NONA PARS

He llegado al punto de la historia de nosotros los mexica en que habiendo escalado por tantas gavillas de años la montaña de la grandeza, finalmente llegamos a su cumbre, lo que significa que sin saberlo, comenzamos a descender al otro lado.

Ya de regreso a casa, después de unos meses más de viajar a la aventura por el occidente, me detuve en Tolocan, un pueblo agradable encima de una montaña en las tierras de los matlalzinca, una de las tribus menores aliadas a la Triple Alianza. Me hospedé en una hostería, y después de bañarme y cenar, me dirigí a la plaza de la ciudad para comprarme nuevas vestimentas para mi llegada y un regalo para mi hija. Mientras me encontraba entretenido en esto, un mensajero-veloz llegó corriendo desde Tenochtitlan. Atravesó la plaza de Tolocan y llevaba puestos dos mantos. Uno era blanco, que representaba duelo, porque ese color corresponde al occidente, hacia donde van los muertos. Encima de ése, llevaba un manto color verde, el color que significa buenas noticias. Así que no fue una sorpresa para mí cuando el gobernador de Tolocan hizo el siguiente anuncio públicamente: que el Venerado Orador Auítzotl, quien se encontraba muerto de mente desde hacía ya dos años, había muerto finalmente en cuerpo; y que el señor regente, Motecuzoma El Joven, había sido elevado oficialmente por el Consejo de Voceros al exaltado rango de Uey-Tlatoani de los mexica.

La noticia me puso de un humor como para dirigir mi espalda en dirección a Tenochtitlan y encaminarme otra vez hacia lejanos horizontes. Pero no lo hice. Muchas veces en mi vida me he burlado de la autoridad y he sido irresponsable en mis acciones, pero no siempre me he comportado como un cobarde o un tonto. Seguía siendo un mexica, sujeto por lo tanto al Uey-Tlatoani, quienquiera que fuera, sin importar lo lejos que vagara. Es más, yo era un campeón Águila que había jurado fidelidad incluso hasta un Venerado Orador a quien en lo personal no podía venerar.

Sin haberlo conocido jamás, sentía antipatía y desconfianza por Motecuzoma Xocóyotzin; por su intento en frustrar la alianza de su Venerado Orador con los tzapoteca, hacía años, así como por la manera tan perversa con la cual había violado a Beu, la hermana de Zyanya. Pero Motecuzoma posiblemente jamás había oído hablar de mí y no podría saber lo que yo sabía acerca de él, y por lo tanto no tenía razón para tenerme antipatía. Hubiera sido un tonto como para darle tal razón al hacer mis sentimientos evidentes o buscar la manera de que él se fijara en mí. Si por ejemplo, a él se le ocurriera tomar en cuenta a los campeones Águila presentes en su inauguración, tal vez se sentiría insultado por la ausencia imperdonable de un campeón llamado Nube Oscura.

Así que me dirigí hacia el este de Tolocan, bajando los empinados cerros que van desde allí hacia el lago y a las ciudades que yacen allí. Al llegar a Tenochtitlan, me dirigí hacia mi casa, donde se me recibió con júbilo por parte de los esclavos Turquesa y Estrella Cantadora, así como por mi amigo Cózcatl, y con menos entusiasmo por parte de su esposa, quien me dijo con lágrimas en los ojos: «Ahora nos quitarás a nuestra querida y pequeña Cocoton». Le contesté: «Ella y yo siempre te seremos fieles, Quequelmiqui, y nos podrás visitar tan seguido como quieras hacerlo». «Pero no será lo mismo que tenerla». Le dije a Turquesa: «Dile a la niña que su padre está en casa. Dile que venga a verme».

Bajaron la escalera cogidas de la mano. A los cuatro años, Cocoton aún estaba en edad de andar desnuda por la casa, y eso hizo que el cambio sufrido en ella fuera inmediatamente obvio para mí. Me dio gusto ver que como había dicho su madre, aún era bella; es más, su parecido físico a Zyanya era más pronunciado. Pero ya no era regordeta sin forma y con miembros como pequeños tronquecillos. Ahora parecía un ser humano en miniatura, con brazos y piernas de verdad y en proporción a su cuerpo. Me había ausentado por dos años, un lapso de tiempo en el cual un hombre entre los treinta años puede pasarlos sin darse cuenta. Pero en ese tiempo mi hija había doblado su edad, tiempo durante el cual se había transformado mágicamente de infante en una encantadora pequeña. De pronto me sentí mal por no haber estado presente para observar su florecimiento, como el desdoblar de un lirio de agua en la noche. Me reproché el haberme privado de esto y me hice una promesa silenciosa de no volver a hacerlo.

Turquesa nos presentó con un gesto de orgullo: «Mi pequeña ama Ce-Malinali llamada Cocoton. Aquí tienes a tu Tata Mixtli, por fin con nosotros. Salúdalo con respeto, tal como se te ha enseñado». Agradable fue mi sorpresa al observar que Cocoton cayó graciosamente al suelo para hacerme el gesto de besar la tierra. No alzó la cabeza de esa postura de obediencia hasta que la llamé por su nombre. Fue entonces cuando yo le hice una señal para que se acercara y me regaló una de sus hermosas sonrisas y corrió hacia mis brazos y me dio un tímido y húmedo beso y me dijo: «Tata, estoy contenta de que hayas regresado de tus aventuras». Le dije: «Estoy muy contento de encontrar una damita tan bien educada esperando mi regreso. —A Cosquillosa le dije—: Gracias por cumplir tu promesa de mantenerme vivo en su recuerdo». Cocoton, moviéndose entre mis brazos para mirar a su alrededor, dijo: «Tampoco me olvidé de mi Tene. Quiero saludarla también». Todos los que estaban en el salón dejaron de sonreír y discretamente empezaron a irse. Tomando un fuerte aliento le dije: «Debo decirte con tristeza, mi pequeña, que los dioses necesitaban la ayuda de tu madre para algo en un lugar muy lejos a donde yo no podía acompañarla, un lugar de donde no puede regresarse; tú y yo debemos hacer nuestras vidas sin ella. Pero no por eso vas a olvidarte de tu Tene». «No», me contestó la niña solemnemente. «Pero para ayudarte a que no la olvides, tu Tene te mandó esto». Le di el collar que había comprado en Tolocan. Estaba hecho con veinte pequeñas piedras fosforescentes ensartadas en un fino hilo de plata. Dejé que Cocoton lo tomara en sus manos por un momento y las acariciara, luego lo abroché atrás de su delgado cuello. Viendo a la niñita allí, sin más ropa que un collar de ópalos, me hizo sonreír, pero las mujeres exclamaron de gusto y Turquesa corrió a traer un téxcatl, espejo. Dije: «Cocoton, cada una de estas piedras resplandece como lo hacían los ojos de tu madre. En cada uno de tus cumpleaños, vamos a poner una cada vez más grande. Con todas esas luciérnagas brillando alrededor de ti, su luz te recordará siempre a tu Tene Zyanya, y así nunca la olvidarás». «Tú sabes que ella nunca la olvidará —dijo Cózcatl y apuntando a Cocoton, quien se estaba admirando en el espejo que sostenía Turquesa, dijo—: Lo único que necesita hacer para recordar a su madre es mirarse en un espejo. Y tú, Mixtli, lo único que necesitas hacer, es ver a Cocoton. —Y como si se sintiera un poco incómodo por haber dado muestras de sentimentalismo, aclarando su voz dijo a Cosquillosa, poniendo cierto énfasis en su voz—: En estos momentos, yo creo que los padres temporales deben irse».

Era obvio que Cózcatl estaba ansioso por dejar mi casa, para irse a vivir a su nueva casa, en donde le sería más fácil supervisar su escuela para sirvientes, pero era igualmente obvio que Cosquillosa, quien había llegado a sentir un gran amor por Cocoton, ahora se sentiría como una madre sin hijos. Ese día que se fueron, tuvimos que esforzarnos por separarla, casi físicamente, pues la mujer no quería quitar sus brazos de alrededor de mi hija. Durante los días siguientes, cuando Cózcatl, Cosquillosa y sus cargadores hicieron repetidos viajes para llevarse todas sus pertenencias, fue Cózcatl quien dirigió la mudanza, ya que cada viaje era para su esposa una excusa para «pasar un último momentito» con Cocoton.

Aun después de que Cózcatl y su esposa ya se habían establecido cómodamente en su propia casa y de que ella debía de estarle ayudando a dirigir la escuela, Cosquillosa todavía inventaba algunas cosas que tenía que hacer cerca de nuestro barrio, para visitar a mi hija. De hecho yo no podía quejarme, pues comprendía que mientras yo me estaba ganando el amor de Cocoton, Cosquillosa estaba tratando de renunciar a él. Yo estaba tratando por todos los medios de que la niña aceptara como su Tata, a un hombre que le era casi totalmente desconocido, así es que simpatizaba con la pena de Cosquillosa, que tenía que dejar de ser su Tene después de haberlo sido por dos años, y naturalmente necesitaba tiempo para ello.

Tuve mucha suerte de que en esos primeros días de mi regreso a casa no fuera llamado a ningún servicio, así es que pasé ese tiempo libre en renovar mi familiaridad con la niña. A pesar de que el Venerado Orador Auítzotl había muerto dos días antes de mi regreso, su funeral —y la coronación de Motecuzoma— no se podía llevar a efecto sin la presencia de cada gobernador, noble y personaje notable de todas las naciones de El Único Mundo, y muchos de ellos tenían que venir desde muy lejos. Mientras todas esas gentes se reunían, el cuerpo de Auítzotl fue preservado cubriéndolo con la nieve que era traída por mensajeros-veloces, desde los picos de los volcanes.

Pero al fin llegó el día del funeral, y yo, con mi traje e insignias de campeón Águila, me encontraba entre toda la multitud que llenaba la plaza, llorando el grito del búho cuando los portadores llevaban a nuestro difunto Uey-Tlatoani en su última jornada, hacia el mundo del más allá. Toda la isla parecía retumbar con nuestro largo y vibrante lamento «¡hoo-oo-ooo!» de despedida. El difunto Auítzotl estaba sentado en su silla, pero encorvado ya que sus rodillas estaban unidas a su pecho, por medio de sus brazos. Su Primera Viuda y sus otras viudas habían lavado el cuerpo en agua de esencia de clavo y de otras hierbas dulces, y lo habían perfumado con copali. Sus sacerdotes lo habían vestido con diecisiete mantos, pero de un algodón tan fino, que no hacían bulto. Aparte de todo ese ritual, Auítzotl llevaba una máscara y un manto para darle el aspecto de Huitzilopochtli, dios de guerra y el más grande dios de nosotros los mexica. Ya que el color que distinguía a Huitzilopochtli era el azul, también lo era el traje que llevaba Auítzotl, aunque no estaba pintado ni teñido. La máscara que llevaba sobre su rostro tenía delineadas sus facciones ingeniosamente por medio de pedacitos de turquesa unidos en oro; para los ojos utilizaron obsidiana y nácar y sus labios estaban delineados con piedras-sangre, hematites. Su manto estaba cuajado de fragmentos de jade, que habían sido cosidos, aunque se habían escogido aquellos que se veían más azules que verdes.

Todos los que formábamos parte de la procesión, nos colocamos en orden de prioridad y muchas veces dimos la vuelta al Corazón del Único Mundo, con los tambores tocando suavemente haciendo contrapunto a nuestro canto fúnebre. Auítzotl, en su silla, abría la procesión, que era seguida por el «hoo-oo-ooo» de la multitud. A un lado de su silla caminaba su sucesor, Motecuzoma, pero no caminaba triunfalmente, sino llorando doliente, como lo demandaba la ocasión. Iba descalzo y no llevaba puesto nada ostentoso, sino sólo sus vestiduras harapientas y negras de su época de sacerdote. Su cabello colgaba enmarañado y desgreñado, había puesto polvo de cal en sus ojos para enrojecerlos y para hacerlos llorar continuamente.

Después iban todos los gobernantes de otras naciones y entre ellos algunos conocidos míos como Nezahualpili de Texcoco, Kosi Yuela de Uaxyácac y Tzímtzicha de Michihuacan que se había presentado en representación de su padre Yquíngare, pues éste era demasiado viejo para viajar. Por esa misma razón, el viejo y ciego Xicotenca de Texcali había enviado a su hijo y heredero, El Joven Xicotenca. Esas dos naciones, como ya lo he mencionado tiempo atrás, y como ustedes lo saben, eran rivales y enemigas de Tenochtitlan, pero la muerte de un gobernante de cualquier nación imponía una tregua y obligaba a todos los demás gobernantes a reunirse en público duelo en su funeral, aunque en muchos de sus corazones no existiera tal dolor sino la alegría por su muerte. De todas maneras, ellos y sus nobles podían entrar y salir de la ciudad a salvo de ser asesinados o cualquier otra clase de traición, pues eso estaba completamente fuera de todas las mentes, en el funeral del gobernante de cualquier nación.

Atrás de todos los dignatarios visitantes venía la familia de Auítzotl: La Primera Señora y sus hijas, luego las otras esposas legítimas y sus hijos y al final sus numerosas concubinas con sus todavía más numerosos hijos. El heredero reconocido de Auítzotl, su hijo mayor Cuautémoc, llevaba amarrado a una cadena de oro un perrito que acompañaría al hombre muerto en su jornada al mundo del más allá. Algunos otros de sus hijos, llevaban aquellos artículos que Auítzotl deseaba o necesitaría: sus varias banderas, bastones, penachos y otras insignias de su oficio, incluyendo una gran cantidad de joyas; sus uniformes de batalla, sus armas y escudos; algunas otras pertenencias simbólicas que no eran oficiales, pero que él estimaba, incluyendo aquella horrible piel y cabeza de oso gris, que había adornado su trono por tantos años.

Atrás de la familia caminaban todos los hombres viejos del Consejo de Voceros y otros hombres sabios consejeros del Venerado Orador, y sus brujos, sus visionarios, y sus repetidores-de-palabras. Luego venían todos los más altos nobles de su corte y aquellos nobles que habían venido con las delegaciones extranjeras. Detrás de ellos, marchaban la guardia de palacio de Auítzotl, los viejos guerreros que habían servido bajo sus órdenes cuando él todavía no era Uey-Tlatoani y algunos de sus sirvientes y esclavos favoritos, por supuesto las tres compañías de campeones: Águila, Jaguar y Flecha. Yo lo había arreglado todo para que Cózcatl y Cosquillosa pudieran estar al frente de la hilera de espectadores, llevando con ellos a Cocoton, así ella podría verme desfilar con mi uniforme en esa digna compañía aunque fue un poco embarazoso, ya que al pasar frente a ella, su vocecita sobresalió por entre el canto, los tambores y los «hoo-oo-ooo» de la multitud, al gritar alegremente con admiración: «¡Ése es mi Tata Mixtli!».

El cortejo debía cruzar el lago, ya que se había decidido que Auítzotl yaciera al pie del peñasco de Chapultépec, exactamente abajo del lugar en donde se había tallado en la roca magníficamente su semblanza. Como prácticamente cada acali, desde el elegante y privado de un cortesano, hasta los lanchones de carga, los de los cazadores de aves y los pescadores, se estaban utilizando para transportar todo el cortejo fúnebre, muchos de los ciudadanos de Tenochtitlan no nos pudieron seguir. Sin embargo, cuando alcanzamos la tierra firme, nos encontramos con que una multitud igual de Tlacopan, Coyohuacan y otras ciudades se había reunido allí para rendir su último homenaje. Todos caminamos hacia la tumba abierta al pie de la colina de Chapultépec y nos quedamos allí parados, acalorados y sudando bajo el peso de nuestros trajes ceremoniales, mientras los sacerdotes susurraban a Auítzotl sus últimas y largas instrucciones para que pudiera cruzar el terreno prohibido que había entre nuestro mundo y el del más allá.

En estos últimos años, yo he escuchado a Su Ilustrísima el Obispo y a algunos pocos más padres Cristianos, prorrumpir en sus sermones en invectivas contra nuestras bárbaras costumbres funerales, de que cuando un alto personaje muere, nosotros matamos a una gran cantidad de sus esposas y esclavos para que ese personaje sea adecuadamente atendido en el otro mundo. Esa crítica siempre me ha dejado perplejo. Yo estoy completamente de acuerdo en que esa práctica debería de ser condenada, pero me pregunto de dónde sacarían esa idea los padres Cristianos. Yo creo que estoy bastante familiarizado con todas las naciones, gentes y costumbres de todo El Único Mundo, y nunca he sabido que haya ocurrido un entierro en masa de esa clase.

Auítzotl fue el único noble de alto rango que me tocó ver enterrar, pero si algún otro gran personaje hubiera llevado una gran compañía a su muerte, se hubiera sabido. Yo he visto muchos lugares de enterramiento de otras tierras: viejas tumbas sin cubrir en las desiertas ciudades maya, las antiguas criptas de la Gente Nube en Lyobaan, y en ellas solamente he visto los restos de un solo ocupante, como es lo correcto. Por supuesto que cada uno de ellos ha llevado consigo sus insignias de nobleza y prestigio, sus joyas y cosas parecidas, pero ¿esposas y esclavos? No. Esa práctica no sólo hubiera sido más que bárbara, sino también tonta. Quizás un noble agonizante hubiera deseado la compañía de sus familiares y sirvientes, pero aun así, nunca lo hubiera decretado, porque tanto él como ellos y como todo el mundo, sabían que las personas inferiores cuando mueren van a un mundo totalmente diferente al que él va.

La única criatura que murió ese día, en la tumba de Auítzotl fue el perrito que llevaba el Príncipe Cuautémoc y aun para esa pequeña muerte había una razón. El primer obstáculo que se interponía entre el mundo y el más allá, o por lo menos eso era lo que nos decían, era un río negro que corría a un lado de una nación negra y la persona que moría siempre llegaba a ese río en la oscuridad de la noche negra. Solamente lo podría cruzar cogiéndose de un perro que oliera la distante playa y nadara directamente hacia ella, pero ese perro tenía que ser de un color medio. Si era blanco se rehusaría a esa tarea diciendo: «Amo, ya estoy muy limpio por haber estado mucho tiempo en el agua y no me bañaré otra vez». Si era negro, también declinaría diciendo: «Amo, usted no me podrá ver en la oscuridad. Si no me ve, usted no podrá agarrarse de mí y por lo tanto se perderá». Así es que Cuautémoc había conseguido un perro de color jacinto, tan rojo como el oro de la cadena de oro rojo que lo sujetaba.

Había también muchísimos obstáculos más allá de ese río negro, pero ésos los debería vencer Auítzotl por sí mismo. Tendría que pasar entre dos grandes montañas, que en intervalos impredecibles se contraerían juntas y se extenderían. Tendría que escalar otra hecha de pedacitos de cortante obsidiana. Tendría que caminar entre un bosque impenetrable de banderas flotantes, en donde éstas se moverían obstaculizando el sendero y tremolando sobre su rostro para cegarlo y confundirlo; y de allí a una región en donde la lluvia nunca cesaba y en donde cada gota sería como una punta de flecha. En medio de esos dos lugares, tendría que luchar o escabullirse de serpientes, cocodrilos y jaguares que le acecharían ansiosos de comer su corazón.

Y una vez venciendo todo eso, llegaría al fin a Mictlan, en donde el Señor y la Señora que lo gobernaban esperarían su llegada. Allí él tomaría de su boca el jade con que había sido enterrado si no había gritado cobardemente durante su trayecto y lo había perdido en alguna parte. Cuando él alargara esa piedra a Mictlantecutli y a Mictlancíuatl, el Señor y la Señora le sonreirían dándole la bienvenida y lo mandarían hacia el mundo que él merecía, en donde viviría con lujo y felicidad eternas.

Era ya muy tarde cuando los sacerdotes terminaron sus largas instrucciones y sus oraciones de despedida y entonces Auítzotl fue colocado en su tumba junto con el perrito de color oro rojo, la tierra cayó sobre ellos, y fue fuertemente apisonada, mientras los albañiles colocaban una simple piedra para cubrirla. Ya estaba oscuro cuando nuestra flota de acaltin atracó otra vez en Tenochtitlan, en donde nos reagrupamos para formar la procesión y marchar otra vez hacia El Corazón del Único Mundo. Para entonces la plaza estaba vacía, pero nosotros tuvimos que permanecer en nuestras filas mientras los sacerdotes rezaban más oraciones a la luz de las antorchas en lo alto de la Gran Pirámide, luego quemaron un incienso especial en las urnas que estaban alrededor de la plaza y por último acompañaron ceremoniosamente al harapiento y descalzo Motecuzoma dentro del templo de Tezcatlipoca, El Espejo Ardiente.

Debo decirles que el haber escogido el templo de ese dios, no tenía ninguna significación especial, pues aunque Tezcatlipoca era considerado en Texcoco y en otros lugares como el más grande de todos los dioses, en Tenochtitlan era mucho menos glorificado. Lo que pasaba era que ese templo era el único en la plaza que tenía su propio patio amurallado. En cuanto Motecuzoma entrara en ese patio, los sacerdotes cerrarían las puertas detrás de él y por cuatro noches y días, el que fue escogido Venerado Orador estaría allí solo ayunando, sin beber y meditando, siendo quemado por el sol o mojado por la lluvia, conforme lo escogieran los dioses, durmiendo sobre la dura piedra del patio, sin ninguna cobija y solamente en ciertos intervalos especificados iría dentro del templo a rezar a todos los dioses —uno por uno— para que lo guiaran en el cargo que en muy poco tiempo desempeñaría.

Todos los demás, arrastramos nuestros cansados pies hacia los palacios, hosterías, casas y cuarteles, agradecidos de no tener que aguantar otro largo día en nuestros trajes, hasta que Motecuzoma saliera de su retiro.

Yo arrastré pesadamente mis sandalias de garras sobre los escalones de entrada de mi casa, y si no hubiese estado tan cansado, me habría sorprendido de que Cosquillosa me abriera la puerta en lugar de Turquesa. Una solitaria lámpara de débil llama, ardía en la entrada del vestíbulo. Le dije: «Ya es muy tarde. Espero que Cocoton ya esté dormida en su cama. ¿Por qué tú y Cózcatl no os habéis ido a vuestra casa?». «Cózcatl se fue a Texcoco a tratar un asunto de la escuela. En cuanto se desocupó un acali después del funeral, él lo contrató para ir allá. Así es que aproveché esa oportunidad para pasar un rato más con mi… con tu hija. Turquesa te está preparando tu baño y el cuarto de vapor». «Bien —dije—. Déjame llamar a Estrella Cantadora para que te alumbre todo el camino hasta tu casa y yo me apresuraré a ir a la cama, para que los sirvientes se puedan acostar también». «Espera —dijo nerviosa—. No me quiero ir». Su rostro de un color cobre claro se había encendido a un color cobre rojizo, como si la débil llama de la lámpara que estaba en el vestíbulo no estuviera atrás de ella sino dentro de su cuerpo. «Cózcatl no estará de vuelta hasta mañana en la noche, lo más pronto. Esta noche me gustaría estar contigo en tu cama, Mixtli». «¿Qué significa esto? —dije pretendiendo que no había comprendido—. ¿Pasa algo malo en tu casa. Cosquillosa?». «¡Sí, y tú sabes qué es! —Su color se encendió todavía más—. Tengo veintiséis años y he estado casada durante cinco y todavía no sé lo que es sentir realmente a un hombre». Yo le respondí: «Si te hace sentirte mejor, te diré que tengo una buena razón para creer que nuestro flamante Venerado Orador está tan impedido en ese aspecto como tu esposo Cózcatl». «Eso es muy difícil de creer —dijo—, ya que en cuanto se le dio la regencia a Motecuzoma, éste tomó dos esposas». «Y que presumiblemente han de estar tan insatisfechas como tú lo estás». Cosquillosa denegó impacientemente con la cabeza. «Por lo menos es lo suficientemente adecuado como para embarazar a sus esposas. Cada una de ellas tiene un niño, ¡y es más de lo que yo puedo esperar! Si fuera la esposa del Venerado Orador, por lo menos pariría un hijo. Pero no he venido aquí para hablar de las esposas de Motecuzoma. ¡No me importan las esposas de Motecuzoma!». Yo dejé caer inmediatamente: «¡Ni a mí! ¡Pero les alabo que sigan estando en sus propias camas conyugales, en lugar de venir a asediar la mía!». «No seas cruel conmigo, Mixtli —dijo—. Si sólo supieras lo que he sufrido. ¡Cinco años, Mixtli! Cinco años de sumisión y de pretender que me siento satisfecha. He rezado y he hecho ofrendas a Xochiquétzal, suplicándole que me ayude a estar contenta con las atenciones de mi esposo. Pero no ha dado resultado. Todo el tiempo me pregunto: ¿Cómo será en realidad, con un hombre normal? Ese preguntarme, y luego la tentación, la indecisión finalmente el tener que humillarme al pedírtelo a ti». «Así es que me lo pides a mí, de entre todos los hombres, a mí, para que traicione a mi mejor amigo. Para poner a la esposa de mi mejor amigo y a mí a riesgo del garrote». «Pues por eso te lo he pedido, porque tú eres su amigo. Tú nunca te estarías sugiriendo como otro hombre lo haría. Y aunque Cózcatl se diera cuenta, él nos ama lo suficiente a ambos como para denunciarnos. —Ella hizo una pausa y luego añadió—: Si el mejor amigo de Cózcatl no hace esto, entonces le hace un gran perjuicio. Te digo la verdad. Si tú no me aceptas, no me humillaré más pidiéndoselo a algún otro conocido, alquilaré a un hombre por una noche o se lo pediré a algún forastero en alguna hostería. Piensa en lo que eso sería para Cózcatl».

Yo pensé. Y recordé que un día él había dicho que si esa mujer no lo quería, él acabaría con su vida de algún modo. Yo le creí entonces y también creí que él haría lo mismo si llegaba a saber que ella lo traicionaba.

Le dije: «Dejando todas esas consideraciones a un lado, Cosquillosa, en estos momentos estoy tan fatigado que no serviría para ninguna mujer. Has esperado cinco años, así es que yo creo que puedes aguardar hasta que me haya bañado y haya dormido, sobre todo si dices que tenemos todo el día de mañana. Así es que ve a tu casa y piensa un poco más sobre esto y si mañana todavía estás determinada a…». «Así lo haré, Mixtli. Y vendré mañana otra vez».

Llamé a Estrella Cantadora y él encendió una antorcha, y él y Cosquillosa salieron a la noche. Estaba tomando mi baño cuando le oí regresar, y fácilmente me hubiera quedado dormido, de no haber sido porque el agua estaba demasiado fría, y me forzó a salir. Me tambaleé hacia mi habitación y me dejé caer sobre la cama, cogí las cobijas y me quedé profundamente dormido, sin tomarme siquiera la molestia de apagar la lámpara que Turquesa había dejado encendida.

Sin embargo, aun en medio de mi sueño pesado, debí de estar anticipando y temiendo el regreso impetuoso de la impaciente Cosquillosa, porque abrí los ojos cuando la puerta se abrió. La luz de la lámpara era pobre y débil, pero por la ventana entraba una gris claridad, la primera luz del amanecer y lo que vi me hizo estremecer.

De abajo no había llegado ningún sonido que me previniera de esa aparición increíble e inesperada… y estaba seguro de que si Turquesa o Estrella Cantadora hubieran visto a ese fantasma en particular, habrían proferido un grito. Aunque ella estaba vestida para viajar, con un chal en la cabeza y un pesado manto de piel de conejo y aunque la luz era débil, mi mano tembló al levantar el topacio enfrente de mi ojo para ver… ¡a Zyanya Parada enfrente de mí!

«Zaa —dijo en un susurro deliciosamente audible, pues era la voz de Zyanya—. No estás dormido, Zaa». Pero debí de estarlo, estaba seguro de eso, pues estaba viendo lo imposible y eso sólo lo había visto en sueños. «Sólo tenía la intención de mirar. No deseaba despertarte», dijo ella, todavía susurrando; manteniendo su voz baja para que no me espantara, por lo menos eso supuse.

Traté de hablar, pero no pude, una experiencia que también había tenido en sueños. «Iré a la otra habitación», dijo ella.

Su chal se movió al impulso de su movimiento, y empezó a caminar tan despacio, como si estuviera muy cansada habiendo viajado por un largo, inimaginable largo camino. Pensé en todos los obstáculos, en esas montañas que se cerraban juntas, en el río negro de la noche negra, y temblé de miedo. «Cuando mandé mi mensaje para avisar de mi llegada —dijo ella—, tenía la esperanza de que no me esperaras dormido». Sus palabras no tenían ningún sentido para mí, hasta que su chal resbaló de su cabeza y entonces vi que no había ningún mechón blanco en su pelo. Beu Ribé continuó: «Por supuesto, que sería muy agradable saber que al recibir mi mensaje de llegada, éste te excitó tanto que no pudiste dormir. Estaría muy contenta de saber que estabas tan ansioso de verme». Por fin encontré mi voz y ésta sonó áspera: «¡No recibí ningún mensaje! ¿Cómo te atreves a entrar a hurtadillas en mi casa? ¿Cómo puedes pretender que…?». Pero me reprimí, pues no era justo acusarla de parecerse tanto a su difunta hermana, como si ella lo hiciera a propósito. Ella pareció genuinamente abatida y empezó a balbucear tratando de explicar: «Pero yo mandé a un muchacho… Le di una semilla de cacao para que trajera el mensaje. ¿Entonces no vino? Pero si allá abajo… Estrella Cantadora me recibió muy cordialmente. Y te encontré despierto, Zaa…». Yo gruñí: «Ya antes Estrella Cantadora me invitó a que le diera una buena azotaina. Tendré que hacerlo esta vez».

Hubo un corto silencio, en el cual yo estaba esperando que mi corazón dejara de latir fuertemente, por el miedo, la alarma y la alegría. Beu se sintió vencida por el aturdimiento y reprochándose su intrusión dijo por fin, demasiado humildemente para ella: «Iré a dormir al cuarto que antes ocupé. Quizás mañana estés menos enojado porque yo estoy aquí…». Y salió de la habitación antes de que yo pudiera responder.

Por un breve momento en la mañana, respiré un poco del sentimiento que tenía de verme asediado por mujeres. Fui a desayunar solo, a excepción de los dos esclavos que me servían, pero empecé el día gruñendo: «No me agradan las sorpresas que llegan en la madrugada». «¿Sorpresas, mi amo?», dijo Turquesa sin saber de lo que yo hablaba. «No me avisasteis de la llegada de la señora Beu». Ella dijo todavía más perpleja: «¿La señora Beu está aquí? ¿En la casa?». «Sí —dijo Estrella Cantadora—. También fue una sorpresa para mí amo, pero supuse que a usted se le había olvidado informarnos».

Por lo tanto, el muchacho que Beu había enviado, nunca avisó de su inminente llegada. El primer aviso que tuvo de eso Estrella Cantadora fue cuando unos golpecitos en la puerta de la calle, lo despertaron. Como Turquesa seguía durmiendo, él se levantó para dejar entrar a la visitante y ella le había dicho que no me molestara. «Como la señora Luna que Espera llegó con bastantes cargadores —dijo él—, yo supuse que ya la estaba usted esperando. —Eso explicaba por qué él no se había asustado al verla, pensando erróneamente como yo lo hice, que era el fantasma de Zyanya—. Ella me dijo que no lo despertara a usted, y que no hiciera ningún ruido, ya que ella conocía la casa, podía ir escaleras arriba. Sus cargadores trajeron mucho equipaje, mi amo, y yo acomodé todos sus bultos y canastos en el cuarto de enfrente».

Bueno, por lo menos podía dar gracias de que ninguno de los sirvientes se había dado cuenta de mi perturbación ante la presencia repentina de Beu y que Cocoton no se había despertado y asustado, así es que olvidé el asunto. Seguí tomando mi desayuno con tranquilidad, aunque no por mucho tiempo. Estrella Cantadora, aparentemente temeroso de que me volviera a enojar con nuevas sorpresas, vino a anunciarme con toda formalidad de que tenía otra visitante, pero que a ésta no la había admitido más allá de la puerta de la entrada. Sabiendo de antemano quién era, terminé mi chocólatl y suspirando fui hacia la entrada. «¿Nadie me va a invitar a pasar? —dijo Cosquillosa en broma—. Éste es un lugar muy público, Mixtli, para lo que nosotros va…». «Debemos olvidar todo lo que hablamos —la interrumpí—. La hermana de mi difunta esposa llegó de visita. Tú recuerdas a Beu Ribé». Por un momento Cosquillosa me miró desconcertada. Luego dijo: «Bueno, si no lo podemos hacer aquí, entonces ven a mi casa». Dije: «Entiende, querida, que es la primera visita de Beu en tres años. Sería muy descortés por mi parte el dejarla sola y muy difícil de explicar el porqué». «¡Pero Cózcatl regresará esta noche!», gimió. «Entonces temo que hemos perdido nuestra oportunidad». «¡Debemos tener otra! —dijo desesperadamente—. ¿Cómo podemos arreglar otra y cuándo?». «Probablemente nunca —dije, no muy seguro de sentir pena o alivio ante esa delicada situación, que se resolvía de esa manera—. De hoy en adelante, habrá aquí muchos ojos y oídos. No podremos evitarlos. Es mejor que te olvides de…».

«¡Tú sabías que ella iba a llegar! —se encendió Cosquillosa—. ¡Sólo estabas aparentando cansancio anoche, para que me fuera y luego tener una verdadera excusa para rehusarte!». «Cree lo que quieras —dije cansado y no estaba aparentándolo—. Pero debo rehusar». Ella pareció desplomarse. Desviando sus ojos de mí, dijo suavemente: «Por mucho tiempo tú has sido mi amigo, y por más lo has sido de mi esposo, pero lo que estás haciendo en estos momentos, Mixtli, no es de amigos. Para ninguno de los dos». Y ella bajó despacio la escalera y muy lentamente se alejó a lo largo de la calle.

Cuando volvía al interior de la casa, Cocoton estaba tomando su desayuno, así es que llamé a Estrella Cantadora e inventando un mandato totalmente innecesario en el mercado de Tlatelolco, lo mandé sugiriendo que llevara a la niña consigo. Cuando ella terminó de desayunar, se fueron los dos y yo esperé no muy contento que Beu hiciera su aparición. La confrontación con Cosquillosa no había sido fácil para mí, pero por lo menos había sido breve, cosa que no esperaba con Luna que Espera. Ella durmió hasta tarde y bajó la escalera al mediodía, con la cara hinchada y líneas marcadas en su rostro, debido a un sueño ligero. Yo me senté en el lado opuesto de la mesa y cuando Turquesa la hubo servido y se retiró a la cocina, le dije: «Siento mucho haberte recibido con tanta aspereza, hermana Beu. No estoy acostumbrado a recibir visitas tan temprano y mis modales no son los mejores, hasta haber pasado un tiempo considerable después de la aurora, y de todos los visitantes que yo esperara, el último serías tú. ¿Puedo preguntarte por qué estás aquí?». Ella me miró con incredulidad, casi sorprendida: «¿Y necesitas preguntármelo, Zaa? Entre nosotros, la Gente Nube, los lazos familiares están fuertemente unidos. Yo pensé que podría ser de alguna ayuda, de alguna utilidad, aun un consuelo para el viudo de mi hermana y para su criatura huérfana». Le dije: «En cuanto al viudo, he estado fuera de la nación desde la muerte de Zyanya. He ido muy lejos, y por lo menos he sobrevivido a mi aflicción. En cuanto a Cocoton, ella ha sido muy bien atendida durante estos dos años. Mis amigos Cózcatl y Quequelmiqui han sido unos adorables Tata y Tene. —Y añadí secamente—: Durante esos dos años, tu aparente solicitud no ha sido muy evidente». «¿Y de quién es la culpa? —me demandó enojada—. ¿Por qué no me mandaste un mensajero-veloz para que me contara la tragedia? No fue sino hasta hace un año que recibí, casi por casualidad, tu carta arrugada y tiznada, que me fue entregada por un mercader que pasaba. ¡Mi hermana llevaba muerta más de un año cuando lo supe! Y después me tomó casi la mayor parte del año para encontrar alguien que me comprara la hostería, para arreglar todos los detalles de la venta y para prepararme para venir a Tenochtitlan a vivir permanentemente. Entonces supimos que el Venerado Orador Auítzotl había vuelto de su locura y que pronto había muerto, lo que significaba que nuestro Bishosu Kosi Yuela, naturalmente, tendría que asistir a la ceremonia aquí. Así es que esperé hasta poder viajar con su escolta para mi conveniencia y protección. Sin embargo me detuve en Coyohuacan, no queriendo tener que pasar entre el gentío que había en la ciudad, durante el funeral y fue por eso que le di un cacao a aquel muchacho para que te viniera a avisar de que pronto estaría aquí. No fue sino hasta cerca de la madrugada que pude procurar cargadores para mis pertenencias. Te pido que me disculpes por haber llegado en ese momento y en la forma en que llegué, pero…».

Ella se detuvo para respirar y yo, que me sentía bastante avergonzado conmigo mismo, le dije sinceramente: «Yo soy quien debo pedirte disculpas, Beu. Has llegado en el mejor momento posible. Los padres que había tomado prestados para Cocoton, han regresado a sus propios asuntos, así es que la niña sólo me tiene a mí, y debo reconocer tristemente que tengo muy poca experiencia como padre. Cuando te digo que eres bien venida, no te estoy diciendo sólo una formalidad. Como madre sustituta para mi hija, seguro que tú serás la mejor después de Zyanya». «La mejor, después», repitió ella no demostrando gran entusiasmo por mi cumplido. «En muchos sentidos —dije—, tú podrás enseñarle a hablar el lenguaje lóochi tan fluido como nuestro náhuatl. Tú puedes hacer que ella sea tan encantadora y cortés como esos niños de la Gente Nube que tanto admiré. De verdad, que solamente tú podrás enseñarle todas esas cosas que Zyanya era. Este mundo será mejor cuando haya otra Zyanya». «Otra Zyanya. Sí». Yo concluí: «Puedes considerar esta casa, desde ahora y para siempre, como tu hogar y a la niña como tu pupila y los esclavos están a tus órdenes. Daré órdenes en este momento de que tu cuarto sea totalmente vaciado, limpiado y vuelto a amueblar a tu gusto. Cualquier cosa que necesites o desees, no necesitas preguntar, hermana Beu, sólo tienes que decirlo. —Pareció como si ella fuera a decir algo, pero cambió de idea. Yo seguí—: Y en estos momentos… llega Migajita del mercado».

La niñita entró a la habitación, radiante en su manto de un amarillo dorado. Ella miró largamente a Beu Ribé y movió su cabeza como si estuviera recordando dónde había visto ese rostro antes. Yo no pude saber si ella se daba cuenta de que lo había visto muy seguido en sus espejos. «¿No me quieres hablar? —dijo Beu, casi sin voz por la emoción—. He esperado tanto tiempo…».

Cocoton dijo tímidamente y deteniendo el aliento: «¿Tene…?». «¡Oh, querida!», exclamó Luna que Espera, y las lágrimas asomaron a sus ojos, cuando ella se arrodilló y extendió sus brazos hacia la niñita, que feliz se dejó envolver por ellos.

«¡Muerte! —rugió el alto sacerdote de Huitzilopochtli, desde lo alto de la Gran Pirámide—. Fue la muerte la que dejó caer el manto del Venerado Orador sobre tus hombros. Señor Motecuzoma Xocóyotl y a su debido tiempo la muerte vendrá por ti, y entonces tendrás que dar cuenta a los dioses, por la manera en que llevaste ese manto y ejerciste tu alto oficio». Él continuó así, en la forma usual en que los sacerdotes menosprecian a sus sufridos oyentes, mientras yo y mis compañeros campeones, los nobles mexica, los dignatarios extranjeros y sus nobles, mientras todos nosotros sufríamos abotagados bajo nuestros yelmos, plumas, pieles, armaduras y otros trajes llenos de color y esplendor. Los varios miles de otros mexica que se apiñaban en El Corazón del Único Mundo, no llevaban más que los engorrosos mantos de algodón por lo que espero que disfrutaran más de la ceremonia de inauguración que nosotros. El sacerdote dijo: «Motecuzoma Xocóyotzin, desde este día tu corazón debe ser como el de un viejo: solemne, serio y severo. Tienes que saber, mi señor, que el trono de un Uey-Tlatoani no está acojinado para yacer en él, en el ocio y el placer, sino para yacer en él en sufrimiento, trabajo y preocupación». Yo dudo que Motecuzoma estuviera sudando como todos nosotros, a pesar de llevar puestos dos mantos, uno negro y otro azul, los dos bordados de calaveras y otros símbolos, para recordarle que aun hasta un Venerado Orador muere algún día. Incluso dudo que Motecuzoma sudara alguna vez. Por supuesto que nunca puse ni un dedo sobre su piel, pero siempre parecía tan frío y seco. El sacerdote siguió: «Desde este día, mi señor, debes convertirte en un árbol de gran sombra para que la multitud pueda encontrar refugio entre sus ramas y se apoyen en la fuerza de tu tronco». Aunque la ocasión era solemne y bastante impresionante, lo fue menos que en otras coronaciones anteriores durante mi vida, aunque no fui testigo de ellas, como las de Axayácatl, Tíxoc y Auítzotl, ya que Motecuzoma fue nada más confirmado en el oficio en que ya había trabajado por dos años. Y el sacerdote dijo: «Mi señor, usted debe gobernar y defender a su pueblo y tratarlo con justicia. Usted debe castigar al débil y corregir al desobediente. Usted debe ser diligente en procurar todas las guerras que sean necesarias. Usted debe dar una especial atención a los requerimientos de los dioses, a sus templos y a sus sacerdotes, que no les falten ofrendas y sacrificios. Así los dioses se sentirán contentos y mirarán por usted y por su pueblo, y todos los asuntos de los mexica prosperarán». Desde donde yo estaba, las banderas de plumas, que suavemente se movían, se alineaban a lo largo de la escalera de la Gran Pirámide y parecían convergir hacia las alturas, como una flecha apuntando las figuras distantes y pequeñas de nuestro nuevo Venerado Orador y del viejo sacerdote que en ese momento ponía sobre su cabeza la corona de piel enjoyada.

Al fin se calló el sacerdote y Motecuzoma habló: «Grande y respetuoso sacerdote, tus palabras pudieron haber sido dichas por el mismo y poderoso Huitzilopochtli. Tus palabras me han dado mucho en qué reflexionar. Y rezo para poder llegar a efectuar el sabio consejo que me has dado. Gracias por tu fervor y aprecio el amor con que has hablado. Si he de llegar a ser el hombre que mi pueblo desea que sea, debo recordar siempre tus palabras sabias, tus advertencias, tus amonestaciones…». Listos hasta para destrozar las mismas nubes del cielo cuando Motecuzoma terminara su discurso de aceptación, las hileras de sacerdotes tenían ya en sus manos las conchas trompetas, los músicos levantaban sus baquetas y tenían listas sus flautas. Y Motecuzoma siguió: «Estoy muy orgulloso de volver a poner en el trono el nombre estimado de mi venerado abuelo. Estoy orgulloso de llamarme Motecuzoma El Joven. Y en honor de la nación que voy a guiar, una nación todavía más poderosa que en los tiempos de mi abuelo, mi primer decreto en este cargo que ya ocupo, es no volver a llamar a los Venerados Oradores de los mexica por ese título, sino por otro todavía más adecuado. —Él se volvió para dar la cara a la multitud que llenaba la plaza y levantando su bastón de oro, gritó—: Desde estos momentos, mi pueblo, serás gobernado, defendido y guiado hasta alcanzar las más grandes alturas por Motecuzoma Xocóyotzin, ¡Cem-Anáhuac Uey-Tlatoani!».

Si a todos los que estábamos en la plaza nos hubieran arrullado hasta dormir, con todos esos discursos que tuvimos que aguantar por medio día, tendríamos que haber despertado con ese grito resonante que pareció hacer que toda la isla trepidara. Y en ese mismo instante se dejó oír el sonido producido por las flautas, los trinos, los broncos bramidos de las conchas y el increíble retumbar de unos veinte tambores que arrancan el corazón, todos a un mismo tiempo. Pero creo que los músicos, también podrían haber estado dormidos y que sus instrumentos hubieran permanecido mudos, si no hubiera sido por el impacto que las últimas palabras de Motecuzoma produjeron en todos nosotros.

Entre nosotros los campeones Águila, nos intercambiamos miradas y pude ver cómo los numerosos gobernantes extranjeros se intercambiaban gestos de desagrado. Aun la gente del pueblo se mostraba sorprendida por el anuncio del nuevo señor, y nadie estaba muy complacido ante esa audacia. Cada uno de los gobernantes anteriores, en toda la historia de nuestra nación, se habían sentido satisfechos con ser llamados solamente Uey-Tlatoani de los mexica. Pero Motecuzoma acababa de extender su dominio hasta los horizontes más lejanos, en todas direcciones.

Se acababa de conferir un nuevo título: Venerado Orador de todo el Único Mundo.

Cuando arrastrando los pies llegué a mi casa esa noche, otra vez estaba ansioso por quitarme todo el plumaje que llevaba, y meterme en una nube de limpio vapor, así es que hice un simple saludo a mi hija, en lugar de cargarla y aventarla hacia arriba de mi cabeza para luego abrazarla, como acostumbraba a hacer. Estaba sentada en el piso, sin ropa y arqueaba el cuerpo hacia atrás, mientras sostenía un tézcatl, espejo, tras su cabeza, tratando de mirarse su espalda desnuda y estaba demasiado absorta en eso, como para tomar en cuenta mi llegada. Encontré a Beu en la habitación de al lado y le pregunté qué estaba haciendo Cocoton. «Está en la edad de hacer preguntas». «¿Acerca de espejos?». «Acerca de su propio cuerpo —dijo Beu y añadió con desprecio—. Su Tene Cosquillosa le contó un sinnúmero de ignorantes conjeturas. ¿Sabes que una vez Cocoton le preguntó que por qué a ella no le colgaba nada enfrente, como lo que tenía su compañerito de juegos? ¿Y sabes lo que le dijo Cosquillosa? Que si Cocoton era buena en este mundo, ella sería recompensada en la otra vida, al reencarnarse siendo un niño». Como estaba muy cansado y malhumorado, y no muy contento con la carga de mi propio cuerpo, sólo murmuré: «Nunca sabré por qué las mujeres pueden pensar en que sea una recompensa el nacer hombre».

«Es exactamente lo que le dije a Cocoton —dijo Beu con afectación—. Que una mujer es muy superior. También está más bien hecha, no teniendo una excrecencia como ese colgajo de enfrente».

«¿Y está tratando de ver si en su lugar no le crece una cola por detrás?», pregunté, indicando a la niña que trataba de verse la parte baja de su espalda, con el espejo. «No. Es sólo que se dio cuenta de que cada uno de sus compañeros de juego tiene la tlacihuitztli; y me preguntó si ella también tenía una, pues no se había dado cuenta. Así es que está tratando de examinarla».

Quizás ustedes, reverendos frailes, como todos los españoles que han llegado recientemente, no estén familiarizados con la tlacihuitztli, marca, pues tengo entendido que los niños blancos no la tienen. Y si es que aparece en los cuerpos de sus negros, supongo que no se notará. Pero todos nuestros infantes nacen con ella: una mancha oscura como si fuera un moretón en la parte baja de la espalda. Puede ser tan grande como un platito o tan pequeña como una uña y no puede tener ninguna función, aunque gradualmente disminuye hasta borrarse pues a los diez años más o menos, desaparece totalmente.

«Le dije a Cocoton —continuó Beu— que cuando la tlacihuitztli desapareciera, ella sería una pequeña señora». «¿Una señora a los diez años de edad? No le des unas ideas tan caprichosas». Beu dijo con altivez: «¿Como algunas ideas tontas que tú le das, Zaa?». «¿Yo? —exclamé perplejo—. Yo siempre he contestado a sus preguntas de la manera más honesta que he podido». «Cocoton me dijo que un día que la llevaste a pasear al nuevo parque de Chapultépec, ella te preguntó por qué el pasto era verde y que tú le respondiste que para que ella no caminara en el cielo por error». «Oh —dije—. Bueno, fue la respuesta más honesta que pude encontrar. ¿Sabes alguna otra mejor?». «El pasto es verde —dijo Beu autoritariamente— porque los dioses han decidido que sea así». Yo dije: «Ayya, eso nunca se me hubiera ocurrido. Tienes razón. —Asentí con la cabeza—. No hay duda de eso. —Ella sonrió complacida de su sabiduría y de sus conocimientos—. Pero dime, ¿por qué los dioses escogieron el verde en lugar del rojo, o el amarillo o algún otro color?».

Ah, Su Ilustrísima llega a tiempo para esclarecerme algo. En el tercer día de la Creación, ¿no es así? Según usted ha recitado las palabras de nuestro Señor Dios. «A cada cosa que se arrastra por la tierra. Yo le he dado cada una de las hierbas verdes». Uno difícilmente podría diferir de eso. Que la hierba es verde es evidente hasta para uno que no es Cristiano y por supuesto nosotros los Cristianos sabemos que nuestro Señor Dios la hizo así. Yo simplemente me pregunto, todavía, después de todos los años que han pasado desde que mi hija lo inquirió, ¿por qué nuestro Señor Dios la hizo verde en lugar de…?

¿Motecuzoma? ¿Que cómo era?

Ah, ya entiendo. A Su Ilustrísima le interesa oír cosas más importantes: usted se impacienta, con mucha razón, al escuchar trivialidades como el color de la hierba, y esas pequeñas y queridas cosas, que a través de los años recuerdo de mi pequeña familia. No obstante, el gran Señor Motecuzoma, en cualquier lugar que yazca olvidado ahora, no es más que una tiznada materia descompuesta enterrada, y quizás solamente discernible por la hierba que crece, brillantemente verde, en el lugar en que él yace. Para mí, parece que el Señor Dios tomó más cuidado en mantener Su hierba verde, que lo que Él se preocupa por mantener verde el recuerdo de los grandes nobles.

Sí, sí, Su Ilustrísima. Cesaré ya en mis vanas reflexiones. Echaré mi mente hacia atrás para satisfacer su curiosidad acerca de la naturaleza del hombre, Motecuzoma Xocóyotzin.

Y ese hombre era solamente eso, un simple hombre. Como ya lo he dicho, él era aproximadamente un año más joven que yo, lo que quiere decir que cuando él tomó el trono de los mexica, o de todo el Único Mundo, como lo haría, tenía treinta y cinco años. Tenía el promedio de estatura de los mexica, pero su cuerpo era tan delgado y su cabeza tan chica, que esta desproporción le hacía parecer mucho más chaparro de lo que en realidad era. Su complexión era fina, de un color de cobre pálido, sus ojos tenían un brillo frío y hubiera podido ser guapo, si no hubiera sido por su nariz que era demasiado chata, pues sus aletas se extendían muy abiertas.

En la ceremonia de coronación, cuando Motecuzoma se quitó los mantos negro y azul, que significaban humildad, estaba envuelto en unas vestiduras que sobrepasaban toda riqueza, que allí mismo quedó establecido la clase de gusto con que se favorecería a partir de entonces. En cada una de sus apariciones en público, cada uno de sus trajes era diferente de los otros en diseño y en cada detalle, pero su suntuosidad era siempre más o menos como la que voy a describir:

Usaba, ya sea un máxtlatl de suave piel roja o de algodón ricamente bordado, cuyos extremos le colgaban hasta las rodillas, adelante y atrás. Ese taparrabo tan amplio, sospecho que lo había adoptado para prevenir que alguna postura accidental pusiera al descubierto la malformación de sus genitales, y trataba de evitarlo. Sus sandalias eran doradas y algunas veces, si solo aparecía delante del pueblo y no tenía que caminar mucho, las suelas eran de oro sólido. Utilizaba toda clase de adornos, como una cadena de oro con medallón, sobre el pecho, que lo cubría casi totalmente; un pendiente para su labio inferior, hecho de cristal que envolvía una pluma del pájaro pescador; orejeras de jade y turquesa en la nariz. Su cabeza estaba coronada por una diadema de oro, de donde partía un penacho de largas plumas o uno maravilloso con plumas del quétzal tótotl y cada una de ellas era del largo de un brazo.

Sin embargo, lo que más sobresalía de su vestimenta era su manto, que siempre era del mismo largo, de los hombros a los tobillos, y siempre hecho con las más bellas plumas de los pájaros más raros y más preciosos, primorosamente trabajadas. Tenía mantos hechos con todas las plumas escarlatas, con todas las plumas amarillas, todas en azul o en verde, o algunos de plumas combinadas en diversos colores. Pero el que recuerdo más y el más bello, era un manto voluminoso hecho con miles de plumas multicolores, iridiscentes y centelleantes, de colibríes. Si le recuerdo a usted que la pluma de un colibrí, es un poco más grande que las cejas afelpadas y pequeñas de un insecto grande, Su Ilustrísima, es para que usted pueda apreciar el talento, el trabajo y el ingenio de los artesanos en plumas, para hacer ese manto y el inestimable valor de esa verdadera obra de arte.

Durante los dos años de su regencia, Motecuzoma no hizo notorio sus gustos por demás lujosos, mientras vivía Auítzotl o medio vivía. Motecuzoma y sus dos esposas habían vivido sencillamente, ocupando sólo algunos rincones del viejo palacio, bastante abandonado, construido por su abuelo Motecuzoma El Viejo. Se había vestido modestamente y había evitado toda pompa y ceremonia, incluso se había refrenado de ejercer todo su poder en los asuntos inherentes a la regencia. No había promulgado ninguna ley nueva, no había fundado ninguna guarnición en una nueva frontera, no había instigado ninguna guerra. Había centrado su atención, sólo en aquellos asuntos cotidianos de los dominios de los mexica, que no requerían importantes decisiones o pronunciamientos.

Sin embargo, en el momento de su coronación como Uey-Tlatoani, cuando Motecuzoma se quitó esas sombrías vestiduras negra y azul, en ese mismo momento, él echó fuera toda humildad. Creo que podría ilustrarle mejor sobre esto, contándole mi primera entrevista con ese hombre, algunos meses después de su ascensión, cuando él empezó a llamar, para entrevistarlos uno por uno, a todos sus nobles y campeones. Expresó su deseo de llegar a ser familiar a aquellos subordinados que sólo conocía por nombre o en la lista oficial, pero yo creo que su verdadera intención era impresionarnos con su nuevo aire de majestad y magnificencia y que le llegáramos a temer. Bueno, el caso es que cuando él terminó de entrevistar a todos los cortesanos, nobles, hombres sabios, sacerdotes, brujos y adivinos, llegó por fin a los campeones Águila y sólo fue cuestión de tiempo que me llamara a su presencia, así es que una mañana me presenté en palacio. Llegué, otra vez sintiéndome incómodo bajo el resplandor de mi uniforme emplumado, cuando el mayordomo de palacio que estaba afuera del salón del trono me dijo: «¿Sería usted tan amable, mi señor Campeón Águila Mixtli, en despojarse por sí mismo de su uniforme?». «No —dije llanamente—, me costó mucho trabajo ponérmelo». «Mi señor —dijo tan nervioso como un conejo—. Ésta es una orden que dio personalmente el Venerado Orador. Si usted es tan amable de quitarse el yelmo de cabeza de águila, el manto y las sandalias de garras, usted puede cubrir la armadura acojinada con esto». «¿Con estos harapos? —exclamé, cuando él me alargó una vestimenta informe, hecha con tela de fibra de maguey que nosotros usábamos para costales—. ¡Hombre, no soy un mendigo ni un suplicante! ¿Cómo se atreve usted a esto?». «Por favor, mi señor —me suplicó, retorciéndose las manos—. Usted no es el primero en resentirse. De aquí en adelante, ésta será la vestimenta con que todo el mundo aparecerá enfrente del Venerado Orador, deberán verlo descalzos y vestidos como mendigos. No puedo dejarlos pasar en otra forma o me costará la vida». «Esto es una tontería», gruñí, pero para ayudar al pobre conejo me quité el yelmo y todo lo que llevaba, y dejando también el escudo a un lado, me puse ese saco encima. «Bueno, cuando usted entre en…», empezó a decir el hombre. «Gracias —le dije encrespado—, pero sé muy bien cómo comportarme en la presencia de altos personajes». «Es que ahora hay otras reglas para el protocolo —dijo el desgraciado—. Le ruego, mi señor, que no se enoje ni deje caer su desagrado en mí. Yo sólo digo las órdenes que me dan». «Dígamelas», dije rechinando los dientes. «Hay tres marcas de cal en el piso entre la puerta y la silla del Venerado Orador. En cuanto usted entre, la primera marca está un poco más allá del umbral. Allí se para usted y hace el gesto de tlalqualiztli, un dedo al piso y a sus labios, diciendo: “Señor”. Camine hacia la segunda marca, haga otra vez la reverencia y diga: “Mi señor”. Camine hacia la tercera marca, bese la tierra otra vez y diga: “Mi gran Señor”. Y no se levante hasta que él se lo autorice y no se mueva de esa tercera marca, para aproximarse más a su persona». «Esto es increíble», dije. Desviando la mirada, el mayordomo continuó: «Sólo le dirigirá la palabra al Venerado Orador cuando él le pregunte algo directamente. Nunca levante la voz, más allá de un discreto murmullo. La entrevista concluirá cuando el Venerado Orador lo diga. En ese momento, haga el tlalqualiztli en donde usted está, luego camine hacia atrás…». «Esto es una locura». «Camine hacia atrás, siempre dando su cara respetuosamente al trono, besando la tierra en cada marca y continúe hacia atrás hasta que esté afuera de la puerta, otra vez en este corredor. Entonces podrá tomar otra vez sus vestiduras y su rango…». «Y mi dignidad humana», dije con acritud. «Ayya, se lo suplico mi señor —dijo el aterrorizado conejo—. No vaya a decir ninguna clase de broma como ésa, en su presencia. Caminará hacia atrás, pero por partes». Cuando me hube aproximado al trono, en la forma humillante en que lo habían prescrito, diciendo en los intervalos apropiados: «Señor… mi señor… mi gran señor», Motecuzoma me dejó allí inclinado por un tiempo largo, antes de que condescendiera a hablarme, arrastrando las palabras: «Se puede levantar. Campeón Águila Chicome-Xóchtitl Tliléctic-Mixtli». Formados en hilera detrás de su trono, estaban todos los ancianos del Consejo de Voceros, la mayoría de ellos, por supuesto, habían formado parte de este consejo en reinados anteriores, pero había dos o tres caras nuevas. Una de ellas, era el recién nombrado Mujer Serpiente, Tlácotzin. Todos los hombres estaban descalzos y en lugar de los mantos amarillos que los distinguían, no llevaban más que el saco pardusco que yo tenía puesto y todos ellos se sentían infelices. El trono del Venerado Orador era sólo una baja icpali, silla, que ni siquiera estaba sobre una tarima, pero la elegancia de sus vestiduras, especialmente en contraste con las ropas que vestían los demás, contradecía toda pretensión de modestia.

Tenía algunos papeles desdoblados sobre sus rodillas y otros esparcidos a su alrededor en el suelo y evidentemente acababa de leer mi nombre completo en uno de ellos. Después consultó otros diferentes, varios de ellos, y dijo: «Parece que mi tío Auítzotl tenía la idea de elevarlo a usted al Consejo de Voceros, Campeón Mixtli. Pero yo no tengo semejante idea». «Gracias, Venerado Orador —respondí, y lo dije en serio—. Nunca he aspirado a…». Él me interrumpió con una voz que parecía un mordisco: «Usted sólo hablará cuando yo se lo indique por medio de una pregunta». «Sí, mi señor». «Y no le he hecho ninguna pregunta. La obediencia no necesita ser expresada, se da por sentado».

Estudió los papeles otra vez, mientras yo me quedaba allí parado, mudo y muerto del coraje. Una vez había pensado que Auítzotl era tontamente pomposo, hablando siempre de sí mismo como «nosotros», pero viéndolo retrospectivamente, entonces me pareció humano y hasta campechano comparándolo con ese sobrino suyo, tan frío y tan distante. «Sus mapas y las rutas de sus viajes son excelentes, campeón Mixtli. Este de Texcala será utilizado inmediatamente ya que planeo una nueva guerra que pondrá fin a todas las provocaciones de esos texcalteca. También tengo aquí sus mapas de rutas comerciales del sur, todo el camino hasta la nación maya. Todo soberbiamente detallado. Muy buen trabajo, en verdad. —Hizo una pausa y después dejó caer su mirada fría sobre mí—. Debe de decir “gracias” cuando su Venerado Orador le cumplimente». Como era debido dije: «Gracias», y Motecuzoma continuó: «Tengo entendido que en los siguientes años en que presentó a mi tío estos mapas, hizo usted otros viajes». —Él esperó un momento y como vio que yo no contestaba, me ladró—. «¡Hable!». «No me ha hecho ninguna pregunta, mi señor». Sonriendo sin ningún sentido del humor, dijo con mucha precisión: «¿Hizo usted, también, durante esos viajes siguientes otros mapas?». «Sí, Señor Orador, ya sea durante el camino o inmediatamente al volver a mi casa, mientras todavía tenía frescos en mi memoria todos los detalles del paisaje». «Debe entregar todos esos mapas aquí, en el palacio. Podré utilizarlos cuando alguna vez haga la guerra en otros lugares, después de Texcala. —Yo no dije nada: la obediencia se daba por sentada. Él continuó—: Tengo entendido también que usted domina admirablemente los lenguajes de muchas provincias». Él esperó otra vez. Yo dije: «Gracias, Señor Orador». Él me regañó: «¡Eso no era un cumplido!». «Usted dijo admirable, mi señor». Algunos miembros del Consejo de Voceros levantaron sus ojos al techo y otros los cerraron con fuerza. «¡Deje de insolentarse! ¿Cuántas lenguas habla?». «Del náhuatl, hablo el culto y el popular que se usa aquí en Tenochtitlan. Incluso el más refinado náhuatl de Texcoco y varios de los rudos dialectos que se hablan en naciones extranjeras como Texcala. —Impacientemente Motecuzoma tamborileó con sus dedos en su rodilla—. Hablo fluidamente el lóochi de los tzapoteca, y no tan fluidamente muchos de los dialectos poré de Michihuacan. También puedo hacerme entender en el lenguaje de los maya y en numerosos dialectos que derivan del maya. Sé algunas palabras en otomite y…». «Es suficiente —dijo Motecuzoma cortante—. Quizás le dé una oportunidad para que practique sus talentos cuando haga la guerra en aquellas naciones en donde no sé cómo se diría “ríndanse”. Pero de momento sus mapas son suficientes. Dese prisa en entregarlos». Yo no dije nada, la obediencia se daba por sentada. Algunos de los ancianos, estaban moviendo sus labios silenciosamente hacia mí, con urgencia y yo me preguntaba el porqué hasta que Motecuzoma casi me gritó: «¡Puede irse, Campeón Mixtli!».

Caminé fuera de la sala del trono como me habían dicho que hiciera; ya en el corredor me quité el saco de mendigo y dije al mayordomo: «Ese hombre está loco. Pero no sé qué es, ¿un tlahuele o sólo un xolopitli?». Esas dos palabras en náhuatl se usan para un hombre loco: xolopitli sólo significa un inocuo retrasado mental y tlahuele significa que es un maniático delirante y peligroso. Cada una de estas palabras hizo brincar del susto al mayordomo conejo. «Por favor, mi señor, baje su voz. —Luego gruñó—: Debo concederle a usted, que él tiene sus peculiaridades, ¿sabe usted? Sólo come una comida al día, por la tarde, pero para prevenir lo que él pueda ordenar, se preparan unas veintenas de platos, aun cientos, todos diferentes, así, cuando llega el tiempo para su comida él puede solicitar cualquier alimento que le apetezca en aquel instante. De la comida que se ha preparado, él sólo devora un platito y delicadamente prueba dos o tres de los otros». «¿Y el resto se desperdicia?», pregunté. «Oh, no. Cada vez que come invita a todos los nobles de más alto rango que sean sus favoritos y que están al alcance de sus mensajeros. Y los señores vienen, por veintenas y aun por cientos, aunque eso haya significado dejar sus propias meriendas y sus familias y comer lo que el Uey-Tlatoani ha desdeñado». «Extraordinario —murmuré—. Nunca me hubiera imaginado a Motecuzoma como a un hombre que le guste tener mucha compañía y mucho menos en el momento de su comida». «Bueno, regularmente no. Los otros señores comen en el mismo gran comedor, pero la conversación está prohibida y nunca le pueden echar ni una mirada al Venerado Orador. Un gran biombo se pone alrededor del rincón en el que él acostumbra merendar, así es que se sienta allí sin ser visto, ni molestado. Los otros señores ni siquiera notarían su presencia, a no ser porque de vez en cuando, cuando Motecuzoma se siente especialmente complacido con algún platillo, lo manda alrededor del comedor y todos deben probarlo». «Ah, entonces él no está loco —dije—. Recuerde que siempre se ha murmurado que el Uey-Tlatoani Tíxoc murió envenenado. Lo que usted acaba de decir puede sonar excéntrico y extravagante, pero también puede ser que el astuto Motecuzoma se esté asegurando de no irse como se fue su tío Tíxoc».

Mucho antes de conocer personalmente a Motecuzoma, había concebido una gran antipatía hacia él, pero mientras me alejaba del palacio ese día, tuve un nuevo sentimiento hacia él, un sentimiento de indulgente piedad. Sí, piedad. Para mí un gobernante debe inspirar a otros a exaltar su eminencia, no debe de exaltarla él mismo; que los otros deben besar la tierra en su presencia, porque él lo merece no porque él lo exige. Para mi mente, todo ese protocolo, ritual y panoplia con que se había rodeado Motecuzoma era menos majestuoso que pretencioso y aun patético. Era como todos los adornos que usaba en sus vestiduras, simples adornos de supuesta grandeza, asumidos por un hombre impertinente, inseguro de sí mismo e indeciso, que no tenía nada de grandeza en lo absoluto.

Llegué a casa para encontrarme con Cózcatl, que me había estado esperando para contarme las últimas noticias sobre su escuela. Mientras me empezaba a desvestir de mi traje de campeón Águila, para ponerme otra ropa más cómoda, restregándose las manos y en muy buen estado de humor, me anunció: «El Venerado Orador Motecuzoma me ha llamado para decirme que quiere que adiestre a todo el personal de palacio, desde los más altos mayordomos hasta los ayudantes de cocina. Todos, sirvientes y esclavos». Eran unas noticias tan buenas, que llamé a Turquesa para que nos trajera una jarra de octli frío para poder celebrarla. Estrella Cantadora vino corriendo también, para ofrecernos y encendernos nuestros poquíetl. «Pues acabo de regresar del palacio —le dije a Cózcatl— y me llevé la impresión de que Motecuzoma ya tiene bien adiestrados a sus sirvientes, o por lo menos servilmente acobardados, desde su Consejo de Voceros hasta la última persona conectada con su Corte». «Oh, sus criados sirven bastante bien —dijo Cózcatl. Aspiró su pipa y lanzó al aire un anillo de humo azul—. Pero él quiere que los pula y los haga más refinados, igual a todo el personal que tiene Nezahualpili en Texcoco». Yo dije: «Parece que nuestro Venerado Orador tiene más sentimientos de envidia y rivalidad que verdaderos deseos de tener sirvientes refinados como los de la Corte de Texcoco. Hasta podría decir que abriga sentimientos de animosidad. Motecuzoma me dijo esta mañana que se propone lanzarse a una nueva guerra contra Texcala, cosa que no es como para sorprenderse. Lo que él no me dijo, pero que yo escuché por ahí, es que trató de ordenarle a Nezahualpili que guiara personalmente el asalto y que las tropas acolhua formaran el cuerpo principal del ejército. También oí que Nezahualpili denegó ese honor de la manera más firme, y me alegro pues después de todo él ya no es un joven. Pero parece ser que a Motecuzoma le gustaría hacer lo que Auítzotl hizo en nuestros días de guerra, Cózcatl. Diezmar a los acolhua y aun forzar a Nezahualpili a caer en el combate». Cózcatl dijo: «Muy bien pudiera ser, Mixtli, que Motecuzoma tenga la misma razón que tuvo Auítzotl».

Bebí un reconfortante trago de octli y dije: «¿Quieres decir lo que temo oír?». Cózcatl asintió: «Aquella niña-novia que una vez fuera esposa de Nezahualpili y que su nombre no debe mencionarse jamás. Siendo la hija de Auítzotl, era la prima de Motecuzoma… y quizás algo más que una prima para él. Porque es mucha coincidencia que inmediatamente después de su ejecución, él tomara las vestiduras negras del sacerdocio y del celibato». Yo dije: «Una coincidencia que en verdad invita a hacer especulaciones —y me acabé mi copa de octli, lo que me animó lo suficiente como para decir—: Bien, hace ya mucho tiempo que él dejó el sacerdocio y en estos momentos tiene dos esposas legales y tendrá más. No perdamos la esperanza de que al fin deje a un lado su animosidad hacia Nezahualpili. Y esperemos que él nunca llegue a averiguar la parte que nos correspondió, a ti y a mí, en la caída de su prima». Cózcatl dijo alegremente: «No te preocupes por eso. El buen Nezahualpili siempre ha guardado silencio acerca de nosotros. Auítzotl nunca nos relacionó con ese asunto. Motecuzoma tampoco, o si no él no estaría patrocinando mi escuela con tanto empeño». Yo dije con alivio: «Probablemente tienes razón. —Luego reí y continué—: Parece que en estos momentos nada te afecta, estás más allá de toda preocupación y aun de dolor. —Y apunté con mi poquíetl—. ¿No te das cuenta de que te estás quemando?».

Aparentemente no se había dado cuenta de que la mano que sostenía su caña encendida, la había bajado de tal manera que las brasas ardientes estaban en contacto directo sobre su otro brazo. Cuando le hice notar eso, él tiró lejos su poquíetl y miró con mal humor la roja ampolla que se levantaba en su piel. «Algunas veces mi atención se concentra tanto en algo —murmuró— que no me doy cuenta de… de estas pequeñeces». «¿Pequeñeces? —dije—. Eso debe de dolerte más que una picadura de avispa. Déjame llamar a Turquesa para que traiga un ungüento». «No, no, no lo hagas… no me duele en lo absoluto —contestó él y se puso de pie—. Te veré pronto, Mixtli».

Él iba saliendo de la casa, cuando Beu Ribé regresaba de algún mandado. Como de costumbre, Cózcatl la saludó efusivamente, pero ella pareció inquieta al sonreírle y cuando él se fue, ella me dijo: «Me encontré con su esposa en la calle y conversamos un rato. Quequelmiqui debe saber que yo estoy informada de todo acerca de Cózcatl; su herida y la clase de matrimonio que llevan; sin embargo, estaba radiante de felicidad y me miró con cierto desafío para ver si me atrevía a decirle algo». Un poco amodorrado por el octli, le pregunté: «¿Y qué tenías que atreverte a decirle?». «Acerca de su embarazo. Que es bastante obvio a los ojos de cualquier mujer». «Te debes de haber equivocado —le dije—. Tú sabes que eso es imposible». Me miró con impaciencia. «Pudiera ser imposible, pero no me he equivocado. Hasta una solterona puede darse cuenta de eso. No pasará mucho tiempo antes de que su marido lo note. ¿Y entonces qué?».

No tenía respuesta para aquella pregunta y Beu se fue de la habitación sin esperar que respondiera, dejándome allí, sentado y pensando. Debí de haberme dado cuenta de que, cuando Cosquillosa vino a suplicarme para tener una experiencia conmigo que no podía tener con su marido, lo que en realidad quería era que yo le diera algo más duradero que una simple experiencia. Lo que deseaba era un hijo, una Cocoton, pero suya. ¿Y quién podría dárselo mejor que el querido padre de Cocoton? Seguro que Cosquillosa había venido a verme después de haber comido carne de zorro o hierba cihuapatli o cualquier otra de esas especies que se supone que aseguran el embarazo en una mujer. Bien, casi sucumbí a sus demostraciones de afecto, y si no hubiera sido por la llegada inesperada de Beu, no habría tenido ninguna excusa para rehusar. Así es que yo no era el padre, ni tampoco Cózcatl, pero alguno lo era. Cosquillosa me había dicho claramente que si yo no aceptaba ella buscaría la forma con otros hombres. Me dije a mí mismo: «Cuando le dije que se fuera, ella tuvo todo el día para…».

Sin duda debí de haber estado más preocupado acerca de ese asunto, pero entonces estaba trabajando muy duro, obedeciendo la orden de Motecuzoma de que buscara todos los mapas que hice durante mis viajes. Y eso era lo que estaba haciendo, aunque me tomé algunas libertades al interpretar su orden. No mandé al palacio mis mapas originales, sino que me puse a hacer copias de todos ellos, y los fui mandando uno por uno, conforme los iba terminando. Expliqué el retraso dando la excusa de que muchos mapas estaban en fragmentos y manchados por el viaje, algunos hechos con papel muy corriente y otros simplemente garrapateados en hojas de árbol, y que quería que mi Señor Orador tuviera unos dibujos bien hechos, claros y duraderos. Esa excusa en sí no era del todo una mentira, pero la verdadera razón por la que quería guardar los originales era que éstos representaban para mí preciosos recuerdos de mis viajes, algunos de los cuales había hecho en compañía de mi adorada Zyanya y por tanto deseaba conservarlos.

También, quizás alguna vez quisiera volver a viajar por esos caminos otra vez, y seguir caminando, sin querer volver, si el reinado de Motecuzoma hacía de Tenochtitlan un lugar incómodo para mí. Teniendo en mente esa posible emigración, omití algunos detalles significativos en las copias que le mandé al Uey-Tlatoani. Por ejemplo, no hice mención, ni puse una marca en el lugar en donde estaba el lago negro en el que había encontrado aquellos colmillos gigantes de jabalí, pues si había algún otro tesoro allí, algún día podría necesitarlo.

Cuando no estaba trabajando, pasaba el mayor tiempo posible con mi hija. Había adquirido la agradable costumbre de contarle cuentos cada tarde, y por supuesto le contaba aquellos que a mí me hubieran interesado mucho cuando tenía su edad: historias repletas de acción, violencia y aventuras. De hecho, muchas de esas historias eran verdaderas experiencias, por las que yo había pasado: ligeramente adornada la verdad o ligeramente atenuada, según el caso. Esa clase de cuentos requerían que frecuentemente tuviera que rugir como un jaguar enloquecido o chillar como lo haría un mono-araña enojado, o aullar como un coyote melancólico. Cuando Cocoton temblaba ante algunos de los sonidos que hacía, me sentía muy orgulloso por el talento que tenía para contar una aventura tan vívidamente que un oyente podía casi compartirla.

Pero un día en que la niñita vino en el tiempo acostumbrado para que la entretuviera, me dijo casi solemnemente: «¿Podríamos hablar, Tata, como personas mayores?». Yo estaba muy divertido ante esa grave formalidad con la que me hablaba una niña de escasos seis años, pero le contesté casi tan gravemente: «Podemos hacerlo, Migajita. ¿Qué me quieres decir?». «Quiero decirte que no creo que esas historias que me cuentas sean las más adecuadas para una niña». Un poco sorprendido y aun herido, dije: «A ver, dime tus quejas sobre esas historias tan poco adecuadas». Ella dijo, como si estuviera apaciguando a un chiquillo petulante más joven que ella: «Estoy segura de que son muy buenas historias. Estoy segura de que un niño estaría encantado de oírlas. Yo pienso que a los niños les gustan que los asusten. Mi amigo Chacalin —y movió su manita en dirección de la casa de los vecinos— algunas veces hace ruidos de animales y sus propios ruidos le espantan, que hasta se pone a llorar. Si quieres, Tata, lo traeré todas las tardes para que él oiga tus cuentos en mi lugar». Yo dije, quizás un poco enojado: «Chacalin tiene su propio padre para que le cuente historias. Y sin duda muy emocionantes, acerca de sus aventuras como comerciante en cerámica, en el mercado de Tlaltelolco, pero, Cocoton, nunca he notado que tú llores cuando te cuento una historia». «Oh, no lo haría. No enfrente de ti. Lloro en la noche, cuando estoy sola en mi cama. Entonces recuerdo los jaguares, las serpientes y los bandidos y en la oscuridad se ven como si estuvieran vivos, y sueño que tratan de agarrarme». «Oh, mi niñita querida —exclamé atrayéndola hacia mí—. ¿Por qué no me habías dicho nada antes?». «No soy muy valiente —dijo escondiendo su cara en mi hombro—. No con animalotes, ni con papás grandes tampoco». «De ahora en adelante —le prometí— voy a tratar de parecer más pequeño. Y no te contaré más cuentos de bestias y bandidos. ¿Qué clase de cuentos prefieres?». Lo pensó seriamente y luego me preguntó tímidamente: «¿Tata, alguna vez has tenido alguna aventura fácil?».

No pude pensar en una respuesta inmediata. Ni siquiera podía imaginarme lo que quería decir por «una aventura fácil», a menos de que se refiriera a algunas que le pudieran haber pasado al padre de Chacalin, como vender un cacharro rajado sin que el cliente se hubiera dado cuenta. Pero entonces recordé algo y le dije: «Una vez tuve una aventura muy tonta. ¿Tú crees que ésa sería aceptable?». Ella dijo: «¡Ayyo, sí, me divierten los cuentos tontos!». Me acosté en el suelo y levanté las rodillas, y apuntando a ellas le dije: «Ése es un volcán, un volcán que se llama Tzebóruko, que quiere decir El que Resopla con Ira. Pero te prometí que no resoplaría. Siéntate aquí arriba, exactamente en su cráter». Una vez que se hubo acomodado en mis rodillas, yo empecé con el tradicional «Oc-ye-necha», y le conté cómo la lava del volcán me había empujado mar adentro, por haber estado, estúpidamente, en medio de la bahía. Durante toda mi historia, me contuve de hacer los ruidos que hacía el volcán al eruptar la lava y los que hacía el vapor, pero cuando llegué a la parte más importante de mi narración, de repente grité: «¡Uiuiuóni!» y bajé y subí las rodillas rápidamente. «¡Y o-o-ompa! ¡Me fui con el mar!». Con ese movimiento y al decir ompa, Cocoton brincaba de tal manera que se resbalaba por mis muslos hasta caer en mi barriga, sacándome todo el aire, lo que hacía que gritara y riera con placer.

Parecía que al fin había atinado con una historia y en la forma de contarla más adecuada para una niñita. Desde entonces y por mucho tiempo, cada tarde jugábamos al volcán haciendo erupción. Aunque le narraba otras historias que no la asustaban, Cocoton siempre insistía en que le contara también y le demostrara cómo el Tzebóruko me había arrojado una vez fuera del Único Mundo. Y se lo contaba una y otra vez, siempre con su participación trémulamente agarrada a mis rodillas, mientras yo arrastraba y alargaba las palabras preliminares para darle más emoción, y luego gritando alegremente cuando la balanceaba, y riéndose fuertemente cuando al fin la dejaba caer sobre mí, sacándome todo el aire. El volcán haciendo erupción, siguió con sus erupciones todos los días hasta que Cocoton creció lo suficiente como para que Beu desaprobara «esa conducta que no era la de una señora», y cuando Cocoton también encontró el juego «muy infantil». Yo estaba para entonces un poco triste de verla crecer, y salir de su infancia, pero también estaba cansado de que me brincara en la barriga.

Llegó el día en que, inevitablemente, Cózcatl vino a verme otra vez, y en un lamentable estado: sus ojos tenían rojas ojeras, su voz se oía ronca y sus manos se retorcían y entrelazaban como si estuvieran peleando la una con la otra. Yo le pregunté con suavidad. «¿Has estado llorando, amigo mío?». «No dudes de que tengo razón para ello —dijo gravemente—. Pero no, no he estado llorando. Lo que pasa es que… —y él separó sus manos en un gesto distraído— desde hace tiempo, mis ojos y mi lengua parece como si estuvieran… como si los sintiera hinchados o más gruesos… como si tuvieran una capa de algo encima». «Lo siento mucho —le dije—. ¿No has visto a un físico?». «No. Pero no vine a hablar de eso. ¿Mixtli, fuiste tú?». No pretendí hipócritamente que no sabía nada, así es que le dije: «Sé de lo que me estás hablando, Beu me dijo algo acerca de eso hace algún tiempo, pero no, yo no fui». Él asintió con la cabeza y dijo sintiéndose miserable: «Te creo. Pero eso solamente lo hace más difícil de sobrellevar. Nunca sabré quién fue. Aunque la mate a palos, ella nunca me lo dirá, y además no podría pegarle a Quequelmiqui». Yo reflexioné por un momento y luego le dije: «Te diré que ella deseaba que yo fuera el padre». Él asintió otra vez, temblando como un viejo: «Lo había supuesto. Ella debió de haber querido un niño lo más parecido posible a tu hija. —Después de una pausa, dijo—: Si tú lo hubieras hecho, me hubiera sentido herido, pero lo habría podido soportar…».

Con su mano se restregó una mancha pálida muy curiosa que tenía en su mejilla, casi de un color plateado. Me preguntaba si no se habría quemado otra vez, sin darse cuenta. Luego noté que los dedos de las manos que tanto se estrujaba, casi no tenían color en sus puntas. Él continuó hablando: «Mi pobre Quequelmiqui. Creo que ella hubiera podido soportar un matrimonio con un hombre sin sexo, pero después de haber llegado a sentir tan grande amor de madre por tu hija, ya no pudo sufrir un matrimonio sin frutos». Miró a través de la ventana y se sintió infeliz; mi hijita estaba jugando en la calle con algunos de sus amigos. «Yo tenía la esperanza… yo traté de darle alguna satisfacción en ese aspecto a ella. Empecé a darles clases especiales a los hijos de los sirvientes que ya tenía a mi cargo, preparándolos para que siguieran dentro del mismo servicio doméstico de sus padres. Mi verdadera razón era que tenía la esperanza de distraerla de su anhelo a ver si podía aprender a amar a esos niños. Pero como ellos eran los hijos de otras gentes… y ella no los quería desde que eran pequeños como Cocoton…». «Mira Cózcatl —le dije—. El niño que ella lleva en su vientre no es tuyo, no puede serlo, pero a excepción de la semilla es su hijo. Y ella es tu amada esposa. Suponte que te casaste con una viuda madre de una criatura, dime, ¿sufrirías estos tormentos si ése hubiera sido el caso?». «Ella ya ha tratado ese argumento conmigo —dijo con aspereza—. Pero en ese caso, como tú lo puedes ver, yo no tendría por qué sentirme traicionado, como me siento ahora después de todos esos años de felicidad conyugal. Bueno, por lo menos yo era feliz».

Recordé los años durante los cuales Zyanya y yo habíamos sido completamente el uno para el otro, y traté de imaginarme cómo me habría sentido si ella me hubiese sido infiel, y al fin le dije: «Amigo mío, sinceramente te comprendo. Sin embargo ese niño será el hijo de tu esposa, y ella es una mujer muy hermosa, por lo que es casi seguro que el niño también lo será. Casi te puedo asegurar que pronto lo aceptarás e incluso lo llegarás a amar. Yo sé cuán bondadoso eres y sé que puedes amar a una criatura sin padre, tan profundamente como amaste a mi hija cuando perdió a su madre». «No exactamente sin padre», refunfuñó. «Será el hijo de tu esposa —persistí—. Tú eres su marido. Tú serás su padre. Si ella no ha dicho quién es el padre, ni siquiera a ti, es muy difícil que se lo diga a otra persona. ¿Y quién conoce las condiciones físicas en que te encuentras? Beu y yo, sí, pero puedes estar seguro de que nunca diremos una palabra, acerca de eso. Glotón de Sangre hace ya mucho tiempo que murió, lo mismo que aquel viejo físico de palacio, que atendió tu herida. No puedo pensar en ninguna otra persona que…». «¡Yo sí! —me interrumpió ásperamente—. El hombre que es el padre. Que muy bien pudiera ser un borracho de octli, que en meses pasados se ha estado vanagloriando de su conquista, en todas las casas para beber que hay en la isla. Quizás algún día se presente en nuestra casa y venga a demandar…». Yo dije: «Uno debe de suponer que Cosquillosa fue discreta y escogió bien al hombre», aunque personalmente yo no estaba muy seguro de eso. «Y hay otra cosa también —continuó Cózcatl—. ¿Tú crees que volverá a estar satisfecha, por mucho tiempo, con la clase de sexo que yo le ofrezco? ¿Tú crees que no volverá a buscar a un hombre otra vez? ¿Ahora que ella ha disfrutado el… el sexo normalmente?». Yo le dije con severidad: «Te estás ahogando en una taza de agua, probablemente todas esas posibilidades nunca lleguen a suceder. Ella deseaba un hijo, eso es todo, ahora ella lo tendrá. Puedo asegurarte que las nuevas madres tienen muy poco tiempo de ocio para dedicarse a la promiscuidad».

«Yya ouiya —se quejó roncamente—. Desearía que tú fueras el padre, Mixtli. Si supiera que el que había hecho eso era mi viejo amigo… oh, claro que hubiera tomado tiempo, pero habría llegado a estar en paz conmigo mismo…». «¡Basta, Cózcatl!». Él me estaba haciendo sentir doblemente culpable, porque casi me acuesto con su esposa y porque no me había acostado con ella. Pero no había quien lo hiciera callar. «Además hay otras consideraciones —dijo él vagamente—, pero no tienen la menor importancia. Si ese niño fuera tuyo, yo podría aguantar… podría haber sido su padre por algún tiempo más, por lo menos…».

Me dio la impresión de que estaba divagando y busqué desesperadamente algunas palabras para hacerlo volver a su mente, pero de repente se echó a llorar, con ese llanto seco, áspero, desapacible, como lloran los hombres; nada parecido al llanto suave, blando, casi musical de las mujeres… y luego salió corriendo de la casa.

Nunca lo volví a ver. El resto es tan desagradable que lo contaré rápidamente. Esa misma tarde, Cózcatl huyó de su casa, de su escuela, de sus estudiantes, dejando incluso a todos los sirvientes de palacio que estaban a su cargo. Se fue y se alistó en el ejército de la Triple Alianza que peleaba contra Texcala y de allí marchó directamente a la punta de una espada enemiga.

La forma abrupta en que se fue y su repentina muerte causó tanta perplejidad como pena entre sus amigos y asociados, sin embargo la impresión general fue que él había hecho eso, porque no había podido quedar bien con su patrón, el Venerado Orador. Ni Cosquillosa, ni Beu, ni yo, quisimos desvirtuar esa impresión, e igualmente nunca dijimos nada acerca de la creencia general de que el niño que esperaba su esposa fue engendrado por él antes de irse tan de improviso a la guerra. Por mi parte, nunca dije a ninguno de mis conocidos, ni siquiera a Beu, nada de lo que sospechaba. Recordaba algunas de las frases inconclusas de Cózcatl: «Yo podría aguantar… podría haber sido su padre por algún tiempo más, por lo menos…». Y recordaba que las brasas del poquíetl le habían quemado y él no lo había sentido, su voz pesada, sus ojos legañosos y ojerosos, aquella mancha plateada en su cara…

Los servicios funerarios se hicieran sobre su maquáhuitl y su escudo, que habían sido traídos del campo de batalla. En aquella ocasión y en compañía de incontables dolientes, le di a su viuda mis condolencias fríamente y después evité el volverla a ver, deliberadamente. En lugar de eso, busqué al guerrero mexica que había traído las reliquias de Cózcatl y que había estado presente en el entierro. Le hice la pregunta con toda franqueza y después de un momento de vacilación, al fin me contestó: «Sí, mi señor. Cuando el físico del ejército rompió su armadura acojinada alrededor de la herida de ese hombre, encontró que éste tenía como unos granos y una gran parte de la piel de su cuerpo tenía unas manchas escamosas. Usted adivinó bien, mi señor. Él estaba enfermo de teococoliztli».

Esa palabra significa El Ser Comido Por Los Dioses. Claro que esa enfermedad también es conocida en el Viejo Mundo, de donde ustedes vienen, porque cuando los primeros españoles que llegaron aquí vieron a ciertos hombres y mujeres sin dedos de las manos y de los pies, sin nariz, pues en las etapas finales de esta enfermedad se cae casi toda la cara, ellos dijeron: «¡Lepra!».

Los dioses se comen a sus escogidos teocócox, rápida o gradualmente, y pueden hacerlo muy despacio o vorazmente o de diferentes maneras, pero ninguno de los comidos por los dioses se ha sentido muy honrado por haber sido escogido. Al principio, algunas partes de su cuerpo pierden toda sensibilidad, como en el caso de Cózcatl, cuando él no sintió cómo se quemaba su brazo. Sienten también que los tejidos de adentro de sus ojos, nariz y garganta se hacen más gruesos, como si se hincharan, así es que el que lo padece se ve afectado de su vista, su voz se enronquece y traga y respira con dificultad. La piel de su cuerpo se seca y se cae como si fuera trapo viejo o pueden salirle granos que se convierten en incontables nódulos que se rompen por la supuración, convirtiéndose en llagas. La enfermedad es invariablemente fatal, pero lo más horrible de todo es que usualmente toma mucho tiempo comerse a la víctima completamente. Las extremidades más pequeñas del cuerpo, como los dedos, la nariz, las orejas, el tepule, era lo primero que se comían, dejando en su lugar solamente hoyos o viscosos muñones. La piel de la cara se tornaba como cuero, cogía un color gris plateado y se caía de tal manera que la piel de la frente de una persona podía caer dentro del hoyo en donde una vez había estado su nariz. Sus labios se hinchaban y el de abajo lo hacía tanto que pendía tan pesadamente que su boca estaba por siempre abierta.

Sin embargo, aun así los dioses continuaban comiendo ese alimento, sin ninguna prisa. Podía ser sólo cuestión de meses o tomaba años, antes de que un teocócox estuviera incapacitado de ver, caminar, hablar o sin poder hacer uso de ninguno de sus miembros carcomidos. Y todavía así, seguía viviendo; encamado, inútil, maloliente por la putrefacción, sufriendo esa miseria horrible por muchos años más, antes de que muriera por sofocación. Pero no todos los hombres o las mujeres que lo sufrían deseaban vivir esa media vida y aunque la pudieran soportar sus seres queridos no podían sufrir por tanto tiempo las náuseas y el horror que les provocaba al atender las funciones de sus cuerpos y sus necesidades. La mayoría de los escogidos para ser comidos por los dioses, sólo vivían hasta que ellos dejaban de parecer seres humanos, luego se mataban tomando un trago de veneno, estrangulándose o con una daga, o encontrando la manera de lograr la muerte más honorable de todas, la Muerte-Florida, como lo hizo Cózcatl.

Él sabía lo que le esperaba, pero amaba tanto a su Quequelmiqui, que pudo haber sufrido y desafiado el ser comido por los dioses por el mayor tiempo posible, o el que ella hubiera podido soportar sin recular a su vista. Aunque se hubiera dado cuenta de que su esposa lo traicionó hubiera esperado a ver al niño y habría sido su padre por lo menos por un tiempo, como él me lo había dicho, si ese niño hubiera sido mío. Pero no lo era, y su esposa le había sido infiel con un extraño. Así es que no tenía deseo o razón para posponer lo inevitable y fue derecho a enterrarse en la espada de un texcalteca.

Sentí más que pena y aflicción cuando perdí a mi amigo Cózcatl. Después de todo yo había sido responsable de él durante mucha parte de su vida, desde que tenía nueve años y era mi esclavo en Texcoco. Desde entonces mi comportamiento con él no fue de lo mejor, pues casi hago que lo ejecuten al haberlo involucrado en mi venganza contra el Señor Alegría. Después él perdió su virilidad mientras trataba de protegerme contra Chimali. Y si no le hubiera pedido a Cosquillosa que fuera la madre de Cocoton, ella nunca habría deseado tan ávidamente llegar a serlo. Y en cuanto a su adulterio, si no me vi realmente involucrado en él fue debido a las circunstancias y no a mi rectitud o a mi fidelidad hacia Cózcatl, y aun así, le causé un perjuicio. Si yo me hubiera acostado con Cosquillosa y la hubiera dejado embarazada, Cózcatl habría vivido por un poco más de tiempo y quizás hasta dichoso, antes de ser totalmente comido por los dioses…

Pensando en todo eso, me he preguntado muchas veces por qué Cózcatl siempre me llamó amigo.

La viuda de Cózcatl todavía dirigió la escuela y al grupo de maestros por unos cuantos meses más, hasta que le llegó el tiempo de parir a su maldito bastardo. Y en realidad fue maldecido, porque nació muerto; ni siquiera recuerdo haber oído de qué sexo fue. Cuando Cosquillosa pudo caminar, ella también, como Cózcatl, dejó la isla para siempre alejándose de Tenochtitlan y nunca más regresó. La escuela fue toda confusión y los maestros a quienes no se les había pagado amenazaron con irse también. Así que Motecuzoma, sintiéndose vejado con la idea de recibir a sus sirvientes a medio educar, ordenó que la propiedad abandonada fuera confiscada. Puso a cargo de ella a unos maestros-sacerdotes sacados de una calmécac y la escuela siguió existiendo por todo el tiempo que existió la ciudad.

Llegó por fin el día en que mi hija Cocoton cumplió los siete años, y por supuesto que todos dejamos de llamarla Migajita. Después de pensarlo mucho, de escoger y descartar, decidí agregar a su nombre de nacimiento Uno-Hierba el nombre adulto de Zyanya-Nochipa, que quiere decir Siempre Siempre, la primera palabra en el lenguaje de su madre, el lóochi y la segunda en náhuatl. Pensé que ese nombre, aparte de ser a la memoria de su madre, también era un hábil uso de las palabras. Zyanya-Nochipa podría significar «siempre y por siempre», como un encarecimiento al ya bello nombre de su madre. O se podría interpretar por «siempre Siempre», significando que la madre vivía en la persona de su hija.

Con la ayuda de Beu, arreglé una gran fiesta de celebración para ese día, invitando al vecinito Chacalin y a todos los demás compañeros de juegos de mi hija, con sus respectivos padres. Antes, por supuesto, Beu y yo llevamos a la niña para que fuera registrada con su nuevo nombre en el registro de ciudadanos de esa edad. No fuimos a ver al hombre que se encargaba del registro de toda la población en general. Ya que Zyanya-Nochipa era la hija de un campeón Águila, fuimos a ver al tonalpoqui de palacio, quien se encargaba de registrar a los ciudadanos más selectos.

El viejo archivero gruñó: «Es mi obligación y mi privilegio usar el libro tonálmatl adivinatorio y con mi talento interpretar el nombre que le corresponde a la criatura. Las cosas han llegado a ser tan agraviantes, que los padres creen que simplemente pueden venir aquí y decirme qué nombre debo ponerle al nuevo ciudadano. Eso ya es bastante indecoroso, Señor Campeón, y para colmo usted todavía quiere ponerle a la pobre criatura dos palabras exactamente iguales aunque están en diferentes lenguas, pero que además no quieren decir nada. ¿No podría llamarla por lo menos Siempre Enjoyada o algo más comprensible que eso?». «No —dije con firmeza—. Ella será Siempre Siempre». Él preguntó con exasperación: «¿Por qué no Nunca Nunca? ¿Cómo espera que yo dibuje en la página que le corresponde del registro, un nombre que simboliza sólo palabras abstractas? ¿Cómo puedo hacer el dibujo de sonidos que no significan nada?». «Eso de que no significan nada no es cierto —dije con sentimiento—. Sin embargo, Señor Tonalpoqui, ya me anticipé a tal objeción, pues me jacto de poder trabajar con palabras pintadas. Verá usted, en mis tiempos yo también fui escribano». Le di el dibujo que había hecho, que mostraba una mano agarrando una flecha en la cual estaba posada una mariposa.

Leyó en voz alta las palabras, «mano», «flecha» y «mariposa»: Noma, chichiquili, papálotl. «Ah, veo que usted está familiarizado con la manera útil de dibujar el significado de una cosa únicamente por el sonido. Sí, en verdad que los primeros sonidos de las tres palabras hacen que se lea no-chi-pa. “Siempre”».

Aunque lo dijo con admiración, parecía como si le hubiera costado un gran esfuerzo decirlo. Entonces caí en la cuenta de que el viejo sabio temía que no se le pagara su salario completo, ya que no le dejé más trabajo que hacer, que copiar el nombre. Así es que le pagué una cantidad en polvo de oro que hubiera tenido que ganar en varias semanas de estudiar sus libros adivinatorios. Cuando hice eso, dejó de gruñir y se puso a trabajar inmediatamente. Ceremoniosamente y con gran cuidado, utilizando más pinceles y cañas de los que en realidad necesitaba, pintó los símbolos utilizando toda la hoja completa del registro: un punto, el glifo afelpado, la hierba y luego los símbolos que yo había dibujado de Siempre, dos veces. Así mi hija quedó registrada con el nombre de: Ce-Malinali Zyanya-Nochipa, para ser llamada familiarmente por Nochipa.

En el tiempo en que Motecuzoma subió al trono, su capital Tenochtitlan apenas se había medio recobrado de la devastación producida por la gran inundación. Miles de sus habitantes todavía estaban viviendo amontonados, con los familiares que habían tenido la suerte de conservar sus casas, o habitaban en cabañas construidas con los pedazos de piedras dejados por la inundación o hechas con las hojas de los magueyes que estaban en la tierra firme, o viviendo en un estado todavía más miserable en canoas atadas bajo los soportes de los caminos-puentes de la ciudad. Se necesitaron dos años más antes de que la adecuada reconstrucción de viviendas de Tenochtitlan fuera terminada bajo la dirección de Motecuzoma.

Y ya que estoy hablando de eso, él se mandó construir un palacio nuevo, a la orilla del canal que da al lado sur en El Corazón del Único Mundo. Era un palacio inmenso, de lo más lujoso y elaboradamente decorado y amueblado, un palacio sin igual, como nunca se había visto en estas tierras, mucho más grande que toda la ciudad y nación completa de Nezahualpili. De hecho, Motecuzoma, imitando a Nezahualpili, mandó construir también un elegante palacio campestre, en la falda de la bellísima montaña en el pueblo de Quaunáhuac, al que ya he mencionado varias veces con admiración. Como ustedes saben, mis señores escribanos, si alguna vez han visitado ese palacio desde que su Capitán General Cortés se apropió de él, para convertirlo en su residencia, habrán visto que sus jardines son los más vastos y los más magníficos, con plantas exóticas que estoy seguro que ustedes jamás las han visto en ninguna otra parte.

La reconstrucción de Tenochtitlan hubiera sido más rápida y en todos los dominios mexica se habría podido asegurar una mayor prosperidad, si no hubiera sido porque Motecuzoma, desde que ascendió al trono, se pasó de una guerra a otra, cuando no estaba supervisando dos al mismo tiempo. Como ya dije, se lanzó inmediatamente sobre Texcala, en una nueva guerra contra esa nación frecuentemente acosada, aunque por siempre obstinada. Aunque naturalmente eso ya era de esperarse. Todo nuevo Uey-Tlatoani que se instalaba en el trono, casi siempre empezaba su reinado ejercitando sus músculos contra esa tierra, ya que ésta tenía la gran ventaja de la cercanía y su estólida enemistad la hacía la víctima más natural; sin embargo, muy poco valor hubiera tenido para nosotros si alguna vez la hubiéramos conquistado.

Sin embargo, en ese mismo tiempo Motecuzoma había empezado a trazar los jardines en sus tierras y él escuchó de cierto viajero una historia sobre un árbol singular que solamente crecía en una pequeña región al norte de Uaxyácac. El viajero, sin ninguna imaginación, le llamaba sólo por «el árbol de las flores rojas», pero la descripción que hizo de él intrigó al Venerado Orador. Las flores de ese árbol, dijo el hombre, estaban formadas de tal manera que parecían una réplica exacta, pero en miniatura, de las manos humanas, cuyos pétalos parecían dedos con su respectivo pulgar. Desgraciadamente, dijo el viajero, el único lugar en donde crecía ese árbol era en la tierra de una miserable tribu de los mixteca. Su jefe o cacique, hombre viejo llamado Suchix, había reservado ese árbol de flores rojas para sí mismo, y tres o cuatro árboles grandes crecían alrededor de su escuálida cabaña, manteniendo continuamente a sus hombres en busca de nuevos brotes, para arrancarlos hasta las raíces pues no permitía que crecieran en ningún otro lado. «No es que sólo tenga una gran pasión por tener posesiones en exclusiva —afirmaron que dijo el viajero—. Esa flor en forma de mano es una medicina muy buena que cura las enfermedades del corazón, que no pueden ser curadas por medio de otros tratamientos. El viejo Suchix lo vende a todos aquellos que padecen esas enfermedades, en todas las tierras de los alrededores y a precios abusivos. Es por eso que desea con todas sus ansias que esos árboles sean una rareza y que sean sólo para él». Dicen que Motecuzoma sonrió indulgentemente. «Ah, es sólo una cuestión de codicia, lo único que tengo que hacer es ofrecerle más oro del que sus árboles y él podrán obtener en toda su vida».

Y mandó a un mensajero-veloz que hablara mixteca, corriendo hacia Uaxyácac, llevando con él una fortuna en oro con las instrucciones de comprar esos árboles y pagar cualquier precio que pidiera Suchix. Pero dentro de ese viejo jefe mixteca debió de haber algo más que avaricia; debió de haber algún rasgo de orgullo o integridad natural, pues el mensajero regresó a Tenochtitlan con toda esa fortuna en polvo de oro y las noticias de que Suchix arrogantemente declinó compartir ni una astilla. Así es que lo siguiente que Motecuzoma mandó fue una tropa de guerreros, llevando obsidiana esta vez y Suchix y toda su tribu fue exterminada, y ahora ustedes pueden ver esos árboles cuyas flores parecen manos, creciendo afuera de los jardines de Quaunáhuac.

Pero el Venerado Orador no sólo se preocupaba por los sucesos acaecidos en el extranjero. Cuando no estaba proyectando sus jardines, o tratando de provocar una nueva guerra, o dirigiendo la construcción de sus palacios, o disfrutando al guiar personalmente un ejército en un combate entonces se quedaba en casa y se preocupaba por la Gran Pirámide. Si esto les parece inexplicablemente excéntrico, reverendos frailes, lo mismo nos sucedió a muchos de nosotros, sus súbditos, cuando Motecuzoma concibió una muy peculiar preocupación al decidir que la pirámide estaba «mal colocada». Parece que lo que estaba mal era que en dos días en todo el año, uno en primavera y otro en el otoño, cuando el día y la noche son exactamente iguales, se proyectaba una sombra casi imperceptible sobre uno de sus lados, exactamente al mediodía. De acuerdo con Motecuzoma, el templo no debería de tener ninguna sombra en lo absoluto en esos dos instantes, en el año. «Eso hace —decía él tratando de dar a entender que la Gran Pirámide había sido construida negligentemente, quizá sólo en la anchura de uno o dos dedos— que su oblicuidad no guarde la adecuada proporción con relación al curso de Tonatíu cuando cruza por el cielo».

Bueno, la Gran Pirámide había estado asentada allí, plácidamente por diecisiete o dieciocho años desde su terminación y dedicación y por más de cien años, cuando Motecuzoma El Viejo empezó su construcción. Y durante todo ese tiempo ni el sol-dios, ni ningún otro dios dio muestras de estar enojado por ello. Sólo Motecuzoma El Joven parecía tener problemas con esa sombra, tan pequeña como el filo de un hacha. Se le podía ver muy seguido parado y observando ceñudo al inmenso edificio, como si sólo hubiera ido para darle una patada irritada con la que corrigiera uno de sus ángulos incorrectamente construidos. Por supuesto que la única forma posible de enmendar el error del arquitecto era tirando totalmente la Gran Pirámide y volviéndola a construir desde sus cimientos hasta la cumbre, un proyecto como para desanimar a cualquiera. No obstante, creo que Motecuzoma la habría llevado a efecto, si no hubiera sido porque su atención se vio desviada, forzosamente, hacia otros problemas.

Fue precisamente en ese tiempo cuando una serie de alarmantes presagios empezaron a ocurrir: los extraños sucesos que ahora todos estamos firmemente convencidos de que presagiaban la ruina de los mexica y la caída de todo el mundo civilizado que florecía en estas tierras, la muerte de todos nuestros dioses y el fin de El Único Mundo.

Un día, ya para finalizar el año Uno-Conejo, un paje de palacio vino corriendo a decirme que debía presentarme inmediatamente ante el Uey-Tlatoani. Si menciono el año, es porque fue siniestro por sí mismo, como lo explicaré más tarde. Motecuzoma no me ahorró el ritual de besar la tierra repetidas veces cuando entré en el salón del trono, pero impacientemente tamborileaba con sus dedos una de sus rodillas, como si quisiera que me aproximara con más rapidez.

El Venerado Orador estaba solo en esa ocasión, pero noté dos cosas nuevas en la habitación. A cada lado de su icpali, trono, colgaban de un marco de madera, por medio de cadenas, unos grandes discos de metal. Uno era de oro y el otro de plata; cada disco tenía tres veces más de diámetro que un escudo de guerra; los dos tenían escenas de los triunfos de Motecuzoma grabados y en relieve, con palabras pintadas que explicaban esas escenas. Aunque los dos discos eran de incalculable valor, sólo por la cantidad que contenían de esos preciosos metales, eran todavía más valiosos por el trabajo artístico grabado en ellos. No fue sino hasta mucho tiempo después, que supe que esos discos no eran simples ornamentos. Motecuzoma podía golpear con su puño cualquiera de ellos y resonaría con un sonido profundo y hueco por todo el palacio. Cada uno de ellos producía un sonido adecuadamente diferente; cuando golpeaba el disco de plata debía ir corriendo el jefe de mayordomos, y cuando lo hacía en el de oro se presentaba enseguida toda una tropa de guardias armados.

Sin saludarme formalmente esta vez, sin un ápice de sarcasmo y con mucha menos de su calma fría, Motecuzoma me dijo: «Campeón Mixtli, ¿está usted familiarizado con las tierras de los maya y con su gente?». Yo dije: «Sí, Señor Orador». «¿Consideraría usted a ese pueblo como nervioso e inestable?». «No, mi señor, en absoluto, más bien todo lo contrario, porque en nuestros días ellos son tan flemáticos como lo son los tapires y los manatíes». Él dijo: «Muchos de nuestros sacerdotes son así, pero eso no es ningún obstáculo para que vean visiones portentosas. ¿Y en ese respecto, cómo son los maya?». «¿Sobre ver visiones? Bueno, mi señor, me atrevería a decir que los dioses muy bien pueden enviar una visión aun al más lerdo de los mortales. Especialmente si se embriaga con algo así como los hongos carne-de-los-dioses. Sin embargo, los patéticos descendientes de los maya, escasamente se dan cuenta del mundo real que les rodea, dejando a un lado todo lo que pudiera ser extraordinario. Quizás si mi señor me diera una idea más clara acerca de lo que estamos discutiendo…».

Él dijo: «Un mensajero-veloz de los maya llegó corriendo, aunque no sé exactamente de qué tribu o lugar. Pasó con tanta rapidez por la ciudad, nada lerdo por cierto, y se detuvo sólo el tiempo necesario para jadearle un mensaje al guardia que está en la puerta de palacio. Luego corrió en dirección a Tlacopan antes de que el mensaje me fuera transmitido o antes de que hubiera podido detenerle para interrogarlo. Parece ser que los maya mandan a todos sus mensajeros-veloces a través de todas estas tierras, para contar sobre unas cosas maravillosas que se han visto hacia el sur. Hay una península llamada Uluümil Kutz, que queda en el océano del norte. ¿La conoce usted? Muy bien. Hace poco los maya que residen en esa costa se sintieron amenazados y asustados por dos objetos que nunca antes habían visto y que se acercaron a sus playas. —Él no pudo resistir la tentación de hacer una pausa, para dejarme en suspenso un momento—. Algo tan grande como una casa que flotaba en el mar. Algo que se deslizaba suavemente con la ayuda de anchas alas desplegadas. —No pude evitar sonreír y él siguió diciendo ceñudo—: No me venga ahora con que los maya ven visiones dementes». «No, mi señor —dije todavía sonriendo—. Pero creo que sé lo que ellos vieron. ¿Puedo hacerle una pregunta? —Hizo un breve gesto de asentimiento—. Esas cosas que mencionó, la casa que flota y el objeto con alas, ¿son una sola cosa o dos objetos separados?». Motecuzoma más ceñudo y más cortante dijo: «El mensajero ya se había ido antes de que pudiéramos obtener más detalles. Él dejó dicho que dos cosas se habían visto. Supongo que una podría ser la casa flotante y el otro, el objeto con alas. Sea lo que sean, dijo que estaban bastante retirados de la playa, así es que parece que nadie pudo observarlos bien, como para dar una descripción adecuada. ¿Y puedo saber por qué tiene usted esa maldita sonrisa?». Traté de reprimirla y dije: «Esas gentes no pueden haber imaginado esas cosas, Señor Orador. Son demasiado débiles como para investigar. Si alguno de esos que estaban observando hubiera tenido la iniciativa y el coraje de nadar cerca, habría podido reconocer que eran criaturas marinas, maravillosas y quizá poco comunes de ver, pero no un profundo misterio, y los mensajeros maya no estarían en estos momentos regando una alarma innecesaria». «¿Quiere decir que usted ha visto esas cosas? —dijo Motecuzoma mirándome casi con temor—. ¿Una casa que flota?». «No una casa, mi señor, pero sí un pez literal y honestamente tan grande como una casa. Los pescadores del océano le llaman yeyemichi». Y le conté cómo una vez había estado a la deriva en el mar en mi canoa, y cómo una horda de esos monstruos habían flotado lo suficientemente cerca de mi frágil canoa como para ponerla en peligro. «El Venerado Orador quizá no lo crea, pero si la cabeza de un yeyemichi topara con este cuarto, su cola se sacudiría entre los restos de lo que en otro tiempo fue el palacio del finado Orador Auítzotl, exactamente al otro lado de la gran plaza». «¿Tan grande es? —murmuró asombrado Motecuzoma, mirando por la ventana. Luego volviéndose hacia mí, preguntó otra vez—: ¿Y durante su estancia en el mar, usted también se encontró con criaturas con alas?». «Sí, mi señor. Volaban por enjambres alrededor de mí y en un principio los tomé por insectos marinos de inmenso tamaño. Pero uno de ellos cayó en mi canoa y yo lo cogí y me lo comí. Sin lugar a dudas era un pez, pero también sin lugar a dudas tenía alas con que volar».

La postura rígida de Motecuzoma se relajó un poco y claramente se vio que respiró con alivio. «Sólo un pez —murmuró—. ¡Que los estúpidos maya sean condenados a Mictlan! Pueden provocar el pánico en todas las poblaciones con esos cuentos disparatados. Yo veré que la verdad sea contada amplia e instantáneamente. Muchas gracias, Campeón Mixtli. Su explicación ha sido de lo más útil. Usted merece una recompensa. Por lo tanto le invito a usted y a su familia para que formen parte de las pocas personas seleccionadas que ascenderán conmigo a la Colina de Huixachi, para la ceremonia del Fuego Nuevo, el próximo mes». «Me sentiré muy honrado, mi señor», dije, y de veras era así. El Fuego Nuevo era encendido sólo una vez, en el promedio de la vida de un hombre y ordinariamente ese hombre nunca se podría acercar lo suficiente para ver esa ceremonia, pues la Colina de Huixachi podía acomodar sólo unos cuantos espectadores además de los sacerdotes que oficiaban. «Un pez —volvió a decir Motecuzoma—. Pero usted los vio mar adentro. Si ahora ellos se acercaron a la playa lo suficiente como para que los mayas los vieran, por primera vez, eso puede constituir algún presagio de consecuencia…».

No necesito hacer hincapié en lo que es obvio; sólo me queda sonrojarme cuando recuerdo mi impetuoso escepticismo. Esos dos objetos vistos por los maya de la costa, lo que yo consideré fatuamente como un pez gigante y un pez con alas, eran por supuesto las embarcaciones españolas que navegaban a toda vela. Ahora que conozco todos los detalles de esos sucesos que hace tanto tiempo pasaron, sé que eran los barcos de sus exploradores, Solís y Pinzón, que inspeccionaban la costa, pero que no desembarcaron en Uluümil Kutz.

Ahora sé que estaba equivocado y que en verdad era un presagio.

Esa entrevista con Motecuzoma se llevó a efecto al final del año, cuando los nemontemtin, días huecos, se aproximaban. Y, lo repito, fue el año Uno-Conejo, aunque para ustedes era el año de mil quinientos seis.

Durante los vacíos días sin nombre, cuando cada año solar tocaba a su fin, como ya lo he contado, nuestra gente vivía en la aprensión de que los dioses pudieran castigarlos con algún desastre, pero nunca antes nuestra gente había vivido con tan mórbida aprensión como entonces. Porque el año Uno-Conejo era el último que componía los cincuenta y dos años del xiumolpili o gavilla de años, lo que provocaba que nosotros temiéramos los peores desastres imaginarios: la completa destrucción de la raza humana. De acuerdo con nuestros sacerdotes, nuestras creencias y nuestras tradiciones, los dioses habían previamente, durante cuatro veces, purgado al mundo limpiándolo de los hombres, y lo podrían hacer otra vez cuando ellos lo escogieran. Era natural que nosotros pensáramos que los dioses, si se decidían a exterminarnos, escogerían el tiempo adecuado, como esos últimos días del último año con el que se cerraba una gavilla de años.

Y así, durante esos cinco días, entre el final del año Uno-Conejo y el comienzo de su sucesor Dos-Caña, que suponíamos que podríamos vivir para ver llegar ese año de Dos-Caña, y con el que empezaría una nueva gavilla de años, había tanto temor como obediencia religiosa, que hacía que la gente adoptara una conducta sumisa y silenciosa. La gente casi literalmente caminaba de puntillas. Todos los sonidos eran acallados, todas las conversaciones eran susurradas, toda risa estaba prohibida. Los ladridos de los perros, los gorgoteos de las aves domésticas, los chillidos de los bebés eran silenciados lo más pronto posible. Todos los fuegos y luces de los hogares eran apagados durante los días vacíos, cuando terminaba un año solar ordinario, y todos los demás fuegos eran extinguidos también, incluyendo los de los templos, los de los altares y urnas puestas enfrente de las estatuas de los dioses. Incluso el fuego que estaba sobre la Colina de Huixachi, el único fuego que se había conservado siempre ardiendo, durante los últimos cincuenta y dos años, aun ése se apagó. En todas estas tierras no hubo ni un vislumbre de luz durante esas cinco noches.

Cada familia, noble o humilde, rompía todas sus vasijas de barro, las que se usaban para cocinar, las que estaban guardadas y las que estaban en los comedores; enterraban o tiraban al lago todas sus metlatin, piedras para moler el maíz, y otros utensilios de piedra, cobre y metales preciosos; quemaban sus cucharas de madera, sus platos, sus batidores para chocólatl y otros utensilios parecidos. Durante esos días no se cocinaba y de todas formas se comía muy poco, y se usaban las hojas del maguey como platos y los dedos como cucharas, para comer la comida fría de camotin o atoli que se había preparado con anticipación. No se viajaba, no se comerciaba ni se llevaba a efecto ninguna clase de negocio, no había reuniones sociales, no se utilizaban joyas o plumas, sólo se usaba el traje sencillo. Nadie, desde el Uey-Tlatoani hasta el más bajo esclavo, hacía nada más que esperar, y pasar lo más desapercibidamente posible mientras aguardaban.

Como nada pasó durante esos días sombríos, nuestra tensión y aprensión aumentó comprensiblemente cuando Tonatíu fue a su cama la tarde del día número cinco. Solamente podíamos preguntarnos: ¿se levantaría nuevamente y nos traería un nuevo día, un nuevo año, otra gavilla de años? Puedo decir que la gente común sólo podía esperar con sus preguntas ya que era tarea de los sacerdotes utilizar toda su persuasión, toda la que tenían en su poder. Poco después de que el sol se había ido, cuando la noche estaba completamente en tinieblas, una completa procesión de ellos, los sacerdotes principales de cada dios y diosa, mayor y menor, todos con el traje, la máscara y pintados con la semblanza de su dios en particular, caminaban desde Tenochtitlan, a lo largo del camino-puente del sur hacia la Colina de Huixachi. Eran seguidos por el Venerado Orador y sus invitados, todos vestidos con aquellas vestiduras humildes como sacos, con las que no se podrían reconocer como señores de alto cargo, hombres sabios, adivinos, o lo que fueran. Entre ellos estaba yo, llevando de la mano a mi hija Nochipa. «Sólo tienes ahora diez años —le había dicho—, y podrías tener una buena oportunidad de vivir, para volver a ver el próximo Fuego Nuevo, pero es muy posible que no seas invitada a ver de cerca esa ceremonia. Así es que eres muy afortunada de poder observar ésta». Ella estaba muy entusiasmada con la idea, pues era una de las primeras y mayores celebraciones religiosas, que por primera vez asistía. Si no hubiera sido una ocasión tan solemne, ella habría brincado feliz y alegre a mi lado. En lugar de eso, caminaba despacio, como era lo adecuado, llevando una ropa pardusca y una máscara de hoja de maguey confeccionada por mí. Mientras seguíamos a los demás, en procesión a través de la oscuridad solamente atenuada por el pálido rayo de la luna plateada, yo recordaba que ya hacía mucho tiempo había acompañado muy entusiasmado a mi padre a través de Xaltocan para ver la ceremonia en honor del dios de los cazadores de aves, Atlaua.

Nochipa llevaba una máscara que escondía totalmente su rostro, porque en esa noche en especial, la más insegura de todas las noches, los niños debían ir así. La creencia —o la esperanza— era que si los dioses decidían borrar a la raza humana de la faz de la tierra, se podían equivocar y pensar que los jóvenes disfrazados eran otra clase de criaturas y dejarlos sobrevivir, y así, por lo menos, ellos volverían a perpetuar nuestra raza. Los adultos no tratábamos de utilizar esa débil simulación, pero tampoco nos dormiríamos resignadamente ante lo inevitable. En todas partes de esas tierras sumidas en las tinieblas, nuestras gentes pasarían esa noche en los tejados y en las azoteas, pellizcándose y moviéndose unos a otros para mantenerse despiertos, con sus miradas fijas hacia donde estaba la Colina de Huixachi, rezando para que se levantara otra vez la llama del Fuego Nuevo, que les diría que los dioses también esta vez habían diferido el último desastre.

La colina que en nuestro lenguaje llamábamos Huixachtlan estaba situada en un promontorio entre los lagos de Texcoco y Xochimilco al sur del pueblo de Ixtapalapan. Su nombre le venía de los frondosos arbustos huixachi que crecían allí, y que en esa estación del año empezaban a abrir sus florecitas amarillas cuya gran fragancia dulce era desproporcionada a su tamaño. Esa colina no se distinguía mucho, ya que era un simple grano comparada con las grandes montañas que se elevaban atrás. Sin embargo, se elevaba abruptamente del terreno plano que circundaba los lagos, y era lo suficientemente alta y estaba lo suficientemente cerca de todas las comunidades del lago, como para que todos sus habitantes —desde Texcoco al este hasta Xaltocan al norte— pudieran verla, y ésa había sido la razón por la que se había seleccionado, hacía ya bastante tiempo en nuestra historia, para que tuviera lugar la ceremonia del Fuego Nuevo.

Mientras subíamos por el sendero que ascendía suavemente en espiral hasta la cumbre, estando cerca de Motecuzoma escuché que él murmuraba preocupado a uno de sus consejeros: «Las chiquacéntetl aparecerán esta noche, ¿no es así?». El sabio, un anciano, pero con muy buenos ojos todavía para ser un astrónomo, se encogió de hombros y dijo: «Siempre lo han hecho, mi señor. Nada de lo que indican mis estudios puede probar que no lo hagan siempre así». Chiquacéntetl significa grupo de seis. Motecuzoma se estaba refiriendo a ese grupo cerrado de seis imperceptibles estrellas, cuya ascensión en el cielo habíamos ido a ver, o teníamos la esperanza de ver. La voz del astrónomo, cuya función era calcular y predecir todo lo referente a los movimientos de las estrellas, sonó con tal confianza que disipó los temores de todos nosotros. Por otro lado, ese viejo sabio era notoriamente irreligioso y de opiniones muy atrevidas. Había enfurecido, más de una vez, a muchos sacerdotes al decir con gran llaneza, como lo dijo entonces: «Ningún dios, ni todos los dioses que nosotros conocemos, jamás han demostrado ningún poder para interrumpir el curso ordenado de los cuerpos celestiales». «Si los dioses los pusieron ahí, viejo incrédulo —le dijo un adivino—, los dioses pueden quitarlos. Ellos simplemente no lo han hecho en todo el tiempo de nuestra vida en que hemos estado observando el cielo. Sin embargo, la cuestión no es si las chiquacéntetl ascenderán en el cielo, sino si este grupo de seis estrellas estarán en el lugar exacto en el cielo, exactamente a la medianoche». «Que no es mucho decir de los dioses —dijo secamente el astrónomo—, y en cuanto llegue el tiempo de que el sacerdote sople su trompeta porque es medianoche, puedo apostar que ya para entonces estará borracho. Y a todo esto, amigo adivino, si todavía sigue usted basando sus profecías sobre ese grupo de seis estrellas, no me sorprendería mucho que sus cálculos estuvieran equivocados. Nosotros los astrónomos, hace mucho tiempo que lo reconocemos por chicóntetl, el grupo de siete estrellas». «¿Se atreve usted a refutar los libros de adivinación? —farfulló el adivino—. Todos ellos dicen y siempre han dicho chiquacéntetl». «Así es como la mayoría de la gente lo conoce, por el grupo de las seis. Se necesita un cielo claro y buenos ojos para verlas a todas, en verdad que son siete estrellas pálidas, las que forman este grupo». «¿Nunca cesará en sus calumnias irreverentes? —gruñó el otro—. Usted simplemente trata de confundirme, de poner en duda mis predicciones y ¡de difamar mi venerable profesión!». «Sólo con hechos, venerable adivino —dijo el astrónomo—. Sólo con hechos».

Motecuzoma se rió entre dientes ante esa discusión, sin preocuparse más por lo que la noche nos traería y entonces los tres hombres se adelantaron, quedando fuera del alcance de mi oído, en el momento en que llegamos a la cumbre de la Colina de Huixachi.

Un buen número de sacerdotes jóvenes nos habían precedido y ya lo tenían todo listo. Había preparada una pila de antorchas sin encender y una pequeña pirámide de ocotes y leños que servirían para encender el fuego. También había allí otros combustibles: yesca, unos palitos secos, papel de corteza finamente picado, ocotes y madejas de algodón empapadas en aceite. El xochimique escogido para esa noche era un joven guerrero de pecho amplio, que recientemente había sido capturado en Texcala, y quien yacía desnudo sobre la piedra de sacrificio. Ya que era esencial que él estuviera sin moverse durante toda la ceremonia, le habían dado a beber alguna droga sacerdotal. Así es que yacía completamente relajado, sus ojos cerrados, sus miembros colgando y respirando apenas perceptiblemente.

Las únicas luces venían de las estrellas y de la luna que se levantaba sobre nuestras cabezas y el reflejo de los rayos de la luna hacía brillar el lago abajo de nosotros. Para entonces, nuestros ojos ya se habían habituado a la oscuridad y podíamos ver los surcos y contornos de la tierra que rodeaba la colina; las ciudades y los pueblos parecían muertos y desiertos, pero en realidad estaban esperando bien despiertos y casi se podían percibir sus latidos de aprensión. Había un grupo de nubes en el horizonte del este, y pronto llegaría el tiempo de que las tan esperadas estrellas, por las que todo mundo rezaba, se hicieran visibles en el cielo. Y al fin llegaron: el grupo de seis estrellas pálidas, y después de ellas, una brillante y roja que siempre las seguía. Esperamos mientras ellas recorrían, muy lentamente, su viaje por el cielo, y esperamos conteniendo el aliento, pero ninguna se desvaneció o se separó del resto, ni cambiaron su curso acostumbrado. Al fin, ante un suspiro colectivo de alivio, quedaron exactamente arriba de la colina atestada, cuando el sacerdote que llevaba la cuenta arrancó un sonido a su concha-trompeta, para señalar que era la medianoche. Varias gentes dijeron: «Llegaron exactamente al lugar, en el preciso momento», y el principal sacerdote de todos los sacerdotes presentes, el gran sacerdote de Huitzilopochtli, rugió ordenando: «¡Encendamos el Fuego Nuevo!».

Un sacerdote colocó sobre el pecho del postrado xochimique, un madero hueco con yesca, luego cuidadosamente acomodó los pedacitos de ocote. Otro sacerdote, que estaba al otro lado de la piedra de sacrificios, se acercó e inclinó con un palito seco y empezó a darle un movimiento giratorio con las palmas de sus manos. Todos nosotros, los espectadores, esperábamos ansiosos; los dioses todavía nos podían negar esa chispa de vida. Pero entonces surgió un destello de llama humeante. El sacerdote detuvo con una mano el madero y con la otra alimentó y animó la llamita luminosa, con madejas de algodón con aceite, pedacitos de papel seco, que produjeron una pequeña, parpadeante pero definitiva llama. Pareció que eso despertó bastante al xochimique, quien abrió sus ojos lo suficiente como para ver el despertar del Fuego Nuevo en su pecho, pero no lo vio por mucho tiempo.

Uno de los sacerdotes movió cauteloso hacia un lado el madero que sostenía el fuego. Otro sacó un cuchillo y apuñaló al joven tan diestramente, que éste apenas sí se movió. Cuando el pecho estuvo bien abierto, otro sacerdote se aproximó y extrajo el corazón que había dejado de palpitar y lo levantó, mientras otro acomodaba el madero con el fuego en la herida abierta, luego rápidamente, pero con destreza, acomodó más ocote, papeles y algodón. Cuando ya la llama se levantaba lo suficiente del pecho de la víctima, que todavía se movía débilmente, otro sacerdote depositó con cuidado el corazón en medio del fuego. Las llamas cesaron por un momento mojadas por el corazón sangrante, pero se volvieron a levantar otra vez con nuevo vigor y el corazón hacía un ruido audible al asarse.

Un grito salió de todos los presentes: «¡El Fuego Nuevo se ha encendido!», y la multitud inmóvil hasta ese momento, empezó a moverse de un lado a otro. Uno tras otro, por orden de rango, los sacerdotes tomaron sus antorchas de la pila y tocaron con ellas el pecho del xochimique, que se achicharraba rápidamente, para encenderlas con el Fuego Nuevo y luego corrían con ellas. El primero utilizó su antorcha para encender la pila de leña que estaba en la colina, para que todos al mirar la Colina de Huixachi vieran esa gran hoguera y supieran que todo peligro había pasado, que todo sería igual en El Único Mundo. Me imaginé que podía oír los gritos de alegría, las risas y los sollozos de felicidad, de todas las gentes que miraban desde sus azoteas alrededor de los lagos. Después los sacerdotes corrieron por el sendero de la colina, mientras sus antorchas ondulaban detrás de ellos inflamando el aire. En la base de la colina otros sacerdotes estaban esperando, que venían de todas las comunidades, cercanas y lejanas. Tomaron las antorchas y corrieron para llevar ese precioso fragmento del Fuego Nuevo, a los templos de las diferentes ciudades, pueblos y aldeas.

«Puedes quitarte tu máscara, Nochipa —le dije a mi hija—. Ya estamos a salvo, quítatela para que puedas ver mejor». Ella y yo estuvimos parados al lado norte de la colina, mirando cómo esas lucecitas brillaban alejándose de nosotros y se desparramaban en todas direcciones. Luego hubo unos estallidos silenciosos. Ixtapalapan, el pueblo más cercano, fue el primero en encender la urna de su templo principal, el siguiente pueblo fue Mexicaltzinco. En cada templo había esperando un sinnúmero de habitantes, portando sus propias antorchas para encenderlas en los fuegos de los templos y llevarlas corriendo a casa para encender los fuegos de sus hogares y los de sus vecinos. Así es que cada antorcha que se alejaba de la Colina de Huixachi, primero brillaba como un punto en la distancia, luego brillaba en la urna de un templo y luego se desparramaba por las calles, dejando tras de sí destellos centelleantes en movimiento. La secuencia se repitió una y otra vez en Coyohuacan, en la gran Tenochtitlan, en las comunidades, las lejanas y las más apartadas, hasta que toda esa vasta cuenca, de lagos y tierras, rápidamente se llenó de luz y de vida. Había alegría, entusiasmo y regocijo a simple vista, y yo traté con todas mis fuerzas de imprimirlo entre mis recuerdos felices, porque no tenía esperanzas de volver a ver eso.

Como si estuviera leyendo mis pensamientos, mi hija me dijo suavemente: «Oh, tengo la esperanza de vivir hasta que sea una vieja. Me gustaría tanto volver a ver esta maravilla la próxima vez, padre».

Cuando Nochipa y yo volvimos a donde se encontraba la gran hoguera, cuatro hombres estaban agachados cerca de ella, en ansiosa consulta: el Venerado Orador Motecuzoma, el sacerdote principal de Huitzilopochtli, el astrónomo y el adivino de los que ya he hablado antes. Todos ellos estaban discutiendo qué palabras debería decir el Uey-Tlatoani en su discurso, el siguiente día, para proclamar lo que el Fuego Nuevo había prometido en los años por venir. El adivino, inclinado sobre algunos diagramas que había dibujado en la tierra con un palito, evidentemente acababa de decir una profecía, que el astrónomo consideraba como excepcional, pues le estaba diciendo burlonamente: «No más sequías, no más miserias, una larga y fructífera gavilla de años. Muy consolador, amigo adivino. ¿Pero usted no ve un presagio inminente que aparece en el cielo?». El adivino le dijo: «Los cielos son sus asuntos. Usted hace los mapas y yo me encargaré de leer lo que hay en ellos». El astrónomo gruñó: «Puede ser que usted encontrara más inspiración si de vez en cuando usted mirara las estrellas y en lugar de esos tontos círculos y ángulos que usted dibuja. —Y apuntó los garabatos hechos en la tierra—. ¿Entonces, usted no lee ningún amenazante yqualoca?». La palabra significa eclipse. El adivino, el sacerdote y el Uey-Tlatoani, todos ellos repitieron al mismo tiempo y con inquietud: «¿Eclipse?». «De sol —dijo el astrónomo—. Hasta este viejo fraudulento podía preverlo, si alguna vez leyera el pasado de la historia, en lugar de pretender conocer el futuro».

El adivino tragó saliva y se quedó sin palabras. Motecuzoma se le quedó mirando. El astrónomo continuó: «Está registrado. Señor Orador, que los maya del sur vieron un yqualoca dándole un hambriento mordisco a Tonatíu el sol, en el año Diez-Casa. El próximo mes, en el día Siete Lagarto, se cumplirán exactamente dieciocho años solares y once días desde que eso ocurrió. De acuerdo a los registros llevados por mí y por mis predecesores, de las tierras del norte y del sur, esos oscurecimientos solares regularmente pasan en alguna parte de El Único Mundo, en intervalos de esa duración. Confiadamente puedo predecir que Tonatíu se volverá a eclipsar por una sombra en el día Siete-Lagarto. Desafortunadamente, como no soy adivino, no puedo decir qué severo será ese yqualoca ni en qué tierra será visible. Pero todos aquellos que lo vean, lo tomarán como el presagio más maléfico, inmediatamente después de haber pasado el Fuego Nuevo. Sugeriría, mi señor, que todos los pueblos deben ser informados y prevenidos, para que no se asusten tanto». «Tiene razón —dijo Motecuzoma—. Enviaré mensajeros-veloces a todas las tierras. Aún a aquellas que son nuestras enemigas, para que no crean que ese presagio significa el debilitamiento de nuestro poder. Gracias, señor astrónomo. En cuanto a usted… —Se volvió fríamente hacia el tembloroso adivino—. El más experto y sabio adivino puede estar propenso a cometer un error, y eso se puede perdonar, pero un total inepto es un verdadero peligro para la nación y eso no lo puedo tolerar. Cuando regresemos a la ciudad, se presentará a la guardia de palacio para que lo ejecuten».

En la mañana del siguiente día, Dos-Caña, primer día del año nuevo Dos-Caña, el gran mercado de Tlaltelolco, como todos los mercados en El Único Mundo, estaba lleno de gente que compraba todos los utensilios para sus casas, para reemplazar los viejos que habían destruido. A pesar de que la gente casi no había dormido después del alumbramiento del Fuego Nuevo, todos estaban alegres y charlatanes, y mucho se debía a que estrenaban ropas nuevas y joyas, y por el hecho de que los dioses estuvieran dispuestos a dejarlos seguir viviendo.

Al mediodía, desde lo alto de la Gran Pirámide, el Uey-Tlatoani Motecuzoma hizo el tradicional discurso a su pueblo. En parte, él dijo lo que el finado adivino habla predicho —buen clima, buenas cosechas, y todo eso—, pero prudentemente diluyó en mieles los presagios, diciendo que los dioses continuarían dándonos sus beneficios, mientras ellos estuvieran satisfechos con nosotros los mexica. Por lo tanto, dijo Motecuzoma, todos los hombres deberían trabajar duro, todas las mujeres deberían ser ahorrativas, todas las guerras deberían pelearse con vigor, todas las ofrendas apropiadas y sacrificios deberían hacerse en ocasiones ceremoniales. En esencia, se le dijo al pueblo que la vida continuaría como siempre había sido. No hubo ninguna revelación o algo nuevo en el discurso de Motecuzoma, a excepción de su anuncio —como si fuera una casualidad que había arreglado para un entretenimiento público— del próximo eclipse solar.

Mientras él oraba en lo alto de la pirámide, sus mensajeros veloces ya habían partido desde Tenochtitlan hacia todos los puntos del horizonte. Ellos llevaban la noticia del inminente eclipse a todos los gobernantes, gobernadores, caciques de todas partes e hicieron énfasis en el hecho de que los dioses habían dado a nuestros astrónomos la primera noticia de ese suceso, por lo tanto no causaría nada, ni bueno ni malo, y no debería ser causa de preocupación. Pero una cosa es decirle a la gente que no preste atención a un fenómeno del que hay que temer, y otra, que la gente no quede expuesta a él.

Incluso yo, que fui el primero en oír acerca de ese yqualoca amenazante, cuando éste tuvo lugar no lo pude mirar bostezando con calma, sino que tuve que pretender que lo veía con calma e interés científico, por Nochipa, Beu Ribé y los criados que estaban conmigo en el jardín-azotea el día de Siete-Lagarto y tuve que darles un ejemplo de serenidad.

No sé cómo se vio en otros lugares de El Único Mundo, pero aquí en Tenochtitlan pareció como si Tonatíu hubiera sido totalmente tragado. Y probablemente fue sólo por un breve momento, pero para nosotros pareció una eternidad. Ese día estaba bastante nublado, así es que el sol era solamente un disco pálido como la luna sin brillantez y podíamos mirarlo directamente. Se pudo observar el primer mordisco que le dieron en su orilla, como si hubiera sido una tortilla, y luego vimos cómo se iban comiendo su cara poco a poco. El día se oscureció, el calor de la primavera desapareció y un viento helado sopló por todo el mundo. Los pájaros volaban sobre nuestra azotea en confusión y podíamos oír aullar a los perros de nuestros vecinos.

El mordisco que estaba recibiendo Tonatíu, se fue haciendo más y más grande, hasta que al final toda su cara fue tragada y se puso tan oscura como la cara pardusca de un nativo de Chiapa. Por un instante, el sol estuvo más oscuro que las nubes que le rodeaban, como si viéramos a través de un pequeño hoyo del día hacia la noche. Cuando las nubes, el cielo y todo el mundo se oscureció con la misma oscuridad de la noche, Tonatíu quedó totalmente fuera de nuestra vista.

Las únicas luces reconfortantes que podíamos ver desde nuestras azoteas, eran los pocos fuegos parpadeantes que ardían fuera de los templos y el humo rojizo que salía del interior del Popocatépetl y que se sostenía encima de él. Los pájaros dejaron de volar y uno de ellos, un pájaro muscícapa de cabeza roja, revoloteó entre Beu y yo y fue a pararse en uno de los arbustos de nuestro jardín, poniendo su cabeza dentro de su ala y echándose a dormir aparentemente. En esos largos momentos en que el día era noche, casi deseé poder esconder mi propia cabeza. De las otras casas y de las calles, podía oír gritos, gemidos y oraciones, pero Beu y Nochipa se mantuvieron en silencio y Estrella Cantadora y Turquesa sólo gimoteaban suavemente, así es que supuse que mi actitud de serenidad tuvo los efectos deseados.

Luego una rayita delgada de luz volvió a aparecer en el cielo y muy despacio se fue ensanchando y brillando. El arco del tragador yqualoca se deslizaba reluctante, dejando que Tonatíu saliera de sus labios. El medio sol creció, el mordisco disminuyó hasta que Tonatíu fue un disco otra vez, entero, el mundo se volvió a iluminar con su luz. El pájaro que estaba en la rama, a un lado de mí, levantó su cabeza y se nos quedó mirando con una perplejidad casi cómica y echó a volar. Mis familiares y los sirvientes volvieron sus rostros pálidos hacia mí y me sonrieron trémulamente. «Eso es todo —dije con autoridad—. Se ha acabado». Y todos bajamos las escaleras para volver a nuestras actividades respectivas.

Con razón o erróneamente, mucha gente dijo después que el Venerado Orador había dicho una mentira deliberadamente, cuando él había asegurado que el eclipse no sería un mal presagio, porque sólo unos cuantos días después, todo el distrito del lago se vio sacudido por un temblor de tierra. Era un simple temblor comparado con el zyuüù que Zyanya y yo habíamos vivido una vez, y, aunque mi casa se estremeció como las demás, quedó en pie tan firmemente como lo hizo en el tiempo de la gran inundación. Pero, por muy simple que yo lo cuente, el temblor fue uno de los peores que habían sacudido esas tierras, y muchos edificios se cayeron en Tenochtitlan, en Tlacopan, en Texcoco y en otras pequeñas comunidades y cuando esos edificios se cayeron mataron a muchos de sus ocupantes. Creo que murieron unas dos mil personas y los que les sobrevivieron levantaron un gran clamor en contra de Motecuzoma, así es que a éste no le quedó más remedio que prestar atención a él. No quiero decir que él pagara algún daño o que hiciera alguna reparación, sino que lo que hizo fue invitar a toda la gente al Corazón del Único Mundo, para que vieran morir por garrote, públicamente, al astrónomo que había predicho el eclipse.

Pero eso no hizo que se acabaran los presagios, porque eran presagios. Y algunos de ellos, pienso que francamente no lo eran. Como por ejemplo, en ese simple año de Dos-Caña, se vieron caer del cielo nocturno más estrellas de las que jamás se habían visto caer antes, más que todas las estrellas juntas que se habían registrado durante todos los años, por nuestros astrónomos. Durante esos dieciocho meses, cada vez que caía una estrella, cualquier persona que la veía podía ir a palacio o mandar un mensaje. Motecuzoma no vio personalmente esa obviamente errónea aritmética que se estaba llevando a efecto, y ya que su orgullo no le permitía volver a correr el riesgo de otra acusación de engañar a su pueblo, hizo anuncios públicos de ese diluvio de estrellas, ya que las sumas eran alarmantes.

Para mí y para otros, la razón de ese total sin precedentes de estrellas muriendo era evidente; después del eclipse más gente empezó a mirar al cielo más aprensivamente, y cada uno de ellos estaba ansioso por anunciar cualquier hecho sobrenatural que viera. En cualquier noche de cualquier año, un hombre parado en la puerta de su casa mirando al cielo, en el tiempo que le llevaría fumar un poquíetl, vería a dos o tres de las más pálidas estrellas, perder su débil sostén en el cielo y caer seguida de una cola-mortaja de chispas. Sin embargo, si un gran número de personas lo ve y aunque sólo dos o tres de ellas den aviso de haberlo visto, los datos recogidos parecerán como si cada noche hubiera una continua y amenazadora lluvia de estrellas. Y eso es lo que más recuerda nuestra gente de ese año Dos-Caña. Si eso hubiera sido cierto, el cielo se habría quedado totalmente vacío de estrellas para siempre.

Ese juego ocioso de coleccionar estrellas caídas hubiera seguido adelante, excepto que el siguiente año, Tres-Cuchillo, la atención de la gente se vio desviada hacia otro presagio, uno que involucraba más directamente a Motecuzoma. Su hermana soltera Pápantzin, la Señora Pájaro Tempranero, escogió ese tiempo para morir. No hubo nada extraordinario en su muerte, sólo que era muy joven y se supuso que murió de una típica enfermedad femenina que nadie hizo mención. Lo siniestro fue que, dos o tres días después de su entierro, numerosos ciudadanos de Tenochtitlan afirmaron haber visto a la señora caminando por la noche, retorciéndose las manos y lanzando un lamento. De acuerdo con lo que dijeron esos que la encontraron —y que se multiplicaron en una noche— la Señora Papan había dejado su tumba para traer un mensaje, y éste era que desde el mundo del más allá, ella había visto un gran ejército conquistador que avanzaba hacia Tenochtitlan, por el sur.

Yo particularmente llegué a la conclusión de que los que decían eso, lo único que habían visto era el familiar y bastante cansado viejo espíritu de La Llorona, que por siempre se lamentaba y estrujaba sus manos, y también ellos habían equivocado tercamente y mal interpretado su cansado lamento. Pero Motecuzoma no podría negar con facilidad el supuesto fantasma de su hermana. La única forma de poder apaciguar a ese fantasma que salía de su tumba, era ordenando que el sepulcro de Papan fuera abierto en la noche, para poder probar que ella yacía tranquilamente allí y no andaba vagando en la noche por toda la ciudad.

Yo no estaba con aquellos que hicieron esa excursión en la noche, pero la lúgubre historia de lo que pasó fue conocida en todas estas tierras. Motecuzoma fue en compañía de algunos sacerdotes, cortesanos y testigos. Los sacerdotes cavaron la tierra de la tumba y la abrieron, luego quitaron la espléndida mortaja que cubría el cadáver, mientras Motecuzoma estaba parado a un lado, agitado y nervioso. Los sacerdotes descubrieron la cabeza de la mujer muerta para su positiva identificación, y la encontraron no muy corrompida, así es que ella era la Señora Pájaro Tempranero y ciertamente que estaba muerta.

Se dice que entonces Motecuzoma dio un alarido terrible, tan terrible que hasta los más impasibles sacerdotes se asustaron, cuando de las cuencas de los ojos de la señora brilló una luz verde-blanquecina sobrenatural. De acuerdo con esa historia, ella fijó esa mirada directamente en su hermano, y él, en el colmo del horror le dirigió un largo, aunque incoherente discurso. Unos dijeron que se estaba disculpando por haber abierto su tumba perturbando sus restos; otros dijeron que fue una confesión de culpabilidad y esos mismos luego afirmaron que la enfermedad de la hermana soltera de Motecuzoma, fue supuesta, pues en realidad había muerto de un mal parto.

Poniendo a un lado al fantasma, los testigos que estaban presentes dijeron que el Venerado Orador, finalmente se dio la vuelta y huyó lejos de la tumba abierta. Huyó demasiado pronto como para ver que los ojos blanquiverdes brillantes del cuerpo se empezaron a mover, y luego se extendieron y se escurrieron por la arrugada mejilla. No era nada sobrenatural, era solamente un petlazotcoatl, un ciempiés feo y que como las luciérnagas son peculiarmente luminosos y brillantes en la oscuridad. Dos de esas criaturas, evidentemente, se habían introducido en el cadáver, por las puertas más fáciles de comer y se habían enroscado en cada una de las cuencas de los ojos, para vivir cómodamente y comer a su placer la cabeza de la señora. Esa noche, molestos por toda esa conmoción, lenta y ciegamente se arrastraron fuera de donde estaban y retorciéndose entre los labios del cadáver, desaparecieron otra vez.

Después de eso, ya no se recordó que Pápantzin hiciera más apariciones públicas, pero otros sucesos extraños se dejaron oír por los alrededores, causando tanta conmoción que el Consejo de Voceros nombró investigadores especiales para que buscaran la verdad en todos ellos. Sin embargo, que yo recuerde, ninguno fue corroborado y los más de ellos fueron considerados como presagios hechos por adivinos que querían llamar la atención o por alucinaciones de borrachos.

Entonces, cuando ese hético año terminó, cuando los días vacíos ya habían pasado y el año Cuatro-Casa empezaba, el Venerado Orador Nezahualpili llegó de Texcoco inesperadamente. Se dijo que él había venido a Tenochtitlan sólo para disfrutar de nuestra celebración de El Árbol Se Levanta, pues por muchos años había estado viendo una versión de esa celebración en Texcoco. La verdad era que él había venido para consultar secretamente con Motecuzoma, pero los dos gobernantes se habían encerrado juntos, sólo por un pequeño tiempo en la mañana, antes de mandar llamar a otra persona que necesitaban consultar. Para mi gran sorpresa fue a mí a quien mandaron llamar.

Con el vestido de saco puesto, hice mi entrada al salón del trono, aunque esta vez mis reverencias fueron más humildes de lo que exigía el protocolo, ya que en la sala había dos Venerados Oradores esa mañana. Yo estaba bastante sorprendido de ver que Nezahualpili estaba casi calvo y que el pelo que le quedaba era gris.

Cuando al fin me puse de pie enfrente de los dos icpaltin, tronos, que estaban lado a lado entre los dos discos de oro y plata, el Uey-Tlatoani de Texcoco al fin me reconoció y dijo casi alegremente: «¡Mi formal cortesano, Cabeza Inclinada! ¡Mi una vez escribano y conocedor de palabras. Topo! ¡Mi una vez heroico guerrero, Nube Oscura!». «En verdad, que Nube Oscura —gruñó Motecuzoma. Ése fue su único saludo, acompañado de una mirada enojada—. ¿Entonces usted conoce a este desgraciado, mi amigo?». «Ayyo, hubo un tiempo en que estuvimos muy unidos —dijo Nezahualpili, sonriendo ampliamente—. Cuando usted me habló de un campeón Águila llamado Mixtli, no lo relacioné con él, pero debí pensar que se elevaría de título tras título. —Dirigiéndose a mí, dijo—: Le saludo y lo felicito, campeón de la Orden del Águila».

Tengo la esperanza de que contesté adecuadamente, pues estaba ocupado en ver que el saco me cubriera bien las rodillas, pues éstas me temblaban visiblemente. Motecuzoma preguntó a Nezahualpili: «¿Ha sido siempre este Mixtli un embustero?». «Nunca un embustero, mi amigo, le doy mi palabra. Mixtli siempre ha dicho la verdad, conforme la ha visto. Desgraciadamente, sus visiones no son siempre cómodamente acordes con las de otras gentes». «Ni tampoco las de un embustero —dijo Motecuzoma entre dientes. Y a mí me dijo casi gritándome—: Usted nos hizo creer a todos nosotros que no había nada que temer de…». Nezahualpili le interrumpió diciendo calmadamente: «¿Me permite, señor amigo? ¿Mixtli?». «¿Sí, Señor Orador?» respondí roncamente, sin saber en qué problema me hallaba, pero sintiéndome totalmente seguro de que estaba en un problema. «Hace poco más de dos años, los maya enviaron mensajeros-veloces a todas estas tierras, para avisar que habían visto extraños objetos, casas flotantes, dijeron, en las playas de la península de Uluümil Kutz. ¿Recuerda aquella ocasión?». «Vívidamente, mi señor —dije—. Yo interpreté ese mensaje, como que ellos habían visto un pez gigante y cierto pez alado». «Sí. Ésa fue la explicación que se esparció por orden de su Venerado Orador, y creo que toda la gente la escuchó con alivio». «Para mi muy considerable vergüenza», dijo ceñudo Motecuzoma. Nezahualpili hizo un gesto para aplacarlo y luego continuó preguntándome: «Parece que algunos de los maya que vieron esas apariciones hicieron algunos dibujos, joven Mixtli, pero sólo hasta ahora llegó uno de esos dibujos a nuestro poder. ¿Puede usted todavía decir, si estos objetos pintados son un pez?».

Me alargó un pedazo de papel de corteza, pequeño, cuadrado y andrajoso, que yo observé atentamente. Era un típico dibujo maya, tan pequeño y tan mal hecho que no me quedó otro remedio que casi adivinar qué era lo que en realidad quería representar. Sin embargo tuve que decir: «Debo confesar, mis señores, que esto se asemeja más a una casa que a un pez inmenso. Yo me confundí». «¿O el pez volador?», preguntó Nezahualpili. «No, mi señor. Las alas del pez se extienden a ambos lados. Todo lo que puedo decirle es que, en estos objetos las alas parece que están directamente encima de ellos, sobre sus espaldas o sus azoteas». Él hizo notar: «Y esos puntos que están en fila, entre las alas y el tejado o azotea, ¿qué cree usted que son?». Sintiéndome algo molesto dije: «Es casi imposible de asegurar por este dibujo tan mal hecho, pero puedo aventurar que parecen las cabezas de los hombres que se asoman». Sintiéndome miserable, levanté los ojos del papel para mirar directamente a cada uno de los Oradores. «Mis señores, me desdigo de mi anterior interpretación. Sólo puedo decir que no había recibido la información adecuada. Ahora puedo decir que Uluümil Kutz fue visitado por unas inmensas canoas que de alguna manera se mueven con alas y van llenas de hombres. No podría decir de qué nación son esos hombres ni de dónde vienen, excepto que son extranjeros y que obviamente tienen muchos conocimientos. Si ellos pueden construir esa clase de canoas, muy bien pueden hacer la guerra y quizás una guerra de lo más atemorizante, como nunca la hemos visto». «¡Ah, lo ve! —dijo Nezahualpili con gran satisfacción—. Aun a riesgo de desagradar a su Venerado Orador, Mixtli no titubea en decir la verdad como él la ve… cuando él la ve. Mis adivinos y oráculos, cuando vieron este dibujo maya, leyeron en él ese mismo portento». «Si ese presagio hubiera sido leído correctamente y pronto —murmuró Motecuzoma— hace más de dos años que hubiera fortificado y enviado hombres a las costas de Uluümil Kutz». «¿Con qué propósito? —preguntó Nezahualpili—. Si los extranjeros escogen ese sitio para golpear, deje que los maya que están allí reciban el golpe. Pero si como parece, ellos nos pueden invadir por el ilimitado mar, hay innumerables playas en donde ellos puedan desembarcar, al este o norte, al oeste o al sur. Ni los guerreros de todas las naciones juntas, alcanzarían para proteger todas las playas vulnerables. Es mejor que usted concentre su defensa, en un apretado círculo, alrededor de su nación». «¿Yo? —exclamó Motecuzoma—. ¿Y usted qué?». «Ah, yo estaré muerto para entonces —dijo Nezahualpili arrellenándose regaladamente en su silla—. Los adivinos me han asegurado eso, y estoy muy contento, porque así podré pasar mis últimos años en paz y reposando. De ahora en adelante no haré más la guerra, hasta que muera. Ni tampoco la hará mi hijo Flor Oscura, quien será mi sucesor en el trono».

Yo estaba parado enfrente del trono, sintiéndome bastante incómodo, pero aparentemente les tenía sin cuidado y se habían olvidado de mí, ni siquiera me dijeron que me fuera.

Motecuzoma miró a Nezahualpili, y su rostro se fue ensombreciendo. «¿Me está usted dando a entender que Texcoco y su nación alcolhua dejan de pertenecer a la Triple Alianza? Señor amigo, aborrezco hablar sobre traición y cobardía». «Pues entonces no hable sobre eso —dejó caer Nezahualpili—. Lo que quiero decir es que nosotros… que nosotros debemos reservar todos nuestros guerreros para la invasión que ha sido profetizada. Y cuando digo nosotros, me estoy refiriendo a todas las naciones de estas tierras. No debemos gastar más nuestras fuerzas y nuestros guerreros combatiendo entre nosotros. Los feudos y rivalidades deben ser suspendidas y todas nuestras energías, todos nuestros ejércitos juntos deben luchar para repeler al invasor. Así es como yo lo veo a la luz de los presagios y a la interpretación que de ellos dieron mis sabios. Es por eso que pasaré los días que me quedan y Flor Oscura lo seguirá haciendo después de mí, en trabajar para conseguir una tregua y la solidaridad entre todas las naciones, para que todos presentemos un frente unido cuando los extranjeros lleguen». «Todo eso está muy bien para usted y para su dócil y disciplinado Príncipe Heredero —dijo Motecuzoma en una forma insultante—. Pero nosotros ¡somos los mexica! Desde que hemos implantado nuestra supremacía en El Único Mundo, ningún extranjero ha puesto un pie dentro de nuestros dominios sin nuestro consentimiento. Y siempre será así, si debemos pelear solos contra todas las naciones conocidas o no conocidas, aunque todos nuestros aliados deserten o se vuelvan contra nosotros». Sentí un poco de pena al ver que el Señor Nezahualpili no se resentía ante esa demostración abierta de desprecio. Él dijo casi con tristeza: «Entonces le contaré una leyenda, señor amigo. Quizá ha sido olvidada por ustedes los mexica, pero todavía se lee en nuestros archivos de Texcoco. De acuerdo con esa leyenda, cuando sus ancestros azteca se aventuraron por primera vez fuera de su tierra de Aztlan, al norte de aquí, e hicieron esa larga caminata que les tomó varios años hasta llegar aquí, ellos no sabían los obstáculos que podrían encontrar en su camino. Todo lo que sabían era que se encontrarían en tierras prohibidas, y con pueblos tan hostiles a ellos, que pudieran juzgar preferible retroceder en sus caminos y regresar a Aztlan. Para prevenir esa contingencia, hicieron todos los arreglos para poder tener una rápida y segura retirada. En siete u ocho de los lugares en que se detuvieron entre Aztlan y este distrito del lago, ellos recolectaron y escondieron grandes cantidades de armas y provisiones. Si ellos se veían forzados a retroceder a su tierra otra vez, lo harían a su propio paso bien nutridos y bien armados. O podrían detenerse en cualquiera de esas posiciones ya preparadas». Motecuzoma bostezó; claramente se veía que él no había escuchado ese cuento antes, ni yo tampoco. Nezahualpili continuó: «Por lo menos eso dice esa leyenda. Desgraciadamente no dice dónde estaban ubicados esos siete u ocho lugares. Respetuosamente le sugiero, señor amigo, que mande usted exploradores hacia el norte, a través de las tierras desiertas para buscarlos. Podría utilizarlos o mandar hacer una nueva línea de aprovisionamiento, pues si usted no desea tener como aliado a ninguna nación vecina ahora, llegará el tiempo en que ninguna de ellas lo será y entonces usted podrá necesitar una ruta de escape. Nosotros los acolhua preferimos rodearnos de amigos».

Motecuzoma estuvo en silencio por largo tiempo, encogido en su silla como si estuviese confundido ante la aproximación de una tormenta. Luego se sentó derecho, levantó sus hombros y dijo: «Suponga que esos extranjeros nunca lleguen. Usted se encontrará tranquilamente acostado, sin más propósito que el caer en la trampa de cualquier amigo que se sienta lo suficientemente fuerte». Nezahualpili movió su cabeza y dijo: «Los extranjeros vendrán». «Usted parece muy seguro de ello». «Lo suficientemente seguro como para hacerles la guerra —dijo Nezahualpili casi jovial—. Señor amigo, lo reto a usted. Juguemos al tlachtli en el patio ceremonial. Sin jugadores, sólo usted y yo, digamos tres juegos. Si pierdo, tomaré ese presagio como contradictorio. Me retractaré de todas mis tristes predicciones y pondré todas las armas acolhua, todos sus ejércitos y recursos a su disposición. Si usted pierde…». «¿Qué?». «Concédame sólo esto. Me dejará a mí y a mis acolhua libres y fuera de todos sus futuros enredos, para que podamos pasar así nuestros últimos días en paz, dedicados a otras cosas más placenteras». Motecuzoma dijo al instante: «De acuerdo. Tres buenos juegos», y sonrió malignamente.

Él debió de haber sonreído así porque no era el único que pensaba que Nezahualpili debía de estar loco al retarlo a jugar. Por supuesto, nadie excepto yo —que había jurado guardar el secreto— sabía en esos momento que el Venerado Orador de Texcoco acababa de apostar su porvenir. Para los ciudadanos de Tenochtitlan, así como para los visitantes, la contienda sería otro simple entretenimiento para ellos o un honor más para Tláloc, durante las celebraciones de la ciudad, de El Árbol Se Levanta. Pero no era un secreto que Motecuzoma era por lo menos veinte años más joven que Nezahualpili, ni que ese juego de tlachtli era un juego brutal, jugado solamente por jóvenes fuertes y robustos.

Todo alrededor y más allá de las paredes exteriores del patio de pelota y El Corazón del Único Mundo, estaba lleno de gente, tanto nobles como plebeyos, que se apretujaban hombro con hombro, aunque ni siquiera uno de cien pudiera haber tenido la esperanza de echarle una simple mirada al juego. Sin embargo, cuando el juego hacía que los espectadores que estaban adentro del patio, gritaran un «¡Ayyo!» de alabanza, o un «¡Ayya!» como gemido, o un «huu-uu-uuu» piadoso, toda la gente que estaba afuera en la plaza, lo repetía como un eco, sin ni siquiera saber el porqué.

Las hileras de escalones de piedra inclinadas, que se desprendían de las paredes de mármol del patio interior, estaban pletóricas de altos nobles de Tenochtitlan y de Texcoco —los que habían venido con Nezahualpili.

Posiblemente en compensación o como soborno a mi silencio, los dos Venerados Oradores me habían asignado uno de los preciosos asientos allí. Siendo sólo un campeón Águila, yo era la persona de más bajo rango en toda esa augusta reunión, a excepción de Nochipa, a quien había llevado para sentarla en mis piernas. «Mira, hija, y recuerda —le dije al oído—. Esto es algo que nunca se volverá a ver. Dos de los hombres más notables y con mayor señorío en todo El Único Mundo, compitiendo en público espectáculo. Mira y recuérdalo para toda tu vida. Nunca volverás a ver un espectáculo como éste». «Pero, padre —dijo ella—, ese jugador que trae un yelmo azul es un viejo». Y apuntó discretamente con su barbilla a Nezahualpili, quien estaba parado en el centro del patio, un poco aparte de Motecuzoma y del principal sacerdote de Tláloc, el sacerdote que se encargaba de todas las ceremonias durante ese mes. «Bueno —le dije—, el jugador que tiene un protector de cabeza de color verde, es más o menos de mi edad, por lo tanto no es tan juvenil». «Parece que estás más a favor del viejo». «Espero que grites de alegría por él, cuando yo lo haga. He apostado una pequeña fortuna a su favor». Nochipa se movió en mis piernas para poder mirarme a la cara. «Oh, eres muy tonto, padre. ¿Por qué?». Yo le dije: «No lo sé realmente. —Y en verdad no lo sabía—. Ahora quédate quieta. Ya eres bastante pesada sin moverte». Aunque mi hija acababa de cumplir los doce años y ya había tenido su primer sangrado, por lo que llevaba los vestidos de mujer, y se empezaba a formar muy bien, con las curvas y las formas de la mujer, no había heredado —gracias a los dioses— la estatura de su padre, o no hubiera soportado tenerla encima y estar sentado sobre la piedra dura.

El sacerdote de Tláloc recitó invocaciones y oraciones especiales y quemó incienso, todo ello demasiado largo y tedioso, hasta que al fin lanzó muy alto la pelota para que el primer juego empezara. No intentaré, mis señores escribanos, contarles cada bote y rebote de la pelota, pues ustedes desconocen las complejas reglas del tlachtli y no podrían, por lo tanto, apreciar las partes más importantes del juego. El sacerdote se escurrió fuera del patio como un negro escarabajo, dejando solos a Nezahualpili y a Motecuzoma, y a los dos encargados de las metas, cada uno al lado opuesto del patio, pero esos hombres se mantenían inmóviles, excepto cuando el juego requería que ellos movieran los yugos para marcar puntos.

Esas cosas, los bajos arcos movibles por donde los jugadores debían tratar de pasar la pelota, no estaban hechos de piedra como de ordinario lo eran en todos los patios de juego de pelota. Los yugos, como los anillos verticales que pendían de las paredes, estaban hechos del más fino mármol, al igual que las paredes. Tanto los anillos como los yugos estaban elaboradamente esculpidos, pulidos y pintados con brillantes colores. Incluso la pelota había sido trenzada especialmente para esa contienda, con las tiras del más ligero oli, cuyas tiras se entrelazaban en los colores verde y azul.

Cada uno de los Venerados Oradores llevaba un yelmo de cuero acolchado que cubría su cabeza y sus orejas, asegurado por unos cordones que cruzaban su cabeza y se remataban en la barbilla; pesadas rodilleras y coderas de piel en forma de discos; un apretado taparrabo acolchado y voluminoso que llevaba a la altura de las caderas un ceñidor de piel. Como ya he mencionado, los protectores que llevaban en la cabeza tenían los colores de Tláloc —azul para Nezahualpili y verde para Motecuzoma—, pero, aun sin esa distinción y sin la ayuda de mi topacio, no hubiera tenido ninguna dificultad en distinguir a los dos oponentes. Entre todas esas cosas acojinadas, se podía ver el cuerpo liso, firme y musculoso de Motecuzoma. En cambio, Nezahualpili estaba flaco, encorvado y se le veían las costillas. Motecuzoma se movía con facilidad, con la misma elasticidad de las tiras de oli y la pelota fue de él desde el momento en que el sacerdote la lanzó. Nezahualpili se movía tosca y desmañadamente; era una pena verlo tratar de dar caza a su adversario que huía, tratando de agarrarlo como si fuera la sombra de Motecuzoma. Sentí un codazo en mi espalda; me volví para ver al Señor Cuitláhuac, el hermano más joven de Motecuzoma y el comandante de todos los ejércitos mexica. Él me sonrió burlonamente; él era uno con los que había apostado una fuerte cantidad en polvo de oro.

Motecuzoma corría, saltaba, flotaba, volaba. Nezahualpili se afanaba siguiéndolo jadeante, su calva estaba cubierta de sudor bajo su yelmo. La pelota rebotaba con violencia de un lado a otro, pero siempre de Motecuzoma a Motecuzoma. De un lado a otro del patio, lanzaba la pelota hacia la pared en donde estaba parado con indecisión Nezahualpili, quien nunca era lo suficientemente rápido como para interceptarla, y la pelota rebotaba sobre la pared y aunque parezca imposible, sin importar en donde cayera, Motecuzoma siempre estaba allí para pegarle con un codo, o la rodilla o la cadera. Lanzaba la pelota como si fuera una flecha a través del yugo, como una jabalina o como un dardo, y siempre que pasaba al través, nunca tocaba sus lados de piedra, todas las veces anotando un golpe contra Nezahualpili, todas las veces levantando una ovación de todos los espectadores, con excepción hecha de mí, de Nochipa y de los cortesanos de Nezahualpili.

El primer juego lo ganó Motecuzoma. Él trotó por el patio como si fuera un joven venado, sin experimentar cansancio, sintiéndose invencible, y se dirigió hacia sus masajistas que después de atenderlo le dieron un refrescante chocólatl, después de lo cual él se quedó allí parado orgullosamente, listo para el siguiente juego, cuando el fatigado y sudoroso Nezahualpili apenas había alcanzado su asiento para descansar, entre sus masajistas. Nochipa se volvió hacia mí y me preguntó: «¿Nos vamos a quedar pobres, padre?». Y el Señor Cuitláhuac, que la oyó, soltó una carcajada, pero en cuanto se reanudó el juego, él ya no volvió a reír más.

Mucho tiempo después, los jugadores veteranos de tlachtli todavía seguían discutiendo varias explicaciones contradictorias, por lo que ocurrió después. Unos decían que el primer juego le había servido a Nezahualpili para calentar sus miembros. Otros decían que Motecuzoma había jugado sin prudencia en el primer juego, esforzándose demasiado y cansándose prematuramente. Y había muchas más teorías acerca de eso y por supuesto yo tenía la mía. Yo conocía a Nezahualpili por mucho tiempo y muy a menudo lo había visto así, como un patético viejo, raquítico, encorvado, un hombre como una semilla de cacao y con ese mismo color. Yo creo que lo que yo vi, en ese día del juego de tlachtli fue que Nezahualpili pretendió en el último momento esa decrepitud, cuando en son de burla le dio a Motecuzoma el primer juego.

Pero ninguna teoría, incluyendo la mía, podría considerar la maravilla que ocurrió entonces. Motecuzoma y Nezahualpili se encontraron cara a cara para el segundo juego y como Motecuzoma había ganado el anterior, le tocaba lanzar la pelota. Con su rodilla la mandó bien alto, en el aire y ésa fue la última vez que él tocó la pelota.

Naturalmente que como él había ganado antes, todos los ojos estaban puestos en Motecuzoma, esperando que se moviera en un instante y estuviera exactamente en el lugar en donde iba a caer la pelota, antes de que su viejo oponente pudiera moverse haciendo crujir sus huesos. Sin embargo, Nochipa, por alguna razón estaba observando a Nezahualpili y fue su grito de entusiasmo lo que hizo que todos los espectadores se pusieran de pie, todos gritando y alborotando como si hubiera sido un volcán en erupción. La bola estaba bailando alegremente dentro del aro de mármol que colgaba en la pared norte del patio, como si se hubiera detenido allí lo suficiente como para ser admirada y luego cayó del otro lado, al lado opuesto de Nezahualpili, quien la había lanzado allí con uno de sus codos.

Había un alboroto y un regocijo que fue del patio a las gradas de piedra y de allí continuó todavía más lejos. Motecuzoma se apresuró en abrazar a su oponente para felicitarlo, los guardametas y los masajistas se arremolinaban en torno a él saltando gustosos. El sacerdote de Tláloc llegó, danzando y brincando, al patio moviendo sus brazos delirante, proclamando probablemente que eso había sido un buen augurio de Tláloc, aunque sus palabras se perdieron por el griterío. Algunos espectadores, alegremente saltaron hacia el patio. El «¡Ayyo!» vociferante se oyó todavía más fuerte, tan fuerte que parecía romper los oídos, cuando la multitud reunida en la gran plaza, supo lo ocurrido en el patio del juego de pelota. Ya deben de haber comprendido ustedes, reverendos frailes, que Nezahualpili ganó el segundo juego; el haber hecho pasar la pelota por el anillo vertical del muro le hizo ganar, sin importar cuántos puntos pudo haber acumulado Motecuzoma.

Deben ustedes comprender que los espectadores estaban verdaderamente conmovidos, no sólo porque la pelota pasó por el aro, sino también por el hombre que hizo eso. Eso había sido una cosa tan rara, tan increíblemente rara, que realmente no sé cómo puedo explicarles lo raro que fue. Imagínense que ustedes tienen una pelota de duro oli del tamaño de sus cabezas, y un anillo de piedra cuyo diámetro es un poquito más grande que el de la pelota; ese anillo está tan alto como dos veces más la estatura de ustedes y puesto verticalmente. Traten de hacer pasar la pelota por ese agujero, sin usar las manos, sólo utilizando sus caderas, sus rodillas, sus codos o sus muslos. Un hombre puede tratar de hacerlo por días, sin hacer otra cosa, sin ser interrumpido o distraído y nunca lo logrará. En un juego, con los movimientos rápidos y la confusión, el que hace eso, realmente consigue una cosa milagrosa.

Mientras la multitud dentro y fuera del patio continuaba aplaudiendo salvajemente, Nezahualpili tomaba un poco de chocólatl y sonreía modestamente, mientras Motecuzoma lo hacía aprobadoramente. Él pudo mandarle esa sonrisa porque lo único que tenía que hacer era ganar el siguiente juego, y la pelota que entró en el aro —sin importar que lo hubiera hecho su oponente— le podía asegurar que el día de su victoria sería recordado para siempre, y en ambas partes: en los archivos de deportes y en la historia de Tenochtitlan.

Y fue recordado, todavía se recuerda, pero no con alegría. Cuando todo el tumulto se hubo apaciguado, los dos contrincantes comenzaron de nuevo el juego, esta vez tirando la pelota Nezahualpili. Él la mandó al aire de un rodillazo, hacia uno de los ángulos del patio, y en el mismo momento se movió rápidamente a donde él sabía que iba a caer la pelota y allí volvió a usar sus rodillas, una y otra vez, con gran precisión, hacia arriba y al través del aro de piedra que estaba arriba. Todo pasó tan rápido que yo creo que Motecuzoma no tuvo tiempo ni de moverse, y hasta Nezahualpili parecía no poder creer lo que había hecho. Esa pelota pasada otra vez por el anillo, dos veces seguidas, era más que una cosa maravillosa, más de lo que se había hecho en todos los anales de la historia del juego, era una consumación perfecta, real y extraordinaria.

Esa vez no se oyó ni un ruido de parte de los espectadores. Nosotros, ni siquiera nos movíamos, ni aun los ojos que los teníamos fijos, maravillados, sobre el Venerado Orador. Después, entre los espectadores se oyeron murmullos circunspectos. Algunos nobles murmuraban cosas llenas de esperanza, como que Tláloc estaba tan complacido con nosotros que él mismo había metido sus manos en el juego. Otros gruñían suspicaces: que Nezahualpili había hechizado los juegos y había ganado por obra de magia. Los nobles de Texcoco refutaban esa acusación, pero no en voz alta. Parecía como si nadie quisiera hablar en voz alta, y aun Cuitláhuac no gruñó audiblemente cuando me tendió un saquito de piel, muy pesado, lleno de polvo de oro. Nochipa me miraba muy solemnemente, como si sospechara que yo había adivinado secretamente las cosas que iban a suceder.

Sí, ese día gané una gran cantidad en oro, gracias a mi intuición, o a un vestigio de lealtad, o a cualquiera que fuera el motivo indefinible que hizo que pusiera mis apuestas sobre el que una vez fue mi señor. Pero daría todo ese oro si lo tuviera ahora, daría más que eso, ayya, miles y miles de veces más, si lo tuviera por no haber ganado ese día.

Oh, no, señores escribanos, no sólo porque la victoria de Nezahualpili dio validez a sus predicciones sobre la invasión, que tarde o temprano llegaría por el mar. Yo ya creía en la posibilidad de ello, el rudo dibujo de los maya me había convencido. No, la razón por la cual siento una pesadumbre tan amarga, fue que por haber ganado Nezahualpili esa contienda, cayó sobre mí y sobre los míos una inmediata tragedia.

Me vi envuelto en el problema, otra vez, casi inmediatamente después de que Motecuzoma furioso dejó el patio a grandes zancadas. De alguna manera, para cuando la gente empezó a dejar los asientos vacíos y la plaza en ese día, ellos sabían que en esa contienda estaban más que involucrados los dos Venerados Oradores, que había sido para probar las fuerzas de sus respectivos adivinos y oráculos. Todos se dieron cuenta de que la victoria de Nezahualpili dio crédito a sus profecías, y sabían cuáles eran ésas. Probablemente alguno de los cortesanos de Nezahualpili hizo saber esas cosas, tratando de apaciguar los rumores acerca de que su señor había ganado el juego por medio de hechicería. Lo único que sé con toda certeza, es que la verdad salió a relucir y que no fui yo quien lo hizo.

«Si usted no fue quien lo hizo —dijo Motecuzoma con voz fría y enojada—, si usted no ha hecho nada para merecer un castigo, entonces, claramente se ve que no lo estoy castigando».

Nezahualpili acababa de dejar Tenochtitlan y dos guardias de palacio me habían llevado ante el trono casi a la fuerza y el Venerado Orador me acaba de decir lo que me tenía reservado. «Pero mi señor me ordena que guíe una expedición militar —protesté, haciendo a un lado todo el protocolo establecido en el salón del trono—. Y si eso no es un castigo, entonces es un destierro y yo no he hecho nada para…». Él me interrumpió: «La orden que le he dado Campeón Águila Mixtli, es un experimento. Todos los presagios indican que las fuerzas que nos han de invadir, si es que llegan, lo harán por el sur. Necesitamos que usted fortalezca nuestras defensas del sur. Si su expedición tiene éxito, enviaré a otros campeones guiando otros grupos de emigrantes en esas áreas». «Pero mi señor —persistí—, no sé nada acerca de cómo fundar y fortificar una colonia». Él dijo: «Yo tampoco sabía cómo, hasta que se me ordenó hacer eso mismo en el Xoconochco, muchos años atrás. —No podía contradecirlo, yo había sido hasta cierto punto responsable de eso. Él continuó—: Usted llevará consigo a unas cuarenta familias, aproximadamente doscientas personas entre hombres, mujeres y niños. Todos ellos son campesinos que simplemente no disponen de suficientes tierras aquí, en medio de El Único Mundo. Usted establecerá a sus emigrantes en alguna tierra nueva al sur, y organice la construcción de una aldea decente y sus defensas. Aquí está el lugar que he escogido para eso».

El mapa que me mostró era uno de los que yo había dibujado, pero el área que apuntaba estaba sin ningún detalle, y nunca antes había visitado ese lugar. Yo dije: «Mi Señor Orador, ese lugar está en las tierras de la gente teohuacana. Quizás ellos se resientan si son invadidos por una horda de extranjeros». Sonriendo sin ningún humor, él me contestó: «Su viejo amigo Nezahualpili nos aconsejó que nos hiciéramos amigos de todos nuestros vecinos, ¿no es así? Una de sus tareas será convencer a los teohuacana de que usted llega como un buen amigo, dispuesto a defender celosamente su nación como la suya propia». «Sí, mi señor», dije sintiéndome infeliz. «El Venerado Orador Chimalpopoca de Tlacopan es quien amablemente le proveerá de una escolta militar. Usted estará al mando de un destacamento de cuarenta guerreros tecpaneca». «¿Ni siquiera mexica? —dejé caer desanimado—. Mi Señor Motecuzoma, una tropa tecpaneca ¡es seguro que estará muy descontenta por estar a las órdenes de un campeón mexica!». Él lo sabía tanto como yo, pero era parte de su malicia, la parte de castigo que recibía por haber sido amigo de Nezahualpili. Con voz suave continuó: «Los guerreros les darán protección en todo el viaje hasta Teohuacán y allí se quedarán para proteger el fuerte que usted mandará construir. Usted también se quedará allí, Campeón Mixtli, hasta que todas las familias estén ya bien asentadas y puedan mantenerse de sus propias cosechas. A ese lugar usted le llamará simplemente por el nombre de Yanquitlan, Lugar Nuevo». Me aventuré a preguntar: «¿Me permitiría usted, por lo menos, llevar conmigo a unos cuantos veteranos mexica, mi señor, como mis ayudantes? —Él probablemente hubiera dicho que no, inmediatamente, pero yo añadí—: Son unos hombres ya viejos que yo conozco y que hace ya tiempo fueron puestos a un lado, por ser demasiado viejos». Él resolló con desdén y dijo: «Si necesita guerreros adicionales para poder sentirse a salvo, usted tendrá que pagarlos». «Estoy de acuerdo, mi señor —dije con rapidez, ansioso de estar fuera de allí antes de que cambiara de idea, y me dejé caer a besar la tierra murmurando al mismo tiempo—: ¿Tiene algo más que mandarme el Señor Orador?». «Que parta usted inmediatamente para que se encaminen lo más rápidamente posible hacia el sur. Los guerreros tecpaneca y el grupo de familias se están reuniendo en estos momentos en Ixtapalapan. Quiero que estén en su nueva comunidad de Yanquitlan a tiempo de echar la siembra de primavera. Vaya y hágalo». «Iré inmediatamente», dije, y arrastré mis pies desnudos hacia atrás, hacia la puerta.

Aunque Motecuzoma me mandó como su pionero colonial, simplemente por vengarse de mí, no me podía quejar mucho ya que yo había sido el primero en presionar sobre esa idea de colonización, hacía ya bastantes años, a Auítzotl. Además, y para ser honesto, hacía tiempo que me había estado aburriendo con ser sólo un hombre rico y ocioso y había estado yendo frecuentemente a la Casa de los Pochteca, con la esperanza de escuchar algo acerca de alguna mercancía extraña que me llevara fuera de la nación. Hubiera aceptado de buena gana esa asignación para guiar el grupo de emigrantes, si no hubiera sido porque Motecuzoma insistió en que me quedara en el nuevo sitio establecido hasta que éste echara raíces firmemente. Tanto como yo podría estimar, estaría dentro de los muros de Yanquitlan por todo un año, si es que no dos o más. Cuando yo era joven, cuando mis caminos y mis días parecían ilimitados e incontables, no hubiera echado de menos todo ese tiempo que sería substraído de mi vida, pero a los cuarenta y dos años me repugnaba la idea de pasar siquiera uno de mi vida atado a un trabajo insípido en una insípida aldea campesina, mientras, quizás, otros horizontes más luminosos me estuvieran llamando por todas partes.

No obstante, preparé esa expedición con la mayor organización posible y entusiasmo. Primero llamé a las mujeres de mi casa y a los criados y les hice saber mi misión. «Soy lo suficientemente egoísta como para no desear estar lejos de mi familia durante ese año o más, y también creo que el tiempo se puede usar con ventaja. Nochipa, hija mía, tú nunca has viajado más allá de Tenochtitlan a excepción de la tierra firme que está cerca de los caminos-puentes, y eso rara vez. Quizás este viaje sea riguroso para ti, pero, si quieres acompañarme, creo que te beneficiaría mucho el ver y conocer más de esas tierras». «¿Y crees que tienes que preguntármelo? —exclamó encantada, batiendo las palmas de sus manos. Luego se puso seria y dijo—: Pero ¿y mis clases, padre, en la Casa del Aprendizaje de Modales?». «Simplemente dile a tu señora maestra que sales fuera, hacia el extranjero. Que tu padre garantiza que aprenderás más en los caminos abiertos, que dentro de unos muros. —Entonces me volví hacia Beu Ribé—. Me gustaría mucho si tú también vinieras, Luna que Espera, si ése es tu deseo». «Sí —dijo ella inmediatamente, y sus ojos brillaron—. Estaré muy contenta de ir, Zaa, si tú ya no quieres caminar solo. Si puedo ser…». «Sí puedes serlo. Una doncella de la edad de Nochipa no debe ir sin que la cuide una mujer de edad madura». «Oh», dijo ella, y sus ojos dejaron de brillar. «La compañía de guerreros y de gente de clase baja puede ser muy ruda. Me gustaría mucho que tú siempre estuvieras a un lado de Nochipa y compartieras con ella su esterilla cada noche». «Su esterilla», repitió Beu. Yo les dije a los criados: «Turquesa y Estrella Cantadora, vosotros ocuparéis de la casa y estaréis pendientes de ella y de custodiar nuestras pertenencias». Ellos dijeron que así lo harían y me prometieron que encontraría todo en perfecto orden cuando regresara, sin importar cuánto tiempo estuviéramos fuera. Les dije que no dudaba de ello. «Y ahora mismo tengo un encargo para ti, Estrella Cantadora».

Lo mandé para que citara a los siete viejos guerreros que habían sido mi pequeño ejército en otras expediciones. Me entristecí, aunque no me sentí muy sorprendido, cuando al regresar me dijo que tres de ellos ya habían muerto desde la última vez que requerí sus servicios.

Los cuatro que aún vivían vinieron, y ya se veían de edad cuando yo los conocí como los amigos de Glotón de Sangre, sin embargo, aunque ya no eran nada jóvenes acudieron sin vacilar. Llegaron ante mi presencia con bravura, esforzándose por caminar con apostura y pisando fuerte, para desviar mi atención hacia sus músculos flojos y sus coyunturas nudosas. Llegaron alborotando con voces fuertes y carcajadas de alegría y entusiasmo por la próxima partida, y así sus arrugas y los pliegues de sus rostros podrían haber pasado como las líneas producidas por el buen humor. Sin embargo, no los insulté haciéndoles notar que sólo simulaban juventud y vigor; si ellos habían venido tan contentos, ésa era la prueba suficiente de que todavía eran hombres capaces, y yo los habría llevado conmigo, aunque hubieran llegado sosteniéndose sobre bastones.

Les expliqué la misión y luego me dirigí hacia el más viejo de ellos, Qualanqui, cuyo nombre quería decir Siempre Enojado: «Nuestros guerreros tecpaneca y los doscientos civiles nos están esperando en Ixtapalapan. Ve para allá, amigo Enojado, y asegúrate de que todos estén listos para empezar la caminata cuando nosotros lo estemos. Sospecho que te vas a encontrar con que no están preparados para viajar, en muchos aspectos, pues no están acostumbrados a hacerlo. El resto de tus hombres que vayan a comprar todo lo que vamos a necesitar, incluyendo las provisiones; todo lo que necesitaréis vosotros cuatro, mi hija, mi señora hermana y yo». Me sentía más preocupado porque los emigrantes pudieran terminar esa larga jornada que por el recibimiento hostil que pudiera recibir en Teohuacán. Como la misma gente que yo estaba guiando, los teohuacana eran también agricultores y eran muy pocos, además de nada belicosos. Casi podía esperar que hasta nos dieran la bienvenida, pues nosotros significábamos para ellos gente nueva con quien mezclar y casar a sus retoños.

Cuando hablo diciendo Teohuacán y los teohuacana, por supuesto estoy utilizando el nombre náhuatl que les dábamos. Los teohuacana son una rama de los mixteca o tya nuü, quienes se llaman a sí mismos y a su nación por Tya Nya. Esa tierra nunca había sido sitiada por nosotros los mexica ni puesta bajo tributo, porque a excepción de sus productos agrícolas tenían sólo unas cuantas cosas que ofrecer como tesoros. Lo único que podían aportar eran sus manantiales de aguas calientes y minerales, una cosa bastante difícil de confiscar, y de todas manera, los tya nya comerciaban libremente con nosotros las ollas y recipientes conteniendo esas aguas, que por otra parte se compraban nada más como tónico, pues olían y sabían horrible; también muchos físicos muy a menudo ordenaban a sus pacientes ir a Tya Nya a tomar baños en esas aguas calientes y apestosas. Debido a eso, los nativos habían hecho un buen negocio al construir lujosas hosterías junto a los manantiales. En suma, yo no esperaba tener muchos problemas en una nación de agricultores y hosteleros.

Siempre Enojado regresó al día siguiente para decirme: «Tenías razón, Campeón Mixtli. Esa banda de patanes había traído todos sus utensilios de piedra para moler el maíz y todas las imágenes de sus dioses favoritos, en lugar de llevar el mismo peso en semillas para plantar y las raciones necesarias de polvo de pinoli para viajar. Por supuesto que gruñeron mucho, pero les hice que dejaran aquí todo impedimento que podrá ser reemplazado». «¿Y crees, Qualanqui, que toda esa gente podrá bastarse a sí misma, como una comunidad?». «Yo creo que sí. Aunque casi todos ellos son agricultores, también hay albañiles, carpinteros, ladrilleros y demás. Pero se quejan de que les falta algo muy importante para viajar, que no les han provisto de sacerdotes». Yo dije malhumorado: «Nunca he sabido de una comunidad que crezca como la hierba, pero esa plenitud de sacerdotes parece como si brotaran de la tierra, siempre pidiendo ser alimentados, temidos y venerados». No obstante mandé un recado a palacio sobre eso y nuestra compañía tuvo seis o siete tlamacazque jóvenes y novicios de diferentes dioses y diosas, esos sacerdotes eran tan jóvenes que sus vestidos negros todavía no estaban lo suficientemente mugrientos y costrosos de sangre.

Nochipa, Beu y yo cruzamos el camino-puente al atardecer del día que habíamos planeado para partir y pasamos la noche en Ixtapalapan, así podría a la primera luz de la mañana pasar revista y ver que todos los bultos habían sido repartidos equitativamente entre todos los hombres disponibles, mujeres y muchachos, para poder estar en el camino lo más pronto posible. Mis cuatro ayudantes gritaron a todos los guerreros tecpaneca para que se pusieran en fila y yo pasé revista utilizando para ello mi topacio. Eso causó muchas risas solapadas entre las filas y desde entonces todos ellos se referían a mí aunque se suponía que yo no debía darme por enterado, como Mixteloxixtli, una forma bastante ingeniosa de entremezclar mi nombre con otras palabras, pues traducido en una forma simple quería decir: Mixtli Ojo Orinador.

Los civiles que formaban la comitiva, es seguro que me llamaban con nombres menos lisonjeros, ya que siempre se estaban lamentando y la queja principal era que ninguno de ellos jamás había tenido la más remota intención o deseo de llegar a emigrar. Motecuzoma tuvo buen cuidado en no decirme que todos ellos no iban como voluntarios, sino que él los había escogido como «el sobrante de población» y que habían sido obligados por sus guardias. Así es que ellos se sentían, y con cierta justificación, como si hubieran sido desterrados injustamente a un desierto. Y los soldados se sentían igualmente desgraciados, ya que no les gustaba el trabajo que se les había encomendado, de ser los guardianes de esa comunidad y marchar lejos de sus hogares de Tlácopan, no para pelear en el campo de batalla, sino para estar por tiempo indefinido en la aburrida obligación de guarnición. Si yo no hubiera llevado a mis cuatro veteranos para mantener el orden, me temo que el Campeón Águila Ojo Orinador no hubiera podido contener un amotinamiento o deserción.

Ah, bueno, yo también deseé por mucho tiempo poder desertar. La jornada fue horrible, los soldados por lo menos sabían cómo marchar, pero los civiles se rezagaban, se extraviaban, les dolían los pies, gruñían y lloraban. Ni siquiera dos de ellos descansaban al mismo tiempo; las mujeres exigían que nos paráramos para poder darles el pecho a sus bebés; el sacerdote de tal o cual dios hacía que nos detuviéramos a cada determinado tiempo del día para rezar una oración ritual. Si ordenaba caminar a paso vivo, la gente floja se quejaba de que los estaba haciendo correr hasta morir, si los hacía ir despacio, en beneficio de los flojos, los otros se quejaban de que iban a morir de ancianidad antes de terminar la jornada.

Mi hija Nochipa fue la única persona que hizo que esa caminata fuera agradable para mí. Como su madre Zyanya, en su primer viaje fuera de casa, Nochipa exclamaba jubilosa ante el paisaje que por primera vez se revelaba a cada vuelta del camino. El paisaje en sí era de lo más ordinario, pero algo en él alegraba sus ojos y su corazón. Estábamos siguiendo la ruta principal de comercio hacia el sur, y aunque ésta tenía bellas vistas yo ya estaba acostumbrado a ellas, como también lo estaban Beu y mis ayudantes, y en cuanto a los emigrantes, éstos eran incapaces de exclamar ante algo que no fueran sus miserias. Pero hubiéramos podido estar atravesando por los desiertos muertos de Mictlan y Nochipa habría encontrado algo nuevo y maravilloso.

Algunas veces ella rompía a cantar, como lo hacen los pájaros, sin ninguna razón, sólo por el hecho de tener alas y de sentirse felices por eso. (Como mi hermana Tzitzitlini, Nochipa había ganado muchos honores en su escuela, por su talento en el canto y en la danza). Cuando ella cantaba, hasta los más odiosos descontentos dejaban de gruñir para escucharla. También, cuando no estaba muy cansada después de la caminata diaria, Nochipa nos iluminaba las noches oscuras bailando para nosotros, después de la comida de la tarde. Uno de mis hombres sabía cómo tocar una flauta de arcilla, que llevaba con él, así es que acompañaba a Nochipa en su danza y esas noches en que ella danzaba, todos se iban a dormir sobre el duro suelo con menos lamentaciones de las que acostumbraban.

Además de que Nochipa nos iluminó todo ese camino largo y cansado, sólo recuerdo otro incidente que me impresionó más de lo ordinario. Una noche en que habíamos acampado, caminé a cierta distancia de la luz de la fogata para orinar junto a un árbol y casualmente pasé por allí un poco más tarde y vi a Beu —ella no me vio— haciendo una cosa singular. Estaba hincada a un lado de ese lugar y recogía un poco de fango sobre el que yo había orinado. Pensé que quizás ella estaba tratando de preparar una cataplasma para calmar los dolores de alguien que se hubiera hecho una ampolla o torcido un tobillo, así es que no la interrumpí, ni más tarde le mencioné ese hecho.

Sin embargo, debo contarles a ustedes, señores escribanos, que entre nuestra gente había ciertas mujeres, usualmente muy viejas, y que ustedes llaman brujas, quienes conocían ciertas artes secretas. Una de sus capacidades era hacer un muñeco con la imagen de un hombre, con el fango del lugar en donde ese hombre hubiera orinado recientemente, y luego sometían ese muñequito a ciertas indignidades, haciendo que el hombre sufriera dolores y penas inexplicables, y aun locura, deseos desordenados, pérdida de la memoria y de todas sus posesiones hasta quedar en la miseria más absoluta. Sin embargo, yo no tenía ninguna razón para sospechar que Luna que Espera hubiera sido una bruja toda su vida, pues nunca me había dado cuenta de eso, así es que consideré lo que estaba haciendo esa noche como una simple coincidencia y me olvidé de eso hasta que lo recordé más tarde.

Después de unos veinte días de haber salido de Tenochtitlan —que hubieran sido doce para un viajero experto y sin trabas— llegamos a la aldea de Huajuapan, que yo ya conocía, y después de pasar la noche allí, cambiamos totalmente nuestro rumbo desviándonos hacia el noreste, hacia otra ruta comercial, pero era un camino menor que ninguno de nosotros conocía. La vereda nos llevó a través de verdes y hermosos valles en donde ya se veía una temprana primavera, rodeados por bajas y bellas montañas azules que nos guiarían hacia la capital Tya Nya, que además de ser llamada así, era llamada por Teohuacán. Pero no llegamos hasta allá; después de cuatro días a lo largo de esa ruta, nos encontramos ante un inmenso valle en donde tuvimos que vadear la corriente de un arroyo, ancho, pero no profundo. Me arrodillé y tomé en mi mano un poco de esa agua, la olí, y luego la probé.

Siempre Enojado se paró junto a mí y me preguntó: «¿Qué piensas?». «Bien, no proviene de uno de esos manantiales típicos de Teohuacán —le dije—. El agua no está amarga, ni maloliente, ni caliente. Es buena para regar y para beber. La tierra parece ser buena también, y no veo otros habitantes o plantaciones. Yo pienso que éste es el lugar para nuestra Yanquitlan. Diles eso». Qualanqui se volvió y bramó para que todos pudieran oírle: «¡Dejad los bultos! ¡Hemos llegado!». Yo dije: «Dejadlos descansar por lo que queda del día. Mañana empezaremos a…». «Mañana —me interrumpió uno de los sacerdotes, tocando mi codo repentinamente— y al día siguiente, y al día siguiente de ese día nos dedicaremos a consagrar esta tierra. Con su permiso, por supuesto». Yo le dije: «Ésta es la primera comunidad que yo he fundado, joven señor sacerdote, y no estoy familiarizado con las formalidades, lo que quiere decir que usted haga todo lo que los dioses requieran».

Sí, dije esas palabras exactas sin darme cuenta de cómo serían interpretadas, al dar mi permiso a una ilimitada licencia religiosa, sin prever la forma en que serían tomadas por los sacerdotes y la gente, sin sospechar ni remotamente que por todo el resto de mi vida sentiría una gran angustia por la forma tan casual con que me expresé.

La iniciación ritual, la consagración del terreno, llevó tres días enteros de oraciones, invocaciones, incienso y todas esas cosas. Algunos de esos ritos eran hechos por los sacerdotes solamente, pero otros requerían la participación de todos nosotros. A mí no me importó, pues tanto los guerreros como la gente necesitaba de unos días de descanso y diversión, hasta Nochipa y Beu estaban muy contentas, por supuesto, de que las ceremonias les dieran la ocasión de ponerse mejores ropas, más femeninas y más adornadas que los trajes de viaje que tuvieron que llevar por tanto tiempo.

Y eso hizo que también otros de los colonizadores tuvieran otra diversión… diversión que yo compartí, ya que yo me divertí observando. La mayoría de los hombres del grupo tenían esposas y familia, pero entre ellos había tres o cuatro viudos con familia, así es que durante esos días de consagración tuvieron la oportunidad de hacerle la corte a Beu, uno tras otro. También había entre los hombres muchachos o jóvenes ya en la edad de hacer la corte, toscamente, a Nochipa. No podía culparlos, ya fueran jóvenes o viejos, ya que Nochipa y Beu eran infinitamente más bellas, refinadas y deseables que esas mujeres y muchachas del pueblo, con sus cuerpos cuadrados, sus rostros ordinarios, sus pies feos de agricultoras.

Beu Ribé los rechazaba arrogantemente, a cualquiera de ellos que viniera a solicitarle formar pareja con ella, en alguno de los bailes ceremoniales o con cualquier pretexto para estar cerca de ella, pero lo hacía así, solamente cuando creía que yo no la observaba. Pero algunas veces, cuando sabía que yo estaba cerca de ella, dejaba al pobre estúpido allí parado por un rato, mientras ella coqueteaba y se sugería de mal modo, con una sonrisa y una mirada tan atrayente, que el pobre desgraciado empezaba a sudar. Claramente ella se estaba mofando de mí, tratando de que yo me diera cuenta de que ella era todavía una mujer atractiva. No necesitaba que me lo recordara; Luna que Espera tenía en verdad un rostro y un cuerpo tan bello como lo había tenido Zyanya, pero yo, a diferencia de esos hombres que la adulaban servilmente, ya estaba acostumbrado a sus astucias, primero provocando tentación y luego rechazando. Yo solamente sonreía y asentía, como un hermano benevolente que aprobaba lo que hacía su hermana y sus ojos cambiaban su mirada de atrayente a fría y su dulce voz se tornaba agria y el pretendiente desdeñado quedaba en total confusión.

Nochipa no hacía esa clase de juegos; ella era tan casta como siempre habían sido sus danzas. Cada vez que un joven se aproximaba a ella, lo miraba tan sorprendida, casi perpleja, que el joven luego, después de pronunciar algunas palabras tímidas, se escurría intimidado ante su mirada, con el rostro colorado y pateando el suelo. Su mirada eran tan inocente que se proclamaba a sí misma inviolable, tan inocente que aparentemente hacía que todo pretendiente se sintiera embarazado y avergonzado de sí mismo, como si se hubiera mostrado deshonesto. Yo me mantenía aparte, sintiendo dos clases de orgullo por mi hija; sentía orgullo porque era tan bonita que podía atraer a muchos hombres; orgullo por saber que ella esperaría al hombre que amara. Muchas veces desde entonces, he deseado que los dioses me hubieran abatido en ese mismo instante, castigando mi orgullo complaciente, pero los dioses conocían otros castigos más crueles.

La tercera noche, cuando los sacerdotes exhaustos anunciaron que la consagración había terminado y que ya se podía empezar el trabajo de acomodamiento para la nueva comunidad, pues se suponía que ahora la tierra sería buena y hospitalaria, yo le dije a Siempre Enojado: «Mañana las mujeres empezarán a cortar ramas para hacer las cabañas y hierba para formar los techos, mientras que sus hombres empezarán a limpiar todo el terreno del lado del arroyo, para prepararlo para la siembra. La orden de Motecuzoma es que se siembre lo más pronto posible y la gente sólo necesitará albergues mientras se hace eso, después, antes de que lleguen las lluvias, nosotros trazaremos las calles y los lugares en donde quedarán permanentemente las casas. También, como los guerreros no tienen nada que hacer y como supongo que las noticias de nuestra llegada ya deben de haber alcanzado la capital, creo que debemos darnos prisa en visitar al Uey-Tlatoani o como los teohuacana llamen a su señor gobernante, para dejarle saber nuestras intenciones. Llevaremos con nosotros a todos los guerreros, pues son lo suficientemente numerosos como para evitar que nos maten o ser repelidos, y por otro lado, no son tantos como para que crean que llegamos como conquistadores». Qualanqui asintió y dijo: «Informaré a los campesinos que mañana empieza el trabajo y tendré listos a los tecpaneca para viajar».

En cuanto él se fue, me volví a Beu Ribé y le dije: «Tu hermana, mi difunta esposa, una vez utilizó su encanto para ayudarme a influir sobre otro gobernante extranjero, el hombre más horrible que he conocido en todas estas tierras. Si yo llego a la corte de Teohuacán acompañado igualmente por una bella mujer, eso hará que también esta misión parezca más amistosa que audaz. ¿Podría pedirte, Luna que Espera que…?». «¿Que vaya contigo, Zaa? —preguntó ansiosamente—. ¿Como tu consorte?». «Sí, aparentando eso. No necesitamos revelar que tú eres solamente mi señora hermana. Considerando nuestra edad, no habrá ningún comentario si pedimos habitaciones separadas». Me sorprendió al decir encolerizada: «¡A nuestra edad! —Pero en seguida se calmó y murmuró—: Por supuesto, no diremos nada. Si eso es lo que tú ordenas, seré solamente tu hermana». Yo le dije: «Gracias». «Sin embargo, señor hermano, tú me diste la orden, anteriormente, de que no me separara de Nochipa, para protegerla de esta compañía ruda. Sí, yo voy contigo, ¿y Nochipa?». «Sí, ¿y yo padre? —preguntó mi hija, cogiéndome mi manto por el otro lado—. ¿También yo iré, padre?». «No, tú te quedarás aquí, mi niña —le dije—. Realmente no espero encontrarme en un lío en el camino o en la capital, pero siempre existe ese riesgo. Aquí estarás a salvo entre la multitud. A salvo con la presencia de los sacerdotes, que cualquier persona hostil vacilaría en atacar, por un temor religioso. Estos rudos campesinos estarán trabajando tan duro, que no tendrán tiempo de molestarte y estarán tan cansados en la noche, que los jóvenes ni siquiera tendrán ganas de coquetear contigo. En todo caso, he observado, mi hija, que tú tienes suficiente capacidad como para descorazonarlos. Estarás a salvo aquí, Nochipa, más que en los caminos abiertos, y de todas formas, no estaremos fuera por mucho tiempo». Sin embargo, ella me miró tan alicaída que añadí: «Cuando regrese tendremos mucho tiempo de ocio y toda esa nación para recorrer. Te prometo que lo veremos todo. Sólo tú y yo, Nochipa, viajando juntos, a todo lo largo y lo ancho». Le brillaron los ojos y me dijo: «Sí, eso será mucho mejor. Sólo tú y yo. Me quedaré aquí de buena gana padre, y en la noche, cuando la gente esté cansada de sus labores, quizá pueda hacerles olvidar su cansancio. Danzaré para ellos».

Aun sin tener que arrastrar un grupo de colonizadores, nos llevó otros cinco días alcanzar la capital, a Beu, a mí y a mis cuarenta y cuatro hombres de escolta. Es todo lo que recuerdo, y recuerdo también que fuimos muy bien recibidos en el pueblo de Teohuacán o Tya Nya, por su señor gobernante, aunque no recuerdo su nombre ni el de su señora, ni recuerdo tampoco cuántos días estuvimos allí como sus huéspedes, en el edificio destartalado que ellos llamaban palacio. Recuerdo que él me recibió diciendo: «Esa tierra que usted ha ocupado, Campeón Águila Mixtli, es uno de nuestros pedazos de terreno más fértiles y placenteros. —A lo cual añadió rápidamente—: Pero no tenemos suficiente gente para separar de sus labores agrícolas o de otras ocupaciones, para ir a trabajar allí. Sus colonizadores son bien venidos y también le damos la bienvenida a usted. Toda nación necesita de nueva sangre para su cuerpo».

Él dijo mucho más y en ese mismo sentido, y me dio unos regalos a cambio de los que yo le llevé de parte de Motecuzoma. Y recuerdo que muy a menudo nos daban un festín y nos trataron muy bien, tanto a mis hombres como a Beu y a mí, y que nos vimos forzados a beber de esa horrible agua mineral, de la que los teohuacana están tan orgullosos, y hasta nos relamimos los labios pretendiendo que era muy sabrosa. Y recuerdo que nadie se asombró cuando pedí habitaciones separadas para mí y Beu, aunque también recuerdo muy vagamente que ella vino a mi cuarto una de esas noches. Dijo algo, suplicó algo, y yo le contesté con aspereza y ella seguía suplicando. Creo que la golpeé en la cara… pero ahora no puedo recordar…

No, mis señores escribanos, no me miren así. No es que mi memoria de pronto haya fallado. Si todas esas cosas han estado nebulosas en mi mente durante todos estos años desde que pasaron, es porque otra cosa sucedió muy poco tiempo después y ese suceso quedó tan grabado en mi cerebro que quemó todos los recuerdos de los sucesos anteriores. Recuerdo que nos despedimos de nuestros anfitriones en Tya Nya, intercambiando mutuas expresiones de cordialidad y amistad, y que la gente del pueblo salió a las calles a despedirnos alegremente, y que sólo Beu no parecía muy contenta del éxito de nuestra embajada. Y supongo que nos llevó otros cinco días regresar sobre nuestra ruta…

El crepúsculo caía cuando llegamos al río, a la orilla opuesta de Yanquitlan. No parecía que hubieran trabajado mucho durante nuestra ausencia; aun utilizando mi topacio sólo pude ver unas cuantas cabañas construidas en donde iba a quedar la aldea. Pero en cambio estaban celebrando nuevamente algo y muchos fuegos ardían altos y brillantes, aunque la noche todavía no cerraba. No empezamos a vadear inmediatamente el río, sino que nos detuvimos para escuchar los gritos y las risas que provenían del otro lado de las aguas, pues era la primera vez que oíamos un verdadero sonido de alegría, viniendo de ese grupo de rústicos. Entonces un hombre, uno de los viejos agricultores, surgió inesperadamente de las aguas del río, delante de nosotros. Vio nuestra tropa parada allí y vino hacia nosotros chapoteando, y saludándome respetuosamente dijo: «¡Mixpantzinco! En su augusta presencia Campeón Águila, y sea bienvenido de regreso. Temíamos que usted se perdiera toda la ceremonia». «¿Qué ceremonia? —pregunté—. No conozco ninguna ceremonia en que a los participantes se les permita ir a nadar». Se rió y dijo: «Oh, ésa fue una idea mía. Me sentía tan caliente por estar danzando y tomando parte de la fiesta, que deseé refrescarme un poco. Pero ya me han bendecido con el hueso». No pude ni hablar, y él debió de tomar mi mutismo por incomprensión, pues me explicó: «Usted mismo les dijo a los sacerdotes que hicieran todas aquellas cosas que los dioses requerían. De seguro que usted se dio cuenta de que el mes de Tlacaxipe Ualiztli ya había pasado cuando usted nos dejó y el dios todavía no había sido invocado para bendecir la tierra ya lista para la siembra». «No», dije o más bien grazné. No le estaba desmintiendo, sabía la fecha. Solamente estaba tratando de rechazar el pensamiento que hizo que mi corazón se sintiera agarrado por un fuerte puño. El hombre continuó, como si se sintiera muy orgulloso de ser el primero en decírmelo: «Algunos querían esperar hasta que usted regresara, Campeón Águila, pero los sacerdotes se dieron prisa en terminar todas las preparaciones y las actividades preliminares. Usted sabe que no tenemos con qué festejar a la persona escogida, ni tenemos los instrumentos adecuados para la música, pero cantamos muy fuerte y quemamos mucho copali. También, como no teníamos ningún templo para copular, como lo requiere la ceremonia, los sacerdotes santificaron un pedazo de hierba suave que estaba rodeado por unos arbustos, y no faltaron voluntarios, muchos de ellos lo hicieron muchas veces. Ya que todos estuvimos de acuerdo de que debíamos de honrar a nuestro campeón, aun en su ausencia, todos escogimos por unanimidad a la que representaría al dios. Y ahora usted ha llegado a tiempo para ver al dios representado por…».

Él dejó de hablar abruptamente, porque yo había balanceado mi maquáhuitl dejándola caer sobre su cuello, clavándola limpiamente en el hueso de atrás. Beu dio un grito corto y los guerreros que estaban atrás de ella, estiraron mucho sus cuellos y abrieron mucho los ojos. El hombre se tambaleó por un momento, mirándome perplejo cabeceó, su boca se abría y cerraba silenciosamente, mientras su labio inferior lleno de sangre caía sobre su barbilla. Luego su cabeza se echó hacia atrás, la herida se abrió totalmente y un chorro de sangre manó de ella y el hombre cayó a mis pies.

Beu dijo horrorizada: «¿Por qué? ¿Por qué has hecho eso, Zaa?». «¡Cállate, mujer! —gritó Siempre Enojado. Luego me tomó por el brazo, con lo cual impidió que yo también cayera y dijo—: Mixtli, puede ser que todavía estemos a tiempo de evitar el procedimiento final…». Negué con mi cabeza. «Tú lo oíste. Ya había sido bendecido con el hueso. Todo se ha hecho como lo requieren los dioses». Qualanqui suspiró y me dijo roncamente: «Lo siento». Uno de sus ancianos compañeros me tomó por el otro brazo y dijo: «Todos lo sentimos, joven Mixtli. ¿Prefieres esperar aquí mientras nosotros… mientras nosotros cruzamos el río?». Yo dije: «No. Todavía estoy al mando. Yo mandaré lo que se debe hacer en Yanquitlan». El viejo asintió, luego levantó la voz y les gritó a los guerreros que estaban hacinados en el camino: «¡Vosotros, hombres! Romped filas y desparramaos a lo largo de la orilla del río, para hacer una escaramuza. ¡Moveos!». «¡Dime qué pasó! —gritaba llorando Beu y retorciéndose las manos—. ¡Dime qué vamos a hacer!». «Nada —grazné—. Tú no vas a hacer nada, Beu. —Y traté de tragar el nudo que tenía en la garganta y parpadeé con fuerza para dejar mis ojos sin lágrimas e hice todo lo posible por pararme derecho y ser fuerte—. Tú no harás nada más que quedarte aquí, en este lado del río. Cualquier cosa que oigas desde aquí, sin importar el tiempo que pase, no te muevas hasta que venga por ti». «¿Que me quede aquí sola? ¿Con eso?», y apuntó el cadáver del hombre. Yo le dije: «No temas a ése, más bien siente felicidad por él. Fui muy rápido en mi primer impulso de cólera. A éste le di un descanso rápido». Siempre Enojado gritó: «¡Hombres, avanzad en línea de escaramuza y cruzad el río! De ahí en adelante no hagáis ningún ruido. Cerraos en un círculo sobre el área de la aldea. No dejéis que nadie escape, sino que rodead y luego esperad órdenes. Vamos, Mixtli, si piensas que debes venir». «Debo ir», dije y fui el primero que vadeé el río.

Nochipa había dicho que bailaría para la gente de Yanquitlan y era eso lo que ella estaba haciendo, pero no era esa danza bella y modesta que siempre le había visto hacer. En el crepúsculo color púrpura, entre el atardecer y la luz de los fuegos, podía verla totalmente desnuda bailando sin gracia, con sus piernas indecente y groseramente abiertas, mientras movía por encima de su cabeza las dos varas blancas, que ocasionalmente dejaba caer sobre alguna persona que hiciera cabriolas cerca de ella.

Aunque no lo deseaba, levanté mi topacio para verla más claramente. Lo único que llevaba puesto era el collar de topacios que le había regalado cuando tenía cuatro años, y al que le había añadido una nueva piedra luciérnaga en cada uno de sus ocho cumpleaños siguientes, los pocos, muy pocos cumpleaños que ella tuvo. Su cabello usualmente brillante, colgaba en sus espaldas enmarañado y opaco. Sus pechos se veían como pequeños montecillos y sus caderas todavía no estaban bien formadas, pero entre sus muslos, en donde su tepili de doncella debía estar casi invisible, había una abertura en su piel y de ella sobresalían colgando flojamente un tepule de hombre y se zarandeaban sus bolsitas de ololtin. Las varas blancas que movía, eran sus propios huesos, los de sus muslos, pero las manos que los agarraban eran de hombre y sus propias manos medio cortadas colgaban golpeando las muñecas de él.

Un grito de alegría salió de la gente, cuando yo me paré en medio de ellos, que bailaban alrededor de esa cosa danzante que había sido mi hija. Ella había sido una niña, una niña que parecía un destello de luz, y ellos la habían convertido en una carroña. Esa efigie de Nochipa vino danzando hacia mí, con un hueso brillante extendido hacia mí, como si me quisiera dar un golpecito de bendición antes de que yo la abrazara, con el abrazo de un padre amante. Esa cosa obscena se fue acercando lo suficientemente hasta que pude ver que sus ojos no eran los de Nochipa. Entonces sus pies que danzaban vacilaron y finalmente se detuvieron ante mi mirada de rabia y repulsión, y cuando se detuvo, lo mismo hizo toda la alegre multitud, dejando de moverse, de hacer cabriolas, cesando todo ruido de alegría y la gente empezó a mirar con miedo, a mí y a los guerreros que cercaban el sitio. Esperé hasta que nada podía oírse, excepto el ruido producido por los fuegos ceremoniales. Entonces dije, sin dirigirme a nadie en particular: «Coged a esta asquerosa criatura… pero cogedla con suavidad, pues lleva los restos de lo que una vez fue una niña viva».

El pequeño sacerdote que llevaba puesta la piel de Nochipa, me miraba parpadeando sin poder creerlo, luego dos de mis guerreros lo cogieron. Los otros cinco o seis sacerdotes de la caravana, vinieron hacia mí, abriéndose paso a codazos entre la multitud y gritando enojados porque había interrumpido la ceremonia. Yo los ignoré y dije a los hombres que tenían agarrado al que representaba al dios: «La piel de su rostro fue separada de su cabeza. Tomad esa piel del rostro de éste, con mucho cuidado, y llevadla reverentemente hacia el fuego que está allá, rezad una pequeña oración porque ella un día le dio belleza y quemadla. Traedme el collar de ópalo que llevaba puesto». Yo volví mi rostro mientras hacían eso. Los otros sacerdotes volvieron a gritar de rabia, cada vez más indignados, hasta que Siempre Enojado les gritó tan amenazadoramente que se quedaron quietos y tan dóciles como la multitud inmóvil. «Ya está hecho, Campeón Mixtli», dijo uno de mis hombres, alargándome el collar, algunas de cuyas piedras estaban manchadas con la sangre de Nochipa. Me volví otra vez hacia el sacerdote cautivo. Ya no mostraba las facciones de mi hija ni su pelo, sino su propia cara crispada por el miedo. Yo dije: «Tendedlo sobre el suelo con los brazos y las piernas extendidos y tened cuidado de no poner vuestras rudas manos sobre la piel de mi hija. Clavad con estacas sus manos y sus pies al suelo».

Él era, como todos los demás sacerdotes, un hombre joven y gritó como un niño cuando la primera estaca entró dentro de su mano izquierda. Gritó las cuatro veces, mientras los otros sacerdotes y la gente de Yanquitlan se movían y murmuraban aprensivamente, y con razón, sobre el destino que les estaba reservado, pero todos mis guerreros tenían listas sus armas y ninguno de ellos se atrevió a ser el primero en huir. Yo miré hacia la grotesca figura que yacía en el suelo, retorciéndose bajo las cuatro estacas que mantenían bien abiertas sus extremidades. Los jóvenes pechos de Nochipa levantaban sus pezones puntiagudos hacia el cielo, pero los genitales del hombre sobresalían de entre sus piernas, flácidos y arrugados. «Preparad agua con cal —dije—. Usad bastante cal, para que se concentre bien y empapad la piel con ella. Seguid mojando la piel toda la noche, hasta que quede bien penetrada de cal. Luego esperaremos a que el sol salga». Siempre Enojado asintió aprobando. «¿Y los otros? Esperamos sólo tus órdenes, Campeón Mixtli». Uno de los sacerdotes, impelido por el terror, se echó hacia adelante, hacia nosotros y, cayendo de rodillas delante de mí con sus manos llenas de sangre cogiendo la orilla de mi manto, dijo: «Campeón, fue con su permiso que nosotros celebramos esta ceremonia. Cualquier otro hombre aquí, se hubiera sentido feliz porque su hijo o hija hubiera sido escogido para esa personificación, pero era la suya la que mejor reunía todas las cualidades. Una vez que ella hubiera sido escogida por toda la población y aprobada por los sacerdotes del pueblo, usted no habría podido rehusar ceder su hija para la ceremonia». Yo me le quedé mirando y él bajó su mirada, pero luego dejó caer: «Por lo menos… en Tenochtitlan… usted no habría podido rehusar». Él se cogió de mi manto otra vez y dijo implorante: «Ella era virgen, como se requería, pero también era lo suficientemente madura como para funcionar como mujer, como ella hizo. Usted mismo me dijo, Jefe Campeón: haga todas las cosas que los dioses requieran. Así es que ahora la Muerte-Florida de su hija ha bendecido a su pueblo, a su nueva colonia y ha asegurado la fertilidad de esta tierra. Usted no hubiera podido impedir esa bendición. Créame, Jefe Campeón, ¡sólo deseábamos honrar a… Xipe Totec, a su hija… y a usted!». Le di un golpe que le hizo caer de lado, luego dije a Qualanqui: «¿Estás familiarizado con todos los honores que tradicionalmente se le ofrecen a Xipe Totec?». «Lo estoy, amigo Mixtli». «Bien, entonces tú sabes todo lo que le hicieron a la pura e inocente Nochipa. Que les hagan a todos estos mugrosos las cosas que ellos le hicieron a Nochipa. Hazlo a tu manera, como más te plazca, tienes suficientes guerreros para ello. Déjalos que se diviertan todo lo que quieran, no hay prisa. Déjalos que inventen cosas y que hagan todo a su placer. Pero cuando terminen, no quiero a nadie nada vivo en Yanquitlan».

Ésa fue la última orden que di allí. Siempre Enojado se hizo cargo de todo. Él se volvió y ladró órdenes específicas y la multitud aulló como si ya estuviera en agonía, pero los guerreros se movieron con rapidez para cumplir con las instrucciones. Varios de ellos reunieron rápidamente a un grupo de hombres adultos, separándolos del resto y los mantuvieron así a punta de espada. Los otros guerreros dejaron sus armas, se desvistieron y empezaron a trabajar… o a jugar… y cuando alguno de ellos se cansaba, cambiaba su lugar con otro de los que hacían guardia.

Yo miré durante toda la noche, pues los grandes fuegos mantuvieron la noche iluminada hasta el amanecer. Sin embargo, no veía realmente lo que estaba sucediendo ante mis ojos, ni sentía orgullo por ello, ni satisfacción ante mi venganza. No estaba prestando atención a los gritos, bramidos y gemidos y otra clase de sonidos líquidos ocasionados por las violaciones y la destrucción; sólo veía y oía a Nochipa que danzaba grácilmente enfrente del fuego, que cantaba melodiosamente como sólo ella sabía hacerlo, acompañada por una sola flauta.

Lo que Qualanqui había ordenado, lo que realmente ocurrió fue esto. Todos los niños muy pequeños, y los bebés, fueron cortados en pedacitos por los guerreros, mientras sus padres eran obligados a observar, llorando, maldiciendo y bramando. Luego toda la población, niños, jóvenes, adultos y ancianos, de ambos sexos, fueron violados hasta morir. Mientras unos eran violados los otros observaban, y cuando unos ya no servían, eran dejados a un lado agonizantes, mientras otros eran utilizados. He mencionado que los sacerdotes eran también jóvenes, así es que sirvieron a los guerreros igualmente. El único sacerdote que estaba estacado en el suelo, miraba, gemía y veía con terror sus partes privadas expuestas; pero aun dentro de esa turbulenta lascivia, los tecpaneca comprendían que ese hombre no debía ser tocado, así es que no lo hicieron.

Todo eso fue hecho con cierto orden, pues los guerreros primero utilizaron a todos los jóvenes, luego de una forma u otra vaciaron todo lo que les quedaba de apetito, al violar a las mujeres adultas y aun a dos o tres abuelas que habían hecho el viaje. Los hombres mientras tanto, eran obligados a observar cómo eran violadas hasta morir sus esposas, hijas, hermanas, hermanos, hijos, madres. Al día siguiente, cuando el sol ya estaba en todo lo alto, Siempre Enojado ordenó que soltaran al grupo de hombres que tenían cercado. Ellos, los esposos, los padres, los tíos, de esas ruinas humanas, fueron alrededor del campo dejándose caer sobre tal o cual cuerpo desnudo, roto, cubierto de sangre, de babas y de omícetl. Algunos todavía vivían y vivieron para ver cómo los guerreros, a otra orden de Qualanqui, agarraban otra vez a sus padres, esposos y tíos. Entonces los tecpaneca utilizaron sus cuchillos de obsidiana, amputando, y haciendo que los hombres abusaran de sí mismos con sus partes amputadas, mientras yacían sangrando hasta morir.

Mientras tanto, el sacerdote estacado había estado muy quieto, esperanzado quizás, a ser olvidado. Pero cuando el sol se levantó un poco más, comprendió que le esperaba una muerte mucho más horrible de la que tuvieron todos los demás, pues la piel de Nochipa empezó a tomar venganza. La piel, totalmente saturada con agua de cal, empezó a contraerse al secarse lenta pero inexorablemente. Lo que habían sido los pechos de Nochipa, gradualmente se fue aplanando, conforme la piel se apretaba abrazando el pecho del sacerdote. Empezó a jadear y a ahogarse, y quizás hubiera deseado expresar su terror por medio de un grito, pero trataba de agarrar todo el aire que podía inhalar, sólo para poder vivir un poquito más.

Y la piel continuó estrechándose inexorablemente y empezó a impedir el movimiento de la sangre en el cuerpo. Lo que había sido el cuello, las muñecas, y los tobillos de Nochipa, estrecharon sus aberturas agarrotándolo lentamente. La cara, las manos y los pies del hombre se empezaron a hinchar y a ponerse negros y en un feo color púrpura. Por sus labios extendidos salió al fin un sonido: «ugh… ugh… ugh…», y se fue ahogando gradualmente. Mientras tanto, lo que había sido la pequeña tepili de Nochipa, se constriñó más virginalmente, apretándose fuertemente a los genitales del sacerdote. Su saco de ololtin se hinchó, hasta tener el tamaño de una pelota de tlachtli y su tepuli engordó tanto y se puso tan largo y tieso, que era más grande que mi antebrazo.

Los guerreros vagaban alrededor del área, inspeccionando cada cuerpo para asegurarse de que estaba muerto o agonizante. Los tecpaneca no mataron piadosamente a los que estaban vivos, sino que solamente se aseguraron de que morirían cuando los dioses lo quisieran, para no dejar nada, ni nadie, vivo en Yanquitlan, como yo lo había ordenado. Nada nos detenía más allí, como no fuera quedarnos a ver cómo moría el sacerdote que quedaba. Así es que mis cuatro viejos compañeros y yo nos pusimos a observar cómo agonizaba, cada movimiento de estiramiento, cada jadeo de su pecho, mientras la piel que le constreñía hacía que su torso y sus miembros se tornaran cada vez más flacos, y sus extremidades visibles cada vez se vieran más largas. Sus manos y sus pies parecían pechos negros, pero llenos de tetas también negras, su cabeza parecía una negra calabaza ya sin forma. Él encontró todavía un poco de aire, como para dar un último y fuerte grito, cuando su rígido tepule no pudo contener más la presión y estalló rompiendo su piel, quedando en pedazos y saliéndole sangre negra.

Aunque todavía vivía, de hecho ya estaba acabado y nuestra venganza concluida. Siempre Enojado ordenó a los tecpaneca prepararlo todo para empezar el viaje, mientras los otros tres viejos vadeaban el río conmigo, para regresar a donde habíamos dejado a Beu Ribé que nos estaba esperando. Silenciosamente le mostré los ópalos manchados de sangre. No sé qué fue lo que ella oyó, o vio o adivinó, y tampoco sé qué aspecto presentaba yo en ese momento, pero ella me miró con ojos llenos de horror, piedad, reproche y pena, pero sobre todo horror, y por un instante retrocedió ante la mano que le tendía. «Ven, Luna que Espera —dije con dureza—. Te llevaré a casa».