaban tan rodeados, que sólo podían hacerlo en retirada, moviéndose hacia arriba de los flancos de la pirámide-montaña de Chololan. Se debatieron valerosamente hasta llegar a la cima de ésta y al final se encontraban acorralados dentro del gran templo de Quetzalcóatl. Así que sus atacantes simplemente colocaron leña alrededor de éste y lo encendieron, quemándolos vivos.

Eso fue hace cerca de doce años, reverendos frailes, cuando el templo fue quemado, derrumbado y su escombro regado. No quedaron más que árboles y arbustos, razón por la cual mucha de su gente, desde entonces, no ha podido creer que la montaña no es una montaña sino una pirámide levantada, hace mucho, por los hombres. Claro que ahora sé que tiene algo más que verdor. La cima en donde fueron abatidos Quetzalcóatl y sus adoradores esa noche, últimamente ha sido coronada en una iglesia Cristiana.

Cuando Cortés llegó a Chololan ésta estaba habitada por cerca de ocho mil personas; cuando se fue, estaba vacía. Repito que Motecuzoma no me confió ninguno de sus planes, así es que no podría decir, si tenía tropas mexica caminando cautelosamente hacia aquella ciudad, y si había dado instrucciones a la gente de levantarse en combate cuando la trampa se hubiera puesto, pero permítanme dudarlo. La masacre ocurrió el primer día de nuestro mes quince, llamado Panquétzaliztli, que quiere decir El Florecimiento de las Banderas Emplumadas, y se celebraba en todas partes con ceremonias en que la gente llevaba estandartes emplumados.

Puede ser que la mujer Malintzin jamás hubiera asistido a alguna ceremonia de ese festival. Es posible que ella realmente creyera, o por error supusiera, que la gente concurría allí con banderas guerreras. O tal vez pudo haber inventado una «conjura», nacida de un resentimiento celoso por las atenciones que Cortés recibió de parte de las mujeres locales. Si es que ella malentendió o lo hizo sólo por pura malicia, el hecho fue lo que eficazmente impulsó a Cortés a convertir a Chololan en un desierto. Y si es que él se arrepintió, no lo estuvo por mucho tiempo, porque eso elevó su fortuna aún más de lo que lo había hecho su victoria sobre los texcalteca. He mencionado que he visitado Chololan y he visto que la gente es menos cariñosa. No tenía por qué importarme si la ciudad seguía existiendo y su repentina devastación no me causó angustia alguna, a excepción de saber que eso aumentaba la reputación de temible que cada día más iba adquiriendo Cortés. Porque a causa de las noticias de la masacre de Chololan, que se extendieron por medio de mensajeros-veloces por todo El Único Mundo, los gobernantes y jefes guerreros de las muchas otras comunidades comenzaron a considerar todos los sucesos hasta esa fecha más o menos con estas palabras: «Primero los hombres blancos le quitaron los totonaca a Motecuzoma. Luego conquistaron Texcala, cosa que Motecuzoma ni ninguno de sus predecesores había podido hacer jamás. Luego terminaron con los aliados de Motecuzoma en Chololan, sin importarles en absoluto la ira de Motecuzoma o su carácter vengativo. Empieza a parecer que los hombres blancos son más poderosos todavía que los reconocidamente fuertes mexica. Sería más sabio por nuestra parte ponernos del lado de la fuerza superior… mientras lo podamos hacer voluntariamente».

Un noble poderoso hizo eso sin vacilar: El Príncipe Heredero Ixtlil-Xóchitl, legítimo heredero de los acolhua. Motecuzoma debió de arrepentirse amargamente de haberle usurpado el trono a ese príncipe, tres años antes, cuando se dio cuenta de que Flor Oscura no sólo había pasado esos años quejándose, en su retiro en la montaña, sino que había estado reuniendo guerreros preparándose para reclamar su trono en Texcoco. La llegada de Cortés debió parecerle a Flor Oscura como un regalo del cielo y una ayuda oportuna para su causa. Bajó de su escondite a la ciudad devastada de Chololan, donde Cortés estaba reagrupando su multitud para preparar su marcha continua hacia el oeste. En su encuentro, Flor Oscura seguramente le habló a Cortés del mal trato que había sufrido a manos de Motecuzoma y seguramente Cortés prometió ayudarle a repararlo. De todos modos, la siguiente mala noticia que recibimos en Tenochtitlan fue que Cortés había aumentado su fuerza con la unión del vengativo Príncipe Flor Oscura y sus varios miles de guerreros acolhua soberbiamente adiestrados.

Era obvio que la innecesaria y tal vez impulsiva masacre en Chololan había sido un buen golpe para Cortés, y todo se lo debía a su mujer Malintzin, fuera cual fuese la verdadera razón que tuvo para provocarlo. Ella había demostrado una entera dedicación a su causa, su ansiedad por ayudarlo a adquirir su destino, aunque lo hiciera pisoteando los cadáveres de hombres, mujeres y niños de su propia raza. De ahí en adelante, aunque Cortés dependía todavía de ella como intérprete, la valoró aún más como su consejera principal en estrategia, su oficial menor de mayor confianza y la más leal de sus aliados. Quizás hasta llegó a amar a esa mujer; nadie jamás lo supo. Malintzin había logrado sus dos ambiciones: se había convertido en algo indispensable para su señor y además iba a Tenochtitlan, su destino soñado, con el título y los requisitos de una dama.

Aunque puede ser que todos los sucesos que pasaron, y que les he contado, hubieran sucedido de todos modos aunque la huérfana Ce-Malinali jamás hubiera nacido de aquella esclava prostituta de los coatlícamac. Y es posible que tenga un motivo personal para despreciar esa devoción rastrera que le tenía a su amo, esa deslealtad vergonzosa hacia los de su raza. Es posible que le guardara un odio especial, simplemente porque no podía olvidar que tenía el mismo nombre de nacimiento de mi difunta hija, porque era de la misma edad que Nochipa hubiera tenido, de modo que sus actos despreciables parecían, a mi modo de ver, insultar a mi indefensa y sin culpa Ce-Malinali.

Pero dejando mis sentimientos personales a un lado, ya había encontrado a Malintzin dos veces antes de que se convirtiera en el arma más perversa de Cortés, y en ambas ocasiones pude haber evitado que llegara a serlo. Cuando nos conocimos por primera vez en el mercado de esclavos, la pude haber comprado, y ella habría estado contenta de pasar su vida en la gran ciudad de Tenochtitlan, como miembro de la casa de un campeón Águila de los mexica. Cuando nos vimos nuevamente en tierra totonaca, aún era esclava y propiedad de un oficial de poca importancia, un simple eslabón en la cadena de interpretar conversaciones. Su desaparición en aquel entonces sólo hubiera ocasionado un mínimo alboroto y con facilidad la hubiera hecho desaparecer. Así que dos veces pude haber cambiado el curso de su vida, y tal vez también el de la historia, pero no lo hice. Sin embargo su instigación en la matanza de Chololan me hizo ver la amenaza que ella representaba, pero sabía que tarde o temprano la volvería a encontrar en Tenochtitlan, hacia donde había deseado llegar durante toda su vida, y me juré a mí mismo que me las arreglaría para que su vida terminara ahí.

Mientras tanto, inmediatamente después de recibir la noticia de la masacre de Chololan, Motecuzoma dio muestras de su indecisión, con una acción decidida, al enviar otra delegación de nobles, y esa embajada estaba dirigida por Tlácotzin, su Mujer Serpiente, El Alto Tesorero de los mexica, segundo en mando después de Motecuzoma. Tlácotzin y sus compañeros nobles iban al frente de una caravana de cargadores que llevaban otra vez oro y otras riquezas, éstas no eran con la intención de repoblar a esa desgraciada ciudad, sino para adular a Cortés.

Creo que en ese único acto, Motecuzoma reveló el mayor grado de hipocresía del que era capaz. Ya sea que la gente de Chololan hubiese sido totalmente inocente, por lo que no merecían ser aniquilados, o ya sea que efectivamente habían planeado levantarse en contra de Cortés, sólo lo pudieron haber hecho obedeciendo las órdenes secretas de Motecuzoma. Sin embargo, el Venerado Orador, en el mensaje llevado a Cortés por Tlácotzin, culpó a sus aliados de Chololan de haber creado esa dudosa «conjura» por sí mismos; afirmó no haber tenido que ver con ella y los describió como «traidores a nosotros dos»; felicitaba a Cortés por la rapidez con que había aniquilado totalmente a esos rebeldes y esperaba que ese triste suceso no pondría en peligro la amistad anticipada entre los hombres blancos y la Triple Alianza.

Pienso que era muy adecuado que el mensaje de Motecuzoma fuera entregado por su Mujer Serpiente, ya que era una obra maestra, en cuanto a la forma en que se puede arrastrar una serpiente. Y el mensaje continuaba: «Sin embargo, si la perfidia de Chololan ha desalentado al Capitán General y su compañía, de aventurarse más lejos en estas tierras tan peligrosas y entre gente tan impredecible, comprenderemos su decisión de volverse y regresar a casa, aunque sinceramente sentiremos el haber perdido la oportunidad de conocer al valiente Capitán General Cortés, cara a cara. Por lo tanto, como ya no visitará nuestra ciudad capital, nosotros los mexica le pedimos que acepte estos regalos como un pequeño sustituto de nuestro abrazo amistoso y para que los comparta con su Rey Don Carlos al regresar a su país natal». Más tarde supe que Cortés con dificultad pudo contener la risa cuando ese mensaje tan transparente le fue traducido por Malintzin, y que pensando en voz alta, dijo: «Cómo ansío conocer cara a cara a ese hombre de dos caras». Pero la contestación que le dio a Tlácotzin fue: «Le agradezco a vuestro amo su preocupación y estos regalos de compensación que agradecidamente acepto en nombre de Su Majestad el Rey Don Carlos. Sin embargo —y aquí bostezó, según nos informó Tlácotzin—, las dificultades recientes aquí en Chololan no fueron ningún problema. —Y aquí se rió—. Según nosotros, los hombres de lucha españoles, esto no fue más que como un picotazo de pulga que tuvimos que rascar. Vuestro Señor no necesita preocuparse de que este acontecimiento haya disminuido nuestra determinación por continuar nuestras exploraciones. Seguiremos viajando hacia el oeste. Bueno, tal vez nos desviemos por aquí y por allá, para visitar otras ciudades y naciones, que tal vez quieran contribuir con más fuerzas a las que ya tenemos. Pero tarde o temprano, os aseguro, nuestro viaje nos llevará a Tenochtitlan. Podéis darle a vuestro soberano nuestra solemne promesa, de que nos conoceremos. —Se rió de nuevo—. Cara a cara».

Como era natural, Motecuzoma había previsto que los invasores podrían seguir resistiendo su persuasión, así que le había proporcionado a su Mujer Serpiente una hipocresía más. «En ese caso —dijo Tlácotzin—, le agradaría a nuestro Venerado Orador que el Capitán General ya no demorara su llegada. —Eso quería decir que Motecuzoma no quería que Cortés anduviera vagando entre las gentes inconformes que le pagaban tributos y buscar alistar guerreros de esas naciones—. El Venerado Orador sugiere que de estas provincias incómodas y primitivas, sólo puede recibir la impresión de que nuestros pueblos son bárbaros e incivilizados. Él desea que usted vea el esplendor y magnificencia de su ciudad capital, para que pueda darse cuenta del verdadero valor y habilidad de nuestra gente. Lo invita a que venga ahora directamente a Tenochtitlan. Yo lo llevaré hasta allá, mi señor. Y como soy Tlácotzin, segundo en mando del soberano de los mexica, mi presencia, será una prueba en contra de los trucos o emboscadas de otras personas». Cortés hizo un amplio gesto con su brazo, señalando todas las tropas formadas y esperando alrededor de Chololan. «No me preocupo demasiado sobre posibles trucos y emboscadas, amigo Tlácotzin —dijo sutilmente—. Pero acepto la invitación de vuestro señor de ir a la capital, y vuestro gentil ofrecimiento de conducirnos. Estamos listos para marchar cuando vosotros lo estéis».

Era cierto que Cortés tenía poco que temer ya fuera de un ataque abierto o emboscada, o que tuviera una verdadera necesidad de seguir alistando más guerreros. Nuestros espías estimaron que, cuando partió de Chololan, sus fuerzas combinadas eran de unos veinte mil y además había como ocho mil cargadores que llevaban el equipaje y provisiones del ejército. La compañía se estiraba a lo largo de dos largas-carreras de longitud, y requería una cuarta parte del día para marchar de un punto a otro. A propósito, para entonces, cada guerrero y cargador llevaba una insignia que lo proclamaba como un hombre en el ejército de Cortés. Como los españoles seguían quejándose de que «no podían distinguir a un maldito indio de otro», ya que en la confusión del combate no podían distinguir entre indio aliado y un enemigo, Cortés les había ordenado a sus tropas indígenas que adoptaran un estilo uniforme de penachos; una alta corona de hierba mazatla. Cuando ese ejército de veintiocho mil hombres avanzó hacia Tenochtitlan, los espías dijeron que desde cierta distancia parecía como que un gran campo ondulante y lleno de pasto se moviera por medio de magia.

Motecuzoma posiblemente consideró decirle a su Mujer Serpiente que llevara a Cortés sin rumbo fijo alrededor de la tierra montañosa, hasta que los invasores estuvieran desesperadamente fatigados e irremediablemente perdidos, para que se les abandonara allí, pero, lógicamente, había muchos hombres entre los acolhua y texcalteca y demás tropas que los acompañaban que rápidamente hubieran adivinado ese truco. Sin embargo, Motecuzoma aparentemente sí instruyó a Tlácotzin para que no fuera un viaje sencillo, seguramente porque seguía esperanzado a que Cortés diera por terminada la expedición por desaliento. De cualquier modo, Tlácotzin los trajo al oeste y no por uno de los caminos más sencillos a través de los valles, sino que los llevó arriba y atravesando el paso alto entre los volcanes Ixtaccíhuatl y Popocatépetl.

Como ya he dicho, en esas alturas hay nieve aun en los días más calientes del verano. Para cuando la compañía terminó de cruzar, el invierno ya comenzaba. Si había algo que pudiera desalentar a los hombres blancos, eso hubiera sido el frío entumecedor, los vientos feroces y grandes cerros de nieve por los que tenían que pasar. Hasta este día, no sé cómo es el clima de su España natal, pero Cortés y sus soldados habían pasado años en Cuba, isla en la cual tengo entendido que es tan tórrida y húmeda como cualquiera de nuestras Tierras Calientes, de la costa. Así que los hombres blancos, como sus aliados totonaca, no estaban preparados, ni vestidos como para aguantar el penetrante frío de la ruta congelada escogida por Tlácotzin. Más tarde informó con gran satisfacción, que los hombres blancos habían sufrido terriblemente.

Sí, sufrieron y se quejaron y cuatro hombres blancos murieron, así como dos de sus caballos y varios de sus perros y también unos cien de sus guerreros totonaca, pero el resto de la caravana perseveró. Es más, diez de los españoles, para presumir su vigor y habilidad, se desviaron brevemente de la ruta con la intención declarada de escalar hasta arriba del Popocatépetl y mirar hacia adentro de su cráter humeante. No llegaron tan alto, pero hasta entonces poca de nuestra propia gente lo había llegado a hacer, o habían tenido el interés de hacerlo. Los alpinistas se reunieron a su compañía, azules y tiesos de frío, y a algunos de ellos, más tarde, se les cayeron una cantidad de dedos ya sea de la mano o de los pies. Pero fueron muy admirados por sus compañeros por haber hecho el intento, y hasta el Mujer Serpiente, tuvo que reconocer de mala gana que los hombres blancos, a pesar de su locura, eran intrépidos, valerosos y enérgicos.

Tlácotzin también nos informó de las expresiones de asombro por cierto muy humanas de los hombres blancos y la sorpresa y la alegría que sintieron cuando al fin salieron por la parte occidental del paso, y que se pararon en el declive de la montaña, desde donde se dominaba la cuenca de ese inmenso lago, y la nieve que había estado cayendo levantó brevemente su cortina para darles una vista sin obstáculos. Abajo y más allá de donde se encontraban, estaban los cuerpos de agua multicolores que se comunicaban unos con otros yaciendo en su vasta cuenca, rodeados de un follaje lujurioso y de pequeños pueblos y caminos rectos que se cruzaban. Visto así, de una manera tan repentina, después de las alturas agobiantes que acababan de atravesar, el panorama de esa tierra debió de haberles parecido como un jardín; agradable y verde en todos los tonos de verde, verdes bosques densos, verdes hortalizas bien delineadas y diferentes verdes en la chinampa y lugares de cultivo. Debieron de haber visto, aunque sólo en miniatura, las numerosas ciudades y pueblos que se encontraban al borde de los diversos lagos, y las comunidades de las islas pequeñas que sobresalían del agua. Aún estaban a unas veintiún largas-carreras de Tenochtitlan, pero la ciudad blanca como plata debía de brillar como una estrella. Habían estado viajando durante meses, desde las playas costeras, sobre y alrededor de un sinfín de montañas a través de barrancas empedradas y ásperos valles, mientras pasaban y veían tan sólo pueblos y aldeas insignificantes, y finalmente acometiendo por ese paso helado entre los volcanes. Entonces, repentinamente, los viajeros miraron hacia abajo viendo una escena que —se lo decían entre sí— parecía un sueño… como una maravilla salida de los viejos libros de fábulas…

Al bajar de los volcanes, por supuesto que los viajeros se encontraron en los dominios de la Triple Alianza a través de las tierras acolhua, donde fueron recibidos por el Uey-Tlatoani Cacámatzin, quien había llegado desde Texcoco con un acompañamiento impresionante de sus señores, nobles, cortesanos y guardias. Aunque Cacama, por instrucciones de su tío, hizo un discurso caluroso de bienvenida a los recién llegados, me atrevo a decir que debió de sentirse incómodo al ser visto por su medio hermano, el destronado Flor Oscura, quien en ese momento se encontraba ante él con una fuerza poderosa de guerreros acolhua que le eran leales. La confrontación entre esos dos pudo haber estallado en una batalla allí mismo, de no ser porque tanto Motecuzoma como Cortés habían prohibido estrictamente cualquier disgusto que pudiera echar a perder ese importante encuentro, así es que todo fue de lo más amistoso, y Cacama llevó a toda la caravana a Texcoco, para que se hospedaran allí y les dieron bebidas refrescantes y diversión antes de continuar hacia Tenochtitlan.

Sin embargo, no hay duda de que Cacama sintió vergüenza e ira cuando sus propios súbditos llenaron las calles de Texcoco para recibir el regreso de Flor Oscura con gritos de alegría. Eso ya era bastante insultante, pero no pasó mucho tiempo antes de que Cacama tuviera que soportar un insulto mayor, una deserción en masa. Durante ese día o en dos días más, en que los viajeros permanecieron allí, quizás unos dos mil hombres de Texcoco desenterraron las armas y armaduras acojinadas que desde hacía mucho no habían usado, y cuando los visitantes partieron, esos hombres fueron con ellos como voluntarios en la tropa de Flor Oscura. De ese día en adelante, la nación acolhua quedó desastrosamente dividida. La mitad de su población permaneció sumisa a Cacama quien era su Venerado Orador y reconocido como tal por sus compañeros soberanos de la Triple Alianza. La otra mitad, le entregó su lealtad a Flor Oscura, quien debía haber sido Venerado Orador, aunque muchos de ellos deploraban que él hubiera unido su suerte a la de los extranjeros blancos.

Desde Texcoco, Tlácotzin, el Mujer Serpiente, condujo a Cortés y a su multitud alrededor del margen sur del lago. Los hombres blancos se admiraron de aquel «gran mar interior»; y aún más del creciente esplendor evidente de Tenochtitlan que se veía desde varios puntos a un lado del camino, y que parecía crecer en tamaño y magnificencia al acercarse. Tlácotzin llevó a la compañía entera a su propio palacio que era bastante grande, situado en la ciudad alta de Ixtapalapan donde se alojaron mientras lustraban sus espadas, armaduras y cañones, mientras cuidaban sus caballos, mientras remendaban sus uniformes maltratados lo mejor que pudieron, para verse lo más impresionantes posible al hacer la última marcha a través del camino-puente hacia la capital.

En el transcurso de todo esto, Tlácotzin le informó a Cortés que la ciudad, por ser una isla demasiado poblada, no tenía lugar más que para alojar la parte más mínima de sus miles de aliados. El Mujer Serpiente también le aclaró a Cortés que no cometiera la imprudencia de llevar un visitante tan indeseable, como era Flor Oscura, a la ciudad, o una aglomeración de tropas, que aunque eran de nuestra raza representaban a naciones enemigas de nosotros.

Habiendo visto la ciudad, por lo menos a cierta distancia, Cortés no tenía excusa para quejarse de las limitaciones del alojamiento y estaba lo suficientemente dispuesto a ser diplomático en su elección de los que le acompañarían ahí. Pero puso algunas condiciones. Tlácotzin debería acomodar a sus hombres para que se repartieran y fueran hospedados a orillas de la isla, en un arco que se extendiera desde el camino-puente del sur hasta el camino-puente del norte, con el objeto de cubrir toda salida de la ciudad-isla. Cortés entraría a Tenochtitlan al lado de la mayoría de sus españoles, sólo unos cuantos guerreros acolhua, texcalteca y totonaca, y se le tuvo que prometer que aquellos guerreros tendrían un paso libre dentro y fuera de la isla en cualquier momento y que podría utilizarlos como mensajeros para mantenerse en contacto con sus fuerzas centrales.

Tlácotzin estuvo de acuerdo con estas condiciones, sugirió que algunas de las tropas nativas podían permanecer donde estaban, en Ixtapalapan, a mano en el camino-puente del sur; otras podrían acampar en Tlácopan cerca del camino-puente del oeste, y otras en Tepeyaca cerca del camino-puente del norte. Así que Cortés seleccionó los guerreros que utilizaría como mensajeros y mandó a los miles que restaban marchando con los guías proporcionados por Tlácotzin, y ordenó a varios de sus oficiales blancos que se pusieran al mando de cada una de las fuerzas repartidas. Cuando los enlaces regresaron de cada uno de esos destacamentos, para informarle que estaban en posición y acampando para estar a mano cuando fuera necesario, Cortés le dijo a Tlácotzin, y el Mujer Serpiente le envió el mensaje a Motecuzoma, que los emisarios del Rey Don Carlos y el Señor Dios entrarían a Tenochtitlan al día siguiente.

Ese día fue el Dos-Casa en nuestro año de Uno-Caña, que significa lo mismo que su mes de noviembre, en el año que ustedes cuentan como mil quinientos diez y nueve. El camino-puente del sur había presenciado muchas procesiones en su tiempo, pero jamás una que hiciera un ruido tan desacostumbrado. Los españoles no llevaban instrumentos musicales, y no cantaban, tarareaban o hacían ninguna otra clase de música que acompañara sus pasos. Pero había un rechinar, un tintinear y un tronar de todas las armas que llevaban, de las armaduras de acero que usaban y de los arneses de sus caballos. Aunque la procesión andaba a un paso ceremoniosamente lento, las patas de los caballos caían pesadamente en el pavimento empedrado y las ruedas grandes de los cañones resonaban gravemente; de modo que toda la extensión del camino-puente vibraba; y la superficie del lago, como la cabeza de un tambor, amplificaba el ruido, y éste producía eco en todas las montañas distantes.

Cortés estaba al frente, por supuesto, montado en La Mula, llevando en un palo alto la bandera sangre y oro de España, y Malintzin caminaba orgullosamente a su lado, llevando el banderín personal de su amo. Detrás de ellos iban el Mujer Serpiente y otros señores mexica que habían ido y vuelto de Chololan. Detrás de éstos iban los soldados españoles montados, sus lanzas en posición erecta, llevando pendones en sus puntas, y luego venía una selección de unos cincuenta guerreros de nuestra propia raza. Detrás de ellos iban los soldados españoles de a pie, con sus ballestas y arcabuces en posición de desfile, sus espadas envainadas y sus lanzas apoyadas sobre sus hombros. Siguiendo a esa compañía ordenada y profesional, marchaba empujándose una multitud de ciudadanos de Ixtapalapan y de otros pueblos de los alrededores, que miraban con curiosidad ese espectáculo sin precedente, nunca antes visto, de extranjeros de aspecto guerrero entrando sin resistencia a la ciudad de Tenochtitlan, hasta entonces impenetrable.

En medio del camino-puente en el fuerte Acachinanco, la procesión fue recibida por los primeros oficiales: el Venerado Orador Cacámatzin de Texcoco y muchos nobles acolhua que habían atravesado el lago en canoa, así como los nobles tecpaneca de Tlacopan, la tercera ciudad de la Triple Alianza. Esos señores magníficamente vestidos indicaban el camino tan humildes como esclavos barriendo el camino-puente con escobas y sembrándolo con pétalos de flores antes de que pasara el desfile, todo el camino hasta el lugar en que el camino-puente se unía a la isla. Mientras tanto, Motecuzoma había sido llevado desde su palacio en su silla de manos más elegante. Lo acompañaba una impresionante cantidad de campeones Águilas, Jaguares y Flechas y todos los señores y señoras de su corte, incluyendo al Señor Mixtli y mi Señora Beu.

Se había medido el tiempo para que nuestra procesión llegara a la orilla de la isla, a la entrada de la ciudad, justamente en el momento en que lo hiciera la otra comitiva. Las dos caravanas se detuvieron, a una distancia de unos veinte pasos, y Cortés desmontó de su caballo, entregándole su bandera a Malintzin. En ese momento se bajó al suelo la silla de manos de Motecuzoma. Al salir de entre las cortinas bordadas, todos nos sorprendimos al ver su vestimenta. Por supuesto llevaba su manto más llamativo y largo, el que estaba hecho completamente de incandescentes plumas de colibrí, y una corona de abanico hecha con plumas de quétzal tótotl, y muchos medallones y adornos de lo más suntuoso. Pero no llevaba sus sandalias doradas; estaba descalzo y ninguno de nosotros los mexica nos sentimos complacidos al ver nuestro Venerado Orador de El Único Mundo manifestar su humildad aunque fuera con esa pequeña prueba.

Motecuzoma y Cortés se adelantaron a encontrarse, caminando despacio por el espacio abierto que los separaba. Motecuzoma hizo la reverencia de besar la tierra y Cortés respondió con lo que ahora sé que es un saludo de mano militar de los españoles. Como era propio, Cortés presentó el primer regalo, inclinándose hacia adelante para colgar alrededor del cuello del Orador, un collar perfumado de lo que parecía ser una combinación de perlas y joyas brillantes, que más tarde comprobamos que era una cosa vulgar de mala calidad, de nácar y vidrio. Motecuzoma entonces colgó sobre el cuello de Cortés un collar doble, hecho con las conchas más raras y adornado con cientos de pendientes finamente trabajados en oro sólido, en forma de diferentes animales. Después el Venerado Orador pronunció un discurso florido y largo de bienvenida. Malintzin, quien portaba una bandera extranjera en cada mano, dio atrevidamente un paso hacia adelante al lado de su amo, para traducir las palabras de Motecuzoma, y luego las de Cortés, que eran menos.

Motecuzoma regresó a su silla de manos, Cortés montó nuevamente su caballo y la comitiva de nosotros los mexica guiaba por la ciudad a la procesión de los españoles. Los hombres de Cortés comenzaron a marchar con un poco de menos orden, empujándose y pisándose los talones mientras miraban a su alrededor, para ver a la gente bien vestida que llenaba las calles, a los elegantes edificios y los jardines colgantes de las azoteas. En El Corazón del Único Mundo los caballos mantenían dificultosamente la estabilidad en el pavimento de mármol de aquella plaza inmensa; Cortés y los demás jinetes tuvieron que desmontar y guiarlos. Pasamos por la Gran Pirámide y giramos hacia la derecha, al antiguo palacio del Axayácatl, donde un suntuoso banquete esperaba para estos cientos de visitantes y todos los cientos que los habíamos recibido. Por igual debía de haber cientos de manjares diferentes, servidos sobre miles de platos lacados en oro. Mientras ocupábamos nuestros lugares ante los manteles, Motecuzoma llevó a Cortés a la plataforma que se le tenía preparada, diciéndole: «Éste era el palacio de mi padre, quien fue uno de mis predecesores como Uey-Tlatoani. Se ha limpiado escrupulosamente y ha sido amueblado y decorado para ser digno de huéspedes tan distinguidos. Contiene conjuntos de habitaciones para usted, para su señora —eso lo dijo con cierto disgusto— y para sus oficiales principales. Hay suficientes cuartos amplios para el resto de su compañía y un grupo completo de esclavos para servirle, cocinarle y atender sus necesidades. El palacio será su residencia durante el tiempo que usted permanezca en estas tierras».

Creo que cualquier otro hombre que no fuera Cortés, en una situación tan equívoca como ésa, hubiera rehusado tal ofrecimiento. Cortés sabía que era un huésped porque se había invitado a sí mismo y era considerado un agresor, que no era bien recibido. Al tomar residencia en el palacio, aun con unos trescientos soldados de confianza bajo el mismo techo que él, el Capitán General estaría en una posición aún más peligrosa que su estancia en el palacio de Chololan. Aquí estaría constantemente bajo la vigilancia y alcance de Motecuzoma, y su anfitrión, quien de tan mala gana le había extendido una mano amistosa, podría en cualquier momento cerrarla, agarrarlo y apretar. Los españoles serían cautivos —desatados, pero cautivos— y en la misma ciudad de Motecuzoma, la ciudad asentada sobre una isla, la isla rodeada por un lago, el lago rodeado por todas las ciudades y la gente de la Triple Alianza. Mientras Cortés permanecía en la ciudad, sus propios aliados no podrían estar a mano, y aun si los llamara, esos refuerzos con dificultad podrían llegar a su lado. Porque Cortés seguramente notó, que a su entrada por el camino-puente del sur, los diferentes pasos para las canoas, podían moverse con facilidad y evitar así que fueran cruzados. Y pudo haber adivinado que los demás caminos-puentes de la ciudad estaban construidos de una manera semejante, tal como era en realidad.

El Capitán General pudo haber dicho con tacto a Motecuzoma que prefería residir en tierra firme, y de ahí visitar la ciudad cuando lo fueran requiriendo sus varias conferencias. Pero no hizo tal cosa. Le agradeció a Motecuzoma su ofrecimiento hospitalario, y lo aceptó, como si el palacio correspondiera realmente a su posición social y como si despreciara considerar la existencia de algún peligro al habitarlo. Aunque no siento cariño por Cortés, ni admiración por su ingenio y su falacia, debo reconocer que cuando se enfrentaba al peligro siempre actuaba sin vacilar, con una audacia que desafiaba lo que otros hombres llamamos sentido común. Tal vez sentí que él y yo teníamos un temperamento semejante, porque en el transcurso de mi vida yo también tomé muchos riesgos audaces que los hombres «sensatos» hubieran considerado como locuras.

Pero aun así, Cortés no confiaba su supervivencia totalmente a la suerte. Antes de que él y sus hombres pasaran su primera noche en el palacio, ordenó que se subieran cuatro de sus cañones al techo, esto por medio de unas gruesas sogas y a base de un gran esfuerzo por subirlos, sin importarle que en el proceso se destruyese casi todo el jardín de flores que se acababa de plantar para su deleite, y colocó los cañones de modo que cubrieran toda aproximación al edificio. También, esa noche y cada noche, los soldados, portando arcabuces, se paseaban durante toda la noche alrededor del techo y alrededor del exterior del palacio.

Durante los siguientes días, Motecuzoma personalmente condujo sus huéspedes en paseos por la ciudad, acompañado por el Mujer Serpiente y otros miembros de su Consejo de Voceros, y por una cantidad de sacerdotes de la corte, quienes llevaban caras y expresiones de gran disgusto, y yo también me encontraba allí. A insistencia de Motecuzoma, siempre me hallaba en su compañía, pues le había advertido sobre la astucia de Malintzin en traducir mal. Cortés se acordó de mí, como dijo que lo haría, pero aparentemente sin rencor. Me sonrió de forma sutil cuando se nos presentó formalmente, y aceptó mi compañía de forma suficientemente amistosa, y él habló para que yo tradujera sus palabras con tanta frecuencia como las traducía su mujer. Por supuesto que ella también me reconoció y obviamente con odio, ya que jamás se dirigía a mí. Cuando su amo elegía que yo le tradujera, ella me dirigía una mirada de odio, como si sólo estuviera esperando el momento oportuno para mandarme matar. Bueno, estábamos a la par, pensé. Eso era lo que yo había planeado para ella.

En esas caminatas por la ciudad, Cortés siempre iba acompañado del segundo de su mando, el gran pelirrojo Pedro de Alvarado, por la mayoría de sus oficiales y como es natural por Malintzin y por dos o tres de sus propios sacerdotes, que mostraban expresiones tan agrias como las de nuestros sacerdotes. Por lo general, también nos seguían unos cuantos soldados comunes, aunque otros grupos estaban vagando libremente por la isla, en tanto que los guerreros indígenas de su compañía tendían a no alejarse de la seguridad de sus barracas en el palacio.

Como había dicho antes, los guerreros ahora llevaban los penachos nuevos ordenados por Cortés; parecía un mechón alto de pasto dócil que crecía sobre sus cabezas. Pero desde la última vez que había visto a los soldados españoles, éstos también habían agregado algo a su tocado, que era un adorno distintivo. Cada uno de ellos llevaba una curiosa banda de cuero descolorido, justamente en la orilla del yelmo. No era muy decorativo, y no servía a ningún propósito aparente, así que eventualmente pregunté a uno de los españoles, quien riéndose me dijo lo que era.

Durante el tumulto de Chololan, mientras los texcalteca se encontraban matando sin distinción alguna la masa de los habitantes de esa ciudad, los españoles habían ido en busca específicamente de las mujeres con quienes se habían divertido durante sus catorce días de fiesta, y encontraron a la mayoría de estas mujeres y muchachas aún en sus habitaciones, temblando de miedo. Convencidos de que ellas sólo habían coitado para sacarles las fuerzas, los españoles les impusieron una venganza muy original. Agarraron a las mujeres y muchachas, las desnudaron y las usaron una o dos veces más. Luego, a pesar de los gritos y súplicas de éstas, los soldados las inmovilizaron de cintura hacia abajo, y con el afilado acero de sus cuchillos cortaron de la entrepierna de cada mujer un pedazo de piel del tamaño de la mano que contenía la abertura ovalada de su tepili. Partieron y dejaron a las mujeres mutiladas y sin sexo sangrándose hasta morir. Se llevaron las bolsitas de piel aún calientes y estiraron los labios de éstas alrededor de las perillas de sus sillas de montar. Cuando la piel se había secado, pero seguía aún dócil, colocaron las ruedas resultantes sobre sus cascos, cada una con su pequeña perlita de xacapili volteada hacia adelante —más bien la bolita encogida y en forma de frijol que había sido un tierno xacapili—. No sé si los soldados llevaban esos trofeos como una broma macabra o como una advertencia para todas aquellas mujeres intrigantes.

Todos los españoles observaron aprobadoramente el tamaño, la población, el esplendor y la limpieza de Tenochtitlan, y la compararon con todas las otras ciudades que habían visitado. Los nombres de éstas no significaban nada para mí, pero ustedes, reverendos frailes, tal vez las conozcan. Los visitantes dijeron que nuestra ciudad era más grande en extensión que Valladolid, que tenía más habitantes que Sevilla, que sus edificios eran casi tan magníficos como los de Santa Roma, que sus canales la asemejaban a Amsterdam o Venecia, y que sus calles, su aire y sus aguas eran más limpios que los de cualquiera de esos lugares. Nosotros, los guías, nos abstuvimos de comentar que el enorme flujo de españoles estaba disminuyendo notablemente aquella limpieza. Sí, en efecto, los recién llegados quedaron muy impresionados con la arquitectura de nuestra ciudad, con su ornamentación y su orden, ¿pero saben qué fue lo que más les impresionó? ¿Qué los llevó a lanzar las más fuertes exclamaciones de asombro y sorpresa?

Nuestros cuartos sanitarios.

Bien se veía que muchos de esos hombres habían viajado extensamente en Su Viejo Mundo, pero también estaba bastante claro que en ningún lugar habían encontrado una facilidad interior para llevar a cabo las funciones primarias de uno. De por sí se asombraron de encontrar tales cuartos en el palacio que ocupaban; pero mayor fue su sorpresa cuando los llevamos a visitar la plaza del mercado de Tlaltelolco y encontraron instalaciones públicas al alcance de la gente del pueblo: los vendedores y los comerciantes de allí. Cuando primero se fijaron en estas cosas los españoles, cada uno de ellos, incluyendo al mismo Cortés, simplemente tuvieron que entrar y probarlo. Así también lo hizo Malintzin, ya que esos artefactos eran tan desconocidos en su tierra semicivilizada de Cupilco como por lo visto lo eran en España y en la Santa Roma. Mientras Cortés y su compañía permanecieron en la isla, y mientras existió la plaza, esos baños públicos fueron las atracciones más populares y solicitadas de todas las que pudiera ofrecer Tenochtitlan.

Mientras los españoles quedaban encantados con los cubículos de agua disponible, nuestros médicos mexica maldecían esos mismos objetos, porque deseaban ávidamente adquirir una muestra del excremento de Cortés. Y si los españoles se estaban comportando como niños con juguete nuevo, esos doctores lo hacían como ratones quimíchime, siempre detrás de Cortés o asomando las cabezas por las esquinas. Cortés no pudo más que darse cuenta de cómo esos extraños ancianos se asombraban repentinamente y lo miraban fijamente, donde quiera que fuera. Por fin le preguntó a Motecuzoma por ellos, y éste, secretamente divertido por los hechos, contestó que sólo eran doctores velando por la salud de su huésped más honrado. Cortés se encogió de hombros y no dijo más, aunque sospecho que se quedó con la impresión de que todos nuestros médicos estaban más necesitados de ayuda que cualquiera de sus pacientes. Por supuesto que lo que los doctores estaban haciendo, y no demasiado sutilmente, era tratar de verificar su conclusión anterior de que el hombre blanco Cortés estaba efectivamente afligido con la enfermedad del nanaua. Trataban de medir con la vista la curvatura significante de los huesos de sus muslos, tratando de acercarse lo suficiente para saber si respiraba con el ruido sorbente característico de ese mal, y trataban también de asomarse a ver si tenía las muelas y dientes con agujeros.

Hasta yo empecé a sentir que eran una vergüenza y un estorbo, porque siempre estaban espiando nuestras caminatas por la ciudad y saliendo de pronto de lugares inesperados.

Un día literalmente tropecé con un doctor anciano que estaba empinado para observar mejor la pierna de Cortés; enojado lo llevé aparte y le dije: «Si no se atreve a pedir permiso para examinar a este exaltado hombre blanco, seguramente puede inventar alguna excusa para examinar a su mujer, que solamente es una de nosotros». «No serviría de nada, Mixtzin —dijo tristemente el doctor—. Ella no queda infectada sólo por tener contacto con ellos. El nanaua es contagioso sólo en las primeras etapas de esa enfermedad. Si, como sospechamos, el hombre nació de una madre enferma, entonces desde hace mucho dejó de ser una amenaza para cualquier otra mujer, aunque sí podría darle un hijo enfermo. Es natural que todos nosotros queramos saber ansiosamente si hemos adivinado su condición correctamente, pero no podemos estar seguros. Si no fuera porque está tan fascinado con las facilidades sanitarias, podríamos examinar su orina para buscar indicios de chiatoztli…». Dije con exasperación: «Los puedo encontrar a ustedes donde sea, menos empinados en los sanitarios. Le sugiero, señor médico, que vaya e instruya al mayordomo de palacio, para que ordene quitar el sanitario de este hombre por unos esclavos, explicando que está tapado y mientras le pueden proporcionar una olla para su uso e instruir también a la criada para que le entregue a usted esa olla…». «Ayyo, es una idea brillante», dijo el médico y rápidamente se fue. Ya no se nos molestó más durante nuestras excursiones, pero jamás supe si los doctores encontraron alguna evidencia definitiva de que a Cortés le aquejara un mal tan vergonzoso.

Debo informarles de que aquellos primeros españoles no admiraban todo en Tenochtitlan. Algunas de las cosas que les enseñamos, les disgustaron y hasta las despreciaron. Por ejemplo, se estremecieron violentamente al contemplar un estante de cráneos en El Corazón del Único Mundo. Veían con asco el que nosotros quisiéramos conservar aquellas reliquias de tantas personas distinguidas que habían partido a sus Muertes-Floridas en esa plaza. Pero he escuchado que sus historiadores españoles cuentan de su antiguo héroe, el Cid, cuya muerte se mantuvo en secreto para que no lo supieran sus enemigos, mientras que su cuerpo ya tieso por la muerte, era doblado para ser montado en un caballo, y así guió a su ejército para ganar la última batalla. Como ustedes los españoles parecen atesorar ese cuento, no sé por qué Cortés y sus compañeros creían que nuestra exhibición de los cráneos de personas ilustres era más horrorosa que la preservación del cadáver del Cid después de su muerte.

Pero las cosas que más asco les daban a los hombres blancos eran nuestros templos, con la evidencia de sus muchos sacrificios, tanto recientes como pasados. Para dar a los visitantes la mejor vista posible de su ciudad, Motecuzoma los llevó a la cumbre de la Gran Pirámide, que, a excepción del tiempo en que duraban los sacrificios ceremoniales, siempre se conservaba limpia y reluciente por fuera. Los huéspedes ascendían las escaleras a cuyos lados estaban los portabanderas, admirando la gracia e inmensidad del edificio, sus pinturas tan vívidas y sus decorados en oro batido, y podían ver a su alrededor la vista de la ciudad y el lago que se extendía conforme iban subiendo. Los dos templos arriba de la pirámide también estaban brillantes por fuera, pero el interior de ellos jamás se limpiaba. Como la acumulación de sangre significaba la acumulación de nuestra reverencia, las imágenes y muros, así como los techos y pisos, estaban tiesos de sangre coagulada.

Los españoles entraron al templo de Tláloc e inmediatamente corrieron hacia afuera, con gestos y exclamaciones de náusea. Fue la primera y única vez que vi que los hombres blancos retrocedieran ante un mal olor, o hasta que percibieran uno, pero en verdad que la pestilencia de ese lugar era peor que la de ellos. Cuando pudieron controlar las sensibilidades de sus estómagos, Cortés, Alvarado y el sacerdote Bartolomé entraron nuevamente, y tuvieron espasmos de rabia cuando descubrieron que la imagen hueca de Tláloc se había llenado hasta el borde de su boca cuadrada y abierta con corazones humanos en estado de putrefacción. Cortés estaba tan enfurecido que sacó su espada y con ella le dio un fuerte golpe a la estatua. Sólo rompió un fragmento de sangre seca de la cara de piedra de Tláloc, pero fue un insulto que hizo que Motecuzoma y sus sacerdotes dieran un grito de sobresalto y consternación. Sin embargo, Tláloc no respondió con ningún trueno devastador o con un relámpago, y Cortés controló su ira.

Le dijo a Motecuzoma: «Este ídolo vuestro, no es un dios. Es una cosa del mal que nosotros llamamos un diablo. Debe ser tirado, sacado y enterrado en una oscuridad eterna. Permitidme colocar en su lugar la cruz de Nuestro Señor y una imagen de Nuestra Señora. Veréis que este demonio no se atreverá a oponerse y os daréis cuenta de que es inferior y que le teme a la Verdadera Fe, y haríais bien en hacer a un lado a seres tan malvados y en adorar a los nuestros que son bondadosos».

Motecuzoma con seguridad dijo que la idea era inaudita, pero los españoles volvieron a sentir náuseas cuando entraron al templo adyacente de Huitzilopochtli, y otra vez cuando vieron los templos similares, en la cumbre de la pirámide menor de Tlaltelolco, y cada vez Cortés se expresaba con mayor repugnancia y palabras más fuertes. «Los totonaca —dijo él— han limpiado su país de estos ídolos sucios y le han entregado su alianza a Nuestro Señor y Su Virgen Madre. Se ha arrasado ese templo monstruoso en la montaña de Chololan. En estos momentos, algunos de mis frailes están instruyendo al Rey Xicotenca y a su corte para recibir las bendiciones del Cristianismo. Os digo que en ninguno de esos lugares se ha escuchado aunque sea sólo un gemido por parte de esas viejas deidades diabólicas. ¡Os doy mi palabra y juramento, que tampoco lo harán cuando vosotros los echéis fuera!». Motecuzoma contestó y yo traduje, tratando de imitar la frialdad de sus palabras: «Capitán General, usted está aquí como mi huésped y un huésped educado no menosprecia las creencias de su anfitrión, como tampoco se burlaría del gusto de su anfitrión en vestirse o en sus esposas. También, aunque usted sea mi huésped, la mayoría de mi pueblo resiente el tener que ser hospitalario con ustedes. Si trata de entrometerse con sus dioses, los sacerdotes levantarán sus voces en contra de ustedes, y en asuntos de religión los sacerdotes pueden mandar sobre mis órdenes. El pueblo obedecerá a los sacerdotes, no a mí, y tendrá suerte si usted y sus hombres son echados vivos de Tenochtitlan». Aun el impetuoso Cortés comprendió que se le estaba recordando fríamente la posición tan frágil en que se encontraban, así es que dejando el templo a un lado, murmuró unas palabras de disculpa. Ante lo cual Motecuzoma también perdió algo de su frialdad y dijo: «Sin embargo, trato de ser un hombre justo y un anfitrión generoso. Me he dado cuenta de que ustedes los Cristianos no tienen un lugar en donde adorar a sus dioses, y no me opongo a que lo hagan. Ordenaré que el pequeño Templo Águila que está en la gran plaza se limpie y que sean quitadas las piedras de sus altares y sus imágenes, y todo aquello que pueda ser ofensivo a su religión. Sus sacerdotes pueden amueblarlo como ellos lo requieran y el templo será su templo por el tiempo que ustedes lo deseen».

Naturalmente que nuestros propios sacerdotes no oyeron con agrado ni siquiera esa pequeña concesión que les había otorgado a los extranjeros, pero no hicieron más que gruñir cuando los sacerdotes blancos se apoderaron del pequeño templo. De ahí en adelante, el lugar fue más frecuentado que nunca antes. Los sacerdotes Cristianos parecían decir sus misas y demás servicios continuamente de mañana a tarde, ya fuera que los soldados blancos atendieran esos servicios o no, o para una gran cantidad de nuestra propia gente, que atraída por la simple curiosidad empezó a acercarse a esos servicios. Digo nuestra propia gente, pero en realidad se trataba principalmente de las mujeres de los hombres blancos y los guerreros aliados de otras naciones. Pero los sacerdotes usaban a la Malintzin para que ella tradujera sus sermones, y veían gustosos cuando muchos de los participantes paganos se sometían —aun no más que curiosos por la novedad de ello— a tomar la sal y a ser rociados con el agua del bautismo que les daba un nombre nuevo. De todos modos, la concesión de ese templo por parte de Motecuzoma, temporalmente distrajo a Cortés de poner sus manos violentas sobre nuestros antiguos dioses, como lo había hecho en otros lugares.

Cuando los españoles llevaban en Tenochtitlan poco más de un mes, pasó algo que pudo haberlos expulsado de allí para siempre y hasta de todo El Único Mundo. Un mensajero-veloz llegó de parte del Señor Patzinca de los totonaca, y si se hubiera entregado su mensaje a Motecuzoma, como anteriormente se había hecho, la estancia del hombre blanco hubiera terminado entonces. Sin embargo, el mensajero dio su informe al ejército totonaca acampado en la tierra firme, y fue llevado por uno de esa compañía a la ciudad para que lo repitiera en privado a Cortés. La noticia era que había sucedido algo de mucha gravedad en la costa.

Lo que había pasado era lo siguiente: Un recolector de tributos mexica llamado Cuaupopoca, al hacer su visita acostumbrada a varias naciones tributarias, acompañado por una tropa de guerreros mexica, había recogido los tributos anuales de los huaxteca, quienes también vivían en la costa, pero al norte de los totonaca. Luego, llevando una caravana de cargadores huaxteca reclutados para cargar sus propios bienes tributarios a Tenochtitlan, Cuaupopoca se había ido al sur a la tierra totonaca, como lo había estado haciendo año tras año, durante mucho tiempo. Pero al llegar a la capital Tzempoalan, grande fue su asombro e indignación al encontrarse que los totonaca no esperaban su llegada. No se había reunido nada para él; no se encontraba ningún cargador esperándolo; el gobernante Señor Patzinca ni siquiera tenía preparada la lista acostumbrada para que Cuaupopoca supiera en qué consistía el tributo.

Como venía de las tierras fronterizas del norte, Cuaupopoca no había oído nada de las desventuras que les habían sucedido a los registradores mexica quienes siempre eran enviados antes que él y no había sabido nada de lo ocurrido. Motecuzoma le pudo haber enviado un mensaje con facilidad, pero no lo había hecho. Y jamás sabré si el Venerado Orador simplemente se olvidó, por la presión de tantos otros sucesos, o si deliberadamente decidió que las recolecciones de tributos siguieran como de costumbre, sólo para ver qué pasaba. Bueno, Cuaupopoca trató de hacer su trabajo. Le exigió el tributo a Patzinca, quien retorciéndose las manos rehusó a entregárselo, con el argumento de que ya no era un subordinado de la Triple Alianza. Tenía nuevos amos, blancos, quienes vivían en una aldea fortificada más abajo en la playa. Patzinca, lloriqueando, le sugirió a Cuaupopoca que se dirigiera al oficial blanco encargado de allí, un tal Juan de Escalante.

Enfurecido y extrañado, pero decidido, Cuaupopoca llevó a sus hombres a la Villa Rica de la Vera Cruz, para ser recibidos con burlas en un idioma incomprensible, pero que en la forma en que era hablado se podía reconocer que era insultante. Así que él, un simple recolector de tributos, hizo lo que hasta entonces ni el poderoso Motecuzoma había hecho todavía: se opuso a ser tratado de una manera tan despectiva y se opuso de un modo extenuante, violento y decisivo. Al hacerlo, Cuaupopoca tal vez cometió un error, pero lo hizo de una manera grande, de la manera señorial esperada de los mexica. Patzinca y Escalante cometieron un error más grande al provocar esta reacción, porque debieron ser conscientes de su vulnerabilidad. Casi todo el ejército totonaca había marchado con Cortés, junto con prácticamente todos los suyos. Tzempoalan tenía pocos hombres que lo pudieran defender, y Vera Cruz no se encontraba en mejor posición, ya que la mayoría de su ejército consistía en unos remeros que se habían quedado simplemente porque no habían barcas en donde requirieran sus servicios.

Cuaupopoca, repito, sólo era un oficial menor de los mexica. Tal vez yo sea la única persona que recuerde su nombre, aunque muchos todavía recuerdan el destino que le reservó su tonali. Este hombre era cumplido en su deber de recolectar tributos, y ésa era la primera vez en toda su carrera que se había encontrado con que una nación tributaria lo desafiaba, y él debió de tener un temperamento fiero, como su nombre —quería decir Águila Humeante— y nada podría haberlo detenido en el cumplimiento de su misión. Dio una orden cortante a su fuerza de guerreros mexica y éstos rápidamente se pusieron en acción, porque eran hombres de guerra, aburridos de las pocas exigencias que les demandaba su deber de escolta. Alegremente aprovecharon esa oportunidad para combatir, y no se amedrentaron por los disparos de los pocos arcabuces y ballestas, tirados desde la barricada de la aldea, por los hombres blancos.

Mataron a Escalante y a los pocos soldados profesionales que Cortés había dejado encargados del mando. Los remeros, que no eran hombres de guerra, se rindieron inmediatamente. Cuaupopoca colocó guardias allí y alrededor del palacio de Tzempoalan, y le ordenó al resto de sus hombres despojar a esa nación, que había rendido. Ese año, proclamó a los totonaca aterrorizados que su tributo no comprendería una fracción de sus bienes y productos agrícolas, sino todo. Por lo que había sido una hazaña del mensajero de Patzinca, el haber escapado del palacio vigilado, y deslizarse entre los guerreros de Cuaupopoca y llevarle la mala noticia a Cortés.

Es seguro que Cortés percibió cuán peligrosa se había convertido su propia posición y lo inseguro de su porvenir, pero no perdió el tiempo meditando. Inmediatamente se dirigió al palacio de Motecuzoma, ni sumiso ni sintiendo miedo. Se llevó al gigante pelirrojo Alvarado, a Malintzin y a una cantidad de hombres bien armados, y todos ellos hicieron a un lado a los mayordomos del palacio y sin ceremonia alguna entraron directamente al salón del trono de Motecuzoma. Cortés se enfureció, o lo simuló, mientras le contaba al Venerado Orador una versión corregida del informe que había recibido. Según lo contó, una banda de ladrones mexica sin provocación alguna había atacado a los pocos hombres que había dejado en la costa y que vivían apaciblemente, y los habían matado. Era un rompimiento grave de la tregua y amistad que Motecuzoma había prometido, ¿y qué haría éste al respecto?

El Venerado Orador sabía de la presencia de la caravana de tributos en esa área en general, así que al oír la narración de Cortés debió de suponer que se habían visto envueltos en una escaramuza que había causado daño a los hombres. Pero no era necesario que se apresurara a reconciliarse con Cortés; pudo haber contemporizado el tiempo suficiente como para informarse del verdadero estado de las cosas. Y la verdad era ésta: el único poblado establecido por los hombres blancos en esas tierras se había rendido a las tropas mexica, encabezadas por Cuaupopoca; el aliado más fuerte de los hombres blancos, el Señor Patzinca, se encontraba acobardado en su palacio, prisionero de los mexica. Mientras tanto, Motecuzoma tenía a casi todos los hombres blancos en su isla, una presa que fácilmente podría ser eliminada; y las demás tropas de hombres blancos de Cortés, así como sus guerreros indígenas, con facilidad se podrían detener antes de llegar a la isla, mientras los ejércitos de la Triple Alianza que se encontraban en tierra firme, se juntarían para acabar con ellos. Gracias a Cuaupopoca, Motecuzoma tenía a todos los españoles y sus aliados indefensos en la palma de su mano. Bastaba con cerrar esa mano y hacer un puño y apretar hasta que la sangre corriera entre sus dedos.

No lo hizo. Le expresó a Cortés su consternación y sus condolencias. Mandó una fuerza de sus guardias de palacio para presentar sus disculpas a Tzempoalan y Vera Cruz, y quitarle a Cuaupopoca su autoridad y con órdenes de arrestarlo a él y a sus oficiales principales y conducirlos a Tenochtitlan.

Lo que era peor, cuando Cuaupopoca, quien merecía un premio por lo que había hecho, así como sus quáchictin, Águilas Viejas, del ejército mexica, se hincaron con obediencia ante el trono, en donde Motecuzoma se sentaba relajado y cómodo, con Cortés y Alvarado a cada lado y con una voz nada señorial les dijo a los prisioneros: «Ustedes han excedido la autoridad de su misión. Han avergonzado a su Venerado Orador seriamente y han puesto en peligro el honor de la nación mexica. Han roto la promesa de tregua que le había concedido a estas estimables visitas y todos sus subordinados. ¿Tienen algo que decir en su defensa?». Cuaupopoca fue cumplido hasta el final, aunque se veía que era más hombre, más noble y más mexica, que la criatura en el trono, a quien se dirigió respetuosamente: «Yo lo hice solo y por mi cuenta, Señor Orador. Hice lo que creí mejor. Ningún hombre pudo haber hecho más». Motecuzoma dijo sin expresión: «Me ha causado un gran daño. Pero las muertes y daños han perjudicado a nuestros huéspedes. Por lo tanto… —e increíblemente el Venerado Orador del Único Mundo añadió—: Por lo tanto, cederé mi veredicto al Capitán General Cortés y dejaré que él determine qué castigo merecen».

Evidentemente, Cortés ya había pensado en algo, porque decretó un castigo que seguramente evitaría que ningún individuo tratara de oponerse, y al mismo tiempo fue un castigo que intencionalmente se burlaba de nuestras costumbres y vejaba a nuestros dioses. Ordenó que se matara a los cinco, pero que no fuera una Muerte Florida. No se daría el corazón para alimentar a ningún dios, no se derramaría sangre para honrar algún dios, ni se despojaría a estos hombres de algún miembro de sus cuerpos, para usarse como ofrenda en algún rito de sacrificio.

Cortés mandó a sus soldados traer una cadena larga; era la más gruesa que yo había visto, como una boa redondeada y hecha de hierro; más tarde supe que era de lo que se llama una cadena de ancla, utilizada para inmovilizar sus pesados barcos. Con mucho esfuerzo por parte de los soldados y seguramente causándole mucho dolor a Cuaupopoca y a sus cuatro guerreros, los eslabones gigantescos de aquella cadena fueron puestos sobre las cabezas de los hombres condenados; para que un eslabón colgara del cuello de cada hombre. Fueron llevados al Corazón del Único Mundo, donde un gran madero se había colocado parado en la plaza… a poca distancia de aquí, enfrente de donde ahora se encuentra la catedral, y en donde ahora el Señor Obispo tiene su pilar para exponer a los pecadores en penitencia pública. La cadena se colocó alrededor de la parte superior de ese pesado poste, de modo que los cinco hombres se encontraban parados en forma circular, dando la espalda a aquel tronco, y sujetados por el cuello. Entonces pusieron una carga de leña previamente remojada en chapopotli que se colocó alrededor de sus pies, a lo alto de sus rodillas, y se le prendió fuego.

Un castigo tan innovador —pues se trataba de una ejecución en que deliberadamente no se derramaba sangre— jamás se había visto antes por estas tierras, por lo que la mayoría de los habitantes de Tenochtitlan lo fueron a ver. Pero yo lo vi mientras estaba parado a un lado del sacerdote Bartolomé, y éste me confió que tales suplicios eran algo bastante común en España, y que son los más apropiados para la ejecución de los enemigos de la Santa Madre Iglesia, porque la Iglesia siempre le ha prohibido a su clero el derramamiento de sangre, hasta del pecador más grande. Es una lástima, reverendos escribanos, que su Iglesia no emplee unos métodos más misericordiosos de ejecución. Porque he visto muchas formas de matar y de morir en mis tiempos, pero creo que ninguno tan espantoso como el que Cuaupopoca y sus oficiales tuvieron que sufrir ese día.

Lo soportaron valientemente por algún tiempo, mientras las llamas primero brincaban por sus piernas. Arriba del pesado collar de hierro de los eslabones de cadena, sus caras tenían expresiones calmadas y resignadas. No estaban atados de ninguna forma al poste, pero no pateaban sus piernas ni movían sus brazos, o gesticulaban de algún modo indecoroso. Sin embargo, cuando las llamas llegaron a sus ingles y les quemaron sus taparrabos y comenzaron a quemar lo que había debajo, sus expresiones eran de agonía. Y luego el fuego ya no necesitó ser alimentado de leña o chapopotli; bastó con el aceite natural de sus pieles, así como el tejido grasoso inmediatamente abajo de la piel para que se extendiera. En lugar de que se les estuviera quemando a los hombres, los hombres mismos empezaron a quemarse por sí mismos y las llamas subieron tan altas que casi no distinguíamos sus caras. Pero vimos el destello más fuerte de cuando su pelo se consumió de pronto y pudimos escuchar los primeros gritos de aquellos hombres.

Después de un rato los gritos se apaciguaron hasta que sólo se escuchó un gemido delgado y agudo apenas distinguible entre el tronar de las llamas, que era más desagradable que los gritos; cuando los espectadores pudimos ver brevemente a los hombres entre las llamas, estaban todos renegridos y arrugados, pero de alguna forma todavía vivían y uno o más continuaron con ese gemido inhumano. Las llamas poco a poco penetraron debajo de su piel y comenzaron a morder sus músculos, y eso hizo que éstos se apretaran de una manera rara, pues los cadáveres de los hombres comenzaron a contorsionarse. Sus brazos se doblaron por sus codos; sus manos con los dedos quemados subieron a sus caras, o mejor dicho donde habían estado sus caras. Lo que quedaba de sus piernas lentamente se dobló a la rodilla y a la cadera; se levantaron del suelo y se encogieron contra sus estómagos.

Conforme quedaban colgados y asados se iban encogiendo, hasta que dejaron de parecer hombres, tanto en tamaño como en aspecto. Sólo sus cabezas achicharradas y sin facciones seguían siendo de tamaño normal; por lo demás parecían cinco niños, renegridos, y en una postura semejante a la de un niño cuando duerme. Y era difícil creer que dentro de esas cosas dignas de lástima todavía había vida, pues ese ruido agudo continuó hasta que sus cabezas estallaron. La leña remojada en chapopotli da un fuego caliente y tal calor que hace que el cerebro hierva y se vaporice hasta que el cráneo ya no lo pueda contener más. Hubo un ruido repentino como el de una olla de barro cuando se rompe y se oyó cuatro veces más, y luego no se escuchó más que el ruido de los últimos pedazos de los cuerpos, que caían al fuego, y el suave rechinar de la leña que descansaba en una suave cama de brasas.

Tardó bastante en enfriarse la cadena del ancla lo suficiente como para que los soldados pudieran desenredarla del poste quemado y dejar que los cinco pequeños cuerpos cayeran a las cenizas para quedar completamente quemados, y se llevaron la cadena para guardarla por lo que ofreciera en el futuro, aunque desde entonces no se ha hecho otra ejecución igual. Eso fue hace once años. Pero el año pasado, Cortés regresó de su visita a España donde su Rey Carlos lo ascendió a Capitán General y lo ennobleció con el título de Marqués del Valle, y Cortés mismo diseñó el emblema de su nueva nobleza. Lo que ustedes llaman su escudo de armas, ahora se puede ver por donde quiera; está marcado con varios símbolos y el escudo está rodeado por una cadena, y en los eslabones de esa cadena cuelgan cinco cabezas humanas. Cortés pudo haber conmemorado otros de sus triunfos, pero él bien sabe que el fin del valiente Cuaupopoca marcó el principio de la conquista de El Único Mundo.

Causó mucha inquietud e incertidumbre entre nuestra gente el que la ejecución hubiera sido decretada y dirigida por los extranjeros blancos, quienes no debían ejercer tal autoridad. Pero el siguiente suceso fue aún más inesperado, increíble y extraño: Motecuzoma anunció públicamente que iba a dejar su propio palacio e ir a vivir durante un tiempo con los hombres blancos.

Los ciudadanos de Tenochtitlan se reunieron en El Corazón del Único Mundo, viendo con expresiones petrificadas el día que su Venerado Orador, caminando plácidamente, atravesó la plaza del brazo de Cortés, bajo ninguna aparente o visible presión, y entró en el palacio de su padre Axayácatl, el palacio que ocupaban los forasteros. Durante los siguientes días, hubo un tráfico constante yendo y viniendo de un lado a otro de la plaza mientras los soldados españoles ayudaban a los cargadores y esclavos de Motecuzoma a cambiar toda la corte de un palacio a otro: a sus esposas, hijos y sirvientes, su guardarropa y los muebles de todas sus habitaciones, el contenido de la sala del trono, su biblioteca y los registros de la tesorería y todo lo necesario para conducir los asuntos de la corte.

Nuestra gente no podía entender por qué su Venerado Orador quería ser huésped de sus huéspedes, o de hecho el prisionero de sus propios prisioneros. Pero creo saber el porqué. Hacía mucho tiempo que yo había oído describir a Motecuzoma como «un tambor hueco», y a través de los años escuché a ese tambor hacer ruidos fuertes, y la mayoría de las veces supe que éstos eran producidos por el golpear de las manos de los sucesos, de las circunstancias, sobre las cuales Motecuzoma no tenía ningún control… o cosas que sólo podía pretender controlar… o que aparentemente trataba de controlar. Si hubo alguna vez una esperanza de que algún día llegara a golpear su tambor con sus propias baquetas, por decir así, esa esperanza se desvaneció cuando le cedió a Cortés la resolución del asunto de Cuaupopoca.

Porque nuestro jefe guerrero Cuitláhuac, poco después afirmó lo que en efecto había logrado Cuaupopoca —una ventaja que pudo haber puesto a los hombres blancos, así como a sus aliados, a nuestra merced—, y Cuitláhuac no utilizó frases fraternales al contar cómo Motecuzoma de una manera tan apresurada, débil y desgraciada había desperdiciado la mejor oportunidad de salvar El Único Mundo. Esa revelación de su último y peor error, le quitó por completo cualquier fuerza o voluntad o señoría aún inherente en el Venerado Orador. Efectivamente se convirtió en un tambor hueco, demasiado flojo como para hacer algún ruido al ser tocado. Y en tanto que Motecuzoma disminuía para quedar en el letargo y la debilidad más completa, Cortés se erguía cada vez más audaz. Después de todo, él había demostrado que tenía el poder de la vida y de la muerte, aun estando dentro del cerco de los mexica. Había salvado a su puesto en la Vera Cruz y a su aliado Patzinca casi de ser extinguidos, por no mencionar a él mismo y todos los hombres que lo acompañaban. Así es que no vaciló al hacer a Motecuzoma la inaudita exigencia de que voluntariamente se sometiera a su propia captura.

«No soy un prisionero. Ustedes pueden verlo —dijo Motecuzoma la primera vez que mandó llamar a su Consejo de Voceros y a mí, junto con algunos otros señores, para que fuéramos a verlo a su nuevo salón del trono—. Aquí hay suficiente espacio para toda mi corte, cuartos cómodos para todos nosotros y suficientes facilidades que me permiten seguir conduciendo los asuntos de la nación, en los cuales les puedo asegurar que los hombres blancos no tienen ninguna voz. Su propia presencia en este momento prueba que mis señores consejeros, sacerdotes y mensajeros tienen libre acceso a mí y yo a ellos, y no necesita estar aquí ningún forastero. No van a interferir tampoco en nuestras observancias religiosas, aun en aquellas que requieren algún sacrificio. En pocas palabras, nuestras vidas seguirán exactamente como siempre. Antes de estar de acuerdo en cambiar mi residencia, hice que el Capitán General me diera esas garantías». «¿Pero por qué estuvo usted de acuerdo con todo lo que ellos exigieron? —preguntó el Mujer Serpiente, con voz angustiada—. Eso no está bien, mi señor. No era necesario». «Tal vez no era necesario, pero sí prudente —dijo Motecuzoma—. Desde que los hombres blancos entraron en mis dominios, mi propia gente o aliados, en dos ocasiones, han atentado en contra de sus vidas y propiedades, primero en Chololan y últimamente en la costa. Cortés no me echa la culpa, ya que esos intentos se hicieron como desafío o en la ignorancia de mi promesa de una tregua. Pero esas cosas podrían suceder otra vez. Yo personalmente le he advertido a Cortés que mucha de nuestra gente resiente la presencia de los hombres blancos. Cualquier cosa que haga que ese resentimiento se agrave podría hacer que nuestro pueblo olvidara su obediencia hacia mí, y se levantarían otra vez, causando un gran desorden». «Si Cortés está preocupado por el resentimiento que le guarda nuestra gente —dijo un consejero anciano—, con facilidad podría remediarlo. Que se vaya por donde vino». Motecuzoma contestó: «Exactamente le dije eso, pero por supuesto es imposible. No tiene modo de hacerlo hasta que, como espera, su Rey Don Carlos le envíe más barcos. Mientras tanto, si él y yo residimos en el mismo palacio, eso demuestra dos cosas: que confío en que Cortés no me haga daño y que confío en que mi pueblo no lo provoque para que él, a su vez, no haga daño a nadie, así estas gentes se verán menos inclinadas a causar más altercados. Y es por estas razones que Cortés me pidió que fuera su huésped aquí». «Su prisionero», dijo Cuitláhuac, casi despectivamente. «No soy un prisionero —insistió Motecuzoma nuevamente—. Todavía soy el Uey-Tlatoani, el gobernante de esta nación y el principal aliado de la Triple Alianza. He concedido esta pequeña gracia para asegurar el mantenimiento de la paz entre nosotros y los hombres blancos, hasta que éstos se vayan». Yo dije: «Discúlpeme, Venerado Orador. Usted parece estar muy seguro de que se irán. ¿Cómo lo sabe usted? ¿Cuándo será eso?». Me miró como deseando que no hubiera preguntado eso. «Se irán cuando lleguen los barcos por ellos. Y sé que se irán, porque les he prometido que se pueden llevar lo que vinieron a buscar».

Hubo un pequeño silencio; luego alguien dijo: «Oro». «Sí, mucho oro. Cuando los soldados blancos ayudaron en la mudanza de mi residencia, registraron mi palacio de arriba a abajo y descubrieron los cuartos de la Tesorería, aunque había tomado la precaución de mandar tapiar las puertas, y…». Fue interrumpido por exclamaciones de disgusto de la mayor parte de los hombres allí presentes, y Cuitláhuac le preguntó: «¿Les darás el tesoro de la nación?». «Sólo el oro —dijo Motecuzoma a la defensiva—. Y las joyas más valiosas. Es todo lo que les interesa. No les importan las plumas, los tintes y las piedras de jade y las raras semillas de flores y demás. Eso seguirá atesorado y esas riquezas sostendrán a la nación el tiempo suficiente para que nosotros podamos trabajar, pelear e incrementar nuestras demandas tributarias hasta recuperar todo nuestro tesoro». «¡Pero por qué dárselo!», gritó alguien. «Sepan esto —continuó Motecuzoma—, los hombres blancos podrían exigir eso, además de la riqueza de cada noble como precio de su partida. Podrían hacer una guerra a causa de esto y llamar a sus aliados que están en tierra firme y pedirles ayuda para que se nos despoje de todo. Prefiero evitar tal situación, ofreciéndole el oro y las joyas en un aparente gesto de generosidad». El Mujer Serpiente dijo entre dientes: «Aun como el Alto Tesorero de la Nación, como aparente guardián del tesoro que mi señor está regalando, debo reconocer que sería un precio pequeño que pagar con tal de expulsar a esos extranjeros. Pero le quisiera recordar a mi señor que en otras ocasiones cuando se les ha dado oro, sólo se les ha estimulado a querer más». «No tengo más para darles y créanme de que los he convencido de que es la verdad. A excepción del oro que está circulando como moneda o que está guardado por ciudadanos individuales, ya no hay más oro en las tierras mexica. Nuestro tesoro en oro representa el acumulo de gavillas y gavillas de años. Es el ahorro hecho por todos los Venerados Oradores en el pasado. Se llevaría generaciones y más generaciones para poder rasguñar y extraer de nuestras tierras una fracción más de él. También he hecho de esto un obsequio condicional. No lo tocarán hasta que se vayan de aquí y se lo deben llevar directamente a su Rey Don Carlos como un regalo personal, de mí para él, el regalo de todo el tesoro que tenemos. Cortés está de acuerdo, y yo también, como también lo estará su Rey Don Carlos. Cuando los hombres blancos se vayan, ya no regresarán más».

Nadie dijo nada para contradecirle; una vez que nos hubo despedido y que habíamos pasado por la puerta del palacio hacia el Muro de la Serpiente, fue cuando comentamos mientras cruzábamos la plaza.

Alguien dijo: «Esto es intolerable. El Cem-Anáhuac Uey-Tlatoani está siendo detenido como prisionero por esos salvajes sucios y apestosos». Alguien más dijo: «No, Motecuzoma tiene razón. Él no es ningún prisionero. Los prisioneros somos el resto de nosotros. Mientras él humildemente se entrega como rehén, ningún mexica se atreverá ni siquiera a escupir al hombre blanco». Otra persona dijo: «Motecuzoma ha rendido su persona y la independencia orgullosa de los mexica, además de la mayor parte de nuestro tesoro. Si los barcos de los hombres blancos tardan en llegar, ¿quién nos puede decir qué más les podrá entregar la siguiente vez?». Y luego alguien dijo lo que todos estábamos pensando: «En el transcurso de toda la historia de los mexica, ningún Uey-Tlatoani jamás ha sido despojado de su rango mientras viviera. Ni siquiera Auítzotl, cuando ya no fue capaz de seguir gobernando». «Pero se nombró a un regente para que gobernara en su nombre, y funcionó bastante bien, al mismo tiempo que unía la sucesión». «Cortés podría tener la ocurrencia de matar a Motecuzoma en cualquier momento. ¿Quién conoce los caprichos del hombre blanco? O Motecuzoma podría morir del propio asco que representa. Parece listo para ello». «Sí, el trono podría estar vacío de un momento a otro. Si tomamos la debida precaución ante esa posibilidad, podríamos tener un gobernante provisional listo… en caso de que el comportamiento de Motecuzoma fuera tal que debiéramos despojarlo de su título por órdenes del Consejo de Voceros». «Se debe decidir y arreglar en secreto. Evitémosle a Motecuzoma esa humillación, hasta que no quede otra alternativa. También, Cortés no debe tener la menor sospecha de que su rehén de un momento a otro, podría serle inútil».

El Mujer Serpiente se dirigió a Cuitláhuac, quien hasta entonces no había comentado nada y le dijo, usando su título de nobleza: «Cuitláhuatzin, como hermano del Orador, normalmente serías el primer candidato que se podría considerar como sucesor suyo a su muerte. ¿Aceptarías el título y la responsabilidad de regente, si en un cónclave formal acordáramos llegar a eso?». Cuitláhuac caminó unos pasos más adelante, frunciendo el ceño en meditación. Por fin dijo: «Me dolería usurpar el poder de mi propio hermano mientras él siga viviendo, pero en verdad es, mis señores, que me temo que sólo está viviendo a medias ahora, y ya ha abdicado de casi todo su poder. Si el Consejo de Voceros decide que la supervivencia de nuestra nación depende de ello y elige el momento oportuno, yo gobernaré en la capacidad que se me pida».

Pero en la manera que todo fue sucediendo, no hubo necesidad inmediata de que Motecuzoma fuera usurpado, o que se tomara ninguna acción drástica. Es más, durante considerable tiempo pareció ser que Motecuzoma había estado en lo cierto al aconsejar que todos debíamos calmarnos y esperar. Porque los españoles permanecieron en Tenochtitlan durante aquel invierno, y si no hubiera sido porque eran tan blancos, casi no nos hubiéramos fijado en su presencia. Pudieron haber sido gente campesina de su propia raza, venidos a la gran ciudad a una fiesta, para ver sus atractivos y divertirse apaciblemente. Hasta se comportaron irreprochablemente durante nuestras ceremonias religiosas. Algunas de ellas, las que llevaban solamente música, baile y canto, eran vistas por los españoles con interés y algunas veces hasta con diversión. Cuando los ritos llevaban el sacrificio del xochimique, los españoles discretamente permanecían en su palacio. Nosotros, los ciudadanos, por nuestra parte, tolerábamos a los hombres blancos, tratándolos con cortesía, pero manteniéndonos a cierta distancia. Así que durante todo ese invierno no hubo fricciones entre nosotros y ellos, ningún incidente premeditado, ni siquiera se dejaron ver más augurios.

Motecuzoma, sus cortesanos y consejeros parecieron adaptarse con facilidad a su cambio de domicilio, y el gobierno de los asuntos de la nación no pareció ser afectado por el cambio del centro de gobierno. Como lo habían hecho siempre todos los demás Uey-Tlatoani, se veía con frecuencia con su Consejo de Voceros: recibía emisarios de las lejanas provincias mexica, de las otras naciones de la Triple Alianza y de naciones extranjeras, concedía audiencias a suplicantes individuales que llevaban peticiones, así como demandantes con quejas. Uno de sus visitantes más frecuentes era su sobrino Cacama, sin duda nervioso y con razón acerca de lo inseguro que estaba en su trono en Texcoco. Pero tal vez Cortés también le estaba pidiendo a sus aliados y subordinados que «tuvieran calma y esperaran». De todos modos, ninguno de ellos, ni el Príncipe Flor Oscura, impaciente por apoderarse del trono de los acolhua, hicieron algo drástico o indebido. Durante ese invierno, la vida de nuestro mundo pareció seguir, como lo había prometido Motecuzoma, exactamente como siempre.

Digo que «parecía», porque en lo personal tuve menos y menos que ver con los asuntos del estado. Rara vez se solicitaba mi presencia en la corte, excepto cuando alguna cuestión se suscitaba, sobre la cual Motecuzoma deseaba la opinión de todos sus señores residentes en la ciudad. Mi ocupación, menos señorial, de servir como intérprete también fue siendo menos necesaria y por último ya no fue necesaria, pues Motecuzoma aparentemente había decidido que, si iba a confiar en el hombre Cortés, podría confiar también en la mujer Malintzin. Se les podía ver a los tres paseando mucho tiempo juntos. Eso era difícil de evitar, ya que todos compartían el mismo techo, a pesar de lo grande del palacio. Pero el hecho fue que Cortés y Motecuzoma llegaron a disfrutar de su mutua compañía. Con frecuencia conversaban sobre la historia y el estado actual de sus diferentes países y religiones, y de sus diferentes modos de vivir. Como diversión menos solemne, Motecuzoma le enseñó a Cortés cómo jugar el juego de los frijoles, llamado patoli; por lo menos yo, aunque creo que era el único, tenía la esperanza de que el Venerado Orador estuviera jugando con apuestas grandes y que ganara, para que pudiera quedarse por lo menos con parte del tesoro que les había prometido a los hombres blancos.

A su vez, Cortés enseñó a Motecuzoma diferentes cosas. Mandó a la costa por una cantidad de sus marineros, los artesanos que ustedes llaman carpinteros de ribera, y trajeron consigo sus aperos de metal que iban a necesitar y ellos pusieron a sus leñadores a que cortaran unos árboles completamente derechos, y casi mágicamente convirtieron aquellos troncos en tablones, vigas, costillas y astas. Y en un tiempo sorprendentemente corto habían construido una réplica de medio tamaño de uno de sus barcos oceánicos y lo habían puesto a flote en el lago de Texcoco: el primer barco jamás visto en nuestras aguas que llevara esas alas que ellos llamaban velas. Mientras los marineros se encargaban del problema tan complicado que era guiar esa embarcación, Cortés llevó a Motecuzoma, algunas veces acompañado por miembros de su familia y de la corte, a pasear por los cinco lagos comunicados.

No sentí pena en lo absoluto por haber dejado de asistir, gradualmente, a la corte o haber dejado la traducción de los hombres blancos. Con gusto reanudé mi vida de antes de indolente retiro, para pasar otra vez algún tiempo en la Casa de los Pochteca, aunque no tanto como antes. Mi esposa no me lo pedía, pero yo sentía que debía estar en la casa más seguido en su compañía, porque parecía estar algo débil y tenía la tendencia de cansarse pronto. Luna que Espera siempre había ocupado sus ratos de ocio en labores femeninas como trabajo de bordado, pero me fijaba que ya tenía la costumbre de acercar el trabajo mucho a sus ojos. También solía coger una olla de la cocina o alguna otra cosa, para luego soltarla y romperla. Cuando le pregunté solícitamente, simplemente me contestó: «Me estoy haciendo vieja, Zaa». «Sí, somos casi de la misma edad», le recordé.

Ese comentario pareció ofenderla, como si de pronto me hubiera puesto a corretear y bailar para demostrarle mi comparativa vivacidad. Beu me dijo con una voz demasiado seca para ella: «Es una de las maldiciones de las mujeres. Cada año somos más viejas que los hombres. —Y luego se suavizó y sonrió haciendo una pequeña broma de ello—. Es por eso que las mujeres tratan a sus hombres como niños. Porque jamás parecen envejecer… o crecer».

Así que ella, ligeramente, olvidó ese asunto, pero pasó bastante tiempo antes de que yo me diera cuenta de que de hecho estaba mostrando los primeros síntomas del mal que gradualmente la llevaría a su lecho de enferma, que hasta ahora ha ocupado durante años. Beu jamás se quejó de algún malestar ni exigió alguna atención de mi parte, pero de todos modos se la di, y aunque hablábamos muy poco podía ver que ella me lo agradecía. Cuando Turquesa, nuestra vieja sirvienta, murió, llevé a casa a dos jóvenes mujeres, una para hacer el trabajo doméstico y otra para dedicarse totalmente a las necesidades y deseos de Beu. Como durante años me había acostumbrado a llamar a Turquesa cuando necesitaba dar alguna orden doméstica, me fue difícil quitarme ese hábito. Solía llamar a ambas mujeres Turquesa sin discriminación, y se acostumbraron a ello, y ahora no puedo recordar sus verdaderos nombres.

Quizás inconscientemente había adoptado el descuido con que los hombres blancos pronunciaban los nombres propios y las expresiones correctas. Durante casi ese medio año que residieron los españoles en Tenochtitlan, ninguno de ellos hizo el más mínimo esfuerzo por aprender la lengua náhuatl, o siquiera los rudimentos de la pronunciación. La única persona de nuestra raza con quienes estaban más ligados era con la mujer que se hacía llamar Malintzin, pero hasta su consorte Cortés, invariablemente pronunciaba mal ese nombre que ella había asumido, llamándola Malinche. Con el tiempo, también nuestra gente la llamó así, ya fuera por cortesía, como lo hacían los españoles, o en señal de desprecio. Porque a Malintzin siempre le enfurecía que la llamaran Malinche —era quitarle el -tzin de la nobleza—, pero difícilmente podía quejarse de que le faltaran al respeto, que pareciera que criticara la manera de hablar, tan usual, de su amo.

De todos modos, Cortés y los otros hombres eran imparciales, ya que también se equivocaban en el nombre de todos los demás. Como el sonido suave de la «sh» no existe en su lenguaje español, a nosotros los mexica nos llamaron por mucho tiempo, ya sea los mesica o mecsica. Pero ustedes los españoles últimamente han preferido darnos nuestro nombre antiguo, ya que les es más fácil llamarnos los aztecas. Como Cortés y sus hombres encontraron difícil pronunciar el nombre de Motecuzoma, lo convirtieron en Montezuma, y honestamente creo que no lo hacían con descortesía, ya que incluían en ese nombre la palabra «montaña» y eso, aún se podía tomar como implicación de grandeza e importancia. El nombre del dios de la guerra Huitzilopochtli también los venció y como de todos modos odiaban a ese dios, le pusieron Huichilobos, incorporando a esa palabra el nombre que le dan a las bestias llamadas «lobos».

Bien, el invierno pasó y llegó la primavera, y con ella vinieron más hombres blancos. Motecuzoma escuchó la noticia poco antes que Cortés y por pura casualidad. Uno de sus ratones quimíchime aún situado en el territorio totonaca, habiéndose cansado y aburrido, había vagado una buena distancia más al sur de donde debía estar. Por lo que este espía vio, una flota de barcos anchos y con alas, a sólo una pequeña distancia de la tierra y moviéndose lentamente hacia el norte por la costa, deteniéndose en las bahías y bocas de ríos, «como si estuvieran buscando alguna traza de sus compañeros», dijo el quimichi, cuando llegó corriendo a Tenochtitlan, portando un papel de corteza de árbol sobre el cual había hecho un dibujo enumerando la flota.

Los otros señores y yo, y todo el Consejo de Voceros estábamos presentes en el salón del trono, cuando Motecuzoma mandó a un paje para que llamara a Cortés, quien todavía desconocía esa noticia. El Venerado Orador, aprovechando la oportunidad para pretender que sabía todo lo que sucedía en estas tierras, expuso las noticias por medio de mi traducción, de esta manera: «Capitán General, su Rey Don Carlos ha recibido su barco mensajero y su primer informe de estas tierras y nuestros primeros regalos que le mandó, y está muy complacido con usted».

Cortés se mostró debidamente impresionado y sorprendido. «¿Y cómo se pudo enterar de eso, Señor Don Montezuma?», preguntó.

Aún fingiendo omnipotencia, Motecuzoma dijo: «Porque su Rey Carlos está mandando una flota dos veces más grande que la suya, veinte barcos completos sólo para llevarlo a usted y a sus hombres de regreso a su país». «¿En verdad? —dijo Cortés, cortésmente sin demostrar escepticismo—. ¿Y dónde están?». «Se acercan —dijo Motecuzoma misteriosamente—. Tal vez usted no esté enterado que mis adivinos-que-ven-en-la-lejanía pueden ver tanto hacia el futuro como más allá del horizonte. Ellos me hicieron este dibujo, mientras los barcos aún estaban a medio océano. —Le entregó el papel a Cortés—. Se lo enseño ahora, porque los barcos ya no tardarán en ponerse a la vista de su propia guarnición». «Asombroso —dijo Cortés, examinando el papel. Luego murmuró para sí—: Sí… galeones, transportes, alimentos… sí, este maldito dibujo se acerca a lo correcto. —Frunció el ceño—. Pero… ¿veinte de ellos?». Motecuzoma dijo con suavidad: «Aunque todos nos hemos sentido muy honrados por su visita, y yo en lo personal he disfrutado de su compañía, me agrada el que sus hermanos hayan venido y que ya no esté usted aislado en una tierra extraña. —Agregó con algo de insistencia—: Sí han venido para llevarlo a casa, ¿no es cierto?». «Así parece», dijo Cortés, aunque con una expresión ligeramente atontada. «Mandaré abrir las habitaciones del tesoro ahora mismo», dijo Motecuzoma con voz más bien alegre, ante la inminente pobreza de su nación.

Pero en ese momento el mayordomo de palacio y algunos otros hombres entraron besando el suelo del salón del trono. Cuando dije que Motecuzoma había recibido la noticia de los barcos poco antes que Cortés, hablaba literalmente. Ya que los recién llegados eran dos mensajeros-veloces enviados por el Señor Patzinca, y habían sido llevados rápidamente de tierra firme por los campeones totonaca, a quienes se habían dirigido primero. Cortés miró incómodo alrededor del cuarto; era obvio que le hubiera gustado llevarse a los hombres e interrogarlos en privado; pero me preguntó si pudiera transmitirles a todos los presentes lo que los mensajeros tenían que decir.

El que habló primero llevaba un mensaje dictado por Patzinca: «Veinte de los barcos con alas, los más grandes vistos hasta ahora, han llegado a la bahía de la pequeña Villa Rica de la Vera Cruz. De esos barcos han desembarcado mil trescientos soldados blancos, armados y con sus armaduras. Ochenta llevan arcabuces, y ciento veinte traen ballestas, además de sus espadas y lanzas. También hay noventa y seis caballos y veinte cañones». Motecuzoma miró suspicaz a Cortés y dijo: «Parece que es una fuerza guerrera, mi amigo, sólo para conducirlo a casa». «Así parece —dijo Cortés, mostrándose menos que complacido al escuchar la noticia. Se dirigió a mí—. ¿No tienen otra cosa más que informarnos?».

Entonces el otro mensajero habló y resultó ser uno de esos buenos recordadores de palabras bastante tedioso. Repitió palabra por palabra lo que había dicho Patzinca desde su primer encuentro con los hombres blancos, pero fue una algarabía como la de un mono, pues mezclaba el totonaca y el español, de una manera incomprensible, debido a que no tenían un intérprete para poder descifrar las pláticas. Encogí los hombros y dije: «Capitán General, no entiendo nada más que la repetición continua de dos nombres. El suyo y otro que suena como Narváez». «¿Narváez, aquí?», dijo abruptamente Cortés, y agregó una exclamación bastante grosera. Motecuzoma empezó nuevamente: «Mandaré traer las joyas y el oro del tesoro, en cuando su grupo de cargadores…». «Disculpadme —dijo Cortés, recobrándose de su evidente sorpresa—. Os sugiero que mantengáis el tesoro escondido y seguro hasta que pueda verificar las intenciones de estos recién llegados». Motecuzoma contestó: «Pero con seguridad son sus compatriotas». «Sí, Don Montezuma. Pero vos me habéis dicho, cómo vuestros propios paisanos algunas veces se convierten en bandidos. Así también, nosotros los españoles debemos ser cautelosos con algunos de nuestros compañeros marineros. Vos me habéis comisionado para llevarle al Rey Don Carlos el regalo más rico que haya enviado algún monarca extranjero. No quisiera correr el riesgo de perderlo a manos de los bandidos del mar que nosotros llamamos piratas. Con vuestro permiso, iré inmediatamente a la costa e investigaré a esos hombres». «Por supuesto», dijo el Venerado Orador, quien no hubiera podido caber de alegría, si esos dos grupos de hombres blancos decidieran atacarse y acabar el uno con el otro. «Debo moverme rápidamente, en una marcha forzada —continuó Cortés, haciendo sus planes en voz alta—. Solamente llevaré a mis soldados españoles y los más escogidos de nuestros guerreros aliados. Los del Príncipe Flor Oscura son los mejores…». «Sí —dijo Motecuzoma con aprobación—. Muy bien. Muy, muy bien». Pero dejó de sonreír al oír las siguientes palabras del Capitán General: «Dejaré a Pedro de Alvarado, el hombre de barba roja que vuestras gentes llaman Tonatíu, para salvaguardar mis intereses aquí. —Rápidamente se retractó de esa declaración—. Quiero decir, por supuesto, que se queda a ayudarle a defender vuestra ciudad en caso de que los piratas puedan vencerme y llegar hasta acá. Como sólo puedo dejarle a Pedro una pequeña reserva de nuestros compatriotas, debo reforzarlos trayendo tropas nativas de la tierra firme…».

Las cosas quedaron así: cuando Cortés marchó hacia el este con la mayoría de sus fuerzas blancas y todos los acolhua de Flor Oscura, Alvarado se quedó al frente de cerca de ochenta hombres blancos y cuatrocientos texcalteca, todos alojados en el palacio. Fue el último insulto. Motecuzoma había estado residiendo con los hombres blancos durante el largo invierno, en una situación en sí peculiar, pero la primavera lo encontró en una posición todavía más denigrante, al vivir no sólo con los extranjeros blancos, sino también con una multitud de guerreros groseros, irascibles y nada respetuosos, quienes eran los verdaderos invasores. Si el Venerado Orador había parecido recobrar la vida y actividad ante la posibilidad de poder deshacerse de los españoles, se sintió completamente abatido bajo la desesperación más impotente y pesimista al verse como anfitrión y cautivo para el resto de su vida por los enemigos más aborrecidos y aborrecedores. Sólo hubo una circunstancia mitigante, aunque dudo que Motecuzoma encontrara mucho consuelo en ello: los texcalteca eran notablemente más limpios en sus hábitos y olían mucho mejor que una cantidad igual de hombres blancos.

El Mujer Serpiente dijo: «¡Esto es intolerable!». Éstas eran las palabras que yo escuchaba ya con más y más frecuencia por parte de más y más súbditos inconformes de Motecuzoma.

Por ese motivo hubo una reunión secreta del Consejo de Voceros, a la cual se había pedido la presencia de muchos otros campeones, sacerdotes, hombres sabios y nobles mexica, entre los que yo me encontraba. Motecuzoma no estaba presente y no supo nada.

El jefe guerrero Cuitláhuac dijo enfurecido: «Nosotros los mexica sólo en raras ocasiones hemos podido penetrar las fronteras de Texcala. Jamás hemos peleado hasta llegar a su capital. —Su voz se alzó para decir las siguientes palabras, hasta que estaba casi gritando—. Y ahora los detestables texcalteca están aquí, en la ciudad inexpugnable de Tenochtitlan, El Corazón del Único Mundo, en el palacio del soberano guerrero Axayácatl quien seguramente en estos momentos estará tratando de buscar una manera de salirse del otro mundo y regresar a éste para contestar el insulto. Los texcalteca no nos invadieron por la fuerza, están aquí por invitación, pero no por nuestra invitación, y para colmo viven en el palacio con la misma categoría y lado a lado de ¡nuestro Venerado Orador!». «Venerado Orador sólo de nombre —gruñó el sacerdote principal de Huitzilopochtli—. Les digo que nuestro dios de la guerra lo desconocerá». «Si es el tiempo de hacerlo —dijo el Señor Cuautémoc, hijo del difunto Auítzotl—. Y si lo demoramos más puede ser, que jamás tengamos otra oportunidad. Quizás el hombre Alvarado brille como Tonatíu, pero tiene menos brillantez como sustituto de Cortés. Debemos atacarlo antes de que el astuto Cortés regrese». «¿Entonces está seguro de que Cortés regresará?», pregunté, porque no había asistido a juntas de Consejo, ya fuera públicas o secretas, desde la partida del Capitán General diez días antes, y no estaba al tanto de las últimas noticias. Cuautémoc me dijo: «Es muy extraño lo que hemos sabido de nuestros quimíchime de la costa. Cortés no recibió a sus hermanos recién llegados de un modo fraternal. Los tomó por sorpresa, atacándolos por la noche. Aunque sus fuerzas eran mucho más pequeñas, yo creo que numéricamente eran menos, creo que tres por uno, sus hombres prevalecieron sobre los otros. Lo curioso es que hubo pocos heridos de ambos lados, porque Cortés había ordenado que no se hicieran más matanzas que las necesarias, y que a los recién llegados sólo se les capturara y desarmara, como si estuvieran peleando en una Guerra Florida. Y desde entonces, Cortés y el jefe blanco de la expedición nueva se han encontrado en muchas discusiones y negociaciones. No nos podemos explicar el porqué de todos estos hechos. Pero debemos suponer que Cortés está arreglando la rendición de esa fuerza a su mando, y que regresará aquí al frente de todos esos nuevos hombres y armas».

Pueden entender, señores escribanos, por qué todos nos encontrábamos en constante zozobra por la sucesión de acontecimientos en aquellos días. Habíamos supuesto que los recién llegados venían de parte del Rey Don Carlos, a petición del mismo Cortés; y su ataque sin provocación era un misterio que no nos podíamos explicar. No fue sino hasta mucho tiempo después que pude reunir los suficientes fragmentos de informaciones y unirlos para poder llegar a darme cuenta hasta dónde llegaba el carácter fraudulento e impostor de Cortés, tanto con mi gente como con sus compatriotas.

Desde el momento de su llegada a estas tierras, Cortés se había hecho pasar por un emisario de su Rey Don Carlos, y ahora sé que no fue así. Su Rey Don Carlos jamás envió a Cortés como expedicionario aquí ni por el engrandecimiento de Su Majestad ni por el de España, ni por la propagación de la Fe Cristiana, ni por ninguna otra razón. Cuando Hernán Cortés pisó por primera vez El Único Mundo, su Rey Don Carlos ¡jamás había oído hablar de Hernán Cortés!

Hasta la fecha, hasta Su Ilustrísima Excelencia el Obispo se expresa de ese «farsante de Cortés» despectivamente de sus bajos orígenes, de su rango advenedizo, de sus ambiciones presuntuosas. Por medio de comentarios del Obispo Zumárraga y otros, ahora comprendo que Cortés fue enviado aquí originalmente, no por su Rey o por su Iglesia, sino por una autoridad mucho más pequeña, el gobernador de aquella colonia en la isla llamada Cuba. Y Cortés fue enviado con instrucciones de no hacer nada más venturoso que explorar nuestras costas, trazar mapas de ellas, y quizás un poco de comercio provechoso, cambiando sus cuentas de vidrio y otras curiosidades.

Pero hasta yo pude comprender que Cortés vio una gran oportunidad después de vencer con tanta facilidad a los guerreros del Tabascoöb en Cupilco, y especialmente después de que la gente totonaca débilmente se sometió a él sin pelear en lo absoluto. Debió de haber sido entonces cuando Cortés se propuso ser el Conquistador en Jefe, el Conquistador de todo El Único Mundo. He escuchado que algunos de sus oficiales menores, temerosos de la ira de su gobernador, se opusieron a sus planes de grandeza, y fue por esa razón que ordenó a sus seguidores más leales quemar los barcos. Aislados en estas costas, hasta los más recalcitrantes no tuvieron otra opción más que someterse al plan de Cortés.

Según he llegado a escuchar la historia, sólo hubo un incidente que brevemente amenazó con impedir el éxito de Cortés. Envió el único barco que le quedaba y Alonso, su oficial —aquel hombre quien había sido el primer dueño de Malintzin—, para entregar el primer cargamento de tesoros sacados de nuestras tierras. Se suponía que Alonso debía pasar sigilosamente por Cuba y atravesar el océano directamente hacia España y allí deslumbrar al Rey Don Carlos con los ricos regalos, para que éste diera su real bendición al proyecto de Cortés, junto con la concesión de un rango alto, para hacer legítimo su saqueo durante la conquista. Pero de alguna forma, no sé cómo, el gobernador supo que ese barco había pasado en secreto por la isla, y adivinó que Cortés estaba haciendo algo en contra de sus órdenes. Así que el gobernador reunió los veinte barcos y una multitud de hombres, mandando a Narváez como comandante de esa flota, a perseguir y atrapar al prófugo Cortés, despojándolo de toda autoridad para que hiciera la paz con cualquier gente que hubiera ofendido o de quien hubiera abusado, y traerlo encadenado nuevamente a Cuba.

Sin embargo, según nuestros vigilantes ratones, el prófugo había vencido al cazador. Así, mientras Alonso supuestamente estaba mostrando dorados regalos y perspectivas no menos doradas ante su Rey Don Carlos en España, Cortés estaba haciendo lo mismo en Vera Cruz, mostrándole a Narváez muestras de las riquezas de estas tierras, convenciéndolo de que estaban casi ganadas, y de que debía unirse a él y concluir la conquista, asegurándole de que no había ninguna razón para temer la ira de un simple gobernador de colonias. Pues pronto mandarían —no a su insignificante superior inmediato, sino al todo poderoso Rey Don Carlos— toda una colonia nueva y más grande en tamaño y riqueza que la Madre España y todas sus demás colonias juntas.

Aunque nosotros, los guías y los ancianos de los mexica hubiéramos sabido todas esas cosas ese día que nos reunimos en secreto, no creo que hubiéramos podido hacer más de lo que hicimos. Y eso fue que por voto formal se declaró que Motecuzoma Xocóyotzin quedaba «temporalmente incapacitado», y se nombraba a su hermano Cuitláhuatzin como regente para gobernar en su lugar, y aprobar su primera decisión en ese oficio: que rápidamente elimináramos todos los extranjeros que infestaban Tenochtitlan. «Dentro de dos días —dijo Cuitláhuac— será la ceremonia en honor de la hermana del dios de la lluvia, Ixtocíuatl. Como ella solamente es la diosa de la sal, normalmente sería una ceremonia menor con la presencia de sólo unos cuantos sacerdotes, pero el hombre blanco no puede saber eso. Tampoco los texcalteca, quienes jamás han asistido a ninguna de las observaciones religiosas de esta ciudad —echó una risita maliciosa—; por esa razón, podemos alegrarnos de que Cortés eligiera dejar a nuestros antiguos enemigos aquí, y no a los acolhua que sí conocen bien nuestros festivales. Porque ahora iré al palacio y, pidiéndole a mi hermano no demostrar ningún asombro, le diré al oficial Tonatíu Alvarado una gran mentira. Haré hincapié de la importancia de nuestra ceremonia a Ixtocíuatl, y pediré su permiso de que se le permita a toda nuestra gente reunirse en la gran plaza durante ese día y noche, para hacer adoración y regocijo». «¡Sí! —dijo el Mujer Serpiente—. Mientras tanto, los demás de ustedes avisarán a todos los campeones y guerreros disponibles y hasta el último yaoquizqui que pueda portar armas. Cuando los extranjeros vean esa multitud portando inofensivamente armas en lo que parece ser solamente una danza ritual, acompañada de música y canto, sólo observarán con la misma diversión tolerante de siempre. Pero a una señal…». «Espera —dijo Cuautémoc—. Mi primo Motecuzoma no divulgará el fraude, ya que adivinará la buena razón por lo que lo hacemos, pero nos estamos olvidando de esa maldita mujer Malintzin. Cortés la dejó como intérprete del oficial Tonatíu durante su ausencia. Y ella ha hecho por saber mucho sobre nuestras costumbres. Cuando vea la plaza llena de gente además de sacerdotes, sabrá que no es el homenaje acostumbrado para la diosa de la sal. Con toda seguridad dará la alarma a sus amos blancos». «Déjenme a la mujer —dije yo. Era la oportunidad que había estado esperando, ya que eso llenaría mi satisfacción personal—. Siento que estoy demasiado viejo como para pelear en la plaza, pero sí puedo deshacerme de nuestro enemigo más peligroso. Procedan con sus planes, Señor Regente. Malintzin no verá la ceremonia, ni sospechará nada, ni dirá nada. Estará muerta».

El plan para la noche de Ixtocíuatl fue éste. Sería precedida de todo un día de bailes, cantos y combates simulados en El Corazón del Único Mundo, todo hecho por las mujeres de la ciudad, las doncellas y los niños. Sólo cuando empezara a anochecer sería cuando los hombres comenzarían a entrar de dos en dos y tomarían los lugares de las mujeres y niños bailando afuera de la plaza en pares o grupos de tres. Para entonces sería totalmente de noche y el escenario estaría iluminado por antorchas y urnas, la mayoría de los extranjeros ya estarían cansados del espectáculo y se irían a sus habitaciones, o cuando menos, en la tenue luz que dan las fogatas no se darían cuenta de que todos los participantes eran grandes de tamaño y de género masculino. Esos danzantes, cantando y gesticulando gradualmente, formarían filas y columnas que se moverían del centro de la plaza desviándose hacia la entrada del Muro de la Serpiente al palacio de Axayácatl.

La resistencia más fuerte para su asalto era la amenaza de los cuatro cañones en el techo del palacio. Uno o dos de ellos podrían arrasar casi toda la plaza abierta con sus fragmentos terribles, pero difícilmente se podían apuntar directamente hacia abajo. Y era la intención de Cuitláhuac juntar a sus hombres lo más posible contra las mismas paredes de aquel palacio antes de que los hombres blancos se dieran cuenta de que se les iba a atacar. Entonces, a una señal suya, toda la fuerza mexica se abriría paso por los portones de la guardia y pelearían en las habitaciones, patios y corredores, en donde la fuerza numérica de sus maquáhuime de obsidiana vencerían a las espadas de acero de sus oponentes, que aunque más efectivas que sus armas, eran menos en cantidad, así como sus pesados arcabuces. Mientras tanto, otros mexica quitarían los puentes de madera extendidos sobre los tres caminos-puentes de la isla, y con arcos y flechas esos hombres rechazarían a cualquiera de los soldados de Alvarado que trataran de huir cruzando o nadando por esos huecos.

Tracé mis planes con el mismo cuidado. Visité al físico que había atendido a las personas de mi casa por mucho tiempo, un hombre en el cual podía confiar, y sin vacilar, a petición mía, me dio una poción sobre la cual juraba que podía confiar totalmente. Por supuesto que era bien conocido por los sirvientes de la corte de Motecuzoma y por los trabajadores de su cocina que estaban bastante inconformes con su trabajo, así es que no tuve ninguna dificultad en obtener su cooperación en emplear la poción de la manera exacta y en el tiempo exacto que especifiqué. Entonces, le dije a Beu que quería que saliera de la ciudad durante la ceremonia de Ixtocíuatl, aunque no le dije que la causa era porque iba a haber un levantamiento y temía que la lucha se extendiera por toda la isla, y tenía la certidumbre, por la parte singular que me correspondía en todo el asunto, de que el hombre blanco, si tenía la oportunidad, dejaría caer una venganza terrible sobre mí y los míos.

Como ya lo he dicho, Beu se encontraba delicada de salud, y obviamente no sentía ningún entusiasmo por dejar nuestra casa, pero estaba al tanto de las reuniones secretas a las que había asistido, por lo que se imaginó que algo iba a pasar, y obedeció sin protestar. Visitaría a una amiga que vivía en Tepeyaca, en la tierra firme. Como una concesión por su estado tan débil, dejé que permaneciera en casa, descansando, hasta un poco antes que se levantaran los puentes del camino-puente. Fue por la tarde cuando la mandé en una silla de manos, con las dos Turquesas caminando de cada lado de ella.

Permanecí en la casa, solo. Ésta quedaba lo suficientemente lejos del Corazón del Único Mundo como para que se pudiera escuchar la música o alguno de los ruidos de los supuestos festejos, pero me podía imaginar cómo se iba desenvolviendo el plan mientras anochecía: los caminos-puentes quedaban divididos, los guerreros armados empezarían a sustituir a las mujeres celebrantes. No contemplaba mis suposiciones con gusto, ya que mi propia contribución había sido matar a escondidas por primera vez en mi vida. Conseguí un garrafón de octli y una taza de la cocina, esperando que la bebida fuerte amortiguara los remordimientos de mi conciencia. Y sentándome en la penumbra de mi cuarto en la planta baja, sin prender las lámparas, traté de beber hasta quedar adormecido, esperando lo que pudiera pasar después.

Escuché el ruido de muchos pasos afuera en la calle, y luego llamaron a mi puerta; al abrirla, vi a cuatro guardias del palacio, portando las cuatro esquinas de un catre tejido con caña sobre el que estaba tendido un cuerpo delgado, tapado con una tela de algodón, fina y blanca. «Disculpe la intrusión, Señor Mixtli —dijo uno de los guardias con un tono de voz que no era curioso—; a nosotros se nos ordenó que le pidiéramos que viera el rostro de esta mujer muerta». «No necesito hacerlo —dije, algo sorprendido de que Alvarado o Motecuzoma hubiera adivinado tan pronto quién había sido el responsable del asesinato—. Puedo identificar a esa hembra de coyote sin verla». «De todos modos, le verá usted el rostro», insistió el guardia con severidad. Levanté la sábana que cubría su cara, al mismo tiempo que alzaba mi topacio para ver, e hice un ruido involuntario, porque era el de una joven que jamás había visto antes. «Su nombre es Laurel —dijo Malintzin—, o mejor dicho era». No me había dado cuenta de que una silla de manos estaba al pie de las escaleras. Sus portadores la bajaron y Malintzin salió de ella, y los guardias que llevaban el catre se hicieron a un lado para que pasara y subiera a verme. Dirigiéndose a mí me dijo: «Hablaremos adentro —y volviéndose a los cuatro guardias—: Esperen abajo hasta que baje o les llame. Si lo hago, tiren su cargamento y vengan de inmediato».

Abrí la puerta ampliamente para que pasara y luego la cerré en las narices de los guardias. Caminé a tientas en el corredor oscuro buscando una lámpara, pero ella me dijo: «Deje la casa oscura. No nos es muy grato vernos las caras, ¿no es cierto?». Así que la llevé al cuarto de enfrente y nos sentamos uno frente al otro. Era pequeña, una figura confusa en la penumbra, pero la amenaza que ella representaba la hacía parecer más grande. Me serví y tomé otro trago grande de octli. Si antes deseaba estar adormecido, ante las nuevas circunstancias prefería estar paralizado o con un delirio maniático. «Laurel fue una de las doncellas texcalteca que me dieron para que me sirviera como criada —dijo Malintzin—. Hoy le tocó probar mi comida. Es una precaución que he estado tomando desde hace tiempo, pero los sirvientes y demás ocupantes del palacio no lo saben. Así es que no tiene por qué reprocharse tan severamente su fracaso. Señor Mixtli, aunque podría alguna vez sentir un momento de remordimiento por la inocente y joven Laurel». «Es algo que he estado deplorando por años —dije con la gravedad del ebrio—. Siempre muere la gente equivocada; la buena, la útil, la merecedora, la inocente, pero la malvada, la que es peor, la completamente inútil, inservible y prescindible es la que sigue ocupando nuestro mundo, más allá del ciclo de vida que merecen vivir. Pero claramente, no se necesita ser un sabio para hacer esa observación. Lo mismo podría gruñir porque las tormentas de granizo enviadas por Tláloc destruyan el maíz nutritivo, pero nunca dañen un arbusto de espinas».

En verdad que estaba divagando, diciendo lo que para mí era evidente, pero era porque alguna parte de mi mente, que todavía estaba sobria, trataba frenéticamente de concentrarse en un asunto diferente. El atentado a la vida de Malintzin, quien sin duda venía con la intención de devolverme esa atención, por lo pronto la había distraído de fijarse en los hechos, poco comunes, que estaban teniendo lugar en El Corazón del Único Mundo. Pero si acababa conmigo rápidamente y regresaba al lugar de los hechos de inmediato, se daría cuenta, y aún tendría tiempo de avisar a sus amos. Además de que no tenía muchas ganas de morir por ningún motivo, como lo había hecho la desdichada Laurel, había jurado que Malintzin no sería ningún impedimento para los planes de Cuitláhuac. Tenía que mantenerla conversando o gozando, o si fuera necesario hacer que escuchara mis súplicas cobardes para salvar mi vida hasta que la noche cayera completamente y que se escuchara el rugir de la plaza. Al oírlo sus cuatro guardias podrían correr a investigar. Y aunque lo hicieran o no lo hicieran no durarían mucho tiempo bajo las órdenes de Malintzin. Si es que podía retenerla conmigo, manteniéndola ocupada por un rato.

«Las tormentas de granizo de Tláloc también destruyen las mariposas —seguí balbuciendo—, pero que yo sepa nunca terminan con una simple mosca pestilente». Ella dijo cortante: «Deje de hablar como si estuviera senil, o como si yo fuera una niña. Soy la mujer que trató de envenenar y ahora estoy aquí…». Para desviar sus siguientes palabras, que ya esperaba, hubiera sido capaz de decir cualquier cosa. Lo que dije fue: «Me supongo que es porque sigo pensando en ti como en una niña que se está convirtiendo en mujer… como sigo pensando en mi difunta hija Nochipa…». «Pero soy lo suficientemente grande como para sancionar el que se me intente matar —dijo ella—. Señor Mixtli, si mi poder es tal que usted lo considera peligroso, también podría considerar su posible utilidad. ¿Por qué tratar de acabar con él, cuando podría tenerlo a su favor?».

Parpadeé como lo haría una lechuza, pero no la interrumpí para preguntar qué era lo que quería decir con eso, dejé que siguiera hablando todo lo que quisiera. Ella dijo: «Usted se encuentra exactamente igual con los mexica, como me encuentro yo con los hombres blancos. No como un consejero reconocido oficialmente, sin embargo, una voz a la que escuchan y atienden. Jamás nos simpatizaremos, pero sí nos podríamos ayudar. Usted y yo bien sabemos que las cosas en El Único Mundo jamás volverán a ser igual, pero nadie puede decir a quién le pertenecerá en el futuro. Si la gente de estas tierras prevalece, usted podría ser un fuerte aliado para mí. Si el hombre blanco prevalece, yo puedo ser su aliada». Yo hipé con ironía: «¿Sugieres que nos pongamos de acuerdo para traicionar al bando que cada uno de nosotros ha escogido? ¿Por qué no nos cambiamos de ropa y con ella de bando?». «Sepa esto. Sólo tengo que llamar a mis guardias y usted será un hombre muerto, aunque usted no es “nadie”, como Laurel. Eso pondría en peligro la tregua que nuestros dos amos han tratado de conservar. Hernán se podría sentir obligado a entregarme para ser castigada, como Motecuzoma lo hizo con Cuaupopoca. Y si no fuera así, por lo menos perdería algo de la eminencia que he logrado. Pero si no lo elimino, constantemente tendré que estar cuidándome del siguiente atentado que pueda usted hacer a mi vida. Eso sería una distracción, una interferencia a la concentración que necesito para mis propios intereses». Me reí y dije, casi con admiración auténtica: «Tienes la sangre fría de una iguana». Y eso me hizo reír tanto que casi me caigo de la silla.

Esperó hasta que me callara, y luego continuó como si no le hubiera interrumpido: «Hagamos un pacto secreto entre nosotros. Si no de alianza, cuando menos de neutralidad. Y sellémoslo de tal forma que ninguno de nosotros jamás pueda romperlo». «Sellarlo, ¿cómo, Malintzin? Ambos hemos probado ser traicioneros y sin escrúpulos». «Nos acostaremos —dijo ella, y eso hizo que me fuera para atrás, que hasta me caí de la silla. Esperó a que me levantara nuevamente y cuando seguí sentado estúpidamente en el suelo, me preguntó—: ¿Estás borracho, Mixtzin?». «Debo de estarlo —contesté—. Estoy escuchando cosas imposibles. Creí oír que habías propuesto que nosotros…». «Lo hice. Que nos acostemos juntos esta noche. Los hombres blancos son aún más celosos de sus mujeres que los hombres de nuestra raza. Hernán te mataría por haberlo hecho y me mataría a mí por haberme sometido a ello. Los cuatro guardias siempre estarán disponibles para atestiguar que pasé mucho tiempo adentro contigo, en la oscuridad, y que me fui de tu casa sonriendo y no enojada y llorando. ¿No te parece hermosamente sencillo? ¿Y un lazo irrompible? Ninguno de nosotros podrá atreverse jamás a herir u ofender, por miedo a que alguno diga las palabras que sentenciarán a los dos».

Corriendo el riesgo de enfurecerla y dejarla escapar, le contesté: «A los cincuenta y cuatro años no estoy sexualmente senil, pero ya no me acuesto con cualquier mujer que se me ofrece. No he quedado incapacitado, sino simplemente tengo unos gustos más refinados». Quise hablar con tono altivo y digno, pero el hecho es que me dio frecuentemente hipo entre las palabras, y como las dije sentado en el suelo, disminuyó algo el efecto. «Como ya lo has mencionado, no nos gustamos. Pudiste haber usado palabras más fuertes. La repugnancia hubiera descrito mejor nuestros sentimientos». Ella dijo: «No quisiera que nuestros sentimientos fueran de otro modo. Sólo propongo algo para nuestra propia conveniencia. En cuanto a sus gustos refinados, ya casi está oscuro aquí. Puede hacer de mí la mujer que desea». «¿Debo hacer esto, con tal de retenerla aquí y lejos de la plaza?», me pregunté, y en voz alta protesté: «Si tengo la edad suficiente como para ser tu padre». «Entonces, pretenda que lo es —dijo con indiferencia—, si el incesto es de su agrado. —Luego se rió—. Por lo que sé, usted realmente podría ser mi padre. Y yo, yo puedo pretender cualquier cosa». «Entonces así lo harás —le dije—. Ambos pretenderemos que copulamos ilícitamente, aunque no sea así. Simplemente pasaremos el rato conversando, y los guardias podrán atestiguar que estuvimos juntos durante un lapso de tiempo lo suficiente comprometedor. ¿Te gustaría un trago de octli?».

Me tambaleé hasta la cocina y, después de romper algunas cosas en la oscuridad, me tambaleé de vuelta con otra taza. Mientras la servía, Malintzin dijo pensativa: «Recuerdo… usted dijo que su hija y yo teníamos el mismo nombre de nacimiento y año. Que éramos de la misma edad. —Tomé otro trago largo de octli, ella también bebió e inclinando su cabeza a un lado inquisitivamente, dijo—: ¿Usted y su hija jugaban alguna vez… juntos?». «Sí —contesté con voz pastosa—, pero no lo que yo supongo que estás pensando». «Yo no pensaba nada —dijo ella inocentemente—. Estamos conversando, como usted lo sugirió. ¿A qué jugaban?». «Había uno que nosotros llamábamos El Volcán Hipando… digo El Volcán Eruptando». «No conozco ese juego». «Era un juego tonto que nosotros mismos inventamos. Yo me acostaba en el suelo. Así. —No me acosté precisamente; caí cuán largo era, con gran golpe—. Y doblaba mis rodillas, ¿ves?, porque las rodillas representan el pico del volcán. Nochipa se colocaba ahí». «¿Así?», dijo haciéndolo. Era pequeña y ligera de peso, y en el cuarto oscuro pudo haber sido cualquiera. «Sí —dije yo—. Entonces movía mis rodillas, el volcán despertaba, ¿entiendes?, y luego la hacía saltar…».

Lanzó una exclamación de sorpresa, y resbaló hasta caer en mi estómago. Su falda se alzó al hacer eso y cuando la sujeté para detenerla, descubrí que no llevaba nada debajo de su falda. Suavemente, dijo: «¿Y era así como el volcán hacía erupción?».

Llevaba mucho sin una mujer, y era muy bueno tener otra de nuevo, y mi borrachera no afectó mi capacidad. Me exalté tan poderosamente y lo hice tantas veces que creo que algo de mi ingenio se derramó con mi omícetl. La primera vez, podría haber jurado que verdaderamente había sentido la vibración y había escuchado el rugir de un volcán en erupción. Si ella también lo sintió, no dijo nada, pero después de la segunda vez, ella gimió: «Es diferente, casi agradable. Usted es tan limpio y huele tan bien». Y después de la tercera vez, cuando hubo recobrado de nuevo su aliento, dijo: «Si usted no dijera su edad a nadie, nadie lo podría adivinar». Por fin, ambos nos encontrábamos exhaustos, respirando fuertemente, entrelazados, y sólo poco a poco me fui dando cuenta que en el cuarto ya había entrado la luz del día. Sentí algo de sobresalto y cierta incredulidad al reconocer que la cara que estaba junto a la mía era la de Malintzin. La actividad prolongada de la copulación había sido de lo más agradable, pero parecía ser que había salido de ella en un estado de distracción o tal vez hasta de trastorno. Yo pensé: «¿Qué estoy haciendo con ella? Ésta es la mujer que he detestado con tanta vehemencia durante tanto tiempo, y ahora hasta soy culpable de haber asesinado a una persona inocente…».

Pero, fueran cuales fueran mis demás pensamientos y emociones en aquel momento, antes de recobrar la conciencia y una sobriedad parcial por lo menos, sentí una curiosidad inmediata, ya que no tenía por qué haber luz en la habitación; no era posible que hubiéramos estado toda la noche haciéndolo. Giré mi cabeza hacia donde venía la luz, y aun sin mi cristal, pude ver que Beu se encontraba en el umbral del cuarto, sosteniendo una lámpara encendida. No tenía idea de cuánto llevaría observando. Se apoyaba en la puerta, mientras estaba allí parada, y sin ira, pero con tristeza, me dijo: «¿Puedes hacer eso mientras están matando a tus amigos?».

Malintzin, lánguidamente se volvió para mirar a Luna que Espera. No me extrañó ver que a ella no le importaba ser encontrada en tales circunstancias, pero hubiera esperado que cuando menos lanzara alguna exclamación de desaliento al saber que sus amigos estaban siendo exterminados. En lugar de eso, sonrió y dijo: «Ayyo, qué bueno. Tenemos a un testigo mucho mejor que los guardias, Mixtzin. Nuestro pacto será más comprometedor de lo que hubiera podido esperar». Se puso de pie, desdeñando cubrir su cuerpo húmedo y brillante. Me eché encima mi manto, pero aun en la confusión de mi vergüenza, embarazo y borrachera, tuve la suficiente presencia de ánimo para decir: «Malintzin, creo que has estado perdiendo tu tiempo y tus favores. Ningún pacto te servirá de nada ahora». «Creo que el que está equivocado es usted, Mixtzin —dijo ella, sonriendo despreocupadamente—. Pregúntele a la anciana que está ahí parada. Ella habló de la muerte de sus amigos». Me senté de repente y jadeé: «¿Beu?». «Sí —suspiró ella—. Nuestros hombres me hicieron volver del camino-puente. Se disculparon diciendo que no podían correr el riesgo de que alguien se comunicara con los extranjeros al otro lado del lago. Por eso volví y vine por la plaza para ver las danzas. Entonces… fue horrible…». Cerró sus ojos, se apoyó en el marco de la puerta y dijo aturdida: «Se veían relámpagos y se oían truenos que salían del techo del palacio, y los danzantes, como por arte de alguna magia horrible, se hicieron garras y pedazos. Luego los hombres blancos y sus guerreros salieron del palacio, con más fuego y ruido y brillar de metal. Zaa, ¿sabías que una de sus espadas puede cortar a una mujer por la mitad, por la cintura? ¿Y sabías que la cabeza de un pequeño puede rodar como una pelota de tlachtli, Zaa? Rodó hasta llegar a mis pies. Fue cuando algo picó mi mano, y huí…».

Entonces vi que había sangre en su blusa. Corría por su brazo hasta la mano que sostenía la lámpara. Brinqué hacia ella, en el mismo momento en que se desmayó y cayó. Detuve la lámpara antes de que pudieran arder los petates que cubrían el suelo. Luego la levanté en mis brazos para colocarla sobre la cama. Malintzin, tranquilamente recogió su ropa y dijo: «¿Ni siquiera puedes detenerte un momento para darme las gracias? Aquí estoy yo, y los guardias que podemos atestiguar que estuviste en casa y no tuviste nada que ver en ningún levantamiento». La miré fríamente: «Tú lo sabías; durante todo el tiempo». «Por supuesto. Pedro ordenó que me mantuviera fuera de peligro, por eso decidí venir aquí. Tú deseabas que no viera los preparativos de tu gente en la plaza. —Se rió—. Yo quería estar segura que tú no vieras los nuestros: por ejemplo, cómo cambiábamos el emplazamiento de los cuatro cañones para que pudieran cubrir la plaza. Pero debes reconocer, Mixtzin, que no fue una velada aburrida. Y tenemos un pacto, ¿no es así? —Se rió de nuevo y con verdadera alegría—. Jamás podrás levantar tu mano en mi contra. Ahora ya no».

No entendí en lo absoluto lo que quiso decirme, hasta que Luna que Espera estuvo consciente y pudo decírmelo. Eso fue después de que vino el físico, quien curó su mano rota, herida por lo que debieron de ser los fragmentos disparados por los cañones de los españoles. Cuando se fue, yo permanecí sentado a la orilla de la cama. Beu yacía, sin verme, su rostro más acabado y desmejorado que antes, una lágrima corría por su mejilla y durante mucho tiempo no dijimos nada. Finalmente pude decir roncamente que lo sentía. Aun sin mirarme, me dijo: «Jamás has sido un esposo para mí, Zaa, y nunca he sido una esposa para ti. Por lo que infidelidad hacia mí o tu omisión de ella no vale la pena discutirla. Pero tu conducta hacia alguna… alguna norma propia… eso ya es otro asunto. Copular con la mujer usada por los hombres blancos ya hubiera sido bastante vil, pero tú no copulaste con ella, no en realidad. Yo estuve ahí, y lo sé».

Entonces Luna que Espera giró la cabeza y me contempló con una mirada que cubrió el golfo de indiferencia que nos había dividido durante tanto tiempo. Por primera vez desde los años de nuestra juventud, sentí una emanación de emoción por parte de ella que sabía que no era un fingimiento o una afectación. Sino una verdadera emoción, sólo que habría deseado que hubiera sido una emoción más cordial. Porque me miró como si hubiera visto a alguno de los monstruos humanos del zoológico, y dijo: «Lo que tú hiciste… creo que no tiene nombre. Mientras estabas… mientras estabas con ella… movías tus manos por todo su cuerpo desnudo y murmurabas con ternura. “Zyanya, mi amor”, y decías “Nochipa, mi querida”, y “Zyanya, mi adorada” y exclamabas ¡otra vez!, “¡Nochipa!”, y así seguías. —Tragó saliva, como para no devolver el estómago—. Porque los dos nombres quieren decir lo mismo, no sé con quién pensabas que te acostabas, si con mi hermana o con tu hija, o con las dos, o alternándolas. Pero sí sé esto: las dos mujeres llamadas Siempre, tu esposa y tu hija, murieron hace años. ¡Zaa, estabas copulando con los muertos!».

Me apena, reverendos frailes, ver que mueven sus cabezas de la misma manera que lo hizo Beu Ribé, después de decirme esas palabras aquella noche.

Ah, bueno. Puede ser que, al tratar de dar una narración honesta de mi vida y del mundo en que viví, algunas veces lo que descubro de mí mismo es más de lo que mis seres más queridos llegaron a saber de mí, quizás más de lo que yo mismo hubiera deseado saber. Pero no me retractaré, ni cambiaré nada de lo que he dicho, ni les pediré que omitan algo en sus páginas. Que quede así. Algún día mi crónica podrá servir como mi confesión a la bondadosa diosa La Que Come Suciedad, ya que los sacerdotes Cristianos prefieren confesiones más cortas de lo que pudiera ser la mía, e imponen una penitencia más larga que la vida que me queda para hacerla, y no son tan tolerantes con la humana fragilidad como lo era la misericordiosa y paciente Tlazoltéotl.

Pero si les he contado mi desliz con Malintzin aquella noche, es sólo para explicarles por qué está viva hasta este día, aunque después de eso la odié más que nunca. Mi odio se inflamó más al ver la repugnancia reflejada en los ojos de Beu y la que por ende sentí por mí mismo. Sin embargo, jamás volví a intentar nada contra la vida de Malintzin, aunque tuve otras oportunidades y de ninguna manera traté de impedir sus ambiciones. Ella tampoco me hizo daño ya que no tuvo motivo para ello, pues sus ambiciones se vieron satisfechas, ya que llegó a pertenecer a la nueva nobleza de esta Nueva España, así es que yo pasé desapercibido para ella.

He dicho que Cortés quizás quiso a esa mujer porque la mantuvo a su lado durante algunos años más. No trató de esconderla ni cuando inesperadamente llegó de Cuba su esposa Doña Catalina, a quien tenía abandonada por mucho tiempo. Doña Catalina murió unos meses después, algunos lo atribuyeron a tristeza y otros a razones menos románticas; el mismo Cortés convocó un juicio formal que lo absolvía de alguna culpabilidad por la muerte de su esposa. Poco después de eso, Malintzin dio a luz a Martín, el hijo de Cortés; el niño ahora tiene unos ocho años, y tengo entendido que pronto partirá a España, para estudiar allá.

Cortés no se apartó de Malintzin hasta después de su visita a la corte del Rey Don Carlos, de donde regresó como el Marqués del Valle, trayendo con él a su recién adquirida Marquesa Doña Juana. Entonces se aseguró de que Malintzin, a quien había hecho a un lado, quedara bien establecida económicamente. En nombre de la Corona, le dio una concesión considerable de tierra, e hizo que contrajera matrimonio en una ceremonia Cristiana con un tal Juan Jaramillo, capitán de un barco. Desgraciadamente el comedido capitán desapareció en el mar, poco después. Así que hoy en día, Malintzin es conocida por ustedes, reverendos escribanos, y por Su Ilustrísima el Obispo, quien la trata con la mayor deferencia, como Doña Marina Viuda de Jaramillo, dueña de la impresionante isla en el estado de Tacamichapa, cerca del pueblo del Espíritu Santo, el pueblo que anteriormente se llamaba Coatzacoalcos, y la isla que le concedió la Corona se encuentra en el río en donde hace mucho tiempo la muchacha esclava Uno-Caña me ofreció un trago de agua.

Doña Marina vive, porque la dejé vivir, y la dejé vivir porque, por un breve tiempo, una noche, ella fue… bien, ella representó a alguien a quien yo había amado…

Ya sea que los españoles tontamente habían estado demasiado ansiosos por devastar El Corazón del Único Mundo, o deliberadamente habían escogido hacer su ataque lo más inolvidable, punitivo y cruel; porque no había caído la noche completamente cuando sonaron sus cañones y atacaron a la multitud con sus espadas, lanzas y arcabuces, matando o hiriendo horriblemente a más de mil de las mujeres, doncellas y niños que danzaban. Pues en esos momentos, cuando apenas empezaba a oscurecer, sólo unos cuantos de nuestros guerreros mexica se habían infiltrado en la actuación, por lo que sólo habían caído unos veinte o menos, y ninguno de los campeones o señores que habían concebido la idea del levantamiento. Después de lo que hicieron los españoles, ni siquiera fueron a buscar a los conspiradores principales para castigarlos; los hombres blancos, después de su salida explosiva del palacio, se volvieron a retirar de allí y no se atrevieron a salir otra vez a la ciudad, cuya gente estaba enfurecida.

Para disculparme por haber fallado en mi intento de eliminar a Malintzin, no fui en busca de Cuitláhuac, el jefe guerrero, quien me imagino que debía de estar echando pestes de rabia y frustración. En su lugar, busqué al Señor Cuautémoc, esperando que él fuera más comprensivo ante mi fracaso. Lo había conocido cuando él era un niño e iba a visitarnos con su madre, la Primera Señora, en aquellos días en que su padre Auítzotl y mi esposa Zyanya aún vivían. En aquel tiempo, Cuautémoctzin había sido el Príncipe Heredero al trono mexica, y había sido sólo por culpa del infortunio el que no fuera Uey-Tlatoani antes de que Motecuzoma fuera puesto en ese oficio. Como Cuautémoc conocía la desilusión, pensé que sería más indulgente conmigo por no haber prevenido el que Malintzin avisara a los hombres blancos. «Nadie lo culpa, Mixtzin —me dijo, cuando le conté cómo había eludido el veneno—. Le hubiera hecho un gran servicio al Único Mundo si se hubiera podido deshacer de esa mujer traidora, pero no importa que no lo haya logrado». Perplejo, le dije: «¿No importa? ¿Por qué no?». «Porque ella no nos traicionó —dijo Cuautémoc—. Ella no tuvo que hacerlo. —Hizo una mueca como de dolor—. Fue mi honrado primo. Nuestro Venerado Orador Motecuzoma». «¡Qué!», exclamé. «Cuitláhuac fue a ver al oficial Tonatíu Alvarado, como recordará, y pidió y se le concedió permiso para la ceremonia a Ixtocíuatl. En cuanto Cuitláhuac se fue del palacio, Motecuzoma le dijo a Alvarado que tuviera mucho cuidado pues era un engaño». «¿Por qué?». Cuautémoc se encogió de hombros. «¿Orgullo herido? ¿Despecho vengativo? Es de suponer que a Motecuzoma no le agradaría mucho la idea de un levantamiento planeado por sus inferiores, sin su conocimiento, y hecho sin su aprobación o participación. Sea cual fuera su verdadera razón, su excusa es que no consentirá en romper su tregua con Cortés».

Lancé una maldición, que generalmente no se aplica a los Venerados Oradores. «¿Cómo se puede comparar nuestra ruptura de una tregua, con su instigación en la matanza de mil mujeres y niños de su propia raza?». «Imaginemos, caritativamente, que esperaba que Alvarado solamente prohibiría la celebración y que él no pensó en la posibilidad de que se dispersara a los celebrantes con tanta violencia». «Dispersarlos con tanta violencia —gruñí—. Ésa es una manera nueva de decir matanza sin distinción. Mi esposa, un simple espectador, fue herida. Una de sus dos sirvientas fue muerta y la otra huyó aterrorizada para esconderse en algún lado». «Por lo menos —dijo Cuautémoc con un suspiro— el incidente ha unido a toda nuestra gente que se siente ultrajada. Antes, solamente murmuraban y gruñían, algunos desconfiando de Motecuzoma, otros apoyándolo, pero ahora todos están listos para acabar con él, pedazo por pedazo, junto con todos los que se encuentran en el palacio». «Muy bien —dije—; entonces hagámoslo. Aún tenemos a la mayoría de nuestros guerreros. Levantemos también a los habitantes de la ciudad, hasta los ancianos como yo, y caigamos sobre el palacio». «Eso sería un suicidio. Los extranjeros han levantado barricadas por dentro, detrás de sus cañones, de sus arcabuces y de sus ballestas, apuntados desde cada ventana. No nos podríamos acercar al edificio sin ser completamente aniquilados. Debemos combatirlos en lucha cuerpo a cuerpo, como se planeó originalmente y debemos esperar a tener esa oportunidad otra vez». «¡Esperar!», dije, lanzando otra maldición. «Pero mientras esperamos, Cuitláhuac está llenando la isla con más guerreros. Tal vez se haya dado cuenta de un aumento en el tráfico de canoas y lancheros de carga que cruzan de la tierra firme para acá, aparentemente llevando flores, verduras y cosas por el estilo. Escondidos debajo de esos cargamentos hay hombres y armas, son las tropas acolhua de Cacama de Texcoco, tropas tecpaneca de Tlacopan. Mientras nosotros nos hacemos fuertes, nuestros enemigos pueden debilitarse. Durante la masacre, todos sus sirvientes y asistentes huyeron del palacio. Ahora, por supuesto, ni un solo vendedor mexica o cargador les llevará ni comida ni nada. Dejaremos que los hombres blancos y sus amigos, Motecuzoma, Malintzin, todos ellos, se queden sentados en su fortaleza y sufran un tiempo».

Pregunté: «¿Tiene Cuitláhuac la esperanza de rendirlos por hambre?». «No. Estarán incómodos, pero tienen las cocinas y despensas lo suficientemente llenas como para sostenerlos hasta que Cortés regrese. Cuando lo haga, no debe encontrarnos demasiado agresivos, manteniendo el palacio bajo sitio, porque todo lo que tendría que hacer sería montar un sitio de ataque similar, alrededor de toda la isla, y dejarnos morir de hambre como nosotros lo estamos haciendo con ellos». «¿Por qué hemos de permitir que regrese? —le pregunté—. Sabemos que viene hacia acá. Ataquémoslo abiertamente». «¿Se ha olvidado de la facilidad con la que ganó la batalla de Texcala? Y ahora trae muchos más hombres, caballos y armas. No, no nos enfrentaremos con él en el campo. Cuitláhuac piensa dejar que Cortés llegue hasta aquí sin oposición y que encuentre a todas sus gentes sanas y la tregua aparentemente restaurada. No sabrá que tenemos guerreros escondidos, sólo esperando. Pero cuando lo tengamos junto con todos sus hombres blancos dentro de nuestro territorio, entonces atacaremos, suicidamente si es necesario, y limpiaremos de su suciedad esta isla y todo el distrito del lago».