TERTIA PARS

Durante el tiempo del que he estado hablando, cuando recibí el nombre de Topo, iba todavía a la escuela. Todos los días al atardecer, cuando se terminaba el día de trabajo, yo y todos los demás niños mayores de siete años de todas las aldeas de Xaltocan, íbamos o a la Casa del Desarrollo de la Fuerza o, junto con las niñas, a la Casa del Aprendizaje de Modales.

En la primera, los muchachos aguantábamos rigurosos ejercicios físicos y éramos instruidos en el tlachtli, juego de pelota, y en los rudimentos del manejo de las armas de guerra. En la segunda, nosotros y las niñas de nuestra edad recibíamos alguna instrucción un poco superficial acerca de la historia de nuestra nación y de otras tierras; una educación algo intensiva sobre la naturaleza de nuestros dioses y los numerosos festivales dedicados a ellos, como también se nos instruía en las artes del canto ritual, la danza y la ejecución de instrumentos musicales para la celebración de todas esas ceremonias religiosas.

Era solamente en esas tepolchcaltin o escuelas elementales, donde podíamos asociarnos de igual a igual con los niños de la nobleza y aun con unos pocos niños esclavos que habían demostrado poseer una inteligencia lo suficientemente brillante como para ser educados. Esta enseñanza elemental que comprendía cortesía, devoción, gracia y destreza, se consideraba un estudio más que suficiente para nosotros, los jóvenes de la clase media, y un alto honor para el corto número de niños esclavos que fueran considerados dignos y capaces de cualquier enseñanza.

Sin embargo, ningún niño esclavo, como tampoco ninguna niña aunque ésta perteneciera a la nobleza y muy pocos de nosotros los muchachos de la clase media podíamos aspirar a una mayor educación de la que nos era dada en las Casas de Modales y Fuerza. Los hijos de nuestros nobles usualmente dejaban la isla para ir a una de las calmécactin, ya que no había esta clase de escuelas en Xaltocan. Estas instituciones de alto aprendizaje estaban formadas por grupos de sacerdotes especiales dedicados a la enseñanza y sus estudiantes aprendían a ser sacerdotes, funcionarios gubernamentales, escribanos, historiadores, artistas, físicos o profesionales en cualquier otra rama. Entrar a un calmécac no estaba prohibido para cualquier muchacho de la clase media, pero la asistencia y pensión eran demasiado costosas para la mayoría de las familias, a menos que el niño fuera aceptado gratis o pagando muy poco, por haber demostrado una gran distinción en la escuela elemental.

Tengo que confesar que yo no me distinguí en lo más mínimo en ninguna de las dos Casas, ni en la de Modales, ni en la de Fuerza. Recuerdo que al entrar por primera vez en la clase de música de la Escuela de Modales, el Maestro de los Niños me pidió que, para poder juzgar la calidad de mi voz, cantara el verso de alguna canción que conociera. Así lo hice y él me dijo: «Verdaderamente es algo pasmoso de oír… aunque eso no es cantar. Probaremos con un instrumento».

Cuando comprobó que yo era igualmente incapaz de arrancar una melodía a la flauta de cuatro hoyos o cualquier clase de armonía a los tambores de varios tonos, el exasperado maestro me puso en una clase en la que se estaba aprendiendo danza para principiantes, la danza de la Serpiente Estruendosa. Cada danzante da un pequeño salto hacia adelante, lanzando una patada, entonces brinca y gira a la vez para caer hincado sobre una rodilla, se voltea de nuevo en esa posición y luego da otro brinco y lanza otra vez una patada. Cada vez que patea produce un ruido y cuando una línea considerable de niños y niñas hace esto progresivamente, el sonido es un ondulante y continuo estampido y el efecto visual es el de una larga serpiente deslizándose en su camino de sinuosas curvas. O así debería ser. «¡Es la primera vez que veo a una Serpiente Estruendosa torcida!», gritó la Maestra de las Niñas. «¡Sal de la fila, Malinqui!», bramó el Maestro de los Niños.

Desde entonces, para él, yo fui Malinqui, el Torcido y desde ese momento mi única contribución a las clases de música y danza en la escuela fue golpear un tambor de concha de tortuga con un par de pequeños cuernos de venado o producir un «clic» con un par de pinzas de cangrejo, una en cada mano. Afortunadamente mi hermana era la que mantenía en alto el honor de nuestra familia en aquellos eventos, ya que siempre se la escogía para bailar en solitario. Tzitzi podía danzar hasta sin música y hacer creer al espectador que oía música a su alrededor.

Empezaba a sentir que no poseía ninguna identidad, o que tenía tantas que no sabía cuál escoger para mí. En casa había sido Mixtli, la Nube; para el resto de Xaltocan había sido conocido generalmente como Tozani, el Topo; en la Casa del Aprendizaje de Modales, era Malinqui, el Torcido, y en la Casa del Desarrollo de la Fuerza, pronto llegué a ser Poyaútla, Perdido en Niebla.

Para mi buena fortuna no tenía ninguna deficiencia muscular, como la tenía en la música, pues había heredado de mi padre su estatura y solidez. Cuando tenía catorce años era más alto que mis compañeros dos años mayores que yo. Supongo que un hombre tan ciego como una piedra podría hacer los ejercicios de estirar, brincar, levantar pesas e incluso encontrar los dedos de sus propios pies para tocarlos con las manos sin doblar las rodillas; así es que el Maestro de Ejercicios Atléticos no encontró ningún defecto en mi ejecución hasta que empezamos a participar en deportes de equipo.

Si en el juego de tlachtli se hubiese permitido usar las manos y los pies, hubiera podido jugar, porque las manos y los pies se mueven casi por instinto, pero a la dura pelota de oli solamente se le podía pegar con las rodillas, las caderas, los codos o las nalgas, y cuando por casualidad podía ver la pelota, ésta no era más que una masa indistinta cuya velocidad hacía aún más borrosa. Consecuentemente y a pesar de que los jugadores llevábamos puestos protectores para la cabeza, fajas alrededor de las caderas, mangas de cuero grueso en las rodillas y en los codos y una gruesa colchoneta de algodón encima del resto de nuestros cuerpos, era constantemente golpeado por los rebotes de la pelota.

Peor todavía. Eran pocas las veces en que podía distinguir entre mis propios compañeros de equipo y los jugadores contrarios. Cuando, infrecuentemente, lograba pegarle a la pelota con la rodilla o con la cadera, no era extraño que la mandara a través del arco de piedra incorrecto, que estaba a la altura de la rodilla y que, según las reglas del complicado juego, se llevaban continuamente arrastrando de un lado a otro de los extremos de la cancha. Si meter la pelota a través de uno de los anillos de piedra colocados verticalmente y muy hacia arriba, en la línea media de cada una de las dos paredes que encerraban la cancha —lo que indicaba un triunfo inmediato a cualquiera de los dos equipos sin importar los puntos acumulados— era muy difícil para un jugador experto, para un perdido en la niebla como yo, hubiera sido un milagro.

No pasó mucho tiempo antes de que el Maestro de Ejercicios Atléticos me echara como participante. Fui encargado de la jarra de agua, del cucharón de los jugadores, de las espinas para picar y las cañas para succionar, con las cuales después de cada juego el físico de la escuela mitigaba el rigor de los jugadores, sacando la sangre negra y remolida de sus magulladuras.

Luego vinieron los ejercicios de guerra y la instrucción sobre las armas, bajo la tutela de un avejentado y cicatrizado quáchic, una «vieja águila», que era el título que se le daba a aquel cuyo valor ya había sido probado en el campo de batalla. Su nombre era Extli-Quani, o Glotón de Sangre, y tenía más o menos cincuenta años. Para estos ejercicios, a nosotros los muchachos no nos estaba permitido usar ninguna de las plumas, pinturas y otro tipo de decoraciones que utilizaban los verdaderos guerreros. Sin embargo usábamos escudos de madera o de cuero duro hechos a nuestro tamaño y trajes a nuestra medida iguales a los que usaban los verdaderos guerreros. Esas vestiduras estaban hechas de grueso algodón acojinado, endurecidas por haber sido empapadas en salmuera y nos cubrían del cuello a las muñecas y a los tobillos. Permitían una razonable libertad de movimiento y se suponía que debían darnos protección contra las flechas, por lo menos aquellas que eran lanzadas desde alguna distancia, pero, ¡ayya!, eran demasiado calientes, irritantes y sudorosas, como para tenerlas puestas más de un rato.

«Primero vais a aprender los gritos de guerra —decía Glotón de Sangre—. En el combate, por supuesto, estaréis acompañados por los trompeteros de conchas y por el batir de los tambores de trueno y de los tambores gimientes, pero hay que añadir a éstos vuestras propias voces gritando por la matanza y el sonido de los puños y armas golpeando los escudos. Yo sé por experiencia, mis muchachos, que un clamoreo ruidoso y aplastante puede ser un arma en sí. Puede sacudir la mente de un hombre, convertir en agua su sangre, debilitar sus tendones e inclusive vaciar su vejiga y sus tripas. Vosotros tenéis que hacer ese ruido y veréis que tiene un efecto doble: alentar la propia resolución hacia el combate y atemorizar al enemigo».

Y así, semanas antes de que pudiéramos contemplar siquiera un arma simulada, gritábamos los chillidos del águila, los ásperos gruñidos del jaguar, los prolongados gritos del búho y el ¡alalalala! del perico. Aprendimos a brincar en fingido afán por la batalla, a amenazar con gestos amplios y con muecas, a golpear nuestros escudos en un tamborileo unido hasta que éstos estuvieron manchados con la sangre de nuestras manos.

Otras naciones tenían diferentes armas de las de nosotros, los mexica, y algunas de nuestras unidades de guerreros usaban armas para algunos propósitos en particular e incluso un individuo podía escoger siempre aquella arma en la que tuviera más habilidad. Éstas incluían la honda de cuero para arrojar rocas, el hacha de piedra despuntada, la cachiporra pesada cuya bola estaba tachonada de obsidiana dentada, la lanza de tres puntas hecha de huesos con púas a los extremos para desgarrar la carne, o la espada formada simplemente con la mandíbula del pez-espada. Sin embargo, las armas básicas de los mexica eran cuatro.

Para la primera escaramuza con el enemigo, a larga distancia, usábamos las flechas y el arco. Nosotros, los estudiantes, practicábamos mucho tiempo con los arcos y las flechas, guarnecidas por bolitas de hule suave.

«Supóngase que el enemigo está en aquel matorral de nópaltin. —Y el maestro indicaba lo que para mi nebulosa visión era solamente una mancha verde a unos cien pasos más allá de donde estaba—. Quiero un fuerte estirón a la cuerda y que las flechas tengan un ángulo hacia arriba de exactamente la mitad del camino entre donde se encuentra el sol y el horizonte debajo de él. ¿Listos? Tomad una posición estable. Apuntad hacia la nopaleda. Dejadlas volar».

Hubo un ruido silbante seguido por un gruñido general de todos los muchachos allí reunidos. Las flechas, arqueándose, habían caído en un agrupamiento razonable a una distancia de cien pasos del lugar donde se encontraba la nopaleda y eso gracias a las instrucciones de Glotón de Sangre de estirar y de medir el ángulo. Todos los muchachos gruñían porque todos por igual habían errado el blanco; las flechas se habían ido a incrustar bastante lejos, a la izquierda de la nopaleda. Nos volvimos para ver al maestro, esperando que nos dijera por qué habíamos fallado tan miserablemente.

Él señaló hacia las insignias de guerra que, rectangulares y cuadradas, estaban en sus estacas, clavadas aquí y allá en el terreno cerca de nosotros. «¿Para qué sirven esas banderas de tela?», preguntó. Nos miramos unos a otros. Lungo Pactli, el hijo del Señor Garza Roja contestó: «Son banderolas guías que son llevadas por nuestros diferentes jefes de unidades en el campo de batalla. Si nos separamos durante una batalla, las banderolas nos indicarán dónde reagruparnos nuevamente». «Correcto, Pactlitzin —dijo Glotón de Sangre—. Bien, y aquella otra de plumas, ¿para qué sirve?». Hubo de nuevo otros intercambios de miradas y un largo silencio hasta que Chimali tímidamente aventuró: «La llevamos para demostrar lo orgullosos que estamos de ser mexica». «Ésa no es la contestación correcta —dijo el maestro—, pero al menos es una respuesta varonil y por eso no te doy una paliza. Sin embargo observad, muchachos, cómo flota ese pendón sobre el viento». Todos miramos hacia allí. No había suficiente aire ese día para sostener erguida la banderola. Colgaba en un ángulo hacia el suelo y… «¡Está flotando a nuestra izquierda! —gritó otro muchacho con gran excitación—. ¡Nosotros no apuntamos mal! ¡El viento llevó nuestras flechas lejos del blanco!». «Si no dieron en el blanco —dijo el maestro, secamente— es porque sí apuntasteis mal. Echar la culpa al dios del viento no os excusa. Al apuntar, debéis tener en cuenta todas las condiciones prevalecientes. Una de ellas es la fuerza y la dirección en la cual Ehécatl está soplando su trompeta de viento. Para este propósito está el pendón de plumas. Hacia el lado que éste cuelgue, os indicará hacia dónde llevará el viento vuestras flechas. La altura en que esté os dirá con cuánta fuerza las llevará el viento. Solamente con una larga práctica podréis aprender a juzgar. Quiero que todos marchéis hacia allá y recuperéis vuestras flechas. Cuando lo hayáis hecho, os giráis hacia acá, formáis una línea y me disparáis. El primero que me dé un golpe de flecha será eximido por diez días hasta de las palizas de las que sea merecedor». No caminamos sino que jubilosamente corrimos a recoger nuestras flechas y disparamos, pero ninguno de nosotros dio en el blanco.

Para pelear a una distancia más corta del alcance del arco y la flecha, teníamos la jabalina, una angosta y afilada hoja de obsidiana montada en un palo corto. Sin plumas, su exactitud y su poder de penetración dependían en ser lanzada con la mayor fuerza posible. «Por eso la jabalina no se lanza sin ayuda —dijo Extli-Quani—, sino con este palo atlatl para aventar. Al principio este método os parecerá incómodo, pero después de mucha práctica sentiréis el atlatl como lo que en realidad es: una extensión del propio brazo y un redoblamiento de la propia fuerza. A una distancia de más o menos treinta pasos largos, se puede guiar la jabalina para agujerear limpiamente un árbol tan grueso como un hombre. Imaginaos, muchachos, lo que pasará cuando la lancéis contra un hombre».

También teníamos la lanza larga, cuya punta terminaba en una obsidiana ancha y afilada y que se usaba para arrojar, para punzar, clavar y agujerear al enemigo antes de que éste estuviera demasiado cerca de uno. Pero para la inevitable lucha cuerpo a cuerpo usábamos la espada llamada maquáhuitl. Su nombre sonaba bastante inocentemente, «la madera hambrienta», pero era una de las armas más terribles y letales con que contábamos.

La maquáhuitl era una estaca plana de la madera más dura, de una longitud equivalente al brazo de un hombre y la anchura de la mano, y a todo lo largo de sus dos orillas estaban insertadas agudas hojas de obsidiana. El puño de la espada era lo suficientemente largo como para permitir que el arma se esgrimiera con una mano o con ambas, y estaba tallado de tal manera que los dedos del que lo sostenía se acomodaban con facilidad. Los fragmentos cortantes no estaban simplemente acuñados dentro de la madera, sino que como la espada dependía tanto de ellos, se les había agregado magia. Las cuchillas de obsidiana estaban sólidamente pegadas con un líquido encantado hecho de hule y de la preciosa copali, resina perfumada, mezclada con la sangre fresca donada por los sacerdotes del dios de la guerra, Huitzilopochtli.

Siendo tan brillante como el cristal de cuarzo y tan negra como Mictlan, el mundo de ultratumba, la obsidiana lucía inicua en la punta de una flecha, de una lanza o en el filo de una maquáhuitl. Apropiadamente convertida en hojuela, la piedra es tan afilada que puede cortar sutilmente como lo hace algunas veces una brizna de pasto o partir tan profundamente como lo hace un hacha. El único defecto de la piedra es que es muy quebradiza; puede hacerse pedazos contra el escudo o la espada del oponente. Sin embargo, en las manos de un guerrero experto, el filo de obsidiana de una maquáhuitl puede acuchillar carne y hueso tan limpiamente como un matorral de cizaña… y en toda gran guerra, como Glotón de Sangre nunca dejó de recordarnos, el enemigo no es otra cosa más que cizaña que debe ser abatida.

Así como nuestras flechas, jabalinas y lanzas de práctica eran cubiertas con hule en las puntas, nuestras maquáhuime de imitación eran inofensivas. Estaban hechas con madera ligera y flexible, para que la espada se rompiera antes de asestar un golpe demasiado fuerte. En lugar de los filos de obsidiana, las orillas estaban guarnecidas sólo con mechones de plumas suaves. Antes de que dos estudiantes libraran un duelo a espada, el maestro mojaba estas plumas en pintura roja, así es que cada golpe recibido se registraba tan vívidamente como una herida real y la marca duraba casi tanto tiempo como duraría la de una herida. En muy poco tiempo estuve tan pintado por estas marcas en cara y cuerpo, que me avergonzaba de verme así en público. Fue entonces cuando solicité una audiencia privada con nuestro quáchic. Era un anciano recio, duro como la obsidiana y probablemente sin más preparación en otra cosa que no fuera la guerra, pero no era un necio estúpido.

Me agaché para hacer el gesto de besar la tierra y todavía arrodillado dije: «Maestro Glotón de Sangre, usted ya sabe que mi vista es mala. Siento que usted está malgastando su tiempo y su paciencia tratando de enseñarme cómo ser un guerrero. Si estas marcas fueran heridas reales hace mucho que estaría muerto». «¿Y? —dijo él fríamente. Se agachó en cuclillas para alcanzarme—. Perdido en Niebla, te contaré acerca de un hombre a quien conocí una vez en Quatemalan, el país del Bosque Enmarañado. Esa gente, como quizá tú sepas, siempre está temerosa de morir. Ese hombre en particular corría a la menor señal de peligro; evitaba los riesgos más naturales de la existencia. Se refugiaba como un animalito en su madriguera, abrigado y protegido. Se rodeaba de sacerdotes, físicos y brujos. Comía solamente los alimentos más nutritivos y todas las pociones vivificantes de las que hubiese oído hablar. Nunca antes hombre alguno había cuidado tanto de su vida. Él vivía únicamente para seguir viviendo». Yo esperaba que siguiera hablando, pero no dijo nada más, así es que pregunté: «¿Y qué fue de él, Maestro Quáchic?». «Murió». «¿Y eso es todo?». «¿Qué más le puede pasar a cualquier hombre? Ni siquiera recuerdo su nombre. Nadie recuerda nada sobre él, excepto que vivió y finalmente murió». Después de otro silencio dije: «Maestro Glotón de Sangre, yo sé que si muero en una guerra mi muerte nutrirá a los dioses y ellos me recompensarán ampliamente en el otro mundo y quizá mi nombre no sea olvidado, pero ¿no podría estar en algún servicio en este mundo un poco antes de lograr mi muerte?». «Nada más toma parte en una buena batalla, muchacho. Entonces si te matan en el próximo momento, habrás hecho algo con tu vida, mucho más de lo que hacen todos aquellos hombres que se afanan por seguir existiendo, hasta que los dioses se cansan de ver su futilidad y los echan al lugar del olvido. —Glotón de Sangre se levantó—. Aquí, Perdido en Niebla, está mi propia maquáhuitl, que por mucho tiempo me ha dado un buen servicio. Nada más siente su peso».

Debo admitir que noté un estremecimiento cuando por primera vez tuve en mis manos una verdadera espada, y no el arma de juguete hecha de madera-balsa y plumas. Era atrozmente pesada, pero su propio peso parecía decir: Yo soy poder. «Veo que la levantas y la giras con una mano —observó el maestro—. No muchos muchachos de tu edad podrían hacer eso. Ven acá, Perdido en Niebla. Éste es un nopali fuerte, tírale un golpe a matar». El nopali era viejo y grande casi del tamaño de un árbol, sus pencas verdes y espinosas parecían remos y su tronco parduzco era tan grueso como mi cintura. Con mi mano derecha solamente balanceé la maquáhuitl experimentando, dejándola caer y el filo de obsidiana mordió dentro del cacto con un hambriento ¡tchunk! Saque la cuchilla meneándola, la agarré con las dos manos y balanceándola muy por arriba y atrás de mi cabeza, la dejé caer con todas mis fuerzas. Esperaba que la espada rajaría más profundamente dentro del tronco, pero me llevé una verdadera sorpresa cuando lo cortó limpiamente, salpicando con su savia como una sangre incolora. El nopali titubeó un momento sobre su base desunida antes de derrumbarse hacia la tierra, y tanto el maestro como yo tuvimos que brincar rápidamente para evitar la nube de espinas agudas que se nos venía encima. «¡Ayyo, Perdido en Niebla! —dijo Glotón de Sangre admirado—. A pesar de los atributos que te faltan, sí tienes la fuerza de un guerrero nato».

Enrojecí de orgullo y de placer, sin embargo tuve que decir: «Sí, Maestro, puedo golpear y matar, pero piense en mis ojos, en mi mala visión. Suponga que hiriera erróneamente a uno de nuestros propios hombres». «Ningún quáchic al mando de guerreros novatos te pondría nunca en una situación así. En una guerra de conquista, tal vez estarías asignado a los acuchilladores de la retaguardia, cuyos cuchillos dan el misericordioso alivio a aquellos compañeros y enemigos que hayan sido dejados atrás, heridos, cuando la batalla ha avanzado. O, en una guerra florida, tu quáchic probablemente te asignaría a los amarradores, quienes llevan las cuerdas para amarrar a los prisioneros enemigos con objeto de poderlos traer para ser sacrificados». «Acuchilladores y amarradores —murmuré—. Obligaciones muy escasamente heroicas como para ganarme una recompensa en el otro mundo». «Tú hablaste de este mundo —me recordó el maestro severamente—, y de servicio, no de heroísmo. Aun el más humilde puede servir. Recuerdo cuando marchamos dentro de la ciudad insolente de Tlaltelolco para anexionarla a nuestra Tenochtitlan. Por supuesto que los guerreros de esa ciudad pelearon contra nosotros en las calles, pero sus mujeres, niños y ancianos decrépitos se apostaban en las azoteas y nos tiraban grandes rocas, avisperos llenos de enfurecidas avispas y aun plastas de sus propios excrementos».

Aquí, debo aclarar, mis señores escribanos, que de entre las diferentes clases de guerras que peleábamos nosotros los mexica, la batalla contra Tlaltelolco fue un caso excepcional. Nuestro Venerado Orador Axayácatl simplemente se encontró en la necesidad de subyugar a esa arrogante ciudad, privarla de un gobierno independiente y por fuerza hacer que su pueblo rindiera lealtad a nuestra gran capital de Tenochtitlan. Como regla general, nuestras guerras contra otros pueblos no eran de conquista, no en el sentido en que sus ejércitos han conquistado toda esta Nueva España para hacerla una abyecta colonia de su Madre España.

No. Puede ser que venciéramos y doblegáramos a otra nación, pero no la borrábamos de la tierra. Peleábamos para probar nuestra propia fuerza y para exigir tributo de los menos fuertes. Cuando una nación se sometía y nos rendía lealtad a nosotros los mexica, ésta daba una porción de sus recursos y productos nativos —oro, joyas, especies, cacao, hule, plumas, lo que fuere—, los cuales se entregarían en lo sucesivo cada año en cantidades especificadas a nuestro Venerado Orador. Tendría también que mandar a sus guerreros a pelear junto con los mexica, cuando y en el caso en que fuera necesario.

Sin embargo, esa nación retendría su propio nombre y soberanía, su propio gobernante, su forma nativa de vida y su religión. Nosotros no imponíamos ninguna de nuestras leyes, costumbres o dioses. Nuestro dios de la guerra, Huitzilopochtli, por ejemplo, era nuestro dios y bajo su apoyo los mexica éramos un pueblo separado de los otros y por encima de ellos, y no compartíamos ese dios, ni lo dejábamos compartir. Todo lo contrario. En muchas naciones conquistadas encontramos nuevos dioses o diferentes manifestaciones de nuestros dioses ya conocidos, y, si parecían atractivos, nuestros guerreros traían copias de sus estatuas para ponerlas en nuestros propios templos.

Debo decirles también que existían naciones de las cuales jamás pudimos arrancar ni tributo ni lealtad. Por ejemplo, contigua a nosotros por el oriente estaba Cuautexcalan, la Tierra de los Riscos del Águila, usualmente llamada simplemente Texcala: los Riscos. Por alguna razón ustedes los españoles optaron por llamarla Tlaxcala, lo que a nosotros los mexica nos causa risa, porque esa palabra significa tortilla.

Aunque estaba totalmente rodeada por naciones aliadas con nosotros los mexica, y por lo tanto obligada a vivir como una isla cerrada, Texcala rehusó obstinadamente someterse en cualquier forma. Esto significó que tuvo que reducir muchas de las importaciones más necesarias para la vida. Si los texcalteca, aunque de mala gana, no hubieran trocado con nosotros su sagrada copali, resina, que era abundante en sus bosques, no hubieran tenido ni siquiera sal para dar sabor a sus comidas, ni hule para sus tlachtli, pelotas.

Entonces, nuestro Uey-Tlatoani restringió severamente la cantidad de comercio entre nosotros y los texcalteca, siempre con la esperanza de dominarlos, así es que los tercos texcaltecas sufrían perpetuamente privaciones humillantes. Tuvieron que hacer bastar su magra cosecha de algodón, por ejemplo, lo que significaba que incluso sus nobles tenían que llevar mantos tejidos únicamente de una traza de algodón mezclado con cáñamo grueso o fibra de maguey; prendas que en Tenochtitlan serían llevadas solamente por esclavos o niños. Ustedes pueden comprender bien que Texcala abrigaba un odio duradero hacia nosotros los mexica y, como ustedes saben, finalmente tuvo fatales consecuencias para nosotros, para los texcalteca y para todo lo que es en este momento la Nueva España.

«Mientras tanto —me dijo el Maestro Glotón de Sangre en aquel día que conversamos— nuestros ejércitos, mantienen en este momento una pugna desfavorable con alguna otra obstinada nación del oeste. El Venerado Orador, que intentó la invasión de Michihuacan, la Tierra de los Pescadores, ha sido rechazado ignominiosamente. Axayácatl esperaba una fácil victoria, dado que los purémpecha siempre han estado armados con cuchillos de cobre pero éstos han repelido y vencido a nuestros ejércitos». «¿Cómo, Maestro? —pregunté—. Una raza pacífica, con armas de cobre suave. ¿Cómo podrían oponerse a nosotros, los invencibles mexica?». El viejo guerrero se encogió de hombros. «Puede ser que los purémpecha sean pacíficos, pero pelean con suficiente fiereza para defender su nativo Michihuacan de lagos, ríos y tierras de labranza bien regadas. También se dice que han descubierto algún metal mágico que mezclan con su cobre mientras está todavía fundido. Cuando la mezcla se forja en hojas, se convierte en un metal tan duro que nuestra obsidiana se quiebra contra de él como si fuera papel de corteza». «Pescadores y agricultores —murmuré— venciendo a los guerreros profesionales de Axayácatl…». «Oh, lo intentaremos otra vez, puedes apostarlo —dijo Glotón de Sangre—. Axayácatl solamente quería tener acceso a esas aguas ricas en peces y a esos valles llenos de árboles frutales, pero ahora él querrá tener el secreto del metal mágico. Desafiará a los purémpecha otra vez y cuando lo haga, sus ejércitos requerirán de cada hombre que pueda marchar. —El maestro hizo una pausa y luego añadió significativamente—: Incluso los viejos inválidos quáchictin como yo, incluso aquellos que sólo pueden servir como acuchilladores y amarradores, incluso los incapacitados y los perdidos en niebla. Nos es menester estar adiestrados, endurecidos y listos, muchacho».

Pero Axayácatl murió antes de poder armar otra invasión sobre Michihuacan, la nación que ahora forma parte de lo que ustedes llaman la Nueva Galicia. Bajo el mando de los subsiguientes Venerados Oradores, nosotros los mexica y los purémpecha logramos vivir dentro de una especie de respeto mutuo. No necesito recordarles, reverendos frailes, que su comandante Beltrán de Guzmán, que más bien parece un carnicero, sigue todavía tratando de subyugar a las intransigentes bandas de purémpecha alrededor del lago de Chapalan y en otros remotos rincones de Nueva Galicia, que aún se niegan a someterse a su Rey Carlos y a su Señor Dios.

He estado hablando de nuestras guerras de conquista tal y como fueron. Estoy seguro que aun su sanguinario Guzmán puede comprender ese tipo de guerra, aunque también creo que jamás podría concebir una guerra, como la mayoría de las nuestras, que dejara sobrevivir independiente a la nación derrotada. Pero ahora les hablaré de nuestras Guerras Floridas, porque parece que son incomprensibles para cualquiera de los hombres blancos. «¿Cómo? —he oído que ustedes preguntan—, ¿podía haber tantas guerras inmotivadas e innecesarias entre naciones amigas? ¿Guerras en las cuales ninguno de los dos bandos ni siquiera trató de ganar?».

Trataré de explicarlo.

Naturalmente, cualquier tipo de guerra, daba placer a nuestros dioses. Cada guerrero vertía al morir su sangre vital, la más preciosa ofrenda que podría hacer un humano. En una guerra de conquista, el objetivo era la victoria decisiva y por eso ambas partes peleaban para matar o ser matados. El enemigo era, como dijo mi viejo maestro, cizaña para ser abatida. Comparativamente, sólo tomábamos unos cuantos prisioneros que guardábamos para un sacrificio ceremonial más tarde. Sin embargo, no importaba cómo llegase a morir el guerrero, ya en el campo de batalla o en el altar del templo, su muerte se consideraba como una Muerte Florida, honrable para sí mismo y satisfactoria para los dioses. El único problema era, si lo ven ustedes desde el punto de vista de los dioses, que estas guerras de conquista eran más o menos infrecuentes. Aunque proveían muchas Muertes Floridas, mucha sangre para nutrir a los dioses y mandaban a muchos guerreros al más allá para servirles, esas guerras eran esporádicas. Entre tanto los dioses tenían que esperar muchos años pasando hambre y sed. Esto les desagradó y en el año Uno Conejo, nos lo dejaron saber.

Eso debió de suceder unos doce años antes de que yo naciera, pues mi padre lo recordaba vívidamente y lo comentaba con frecuencia, moviendo tristemente la cabeza. En aquel año, los dioses mandaron a toda esta planicie el más crudo invierno de que se haya tenido noticia. Aparte de un frío álgido y de vientos penetrantes, que mataron a muchos infantes, ancianos débiles, a nuestros animales domésticos e incluso a los animales salvajes, nevó durante seis días, lo que acabó con todas las siembras invernales. Entonces se vieron misteriosas luces en el cielo nocturno: bandas verticales de luces frías y coloreadas que oscilaban y que mi padre describía como «los dioses caminando ominosamente por los cielos, nada de ellos era visible, solamente sus mantos tejidos con plumas de garzas blancas, verdes y azules».

Eso fue solamente el principio. La primavera no sólo puso fin al frío sino que trajo un calor insoportable. Luego llegó la temporada de lluvias, pero éstas no vinieron y la sequía acabó con nuestras siembras y con nuestros animales que no habían muerto ya con las nevadas, y ni siquiera acabó todo ahí. Los siguientes años fueron igualmente crueles, sin lluvias y en sus alternativos fríos y calores. Con el frío nuestros lagos se congelaban, con el calor se hacían tibios, se convertían en sal amarga y así nuestros peces morían y flotaban vientre arriba llenando todo el aire con su hedor.

Continuó así durante cinco o seis años y la gente mayor, en mi juventud, todavía se refería a ello como los Tiempos Duros. Yya ayya, debieron de ser unos tiempos en verdad terribles, porque nuestra gente, nuestros orgullosos y honrados macehualtin se vieron reducidos a venderse a sí mismos como tlatlácotin, esclavos. Pues verán ustedes que las otras naciones más allá de esta planicie, en las sierras del sur y en las Tierras Calientes de las costas, no fueron destruidas por aquel clima catastrófico. Entonces ofrecieron en trueque parte de sus abundantes cosechas, pero esto no fue generosidad pues sabían que nosotros casi no teníamos nada que cambiar más que a nosotros mismos. Esos otros pueblos, especialmente los más inferiores y hostiles a nosotros, se complacían en comprar a «los fanfarrones mexica» como esclavos y a humillarnos todavía más, pagando por nosotros una cantidad mísera y cruel.

El trueque establecido fue de quinientas mazorcas de maíz por un hombre en edad de trabajar y cuatrocientas por una mujer en edad de aparearse. Si una familia tenía un niño que se pudiera vender, ese muchacho o muchacha era cedido para que el resto de la familia pudiera comer. Si la familia sólo tenía infantes, el padre se vendía a sí mismo. ¿Pero por cuánto tiempo podría una familia sobrevivir con cuatrocientas o quinientas mazorcas de maíz? Y cuando éstas se acabaran ¿quién o qué quedaría para ser vendido? Aun si los Buenos Tiempos regresaban de repente, ¿cómo podría sobrevivir una familia sin tener al padre para trabajar? De todas formas, los Buenos Tiempos no regresaron…

Todo eso ocurrió durante el reinado del primer Motecuzoma y él vació tanto su tesoro personal como el de la nación y luego abrió todos los almacenes y graneros de la capital, en un intento de aliviar la miseria de su pueblo. Cuando las sobras se acabaron, cuando no quedó nada excepto los agobiantes Tiempos Duros que todavía imperaban, Motecuzoma y su Mujer Serpiente reunieron su tlatocan, Consejo de Voceros de los ancianos, y también llamaron a los adivinos y profetas para que les aconsejaran.

No puedo jurarlo, pero se dice que la conferencia fue así:

Un mago venerable que se había pasado meses estudiando el problema, echando los huesos y consultando los libros sagrados, anunció solemnemente: «Mi Señor Orador, los dioses nos han hecho pasar hambres para demostrar que ellos tienen hambre. No ha habido ninguna guerra desde nuestra última incursión a Cuautexcalan y eso fue en el año Nueve Casa. Desde entonces, no hemos hecho más que escasas ofrendas de sangre a los dioses; unos cuantos prisioneros de guerra guardados en reserva, el ocasional violador de la ley y de vez en cuando un adolescente o una virgen. Los dioses nos están pidiendo claramente más alimento». «¿Otra guerra? —meditó Motecuzoma—. Aun nuestros mejores guerreros están demasiado débiles en este momento como para poder marchar a una frontera enemiga, ya no digamos para abrir brecha en ella». «Es cierto, Venerado Orador, pero hay una manera de arreglar un sacrificio en masa…». «¿Masacrando a nuestra gente antes de que se acabe de morir de hambre? —preguntó Motecuzoma sarcásticamente—. Toda la gente está tan delgada y seca que, probablemente, ni utilizando toda la nación se llenaría una taza completa de sangre». «Es cierto, Venerado Orador y en todo caso éste sería un gesto de mendicidad tan cobarde, que los dioses probablemente no lo aceptarían. No, Venerado Orador, es necesaria una guerra, pero una clase diferente de guerra…».

Más o menos fue así como me lo contaron y creo que éste fue el origen de las Guerras Floridas, y la primera de ellas se preparó así:

Como los más grandes poderes y los mejores estaban ubicados en el centro del valle, constituyeron una Triple Alianza: nosotros los mexica con nuestra capital Tenochtitlan en la isla, los acolhua con su capital Texcoco en la orilla oriental del lago y los tecpaneca con su capital Tlacopan en la orilla oeste. Había tres naciones menores hacia el sureste: los texcalteca, de quienes ya he hablado, con su capital Texcala; los huéxotin con su capital Huexotzinco, y los una vez poderosos tya nuu o mixteca, como los llamábamos, cuyos dominios se habían reducido hasta constituir poco más de su capital, la ciudad de Chololan. Los primeros, eran nuestros enemigos; los otros dos hacía ya bastante tiempo que nos pagaban tributo y, queriendo o no, eran nuestros aliados ocasionales. Sin embargo, estas tres naciones, así como también las tres de nuestra alianza, habían sido devastadas por los Tiempos Duros.

Después de la conferencia de Motecuzoma con su Consejo de Voceros, también conferenció con los gobernantes de Texcoco y Tlacopan. Los tres juntos elaboraron y enviaron una proposición a los tres gobernantes de las ciudades de Texcala, Chololan y Huexotzinco. En esencia decía algo así: «Hagamos una guerra para que todos podamos sobrevivir. Somos pueblos diferentes, pero todos sufrimos igualmente con los Tiempos Duros. Los hombres sabios dicen que sólo tenemos una esperanza de sobrevivir: saciar y aplacar a los dioses con sacrificios de sangre. Por lo tanto, proponemos que los ejércitos de nuestras tres naciones se enfrenten en combate con los ejércitos de sus tres naciones, en la llanura neutral de Acatzinco, a una distancia segura de todas nuestras tierras, al sureste. La batalla no será de conquista, no para obtener territorios o soberanía, ni por matanza, ni por saquear, sino sencillamente para tomar prisioneros a quienes será otorgada la Muerte Florida. Cuando todas las fuerzas que participen hayan capturado un número suficiente de prisioneros para ser sacrificados a sus dioses, será comunicado mutuamente entre los jefes y se pondrá fin inmediatamente a la batalla». Esa proposición, que ustedes los españoles dicen que es increíble, fue aceptada por todos, incluyendo los guerreros que ustedes llaman «estúpidos suicidas» porque ellos peleaban por un fin no aparente, a excepción del fin probable y repentino de sus propias vidas. Pero dígame, ¿cuál de sus soldados profesionales rehusaría con cualquier excusa tomar parte en una batalla, prefiriendo las obligaciones tediosas del cuartel? Por lo menos nuestros guerreros tenían el estímulo de saber que, si morían combatiendo o en un altar extraño, ganarían la gratitud de la gente por haber complacido a los dioses, así como también merecerían de éstos el regalo de una vida de bienaventuranza en el más allá. Y, en aquellos Tiempos Duros, cuando tantos morían de hambre y sin gloria, un hombre tenía todavía más razón para preferir morir por la espada o por el cuchillo de sacrificio.

Así fue como se llevó a efecto la primera batalla y la lucha se desarrolló tal como se había planeado, aunque, por supuesto, fue una marcha larga y melancólica desde cualquier parte hacia la llanura de Acatzinco, así es que los seis ejércitos tuvieron que descansar por un día o dos antes de recibir la señal para iniciar las hostilidades. A pesar de que las intenciones eran otras, un buen número de hombres fue muerto; unos inadvertidamente, otros por casualidad y algunos por accidente; también porque algunos de ellos o sus oponentes pelearon con mucho ardor, ya que es muy difícil para un guerrillero adiestrado para matar abstenerse de hacerlo. La mayoría, sin embargo, de común acuerdo golpeó con la parte ancha de la maquáhuitl y no con la orilla de obsidiana. Los hombres que quedaban atontados no eran matados por los acuchilladores, sino rápidamente atados por los amarradores. Después de dos días, solamente, los sacerdotes principales que marchaban con cada ejército, decretaron que ya se habían tomado suficientes prisioneros para satisfacer a los dioses y a ellos. Uno tras otro, los jefes desplegaron las banderolas que ya tenían preparadas, para avisar a los hombres que todavía estaban diseminados por la llanura. Los seis ejércitos se reunieron y marcharon penosamente a sus lugares de origen, llevando consigo a sus todavía más fatigados cautivos.

Aquella primera tentativa de Guerra Florida tuvo lugar a la mitad del verano que también era, normalmente, la temporada de lluvias, pero en esos Tiempos Duros era otra temporada seca interminablemente calurosa. Se había llegado asimismo a otro acuerdo entre los seis gobernantes de las seis naciones: todos ellos sacrificarían a sus prisioneros el mismo día en sus respectivas capitales. Nadie recuerda exactamente cuántos fueron, pero supongo que varios miles de hombres murieron aquel día en Tenochtitlan, en Texcoco, en Tlacopan, en Texcala, en Chololan y en Huexotzinco. Llámenlo coincidencia si ustedes quieren, reverendos frailes, ya que por supuesto Nuestro Señor Dios no estuvo implicado en eso, pero aquel día los cascos de las nubes se rompieron al fin, sus sellos se abrieron y llovió a cántaros en toda la gran planicie y los Tiempos Duros terminaron al fin.

Precisamente ese día, mucha gente en las seis ciudades se regocijó, por primera vez en muchos años, llenando sus panzas, cuando comieron los restos de los xochimique sacrificados. Los dioses se sentían satisfechos con ser alimentados debidamente, con la sangre de los corazones extraídos que se amontonaban en sus altares; los restos de los cuerpos de sus víctimas no eran usados por ellos, pero sí lo fueron por el pueblo hambriento allí reunido. Así, cuando el cuerpo todavía caliente de cada xochimiqui rodaba escalera abajo de la pirámide de cada templo, los carniceros que esperaban al pie lo tomaban para cortarlo en partes y distribuirlas a la ansiosa multitud apiñada en cada plaza.

Los cráneos fueron rotos y los sesos extraídos; los brazos y piernas cortados en partes manuables; los genitales y las nalgas, los hígados y riñones fueron cortados y separados. Estas porciones de comida no se arrojaron solamente a un populacho, no, fueron distribuidas en una forma admirablemente práctica a un pueblo que esperó con elogiable paciencia. Por razones obvias, los sesos se reservaron para los sacerdotes y los sabios; los brazos y piernas musculosos para los guerreros; las partes genitales para los matrimonios jóvenes; las nalgas y tripas menos significativas para las mujeres embarazadas, las madres que estaban amamantando y las familias con muchos niños. Los restos de cabezas, manos, pies y torsos, más huesos que comida, se pusieron a un lado para ser convertidos en fertilizantes para los sembrados y chinampa.

Realmente no sé si esta fiesta de carne fresca fue o no fue una ventaja adicional prevista por los que planearon la Guerra Florida. Todos los diferentes pueblos en estas tierras han estado por mucho tiempo comiendo cada animal de caza existente y cada ave o perro domesticado para ese fin. Habían comido lagartos, insectos y cactos, pero jamás a alguno de sus parientes o vecinos muertos durante los Tiempos Duros. Podía haber sido un desperdicio inconsciente de alimento disponible, pero en cada nación la gente hambrienta dispuso que sus compañeros muertos a causa del hambre fueran sepultados o quemados según sus costumbres. En aquel momento, sin embargo, gracias a la Guerra Florida, tenían una cantidad abundante de cuerpos de enemigos desconocidos —aunque fuesen enemigos solamente por exagerada definición— y por lo tanto no había por qué sentir remordimiento en comérselos.

En las siguientes guerras, nunca más se volvió a hacer una matanza tan inmediata ni un llenadero de panza como en esa ocasión. Pues desde entonces, jamás ha habido tanta gente hambrienta cuyo voraz apetito se debía mitigar. Así fue cómo los sacerdotes impusieron reglas y rituales para formalizar el acto de comer los cuerpos de los cautivos. Los guerreros victoriosos solamente comían un bocado sabroso, de algunas partes musculares, y lo tomaban muy ceremoniosamente. La mayor parte de la carne era repartida entre la gente muy pobre, generalmente los más humildes esclavos, o era para alimentar a los animales en aquellas ciudades que, como Tenochtitlan, mantenían una colección pública de animales salvajes.

La carne humana diestramente preparada, sazonada y cocinada, es, como la de cualquier otro animal, un platillo muy sabroso, y en donde no hay otra clase de carne ésta puede ser un sustento adecuado. Pero así como se ha podido comprobar que de los matrimonios cercanos entre los pípiltin no resulta una descendencia superior, sino todo lo contrario, yo creo que también se puede demostrar que los que comen carne humana tienden a una degeneración similar. Si la línea sanguínea de una familia mejora con un matrimonio que no se efectúa entre parientes, así la sangre del hombre tendrá más fuerza por la ingestión de la carne de otros animales. Por lo tanto, después de haber pasado los Tiempos Duros, la práctica de comer a los xochimique sacrificados vino a ser para todos, excepto para los pobres, los desesperados y degenerados, una observancia religiosa y además de las menores.

Como esa primera Guerra Florida tuvo tanto éxito, coincidencia o no, las mismas seis naciones siguieron guerreando a intervalos regulares, como una salvaguarda contra cualquier disgusto que los dioses pudieran sentir y para que éstos no volvieran a recurrir a los Tiempos Duros. Me atrevería a decir que nosotros los mexica teníamos muy poca necesidad de esa estratagema, porque Motecuzoma y los Venerados Oradores que le sucedieron no dejaron pasar grandes lapsos de tiempo entre las guerras de conquista. Era muy rara la vez que no teníamos un ejército en el campo de batalla, extendiendo nuestro dominio. Sin embargo, los acolhua y los tecpaneca, que tenían muy pocas ambiciones de esa clase, dependían de las Guerras Floridas para ofrecer Muertes Floridas a sus dioses. Así, pues, como Tenochtitlan había sido el instigador, seguía participando complaciente; la Triple Alianza contra los texcalteca, los mixteca y los huéxotin.

A los guerreros no les importaba. En una guerra de conquista o en una Guerra Florida un hombre podía igualmente morir o tener la oportunidad de llegar a ser aclamado como héroe o ser incluso distinguido con una de las órdenes de campeonato, por haber dejado un número notable de enemigos muertos en el campo de batalla o por traer una gran cantidad de cautivos de la llanura de Acatzinco.

«Recuerda esto, Perdido en Niebla —dijo el Maestro Glotón de Sangre en aquel día que estuve hablando con él—. Ningún guerrero, ya sea en una guerra de conquista o en una Guerra Florida, espera contarse entre los que caen o entre los que son capturados. Tiene la esperanza de vivir durante toda la guerra y salir de ella como un héroe. Oh, no creas que te engaño, muchacho; claro que puede morir, sí, y mientras está todavía dominado por esta intensa emoción, pero si él entrara en la batalla sin esperar la victoria para su bando y la gloria para él, con toda seguridad moriría». Tratando de no parecer pusilánime quise convencerle de que no temía a la muerte, pero de que tampoco estaba muy ansioso de buscarla. De cualquier modo y en cualquier guerra estaría destinado, evidentemente, para cargos insignificantes como los acuchilladores o amarradores y esa clase de obligación, como le hice notar, podía ser asignada más bien a mujeres. «¿No sería mejor para la nación mexica y para la humanidad entera, que se me dejaran ejercer mis otros talentos?», le pregunté. «Otros talentos, ¿cuáles?», respondió Glotón de Sangre. Eso me hizo pensar de momento, pero luego sugerí que si, por ejemplo, yo tenía éxito y lograba la maestría en la escritura-pintada, podría acompañar al ejército como historiador de campaña. Podría sentarme aparte, quizás en una colina desde la cual pudiera dominar todo el panorama y escribir la descripción de la estrategia de cada batalla, sus tácticas y sus progresos, para la futura ayuda de otros jefes.

El viejo guerrero me miró sardónicamente. «Primero me dices que no puedes ver a un oponente ni para pelear cara a cara y ahora que abarcarás de una mirada toda la confusa acción del choque entre dos ejércitos. Perdido en Niebla, si quieres ser una excepción para no tomar parte en las prácticas de armas de esta escuela, no te esfuerces. No te excusaría aunque pudiera. En tu caso hay un cargo impuesto sobre mí». «¿Un cargo? —dije perplejo—. ¿Un cargo de quién, Maestro?». Me miró ceñudo, enfadado, como si lo hubiese cogido en un desliz y gruñó: «Un cargo que me he impuesto a mí mismo. Creo sinceramente que un hombre debe experimentar una guerra, o al menos una batalla, durante su vida. Porque, si sobrevive, todos los sabores de la vida vendrán a ser más ricos y más queridos. ¡Y ya basta! Espero verte mañana al atardecer en el campo, como de costumbre».

Entonces me fui y volví a ir a los ejercicios y lecciones de combate en los días y meses que siguieron. No sabía lo que el destino me reservaría, pero sí sabía una cosa. Si iba a ser destinado a alguna obligación indeseable había sólo dos medios para evadirla: o demostrando ser incapaz de realizarla o mostrándome demasiado inteligente para eso. Y como los buenos escribanos, por lo menos, no somos cizaña para ser abatida por la obsidiana, mientras asistía sin quejas a las dos Casas de Modales y de Fuerza, en privado seguía trabajando más intensa y fervientemente para descifrar los secretos del arte de conocer las palabras.

Haría el gesto de besar la tierra, Su Ilustrísima, si todavía se observara esa costumbre. En su lugar, enderezaré simplemente mis viejos huesos para levantarme en señal de saludo, tal como lo hacen sus frailes.

Es un honor tener de nuevo la graciosa presencia de Su Ilustrísima entre nuestro pequeño grupo y oírle decir que ha leído mi historia en las páginas recolectadas ya hace tiempo. Sin embargo, Su Ilustrísima busca ciertas respuestas a algunos sucesos anotados allí y debo confesar que sus preguntas me hacen bajar los párpados embarazosamente, aun con cierta vergüenza.

Sí, Su Ilustrísima, mi hermana y yo continuamos gozándonos mutuamente, durante todas las ocasiones que tuvimos en esos años de nuestro desarrollo, como ya lo dije hace poco. Sí, Su Ilustrísima, nosotros sabíamos que pecábamos.

Probablemente Tzitzitlini lo sabía desde el principio, pero como yo era más joven, me vine a dar cuenta gradualmente de que lo que estábamos haciendo era incorrecto. A través de los años, he ido comprendiendo que siempre nuestras mujeres conocen más acerca de los misterios del sexo y adquieren ese conocimiento antes que cualquier hombre. Sospecho que lo mismo sucede con las mujeres de todas las razas, incluyendo las suyas. Pues desde muy jóvenes se inclinan a susurrar entre ellas y a intercambiar secretos relativos a sus cuerpos y a los cuerpos de los hombres, y se juntan con las viudas y las viejas alcahuetas, quienes —quizá porque ya se les secaron sus jugos hace mucho tiempo— están regocijada y maliciosamente ansiosas de instruir a las doncellas jóvenes en las artes mujeriles de la astucia, las trampas y la impostura.

Lamento no tener todavía suficiente conocimiento de mi nueva religión cristiana, para saber todas sus reglas y censuras sobre este asunto, aunque he llegado a deducir que ninguna manifestación sexual es aprobada, excepto la ocasional copulación entre una pareja cristiana con el único propósito de producir un niño cristiano. Sin embargo, aun nosotros los paganos observábamos algunas leyes y muchas tradiciones, tratando de llegar a una conducta sexual aceptable.

Una doncella necesitaba permanecer virgen hasta que se casaba, a menos de que escogiera no hacerlo y formar parte de las auyanime que daban servicio a nuestros guerreros, lo cual era una ocupación legítima para cualquier mujer, aunque no exactamente muy honorable. También, ya sea por su propia voluntad o por haber sido violada, y por lo tanto descalificada para el matrimonio, podía llegar a ser una maátitl e ir a horcajadas por el camino. Había también algunas muchachas que mantenían estrictamente su virginidad para poder ganar el honor de ser sacrificadas en alguna ceremonia que necesitara de una virgen, otras porque deseaban servir durante toda su vida, al igual que sus monjas, asistiendo a los sacerdotes de los templos, aunque siempre había mucha especulación acerca de la naturaleza de esa asistencia y de la duración de su virginidad.

La castidad antes del matrimonio no era muy demandada a nuestros hombres, porque ellos tenían a su disposición las complacientes máatime y las mujeres esclavas, bien dispuestas o a la fuerza; y, claro, la virginidad de un hombre es difícil de comprobarse o refutar. Debo decirles que tampoco la virginidad de una mujer se puede comprobar o refutar, según me contó Tzitzi, si tiene suficiente tiempo para prepararse para la noche de bodas. Hay ancianas que crían pichones a los que alimentan con unas semillas rojas de una flor que sólo ellas conocen y venden los huevos de esas aves a las muchachas que quieren fingir ser vírgenes. Un huevo de pichón es lo suficientemente pequeño como para poder ser guardado fácilmente en lo más profundo de una mujer y su cascara es tan frágil que un novio excitado puede romperla sin darse cuenta, y la yema de ese huevo en especial es del color exacto de la sangre. También las alcahuetas venden a las mujeres un ungüento astringente hecho del tepetómatl, que ustedes llaman gayula, que fruncirá el orificio más flojo y bostezante a la estrechez de una adolescente…

Como usted lo ordena, Su Ilustrísima, trataré de refrenarme y no dar tantos detalles específicos.

La violación de una mujer era un crimen muy poco usual entre nuestra gente, por tres motivos. Uno, era muy difícil, por no decir imposible, cometerlo sin ser pescado, puesto que nuestras comunidades eran muy pequeñas y todo el mundo se conocía, y los forasteros eran extremadamente notorios. También era un crimen un tanto innecesario, porque había muchas máatime y esclavas que podían satisfacer a un hombre realmente necesitado. Y por último, se castigaba con la muerte. También el adulterio se castigaba igual y el cuilónyotl, que es el acto entre hombres, y el patlachuia, que es el acto sexual entre mujeres. Pero esos crímenes, aunque probablemente no eran raros, casi nunca se descubrían, porque se necesitaba sorprender a la pareja en pleno acto. Esos pecados, como la virginidad, son de otra forma muy difíciles de comprobar.

Quiero hacer notar, que aquí solamente estoy hablando de esas prácticas que entre nosotros los mexica estaban prohibidas o que rehuíamos. Excepto por la libertad y ostentación sexual específicamente permitidas en algunas de nuestras ceremonias de fertilidad, nosotros los mexica éramos remilgados y austeros en comparación con otros pueblos. Yo recuerdo que cuando viajé por primera vez entre los mayas, lejos de aquí hacia el sur, me escandalizó el aspecto indecente de algunos de sus templos, cuyos desagües para la lluvia en los tejados, tenían la forma de un tepule de hombre y durante toda la temporada de lluvias estuvieron orinando continuamente.

Los huaxteca, quienes viven al noroeste, en las playas del mar del este, son excepcionalmente groseros en materia de sexo. He visto en sus palacios frisos tallados con representaciones de las muchas posiciones en que un hombre y una mujer pueden hacer el acto sexual. Cualquier huaxteca hombre que tenga un tepule más grande que lo ordinario, lo lleva colgando sin cubrirlo con el taparrabo, aun en público e incluso cuando visita lugares más civilizados. Esa jactancia altanera de los hombres huaxteca, les da una reputación de desenfrenada virilidad, que quizás puedan merecer o no. Sin embargo, en aquellas ocasiones en que un grupo de guerreros huaxteca era capturado y puesto a la venta en el mercado de esclavos de Azcapotzalco, he visto a nuestras mujeres de la nobleza mexica, veladas y subrepticiamente paradas a un lado de la multitud, haciendo señas a sus sirvientas para hacer una oferta sobre tal o cual huaxteca en el lugar de la venta.

Los purémpecha de Michihuacan, hacia el oeste de aquí, son más indulgentes o relajados en materia de sexo. Por ejemplo, el acto entre dos hombres no solamente no es castigado, sino que es perdonado y aceptado. Incluso ha sido representado en su escritura-pintada. ¿Sabían ustedes que el glifo de las partes tepili de una mujer está representado por una concha de caracol? Bueno, pues los purémpecha ilustraban sin ninguna vergüenza el acto del cuilónyotl con un dibujo de un hombre desnudo con una concha de caracol cubriendo sus propios órganos.

En cuanto al acto entre mi hermana y yo, la palabra que usted usa ¿es incesto? Sí, Su Ilustrísima, creo que esta relación estaba prohibida por todas las naciones conocidas. Sí, corríamos el riesgo de que nos mataran si éramos sorprendidos haciéndolo. Las leyes prescribían unas formas particularmente espantosas de ejecutar, por copulación entre un padre y su hija, madre e hijo, tío y sobrina, tía y sobrino y demás. Pero estas uniones sólo nos estaban prohibidas a nosotros los macéhualtin, quienes constituíamos la mayor parte de la población. Como ya hice notar antes, había familias nobles que se esforzaban en preservar lo que ellos llamaban la pureza de su linaje, efectuando matrimonios solamente entre los parientes de consanguinidad más cercana, aunque nunca fue evidente que esto mejorara las generaciones subsiguientes. Y por supuesto, ninguna ley, ninguna tradición, ninguna gente en general hizo mención de lo que pasaba entre la clase esclava: rapto, incesto, adulterio, lo que ustedes quieran.

Ah, pero usted me pregunta que cómo mi hermana y yo pudimos evitar ser descubiertos durante nuestra larga complacencia en ese pecado. Bueno, pues habiendo sido castigados por nuestra madre muy severamente por cosas más insignificantes, ambos habíamos aprendido a ser en extremo discretos. Llegó un tiempo en que tuve que partir por varios meses lejos de Xaltocan y deseé a Tzitzi y ella me deseó. Pero cada vez que regresaba a casa, le daba un beso fraternal en la mejilla y nos sentábamos uno aparte del otro, escondiendo nuestro fuego interior, mientras yo contaba a mis padres y a otros parientes y amigos deseosos de noticias, mis andanzas en el mundo más allá de nuestra isla. Podían pasar uno o varios días antes de que por fin Tzitzi y yo pudiéramos tener una oportunidad para estar juntos en privado, en secreto y fuera de todo peligro. Ah, pero entonces era el desnudarse rápido, las frenéticas caricias, el primer relajamiento como si los dos descansáramos sobre la ladera de nuestro propio volcán; pequeño, secreto y en erupción, y después las caricias más lentas, las más suaves y exquisitas explosiones…

Sin embargo, mis ausencias de la isla llegaron después. Mientras, mi hermana y yo no fuimos sorprendidos ni una sola vez en el acto. Claro que se nos hubiera echado una calamidad encima si, como los cristianos, hubiéramos concebido una criatura en cada copulación. Yo nunca había pensado ni siquiera en esa posibilidad, pues, ¿qué muchacho puede imaginarse siendo padre? Sin embargo, Tzitzi era una mujer y sabía mucho respecto a estas cosas y así había tomado precauciones contra esa contingencia. Todas esas viejas de las que he hablado vendían secretamente a las doncellas, como nuestros boticarios lo vendían abiertamente a las parejas casadas que no querían tener un niño cada vez que iban a la cama, un polvo molido del tlatlaohuéhuetl, que es un tubérculo semejante al camotli, pero cien veces mayor; lo que ustedes llaman en español el barbasco. Cualquier mujer que diariamente tome una dosis del polvo del barbasco no corre el riesgo de concebir un indeseado…

Perdóneme, Su Ilustrísima. No tenía idea de que estaba diciendo algo sacrílego. Por favor, siéntese usted otra vez.

Debo decir que, por mucho tiempo, estuve personalmente corriendo un gran riesgo, aun estando a una distancia segura de Tzitzi. Durante nuestras clases guerreras en la Casa del Desarrollo de la Fuerza, un grupo de seis a ocho muchachos eran mandados regularmente al atardecer, a tomar sitio en los campos o bosques en una supuesta «guardia para prevenir un ataque por sorpresa contra la escuela». Ésa era una obligación muy aburrida, así es que generalmente nos entreteníamos jugando patoli con los frijoles saltarines.

Uno de los muchachos, no recuerdo quién era, descubrió el acto solitario y ni corto ni perezoso, no siendo egoísta con su descubrimiento, inmediatamente nos mostró ese arte a todos los demás. Desde entonces los muchachos jamás volvieron a llevar sus frijoles choloani a la guardia, para jugar llevaban ya su equipo unido a sus cuerpos. Hacíamos competiciones y cruzábamos apuestas sobre la cantidad de omícetl que cada uno de nosotros podía eyacular, el número de veces que lo podíamos hacer sucesivamente y el tiempo que necesitábamos para tener un nuevo resurgimiento de potencia. Igual que cuando éramos más jóvenes y competíamos sobre quién podía escupir u orinar más lejos o más copiosamente. Sin embargo, esta nueva competición era muy peligrosa para mí.

Verán, generalmente llegaba a esos juegos poco después del prolongado abrazo de Tzitzi y como ya se pueden imaginar, mi reserva de omícetl se había ya vaciado, por no mencionar mi capacidad de erección. Así es que mis eyaculaciones eran muy pocas y con un débil goteo en comparación con las de los otros muchachos, y frecuentemente no conseguía la erección de mi tepule. Por un tiempo, mis compañeros me ridiculizaron y se burlaron de mí, pero más tarde empezaron a mirarme con preocupación e incluso con lástima. Algunos de los muchachos más compasivos me sugirieron varios remedios como comer carne cruda, sudar mucho en la casa de vapor; cosas como ésas. Mis dos amigos, Tlatli y Chimali, habían descubierto que podían alcanzar unas sensaciones más excitantes si cada uno de ellos manipulaba el tepule del otro. Así es que ellos me sugirieron…

¿Suciedad? ¿Obscenidad? ¿Sus oídos se sienten lastimados al oírme? Estoy muy apenado si perturbo a Su Ilustrísima y a ustedes, señores escribanos, pero no estoy relatando estos sucesos triviales y lascivos nada más porque sí. Todos ellos formaron parte de otros más importantes, que llegaron más tarde como resultado de éstos. ¿Podrían escucharme hasta el final?

Finalmente algunos de los muchachos mayores tuvieron la idea de poner sus tépultin en donde debían. Unos cuantos de nuestro compañeros, incluyendo a Pactli, el hijo del gobernador, fueron a explorar una aldea que estaba muy cerca de nuestra escuela. Allí encontraron y contrataron a una mujer esclava de unos veintitantos años o quizá treinta. De alguna manera su nombre fue muy apropiado, pues se llamaba Teteo-Temacáliz, que quiere decir Regalo de los Dioses. De un momento a otro, ella llegó a ser un regalo para los puestos de guardia, que visitaba diariamente.

Pactli tenía la autoridad para ordenarle presentarse, pero no creo que hubiese sido necesario de que le ordenara nada, pues demostró ser muy complaciente e incluso una participante vigorosa en los juegos sexuales. Ayya, supongo que la pobre perra tenía razón. Era desaliñada, regordeta, sus muslos eran un amasijo y tenía una protuberancia cómica por nariz, así es que ella no tenía muchas esperanzas de casarse ni siquiera con un hombre de su propia clase tlacotli. Así fue como tomó su nueva ocupación de maátitl con un abandono lujurioso.

Como ya he dicho, éramos de seis a ocho muchachos acampando cada tarde en nuestros puestos de guardia. Cuando Regalo de los Dioses había ya servido a cada uno de éstos, el primero de la fila volvía a empezar y daban la vuelta otra vez. Regalo de los Dioses era tan insaciablemente lujuriosa que hubiera podido seguir así toda la noche, pero después de un rato de esa actividad estaba tan llena de omícetl, tan pegajosa y babosa, dando ya un hedor como de pescado enfermo, que los mismos muchachos de común acuerdo la mandaban a su casa. Aunque de todos modos, la siguiente tarde volvía allí otra vez completamente desnuda, mostrándose ampliamente abierta y ansiosa por comenzar.

Yo no había tomado parte en esas cosas, pues no había hecho otra cosa más que mirar; hasta que una tarde cuando Pactli había terminado de usar a Regalo de los Dioses, le susurró algo a ella y levantándose se acercó a donde yo estaba sentado. «Tú eres Topo, ¿verdad? —me dijo mirándome con lascivia—. Pactlitzin me dice que tienes un problema». Hizo movimientos tentadores con sus partes tepili sueltas y empapadas, exactamente enfrente de mi cara sonrojada. «Quizá tu lanza estaría más feliz si estuviera dentro de mí y no en tu puño». Mascullé que no la necesitaba para nada en ese momento, pero no podía protestar demasiado con seis o siete compañeros parados a mi alrededor y sonriendo maliciosamente de mi turbación. «¡Ayyo! —exclamó ella, después de que con sus manos había aventado mi manto y desamarrado mi taparrabo—. ¡De veras que el tuyo es magnífico, joven Topo! —Lo sopesó en la palma de su mano—. Aun sin despertar es más grande que los tépultin de todos los muchachos grandes. Es mayor aun que el del noble señor Pactlitzin». Mis compañeros se reían y se codeaban unos a otros. No levanté a ver al hijo de Garza Roja, pero sabía que Regalo de los Dioses me acababa de ganar un enemigo. «Claro —dijo ella— que un benigno macehuali no le negará un placer a una humilde tlacotli. Deja armar mi guerrero con tu lanza». Ella cogió mi miembro entre la masa de sus grandes pechos, apachurrándolos juntos con un brazo y empezando a darme masaje con ellos. No pasó nada. Entonces me hizo otras cosas, atenciones con las que no había favorecido ni siquiera a Pactli. Él se volvió y con cara furiosa se alejó altivamente. Pero no pasó nada…

Sí, sí, ya me apresuro a terminar con este episodio.

Regalo de los Dioses por fin se dio por vencida. Aventó mi miembro contra mi vientre y dijo con petulancia: «El orgulloso cachorro de guerrero guarda su virginidad sin duda para una mujer de su propia clase». Y dando una patada en el suelo me dejó abruptamente agarrando a otro muchacho y dejándose caer a tierra con él, empezó a caracolear como un venado picado por una avispa…

¡Ay de mí!

Su Ilustrísima me pidió que hablara de sexo y pecado, ¿no es así, reverendos frailes?, pero parece que no puede escuchar por mucho tiempo sin ponerse tan encarnado como su sotana y sin que huya fuera de aquí. Por lo menos me hubiera gustado que supiera hacia dónde se dirigía mi cuento. Aunque naturalmente se me olvidaba que Su Ilustrísima puede leerlo cuando esté en calma. Entonces, ¿puedo proseguir, mis señores?

Chimali se vino a sentar junto a mí y me dijo: «Yo no soy de los que se ríen de ti, Topo, a mí tampoco me excita». «No es tanto por lo fea que es», dije a Chimali y le expliqué lo que mi padre me había dicho recientemente acerca de esa enfermedad llamada nanaua que puede venir de una práctica sexual sin higiene, esa enfermedad que aflige tanto a sus soldados españoles y que tan fatalmente llaman «el fruto de la tierra».

«A las mujeres que hacen una carrera decente de su sexo no hay motivo alguno para temerlas —le dije a Chimali—. Las auyanime de nuestros guerreros, por ejemplo, siempre se conservan limpias y son revisadas periódicamente por los físicos del ejército. Sin embargo es mejor evitar a las máatime que se acuestan con cualquiera y con gran cantidad de hombres. La enfermedad proviene de que esas partes íntimas no se conservan limpias, y observa ahí a esa mujer, ¿quién puede saber con cuántos esclavos escuálidos se ha acostado antes de llegar a nosotros? Si alguna vez te llegas a infectar con el nanaua, no tendrás curación. Puede pudrir tu tepule hasta que se caiga por sí mismo y puede infectar tu cerebro hasta convertirte en un idiota tarado y tartamudo». «¿Es verdad todo eso. Topo? —preguntó Chimali con el rostro ceniciento. Luego miró al muchacho y a la mujer que, sudorosos, se revolcaban en el suelo—. Y yo que pensaba acostarme con ella, nada más que para que no se mofaran de mí, pero prefiero pasar por afeminado a llegar a ser un idiota».

Y se fue inmediatamente a informar a Tlatli. Ellos debieron de correr la voz, porque desde esa tarde la fila para putear disminuyó considerablemente y, en la casa de vapor, vi muy seguido a mis compañeros examinándose a sí mismos para ver si no tenían síntomas de putrefacción. Así fue como la mujer llegó a ser llamada por una variante de su nombre: Teteo-Tlayo, Desecho de los Dioses. A pesar de todo esto, algunos cachorros siguieron acostándose con ella y uno de ésos fue Pactli. Mi desprecio por él debió de ser tan obvio como su disgusto por mí, pues un día se me acercó y me dijo amenazadoramente: «¿Así es que el Topo es tan cuidadoso de su salud como para no revolcarse en la tierra con una maátitl? Sé que sólo es una simple excusa para tu miserable impotencia, pero ha implicado una crítica a mi conducta y te prevengo de no calumniar a tu futuro hermano. —Bostecé notoriamente—. Sí, antes de que se me pudra como tú has predicho, pienso casarme con tu hermana y aunque llegue a ser un idiota tarado, ella no podrá rehusar a un pili. Claro que prefiero que llegue a mí por su propia voluntad. Así es que te lo advierto, mi futuro hermano, nunca le digas a Tzitzitlini mi diversión con Desecho de los Dioses o te mataré».

Se alejó a grandes zancadas sin esperar mi respuesta, que, en cualquier caso no se la hubiese podido dar en ese momento, pues me quedé mudo del susto. No es que le tuviera miedo a Pactli, ya que yo era el más alto de los dos y probablemente el más fuerte, pero aunque él hubiese sido un débil enano enfermizo era el hijo de nuestro tecutli y me había ganado su inquina. De hecho había estado viviendo con miedo desde que los muchachos empezaron primero con sus juegos sexuales solitarios y luego a aparearse con Desecho de los Dioses. Mi ínfima actuación y las burlas de que fui objeto, esas vergüenzas, no hirieron tanto mi pueril vanidad sino más bien pusieron el miedo en mi corazón. En verdad, tenía que pasar como un impotente y por un afeminado. Pactli no era muy listo, pero si hubiera llegado a sospechar que la verdadera razón de mi aparentemente débil sexualidad se debía a que la estaba prodigando en algún otro lado, no hubiera sido tan estúpido como para no imaginarse en dónde y sobre todo, en nuestra pequeña isla, no le hubiera tomado mucho tiempo averiguar de que no me estaba citando con ninguna mujer excepto…

Tzitzitlini había notado por primera vez el interés de Pactli cuando ella era solamente un capullo en flor, cuando había visitado el palacio para asistir a la ejecución de su hermana, la princesa adúltera. Más recientemente, Pactli había visto a Tzitzi bailar en la primavera, en la fiesta del Gran Despertar; ella había ido a la cabeza de los danzantes en la plaza de la pirámide y él quedó tontamente prendado y enamorado de ella. Desde entonces, él trató varias veces de encontrarse con ella en público y de hablarle, una violación a las costumbres que no se permitía a ningún hombre, aunque fuera un pili. También había inventado excusas para visitar nuestra casa, dos o tres veces, «para discutir con Tepetzalan asuntos relacionados con la cantera», y así poder entrar. Sin embargo, la fría recepción que le daba Tzitzitlini y su visible aversión hacia él, hubiera sido suficiente para que cualquier hombre joven con buenos sentimientos se alejara voluntariamente.

Y en esos momentos el vil Pactli me decía que se iba a casar con Tzitzi. Cuando regresé a casa aquella noche, después de que todos nos sentamos alrededor de nuestra cena y de que nuestro padre delante de nosotros dio gracias a los dioses por la comida, solté bruscamente. «Pactli me dijo que piensa tomar a Tzitzitlini por esposa. No puntualizó si ella lo aceptaba o si la familia daba su consentimiento, sino que afirmó que iba a hacerlo». Mi hermana se envaró y me miró con fijeza. Pasó su mano ligeramente a través de su rostro, como siempre lo hacen todas nuestras mujeres cuando algo inesperado ocurre. Nuestro padre pareció incómodo, pero nuestra madre siguió comiendo plácidamente y con la misma placidez dijo: «Él ha hablado sobre eso, Mixtli, sí. Pactlitzin pronto terminará sus estudios primarios, pero todavía tendrá que pasar varios años en la calmécac, escuela, antes de que pueda tomar esposa». «Él no puede tomar a Tzitzi —dije—. Pactli es estúpido, avaricioso y malvado».

Nuestra madre, inclinándose a través del mantel, me abofeteó el rostro con fuerza. «Esto es por hablar irrespetuosamente de nuestro futuro gobernador. ¿Quién eres tú? ¿En dónde está tu alta clase social como para que te atrevas a difamar a un noble?». Tragándome peores palabras dije: «No soy el único en esta isla que sabe que Pactli es un ser depravado y vil…». Ella me volvió a pegar. «Tepetzalan —dijo nuestra madre—. Si este joven desobediente dice una palabra más, tendrás que corregirlo. —Y a mí me dijo: Cuando el hijo pili del Señor Garza Roja se case con Tzitzitlini, todos nosotros seremos también pípiltin. ¿En dónde están tus grandes proyectos? Sólo tienes la inútil pretensión de estudiar las palabras pintadas ¿y crees acaso que con eso podrás brindar tanta eminencia a tu familia?».

Nuestro padre se aclaró la garganta y dijo: «No me importa mucho el -tzin para nuestros nombres, pero no me gusta la descortesía y la infamia. El rehusar a un hombre noble una petición, especialmente declinando el honor que Pactli nos hace al pedir la mano de nuestra hija, sería un insulto para él, una desgracia para todos nosotros con la que no podríamos vivir, y si es que nos dejaban vivir, todos nosotros tendríamos que irnos de Xaltocan». «No, no todos nosotros —por primera vez Tzitzi habló y lo hizo con firmeza—. Me iría yo sola. Si esa bestia degenerada de Pactli… No, no levantes la mano contra mí, madre. Ya soy una mujer y te devolvería el golpe». «¡Tú eres mi hija y ésta es mi casa!», gritó nuestra madre. «Hijos, ¿pero qué ha pasado con vosotros?», suplicó mi padre. «Solamente digo esto —continuó Tzitzi—. Si Pactli me pide y tú aceptas, ni tú ni él me volveréis a ver. Me iré de la isla para siempre. Si no puedo conseguir prestado o robar un acali, me iré nadando. Si no alcanzo a llegar a tierra firme, me ahogaré. Ni Pactli ni ningún otro hombre me tocará excepto aquel al que yo me quiera entregar». «En todo Xaltocan —refunfuñó nuestra madre— no hay otra hija tan desagradecida, tan desobediente y desafiante, tan…».

Esta vez mi padre no la dejó terminar cuando dijo, y lo hizo en forma solemne: «Tzitzitlini, si tus palabras han sido escuchadas fuera de estas paredes, ni siquiera yo podría perdonarte o evitar el castigo que mereces. Serías desnudada, golpeada y tu cabeza rapada. Si yo no lo hiciera, lo harían todos nuestros vecinos como un ejemplo para sus propios hijos». «Lo siento, padre —dijo ella en tono más bajo de voz—. Tienes que escoger entre una hija desobligada o no tener hija». «Le doy gracias a los dioses porque no tengo por qué hacerlo esta noche. Como tu madre ya dijo, faltan todavía algunos años para que el joven Señor Alegría pueda casarse. Así es que no hablemos más del asunto, ni con ira ni en ninguna otra forma. Muchas cosas pueden pasar de aquí a entonces».

Nuestro padre tenía razón: muchas cosas podían pasar. Yo no sabía si Tzitzi pensaba realmente hacer todo lo que dijo y no tuve oportunidad de interrogarla esa noche ni al día siguiente. Sólo osábamos intercambiar miradas anhelantes y preocupadas de vez en cuando, pero cualquier cosa que ella decidiera el respecto era desolador para mí. Si huía de Pactli, yo la perdería, si se sometía y se casaba con él, yo la perdería. Si iba a su tálamo, no importaba ya que conocía las artes para convencerlo de que era virgen, pero si antes de eso, mi conducta hacía que Pactli sospechara que otro hombre ya la había poseído y de todos los hombres, yo, su rabia sería monumental y su venganza inconcebible. Cualquiera que fuera la forma más horripilante que escogiese para matarnos, Tzitzi y yo ya no estaríamos más juntos.

Ayya, muchas cosas sucedieron y una de ellas fue la siguiente. Cuando al atardecer del día siguiente fui a la Casa del Desarrollo de la Fuerza encontré en la lista de guardia mi nombre y el de Pactli, como si hubiese sido dispuesto por un dios irónico. Cuando todo nuestro grupo llegó al lugar asignado entre los árboles, Desecho de los Dioses ya nos estaba esperando, desnuda, abierta de piernas y lista. Para pasmo de Pactli y de nuestros otros compañeros, inmediatamente arrojé lejos mi taparrabo y me eché encima de la mujerzuela.

Mi comportamiento fue lo más torpe que pude y mi actuación lo suficientemente calculada como para hacer creer a los demás muchachos que ésa era mi primera experiencia, y con ello no di a la puta más placer que a mí. Cuando juzgué que ya era suficiente me preparé para desunirme, pero entonces la repugnancia me ganó y vomité copiosamente sobre la cara y el cuerpo desnudo de la mujer. Los muchachos rodaron por el suelo muertos de risa y aun la desventurada Desecho de los Dioses fue capaz de reconocer un insulto. Tomó su ropa y se alejó corriendo y nunca más regresó.

No mucho después de este incidente, cuatro cosas más sucedieron en rápida sucesión. Por lo menos, así es como recuerdo.

Sucedió que nuestro Uey-Tlatoani Axayácatl murió, muy joven, a causa de las heridas recibidas en las batallas contra los purémpecha y su hermano Tíxoc, Otra Cara, lo sucedió en el trono de Tenochtitlan.

Sucedió que yo, junto con Chimali y Tlatli, terminamos nuestros estudios en la telpochcali de Xaltocan. Ya se me podía considerar como «educado».

Sucedió que el gobernador de nuestra isla mandó un mensajero a nuestra casa una tarde, citándome a mí personalmente, para presentarme inmediatamente en su palacio.

Y sucedió por último, que tuve que partir lejos de mi hermana, de Tzitzitlini, de mi amor.

Pero será mejor que cuente más detalladamente estos sucesos y en el orden en que ocurrieron.

El cambio de gobernante no afectó mucho nuestras vidas en la provincia. En verdad, hubo muy poco que recordar del reinado de Tíxoc, aun en Tenochtitlan a excepción de que como sus dos predecesores continuó trabajando para levantar la Gran Pirámide en el Corazón del Único Mundo. Además Tíxoc agregó un toque arquitectónico propio a la plaza. Ordenó a sus albañiles cortar y tallar la Piedra de la Batalla, un gran cilindro de piedra volcánica que yacía como una inmensa pila de tortillas entre la pirámide todavía sin terminar y el sitio del pedestal de la Piedra del Sol. Esta Piedra de la Batalla tenía más o menos la altura de un hombre y su diámetro era aproximadamente el de cuatro grandes zancadas. Alrededor de la orilla había bajorrelieves tallados que representaban a guerreros mexica, Tíxoc destacándose entre ellos, trabados en combate y sujetando cautivos. La plataforma, plana y redonda, estaba en la cima de la piedra y era utilizada para un tipo de duelo público, del cual tendré la oportunidad de hablar más tarde, mas no en este momento.

Lo que más me preocupaba en aquellos momentos era la terminación de mis estudios formales. No perteneciendo a la nobleza, no tenía derecho a ir a una calmécac, escuela de alto aprendizaje. Con la notoriedad que había adquirido en las escuelas de Xaltocan —como Malinqui, el Torcido, en una y como Payoútla, Perdido en Niebla, en la otra—, sería mucho pedir que alguna de las altas escuelas de tierra firme me invitara a asistir gratuitamente.

Lo que particularmente me amargó fue que, mientras yo me moría de las ganas de tener una oportunidad para aprender algo más que los triviales conocimientos recibidos en nuestras tepóchcaltin, mis amigos Chimali y Tlatli, a quienes les importaba muy poco cualquier tipo de educación formal, recibieran cada uno de ellos una invitación para ir a diferentes calmécactin, las dos en la ciudad de Tenochtitlan, adonde siempre había soñado con ir. Durante los años en la Casa del Desarrollo de la Fuerza, ambos se habían distinguido como jugadores tlachtli y como cachorros de guerreros. Aunque un noble podría sonreír ante el «garbo» que esos dos muchachos habían adquirido en la Casa del Aprendizaje de Modales, también se habían distinguido como artistas, diseñando trajes originales y escenarios para las representaciones ceremoniales en los días de festivales. «Es una lástima que no puedas venir con nosotros, Topo —dijo Tlatli con sinceridad, aunque esto no menguó la alegría que sentía por su buena fortuna—. Hubieras podido asistir por nosotros a todas las lecciones aburridas y así nosotros quedaríamos libres para dedicarnos a nuestro trabajo en el taller artístico». Según los términos de su aceptación, los dos muchachos, aparte de estudiar con los sacerdotes de las calmécactin, iban a instruirse como aprendices con los artistas de Tenochtitlan: Tlatli con un maestro escultor y Chimali con un maestro pintor. Estoy seguro de que a ninguno de los dos les importaban en absoluto las lecciones de historia, lectura, escritura, aritmética y demás, que eran las que más me interesaban a mí. De todas maneras, antes de que se fueran, Chimali me dijo: «Tengo este regalo de despedida para ti, Topo. Son mis pinturas, cañas y pinceles. Tendré unos mejores en la ciudad y a ti te pueden servir para tu práctica de la escritura».

Sí, todavía seguía persistiendo en ese estudio que nadie me enseñaba, el arte de leer y de escribir, aunque el llegar a ser un buen conocedor de las palabras parecía en esos momentos una esperanza muy remota y mi traslado a Tenochtitlan un sueño que jamás sería realidad. Mi padre también se desesperaba porque no llegaba a dedicarme como cantero y ya era demasiado mayor para sentarme solamente a espantar a los animales en la fosa vacía. Así es que en los últimos tiempos había estado trabajando como peón de horticultor, para contribuir al sostenimiento de mi familia.

Xaltocan, por supuesto, no era lugar de labranza. Solamente tenía una capa de tierra para arar y no era lo suficiente como para asegurar la indispensable cosecha de maíz, que requiere tierra profunda para alimentarse. Así es que Xaltocan, como todas las demás islas, hacía crecer la mayor parte de su agricultura en las amplias chinampa, por siempre extensas, las cuales llaman ustedes «jardines flotantes». Cada chinámitl es una balsa entretejida de troncos y ramas de árboles, atracadas a la orilla del lago, dentro de la cual se echan capa tras capa de tierra fina, traída de la tierra firme. Cuando, temporada tras temporada, la siembra extiende sus raíces, otras nuevas van creciendo como tirabuzones hacia abajo sobre las viejas, hasta que finalmente llegan al fondo del lago y agarrándose a él aseguran la balsa firmemente en el lugar. Otras chinampa se construían afianzándolas unas junto a otras. Así, en todos los lagos, cada isla habitada, incluyendo Tenochtitlan, ostentaba un ancho anillo u orla de esas balsas cubiertas de verdor. En algunas islas más fértiles es difícil saber dónde termina la tierra creada por los dioses y dónde empiezan los campos hechos por los hombres.

No se necesitaba más de la vista de un topo, o el intelecto de un topo, para atender unas chinampa, así es que tomé a mi cargo aquellas que pertenecían a mi familia y a los vecinos de mi barrio. El trabajo no exigía mucho esfuerzo; tenía bastante tiempo libre. Me apliqué, con las pinturas que me regaló Chimali, al dibujo de palabras pintadas, tratando siempre y asiduamente de hacer que los símbolos más complicados se vieran más sencillos, más estilizados y más pequeños. Aunque parecía inverosímil todavía seguía alimentando la secreta esperanza de que la educación que estaba adquiriendo por mí mismo llegaría a mejorar mi posición en la vida. Ahora sonrío compasivamente cuando me acuerdo de mí mismo sentado allí en la balsa sucia, entre el hedor de los fertilizantes hechos con entrañas de animales y cabezas de pescados, mientras, ausente a todo esto, garrapateaba mis prácticas de escritura y soñaba quimeras maravillosas.

Por ejemplo, jugué con la ambición de llegar a ser un pochtécatl, mercader viajero, y viajar hacia las tierras de los mayas, en donde algún maravilloso curandero o físico restauraría mi vista, mientras me hacía rico mediante un trueque continuo a lo largo del camino. Oh, cómo urdía planes para convertir una bagatela de mercancía en una fortuna; planes ingeniosos que estaba seguro de que a ningún otro mercader se le habían ocurrido. El único obstáculo para asegurar mi éxito, como me lo hizo notar Tzitzi con mucho tacto cuando le conté algunas de mis ideas, era que carecía hasta de la más insignificante cantidad como capital para poder empezar.

Y entonces, una tarde después de haber terminado mi día de trabajo, uno de los mensajeros del Señor Garza Roja apareció en la puerta de nuestra casa. Llevaba puesto un manto de color neutral, lo que significaba que no traía ni buenas ni malas noticias, y dijo a mi padre cortésmente: «Mixpantzinco». «Ximopanólti», dijo mi padre, indicándole con un gesto que entrara. El joven, que era más o menos de mi edad, dijo dando un paso adentro: «El tecutli Tlauquécholtzin, mi señor y el de ustedes, requiere la presencia de su hijo Chicome-Xóchtitl Tliléctic-Mixtli en el palacio».

Mi padre y mi hermana estaban sorprendidos y turbados. Y supongo que yo también. Mi madre, no. Ella se lamentaba: «Yya ayya, ya sabía que algún día el muchacho ofendería a los nobles o a los dioses o… —Se interrumpió para preguntarle al mensajero—: ¿Qué diablura ha hecho Mixtli? No es necesario que el tecutli se moleste en propinarle personalmente una paliza o lo que sea que haya decretado. Estaremos muy contentos de darle su castigo». «Yo no sé que nadie haya hecho nada —dijo el mensajero mirándola con recelo—. Solamente obedezco una orden. Llevarlo conmigo inmediatamente».

E inmediatamente lo acompañé, prefiriendo cualquier cosa que me esperara en el palacio, a lo que pudiera concebir la imaginación de mi madre. Sentía curiosidad, pero no podía pensar en ninguna razón por la que pudiera echarme a temblar. Si ese emplazamiento hubiera llegado algún tiempo antes, me habría sentido muy preocupado pensando que el malicioso Pactli había instigado algún cargo contra mí. Pero el joven Señor Alegría no estaba, dos o tres años antes se había ido a una calmécac a Tenochtitlan en la que solamente se aceptaban a los vástagos de las familias que gobernaban y que a su vez serían gobernantes. Y Pactli regresaba a Xaltocan solamente en las cortas vacaciones escolares. Durante esas visitas, había buscado pretextos para venir a nuestra casa, pero siempre cuando yo no estaba en casa sino trabajando, así es que no había vuelto a verlo desde aquel día en que tan brevemente compartimos a Desecho de los Dioses.

Respetuosamente, el mensajero se quedó unos cuantos pasos detrás de mí, cuando entré a la sala del trono del palacio y me incliné para hacer el gesto de besar la tierra. Junto al Señor Garza Roja estaba sentado un hombre al que jamás había visto antes en la isla. Aunque el forastero estaba sentado en una silla más baja, como era lo adecuado, disminuía considerablemente el aire de importancia que usualmente ostentaba nuestro gobernador. Aun con mi vista de topo, pude darme cuenta de que llevaba un manto de brillantes plumas y adornos de una riqueza tal que ningún pili en Xaltocan hubiera podido exhibir.

Garza Roja dijo al visitante: «La petición había sido: hagan un hombre de él. Bien, nuestras Casas del Desarrollo de la Fuerza y del Aprendizaje de Modales hicieron lo mejor que pudieron. Aquí está». «Tengo ordenado hacer una prueba», dijo el forastero. Sacó un rollito de papel de corteza y me lo alargó.

«Mixpantzinco», dije a los dos nobles, antes de desenrollar el papel. No traía nada que yo pudiera reconocer como una prueba; solamente una simple línea de palabras-pintadas y que yo ya había visto antes. «¿Puede usted leerlo?», me preguntó el forastero. «Ah, se me olvidó mencionarle eso —dijo Garza Roja como si él me hubiese enseñado personalmente—. Mixtli puede leer algunas cosas sencillas con una medida justa de comprensión». «Puedo leer esto, mis señores. Dice…». «No importa —me interrumpió el forastero—. Solamente dígame: ¿qué significa la figura con pico de pato?». «Ehécatl, el viento, mi señor». «¿Nada más?».

«Bien, mi señor, con la otra figura de párpados cerrados dice Viento de la Noche, pero…». «¿Sí? Hable joven». «Si mi señor me perdona la impertinencia, esta figura no representa el pico de un pato. Es la trompeta del viento por la cual el dios sopla…». «Basta. —El forastero se volvió a Garza Roja—. Él es, Señor Gobernador. ¿Tengo entonces su autorización?». «Claro, claro —dijo Garza Roja casi obsequiosamente. Volviéndose hacia mí, me dijo—: Te puedes levantar, Mixtli. Éste es el Ciaucoátl, el Señor Hueso Fuerte, Mujer Serpiente de Nezahualpili, Uey-Tlatoani de Texcoco. El Señor Hueso Fuerte trae una invitación personal del Venerado Orador para que vayas a residir, estudiar y servir a la corte de Texcoco». «¡Texcoco!», exclamé.

Nunca antes había estado allí o en cualquier otro lugar de la nación Acolhua. No conocía a nadie allí y ningún acólhuatl podía saber nada de mí, ciertamente no el Venerado Orador Nezahualpili, quien en todas estas tierras era el segundo en poder y prestigio después de Tíxoc, el Uey-Tlatoani de Tenochtitlan. Estaba tan asombrado que sin pensarlo y con gran descortesía pregunté: «¿Por qué?». «No es una orden —dijo con brusquedad el Mujer Serpiente de Texcoco—. Está usted invitado y puede aceptar o declinar la invitación. Pero no está usted invitado a hacer preguntas sobre este ofrecimiento».

Murmuré una disculpa y el Señor Garza Roja vino en mi ayuda diciendo: «Perdone al joven, mi señor. Estoy seguro que se encuentra tan perplejo, como yo lo he estado durante todos estos años, de que un personaje tan ensalzado como Nezahualpili haya puesto su mirada sobre este joven de entre tantos macéhualtin». El Ciaucoátl solamente gruñó, por lo que Garza Roja continuó: «Nunca se me ha dado una explicación acerca del interés de su señor por este plebeyo en particular y siempre me contuve de preguntar. Por supuesto que recuerdo a su anterior soberano, que era un árbol de gran sombra, el sabio y bondadoso Nezahuelcóyotl y de que acostumbraba a viajar solo a través de estas tierras, disfrazada su identidad, en busca de personas estimables que merecieran su favor. ¿Es que su ilustre Nezahualpili continúa con esa benigna tradición? Y si es así, ¿puedo saber qué fue lo que vio en este nuestro joven súbdito Tliléctic-Mixtli?». «No puedo decirlo, Señor Gobernador». El altivo noble le dio a Garza Roja una respuesta casi tan ruda como la que me había dado a mí. «Nadie pregunta al Venerado Orador cuáles son sus impulsos y sus intenciones. Ni siquiera yo, su Mujer Serpiente. Y tengo otras obligaciones aparte de la de estar esperando a que este mozalbete indeciso se decida a aceptar este prodigioso honor. Joven, regreso a Texcoco mañana en cuanto se levante Tezcatlipoca. ¿Viene usted conmigo o no?». «Por supuesto que sí, mi señor —dije—. Sólo tengo que empaquetar algunas ropas, mis papeles, mis pinturas. A menos de que haya algo en especial que deba llevar». Osadamente agregué esto último con la esperanza de que me sugiriera alguna idea sobre por qué iba a ir y por cuánto tiempo iba a estar. Pero solamente dijo: «Le será dado todo lo necesario».

Garza Roja dijo: «Preséntate aquí en el palacio, Mixtli, un poco antes de que se levante Tonatíu». El Señor Hueso Fuerte miró fríamente al gobernador, después a mí y me dijo: «Es mejor, joven, que desde este momento vaya aprendiendo a llamar al dios-sol por Texcatlipoca».

¿Desde ese momento y para siempre?, me preguntaba, cuando me apresuraba a llegar a casa. ¿Era que iba a ser un acólhuatl adoptado para el resto de mi vida y convertido a los dioses acolhua?

Mi familia me había estado esperando, así es que cuando llegué les conté todo lo que había pasado y mi padre me dijo excitadamente: «¡Viento de la Noche! ¡Cómo te lo dije, hijo Mixtli! Fue el dios Viento de la Noche que encontraste en el camino hace algunos años. Y es por Viento de la Noche que se te cumplirá el deseo de tu corazón».

Tzitzi me miró preocupada y dijo: «Pero supongamos que es un ardid. Supongamos que en Texcoco simplemente necesitan a un xochimiqui de cierta edad y talla para algún sacrificio especial…». «No —dijo mi madre clarividentemente—. Mixtli no es guapo, ni gracioso, ni lo suficientemente virtuoso para haber sido escogido para ninguna ceremonia, no que yo sepa». Parecía disgustada de que estos asuntos no hubieran estado bajo su dirección. «Sin embargo, hay algo ciertamente sospechoso en todo esto. Dedicándose a los libros pintados y chapoteando perezosamente en las chinampa, Mixtli no ha hecho nada para atraer a un tratante de esclavos, mucho menos para llamar la atención de la corte real de Texcoco».

Yo la ignoré y dije: «Por las palabras que escuché en el palacio y por el pedacito de papel escrito que traía el Señor Hueso Fuerte, creo que puedo adivinar algo. Aquella noche en el cruce de caminos no me encontré con un dios, sino con un viajero acólhuatl, quizás algún palaciego enviado por Nezahualpili al que nosotros supusimos Viento de la Noche. A través de los años, desde entonces, por alguna razón que desconozco, Texcoco siguió al tanto de mi vida. De todas maneras, parece que podré asistir a una calmécac en Texcoco, en donde se me enseñará el arte de conocer las palabras. Seré escribano como siempre lo había deseado. Por lo menos —terminé, encogiéndome de hombros— esto es lo que supongo».

«Tú llamas a todo esto coincidencia —dijo mi padre firmemente—. Lo más probable, hijo Mixtli, es que realmente te encontraste con Viento de la Noche y lo tomaste por un mortal. Los dioses, como los hombres, pueden viajar disfrazados sin ser reconocidos. Además saliste ganando con el encuentro. No te haría ningún daño darle las gracias a Viento de la Noche». «Tienes razón y así lo haré, padre Tepetzalan. Puede ser que esté o no Viento de la Noche envuelto en esto, pero él es el que concede los deseos del corazón a aquella persona que él escoge y éste es el deseo de mi corazón y estoy a punto de realizarlo».

«Pero solamente uno de los deseos de mi corazón —le dije a Tzitzitlini, cuando al fin tuvimos un momento para estar a solas—. ¿Cómo puedo alejarme del sonido de las campanitas tocando?». «Si tuvieras un poco de seso te alejarías de aquí cantando alegremente —me dijo femeninamente práctica, pero sin alegría en su voz—. Mixtli, no puedes pasar toda tu vida sembrando semillas, e inventando fútiles ambiciones como la de llegar a ser un tratante. Ahora que ha sucedido esto, ya tienes un futuro, un futuro más brillante al que jamás había sido ofrecido a ningún macehúalt de Xaltocan». «Pero si Viento de la Noche o Nezahualpili o quien quiera que sea, me envió esta oportunidad, quizá me mande otras y mejores. Siempre soñé con ir a Tenochtitlan, no a Texcoco. Todavía puedo declinar este ofrecimiento, según lo dijo el Señor Hueso Fuerte, y esperar, ¿por qué no?». «Porque tienes buen sentido, Mixtli. Cuando estuve en la Casa del Aprendizaje de Modales, la Maestra de las Niñas nos dijo que si Tenochtitlan es el brazo fuerte de la Triple Alianza, Texcoco es el cerebro. Hay más que pompa y poder en la corte de Nezahualpili. Allí hay una herencia de años de poesía, cultura y sabiduría. También nos dijo la maestra que de todas las tierras en donde se habla el náhuatl, es la gente de Texcoco la que lo hace con más pureza. ¿Qué mejor destino para quien aspira a ser un erudito? Debes ir e irás. Estudiarás, aprenderás y serás el mejor. Si de veras has ganado el apoyo del Venerado Orador, ¿quién puede saber los altos planes que tiene para ti? Cuando hablas de rehusar su invitación, sabes bien que dices tonterías. —Su voz se hizo más queda—. Y todo por mi causa». «Por nuestra causa». Ella suspiró. «Algún día tendremos que madurar». «Siempre tuve la esperanza de que lo haríamos juntos». «Todavía no hay por qué perder la esperanza. Volverás a casa los días festivos y entonces estaremos juntos. Y cuando tus estudios concluyan serás rico y poderoso. Podrías, también, llegar a ser Mixtzin y un pili puede casarse con quien quiera». «Espero llegar a ser un cumplido conocedor de palabras, Tzitzi. Esa ambición es suficiente para mí y muy pocos escribanos hacen algo como para ganarse el título de -tzin». «Bueno… quizás seas enviado a trabajar a alguna aldea remota de los acolhua en donde no se sepa que tienes una hermana. Simplemente envías por mí y yo iré. Seré la novia escogida de tu isla nativa». «Para entonces habrán pasado muchos años —protesté—. Y ya estás en edad de casarte. Mientras tanto, el detestable Pactli también vendrá a Xaltocan en los días festivos. Tú sabes lo que él quiere y lo que él quiere, él lo demanda y lo que él demanda no se le puede negar».

«Negar no, pero aplazarlo posiblemente —dijo—. Haré todo lo posible para desanimar al Señor Alegría. Quizás él sea menos insistente en sus demandas —me sonrió valerosamente— ahora que tengo un pariente y protector en la poderosa corte de Texcoco. ¿Ya ves?, tienes que ir. —Su sonrisa se hizo trémula—. Los dioses han arreglado que por un tiempo estemos separados, para que nunca más lo estemos». Su sonrisa vaciló, cayó y se quebró en sus labios, y ella lloró.

El acali del Señor Hueso Fuerte era de caoba, ricamente tallado y cubierto con un toldo orlado, decorado con insignias de piedrajade y pendones de plumas que proclamaban su rango. Después de cruzar la ciudad de Texcoco, que ustedes los españoles llaman ahora San Antonio de Padua, y de seguir como una carrera-larga más allá, hacia el sur, un cerro de tamaño mediano surgía directamente de las aguas del lago, el Ciaucoátl dijo: «Texcotzinco», la primera palabra que me dirigía durante toda la mañana de viaje desde Xaltocan. Entrecerré los ojos para poder observar con atención el cerro, que como ya sabía era el lugar en el que se encontraba el palacio campestre de Nezahualpili.

La gran canoa se deslizó hacia un atracadero de piedra bien construido y sólido, aunque en esos momentos estaba desierto, al pie del cerro de Texcotzinco. Los remeros soltaron sus remos y los ayudantes saltaron a la orilla para amarrar la canoa. Esperé mientras el Señor Hueso Fuerte era ayudado a descender por sus remeros, entonces salté al muelle, cargando mi cesto de mimbre en donde había puesto mis pertenencias. El lacónico Mujer Serpiente apuntó a una ancha escalera de piedra que sinuosamente iba desde el atracadero hasta lo alto del cerro y me dijo: «Por ese camino, joven», las otras palabras que me dirigió ese día. Yo vacilaba, preguntándome si sería más cortés esperarlo, pero él estaba supervisando a los hombres que descargaban del acali todos los regalos que el Señor Garza Roja había enviado al Uey-Tlatoani Nezahualpili. Así es que me eché al hombro mi canasto y empecé la caminata solo, escalera arriba.

Algunos de los escalones eran trozos de piedra cortados y encajados, otros estaban escarbados en la roca viva del cerro. Al llegar al escalón número trece, me encontré con un descansillo de piedra, ancho, en donde había una banca y una pequeña estatua de un dios, que no pude identificar, y el siguiente tramo de escalera subía en un ángulo desde ese descansillo. Otra vez trece escalones y otra vez un rellano. Así subí serpenteando por el cerro y al llegar al escalón cincuenta y dos me encontré en una amplia terraza, un lugar muy vasto cortado al ras de la inclinada ladera. Estaba bulliciosamente llena de flores de diferentes matices, formando un lozano jardín. Este escalón cincuenta y dos me puso sobre un sendero, el cual seguí deliberadamente, vagando a través de lechos de flores y bajo árboles espléndidos, pasando tortuosos arroyuelos borboteantes y pequeñas cascadas, hasta que el sendero volvió a convertirse en escalera. Otra vez trece escalones y un descansillo con su banca y su estatua…

El cielo se había empezado a nublar desde hacía un rato y en ese momento vino la lluvia, en la manera usual en que caía en la temporada de lluvias; una tormenta como si se fuera a acabar el mundo: muchas varas trinchadas de luces, retumbar de truenos y un diluvio que parecía que nunca tendría fin. Pero éste siempre llegaba en menos tiempo del que le llevaría a un hombre tomar una siesta y a tiempo para que Tonatíu, o Tezcatlipoca, volviera a brillar en un mundo reluciente y mojado, saturándolo de vapor para secarlo y calentarlo antes de ponerse. En el momento en que llegó la lluvia, me había refugiado en uno de los descansillos de la escalera que tenía una banca con su techo enramado. Mientras estaba al resguardo de la tormenta, medité acerca del significado numérico de la escalera serpenteante y sonreí ante la ingenuidad del que la diseñó.

Nosotros en estas tierras, al igual que ustedes los hombres blancos, vivíamos bajo un calendario anual basado en la travesía del sol en el cielo. Así nuestro año solar, como el de ustedes, consistía en trescientos sesenta y cinco días y utilizábamos este calendario para todas nuestras ocupaciones ordinarias: para saber cuándo sembrar determinadas semillas, cuándo esperar la temporada de lluvias y demás. Dividimos el año solar en dieciocho meses de veinte días cada uno, además de los nemontemtin —los «días inanimados», los «días vacíos»—, los cinco días que se necesitaban para completar los trescientos sesenta y cinco días del año.

Pero también teníamos otro calendario alternado que no giraba en torno a las excursiones diurnas del sol, sino que estaba basado en la aparición nocturna de la estrella brillante a quien dábamos el nombre de nuestro anciano dios Quetzalcóatl o Serpiente Emplumada. Algunas veces, Quetzalcóatl venía a ser como Flor del Atardecer, que llameaba inmediatamente después del crepúsculo; otras, se movía al otro lado del cielo, donde sería la última estrella visible cuando el sol se levantara y borrara las demás estrellas. Cualesquiera de nuestros astrónomos podría explicarles a ustedes todo esto con hábiles diagramas, pues yo nunca he llegado a conocer bien la astronomía. Sé que los movimientos de las estrellas no son tan fortuitos como parecen y nuestro calendario alternativo ceremonial se basaba de alguna forma en los movimientos de la estrella Quetzalcóatl. Ese calendario era muy útil, incluso para nuestra gente más ordinaria, quienes basándose en él daban los nombres a sus niños recién nacidos. Nuestros escribanos e historiadores lo utilizaban para fechar los sucesos más notables y la duración de los reinados de nuestros soberanos. Sobre todo, nuestros tlachtopaitóantin, videntes, lo usaban para poder adivinar el futuro, para prevenirnos contra las amenazadoras calamidades y para seleccionar los días favorables para los acontecimientos importantes.

El calendario adivinatorio constaba de doscientos sesenta días por año. Para nombrar esos días se les añadían números del uno al trece a cada uno de los veinte signos tradicionales: conejo, caña, cuchillo y demás, y a cada año solar se le nombraba de acuerdo al número y signo del primer día en que comenzaba: por ejemplo, el año de mi nacimiento era Trece Conejo. Como ustedes pueden darse cuenta, nuestros dos calendarios, el solar y el ceremonial, siempre se fueron turnando entre los dos, uno adelantándose o retrasándose del otro. Sin embargo, si tienen la paciencia de hacer una cuenta aritmética, se darán cuenta de que ellos llegaban a balancearse con igual número de días al llegar a un período de cincuenta y dos años, del año solar ordinario. El año en que nací fue Trece Conejo y ningún otro año llevaría ese nombre otra vez, hasta llegar a mi cumpleaños número cincuenta y dos.

Así es que para nosotros ese número cincuenta y dos era expresivo, y le llamábamos «una gavilla de años». Era significativo porque tal número era simultáneamente reconocido por los dos calendarios y porque también eran más o menos los años que se esperaba que un hombre viviera desde su nacimiento hasta su muerte, salvo accidente, enfermedad o guerra. Por lo tanto, la escalera de piedra que subía sinuosa por el cerro de Texcotzinco, con sus trece escalones entre los descansos, representaba los trece números rituales. Cada jardín, que llegaba a la altura de los cincuenta y dos escalones, representaba una gavilla de años. Cuando finalmente llegué a la cumbre del cerro, había contado, incluyendo los descansillos y los jardines, quinientos veinte escalones. Todos juntos, denotaban dos años ceremoniales de doscientos sesenta días cada uno y simultáneamente denotaban diez gavillas de cincuenta y dos años cada una. Sí, muy ingenioso.

Cuando dejó de llover seguí subiendo. No ascendí el resto de esos quinientos veinte escalones de un tirón, aunque estoy seguro de que hubiera podido hacerlo en aquellos días lejanos de mi vigor juvenil. Me detuve en cada uno de los descansillos restantes, solamente el tiempo suficiente para ver si podía identificar al dios o a la diosa cuya estatua se encontraba en cada uno de ellos. Conocía, quizás, la mitad de ellos: Tezcatlipoca, el sol, dios principal de los acolhua; Quetzalcóatl, de quien ya he hablado; Ometecutli y Omecíuatl, nuestra Primera Pareja…

Me detuve más tiempo en los jardines. Allí la tierra es profunda y el espacio ilimitado, y obviamente Nezahualpili era un gran amante de las flores, porque las había por todos lados. Los jardines en la ladera estaban divididos con esmero en cuadros, pero como las terrazas no estaban limitadas por bardas, las flores se desparramaban generosamente por las orillas y diferentes variedades de enredaderas colgaban sus brillantes corolas tan abajo del cerro que casi llegaban a la terraza anterior. Sé que allí estaban todas las flores que había visto antes en mi vida, además de las incontables clases que jamás había contemplado y que muchas de ellas debían de haber sido trasplantadas, a muy alto precio, desde lejanos países. También yo comprendí de manera gradual que los numerosos estanques de nenúfares, los espejos de agua, los arroyuelos y pequeñas cascadas susurrantes constituían un sistema de riego alimentado por una caída de agua que probablemente estaba más arriba del cerro.

Si el Señor Hueso Fuerte venía subiendo detrás de mí, nunca lo vi. Pero al llegar a una de las terrazas más altas, encontré a un hombre recostado indolentemente sobre una banca de piedra. Cuando me acerqué lo suficientemente para verlo más o menos con claridad, recordé haberlo conocido antes. Su piel arrugada era del color del cacao y por única prenda llevaba un harapiento máxtlatl. Él se levantó, por lo menos hasta alcanzar la extensión de su encorvada y encogida estatura. Para entonces yo había crecido más que él.

Le saludé con la cortesía tradicional, pero luego le dije en una forma quizás más ruda de lo que deseaba: «Pensé que usted era un mendigo de Tlaltelolco, viejecito. ¿Qué hace usted aquí?». «Un hombre sin hogar tiene su hogar en cualquier parte del mundo —dijo, como si fuera algo de lo que enorgullecerse—. Estoy aquí para darte la bienvenida a la tierra de los acolhua». «¡Usted!», exclamé, porque el grotesco anciano parecía aún más una excrecencia, en este frondoso jardín, de lo que me lo había parecido entre la muchedumbre abigarrada del mercado. «¿Esperabas ser recibido por el Venerado Orador en persona? —preguntó, con una sonrisa burlona que mostraba una dentadura incompleta—. Bienvenido al palacio de Texcotzinco, joven Mixtli. O joven Tozani, joven Malinqui, joven Poyaútla, como quieras que te llame». «Usted conoció mi nombre hace ya mucho tiempo y ahora conoce todos mis apodos». «Un hombre que tiene talento para escuchar, puede incluso oír cosas que aún no se han dicho. Tú tendrás otros nombres todavía, en los tiempos por venir». «Entonces, ¿es que realmente es usted un adivino, anciano? —pregunté, haciendo eco inconscientemente de las palabras pronunciadas por mi padre hace años—. ¿Cómo supo que venía para acá?». «Ah, que venías acá —dijo ignorando mi pregunta—. Me siento orgulloso de haber tenido una pequeña parte en este arreglo».

«Pues usted sabe mucho más que yo, anciano. Le agradecería sumamente que me aclarara un poco el asunto».

«Entérate, entonces, que nunca te vi antes de aquel día en el mercado de Tlaltelolco, cuando oí casualmente que era el día de tu nombre. Simplemente por curiosidad aproveché la oportunidad para observarte más de cerca. Cuando inspeccioné tus ojos, me di cuenta de tu inminente e incrementada pérdida de larga visión. Esa afección es lo suficientemente rara para que la forma distinta del globo del ojo afectado facilite un fácil diagnóstico. Podía decir con certeza que era tu destino ver las cosas de cerca y verlas como son verdaderamente». «Usted también dijo que yo hablaría con la verdad de esas cosas».

Se encogió de hombros. «Me pareciste lo suficientemente listo, aun siendo un mocoso, como para predecir con seguridad que crecerías con una inteligencia pasable. Un hombre que se ve forzado por su mala vista a mirar todo lo de este mundo a corta distancia y con un buen sentido, también está generalmente inclinado a describir el mundo realmente como es». «Usted sí que es un tramposo muy diestro —le dije sonriéndome—. Pero ¿qué tiene que ver todo eso con haber sido llamado a Texcoco?». «Cada soberano, príncipe y gobernador se rodea de palaciegos serviles y de sabios egoístas, quienes dirán lo que él quiere oír, o lo que ellos quieren que oiga. Un hombre que dice únicamente la verdad es una rareza entre los cortesanos. Yo tenía fe de que llegaras a ser una de esas rarezas y que tus facultades serían apreciadas en una corte algo más noble que la de Xaltocan. Así es que dejé caer una palabra aquí y otra allá…». Dije con incredulidad: «¿Usted es escuchado por un hombre como Nezahualpili?».

Me miró de una manera que me hizo sentir mucho más pequeño que él. «Ya te lo dije hace mucho tiempo, ¿todavía no lo he demostrado?, que yo también digo la verdad y eso en mi propio detrimento, cuando fácilmente podría hacerme pasar por un omniscente mensajero de los dioses. Nezahualpili no es tan cínico como tú, joven Topo. Él sabe escuchar al más humilde de los hombres, si ese hombre le habla con la verdad». «Le pido disculpas —le dije después de un momento—. Debería estar agradeciéndole, anciano, no dudando de usted. Y verdaderamente le estoy agradecido por…». Hizo eso a un lado. «No lo hice tanto por ti. Generalmente recibo un buen pago por mis descubrimientos. Simplemente ocúpate de dar un servicio leal al Uey-Tlatoani y ambos habremos ganado nuestros premios. Anda, vete». «Pero ¿adónde? Nadie me ha dicho dónde ni a quién debo presentarme. ¿Voy simplemente a atravesar este cerro y esperar a que me reconozcan?». «Sí. El palacio está al otro lado y serás recibido con hospitalidad. Lo que yo no te podría decir es si el Venerado Orador te reconocerá la próxima vez que te encuentre». «Si nunca nos hemos encontrado —me quejé—. No es posible que me reconozca». «¿Oh? Bueno. Te aconsejo que te congracies con Tolana Tecíuapil, la Señora de Tolan, porque ella es la esposa favorita de las siete que tomó en matrimonio Nezahualpili y según la última cuenta también tiene en su haber cuarenta concubinas. Así es que en el palacio hay aproximadamente unos sesenta hijos y unas cincuenta hijas de Nezahualpili. Yo creo que ni él mismo sabe cuál es la última cuenta, así es que puede ser que te tome por una consecuencia ya olvidada de una de sus peregrinaciones; un hijo que acaba de llegar a casa. Pero no temas, joven Topo, serás recibido con hospitalidad».

Ya me iba, pero me volví de nuevo hacia él. «Pero antes de irme, ¿podría hacerle algún servicio, venerable anciano? Tal vez pueda ayudarle a llegar a la cima del cerro». «Gracias por tu amable ofrecimiento, pero descansaré aquí un rato todavía. Es mejor que acabes de subir el cerro solo, porque todo el resto de tu vida te espera al otro lado». Eso me sonó muy portentoso, pero vi una pequeña falacia en él y sonreí de mi perspicacia. «Seguramente que mi vida me espera en cualquier parte que yo vaya desde aquí, solo o no». El hombre de color cacao sonrió también, aunque irónicamente. «Sí, a tu edad esperan muchas clases de vida. Puedes ir en la dirección que escojas. Puedes ir solo o acompañado. Los compañeros quizás caminarán contigo una distancia larga o corta. Pero al final de tu vida, no importa cuán llenos hayan estado tus caminos y tus días, habrás tenido que aprender lo que todos aprenden. Será entonces demasiado tarde para comenzar de nuevo, demasiado tarde para todo, excepto el remordimiento. Así es que apréndelo en este momento. Ningún hombre ha vivido jamás más que una vida y ésa ha sido escogida por él mismo y la mayor parte la vive solo. —Hizo una pausa y sus ojos se fijaron en los míos—. Entonces, Mixtli, ¿qué camino vas a tomar desde aquí y en compañía de quién?».

Di la vuelta y seguí subiendo el cerro, solo.