QUARTA PARS

El otro lado del cerro era todavía más bello que el que daba hacia el lago de Texcoco. Allí la inclinación era suave por lo que no había terrazas en declive. Los jardines ondulaban hacia abajo y lejos, variadamente regulares e irregulares, con estanques para peces, fuentes y lugares para bañarse, todos ellos destellando. Había amplias extensiones de prados verdes en donde rumiaban algunos venados domesticados; arboledas sombreadas y ocasionalmente un árbol aislado que había sido recortado y podado hasta convertirlo en la estatua de algún animal. Al pie del cerro había muchos edificios, grandes y pequeños, pero todos agradablemente bien proporcionados y construidos a distancias confortables unos de otros. Creí inclusive poder distinguir —ya que vi unos puntos brillantes moviéndose— a algunas personas ricamente vestidas ir de acá para allá en los caminos entre los edificios. En Xaltocan el palacio del Señor Garza Roja había sido un edificio cómodo y bastante grandioso, pero el palacio del Uey-Tlatoani Nezahualpili en Texcotzinco era una ciudad completa e idílica.

En lo alto del cerro, había una gran cantidad de los «más viejos de los viejos» cipreses, algunos tan gruesos que unos doce hombres con los brazos extendidos no hubieran podido rodear sus troncos, y tan altos que sus emplumadas hojas gris-verde emergían entre el azul claro del cielo. Miré alrededor y divisé, aunque inteligentemente ocultas por la vegetación, las grandes tuberías de barro que surtían de agua a esos jardines y a la ciudad de abajo. Por lo que podía juzgar, las tuberías se perdían en la distancia hacia una montaña aún más alta, al sureste, en donde indudablemente había un manantial de agua pura que se distribuiría dejándola alcanzar su propio nivel.

Como no había podido resistir el vagar admirado entre los diversos jardines y parques a través de los cuales venía bajando, se acercaba ya el crepúsculo cuando por fin llegué a los edificios al pie del cerro. Errante, caminé por los blancos senderos de grava bordeados de flores, encontrándome con mucha gente: hombres y mujeres nobles con ricos mantos, campeones con penachos de plumas y ancianos de apariencia distinguida. Cada uno de ellos, de la manera más amable, me dirigió una palabra o inclinó la cabeza en señal de saludo, como si yo perteneciera a ese lugar; sin embargo, no me sentía con el suficiente valor como para preguntar a cualquiera de esas personas tan distinguidas, dónde me correspondía estar exactamente. Entonces me encontré con un joven más o menos de mi edad, quien parecía no estar ocupado en algo urgente. Se encontraba parado al lado de un venado de pocos años, al cual le empezaban a crecer los cuernos, y le estaba rascando inconscientemente las protuberancias. Quizá éstas al crecer o por lo que fuera, pero aquel venado parecía gozar con esa atención.

«Mixpantzinco, hermano —me saludó el joven. Supuse que era uno de los hijos de Nezahualpili que me confundía con otro. Entonces notó el canasto que cargaba y dijo—: Tú eres el nuevo Mixtli».

Le dije que sí y contesté a su saludo. «Yo soy Huexotzinca —dijo él. (Huézotl significa sauce). Y continuó—: Ya tenemos por lo menos otros tres Mixtli por aquí, así es que tendremos que pensar en otro nombre diferente, para ti». Sintiendo que no tenía todavía una gran necesidad de adoptar otro nombre, cambié de tema: «Nunca había visto a los venados caminar entre la gente, afuera de las jaulas y sin miedo». «Los recibimos cuando son cervatillos. Los cazadores los encuentran generalmente cuando se ha matado a una cierva y los traen para acá. Siempre hay una nodriza por aquí con los senos llenos, pero sin bebé de momento y ella da de mamar al cervatillo. Pienso que todos crecen creyendo que son personas. ¿Acabas de llegar, Mixtli? ¿Quieres comer o descansar?». Dije sí, sí y sí. «En realidad todavía no sé qué es lo que se supone que debo hacer aquí, ni adónde ir». «La Primera Señora de mi padre lo sabrá. Ven, te llevaré con ella». «Gracias, Huéxotzincatzin», dije, llamándole por señor Sauce ya que obviamente había adivinado correctamente: era un hijo de Nezahualpili y por lo tanto un príncipe.

Mientras caminábamos por los extensos terrenos del palacio, con el venado trotando entre nosotros, el joven príncipe me fue diciendo qué eran los numerosos edificios que pasábamos. Un inmenso edificio de dos pisos rodeaba por sus tres lados un patio central con jardín. El ala izquierda, me dijo Huexotzinca, contenía las habitaciones de él y de los demás hijos reales. En el ala derecha moraban las cuarenta concubinas de Nezahualpili. En la parte central estaban los departamentos de los consejeros y sabios del Venerado Orador, que siempre estaban con él, ya residiera en su ciudad capital o en su palacio campestre, y para otros tlamatínime: filósofos, poetas, hombres de ciencia, cuyos trabajos eran fomentados por el Orador. Alrededor de los edificios grandes había pabellones con columnas de mármol, en los cuales un tlamatini se podía retirar cuando quisiera a escribir, inventar, predecir o meditar en soledad.

Finalmente llegamos al palacio, que era un edificio gigante y con una decoración tan hermosa como cualquier palacio de Tenochtitlan. De dos pisos de alto y por lo menos unos mil pasos de hombre en la fachada, contenía la sala de trono, las cámaras del Consejo de Voceros, salas de baile para los espectáculos de la corte, cuarteles para los guardias, la corte de justicia en donde el Uey-Tlatoani regularmente se entrevistaba con la gente de su pueblo que tuviera problemas o quejas que exponer delante de él. Estaban también las habitaciones del mismo Nezahualpili y las de sus siete esposas contraídas en matrimonio. «En total, trescientas habitaciones —dijo el príncipe y después me confió con una sonrisa—: y toda clase de recónditos pasillos y escaleras para que mi padre pueda visitar a una esposa u otra sin que las demás se pongan celosas».

Ahuyentó al venado y entramos por el gran portón central, donde a cada lado estaban haciendo guardia dos nobles señores, que en saludo al príncipe enderezaron sus lanzas cuando pasamos. Huexotzinca me guió por una antecámara espaciosa adornada con tapicería hecha de plumas, luego por una escalera ancha de piedra y a lo largo de una galería alfombrada por tapetes de junco, hasta las habitaciones elegantemente amuebladas de su madrastra. Así es que la segunda persona que conocí fue aquella Tolana-Tecíuapil que el anciano me había mencionado en el cerro, la Primera Señora y la más noble entre todas las mujeres nobles de los alcolhua. Ella estaba conversando con un hombre joven y cejijunto, pero se volvió hacia nosotros y nos sonrió dándonos la bienvenida e indicándonos con una seña que entráramos.

El príncipe le dijo quién era yo y me agaché para hacer el gesto de besar la tierra. La Señora de Tolan, con su propia mano, me levantó gentilmente de mi posición de rodillas y me presentó al otro joven: «Mi hijo mayor, Ixtlil-Xóchitl». Caí inmediatamente para besar de nuevo la tierra, porque esta tercera persona a quien desde tan lejos había venido a conocer, era el Príncipe Heredero Flor Oscura, sucesor legítimo de Nezahualpili, al trono de Texcoco. Empezaba a sentirme un poco mareado y no solamente por haber estado subiendo y bajando. Allí estaba yo, el hijo de un simple cantero, conociendo en un momento a tres de los personajes más eminentes en El Único Mundo. Flor Oscura inclinó sus oscuras cejas hacia mí y después salió de la habitación con su medio hermano.

La Primera Señora me miró de arriba a abajo, mientras yo la observaba discretamente. No pude adivinar su edad, pero para tener un hijo de la edad del Príncipe Heredero Ixtlil-Xóchitl, por lo menos debía de tener unos cuarenta años, aunque su rostro no presentaba arrugas sino que era bello y benévolo. «Tú eres Mixtli, ¿verdad? —preguntó—. Pero ya tenemos tantos Mixtli entre los jóvenes y oh, soy tan mala para recordar nombres». «Algunos me apodan Tozani, mi señora». «No, eres mucho más grande que un topo. Eres un joven alto y todavía lo serás más. Te llamaré Cabeza Inclinada». «Como usted quiera, mi señora —dije, con un suspiro interno de resignación—. Así es como también apodan a mi padre». «Entonces ambos podremos recordarlo, ¿verdad? Ahora, ven y te mostraré tus habitaciones».

Ella debió de haber tirado de algún cordón para llamar, porque cuando salimos de la habitación nos esperaba una silla de manos portada por dos esclavos musculosos. Bajaron la silla para que ella entrara y se sentara, luego la alzaron y cargaron a lo largo de la galería; descendieron la escalera (manteniendo la silla cuidadosamente horizontal) saliendo del palacio en la oscuridad profunda de la noche. Un esclavo corría al frente cargando una antorcha de tea y otro detrás portando la bandera que indicaba el rango de la señora. Yo trotaba al lado de la silla. Llegamos al edificio de tres lados que Huexotzinca ya me había señalado, y dentro del cual me condujo la Señora de Tolan, que subiendo la escalera, hizo un largo recorrido dando varias vueltas, muy hacia dentro del ala izquierda.

«Aquí es», dijo, abriendo una puerta hecha de cuero extendido sobre un marco de madera y barnizado hasta quedar bien duro. La puerta no se recargaba en su lugar, estaba montada sobre pivotes por arriba y por abajo. El esclavo cargó la antorcha hacia adentro para iluminar mi camino, pero únicamente asomé la cabeza y dije sorprendido: «Parece que está vacío, mi señora». «Por supuesto. Son tus habitaciones». «Yo pensé en una calmécac, donde todos los estudiantes duermen amontonados en una habitación común». «No lo dudo, pero ésta es una parte del palacio y es aquí donde vas a vivir. Mi Señor Esposo desdeña esas escuelas y a sus sacerdotes-maestros. No estás aquí para asistir a una calmécac». «¡No asistir…! ¡Pero mi señora, yo creí que había venido a estudiar…!». «Y así lo harás y muy duramente, en verdad, pero junto con los niños del palacio, los hijos de Nezahualpili y de sus nobles. Nuestros hijos no sin instruidos por sacerdotes sucios, fanáticos y medio locos, sino por sabios escogidos por mi Señor Esposo. Cada maestro ha sido reconocido por su propio trabajo en la materia que enseña. Aquí tal vez no aprendas muchas brujerías o invocaciones a los dioses, Cabeza Inclinada, pero sí serás instruido en esas cosas auténticas, verdaderas y útiles que harán de ti un hombre valioso para el mundo».

Si para entonces no estaba boquiabierto enfrente de ella, lo estuve poco después, cuando vi al esclavo andar con su antorcha prendiendo las velas hechas de cera de abejas, metidas en candeleros pegados a las paredes. Jadeé: «¿Toda una habitación para mí solo?». Luego el hombre pasó a través de un arco a otra habitación y yo dije: «¿Dos habitaciones? Pues mi señora ¡esto es casi tan grande como la casa entera de mi familia!». «Ya te acostumbrarás a la comodidad —dijo y sonrió. Casi tuvo que empujarme para que entrara—. Éste es tu cuarto de estudio. Aquél es el dormitorio. Más allá está el retrete. Me imagino que querrás utilizarlo primero para lavarte después de tu viaje. Sólo tienes que tirar del cordón-campana para que venga un siervo a asistirte. Espero que comas bien y duermas tranquilo, Cabeza Inclinada. Volveré a verte pronto».

El esclavo la siguió fuera de la habitación y cerró la puerta. Yo me sentí triste al ver salir a una señora tan amable, pero también me alegré, pues entonces podría corretear aquí y allá en mis habitaciones, como un verdadero topo, mirando con mis ojos cegatos todos sus muebles y accesorios. El cuarto para estudiar tenía una mesa baja y una icpali, silla, baja con cojín, para sentarse; un cofre de mimbre donde podría guardar mi ropa y mis libros; un brasero de piedra de lava donde ya estaban puestos los mizquitin, leños; bastantes velas para que pudiera estudiar cómodamente aun después del oscurecer, y un espejo de tézcatl pulido —el cristal raro qué da un reflejo definido, no el barato de clase oscura que refleja una imagen débil y muy poco visible—. Había una ventana con una cortina de varitas de caña que podía enrollarse y desenrollarse por medio de unos cordones. La ventana daba al edificio principal del palacio y en ese momento se podía distinguir la antorcha de la silla de la señora que regresaba hacia allá.

El cuarto de dormir no tenía ninguna alfombrilla de pétlatl, palma tejida, sino una elevada plataforma de madera y encima de ésta unas diez o doce cobijas gruesas, aparentemente rellenas de plumas; de cualquier modo, formaban una pila que se sentía tan suave como una nube. Cuando estuviera listo para dormir, podría deslizarme entre las cobijas a cualquier nivel, dependiendo del calor que deseara y de cuánta suavidad quisiera debajo.

El retrete, sin embargo, no lo pude comprender tan fácilmente. Había en el piso una depresión cubierta de azulejos para sentarse y bañarse, pero no se veían jarras de agua por ningún lado. Había asimismo un recipiente donde sentarse y efectuar las funciones necesarias, pero éste estaba firmemente fijado al piso y obviamente no podría ser vaciado después de cada uso. La bañera y el lugar para los residuos tenían cada uno de ellos un tubo de forma curiosa que se proyectaba encima, en la pared, pero ninguna de estas tuberías arrojaba agua ni hacía otra cosa según pude descubrir. Bueno, pues nunca pensé que tendría que pedir instrucciones para bañarme o evacuar, pero después de estudiar por un rato y con bastante desconcierto el pequeño cubículo, fui a tirar del cordón-campana que estaba encima de mi cama y esperé con un poco de embarazo la llegada del tlacotli que me habían asignado.

Se presentó un muchachito de rostro fresco, que llegó en seguida a mi puerta y dijo graciosamente: «Soy Cózcatl, mi amo, tengo nueve años de edad y sirvo a todos los jóvenes señores en los seis departamentos a este extremo del corredor».

Cózcatl quiere decir Collar de Joyas, lo que era un nombre demasiado elegante para uno como él, pero no me reí ya que ningún tonalpoqui dador de nombres condescendería a consultar sus libros adivinatorios para un niño nacido de esclavos, aunque los padres pudieran pagarlo. Ninguno de esos niños tendría nunca un nombre verdadero, así es que sus padres escogían simplemente uno a su antojo y éste podría ser tan exageradamente impropio como lo prueba Regalo de los Dioses. Cózcatl parecía estar bien alimentado y no llevaba marcas de golpes, ni reculaba frente a mí; vestía un manto corto absolutamente blanco, además del taparrabo que era generalmente la única prenda que llevaba un esclavo. Así es que supuse que también entre los alcolhua o por lo menos en las cercanías del palacio, las clases más humildes eran tratadas con justicia.

El niño cargaba con las dos manos un gran recipiente de cerámica que contenía agua hirviendo, por lo que me hice rápidamente a un lado. La vació en la bañera hundida y luego me salvó de la humillación de tener que preguntarle acerca del funcionamiento del retrete. Aunque Cózcatl me hubiera tomado por un noble, muy bien podía haberse imaginado que cualquier noble de la provincia no estaría acostumbrado a tales lujos y hubiera tenido razón. Así es que sin esperar a que se lo preguntara me explicó: «Puede enfriar así el agua de la bañera hasta la temperatura que usted prefiera, mi amo». Señaló la tubería de barro que se proyectaba en la pared. Ésta tenía cerca de un extremo otra corta tubería introducida, que la atravesaba verticalmente. Él, simplemente torció aquel tubo más corto y salió agua limpia y fría. «La tubería larga trae agua de nuestros abastecimientos principales. Estaría corriendo dentro de su bañera, todo el tiempo si no fuera porque el tubo más corto le cierra el paso. Pero el tubito tiene un solo agujero en un lado y cuando uno lo mueve de manera que el agujero encare con el tubo largo, el agua puede correr según se necesite. Cuando usted termine de bañarse, mi amo, sólo tiene que quitar el tapón de hule que hay en el fondo y el agua usada se escurrirá por otro tubo». Después me indicó el lugar para residuos curiosamente inmóvil y dijo: «El axixcali funciona de la misma manera. Cuando usted haya hechos sus necesidades dentro de él, tiene simplemente que torcer esa tubería más corta que está arriba y una corriente de agua se llevará los residuos por la abertura del fondo». Yo ni siquiera había notado antes esa abertura y pregunté estúpidamente: «¿Y que los terrones de cuítlatl caigan en el cuarto de abajo?». «No, no, mi amo. Como el agua de la bañera, van a dar a una tubería que los lleva lejos de aquí. Llegan a un estanque en donde los hombres que manejan el estiércol dragan fertilizante para los terrenos de los agricultores. Bien, ordenaré la cena de mi amo, para que le esté esperando cuando haya terminado su baño».

Me iba tomar algún tiempo el dejar de jugar el papel de rústico y aprender los modales de la nobleza, reflexionaba mientras estaba sentado en mi propia mesa, en mi propio cuarto. Cenaba conejo a la parrilla, frijoles, tortillas y un taco frito de flor de calabaza… con una bebida de chocólatl. De donde yo venía, el chocólatl había sido un deleite especial, que era tomado una o dos veces al año. Allí, la espumosa bebida roja —hecha del precioso cacao, con miel de abeja, vainilla, especias y las semillas carmesíes del achíyotl, todo molido y batido hasta convertirse en una espesa espuma— se podía pedir con tanta facilidad como el agua del manantial. Me preguntaba cuánto tiempo me tomaría perder mi acento de Xaltocan para poder hablar el náhuatl preciso de Texcoco y «acostumbrarme a la comodidad» según la frase de la Primera Señora.

Con el tiempo, me di cuenta de que ningún noble, ni siquiera uno honorario o provisional como yo, jamás tenía que hacer algo por sí mismo. Cuando un noble levantaba la mano para desabrochar el broche del hombro de su magnífico manto de plumas, simplemente lo soltaba y éste nunca llegaba al suelo; algún sirviente estaba allí, listo para tomarlo de sus hombros, y el noble sabía que siempre habría alguien allí. Si un noble doblaba las piernas para sentarse, nunca miraba atrás, aunque se desplomara por haber tomado octli en exceso, pues nunca caería al suelo; una icpali siempre sería deslizada debajo de él, y él sabía que la silla estaría allí.

Por un tiempo yo me preguntaba si la gente noble nacía con ese alto grado de aplomo o si podría yo adquirirlo por medio de la práctica. Sólo había una manera de saberlo. A la primera oportunidad que tuve, no recuerdo en qué ocasión, entré en una sala llena de señores y señoras, hice los saludos apropiados y me senté con aplomo y sin mirar atrás. La icpali estaba allí. Ni siquiera eché una mirada atrás para ver de dónde había venido. Para entonces ya sabía que una silla, o cualquier cosa que yo deseara y esperara de mis inferiores, siempre estaría allí. Ese pequeño experimento me enseñó una cosa que jamás olvidé. Para poder exigir el respeto, la deferencia y los privilegios reservados a la nobleza, lo único que tenía que hacer era osar ser un noble.

A la mañana siguiente a mi llegada, el esclavo Cózcatl llegó con mi desayuno y una cantidad considerable de ropa nueva para mí, más de la que me había puesto y gastado durante toda mi vida anterior. Me trajo unos taparrabos y mantos de brillante algodón blanco, hermosamente bordados. También sandalias de ricos y moldeables cueros, incluyendo un par doradas para ser usadas en las ceremonias y que se ataban casi hasta las rodillas. La Señora de Tolan incluso me había enviado un broche de piedra de heliotropo, para mis mantos que hasta entonces había llevado solamente anudados sobre mi hombro.

Cuando me hube vestido con uno de esos trajes estilizados, Cózcatl me condujo de nuevo por los terrenos ilimitados del palacio, indicándome las salas de estudio. Había muchas más materias de estudio disponibles allí que en cualquier calmécac. Naturalmente las que más me interesaban eran las relacionadas con el conocimiento de las palabras, como historia, geografía y demás. Pero podría también, si así lo decidía, asistir a las lecciones de poesía, orfebrería en oro y plata, hechura de plumaje, recorte de gemas y otras artes diversas. «Las lecciones que no requieren aperos y bancos únicamente tienen lugar dentro de un edificio durante el mal tiempo —dijo mi pequeño guía—. Los días agradables, como éste, los Señores Maestros y sus estudiantes prefieren trabajar al aire libre».

Podría ver a los grupos sentados sobre el césped o alrededor de los pabellones de mármol. Cada maestro en cada grupo era un hombre ya entrado en años, que llevaba el manto amarillo que le distinguía, pero sus alumnos eran diversos: hombres y muchachos de diferentes edades, incluso aquí y allá una muchacha o un esclavo, sentados a corta distancia. «¿Los estudiantes no son clasificados según sus edades?», pregunté. «No, mi señor, lo son por su capacidad. Algunos han avanzado más en una materia que en otra. La primera vez que usted asista, será interrogado por cada Señor Maestro para determinar en qué grupo de estudiantes sería conveniente que usted estuviera; por ejemplo, entre los principiantes, los aprendices o los avanzados y demás. El Señor Maestro lo clasificará según los conocimientos que usted ya tenga y según a lo que a su juicio sea usted más apto para aprender».

«¿Y las muchachas? ¿Y los esclavos?». «Cualquier hija de un noble tiene permiso a asistir desde el primero hasta el más alto grado, si demuestra la capacidad y el deseo. La mayoría de ellas estudian sólo hasta poder conversar inteligentemente sobre algunos temas, para que si se llegan a casar con esposos estimables, no avergonzarlos cuando asistan a las reuniones de la Corte. Los esclavos tienen permitido estudiar hasta donde sea compatible con sus empleos individuales». «Tú mismo hablas muy bien para ser un tlacotli tan joven». «Gracias, mi amo. Estudié hasta llegar a aprender a hablar buen náhuatl y el comportamiento y los rudimentos del manejo de la casa. Cuando tenga más edad, me aplicaré para recibir un mayor adiestramiento, con la esperanza de llegar a ser algún día Maestro de las Llaves en alguna casa de la nobleza». Dije grandiosa, expansiva y generosamente: «Cuando llegue a tener una casa noble, Cózcatl, te prometo ese puesto».

No dije «si», dije «cuando». Ya no soñaba ociosamente con elevarme rápidamente al estado de noble, lo estaba ya vislumbrando. Me quedé allí parado en aquel parque tan bello, con mi sirviente al lado y me enderecé en toda mi estatura dentro de mis ropas nuevas y finas, y sonreí al pensar en el gran hombre que llegaría a ser. Ahora, en este momento que estoy sentado aquí entre ustedes, mis reverendos amos, encorvado y consumido en mis harapos, sonrío al pensar en el joven jactancioso y pretencioso que fui.

El Señor Maestro de Historia, Neltitica, quien parecía ser lo suficientemente viejo como para haber experimentado toda la historia, anunció al grupo de estudiantes: «Hoy tenemos entre nosotros un nuevo píltontli, estudiante, un mexica quien será conocido por el nombre de Cabeza Inclinada».

Me sentía tan contento de ser presentado como un «joven noble» estudiante, que no reculé esta vez por el apodo. «Quizá sería usted tan amable, Cabeza Inclinada, en darnos una breve historia de su pueblo mexica…». «Sí, Señor Maestro», dije confiadamente.

Me paré y cada rostro del grupo se volvió hacia mí para mirarme fijamente. Aclaré la voz y dije lo que me habían enseñado en la Casa del Aprendizaje de Modales en Xaltocan: «Sepan, entonces, que originalmente mi pueblo habitaba una región muy al norte de estas tierras. Era Aztlan, El Lugar de las Garzas Níveas, y en aquel entonces mi pueblo se llamaba a sí mismo los aztlantlaca o los azteca, la Gente Garza. Sin embargo, Aztlan era un país duro y su dios principal, Huitzilopochtli, habló a mi pueblo acerca de una tierra generosa que encontrarían hacia el sur. Dijo que sería un viaje largo y difícil, pero que reconocerían su nueva patria cuando encontraran en ella un nopali en el que estuviera parada un águila dorada. Así es que todos los azteca abandonaron todo: sus finos hogares, sus palacios, sus pirámides, sus templos, sus jardines y se encaminaron hacia el sur».

A alguien del grupo de estudiantes se le escapó una risita.

«El viaje duró gavilla tras gavilla de años y tuvieron que pasar por las tierras de muchos otros pueblos. Algunos les fueron hostiles; pelearon con ellos e intentaron que los azteca regresaran. Otros fueron hospitalarios y dejaron que descansaran entre ellos, algunas veces por corto tiempo, otras por muchos años, y estos pueblos fueron pagados con el ser instruidos en el noble lenguaje, las artes y las ciencias únicamente conocidas por los azteca».

Alguien del grupo murmuró y otro rió ahogadamente.

«Cuando los azteca llegaron finalmente a este valle fueron recibidos amablemente por los tecpanecas, la gente de la orilla occidental del lago, quienes les cedieron Chapultépec como lugar de descanso. Los aztecas vivieron en aquella colina del Chapulin mientras sus sacerdotes seguían vagando por el valle en la búsqueda del águila en el nopal. El nopal en el lenguaje tecpaneca era llamado tenochtli, así es que ese pueblo llamó a los azteca los “tenochca” y con el tiempo los azteca también tomaron ese nombre para ellos mismos: la Gente Cacto. Como Huitzilopochtli había prometido, los sacerdotes encontraron la señal, un águila dorada parada sobre un nopali y la encontraron en una isla del lago que no estaba poblada. Todos los tenochca-azteca inmediatamente y gozosamente se trasladaron de Chapultépec a esa isla».

Alguien del grupo se rió abiertamente.

«En la isla construyeron dos grandes ciudades, una que se llama Tenochtitlan, Lugar de la Gente Tenochtli Cacto, y la otra se llama Tlaltelolco, Lugar de Roca. Mientras ellos construían sus ciudades, los tenochca notaron que cada noche podían ver desde su isla a la luna Metztli reflejada en las aguas del lago. Así es que también llamaron a su nuevo lugar de residencia Metztli-Xictli, que significa En Medio de la Luna. Con el tiempo lo acortaron a Mexitli y luego a México, finalmente llegaron a llamarse a sí mismos los mexica. Por signo adoptaron el águila posada en el nopali, y ésta agarrando con el pico el glifo parecido a un listón que simboliza la guerra».

Aunque un buen número de mis nuevos compañeros se estaban riendo en ese momento, perseveré.

«Entonces, los mexica empezaron a extender su influencia y su dominio y muchos pueblos se beneficiaron, lo mismo como mexica adoptivos o como aliados o socios mercantiles. Aprendieron a adorar a nuestros dioses o a variaciones de ellos y nos dejaron apropiarnos de los suyos. Aprendieron a contar con nuestra aritmética y marcar el tiempo con nuestros calendarios. Nos pagan tributo con bienes y con moneda por el miedo a nuestros invencibles ejércitos. Hablan nuestro lenguaje en deferencia a nuestra superioridad. Los mexica han construido la más poderosa civilización que se haya conocido en este mundo, y Mexico-Tenochtitlan se levanta en su centro… In Cem-Anáhuac Yoyotli, El Corazón del Único Mundo».

Besé la tierra en saludo al anciano Señor Maestro y me senté. Todos mis compañeros estaban levantando la mano, pidiendo permiso para hablar, mientras organizaban un gran clamor que iba desde las risas hasta los gritos de mofa. El Señor Maestro hizo un gesto imperioso y el grupo se quedó quieto y silencioso. «Gracias, Cabeza Inclinada —dijo cortésmente—. Me preguntaba cuál sería la versión que estaban enseñando las telpochcaltin mexica en estos días. En historia, usted no conoce casi absolutamente nada, joven señor, y lo poco que sabe está equivocado en casi todo». Enrojecí como si hubiera sido abofeteado. «Señor Maestro, usted me pidió una historia breve. Puedo ampliarla con más detalle».

«Sea usted tan amable de no hacerlo —dijo—, y en compensación le haré el favor de corregir sólo uno de los detalles ya ofrecidos. Las palabras mexica y México no derivan de Metztli, la luna».

Señaló con un movimiento de su mano para que me sentara y se dirigió a todos los estudiantes. «Jóvenes señores y señoras, esto esclarece lo que con frecuencia les he dicho de la historia del mundo que probablemente escucharán, porque algunas narraciones están tan llenas de imposibles invenciones como de vanidad. Es más, nunca he encontrado a un historiador o a ninguna clase de profesional erudito, que pudiera poner en su trabajo la más mínima traza de humor, de picardía o de jovialidad. No he hallado a ninguno que no considerara su materia en particular como la más vital y digna de estudio. Ahora bien, sí concedo importancia a esas obras eruditas, pero ¿es necesario que la importancia ponga siempre una cara larga de severa solemnidad? Quizá los historiadores sean hombres serios y la historia sea a veces tan solemne que entristezca. Sin embargo, la historia está hecha por gente y ésta frecuentemente comete travesuras o da cabriolas mientras la hace. La verdadera historia de los mexica lo confirma».

Me habló directamente a mí, otra vez. «Cabeza Inclinada, sus antepasados azteca no aportaron nada a este valle: ninguna sabiduría antigua, ningún arte, ninguna ciencia, ninguna cultura. Lo único que trajeron fueron sus propias personas: un pueblo nómada, furtivo, lamentablemente armado, que llevaban pieles raídas repletas de sabandijas y que adoraban a un dios repulsivamente bélico ansioso de matanzas y de derramamiento de sangre. Ese populacho fue odiado y repelido por todas las demás naciones ya instaladas en este valle. ¿Podría algún pueblo civilizado dar la bienvenida a una invasión de groseros mendigos? Los azteca no se establecieron en aquella isla de la ciénaga, en medio del lago, porque su dios les diera una señal y no fueron hasta allí alegremente. Se quedaron en aquel lugar porque no había otro a donde ir, y nadie más había tenido interés en apropiarse de ese pedazo de tierra rodeado de pantanos».

Mis compañeros me observaban con el rabillo del ojo. Intenté no demostrar ninguna angustia ante las palabras de Neltitica. «Los azteca no construyeron inmediatamente grandes ciudades ni ninguna otra cosa; tuvieron que utilizar todo su tiempo y energía en encontrar algo para comer. No tenían permitido pescar, porque los derechos de pesca pertenecían a las naciones que los rodeaban. Así es que durante mucho tiempo sus antepasados subsistieron con gran dificultad comiendo cosas repugnantes como gusanos, insectos acuáticos, los huevos viscosos de esos bichos asquerosos y la única planta comestible que crecía en esa miserable ciénaga. Ésta era el mexixin, el mastuerzo común, una hierba áspera y de sabor amargo. Sin embargo, si sus ascendientes no tenían otra cosa, Cabeza Inclinada, sí poseían un mordaz sentido del humor. Dejaron de usar el nombre de azteca y se llamaron a sí mismos, con una mofa irónica, los mexica».

El solo nombre produjo más risas entre los estudiantes bien informados. Neltitica continuó: «Con el tiempo, los mexica inventaron el sistema chinámitl de cultivar cosechas adecuadas, pero aun entonces sólo laboraban para sí mismos un mínimo de alimentos básicos, como el maíz y el frijol. Sus chinampa se usaban principalmente para sembrar los vegetales y hierbas menos usuales como tomates, salvia, cilantro y camotes que sus vecinos más elegantes no se molestaban en cultivar. Y los mexica trocaban esas golosinas por los utensilios que necesitaban: aperos, materiales de construcción, telas y armas, que de otra manera las naciones de tierra firme no les hubieran dado voluntariamente. Desde entonces y en adelante, progresaron rápidamente hacia la civilización, la cultura y el poder militar. Pero nunca olvidaron aquella hierba amarga que les había sostenido al principio, el mexixin, y no abandonaron el nombre que habían adoptado de ésta. Mexica es un nombre que ha venido a ser conocido, respetado y temido por todo nuestro mundo, pero solamente quiere decir…».

Hizo una pausa intencionada y sonrió; yo enrojecí de nuevo al escuchar gritar a todo el grupo en coro: «¡La Gente de la Mala Hierba!».

«Entiendo, joven señor, que usted ha hecho algunos ensayos tratando de aprender por sí mismo algo de lectura y escritura —me dijo ásperamente el Señor Maestro de Conocer Palabras, como si creyera que tal educación de hágalo-usted-mismo fuera imposible—. Tengo entendido que ha traído una muestra de su trabajo». Respetuosamente le entregué una larga tira plegada de papel de corteza, de la cual me sentía muy orgulloso. La había dibujado con mucho cuidado y pintado con los colores brillantes que me había dado Chimali. El Señor Maestro tomó el compacto libro y comenzó a desdoblar lentamente sus páginas.

Era una narración de un incidente famoso en la historia de los mexica, cuando acababan de llegar al valle y cuando la nación más poderosa era la de los culhua. El soberano de los culhua era Cóxcox, quien había declarado la guerra al pueblo de Xochimilco e invitado a los recién llegados mexica a combatir como sus aliados. Cuando se había obtenido la victoria, los guerreros culhua regresaron con sus prisioneros xochimilca, en cambio los guerreros mexica regresaron sin ninguno y Cóxcox los tachó de cobardes. Entonces los guerreros mexica abrieron los sacos que cargaban y los vaciaron, dejando salir montones de orejas, todas del lado izquierdo, que habían cortado a la multitud xochimilca que habían vencido. Cóxcox se quedó pasmado y a la vez contento, y desde ese momento los mexica fueron contados y reconocidos como muy buenos guerreros.

Pensé que había trabajado muy bien el episodio con las palabras-pintadas, sobre todo en la meticulosidad con que describí las innumerables orejas y la expresión de pasmo en la cara de Cóxcox. Esperaba, casi congratulándome a mí mismo, la apreciación del Señor Maestro por mi brillante trabajo.

Sin embargo, él estaba ceñudo mientras daba rápidos vistazos a las páginas del libro, que pasaba mirando de un lado a otro de las tiras plegadas; finalmente me preguntó: «¿En qué dirección se supone que se debe leer esto?». Perplejo le dije: «En Xaltocan, mi señor, desdoblamos las páginas a la izquierda. Es decir, para que podamos leer cada tira de izquierda a derecha». «¡Sí, sí! —dijo severamente—. Todos acostumbramos a leer de izquierda a derecha, pero tu libro no tiene ninguna indicación de que se deba de leer así».

«¿Indicación?», dije. «Supongamos que se te ordena escribir en una inscripción que se tendrá que leer en otra dirección, en el friso de un templo o en una columna, por ejemplo, en donde la arquitectura requerirá que sea leído de derecha a izquierda o incluso de arriba hacia abajo». Nunca se me había ocurrido esa posibilidad y así se lo dije.

«Naturalmente que cuando un escribano tiene que pintar a dos personas o a dos dioses conversando, éstos deben ser pintados cara a cara —me dijo con impaciencia—. Sin embargo, hay una regla básica. La mayoría de los individuos tienen que mirar de cara hacia la dirección en que la escritura se deberá leer». Creo que tragué saliva ruidosamente. «¿Nunca te diste cuenta de esta regla tan simple de escritura? —dijo con disgusto—. ¿Tienes el descaro de mostrarme esto? —Y me lo lanzó sin ni siquiera tomarse la molestia de volverlo a doblar—. Cuando mañana asistas a tu primera clase de conocer-palabras, únete al grupo que está allá».

Apuntó a través del prado hacia un grupo que estaba tomando su lección alrededor de uno de los pabellones. Me sentí descorazonado y todo mi orgullo se evaporó. Incluso a esa distancia podía darme cuenta de que todos los estudiantes tenían la mitad de mi estatura y de mi edad.

Era muy mortificante sentarme entre infantes, para empezar desde el principio en ambas materias de historia y de conocimientos de palabras, como si nunca se me hubiera enseñado nada, como si nunca me hubiera esforzado por aprender nada. Así es que me sentí muy contento al descubrir que en el estudio de la poesía, por lo menos, había sólo un grupo de estudiantes, que no estaban divididos en principiantes, aprendices y avanzados, y por este motivo no quedé rezagado en la clase. Entre los estudiantes se encontraban dos príncipes de los alcolhua, el joven Huexotzinca y su medio hermano mayor, el Príncipe Heredero Ixtlil-Xóchitl; había otros nobles que casi rayaban en la ancianidad y también hijas y mujeres de los pípiltin; también asistían más esclavos de los que había visto en otras materias.

Parece que no importaba mucho el autor del poema ni el tema, tanto si era la alabanza a un dios o a un héroe, la narración de un hecho histórico, una canción de amor, una lamentación o una composición satírica; ese poema no se tomaría en consideración por la edad del poeta, su sexo, su posición social, su educación o su experiencia. Un poema simplemente lo es o no lo es. Vive o no existe. Se hacía y era recordado o se olvidaba tan rápidamente como si nunca se hubiese compuesto. Y en esa clase sólo me contentaba con sentarme y escuchar, temeroso de intentar mis propios poemas. No fue sino hasta que pasaron muchos años que pude componer uno y desde entonces lo he escuchado recitar aun a forasteros. Así es que ese poema vivió, pero es tan pequeño que no puedo llamarme poeta por eso.

Recuerdo muy vívidamente la primera vez que asistí a la lección de poesía. Un visitante distinguido había sido invitado por el Señor Maestro a leer sus composiciones y estaba a punto de empezar cuando yo llegué y me senté sobre el pasto, al final del numeroso grupo. No podía verlo bien a esa distancia, pero sí me di cuenta de que era medianamente alto y bien constituido, tenía más o menos la edad de la Señora de Tolan, llevaba un manto de algodón bordado sujeto con un broche de oro y no portaba ningún adorno que hiciera notar su clase social o su oficio. Así es que juzgué que era un poeta profesional, con el talento suficiente como para haber sido recompensado con una pensión y un lugar en la Corte.

Él arregló varias hojas de papel de corteza que tenía en su mano y dio una al esclavo que estaba sentado a sus pies con las piernas cruzadas, sosteniendo sobre ellas un tamborcillo. Entonces el visitante anunció, con una voz que aunque suave se escuchaba bien: «Con permiso del Señor Maestro, mis señores estudiantes, hoy no recitaré ninguna de mis composiciones, sino que recitaré las de un poeta más grande y más sabio. Mi padre». «Ayyo, con mi permiso y placer», dijo el Señor Maestro moviendo benignamente la cabeza. Los estudiantes murmuraron colectivamente ayyo en señal de aprobación, como si cada uno ya conociera los poemas del padre del poeta.

Por todo lo que les he contado acerca de nuestra escritura-pintada, reverendos frailes, ya se habrán dado cuenta de que es inadecuada para la poesía. Nuestros poemas o se transmitían oralmente, o no se conservaban. Cualquiera que escuchaba un poema y le gustaba podía memorizarlo y transmitirlo a otra persona, que a su vez hacía lo mismo. Para ayudar a memorizarlo a los que escuchaban, un poema usualmente era construido de tal manera que las sílabas de sus palabras tenían un ritmo regular y los sonidos eran repetidos en los finales de sus líneas.

Los papeles que el visitante traía tenían solamente las palabras-pintadas para asegurar su memoria y no olvidar u omitir alguna línea, para recordar aquí o allá la importancia de alguna palabra o algún pasaje que su padre, el poeta, hubiese trabajado en un tono especial. El papel que le daba a su esclavo cada vez que empezaba a recitar un nuevo poema, tenía marcado los compases a seguir. En cada papel había rayas de pintura, unas cortas y otras más largas; varias unidas y otras espaciadas. Éstas señalaban al esclavo qué ritmo debía golpear con su mano en el tambor para acompañar la recitación del poeta: algunas veces murmurante, otras con un riguroso énfasis en las palabras y otras como el suave palpitar de un corazón, entre las pausas de las líneas.

Los poemas que el visitante recitó y cantó aquel día fueron felizmente expresados en una cadencia dulce, pero todos tenían un dejo de triste melancolía, como cuando un otoño prematuro penetra calladamente en medio del verano. Después de tantas gavillas de años y sin tener las palabras-pintadas para ayudar a mi memoria, sin ningún tambor que marque sus tiempos y sus pausas, todavía puedo repetir uno de ellos:

Hice una canción en alabanza de la vida,

un mundo tan brillante como de un quétzal la pluma

de cielos turquesa y dorada luz solar,

torrentes de piedrajade, jardines brotar…

Pero el oro puede fundirse, las joyas se romperán.

Las flores se marchitan, sus pétalos se esparcen;

desposeídos de sus hojas, los árboles se entristecen.

El sol se va, las sombras espantosas llegarán.

Ve la belleza perderse, nuestros amores enfriados.

Los dioses desamparan sus altares desgastados.

¿Por qué mi canción de repente me acribilla?

Cuando el recital concluyó, la multitud que escuchaba respetuosa y atentamente se levantó y se separó. Unos vagaban a solas repitiendo, una y otra vez, uno o varios poemas, hasta fijar las palabras en su memoria. Yo era uno de ésos. Otros rodearon al visitante y, besando la tierra delante de él, lo agasajaban dándole las gracias y felicitándolo.

Yo estaba caminando en círculos sobre el pasto con la cabeza inclinada, repitiéndome a mí mismo el poema que acabo de recitarles a ustedes, cuando se me aproximó el joven príncipe Huexotzinca. «Te he estado escuchando, Cabeza Inclinada —me dijo—. Yo también creo que ése es el mejor poema de todos. Y ése me inspiró un poema que está bulléndome en la mente. ¿Quieres ser tan amable de escucharlo?». «Me honra en ser el primero», dije y él recitó este poema:

Ustedes me dicen, entonces, que tengo que perecer

como también tas flores que cultivé perecerán.

¿De mi nombre nada quedará,

nadie mi fama recordará?

Pero los jardines que planté, son jóvenes y crecerán…

Las canciones que canté, ¡cantándose seguirán!

Le dije: «Pienso que es un poema muy bueno, Huéxotzincatzin, y muy real. Seguro que el Señor Maestro te dará su aprobación». Y no estaba adulando servilmente al príncipe, pues como ustedes pueden comprobar, he recordado también ese poema, durante toda mi vida. «De hecho —continué—, pudiera haber sido compuesto por el gran poeta cuyas composiciones acabamos de escuchar». «Yya, no, Cabeza Inclinada —me increpó—. Ningún poeta de nuestro tiempo podrá igualarse con el incomparable Nezahualcóyotl». «¿Quién?». «¿No lo sabes? ¿No reconociste a mi padre cuando recitaba? Él leía las composiciones de su padre, mi abuelo, el Venerado Orador Cóyotl Ayuno».

«¿Cómo? ¿El hombre que recitó era Nezahualpili? —exclamé—. Pero no llevaba ninguna insignia de su dignidad. Ninguna corona o manto emplumado, ningún cayado o bandera…». «Oh, él tiene sus excentricidades. Excepto en las reuniones de estado, mi padre jamás se viste como cualquier Uey-Tlatoani. Cree que un hombre sólo debe ostentar las muestras de sus hazañas. Medallas ganadas o cicatrices, no cosas adquiridas por herencia, compradas o en matrimonio. ¿Pero quieres decir que no has sido todavía presentado a él? ¡Ven!».

Sin embargo, parecía que Nezahualpili tenía también cierta aversión a que su gente le demostrara abiertamente su aprecio, porque cuando el príncipe y yo nos abrimos paso a codazos entre la multitud de estudiantes, él ya se había ido.

La Señora de Tolan no me había engañado cuando me dijo que tendría que trabajar muy duro en la escuela, pero no quiero aburrirlos, reverendos frailes, contándoles mi quehacer diario, ni los sucesos mundanos de mis días o las gavillas de trabajo que llevaba a mis habitaciones al final de cada jornada. Solamente les diré que aprendí aritmética, cómo llevar libros de cuentas y cómo calcular el cambio entre las varias monedas que existían. Estudié también la geografía de estas tierras, si bien en aquel tiempo no se conocía mucho acerca de las que estaban mucho más allá de las nuestras, y que más tarde descubrí explorándolas personalmente. Mientras tanto gozaba y adelantaba cada vez más en mis estudios del conocimiento de las palabras, siendo cada vez más hábil en lectura y escritura. Creo que también progresé mucho con las lecciones de historia, aun cuando éstas refutaran las más fomentadas alabanzas y creencias de los mexica.

El Señor Maestro Neltitica compartía generosamente su tiempo con nosotros, incluso dándonos a algunos lecciones privadas. Me acuerdo de una de ellas, cuando se sentó conmigo y con otro muchacho mucho más joven llamado Póyec, hijo de un noble de Texcoco. «Desgraciadamente hay una brecha en la historia mexica —dijo el maestro— como una grieta ancha hecha en la tierra por un terremoto». Y mientras disertaba, se iba preparando un poquíetl para fumar. Era como tubo hueco y delgado hecho sustancialmente de hueso o de piedrajade, decorativamente tallado, con una boquilla al final de uno de sus lados. En el lado opuesto, que también está abierto, se insertaba un pedacito seco de caña o papel enrollado, firmemente relleno con hojas secas y finamente picadas de la planta picíetl. Algunas veces se mezclaba con hierbas y especias para añadir así sabor y fragancia. El que la usa debe sostener el tubo entre sus dedos y prender fuego, en el extremo opuesto, a la caña o al papel. Su contenido empieza a convertirse lentamente en cenizas humeantes, mientras el que la usa chupa una pizca del humo, lo inhala y, puff, lo hecha fuera otra vez.

Después de darle lumbre con un carbón del brasero, Neltitica dijo: «Solamente hace unas cuantas gavillas de años que el Venerado Orador de los mexica, Itzcoátl, Serpiente de Obsidiana, fraguó la Triple Alianza: mexica-acolhua-tepaneca, siendo por supuesto los mexica la parte dominante. Teniendo segura la eminencia de su pueblo, Serpiente de Obsidiana decretó entonces que se quemaran todos los libros de los días pasados y se escribieran nuevas narraciones para glorificar el pasado de los mexica, para dar a éstos una antigüedad espuria».

Miré al azuloso humo que se levantaba de su poquíetl y murmuré: «Libros… quemados…». Era difícil creer que un Uey-Tlatoani tuviera el corazón de quemar algo tan precioso, irreparable e inviolable como los libros.

«Serpiente de Obsidiana hizo eso —continuó el Señor Maestro— para que su gente creyera que ellos habían sido y siempre serían los verdaderos guardianes del arte y la ciencia, y por lo tanto hacerles creer que su destino era imponer su civilización a cualquier otro pueblo inferior. Sin embargo, ni los mexica podían ignorar la evidencia de que habían existido mucho tiempo antes de su llegada aquí otras civilizaciones avanzadas y civilizadas así es que tuvieron que urdir fantásticas leyendas para ajustarse a esa evidencia». Póyec y yo pensamos en eso y el muchacho sugirió: «¿Quiere usted decir cosas como Teotihuacan? ¿El Lugar En Donde Los Dioses Se Reunieron?». «Ése es un buen ejemplo, joven Póyectzin. Esa ciudad se está cayendo, está desierta y las hierbas crecen entre sus ruinas en este momento, pero obviamente un día fue una ciudad mucho más grande y populosa de lo que Tenochtitlan jamás llegara a ser». Yo dije: «A nosotros nos enseñaron, Señor Maestro, que había sido construida por los dioses cuando ellos se reunieron y decidieron crear la tierra, la gente y las cosas vivientes…». «Por supuesto que les enseñaron eso. Ninguna cosa grandiosa que no haya sido hecha por los mexica, puede atribuirse a otros hombres. —Arrojó una voluta de humo por sus narices y continuó—. Aunque Serpiente de Obsidiana borró todo el pasado histórico de los mexica, no pudo quemar las bibliotecas de Texcoco ni de otras ciudades. Nosotros todavía tenemos archivos que nos dicen cómo era este valle mucho tiempo antes de la llegada de los azteca-mexica. Serpiente de Obsidiana no podía cambiar toda la historia de El Único Mundo». «¿Y hasta dónde llegan esas historias inalteradas?», pregunté. «No lo suficientemente lejos. Nosotros no pretendemos tener una información que data desde la Primera Pareja. Ustedes conocen las leyendas. Esos dos fueron los primeros habitantes de la tierra y después todos los demás dioses y luego la raza de los gigantes. —Neltitica dio dos chupadas meditativas a su poquíetl—. Esa leyenda acerca de los gigantes quizá sea verdad. Todavía se conserva en Texcoco un hueso muy antiguo descubierto por un agricultor cuando cavaba, yo lo he visto, y los cirujanos tíciltin dicen que definitivamente es un hueso humano de la cadera. Y es tan grande como mi estatura». El pequeño Póyec dijo riéndose impertinentemente: «No me importaría conocer a un hombre con una cadera así».

«Bien, dioses y gigantes son cosas para ser ponderadas por los sacerdotes. A mí me interesa la historia de los hombres, especialmente la de los primeros hombres de este valle, los hombres que construyeron ciudades como Teotihuacan y Tolan. Porque todo lo que tenemos lo heredamos de ellos. Todo lo que sabemos lo aprendimos de ellos. —Dio una última chupada y quitó del agujero los residuos quemados de su picíetl, caña—. Quizá nunca lleguemos a saber por qué desaparecieron o cuándo, pero las vigas chamuscadas de sus edificios en ruinas sugieren que fueron asaltados por merodeadores que les hicieron huir. Probablemente los salvajes chichimeca, la Gente Perro. Lo poco que hemos podido leer en los murales que se conservan, en tallas esculpidas y en su escritura-pintada, ni siquiera nos dicen el nombre de ese pueblo desaparecido. Sin embargo, sus cosas están ejecutadas con tanto arte, que nosotros, con respeto, nos referimos a sus constructores como los tolteca: los Maestros Artistas, y por muchas gavillas de años hemos estado tratando de igualar sus conocimientos». «Pero —dijo Póyec— si los tolteca se fueron hace tanto tiempo, no veo cómo pudimos aprender de ellos». «Porque unos cuantos individuos pudieron sobrevivir, aun cuando la masa de ellos, como nación, desapareció. Debió de haber algunos supervivientes que se internaron en los altos riscos y en lo profundo de las florestas. Esos tolteca que no murieron debieron de sufrir en su escondrijo, aun conservando parte de sus libros y de sus conocimientos, con la esperanza de que su cultura pasara a sus hijos y a los hijos de sus hijos, cuando se mezclaron en matrimonio con otras tribus. Desafortunadamente, los únicos pueblos que había en aquel entonces eran totalmente primitivos: los insensibles otomi, los frívolos purémpecha y, por supuesto, los por siempre presentes, la Gente Perro». «Ayya —dijo el joven Póyec—. Los otomi todavía no aprendían el arte de escribir. En cuanto a los chichimeca, por aquellos días todavía comían su propio excremento». «Sin embargo, aun dentro de los bárbaros pudo haber un puñado de especímenes extraordinarios —dijo Neltitica—. Debemos suponer que los tolteca escogieron cuidadosamente a sus compañeras y que sus hijos y nietos hicieron lo mismo, y así se pudo mantener por lo menos un poco de sangre superior. Cada recuerdo de los antiguos conocimientos tolteca, transmitidos de padres a hijos, debió de haber sido un sagrado depósito de familia. Hasta que, finalmente, empezaron a llegar a este valle otros pueblos del norte, también primitivos, pero capaces de reconocer, apreciar y utilizar ese tesoro de conocimientos. Pueblos nuevos deseosos de mantener vivo el rescoldo por tanto tiempo bien guardado, para convertirlo nuevamente en flama».

El Señor Maestro hizo una pausa para poner una nueva caña en el agujero de su picíetl. Muchos hombres fumaban el poquíetl porque decían que el fumar les conservaba sus pulmones limpios y saludables. Yo también tuve ese hábito cuando fui más viejo y para mí fue una gran ayuda para la meditación, pero Neltitica fumaba más que cualquier hombre, más que todos los que yo conocí en mi vida. Quizá por ser tan adicto a eso, logró conservar una sabiduría excepcional y una vida larga.

Él continuó: «Los primeros que llegaron del norte fueron los culhua. Los acolhua, mis antepasados y los suyos, Póyectzin. Después de ellos todos los demás que se han asentado en el lago: los tecpaneca, los xochimilca y demás. Entonces como ahora se llamaban a sí mismos por diferentes nombres y sólo los dioses saben de dónde vinieron originalmente, pero todos esos emigrantes llegaron aquí hablando uno u otro dialecto del lenguaje náhuatl. Una vez establecidos en este lago, empezaron a aprender de los descendientes de los desaparecidos tolteca, lo que éstos recordaban de sus artes y oficios». «Esto no pudo haber sido hecho en un solo día —dije—. O en una gavilla de años». «No, y quizá no en pocas gavillas de años —dijo Neltitica—. Pero durante la mayor parte de este largo aprendizaje, tomado de esos tenues retazos de información, ensayado con errores y hecho por imitación, la mayoría de los pueblos se comprometieron a compartir este aprendizaje y el más rápido en aprender era cumplimentado por todos los demás. Afortunadamente, esos culhua, acolhua, tecpaneca y todos los demás se podían comunicar en un lenguaje común, así es que todos trabajaron juntos. Mientras tanto, fueron echando gradualmente a los pueblos inferiores lejos de esta región. Los purémpecha se fueron hacia el oeste; los otomi y los chichimeca, hacia el norte. Las naciones que hablaban náhuatl se quedaron y crecieron en conocimientos y perfección dentro de una misma paz. Cuando estos pueblos alcanzaron un cierto grado de civilización, dejaron de ayudarse mutuamente y empezaron a competir entre ellos por la supremacía. Fue entonces cuando llegaron los todavía primitivos azteca». El Señor Maestro me miró. «Los azteca o mexica se asentaron en medio de una sociedad que ya estaba bien desarrollada; sin embargo, esa sociedad se encontraba entonces dividida en facciones rivales. Los mexica se las ingeniaron para poder sobrevivir hasta que Cóxcox, el gobernante de los culhua, condescendió en nombrar a uno de sus nobles, llamado Acamapichtli, como el primer Uey-Tlatoani de los azteca. Acamapichtli introdujo a los mexica en el arte de conocer las palabras, y después en todos aquellos conocimientos que ya habían sido salvados y compartidos por todas las naciones asentadas aquí desde hacía muchos años. Los mexica estaban ávidos de aprender y ya sabemos qué uso dieron a ese aprendizaje. Instigaron a las facciones rivales de estas tierras a luchar entre ellas, asegurándoles su lealtad primero a unas y luego a otras, hasta que finalmente consiguieron la supremacía en conocimientos militares, por encima de todas las demás naciones».

El pequeño Póyec de Texcoco me lanzó una mirada como si yo tuviese la culpa de la agresividad de mis ancestros, pero Neltitica siguió hablando desapasionadamente como un historiador destacado: «Todos sabemos cómo han crecido y prosperado los mexica desde entonces. Han dejado atrás en riqueza e influencia a todas esas otras naciones que una vez los consideraron insignificantes. Su Tenochtitlan es la ciudad más rica y opulenta que se ha construido desde los días de los tolteca. Aunque se hablan incontables lenguas en el Único Mundo, los ejércitos, mercaderes y exploradores mexica, que han llegado muy lejos, hacen de nuestro náhuatl una segunda lengua entre todos los pueblos desde los desiertos del norte hasta las selvas del sur». Él debió de ver mi sonrisa de satisfacción porque concluyó: «Pienso que esas adquisiciones deberían ser suficientes para que los mexica se sintieran satisfechos, pero no, han seguido insistiendo en conseguir más honores. Volvieron a escribir sus libros tratando de persuadirse, y de convencer a los demás, de que siempre han sido la nación más notable de esta región. Los mexica se pueden engañar a sí mismos y puede ser que defrauden a los historiadores de las próximas generaciones, pero creo que he demostrado ampliamente que los usurpadores mexica no son los grandes tolteca reencarnados».

La primera Señora de Tolan me invitó a tomar chocólatl en sus habitaciones y acudí ansioso, pues una pregunta bullía en mi mente. Cuando llegué, su hijo el Príncipe Heredero estaba allí y guardé silencio mientras discutían pequeños detalles concernientes al funcionamiento del palacio. En cuanto hicieron una pausa en su coloquio, intrépidamente dejé caer la pregunta. «Usted nació en Tolan, mi señora, que una vez fue una ciudad tolteca. ¿Entonces es usted una toltécatl?».

Ambos, ella y Ixtlil-Xóchitl me miraron sorprendidos; después ella sonrió: «Cualquier persona en Tolan, Cabeza Inclinada; cualquier persona en cualquier parte, se sentiría orgullosa de poder proclamar que tiene tan sólo una gota de sangre tolteca. Pero honestamente, ayya, yo no puedo. Durante todo el tiempo que podemos recordar, Tolan siempre ha sido parte del territorio de los tecpaneca, así es que yo vengo de estirpe tecpaneca, si bien sospecho que hace mucho tiempo en nuestra familia hubo uno o dos otomi antes de que esa raza saliera del valle».

Dije decepcionado: «¿Entonces no hay ninguna huella de los tolteca en Tolan?». «En la gente, ¿quién puede decirlo con certeza? En el lugar, sí. Están las pirámides, las terrazas empedradas y las amplias plazas amuralladas. Las pirámides han sido deslavadas por la erosión, las terrazas están sumidas y agrietadas y las paredes se han caído en algunos lugares. Sin embargo, los exquisitos patrones en donde sus piedras habían estado asentadas, son todavía discernibles, como también, aquí y allá, los bajorrelieves tallados y los fragmentos de sus pinturas. Sus muchas e impresionantes estatuas son las que están menos deterioradas». «¿De los dioses?», pregunté. «No, no lo creo, porque todas tienen la misma cara. Son del mismo tamaño y forma, esculpidas de manera simple y natural, no en el estilo complejo de nuestro tiempo. Son columnas cilíndricas, como si alguna vez hubieran soportado algún techo imponente. Estas columnas están esculpidas en forma de seres humanos, parados; si puedes imaginarlos casi tres veces más altos que cualquier otro».

«Quizá sean los retratos de los gigantes que vivieron en la tierra después de los dioses», sugerí, recordando el monstruoso hueso de la cadera del que me había hablado Neltitica. «No, yo creo que representan a los mismos tolteca, sólo que en proporciones mayores a su tamaño real. Sus rostros no son severos, ni brutales, ni arrogantes, como se podría esperar de los dioses o de los gigantes. Tienen una expresión de sosegada vigilancia. Muchas de sus columnas yacen derrumbadas y esparcidas alrededor, abajo en la tierra, pero otras todavía están en lo alto de las pirámides, mirando a través de la campiña como si esperaran paciente y tranquilamente».

«¿Y qué supone usted que están esperando?». «Quizá el regreso de los tolteca. —Había sido Ixtlil-Xóchitl quien contestó, añadiendo una risa seca—: Emergiendo de donde han estado escondidos durante todas estas gavillas de años. Regresando con poder y furia a conquistarnos a nosotros los intrusos; a rescatar estas tierras que una vez fueron de ellos». «No, mi hijo —dijo la Señora de Tolan—. Ellos nunca fueron un pueblo guerrero, ni lo querían ser, y eso fue su ruina. Si alguna vez pudieran regresar, lo harían en paz».

Ella sorbió su chocólatl e hizo una mueca; se le había acabado la espuma. Tomó de una mesa colocada a su lado el batidor de grandes y pequeños anillos de madera, que se entremezclaban sueltos y ligeramente colgantes en su base cóncava, tallado hábilmente en una sola pieza alargada de cedro aromático. Lo metió en su taza, y agarrando el palo entre las dos manos lo frotó vigorosamente, haciendo girar los anillos del batidor, hasta que el líquido rojizo se esponjó, quedando otra vez espumoso.

Después de otro sorbo, lamió la espuma de su labio superior y me dijo: «Ve alguna vez a la ciudad de Tenochtitlan, Cabeza Inclinada, y contempla los murales que quedaron allí. Solamente uno de ellos muestra a un guerrero, y éste solamente está jugando a la guerra. Su espada no tiene filo, sólo un penacho de plumas en la punta y sus flechas están guarnecidas por bolitas de hule, como las que se usan para enseñar a los muchachos el tiro al arco». «Sí, mi señora, yo he utilizado esas flechas cuando practicaba los juegos de guerra». «Al ver otros murales, suponemos que los tolteca nunca ofrecieron sacrificios humanos a sus dioses, sino solamente mariposas, flores, codornices y cosas semejantes. Los tolteca fueron un pueblo pacífico porque sus dioses eran bondadosos. Uno de ellos fue, y es, ese Quetzacóatl que todavía es adorado por todas las naciones cercanas y lejanas. El concepto que los tolteca tenían de la Serpiente Emplumada nos dice mucho acerca de ellos. ¿Quién sino un sabio y benévolo pueblo nos hubiera podido legar un dios que mezcla tan armoniosamente el señorío y la belleza? La más pavorosa y más graciosa de todas las criaturas, la víbora, cubierta no de escamas duras, sino del suave y bello plumaje del pájaro quétzal tótotl». Dije: «Me enseñaron que la Serpiente Emplumada realmente vivió una vez en estas tierras y que algún día regresará otra vez». «Sí, Cabeza Inclinada, de lo que podemos entender de los restos de la escritura tolteca, es verdad que vivió una vez. Fue hace mucho tiempo Uey-Tlatoani, o como los llamaran los tolteca, y debió de haber sido un gobernante muy bueno. Se dice que Quetzacóatl, el hombre no el dios, inventó la escritura, los calendarios, los mapas de las estrellas y los números que usamos. También se dice que nos dejó la receta del ahuacamoli y de todas las otras moli, salsas, aunque realmente no puedo imaginarme a Quetzalcóatl haciendo el trabajo de un cocinero».

Se sonrió y sacudió su cabeza, luego se puso seria otra vez. «Se dice que durante su reinado, en todos los terrenos agrícolas crecían no sólo el algodón blanco, sino también algodón de todos los colores como si ya hubiesen sido teñidos, y que un hombre sólo podía cargar una sola mazorca de maíz. Se dice también que no había desiertos en aquel tiempo, sino árboles frutales y flores creciendo por doquier, en gran abundancia, y el aire estaba perfumado de todas esas fragancias, entremezcladas…». Yo pregunté: «¿Usted cree, mi señora, que es posible que él regrese otra vez?».

«Bien, él se fue lejos antes de que lo hiciera su pueblo, y se fue solo. Las leyendas dicen que después de haber hecho mucho bien a su pueblo, Quetzalcóatl, de alguna manera y sin quererlo, cometió un pecado tan pavoroso, o hizo algo que violentó tanto sus propias y elevadas normas de conducta, que voluntariamente abdicó su trono. Se fue hacia la orilla del mar oriental y construyó una balsa, unos dicen que la hizo con plumas tejidas entrelazadas, otros que la construyó entretejiendo víboras vivas. En sus últimas palabras a los afligidos tolteca, les juró que regresaría algún día. Remó lejos y se desvaneció más allá de la orilla oriental del océano. Desde entonces, Serpiente Emplumada ha sido el único dios reverenciado por cada nación y cada pueblo que conocemos. Sin embargo todos los tolteca han desaparecido desde entonces y Quetzalcóatl todavía no ha regresado». «Pero puede ser que ya lo hubiera hecho, puede ser que sí —dije—. Según nuestros sacerdotes, los dioses caminan frecuentemente entre nosotros sin ser reconocidos». «Como mi Señor Padre —dijo Ixtlil-Xóchitl riéndose—, pero yo creo que sería muy difícil que no reconociéramos a Quetzalcóatl. La reaparición de un dios ciertamente debería hacer mucho ruido. Ten la seguridad, Cabeza Inclinada, de que si alguna vez regresa Quetzalcóatl, con o sin comitiva tolteca, lo reconoceremos».

Abandoné Xaltocan cerca de la temporada de lluvias en el año Cinco Cuchillo y a excepción de anhelar la presencia de Tzitzitlini, había estado tan absorto en mis estudios y en los deleites de la vida de palacio, que apenas me había dado cuenta del rápido transcurrir del tiempo. Francamente me sorprendí cuando mi compañero de escuela, el príncipe Huexotzinca, me informó que en dos días más sería el primero de los nemontemtin, los cinco días muertos. Tuve que contar con mis dedos para poder creer que ya había estado fuera de mi casa más o menos un año entero y que éste se acercaba a su fin. «Todas las actividades serán interrumpidas durante los días huecos —dijo el joven príncipe—. Así es que este año tendremos la oportunidad de movilizar toda la Corte hacia nuestro palacio de Texcoco, y celebrar allí el mes de Cuáhuitl Ehua».

Ése era el primer mes de nuestro año solar. Su nombre significa El Árbol Es Levantado y se refiere a las numerosas y elaboradas ceremonias durante las cuales las gentes de todas las naciones tenían la costumbre de suplicar al dios de la lluvia, Tláloc, que el siguiente verano fuera abundante en lluvias.

«Como estoy seguro de que querrás estar con tu familia en esta ocasión —continuó Huexotzinca—, te pido que aceptes que mi acali personal te lleve hasta allá. Lo enviaré otra vez por ti cerca del Cuáhuitl Ehua, para que te reúnas con nosotros en la Corte de Texcoco». Todo eso sucedió muy repentinamente, pero acepté mostrándole mi gratitud por su amabilidad. «Solamente te pido una cosa —dijo—. ¿Podrías estar listo para partir mañana temprano? Comprende, Cabeza Inclinada, que mis remeros querrán estar de vuelta a sus hogares de la playa, sanos y salvos antes de que empiecen los días muertos».

¡Ah, el Señor Obispo! Una vez más estoy contento y me siento muy honrado de que Su Ilustrísima adorne con su presencia nuestra pequeña reunión. Y una vez más, mi señor, su indigno siervo se atreve a darle la bienvenida saludándolo respetuosamente.

… Sí, entiendo, Su Ilustrísima. Usted dice que hasta estos momentos no he hablado lo suficiente sobre los bárbaros ritos religiosos de mi pueblo y que usted en persona quiere oír especialmente acerca de nuestro temor supersticioso por los días huecos y que también desea escuchar mi narración sobre los ritos paganos de petición al dios de la lluvia. Entiendo, mi señor, y no se preocupe usted, que diré todo lo que sus oídos desean escuchar. En el caso de que mi viejo cerebro vague en sus recuerdos o de que mi lengua ya vieja pase demasiado superficialmente sobre algunos detalles pertinentes, por favor, Su Ilustrísima, no vacile usted en interrumpirme con preguntas o demandas para su esclarecimiento.

Sepan ustedes que fue en el día seis antes del último día del año Seis Casa, cuando el endoselado acali tallado, y con banderolas del príncipe Huexotzinca, me dejó en el embarcadero de Xaltocan. La espléndida nave con seis remeros que me habían prestado, avergonzó un poco a la canoa descubierta de dos remos del Señor Garza Roja, quien ese mismo día regresaba con su hijo de la escuela, para el mes ceremonial de Cuáhuitl Ehua. Incluso yo iba mucho mejor vestido que ese principito de provincia, y Pactli inclinó la cabeza involuntariamente congraciándose conmigo, antes de reconocerme; al hacerlo, su rostro se heló.

En mi casa se me dio una bienvenida como a un héroe que regresara de una guerra. Mi padre puso sus manos sobre mis hombros, que ya habían alcanzado casi la misma estatura de los suyos y también su anchura. Tzitzitlini me envolvió con sus brazos, apretándome de una manera que hubiera parecido propia de una hermana para alguien que no hubiera visto cómo sus uñas se clavaban sugestivamente en mi espalda. Hasta mi madre estaba admirada, especialmente por mi traje. Yo llevaba, deliberadamente, mi manto más bellamente bordado, sosteniéndolo con mi broche de hematites al hombro y calzaba mis sandalias doradas que se ataban casi hasta la rodilla.

Amigos, familiares y vecinos se arremolinaban a mi alrededor, para mirar embobados al viajero que había regresado. Me sentí muy feliz al ver entre ellos a Tlatli y a Chimali, quienes habían tenido que mendigar el viaje desde Tenochtitlan, en unos de los acaltin cargadores de cantera que regresaban a la isla para ser amarrados en el embarcadero durante los cinco días muertos. Los tres cuartos y el zaguán de mi casa, que parecían haberse contraído curiosamente, se desbordaban de visitantes. No atribuyo eso a mi popularidad personal, sino al hecho de que a la medianoche, empezarían los días huecos, durante los cuales no habría ninguna reunión social.

Pocas personas entre las allí reunidas, a excepción de mi padre y de algunos otros canteros, habían salido de nuestra isla y naturalmente estaban ansiosos de oír acerca del mundo exterior. Sin embargo, hicieron pocas preguntas, parecían estar muy contentos escuchándonos a Chimali, a Tlatli y a mí intercambiar las experiencias vividas en nuestras respectivas escuelas.

«¡Escuelas! —resopló Tlatli—. Es bien poco el tiempo precioso que tenemos para trabajos escolares. Cada día los viles sacerdotes nos levantan en la madrugada para barrer y limpiar nuestros cuartos y todos los demás del edificio. Luego tenemos que ir al lago a atender las chinampa de la escuela y a recoger maíz y frijol para la cocina, o ir por todo el camino de la tierra firme a cortar madera para los fuegos sagrados y a partir y llenar bolsas con espinas de maguey». Dije: «La comida y la leña lo puedo entender, pero ¿para qué las espinas?». «Para penitencia y castigo, amigo Topo —gruñó Chimali—. Violas la menor regla y un sacerdote te obliga a pincharte repetidas veces. En los lóbulos de las orejas, en los pulgares y brazos, incluso en las partes privadas. Estoy punzado en todas partes». «También sufren hasta los que se comportan muy bien —agregó Tlatli—. Un día sí y otro no, parece que hay una fiesta para algún dios, incluyendo a muchos de los que jamás he oído hablar, y cada muchacho tiene que verter su sangre para la ofrenda».

Uno de los que escuchaba preguntó: «¿Y cuándo tenéis tiempo de estudiar?». Chimali hizo una mueca. «El poco tiempo que nos queda no nos rinde mucho. Los maestros sacerdotes no son hombres instruidos. No saben nada excepto lo que está en los libros de texto y éstos están ya tan viejos y manchados que se cae a pedazos la corteza». Tlatli dijo: «Chimali y yo tenemos suerte, aunque sea en dos aspectos. Nosotros no fuimos a aprender libros, así es que la falta de esto no nos preocupa, además, pasamos la mayor parte de los días en los talleres de nuestros maestros de arte, quienes no pierden el tiempo en esas boberías religiosas. Nos hacen trabajar muy duro, así es que aprendemos lo que nosotros fuimos a aprender». «Lo mismo les sucede a algunos otros muchachos —dijo Chimali—. Aquellos que como nosotros son aprendices de físicos, trabajadores en pluma, músicos y demás; pero siento piedad hacia los que fueron a aprender las materias del arte del conocimiento de palabras. Cuando no están ocupados en ritos y en su propia mortificación o en labores serviles, son instruidos por sacerdotes que son tan ignorantes como cualquiera de los estudiantes. Puedes alegrarle, Topo, de no haber podido entrar en un calmécac. Hay poco que aprender en uno de ellos, a no ser que hubieras deseado ser sacerdote». «Y nadie —dijo Tlatli con un estremecimiento— desearía ser un sacerdote de ningún dios, a menos de que nunca quisiera practicar el sexo, ni tomar un trago de octli o ni siquiera bañarse una vez en su vida. A menos de que disfrute verdaderamente infligiéndose daño a sí mismo, tanto como viendo a la demás gente sufrir».

Una vez había sentido envidia de Tlatli y de Chimali, cuando ellos se vistieron con sus mejores mantos y se fueron a sus respectivas escuelas, y sin embargo, en esos momentos, allí estaban con sus mismos mantos y siendo ellos, entonces, los que me envidiaban. No tuve que decir una palabra acerca de la vida lujosa que gozaba en la Corte de Nezahualpili. Quedaron suficientemente impresionados cuando hice notar que nuestros textos eran pintados sobre piel de cervato para que duraran más, cuando mencioné la ausencia de interrupciones religiosas, las escasas reglas y poca rigidez, así como también la buena voluntad de los maestros para instruirnos en sesiones privadas. «¡Imagínense ustedes! —murmuró Tlatli—. Maestros que han trabajado en lo que enseñan». «Textos en piel de cervato», murmuró Chimali.

Hubo una conmoción entre las personas que estaban cerca de la puerta y de repente entró Pactli, como si deliberadamente hubiera planeado su llegada para demostrar ser una obra superior del más selecto y prestigioso tipo de calmécac. Numerosas personas se agacharon a besar la tierra en saludo al hijo de su gobernador, pero no había espacio suficiente para que todos lo hicieran.

«Mixpantzinco», le saludó mi padre con inseguridad.

Desairándolo, sin molestarse en contestar la tradicional respuesta, Pactli me habló directamente: «Vengo a pedir tu ayuda, joven Topo. —Me tendió una tira de papel de corteza y dijo con camaradería—: Tengo entendido de que tus estudios se concentran en el arte del conocimiento de las palabras y te ruego que me des tu opinión acerca de este intento mío, antes de que regrese a la escuela y lo someta a la crítica de mi Señor Maestro». Pero mientras me hablaba, sus ojos se desviaban hacia mi hermana. Debió de haberle costado un tormento al Señor Alegría, pensé, el haber tenido que servirse de mí como una excusa para poder visitar a Tzitzi antes de que la medianoche hiciera su visita imposible.

A Pactli en realidad le importaba muy poco mi opinión sobre su escrito, ya que en esos momentos miraba a mi hermana abiertamente, así es que lo ojeé y dije con aburrimiento: «¿En qué dirección se supone que tengo que leer esto?». Algunas personas se escandalizaron por el tono de mi voz y Pactli gruñó como si le hubiese abofeteado. Me miró con ira y dijo entre dientes: «De izquierda a derecha, Topo, como tú bien sabes». «Usualmente de izquierda a derecha, sí, pero no siempre —dije—. La primera y más básica regla de escritura, que aparentemente usted no ha comprendido, es que la mayoría de sus caracteres pintados deben encararse en la dirección hacia donde la escritura debe ser leída».

Debí de haberme sentido muy orgulloso de mis finas vestiduras y también por haber llegado recientemente de una corte mucho más culta que la de Pactli y de ser el centro de atención de una casa llena de amigos y parientes, porque si no, probablemente no me habría atrevido a violar las reglas convencionales del servilismo. Sin molestarme en examinar más el papel, lo doblé y se lo devolví.

¿Alguna vez ha notado, Su Ilustrísima, cómo la rabia puede hacer que diferentes personas adquieran distintos colores? La cara de Pactli estaba casi morada; la de mi madre, casi blanca. Tzitzi se llevó la mano a la boca, de la sorpresa, pero luego se rió, lo mismo que Tlatli y Chimali. Pactli desvió su mirada ominosa de mí a ellos y luego la deslizó por toda la concurrencia, de la cual la mayoría de las personas parecían querer volverse aun de otro color: el color invisible del aire. Mudo de coraje, el Señor Alegría comprimió el papel encerrándolo en su puño y salió a grandes zancadas empujando rudamente con los hombros a los que no pudieron cederle inmediatamente el paso.

La mayoría de los demás concurrentes también se fueron casi de inmediato, como si de esa manera pudieran desasociarse de mi insubordinación. Usaron el pretexto de que sus casas estaban más o menos lejos de la nuestra y que querían apurarse en llegar antes del oscurecer y así asegurarse de que ninguna ascua quedara accidentalmente encendida en sus hogares. Mientras la gente se salía, Tlatli y Chimali me lanzaron sonrisas de aprobación, Tzitzi me apretó la mano, mi padre se veía afligido y mi madre tenía una expresión helada. Sin embargo, no todos se fueron. Se quedaron algunos de los huéspedes que fueron lo suficientemente fieles o lo suficientemente necios como para no sentirse aterrorizados por mi manifiesta rebeldía, rebeldía que había ostentado precisamente en la vigilia de los días huecos.

Verán ustedes, durante esos cinco días que estaban por llegar, cualquier cosa era consideraba como una imprudencia, patentemente infructífera y posiblemente arriesgada. Los días no eran realmente días; eran solamente un intervalo hueco necesario entre el último mes de Xiutecutli y el próximo mes del año de Cuáhuitl Ehua; los días existían tanto como existe un vacío. Por lo que nosotros tratábamos de mantener nuestra propia existencia lo más imperceptiblemente posible. Ésa era la época del año en que los dioses flojeaban y se adormecían; incluso el sol, Tonatíu, estaba pálido, frío y débil en el cielo. Ninguna persona razonable haría nada por estorbar la languidez de los dioses y exponerse a sus iras.

Así es que durante esos cinco días vacíos, todo el trabajo se interrumpía. Todas las actividades cesaban, excepto los trabajos más esenciales e inevitables. Todos los fuegos de los hogares, de las antorchas y de las lámparas eran extinguidos. No se cocinaba y solamente se servían comidas magras y frías. La gente no viajaba, ni visitaba, ni se reunía. Los esposos refrenaban su relación sexual. (También lo hacían y tomaban precauciones nueve meses antes de los nemontemtin, porque un niño nacido durante esos días huecos rara vez sobrevivía a ellos). En todas nuestras tierras, la gente se quedaba dentro de sus casas y se ocupaba en pasatiempos triviales como afilar sus aperos, componer sus redes o simplemente sentarse desanimadamente.

Supongo que puesto que los días huecos eran por sí mismos de tan mal agüero, era lógico que las visitas que se quedaron en nuestra casa aquella noche, conversaran sobre el tema de augurios y presagios. Tlatli, Chimali y yo nos sentamos aparte y seguimos comparando nuestras respectivas escuelas, pero alcanzaba a oír retazos de las pláticas de nuestros mayores: «Fue hace un año que ella pisó a su pequeña que estaba gateando en el piso de la cocina. Debí haberle dicho lo que ella estaba haciendo al tonali de la niña. Ésta no ha crecido ni dos dedos en un año entero desde que la pisó; va a ser una enana, esperad y lo veréis». «Antes me burlaba, pero ya no, porque sé que son verdad las viejas historias sobre los sueños. Una noche soñé que una jarra de agua se había roto y al día siguiente mi hermano Xícama moría accidentado en la cantera, como recordaréis». «Algunas veces los resultados calamitosos no suceden hasta pasado mucho tiempo y uno incluso puede haber olvidado cuál fue la acción descuidada que los provocó. Como aquella vez, hace ya años, en que avisé a Teoxihuítl para que tuviera cuidado con su escoba, pues la vi barrer encima del pie de su hijo que jugaba en el piso. Efectivamente, cuando el muchacho creció, se casó con una viuda casi tan vieja como su madre Teoxihuítl, lo que hizo de él el hazmerreír de la aldea». «Una mariposa voló en círculos encima de mi cabeza, y hasta un mes más tarde no supe que en ese mismo día mi única hermana, Cueponi, había muerto en su casa de Tlacopan. Pero debería haberlo sabido por la mariposa, pues ella era mi más querida hermana y mi familiar más cercano».

No pude evitar el reflexionar en dos cosas. Una era que todo el mundo en Xaltocan, realmente hablaba de una manera muy poco refinada comparado con el náhuatl con el cual me había llegado a acostumbrar últimamente; la otra, que todos los augurios a que nuestras visitas se referían, parecían solamente presagiar nada más que mala fortuna, privaciones, miserias o adversidad.

En ese momento me distrajo Tlatli diciéndome algo que había aprendido de su Señor Maestro de Escultura. «Los humanos son las únicas criaturas que tienen narices. No, no te rías, Topo. De todas las cosas vivientes que esculpimos, solamente los hombres y las mujeres tienen narices que no son solamente parte de un hocico o de un pico, sino que se proyectan de la cara. Así que, como elaboramos nuestras estatuas con tantos detalles decorativos, mi maestro me ha enseñado a esculpir siempre a un humano con una nariz algo exagerada. De este modo cualquier persona viendo hasta la estatua más complicada y aun siendo un ignorante en arte, puede saber a primera vista que representa a un ser humano y no a un jaguar o a una serpiente o incluso a la cara de rana de la diosa del agua Chalchihuitlicué».

Asentí y guardé esa idea en mi memoria. Desde entonces hice lo mismo con mi escritura-pintada y muchos otros escribanos imitaron mi práctica de dibujar siempre a los hombres y a las mujeres con narices prominentes. En el caso de que nuestra gente esté condenada a desaparecer de la tierra, como los tolteca, confío en que nuestros libros sobrevivirán. Los futuros lectores de nuestra pintura escritura-pintada podrán interpretar que todos los habitantes de estas tierras eran aguileños como los maya, pero no tendrán ningún problema en distinguir entre un rasgo humano y el de un animal, o el de los dioses con aspecto de animales.

«Gracias a ti, Topo, he ideado una firma única para mis pinturas —dijo Chimali sonriendo tímidamente—. Otros artistas firman sus obras con los glifos de sus nombres, pero yo uso esto». Me mostró una tabla de más o menos el tamaño de una sandalia, con innumerables astillas pequeñitas de aguda obsidiana incrustada en toda su superficie. Me sobresalté y me sentí horrorizado cuando golpeó fuertemente su mano izquierda abierta contra la tabla, entonces, todavía riéndose, la mantuvo abierta para que viera la sangre que se escurría de su palma y de cada uno de sus dedos. «Puede ser que haya otros artistas llamados Chimali, pero fuiste tú, Topo, quien me enseñó que no hay dos manos iguales. —La suya estaba en esos momentos completamente cubierta de sangre—. Por lo tanto, tengo una firma que nunca podrá ser imitada». Apretó con su mano izquierda el barro de la gran jarra que servía de depósito de agua para la casa, que estaba allí cerca. Sobre su opaca superficie de arcilla pardusca quedó una brillante huella roja.

Viaje usted por estas tierras, Su Ilustrísima, y verá esa misma firma en muchos de los murales de los templos y en las pinturas de los palacios. Chimali dejó una cantidad prodigiosa de sus obras antes de abandonar el trabajo.

Él y Tlatli fueron los últimos invitados en dejar nuestra casa esa noche. Los dos se quedaron a propósito hasta que se escucharon los tambores y las trompetas de concha, que desde el templo de la pirámide anunciaban el comienzo de los nemontemtin. Mientras mi madre se apresuraba alrededor de la casa apagando las luces, mis amigos también corrían para llegar a sus hogares antes de que los toques de tambor y los roncos sonidos dejaran de oírse. Era arriesgado para ellos, ya que si los días huecos eran malos, sus noches sin luz eran peor; pero el hecho de que mis dos amigos se quedaran hasta tan tarde, me salvó del castigo que me esperaba por haber insultado al Señor Alegría. Ni mi padre, ni mi madre, podrían encargarse de algo tan serio como un castigo durante los días que seguían y ya para cuando los nemontemtin terminaron el asunto había sido totalmente olvidado.

Sin embargo, esos días no estuvieron exentos de acontecimientos notables para mí. Durante uno de ellos, Tzitzi me llevó aparte para susurrarme urgentemente. «¿Es que tengo que ir a robar otro hongo sagrado?». «Hermana impía —le siseé, pero no con ira—. El acto del ahuilnemíliztl está prohibido en este tiempo aun a los esposos». «Solamente a los esposos, para ti y para mí está prohibido siempre, así es que no corremos un riesgo excepcional».

Antes de que yo pudiera decir algo más, se alejó de mí y fue hasta la enorme jarra, que le llegaba a la cintura y que contenía la provisión de agua para toda la casa; aquella que llevaba la huella de sangre de Chimali. La empujó con todas sus fuerzas volcándola y rompiéndola, y el agua se vertió en cascada por el piso de piedra. Nuestra madre se precipitó dentro del cuarto y soltó una de sus diatribas contra Tzitzitlini. «Moza torpe… la jarra tomó todo un día para llenarse… se suponía que tenía que durar todo el tiempo de los nemontemtin… no tenemos ni una gota de agua en la casa y ningún otro recipiente de ese tamaño». Sin alterarse, mi hermana dijo: «Mixtli y yo podemos ir al manantial con las jarras más grandes y entre los dos traer lo más que podamos en un viaje». Nuestra madre no estimó mucho esta sugestión por lo que siguió chillando durante un buen rato, pero realmente no tenía otra alternativa y finalmente nos dejó ir. Cada uno de nosotros salió de la casa cargando una jarra de barriga grande asida por sus asas, pero a la primera oportunidad las dejamos en el suelo.

La última vez describí a Tzitzi como era en los primeros años de su adolescencia, pero ya para entonces tenía veinte años y por supuesto sus caderas y nalgas se habían llenado para convertirse en las graciosas curvas de una mujer. Cada uno de sus senos había crecido más allá del hueco de mi mano. Sus pezones eran más eréctiles, sus aureolas tenían un diámetro más grande y un color pardo-bermejo más oscuro que resaltaba contra la piel color de cervato que los rodeaba. Tzitzi era también, si es posible, cada vez más rápida en sus arrobamientos, y sus respuestas y movimientos eran más frenéticos. Sólo en el breve intervalo que nos permitimos entre la casa y el manantial, ella llegó al éxtasis por lo menos tres veces. Su creciente capacidad para la pasión y una notable madurez en su cuerpo, me dio el primer indicio de un aserto que mis experiencias con otras mujeres, en años posteriores, sirvieron para confirmar siempre. Así es que no lo considero un aserto, sino más bien, como una teoría comprobada y es ésta: La sexualidad de una mujer está en proporción directa con el diámetro de la aureola de su seno. No importa cuán bello sea su rostro, ni cuán graciosa su figura; no importa lo accesible o lo alejada que parezca ser. Esas características pueden despistar, inclusive deliberadamente por su parte. Sin embargo, sea una noble astuta, una esclava ingenua o una virgen tímida del templo, existe ese único signo digno de confianza indicador de la sensualidad de su naturaleza y para el ojo conocedor ningún arte cosmético puede esconderlo ni falsificarlo. Una mujer con un área grande y oscura alrededor de su pezón, invariablemente es de sangre caliente, aunque ella desee ser diferente. Una que sólo tiene el pezón sin el disco alrededor, como el vestigio del pezón de un hombre, inevitablemente es fría, aunque ella crea honestamente ser otra, o incluso comportarse de una manera desvergonzada con el objeto de parecer diferente. Por supuesto hay grados intermedios; la medida solamente se puede llegar a aprender por la experiencia. Por lo tanto lo único que necesita un hombre es procurar lanzar una sola mirada al pecho descubierto de una mujer, y sin perder su tiempo y sin tener la necesidad de desilusionarse, puede juzgar lo pasional que será ella.

¿Su Ilustrísima desea que termine con este tema? Ah, bien. No dude de que si me entretuve en ello es porque es mi teoría. Siempre le he tenido cariño y me ha gustado comprobarla, y ni una sola vez le he encontrado refutación alguna. Antes pensaba que debería ser señalada a los muchachos tan pronto como entraran en la Escuela del Aprendizaje de Modales. Sigo creyendo que la correlación entre la sexualidad de una mujer y su aureola debería tener una aplicación más útil de la que corresponde solamente a la alcoba.

¡Yyo ayyo! Sabe usted, Su Ilustrísima, se me acaba de ocurrir que su Iglesia podría interesarse en usar mi teoría, como una rápida y sencilla prueba para escoger a las muchachas que, por su naturaleza, fueran las más apropiadas para ser monjas en sus…

Desisto, sí, mi señor.

Solamente mencionaré que cuando Tzitzi y yo regresamos por fin a la casa, casi tambaleándonos bajo el peso de las cuatro jarras de agua, nuestra madre nos regañó por haber estado tanto tiempo al aire libre en tal día. Mi hermana, quien hacía solamente muy poco tiempo era un joven y salvaje animalito sacudiéndose, jadeando y rasguñándome en sus éxtasis, mentía en esos momentos tan fácil y fríamente como cualquier sacerdote: «No nos puedes regañar por haber flojeado ni haraganeado. Había otros que querían agua del manantial y dado que el día prohíbe congregarse, Mixtli y yo tuvimos que esperar nuestro turno a una distancia y acercarnos unos pasos cada vez. No perdimos el tiempo».

Al final de esos días huecos, lúgubres y melancólicos, todos lanzamos un gran suspiro de alivio. No sé exactamente lo que usted quiere decir, Su Ilustrísima, cuando bisbisea acerca de «una parodia de la Cuaresma», pero en el primer día del mes El Árbol Es Levantado comenzó una ronda de alegría general. A través de los días siguientes hubo celebraciones privadas que tenían lugar en las casas más grandes de los nobles y en las de los plebeyos prósperos, como también en los templos locales de las diversas aldeas. Estas fiestas servían en parte como pretexto para que los anfitriones y los invitados, los sacerdotes y los devotos, se emborracharan agradablemente con octli y para que se permitieran el placer de otros excesos de los que se habían privado durante los nemontemtin.

Puede ser que los festivales anteriores durante ese año hubieran sido algo deprimentes, porque recibimos la noticia de la muerte de nuestro Uey-Tlatoani Tíxoc. Sin embargo, su reinado había sido uno de los más cortos en la historia de los gobernantes mexica y uno de los menos notables. Por cierto que corrió el rumor de que había sido envenenado, quizá por los ancianos de su Consejo que se impacientaban por la falta de interés que demostraba en preparar nuevas campañas de conquista, o por su hermano Auítzotl, Monstruo de Agua, que era el siguiente en la línea para el trono y quien ambiciosamente deseaba demostrar cuán brillantemente podía gobernar. De todas maneras, Tíxoc había sido una figura tan desvaída que no fue ni extrañado ni lamentado. Así es que los festivales de nuestra isla no se suspendieron, ni se entristecieron, sino que por el contrario fueron dedicados a celebrar el ascenso del nuevo Venerado Orador, Auítzotl.

Los ritos no empezaban hasta que Tonatíu se hubiera sumergido en su lecho occidental para dormir, no fuera que ese dios de calor viera los honores ofrecidos a su dios hermano de la humedad y se pusiera celoso. Entonces empezaban a reunirse en los límites de la plaza abierta y en los declives que se levantaban a su alrededor, cada uno de los habitantes de la isla, a excepción de aquellos demasiado viejos, demasiado jóvenes, demasiado enfermos o incapacitados, y quienes tenían que quedarse en casa para atenderlos. Tan pronto como se ocultó el sol, la plaza, la pirámide y el templo que estaba en su cumbre, se vieron llenos de sacerdotes vestidos de negro que revoloteaban ocupados en los últimos preparativos para prender una multitud de antorchas, los fuegos de las urnas que habían sido coloreados artificialmente y los quemadores de incienso que humeaban dulcemente. La piedra de los sacrificios todavía estaba allí asentada, oscura y sombría, pero no se iba a utilizar esa noche. En su lugar, una inmensa bañera de piedra llena de agua hechizada previamente con encantamientos especiales había sido traída y asentada al pie de la pirámide en donde cada espectador pudiera ver dentro de ella.

A medida que se hacía más oscuro, las arboledas que estaban atrás y a un lado de la pirámide se iluminaron con innumerables lamparitas parpadeantes como si esos árboles hubieran anidado todas las luciérnagas del mundo y sus ramas empezaron a balancearse, llenas de niños de ambos sexos que, aunque muy pequeños, eran muy ágiles y que llevaban unos trajes hechos con cariño por sus madres. Algunas de las niñitas estaban envueltas en globos construidos con papel rígido y pintados para representar frutas diversas; otras llevaban pliegues ondulantes o faldas de papel cortado y pintado que representaban diferentes flores. Los niñitos iban vestidos en una forma más ostentosa; algunos estaban cubiertos de plumas encoladas para tomar el papel de aves, otros llevando alas translúcidas de papel impregnado en aceite para actuar como las abejas y las mariposas. Durante todos los eventos subsiguientes de la noche, los niños-aves y los niños-insectos aleteaban acrobáticamente de rama en rama, fingiendo «sorber el néctar» de las niñas-frutas y de las niñas-flores.

Cuando la noche ya había caído y toda la población de la isla se hallaba reunida, el sacerdote principal de Tláloc apareció en lo alto de la pirámide. Sopló repentina y penetrantemente en su trompeta de concha, luego levantó autoritariamente sus brazos y el bullicio de la muchedumbre empezó a desaparecer. El tlamacazqui de Tláloc sostuvo sus brazos en lo alto hasta que la plaza quedó en un silencio absoluto. Entonces dejó caer los brazos y en ese mismo instante Tláloc habló: ¡ba-ra-room! Un trueno ensordecedor resonó y reverberó. El ruido sacudió verdaderamente las hojas de los árboles, el humo del incienso, las flamas de los fuegos y el aire que habíamos aspirado dentro de nuestros pulmones. No era Tláloc, por supuesto, sino el poderoso «tambor de truenos», llamado también «el tambor que arranca el corazón». Su parche rígido de gruesa piel de serpiente era golpeado con frenesí por otro sacerdote que utilizaba unas baquetas de hule. El sonido del tambor de truenos se podía escuchar a una distancia de dos largas carreras, así es que ya pueden ustedes imaginarse el efecto que tuvo en nosotros, los que estábamos allí agrupados.

Esa trepidación de algún modo pavorosa, continuó hasta que nuestra carne se estremecía tanto que sentíamos que se iba a separar de nuestros huesos. Entonces fue disminuyendo gradualmente, aquietándose y callándose cada vez más, hasta que emergió de su sonido la pulsación del «tambor dios» que era tamborileado por otro sacerdote. El tambor dios, que era tocado con las manos, servía para representar a cualquier dios cuya ceremonia se celebrara; esa noche por supuesto, su cilindro de madera tenía puesto la máscara gigante, tallada en madera, del dios Tláloc. Con el murmullo del tambor dios como acompañamiento, el sacerdote principal empezó a cantar las salutaciones e invocaciones tradicionales a Tláloc. A intervalos hacía pausas para que nosotros, la multitud, respondiera a coro —como lo hacen sus devotos diciendo «amén»— con el prolongado grito del búho de «hoo-oo-ooo»… Otras veces se detenía mientras sus sacerdotes menores, dando un paso hacia adelante, metían las manos dentro de sus vestidos, sacando pequeñas criaturas acuáticas: una rana, un axólotl —salamandra—, una víbora y las levantaban ondulándolas para luego tragárselas vivas y enteras.

El sacerdote principal terminó su canto de introducción con las antiquísimas palabras rituales, gritando lo más que pudo: «¡Tehuan tiezquíaya in ahuéhuetl, in póchotl, Tláloctzin!», que quiere decir: «¡Quisiéramos estar debajo de los cipreses, debajo del árbol de la ceiba, Señor Tláloc!», que equivale a decir: «Pedimos tu protección, tu dominio sobre nosotros». Y al terminar ese grito, todos los sacerdotes en todas partes de la plaza aventaron sobre los fuegos de las urnas, harina de maíz finamente pulverizada que estalló con un crujido agudo y una chispa deslumbrante como si un tenedor de luz hubiera caído entre nosotros. Luego el ¡ba-ra-room! del tambor de truenos nos golpeó nuevamente y siguió haciéndolo hasta que nuestros dientes parecieron aflojarse en nuestras mandíbulas.

Sin embargo otra vez se apaciguó y cuando al fin pudimos volver a oír, escuchamos la música tocada por una flauta de arcilla en forma de un boniato; de las «calabazas suspendidas» de diferentes tamaños que daban diferentes sonidos cuando eran tocadas con palos; de la flauta construida con cinco cañas de diferentes longitudes, unidas unas con otras; mientras, destacándose por encima de éstas, el ritmo se mantenía con «el hueso fuerte», la mandíbula dentada de un venado que era raspado con una vara. Junto con la música llegaron los danzantes de ambos sexos, interpretando la Danza de las Cañas en círculos concéntricos. En sus tobillos, rodillas y codos tenían amarradas vainas secas de semillas, que sonaban, susurraban y murmuraban cuando se movían. Los hombres llevaban trajes color azul-agua, cada uno cargando un pedazo de caña del grueso de su muñeca y tan largo como su brazo. Las mujeres iban vestidas con blusas y faldas del color verde pálido de la caña tierna y Tzitzi iba a la cabeza.

Los bailarines, hombres y mujeres, se entremezclaron deslizándose graciosamente al compás de la alegre música. Las mujeres balanceaban los brazos sinuosamente arriba de sus cabezas y se podían ver las cañas mecidas por la brisa. Cuando los hombres agitaban sus pesadas cañas se oía el seco susurro que producían al ser movidas por el suave viento. Entonces la música se hizo más fuerte y las mujeres se agruparon en el centro de la plaza, danzando en un solo lugar mientras los hombres formaban un círculo alrededor de ellas, fingiendo lanzar sus gruesas cañas. Al hacer esto, de éstas salieron una serie de cañas, más y más delgadas, una después de otra. Así cada vez que los hombres hacían el movimiento de lanzar, todas las cañas interiores salían deslizándose y se convertían en una línea larga, cónica y encorvada cuya punta tocaba las puntas de todas las demás cañas. Las bailarinas estaban enramadas por una frágil cúpula de cañas y la muchedumbre de espectadores lanzó otra vez un «hoo-oo-ooo», de admiración. Luego, con un movimiento rápido y corto de sus muñecas, los hombres hicieron que todas aquellas cañas regresaran, deslizándose una dentro de la otra. El ingenioso truco se repitió una y otra vez en diversos diseños, como aquel en que los hombres formaron dos líneas y cada uno de ellos lanzó su larga caña hasta tocar la del hombre de enfrente y las cañas formaron un túnel arqueado a través del cual bailaron las mujeres…

Cuando la Danza de las Cañas hubo terminado, siguió un interludio cómico. Dentro de la plaza iluminada por las flamas se arrastraron y cojearon todos aquellos ancianos que padecían enfermedades incurables de los huesos y articulaciones. Esta dolencia, que los tiene siempre encorvados y lisiados, algunos más y otros menos, por alguna razón es especialmente dolorosa durante los meses lluviosos. Así que esos viejos y viejas se esforzaban durante esa ceremonia para bailar ante Tláloc con la esperanza de que, llegada la temporada de aguas, él les tuviera compasión y disminuyera su dolor. Se mantenían muy serios en su intento, pero como la danza era grotesca debido a sus enfermedades, los espectadores comenzaron a reír entre dientes, luego en voz alta, hasta que los mismos bailarines comprendieron su apariencia ridícula. Uno tras otro empezaron a hacer payasadas, exagerando lo absurdo de su cojera o traba. Finalmente todos brincaban a cuatro patas como ranas, o se tambaleaban de lado como los cangrejos, o escarbaban como las tortugas de mar atrapadas en la playa, o encorvaban sus cuellos el uno al otro como grullas durante la época de celo, y la muchedumbre que los observaba gritaba desternillándose de risa. Los ancianos bailarines se entusiasmaron tanto que prolongaron sus cabriolas feas e hilarantes hasta tal punto que los sacerdotes se vieron obligados a sacarles a la fuerza de la escena. Puede que le interese saber, Su Ilustrísima, que esos suplicantes esfuerzos nunca influyeron en Tláloc a que beneficiara a un solo inválido, muy por el contrario, muchos de ellos quedaban encamados para siempre a partir de aquella noche, pero aquellos viejos tontos que todavía podían caminar seguían yendo a bailar año tras año.

Después vino la danza de las auyanime, aquellas mujeres cuyos cuerpos ningún hombre a excepción de un guerrero o un campeón podían tocar. Eran especialmente escogidas por su belleza y gracia; adiestradas en las artes del amor y se decía que podían hacer levantar a un guerrero muerto sólo con los jugueteos previos a su acto de amor. La danza que interpretaban se llamaba el quequezcuícatl, «la danza de las cosquillas», porque despertaba tantas sensaciones entre los espectadores, ya fueran hombres o mujeres, jóvenes o viejos, que frecuentemente era necesario refrenarlos para que no corrieran hacia las bailarinas e hicieran algo execrable e irreverente. La danza era tan explícita en sus movimientos que, aunque las auyanime bailaban solas y cada una de ellas bastante retirada de las otras, usted juraría que tenían compañeros desnudos e invisibles con quienes…

Sí. Muy bien, Su Ilustrísima. Después de que las auyanime hubieron dejado la plaza jadeando, sudando, con sus cabellos revueltos, sus piernas débiles e inestables, trajeron, al hambriento retumbar del tambor dios, a un niño y a una niña de más o menos cuatro años de edad, en una silla de manos cargada por varios sacerdotes. Como al Venerado Orador Tíxoc, ya difunto y no lamentado, le había faltado entusiasmo para hacer la guerra, no había niños cautivos de alguna otra nación disponibles para el sacrificio de esa noche, por lo que los sacerdotes habían tenido que comprar aquéllos a unas familias de esclavos locales. Los cuatro padres estaban sentados muy hacia el frente de la plaza y observaban con orgullo, que posiblemente estaba teñido de melancolía, cómo sus hijos desfilaban varias veces enfrente de ellos durante las varias vueltas que dieron a la plaza.

Tanto los padres como los niños tenían razón para enorgullecerse, porque el niñito y la niñita habían sido comprados antes, con suficiente tiempo como para haber estado bien cuidados y alimentados, indudablemente mejor de lo que jamás lo habían sido en sus vidas o lo hubieran estado de seguir viviendo. En esos momentos se les veía gorditos y animados, saludando felices a sus padres y a todos los demás que dentro de la multitud los saludaban. Iban tan bien vestidos como nunca lo hubieran podido estar, pues llevaban trajes que representaban a los espíritus Tlaloque, quienes atienden al dios de la lluvia. Sus pequeños mantos eran del más fino algodón, de un color verde-azul con dibujos de gotas plateadas de lluvia y llevaban en sus espaldas unas alas de papel aceitado que parecían nubes blancas.

Como ya había sucedido en otras ceremonias anteriores en honor de Tláloc, los niños se comportaban de una manera que no era la que se esperaba de ellos. Se deleitaban tanto por el ambiente festivo, por el colorido, las luces y la música, que brincaban riendo y rebosaban de alegría tan radiantemente como el sol, que era por supuesto todo lo contrario de lo que debería ser. Entonces, como de costumbre, los sacerdotes más cercanos a su silla de manos tenían que extender sus manos furtivamente y pellizcarles las nalgas. Al principio los niños se desconcertaban, pero luego se sentían verdaderamente doloridos. El niño y la niña empezaron a quejarse, luego a llorar y a gemir como era lo apropiado. Cuanto más llanto, más truenos; cuantas más lágrimas, más lluvia.

La multitud participó en los llantos, como era lo usual en esa ceremonia. Incluso los hombres grandes y los guerreros lloraban, hasta que las montañas de los alrededores retumbaban con los ecos producidos por los gruñidos, los sollozos y el sonido de la gente golpeándose los pechos. Todos los tambores e instrumentos musicales estaban sonando en esos momentos, aumentando así el ruido de la pulsación del tambor dios y los sollozos de la muchedumbre, mientras los sacerdotes bajaban la silla de manos hacia el otro lado de la gran bañera de piedra llena de agua, cerca de la pirámide. Ese ruido combinado era tan increíblemente fuerte que ni siquiera el sacerdote principal podía escuchar sus propias palabras, que cantaba sobre los dos niños cuando los sacó de la silla y los levantó uno por uno para que Tláloc pudiera verlos y diera su aprobación.

Entonces se acercaron dos sacerdotes, uno con un recipiente pequeño y el otro con un cepillo. El sacerdote principal se agachó encima del niño y de la niña y aunque nadie podía oírle, todos sabíamos qué les estaba diciendo, les explicaba que iba a ponerles una máscara para que el agua no entrara en sus ojos mientras nadaban en el tanque sagrado. Todavía lloriqueaban, no sonreían, sus mejillas estaban mojadas por las lágrimas, pero no protestaron cuando el sacerdote cepilló abundantemente el hule líquido sobre sus caras, dejando libres solamente los labios como botones de flor. No podíamos ver sus expresiones cuando el sacerdote les dio la espalda para cantar hacia la muchedumbre, todavía sin que pudiera oírsele, la última apelación para que Tláloc aceptara este sacrificio, y a cambio de él el dios mandara una temporada abundante en lluvia y demás.

Los asistentes levantaron a los niños por última vez y el sacerdote principal embadurnó rápidamente el pesado líquido de hule en las partes inferiores de sus caras, cubriéndoles sus bocas y sus narices y casi al mismo tiempo los asistentes dejaron caer a los niños dentro del estanque, donde el agua fría cuajó el hule instantáneamente. Como ven, la ceremonia requería que los sacrificados murieran en el agua, pero no a causa de ella. Así es que no se ahogaron; se sofocaron lentamente bajo la gruesa máscara de hule inamovible e irrompible, mientras, se sacudían desesperadamente en el agua y se hundían y volvían a salir y se volvían a hundir de nuevo, en tanto que la muchedumbre sollozaba sus lamentaciones y los tambores e instrumentos continuaban gritando a su dios con su cacofonía. Los niños chapotearon cada vez más débilmente, hasta que, primero la niña y después el niño, dejaron de moverse debajo del agua, con las alas blancas flotando, extendidas, inmóviles en la superficie.

¿Que fue un asesinato a sangre fría, Su Ilustrísima? Pero si eran niños esclavos. De otra manera hubieran tenido una vida de brutos; quizá cuando hubieran crecido se habrían emparejado y engendrado más brutos. Y al morir lo habrían hecho sin ningún propósito y habrían languidecido durante una eternidad pesada y aburrida en la oscuridad y la nada de Mictlan. En cambio, murieron en honor de Tláloc y para beneficio de nosotros, los que seguíamos viviendo, y con su muerte ganaron una vida feliz para siempre en el mundo lujuriosamente verde de Tláloc.

¿Que es una superstición bárbara? Sin embargo la siguiente temporada de lluvias fue tan copiosa, tanto como un cristiano la hubiera implorado, y nos dio una bella cosecha.

¿Cruel? ¿Atroz? ¿Desgarrador? Bueno, sí… Sí, por lo menos así lo recuerdo, porque ésa fue la última ceremonia feliz que Tzitzitlini y yo pudimos gozar juntos.

Cuando el acali del príncipe Huexotzinca vino a recogerme, no llegó a Xaltocan hasta después de mediodía, porque era temporada de fuertes vientos y los remeros habían tenido una travesía turbulenta. El regreso también fue agitado, el lago se enturbiaba con olas revueltas de las que el viento arrancaba y lanzaba una espuma que escocía, así es que no llegamos al embarcadero de Texcoco hasta que el sol, Tezcatlipoca, estaba medio dormido.

Aunque los edificios y las calles de la ciudad empezaban allí, en el área de los muelles, aquel distrito realmente no era más que un suburbio de industrias y moradas, a la orilla del lago; astilleros, talleres para tejer redes, sogas, ganchos y todo lo demás, y las casas de los barqueros, de los pescadores y de los cazadores de aves. El centro de la ciudad estaba a una distancia de una gran carrera hacia el interior. Ya que nadie del palacio había venido a recogerme, los remeros de Huexotzinca voluntariamente se ofrecieron a caminar conmigo parte del camino, ayudándome a cargar los bultos que llevaba: alguna ropa adicional, otra serie de pinturas que me había regalado Chimali, una canasta de dulces garapiñados cocinados por Tzitzi.

Mis acompañantes me dejaron, uno por uno, al llegar a sus respectivas casas. Sin embargo el último me aseguró que si seguía en línea recta, no podía dejar de reconocer el palacio que se encontraba en la gran plaza central. Para entonces ya estaba completamente oscuro y no había mucha gente caminando en esa noche en que el viento soplaba con ráfagas violentas, pero las calles estaban iluminadas. Cada casa parecía estar bien provista de lámparas con aceite de coco o de ahuácatl o de aceite de pescado o cualquier otro combustible que los propietarios podían adquirir. Sus luces escapaban fuera, a través de los huecos de las ventanas de las casas, aun de aquellas que estaban cubiertas por contraventanas o cortinas de tela o celosías de papel encerado. Además, había una antorcha ardiendo en cada esquina: altos palos rematados por canastas de cobre en donde ardían astillas de pino, de las que se desprendían al impulso del viento pedacitos de resina hirviente. Algunos de esos postes estaban colocados en los huecos que habían sido taladrados a través de los puños de las estatuas de piedra, erguidas o agachadas, que representaban a diversos dioses.

No había caminado mucho cuando empecé a sentirme cansado, pues iba cargado con muchos bultos y el viento me golpeaba continuamente. Sentí un gran alivio al ver en la oscuridad de la calle una banca de piedra asentada bajo un árbol tapachini brillando en el rojo de sus flores. Me senté un rato agradecido, disfrutando al ser levemente golpeado por los pétalos escarlata del árbol arrancados por el viento. Entonces me vine a dar cuenta de que en el banco en el que estaba sentado, había una desigualdad debido a un dibujo tallado. Sólo tuve que empezar a trazarlo con mis dedos, ni siquiera tuve que mirarlo en la oscuridad, sabía que era una escritura-pintada y lo que decía. «Un lugar de descanso para el Señor Viento de la Noche», leí en voz alta, sonriéndome. «Estás leyendo exactamente lo mismo que cuando nos conocimos, en la otra banca, hace ya algunos años», dijo una voz desde la oscuridad.

Di un salto por la sorpresa, luego traté de distinguir la figura al otro lado de la banca. Otra vez llevaba un manto y sandalias de buena calidad, pero gastadas por el viaje. Otra vez estaba cubierto por el polvo del camino y sus facciones cobrizas eran indistintas. Pero para entonces yo ya había crecido considerablemente y estaba probablemente tan lleno de polvo como él, así es que me maravillé de que me hubiera podido reconocer. Cuando pude recobrar la voz le dije: «Sí, Yanquícatzin, es una extraordinaria coincidencia». «No deberías llamarme Señor Forastero —gruñó tan malhumorado como yo lo recordaba—. Aquí eres el forastero». «Es verdad, mi señor —dije—. Y aquí he aprendido a leer más que los simples glifos de las bancas de los caminos». «Eso espero», dijo secamente. «Sí, y gracias al Uey-Tlatoani Nezahualpili —expliqué—. Que por su generosa invitación he podido disfrutar de varios meses de alto aprendizaje en las escuelas de su Corte». «¿Y qué has hecho para ganar ese favor?». «Bien, haría cualquier cosa, pues le estoy muy agradecido a mi benefactor y estoy ansioso por pagárselo, pero todavía no he conocido al Venerado Orador y nadie más me ha dado alguna otra cosa que hacer, a excepción de mis tareas escolares. Me siento incómodo de pensar que soy solamente un parásito». «Quizá Nezahualpili sólo esté esperando ver si pruebas ser una persona digna de confianza y también, para oírte decir que tú harías cualquier cosa por él». «Sí que lo haría. Cualquier cosa que él me pidiera». «Me atrevería a decir que con el tiempo te pedirá algo». «Eso espero, mi señor».

Nos quedamos sentados por algún tiempo en silencio, excepto por el sonido del viento gimiendo entre los edificios, como Chocacíhuatl, La Llorona, por siempre vagando.

Finalmente el hombre cubierto de polvo dijo sarcásticamente: «Estás ansioso por ser útil en la Corte, pero permaneces sentado aquí y el palacio está allá». Señaló en dirección de la calle. Me estaba despidiendo tan secamente como la otra vez. Me levanté y recogí mis bultos diciendo con algo de resentimiento: «Como me lo sugiere mi impaciente señor, me voy. Mixpantzinco». «Ximopanolti», me dijo con indiferencia, arrastrando la palabra.

Me paré debajo del alto poste de la antorcha en la próxima esquina y miré hacia atrás, pero la luz no llegaba lo suficientemente lejos como para iluminar el banco. Si el forastero sucio por el camino todavía estaba sentado allí, yo no podía distinguirlo. Todo lo que veía era un pequeño remolino rojo hecho por los pétalos del tapachini, que danzaban a lo largo del camino arremolinados por el viento de la noche.

Finalmente encontré el palacio y hallé también a mi esclavo Cózcatl esperándome para mostrarme mis habitaciones. Ese palacio de Texcoco era mucho más grande que el de Texcotzinco, debía tener miles de cuartos; aunque en el centro de la ciudad no había tanto espacio para que sus anexos necesarios se extendieran y se acomodaran alrededor. De todas maneras, los terrenos del palacio de Texcoco eran extensos y aun en medio de su ciudad principal a Nezahualpili no se le había negado, evidentemente, sus jardines, arboledas, fuentes y demás.

Había también allí un laberinto viviente que ocupaba un terreno lo suficientemente grande como para que fueran necesarias veinte familias para cultivarlo. Había sido plantado por alguno de sus reales antepasados hacía ya mucho tiempo, y desde entonces había estado creciendo, aunque estaba recortado primorosamente. Para entonces era una avenida paralela de impenetrables arbustos espinosos, dos veces la altura de un hombre, que se torcía, se bifurcaba y se doblaba sobre sí misma. Había una sola abertura en la pared verde del exterior y se decía que cualquier persona que entrara por allí podría, después de dar muchas vueltas, encontrar un camino que conducía a un pequeño claro en el centro del laberinto, pero le sería imposible encontrar la ruta de regreso. Solamente el viejo jardinero de palacio sabía el camino para salir de él; un secreto, incluso para el Uey-Tlatoani, que había sido guardado tradicionalmente a través de su familia. Así es que a nadie le estaba permitido entrar allí sin el viejo jardinero como guía, excepto como un castigo. El ocasional convicto violador de alguna ley era sentenciado a ser llevado desnudo, a punta de espada si fuera necesario, y dejado solo dentro del laberinto. Después de un mes aproximadamente, el jardinero iba y recogía lo que hubiera quedado del cuerpo, rasgado por las espinas, picoteado por las aves y comido por los gusanos.

Un día, después de mi regreso, estaba esperando a que mi lección empezara cuando el joven príncipe Huexotzinca se me acercó. Después de darme la bienvenida por mi regreso a la Corte, me dijo por casualidad: «Mi padre estará muy contento de verte en la sala del trono cuando tengas tiempo, Cabeza Inclinada».

¡Cuando tenga tiempo! Con cuánta cortesía el más alto de los acolhua citaba a su presencia a este forastero inferior, que había estado engordando bajo su hospitalidad. Naturalmente abandoné la sala de estudio y fui, casi corriendo a todo lo largo de las galerías del edificio, así es que estaba casi sin aliento cuando al fin caí sobre una rodilla en el umbral del gran salón del trono, haciendo el gesto de besar la tierra y diciendo débilmente: «En su augusta presencia, Venerado Orador». «Ximopanolti, Cabeza Inclinada. —Como me quedé inclinado en mi humilde posición, me dijo—: Puedes levantarte, Topo». Cuando me levanté, como me quedé parado en donde estaba, me dijo: «Puedes venir aquí, Nube Oscura. —Así lo hice, despacio y respetuosamente, y él me dijo sonriendo—: Tienes tantos nombres como el de un pájaro que vuela sobre todas las naciones del mundo y que es llamado por diferentes nombres por cada pueblo. —Con un espantamoscas que empuñaba en la mano me indicó una de las varias icpaltin que estaban en fila, formando un semicírculo ante el trono y dijo—: Siéntate».

La silla de Nezahualpili no era ni mucho más grande ni mucho más impresionante que la icpali de patas cortas en la que yo estaba sentado, pero se encontraba colocada sobre un tablado, así es que tenía que alzar la cabeza para mirarlo. Él estaba sentado con sus piernas, no formalmente cruzadas bajo de sí o con las rodillas enfrente, sino lánguidamente extendidas a lo largo cruzándolas sobre los tobillos. Si bien el salón del trono tenía colgando de sus paredes tapices trabajados en pluma y paneles pintados, no había más muebles, a excepción del trono, que esas sillas bajas para los visitantes y, directamente enfrente del Uey-Tlatoani, estaba colocada una mesa baja de ónix negro en la cual reposaba, dándole la cara, una calavera de blancura fulgurante. «Mi padre, Nezahualcóyolt la puso ahí —dijo Nezahualpili al notar que mis ojos estaban posados sobre ella—. No sé por qué. Pudo haber sido algún enemigo desaparecido, sobre el cual se deleitara en mirar de mala manera. O alguien muy amado cuya pérdida jamás dejó de lamentar. O quizá la conservó por la misma razón que yo, para aclarar mis pensamientos, mis palabras y mis decisiones». Yo pregunté: «¿Y cómo lo hace usted, Señor Orador?». «Vienen a este salón mensajeros portando amenazas de guerra u ofrecimientos de paz. Vienen aquí demandantes cargados de agravios; pedigüeños pidiendo favores. Cuando se dirigen a mí, sus rostros se tuercen de ira o se deprimen por la miseria o sonríen fingiendo devoción, pero sus labios siempre se mueven rápidos ya que tienen que echar fuera sus discursos, ensayados previamente, en el tiempo asignado a cada audiencia. Así, mientras los escucho, no veo sus rostros sino a la calavera». Solamente pude preguntar: «¿Por qué, mi señor?». «Porque es el rostro más limpio y más honesto del hombre. Ningún gesto de engaño, ningún guiño astuto, ninguna sonrisa servil. Solamente fija una sonrisa burlona y eterna, como una mofa a cada una de las preocupaciones del hombre por las urgencias de la vida. Cuando cualquier visitante aboga porque el Uey-Tlatoani dé un fallo aquí, en ese momento yo contemporizo, disimulo, fumo un poquíetl o dos, mientras miro largamente a la calavera. Esto me recuerda que las palabras que digo a un embajador o a un pedigüeño, muy bien pudieran ser las últimas de mi vida, quedando en pie tanto como mis decretos, ¿y qué efectos tendrían sobre aquellos que todavía viven? Ayyo, esta calavera muchas veces me ha servido para prevenirme en contra de la impaciencia o de las decisiones impulsivas. —Nezahualpili desvió su mirada de la calavera hacia mí y rió—. Cuando la cabeza vivió, por todo lo que sé, no era más que la de un idiota parlanchín, sin embargo, muerta y silenciosa, en verdad que es un sabio consejero». Dije: «Creo, mi señor, que el consejero más sabio sería de poca utilidad, excepto para un hombre que fuera lo suficientemente sabio como para considerar su consejo». «Tomo eso como un cumplido, Cabeza Inclinada, y te doy las gracias. Dime entonces, ¿fui lo suficientemente sabio como para traerte aquí desde Xaltocan?». «No lo puedo decir, mi señor. Porque desconozco por qué lo hizo». «Desde los tiempos de Nezahualcóyolt, la ciudad de Texcoco ha ido ganando fama como un centro de conocimientos y cultura, pero este lugar no se perpetúa necesariamente a sí mismo. Las familias nobles pueden engendrar tontos y haraganes, yo puedo nombrar algunos que engendré, así es que no dudamos en importar talentos de cualquier parte e incluso infundir sangre extranjera. Tú parecías un prospecto prometedor, así es que aquí estás». «¿Para quedarme, Señor Orador?».

«Eso depende de ti, de tu tonali y de las circunstancias, que ni tú ni yo lo podemos prever. Sin embargo, tus maestros me han dado buenos informes de ti, en el período de prueba que ya pasaste entre nosotros. Así es que creo que ya es tiempo de que vengas a ser un participante más activo en la vida de la Corte». «He tenido la esperanza de poder llegar a compensar su generosidad, mi señor. ¿Quiere usted decir que se me dará un empleo en el que pueda ser útil?». «Si esto es de tu agrado. Durante tu reciente ausencia tomé otra esposa. Su nombre es Chalchiunénetl, Muñeca de Jade». No dije nada, pero pensaba confusamente si él por alguna razón había cambiado de tema. Sin embargo, Nezahualpili continuó: «Es la hija mayor de Auítzotl. Un regalo de él para señalar su ascensión como nuevo Uey-Tlatoani de Tenochtitlan. Así es que ella es mexica como tú. Tiene quince años de edad, y con esa edad podría ser tu hermana mayor. Nuestra ceremonia de matrimonio ha sido celebrada debidamente, pero por supuesto la consumación física se ha pospuesto hasta que Muñeca de Jade crezca y sea más madura».

Me quedé callado aunque bien hubiera podido decir, incluso al sabio Nezahualpili, algo acerca de las capacidades físicas de las doncellas adolescentes mexica.

Él continuó: «Como era lo adecuado, se le ha dado un pequeño ejército de damas de compañía y el ala este entera para sus habitaciones y para sus criados; cocina privada y demás, un palacio en miniatura, así es que ella no carecerá de nada tocante a comodidad, servicio y compañía femenina. Sin embargo me pregunto si tú querrás consentir, Cabeza Inclinada, en unirte a su comitiva. Sería bueno para Chalchiunénetl tener por lo menos la compañía de un hombre, siendo éste un hermano mexica. Al mismo tiempo me podrías servir a mí, instruyendo a la muchacha en nuestras costumbres, enseñándole el estilo de hablar de Texcoco, preparándola para ser una consorte de la cual me pueda sentir orgulloso». Dije desconsolado: «Quizá Chalchiunénetzin no considerará en una forma muy bondadosa el hecho de que sea nombrado su guardián, Señor Orador. Una muchacha joven puede ser voluntariosa, irreprimida y celosa de su libertad…». «Bien que lo sé —suspiró Nezahualpili—. Tengo dos o tres hijas alrededor de esa misma edad. Siendo Muñeca de Jade princesa, hija de un Uey-Tlatoani y reina y esposa de otro, es muy probable que incluso sea más arrebatada. No condenaría ni a mi peor enemigo a ser el guardián de hembras jóvenes y briosas. Pero creo, Topo, que por lo menos encontrarás agradable el verla». Debió de tirar de algún cordón de campana escondido un poco antes, porque me hizo una seña para que mirara hacia la puerta. Me giré y vi a una muchacha delgada, ricamente ataviada con la falda y blusa ceremonial y un tocado en la cabeza, que venía caminando despacio de un modo regio, hasta el entablado. Su rostro era perfecto, su porte altivo y sus ojos modestamente bajos. «Querida —dijo Nezahualpili—, éste es Mixtli, de quien ya te he hablado. ¿Quieres tenerle en tu comitiva como compañero y protector?». «Si mi señor marido así lo desea y el joven Mixtli está conforme, me sentiré muy complacida de considerarlo como mi hermano mayor». Levantó sus largas pestañas y me miró, y sus ojos eran como lagunas insondables y pequeñas en lo profundo de los bosques. Después averigüé que ella se ponía habitualmente dentro de los ojos unas gotas del jugo de la hierba camopalxíhuitl, que agranda mucho las pupilas y eso hacía que sus ojos brillaran como joyas. Pero también era la causa de que evitara las luces brillantes y aun la luz del día, pues con sus pupilas tan dilatadas veía tan poco como yo.

«Muy bien», dijo el Venerado Orador, frotándose las manos con satisfacción. Yo me preguntaba con cierto recelo cuánto tiempo había estado en conferencia con su calavera consejera, antes de decidir ese arreglo. A mí me dijo: «Sólo te pido que le des la dirección y el consejo que le ofrecería un hermano, Cabeza Inclinada. No espero que corrijas o castigues a la Señora Muñeca de Jade. En cualquier caso, sería una ofensa capital que un plebeyo levantara su mano o su voz contra de una mujer noble. Tampoco espero de ti que juegues a ser su carcelero o espía o el chismoso de sus confidencias. Me sentiría muy satisfecho, Topo, si dedicaras a tu señora hermana todo el tiempo libre que te quede de tus estudios y trabajos escolares. Que le sirvieras con la misma devoción y discreción con la que me sirves a mí o la Primera Señora Tolana Tecíuapil. Ya os podéis ir, jóvenes; xinopanólti, y familiarizaros el uno con el otro».

Hicimos las reverencias adecuadas y dejamos el salón del trono. En el corredor, Muñeca de Jade me sonrió dulcemente y me preguntó: «¿Cuántos nombres tienes?». «Mi señora me puede llamar como le guste». Ella sonrió aún más dulcemente y puso su delicado dedito sobre su pequeña barbilla. «Creo que te llamaré… —Sonrió todavía de forma más dulce y dijo con la misma dulzura del jarabe empalagoso del maguey—: ¡Te llamaré Qualcuíe!».

Esa palabra es la segunda persona del singular del imperativo del verbo traer y siempre se pronuncia con energía y con voz de mando: «¡Trae!». Mi corazón sintió un gran peso. Si mi último nombre iba a ser ¡Trae! mis recelos acerca de ese arreglo parecían estar justificados. Y no me equivocaba. Aunque seguía hablando con esa voz empalagosa como jugo de maguey, la joven reina perdió toda expresión de modestia, docilidad y sumisión y dijo en una forma verdaderamente regia: «No necesitas interrumpir ninguna de tus tareas escolares durante el día ¡Trae! Pero quiero que estés disponible por las tardes y si es necesario cuando te llame durante la noche. Hazme el favor de transportar todos tus efectos personales al departamento que está directamente enfrente del mío». Y sin esperar de mí una palabra de aquiescencia, sin decir una palabra cortés de despedida, se dio la vuelta y se alejó por el vestíbulo.

Muñeca de Jade. Ella llevaba el nombre del mineral chalchíhuitl, el cual, si bien no es raro ni tiene ningún valor intrínseco, es muy apreciado por nuestra gente porque tiene el color del Centro del Todo. A diferencia de ustedes los españoles, que sólo conocen las cuatro direcciones de lo que ustedes llaman el compás, nosotros percibimos cinco y a cada una de ellas le asignamos un color diferente. Como ustedes, tenemos el este, el norte, el oeste y el sur, y nos referimos a ellos respectivamente como las direcciones de color: rojo, negro, blanco y azul, pero también tenemos el verde para marcar el centro del compás o circunferencia; en otras palabras, el lugar en el cual un hombre se para en cualquier momento dado y todo el espacio comprendido arriba de ese sitio, hasta los cielos y hacia abajo tan lejos como Mictlan, el mundo de ultratumba. Así es que el color verde era importante para nosotros y la piedra chalchíhuitl, que es verde, nos era preciosa y solamente una criatura de noble linaje y de alta graduación podría ser llamada apropiadamente por Muñeca de Jade.

Como el jade, esta niña-reina era un objeto que se tenía que manejar cuidadosamente y con el mayor respeto. Estaba exquisitamente hecha como una muñeca, era inefablemente bella, era el trabajo divino de un artífice. Pero al igual que una muñeca, no tenía ninguna conciencia o remordimiento humano. Y, aunque no me di cuenta inmediatamente de mi premonición, ella estaba destinada a romperse como una muñeca.

Debo admitir que estaba regocijado con la suntuosidad de mis nuevas habitaciones. Tres cuartos y el retrete conteniendo mi propio baño de vapor. La cama tenía un mayor número de cobijas, sobre la que se extendía una enorme cubierta hecha de cientos de pedacitos blancos, cosidos unos con otros, de piel de ardilla. Encima de todo estaba suspendido un toldo ribeteado y de él colgaban unas cortinas casi invisibles que parecían redes finas y suaves, y que podía correr alrededor de la cama para estar a salvo de los mosquitos y las palomillas de noche.

El único inconveniente de ese apartamento era que estaba muy distante de los otros que atendía el esclavo Cózcatl, pero cuando le mencioné este hecho a Chalchiunénetl, ella habló unas cuantas palabras con el mayordomo de palacio y el pequeño Cózcatl quedó relevado de todas sus otras obligaciones para atenderme sólo a mí. El chico estaba muy orgulloso de esta promoción. Incluso yo me llegué a sentir como un joven señor mimado. Sin embargo, después, cuando Muñeca de Jade y yo caímos en desgracia, estuve muy contento de haber tenido a Cózcatl conmigo, siempre fiel y en todo momento dispuesto a atestiguar en mi favor.

Pronto me di cuenta de que si Cózcatl era mi esclavo, yo también lo era de Muñeca de Jade. En aquella primera tarde, cuando una de sus criadas me admitió en la gran estancia, las primeras palabras de la joven reina fueron: «Estoy muy contenta de que me pertenezcas, ¡Trae!, porque me empezaba a aburrir inefablemente enjaulada en este lugar apartado, como un animal raro». Yo traté de hacer alguna objeción a la palabra «pertenecer» pero ella me hizo callar. «Pitza me ha dicho —y señaló a la sirvienta entrada en años que estaba parada detrás de la banca acojinada en la que ella estaba sentada— que tú eres un experto en capturar el parecido de una persona en papel». «Me congratulo, mi señora, de que la gente se ha reconocido a sí misma y a los demás en mis dibujos, pero hace algún tiempo que no practico este arte». «Practicarás conmigo. Pitza, cruza el vestíbulo y haz que Cózcatl traiga todos los utensilios que ¡Trae! necesitará».

El muchachito me trajo algunos palitos de tiza y varias hojas de papel de corteza, las pardas, que son las más baratas porque no están cubiertas con cal, y ésas eran las que usaba para mis toscos dibujos de escritura-pintada. A un gesto mío el niño se acomodó en cuclillas en un rincón de la gran habitación. Dije disculpándome: «Como no tengo buena vista, mi señora, ¿puedo tener su permiso para sentarme cerca de usted?». Moví una pequeña icpali, silla, al otro lado de la banca y Chalchiunénetl sostuvo su cabeza inmóvil y firme, con sus gloriosos ojos sobre mí, mientras yo bosquejaba el dibujo.

Cuando hube terminado le extendí el papel, pero ni siquiera le echó una mirada, sino que se lo dio a su sirvienta por encima de su hombro. «Pitza, ¿soy yo?». «Hasta el hoyuelo que tiene en la barbilla, mi señora. Y nadie se podría equivocar al ver esos ojos». Y después de oír esto, Muñeca de Jade se dignó examinarlo e inclinándose hacia mí me sonrió dulcemente. «Sí, soy yo. Soy muy bella. Gracias, ¡Trae! Bueno, ¿también puedes dibujar cuerpos?». «Bien, sí. Las articulaciones de los miembros, los pliegues de las vestiduras, los emblemas e insignias…». «No estoy interesada en esos adornos superficiales. Quiero decir el cuerpo. A ver, pinta el mío».

Pitza, la sirvienta, dio un chillido apagado y Cózcatl se quedó con la boca abierta cuando Muñeca de Jade se levantó y, sin ningún recato o vacilación, se quitó todas sus joyas y brazaletes, sus sandalias, su blusa, su falda y finalmente hasta la única prenda tzotzomatli que le quedaba. Pitza se fue lejos y enterró su cara sonrojada entre las cortinas de la ventana; Cózcatl parecía incapaz de moverse. La reina se volvió a reclinar en la banca, en una pose de total abandono.

En mi agitación, dejé caer algunos de los materiales para dibujar que tenía en mis rodillas, pero me las arreglé para decir con voz severa: «Mi señora, eso es de lo más indecoroso». «Ayya, el pudor típico del plebeyo —dijo riéndose de mí—. Debes aprender, ¡Trae!, que una mujer noble no siente nada al ser vista desnuda o bañándose o haciendo cualquier función delante de los esclavos. Hembras o machos, siempre serán como mascotas o codornices o mariposillas nocturnas en un cuarto». «Yo no soy un esclavo —dije inflexiblemente—. Ver a mi señora desnuda, la Señora del Uey-Tlatoani, sería considerado como una ofensa capital y una libertad criminal. Y los esclavos hablarían». «No los míos. Temen más mi ira que cualquier ley o cualquier señor. Pitza, enséñale tu espalda a ¡Trae!». La sirvienta, sollozando y sin volverse, deslizó su blusa lo suficiente como para que yo viera las señales en carne viva, que le habían sido infligidas por alguna especie de látigo. Miré a Cózcatl para asegurarme de que él también lo había visto y entendido. «Bien —dijo Muñeca de Jade, mostrando su sonrisa de jarabe de maguey—. Ven todo lo cerca que quieras, ¡Trae!, y dibújame completa».

Y así lo hice, pero mi mano temblaba tanto que frecuentemente tenía que borrar y volver a delinear. Mi temblor no se debía solamente a mi miedo y aprensión. El ver a Chalchiunénetl completamente desnuda creo que haría temblar a cualquier hombre. Debía haberse llamado Muñeca de Oro, pues dorado era el color de su cuerpo, y cada una de sus curvas, la suavidad de su piel, sus articulaciones y hoyuelos parecían haber sido hechos por un hacedor de muñecas toltécatl. Debo mencionar también, que sus pezones y aureolas eran generosamente grandes y oscuras.

La dibujé en la pose que ella había adoptado: completamente extendida por encima de la banca acojinada, con una pierna negligentemente colgando por la orilla hacia el suelo; sus brazos, detrás de su cabeza, daban un toque de erección más alta a sus pechos. Si bien no podía evitar el ver, por no decir memorizar, ciertas partes de ella, debo confesar que mi sentido mojigato de buenos modales me hizo emborronar algunas partes del dibujo y Muñeca de Jade se quejó de ello cuando le di el dibujo terminado. «¡Estoy toda tiznada en medio de las piernas! ¿Es que eres demasiado escrupuloso, ¡Trae!, o simplemente un ignorante de la anatomía de la mujer? La parte más sacrosanta de mi cuerpo merece ser tratada con más detalle». Se quedó inmóvil encima de la banca con las piernas abiertas encima de mí, que estaba sentado en mi silla baja. Con un dedo buscó lo que en ese momento ella quería mostrar afanosamente, mientras describía: «¿Ves? Estos labios tiernos y rosas se juntan aquí en el frente, para envolver el pequeño tacapili, el cual parece una perla rosa y que… ¡ooh!… responde fácilmente al más ligero roce». Yo estaba respirando pesadamente. Pitza, la sirvienta, se encontraba prácticamente envuelta en las cortinas y Cózcatl parecía permanentemente paralizado, agachado en su rincón. «Bueno, ¡Trae!, no pongas esa cara de agonizante gazmoño —dijo la joven reina—. No estoy tratando de seducirte, lo único que quería era comprobar si eras un artista. Tengo una tarea para ti». Se volvió para gritar a la criada: «¡Pitza, deja de estar escondiendo la cabeza! Ven y vísteme otra vez».

Mientras la sirvienta cumplía con su cometido, le pregunté: «¿Quiere mi señora que dibuje el retrato de alguna persona?». «Sí». «¿De quién, mi señora?». «De cualquiera —dijo y yo parpadeé con inquietud—. Verás, cuando camino alrededor de los terrenos del palacio o voy a la ciudad en mi silla de manos no sería de dama señalar con el dedo a un hombre y decir ése. También mis ojos podrían quedar deslumbrados si tratara de ver bien a alguien realmente atractivo. Me refiero a hombres, por supuesto». «¿Hombres?», le hice eco estúpidamente. «Lo que quiero, simplemente, es que lleves tus papeles y tus tizas a cualquier parte que vayas. En donde encuentres a un hombre guapo, dibuja su rostro y su figura para mí. —Hizo una pausa para reír ahogadamente—. No necesita tener ropa encima. Quiero muchos dibujos diferentes, tantos como hombres puedas encontrar. Sin embargo, no quiero que nadie sepa qué estás haciendo, ni para quién. Si te preguntan, diles simplemente que estás practicando tu arte. —Me devolvió los dos dibujos que acababa de hacer—. Eso es todo. Puedes irte, ¡Trae!, y no regreses hasta que no tengas para enseñarme un buen haz de hojas dibujadas».

No era tan tonto como para no sentir un presagio en la orden que Chalchiunénetl me estaba dando. Sin embargo, deseché eso fuera de mi mente, para concentrarme en mi tarea con la mayor habilidad. El gran problema consistía en tratar de adivinar lo que a una muchacha de quince años pudiera parecer «guapo» en un hombre. No habiéndome dado ningún criterio en que basarme, confiné en mis subrepticios dibujos a príncipes, campeones, guerreros y otros hombres valerosos. Cuando me presenté otra vez ante Muñeca de Jade, con Cózcatl cargado con mi montón de papeles de corteza, puse encima extravagantemente un dibujo hecho de memoria del hombre encorvado color cacao quien seguía tan extrañamente apareciendo en mi vida.

Ella resopló sorprendida diciéndome: «¡Te crees muy chistoso! ¡Trae!; pero he oído murmurar entre las mujeres que se siente un verdadero placer al ser poseída por un enano jorobado y encorvado e incluso… —y ella echó una mirada a Cózcatl—, al ser poseída por un niñito con su tepule como el lóbulo de una oreja. Algún día cuando ya me haya cansado de lo ordinario…».

Pasó rápidamente los papeles, entonces se detuvo y dijo: «¡Yyo ayyo! Éste, ¡Trae!, tiene unos ojos pardos muy intrépidos. ¿Quién es él?». «Es el Príncipe Heredero, Flor Oscura». Ella hizo un lindo gesto de desagrado. «No, éste podría causarme complicaciones. —Ella siguió viéndolos, estudiando atentamente cada dibujo, luego dijo—: ¿Y quién es éste?». «No sé su nombre, mi señora. Es un mensajero-veloz al que a veces he visto correr llevando mensajes». «Ideal —dijo, con esa su sonrisa. Puso el dibujo a un lado y apuntándolo dijo—: ¡Trae!».

Ella no sólo se estaba refiriendo a mi nombre, sino también al otro significado posible, o sea: ¡Tráelo! Con cierto temor yo ya había anticipado algo como esto, pero a pesar de ello, empecé a sudar frío.

De una manera en extremo tímida y formal le dije: «Mi Señora Muñeca de Jade, me ha sido ordenado servirle a usted y se me ha prevenido de no corregirla o criticarla. Sin embargo, si no es que estoy interpretando erróneamente sus intenciones, le suplico que las reconsidere. Usted es la princesa virgen del más grande señor en todo El Único Mundo y también la reina virgen de otro gran señor. Será demandada por dos Venerados Oradores y por su propia nobleza, si usted juguetea con algún otro hombre antes de ir al lecho conyugal con su Señor Esposo».

Yo estaba esperando que en cualquier momento me golpeara como lo hacía con sus esclavos, pero me escuchó hasta el final y luciendo su empalagosa e irritante sonrisa me dijo: «Podría decirte que tu impertinencia puede ser castigada, pero solamente quiero hacerte notar que Nezahualpili es más viejo que mi padre y que su virilidad ha sido minada, aparentemente, por la Señora de Tolan y por todas sus otras esposas y concubinas. Él me tiene aquí secuestrada, en tanto, y sin duda, trata desesperadamente de erguir, con medicinas y encantamientos, su viejo tepule marchito. Pero ¿por qué tengo que desperdiciar mis estímulos, mis jugos y mi belleza en flor, mientras espero a su conveniencia o a su capacidad? Si él necesita aplazar sus deberes de marido, en verdad que yo me las arreglaré para que sean largamente pospuestos. Y entonces, cuando él y yo estemos listos, puedes tener la seguridad de que soy capaz de convencer a Nezahualpili de que llego a él como una doncella timorata, prístina y sin experiencia».

Traté otra vez de convencerla. En verdad que hice todo lo que pude por disuadirla, aunque yo no pensé que hubiera alguien que lo creyera después. «Mi Señora, recuerde quién es usted y el linaje del cual desciende. Usted es la bisnieta del venerado Motecuzoma y él nació de una virgen. Su padre tiró una gema dentro del jardín de su amada y ella la tomó y se la puso en su flor y en ese momento concibió al niño Motecuzoma, antes de que ella jamás se hubiera casado o acoplado con su padre. Así usted tiene una herencia de pureza y virginidad que no debería de mancillar con…». Ella me interrumpió riéndose. «¡Trae, yo no soy virgen! Para tu conocimiento. Me debiste haber reprendido cuando tenía nueve o diez años de edad. Entonces era virgen». Se me ocurrió tardíamente el girarme y decirle a Cózcatl: «Es mejor que te… Ya te puedes ir, niño».

Muñeca de Jade dijo: «¿Conoces esas esculturas que hacen los bestiales huaxteca? ¿Las estatuas de madera que les sobresale un miembro de hombre? Mi padre Auítzotl conserva una colgada en una pared de nuestro palacio, como una curiosidad para divertir y pasmar a sus amigos. También interesa a las mujeres. Ésta ha sido restregada, alisada y abrillantada por todas aquellas que lo han manipulado admiradas al pasar. Mujeres nobles, sirvientas, mozas y yo misma». Le dije: «No creo que yo debiera escuchar…», pero ella ignoró mis protestas y continuó. «Tenía que arrastrar contra la pared un gran arcón de madera que servía para almacenar cosas, en el cual me subía para poder alcanzar esa figura. Me tomó muchas semanas de sufrimiento, porque después de cada uno de mis primeros intentos tenía que esperar y descansar por un tiempo, hasta que mi inadecuada tepili dejaba de dolerme. Pero persistí, restregándome cada vez más fuerte y llegó el día del triunfo cuando finalmente me las arreglé para meterme la punta de esa cosa tremenda. Poquito a poquito fui penetrándomelo cada vez más. Desde entonces, quizá he estado con unos cien hombres, pero ninguno de ellos me ha dado jamás la sensación que gocé en aquellos días en que frotaba mis partes contra la cruda talla de los huaxteca». Supliqué: «No debería saber estas cosas, mi señora». Se encogió de hombros. «No estoy excusando mi naturaleza. Esa clase de relajamiento es algo que debo tener y debo tener seguido y tendré. Hasta podría usarte para ese propósito. ¡Trae! No eres intrépido y no dirías nada en contra mía, pues sé que obedecerás el mandato de Nezahualpili de no ser chismoso. Pero eso no impediría que confesaras tu propia culpa por nuestro acoplamiento y sería la ruina para los dos. Así…». Me tendió el dibujo que había hecho del sencillo mensajero-veloz y un anillo que se quitó del dedo. «Dale esto. Es el regalo de bodas de mi Señor Esposo y no hay otro anillo como éste».

Era de oro rojo con una gran esmeralda de valor incalculable. Esas raras piedras eran traídas por mercaderes que se aventuraban muy lejos, hasta la tierra de Quautemalan, el límite más lejano hacia el sur de nuestras rutas comerciales, y las esmeraldas ni siquiera venían de allí, sino de alguna tierra de nombre desconocido, a una distancia también desconocida más allá del sur de Quautemalan. El anillo era de esos cuyo diseño estaba hecho para ser sostenido verticalmente en la mano, porque contenía un círculo colgante de pendientes de jade, que solamente se podían mostrar bien cuando el que lo portaba levantaba la mano. El anillo estaba hecho a la medida del dedo de en medio de Muñeca de Jade. Yo solamente podía ponérmelo apretadamente en mi dedo pequeño. «No, no debes llevarlo puesto —dijo la joven previniéndome—. Ni él tampoco. Este anillo puede ser reconocido por cualquier persona que lo vea. Es solamente para que él lo lleve escondido y lo muestre al guardia de la puerta este, esta medianoche. A la vista del anillo el guardia lo dejará pasar. Pitza lo estará esperando un poco adentro para conducirlo hasta aquí». «¿Esta noche? —dije—. Pero debo encontrarlo antes, mi señora. Quizás haya sido enviado con algún mensaje. Y quién sabe adónde». «Esta noche —dijo ella—. Ya he estado por bastante tiempo privada de eso».

No sé lo que Chalchiunénetl me hubiera hecho de no haber podido encontrar al hombre, pero pude localizarlo y me acerqué a él como si yo fuera un joven noble y le llevara un mensaje para ser entregado por él. Deliberadamente, no le di mi nombre pero él me dijo: «Yo soy Yeyac-Netztlin, a las órdenes de mi señor». «A las órdenes de una señora —le corregí—. Ella desea que te presentes a medianoche en el palacio para atenderla». Él me miró preocupado y dijo: «Es muy difícil llevar un mensaje corriendo a cualquier distancia en la noche, mi señor…». Pero entonces su mirada cayó sobre el anillo que tenía en la palma de mi mano y abriendo mucho los ojos dijo: «Por esa señora, por supuesto que sí. Ni la medianoche o Mictlan podrían impedirme hacerle un servicio». «Éste es un servicio que requiere discreción —dije con un sabor amargo en la boca—. Enseña este anillo al guardia de la puerta este para que te deje pasar». «Oigo y obedezco, mi señor. Estaré allí».

Y sí estuvo. Yo permanecí despierto, escuchando detrás de la puerta hasta que oí a Pitza, que guiaba a Yeyac-Netztlin, llamar con las puntas de los dedos a la puerta del otro lado del corredor. Después de eso no oí nada más, así es que no supe cuánto tiempo estuvo ni cómo se fue. Y no quise volver a escuchar sus siguientes visitas, así es que no supe cuántas fueron. Sin embargo pasó un mes antes de que Muñeca de Jade, bostezando aburrida, me pidiera que empezara a dibujar nuevos retratos, así es que aparentemente Yeyac-Netztlin la satisfizo por ese espacio de tiempo. Como el nombre del mensajero-veloz significaba apropiadamente «Piernas Largas», quizá también estuviera bien dotado de algún otro miembro.

Aunque Chalchiunénetl no había pedido nada de mi tiempo durante ese mes, eso no quería decir que yo no tuviera preocupaciones. El Venerado Orador venía cada ocho o nueve días para corresponder a las invitaciones que le hacía la mimada y supuestamente paciente princesa-reina. Con frecuencia, yo tenía que estar presente en las habitaciones y me esforzaba por no sudar visiblemente en esas entrevistas. Sólo me preguntaba el porqué, en nombre de todos los dioses, Nezahualpili no podía notar o darse cuenta de que estaba casado con una mujer madura y lista para ser saboreada inmediatamente por él. O por cualquier otro hombre.

Todos los joyeros que trabajan el jade dicen que este mineral es fácil de encontrar entre las piedras comunes del campo, porque proclama su propia presencia y actividad. Ellos dicen que sólo se tiene que ir al campo cuando empieza a salir el sol y se pueden ver varias piedras aquí o allá que están exhalando un lánguido pero inconfundible vapor que anuncia orgullosamente: «Hay jade dentro de mí. Ven y tómalo». Como la preciada piedra de la cual lleva su nombre, Muñeca de Jade emanaba un indefinible nimbo, esencia o vibración que decía a cada hombre: «Aquí estoy. Ven y tómame». ¿Podría ser que el Uey-Tlatoani fuera el único hombre en toda la creación que no sintiera sus ardores y su disposición? ¿O sería realmente impotente como decía la joven reina?

No. Cuando los vi y los escuché juntos, comprendí que él estaba manifestando una consideración caballerosa y reprimiéndose. Pues Muñeca de Jade en su reluctante perversidad de tener sólo un amante, había hecho que él no viera a la doncella casadera y núbil, sino a una adolescente delicada e inmadura que en último momento había sido dada en un matrimonio político.

Durante sus visitas no era la Muñeca de Jade que tan bien conocíamos sus esclavos y yo, y también presumiblemente Yeyac-Netztlin. Llevaba vestidos que escondían sus curvas provocativas y que la hacían tan delgada y frágil como una niña. De algún modo ella suprimía esa aureola de flagrante sexualidad, por no mencionar su usual arrogancia e irascibilidad. Jamás usó en aquellos momentos el rudo apodo de ¡Trae! cuando se refería a mí. De alguna forma escondía a la verdadera Muñeca de Jade —Topco petlacalco— «en una bolsa, en una caja», como diríamos nosotros de un secreto.

En presencia de su señor, ni se recostaba lánguidamente, ni se sentaba siquiera en una silla. Se arrodillaba a sus pies, con las rodillas rectamente juntas, sus ojos modesta y castamente bajos y hablaba aniñadamente entre murmullos. Ella incluso me hubiera engañado a mí, haciéndome creer que no tenía más de diez años, si no hubiera sido porque sabía perfectamente que ya había pasado de esa edad.

«Espero que encuentres tu vida menos constreñida, ahora que tienes la compañía de Mixtli», dijo Nezahualpili. «Ayyo, sí, mi señor —dijo ella mostrando los hoyuelos de sus mejillas—. Él es un acompañante inapreciable. Mixtli me muestra muchas cosas y me las explica. Ayer me llevó a la biblioteca de poesías de tu estimado padre y me recitó algunos de sus poemas». «¿Y te gustaron?», preguntó el Uey-Tlatoani. «Oh, sí. Aunque creo que me gustaría más oír alguno de los tuyos, mi Señor Marido». De acuerdo con esto, Nezahualpili dijo con bastante modestia: «Por supuesto, suenan mejor cuando mi tamborcillo me acompaña», y recitó y cantó algunas de sus composiciones. Una de ellas en la que alababa la caída del sol, concluía:

Como un ramo de brillantes flores

nuestro Dios radiante, nuestro encendido dios, el sol

se introduce en un vaso de esplendorosas joyas,

y el día así, ha concluido.

«Precioso —suspiró Muñeca de Jade—. Me hace sentir un poco melancólica». «¿La puesta del sol?», preguntó Nezahualpili. «No, mi señor. El mencionar a los dioses. Yo sé que con el tiempo llegaré a familiarizarme con todos los de tu pueblo, pero mientras tanto, no tengo aquí conmigo ninguno de mis viejos dioses a los que estoy tan acostumbrada. ¿Sería impertinente si te pidiera permiso, mi Venerado Esposo, para poner en estas habitaciones algunas estatuas de mis dioses familiares favoritos?». «Mi querida Muñequita —dijo él con indulgencia—. Puedes hacer o tener todo lo que te haga feliz, para que no eches de menos tu hogar. Te mandaré a Píxquitl, el escultor que reside en el palacio, y tú le darás instrucciones para que talle aquellos dioses que tu querido corazón desea».

Cuando en esa ocasión Nezahualpili dejó las habitaciones, me hizo una seña para que lo acompañara. Fui, aunque silenciosamente ordenándoles todavía a mis poros mojados que dejaran de sudar, porque estaba completamente seguro de que Nezahualpili me iba a preguntar acerca de las actividades de Chalchiunénetl, cuando ella no estaba visitando las bibliotecas. Mas con gran alivio de mi parte, el Venerado Orador me preguntó acerca de mis propias actividades. «¿No es para ti una gran carga, Topo, dedicar tanto tiempo a tu señora hermana?», me preguntó con amabilidad. «No, mi señor —mentí—. Ella es muy considerada ya que no se entremete en mi tiempo de estudio. Es solamente en las tardes cuando conversamos o paseamos alrededor del palacio o vagamos por la ciudad». «En cuanto a conversación —dijo él—, quisiera pedirte que hicieras algún esfuerzo por tratar de corregir su acento mexica. Tú aprendiste muy rápido nuestra manera de hablar en Texcoco. Anímala a que hable más elegantemente, Cabeza Inclinada». «Sí, mi señor. Lo intentaré».

Él continuó: «Tu Señor Maestro de Conocimientos de Palabras me dijo que has hecho progresos rápidos y admirables en el arte de la escritura-pintada. ¿Podrías disponer un poco más de tiempo para poner en práctica esta habilidad?». «¡Estoy seguro, mi señor! —exclamé ansiosa y ardientemente—. Haré tiempo».

Y así, al fin inicié mi carrera de escribano y fue en gran parte gracias al padre de Muñeca de Jade, Auítzotl. Inmediatamente después de haber sido coronado como Uey-Tlatoani de Tenochtitlan, Auítzotl había demostrado dramáticamente sus hazañas como gobernante, declarando la guerra a los huaxteca de la costa noreste. Conduciendo personalmente un ejército combinado de mexica, acolhua y tecpaneca, atacó y ganó la guerra en menos de un mes. Los ejércitos trajeron mucho botín y las tierras conquistadas tuvieron, como siempre, que pagar el tributo anual. El saqueo y la recaudación del tributo eran divididos entre las Tres Alianzas como se acostumbraba: dos quintas partes para Tenochtitlan, dos quintas partes para Texcoco y una quinta parte para Tlacopan.

El trabajo que Nezahualpili me encargó era dibujar en el libro de cuentas las partidas del tributo recibido y esperado de los huaxteca, y también dar entrada a varios artículos como turquesas, cacao, mantos, faldas, blusas de algodón y algodón en crudo, que debía anotar en otros libros en donde se llevaban las cuentas de las mercancías de los almacenes de Texcoco. Era una tarea con la que ejercitaba dos conocimientos: la aritmética y la escritura-pintada y me lancé a ese trabajo con gran placer y la consciente determinación de hacerlo bien.

Pero como ya he dicho, también Muñeca de Jade se valía de mi talento y me llamó de nuevo para ordenarme reanudar la búsqueda y los bosquejos de «hombres guapos». Aprovechó también la oportunidad para quejarse con malhumor acerca de la falta de talento del escultor de palacio. «Como mi Señor Esposo me lo permitió, ordené esta estatua y le di instrucciones precisas a ese viejo escultor tonto, que él me mandó. Pero mira, ¡Trae! Una monstruosidad». Era la figura de un nombre en tamaño natural esculpido en barro, pintada en color de piel natural y cocida hasta adquirir mucha dureza. No representaba a ningún dios de los mexica que yo pudiera reconocer, pero había algo en ella que me era familiar. «Se supone que los acolhua son expertos en las artes —continuó diciendo la joven con desdén—. Entérate de esto, ¡Trae! Su muy renombrado maestro escultor es un inepto, comparado con algunos artistas sin renombre cuyos trabajos he visto en mi tierra. Si Píxquitl no hace mi siguiente estatua mejor que ésta, mandaré traer de Tenochtitlan a esas nulidades para avergonzarlo. ¡Ve y dile eso!».

Tenía la sospecha de que la joven señora solamente estaba preparando alguna excusa para poder importar no a unos artistas, sino a algunos de sus amantes anteriores que recordaba con afecto. Sin embargo como ella me lo mandó, fui a ver al escultor a quien encontré en su estudio de palacio. Había gran estrépito producido por los martillos y los cinceles de sus estudiantes y aprendices, y por el rugido del fuego del horno, así es que necesité gritar para que él pudiera oír las quejas y la amenaza de Muñeca de Jade. «Hice lo mejor que pude —dijo el anciano artista—. La señora ni siquiera me dijo el nombre del dios que había escogido para poder así contemplar otras estatuas o pinturas de éste. Todo lo que tenía para guiarme era esto». Y me enseñó un dibujo a tiza en papel de corteza: éste era el que yo mismo había hecho de Yeyac-Netztlin. Me sentí perplejo. ¿Por qué Muñeca de Jade había ordenado una estatua de un dios, cualquier dios, hecho a la semejanza de un simple y mortal mensajero-veloz? Aunque nunca se lo pregunté, ya que estaba seguro que me gruñiría diciendo que no me metiera en lo que no me importaba.

La siguiente vez que le entregué mis dibujos, deliberadamente incluí con un poco de espíritu jocoso uno de su legítimo esposo, el Venerado Orador Nezahualpili. Dando un resoplido desdeñoso, tanto al dibujo como a mí, lo empujó a un lado. La pintura que escogió esta vez fue la de un joven jardinero asistente del palacio llamado Xali-Otli, y fue a él a quien le di su anillo al día siguiente con las consabidas instrucciones. Él, como su predecesor, era solamente un plebeyo, pero hablaba el náhuatl con el acento de Texcoco y yo confiaba, ya que volvería a estar libre por un tiempo de la obligación de atender a la joven, que él podría continuar perfeccionando su forma de hablar, como lo deseaba Nezahualpili.

Cuando terminé de asentar el tributo de los huaxteca, entregué el libro de cuentas al subtesorero que se hacía cargo de esas cosas, quien alabó grandemente mi trabajo ante su superior el Mujer Serpiente, y el Señor Hueso Fuerte a su vez fue lo suficientemente amable como para dar un buen informe de mí a Nezahualpili. Después de lo cual el Venerado Orador envió a por mí para preguntarme si me gustaría intentar precisamente el mismo trabajo que ustedes están haciendo, reverendos frailes. O sea, anotar por escrito las palabras habladas en la cámara en donde el Uey-Tlatoani se reunía con su Consejo o en la Corte de Justicia, cuando daba audiencia a los ciudadanos de Texcoco quienes presentaban sus demandas o sus quejas.

Naturalmente, me encargué del trabajo con alegre entusiasmo y aunque al principio no fue fácil y cometí muchos errores, con el tiempo también recibí congratulaciones por ese trabajo. Debo decir sin mucha modestia que había logrado bastante fluidez, habilidad y precisión en hacer mis pinturas. Así es que tuve que aprender a hacer los glifos rápidamente, si bien, y por supuesto, nunca llegué a ser un escribano tan rápido como cualquiera de ustedes, mis señores. En esas asambleas del Consejo y recepciones de pedigüeños, rara vez había un momento en que no hablara alguien, cuyo discurso debía ser anotado, y casi siempre hablaban varias personas al mismo tiempo. Afortunadamente para mí, el sistema que empleaba era como el suyo, tener dos o más escribanos experimentados trabajando simultáneamente, así lo que a uno se le pasaba el otro probablemente lo había anotado.

Pronto aprendí a anotar las palabras más importantes del discurso de una persona y sólo bosquejándolas. Después en mis ratos libres, recordaba lo substancial y lo insertaba entre ellas, luego hacía una copia en limpio de todo, añadiéndole los colores que la harían totalmente comprensible. Así es que este método no sólo mejoró mi velocidad en escribir, sino también mi memoria.

Asimismo encontré muy útil inventar un número de palabras, a las que llamé glifos breves, en las que podía comprimir una procesión completa de palabras. Por ejemplo, dibujaba sólo un pequeño círculo representando una boca abierta, por el largo prefacio con el que cada mujer y cada hombre empezaban su conversación con el Uey-Tlatoani: «En su augusta presencia, mixpantzinco, mi Señor Venerado Orador Nezahualpili». Si alguien hablaba refiriéndose simultáneamente a sucesos recientes y pasados, yo los diferenciaba unos de otros dibujando alternativamente los simples glifos que representaban a un bebé y a un buitre. El bebé, verán ustedes, representaba lo «nuevo» e identificaba los sucesos recientes. El buitre, siendo calvo, simbolizaba lo «viejo» e identificaba los sucesos pasados.

Ah, bueno. Creo que todas esas reminiscencias podrían interesar profesionalmente a algunos compañeros escribanos como ustedes, mis reverendos frailes, aunque la verdad es que si hablo de estas cosas es porque soy reacio a hablar de otras, como la siguiente vez que fui llamado a las habitaciones de la Señora Muñeca de Jade.

«Necesito otra cara nueva —me dijo abruptamente, si bien los dos sabíamos que no era cualquier cara la que exigía—. Y no quiero esperar mientras tú coleccionas una nueva serie de dibujos. Déjame ver otra vez los que ya tienes hechos». Se los llevé y ella los hojeó rápidamente, dándoles una simple mirada hasta que cogiendo uno dijo: «Éste. ¿Quién es?». «Un esclavo que vi cerca de palacio —le dije—. Creo que está empleado como portador de literas». «¡Trae!», ordenó, entregándome el anillo de esmeralda. «Mi señora —protesté—. ¿Un esclavo?». «No soy demasiado melindrosa cuando tengo urgencia —dijo—. Además, los esclavos generalmente son muy buenos. Los desgraciados no osan negarse a cumplir ni las más humillantes demandas que se les haga. —Sonrió con su dulzona sonrisa—. Y cuanta menos espina dorsal tenga un hombre, más podrá contorsionarse como un reptil y retorcerse sobre sí mismo».

Antes de que yo pudiera hacer más objeciones, Muñeca de Jade me guió a una pared de su alcoba y me dijo: «Mira esto. Es el segundo dios que he ordenado a ese mal llamado maestro escultor Píxquitl». «Ése no es un dios —dije, estupefacto, mientras miraba fijamente la nueva estatua—. Ése es el jardinero Xali-Otli». Dijo con una voz fría y amenazante: «Por lo que a ti y a todos los de Texcoco concierne, éste es un dios no muy conocido adorado por mi familia en Tenochtitlan. Pero no importa. Por lo menos tú lo reconociste y apuesto que nadie más lo haría a excepción quizá de su madre. Ese viejo Píxquitl es desesperadamente incompetente. He mandado traer a esos artistas mexica que ya te mencioné. Estarán aquí inmediatamente después del festival de Ochpanitztli. Ve y dile a Píxquitl que quiero que prepare un estudio separado y privado para ellos, con todos los materiales que puedan necesitar. Después encuentra a ese esclavo y dale mi anillo y las instrucciones usuales».

Cuando me enfrenté de nuevo con el viejo escultor, dijo malhumoradamente: «Sólo puedo volver a insistir que hice lo mejor que pude con el dibujo que me dieron. Por lo menos esta vez también me dio una calavera para que trabajara con ella». «¿Qué?». «Oh, sí. Es mucho más fácil esculpir una buena semejanza cuando uno tiene como base real los huesos, encima de los cuales poder moldear el barro». Sin poder creer lo que debería haber comprendido antes, buceé: «Pero… pero, maestro Píxquitl, no es posible que alguien posea la calavera de un dios». Me miró largamente con sus viejos ojos de párpados cansados. «Lo único que sé es que se me proporcionó la calavera de un hombre adulto, muerto hacía poco, y que la estructura de ésta se aproximaba a las características faciales del dibujo, y que me dijeron que éste era el de algún dios menor. No soy un sacerdote para poner en duda su autenticidad y no soy tan tonto como para preguntarle a una reina imperiosa. Mientras haga el trabajo que me pide podré conservar mi propia calavera intacta. ¿Entiendes?». Asentí con la cabeza. Sí, al fin entendía y demasiado bien. El maestro continuó: «Prepararé el estudio para los nuevos artistas que están por llegar. Aunque debo decir que no envidio a ninguna persona empleada por la Señora Muñeca de Jade. Ni a mí. Ni a ellos. Ni a ti». Yo tampoco envidiaba mi situación —alcahuete de una asesina—, pero ya estaba demasiado involucrado para encontrar la manera de salir de ese enredo.

Fui y encontré al esclavo cuyo nombre era Niez-Huéyotl, que en la patética y presuntuosa forma de los nombres de los esclavos quería decir: Yo Seré de la Grandeza. Aparentemente no pudo sobrevivir a su nombre, porque no pasó mucho tiempo antes de que Muñeca de Jade me volviera a llamar. «Tenías razón, ¡Trae! —dijo—. Un esclavo puede ser un error. Aquél efectivamente empezó a imaginarse a sí mismo como un ser humano. —Ella se rió—. Bien, será un dios en poco tiempo, que es más de lo que jamás habría esperado. Pero esto me ha hecho darme cuenta de algo. Mi Señor Esposo puede empezar a preguntarse, eventualmente, por qué nada más tengo estatuas de dioses en mis habitaciones. Debería tener por lo menos una diosa. La última vez que me enseñaste tus dibujos, vi el de una mujer muy bella. Ve y tráemelo».

Así lo hice aunque afligido. Me arrepentía de haber mostrado a Muñeca de Jade aquel bosquejo. No lo había hecho por alguna razón encubierta, sino impulsivamente, como un gesto de admiración hacia la joven mujer, cuando ésta atrajo mi atención. Por cierto que atraía las miradas de muchos hombres y llenaba sus ojos de especulación y deseo. Sin embargo, Nemalhuili era una mujer casada; la esposa de un próspero artesano en pluma del mercado de artistas de Texcoco. Su belleza no residía sólo en su rostro vivaz y luminoso. Sus movimientos eran siempre fluidos y gentiles; su porte, regio, y sus labios tenían una sonrisa para todos. Nemalhuili exhalaba una inextinguible alegría y su nombre era el más apropiado puesto que significaba: «Algo Delicado».

Muñeca de Jade estudió el dibujo y para mi alivio, dijo: «No te puedo mandar a por ella. ¡Trae! Eso sería una gran violación a las costumbres y podría causar una conmoción indeseable. Mandaré a por una de mis esclavas». Aunque como yo lo había esperado, no terminó así mi complicidad porque lo siguiente que me dijo la joven reina fue: «La mujer Nemalhuili estará aquí esta noche. ¿Podrás creer que ésta es la primera vez que tendré placer con una de mi propio sexo? Así es que quiero que asistas con tus materiales de pintura y tomes nota de esta aventura, para poder ver después las cosas que estuvimos haciendo».

Por supuesto que la idea me aterró, por tres razones: Primera, y la más importante, estaba enojado conmigo mismo por haber involucrado inadvertidamente a Algo Delicado, pues aunque sólo la conocía de vista, por su reputación la tenía en alta estima. Segunda, y pensando egoístamente, después de esa noche jamás podría proclamar que no sabía con certeza, qué clase de cosas pasaban en las habitaciones de mi señora. Tercera, sentía algo de repugnancia ante la idea de ser obligado a ser testigo de un acto que debería ser privado; pero no podía rehusar y debo admitir que entre mis emociones se mezclaba una perversa curiosidad. Había escuchado la palabra patlachuia, pero no podía imaginarme cómo dos hembras podían hacer ese acto juntas.

Algo Delicado llegó, tan alegre y luminosa como siempre, aunque comprensiblemente un poco perpleja de esa cita clandestina a medianoche. Estábamos en verano y el aire afuera no era frío, pero a pesar de eso llevaba un quexquémetl, chal, sobre sus hombros. Quizá se le había ordenado disimular su rostro con el chal durante el camino hacia el palacio.

«Mi señora», dijo cortésmente inquiriendo con la mirada primero a la reina y luego a mí, que estaba sentado con un montón de hojas de papel de corteza sobre mis rodillas. No había encontrado la manera de ocultar mi presencia discretamente, ya que mi vista requería que me sentara lo más cerca posible, para poder dibujar todo lo que iba a ocurrir. «No hagas caso del escribano —dijo Muñeca de Jade—. Sólo préstame atención a mí. Primero quiero estar segura de que tu marido no sabe nada acerca de esta visita». «Nada, mi señora. Él estaba durmiendo cuando lo dejé. Su criada me dijo que no debía decirle nada a él, así es que no lo hice, porque pensé que usted me necesitaría para alguna cosa… para… bueno, para alguna cosa que no tuviera que ver con los hombres». «Precisamente —dijo su anfitriona sonriendo con satisfacción. Y cuando los ojos de Nemalhuili se desviaron otra vez hacia mí, Chalchiunénetl le gritó—: Dije que ignoraras a éste. Él es un mueble. Ni oye, ni ve; no existe. —Entonces bajó la voz a un simple murmullo persuasivo—: Me han dicho que eres una de las mujeres más bellas de Texcoco. Como ves querida, yo también lo soy. Se me ocurrió que podríamos compartir gozosamente nuestras bellezas».

Y al mismo tiempo y con sus propias manos le quitó el quexquémetl a Nemalhuili. Por supuesto, la visitante se mostró sorprendida de que la reina personalmente le quitara su chal. Sin embargo su expresión cambió a un desconcertante sobresalto cuando Muñeca de Jade le levantó la larga blusa por encima de su cabeza y quitándosela la dejó desnuda de la cintura para arriba.

Sólo sus grandes ojos se movían. Rápidamente se volvieron otra vez hacia mí, como los de una cierva asustada que balando suplica ayuda a uno de los cazadores que la cercan. Pero yo pretendí no ver, hice que mi cara se viera impasible; aparentemente tenía los ojos puestos en el dibujo que acababa de empezar y no creo que Nemalhuili me volviera a ver. Desde ese momento, ella evidentemente se las arregló para hacer lo que se le había pedido: creer que yo no estaba presente, más aún, que no existía. Yo creo, que si la pobre mujer no hubiera sido capaz de borrarme de su conciencia, se hubiera muerto de vergüenza esa misma noche.

Mientras la mujer se quedó parada enfrente, los senos desnudos, tan rígida como una estatua, Chalchiunénetl se quitó su blusa, despacio, seductoramente, como si lo estuviera haciendo para excitar a un hombre que no respondía. Entonces se acercó hasta que los dos cuerpos casi se tocaron. Algo Delicado era quizá diez años mayor que la reina-niña y más alta, como la anchura de una mano.

«Sí —dijo Muñeca de Jade—, tus pechos son muy hermosos. Excepto que —y simuló hacer pucheros de desilusión— tus pezones son tímidos, se mantienen plegados hábilmente. ¿Es que no pueden empujarse hacia afuera como los míos? —Ella se paró de puntillas, con la parte superior de su cuerpo un poco hacia adelante y exclamó—: ¡Mira, ellos se tocan exactamente, querida! ¿Se podría acomodar también el resto de nuestros cuerpos?». Apretó sus labios contra los de Nemalhuili. La mujer no cerró los ojos ni cambió la expresión de su rostro en lo más mínimo, pero las mejillas de Muñeca de Jade se hundieron. Después de un momento, echó su cara hacia atrás sólo lo suficiente como para decir con deleite: «¡Ah, mira! Tus pezones pueden crecer. ¡Lo sabía! ¿No los sientes desdoblándose sobre los míos?». Se inclinó hacia adelante para poder probar otro beso y esta vez Algo Delicado sí cerró los ojos, como si tuviera miedo de que algo involuntario pudiera mostrarse en ellos.

Se quedaron así, inmóviles el tiempo suficiente para que yo captara una pintura de ellas; Muñeca de Jade todavía de puntillas, las dos solamente tocándose los labios y los pechos. Luego la muchacha movió los dedos hasta buscar la falda de la mujer y hábilmente la desabrochó, de modo que ésta cayó al piso. Yo estaba lo suficientemente cerca como para poder ver la perceptible crispación de sus músculos, cuando apretó sus largas piernas de una manera protectora. Después de un momento Muñeca de Jade desabrochó su propia falda y la dejó caer a sus pies. No tenía nada puesto debajo de ella, de manera que quedó completamente desnuda, a excepción de sus sandalias doradas. Pero cuando apretó todo su cuerpo contra el de Algo Delicado, se dio cuenta de que la mujer, como cualquier mujer decente, todavía llevaba puesto su tzotzomatli, ropa interior.

Chalchiunénetl dio un paso atrás y la miró con una mezcla de diversión, cariño y ligero enojo, y le dijo dulcemente: «No te quitaré esa última ropa, Nemalhuili. Ni siquiera te pediré que lo hagas. Haré que lo desees». La joven reina tomó la mano de la mujer y tiró de ella con fuerza haciéndola caminar y cruzaron la habitación hacia la gran cama endoselada de suaves cobertores. Se recostaron sobre ella sin cubrirse y yo me acerqué con mis tizas y mis papeles.

Pues, sí, Fray Jerónimo, hay más. Después de todo, yo estaba allí, lo vi todo y no he olvidado nada. Por supuesto que si así usted lo desea, queda disculpado de oír esto.

Permítanme decirles al resto de ustedes, que se quedaron, señores escribanos, que he sido testigo de diversas violaciones durante mi vida. He visto a nuestros soldados y a los suyos atacar violentamente a las mujeres cautivas. Pero en toda mi vida jamás he visto a una hembra ser violada tanto en su alma como en sus partes sexuales, como lo fue Algo Delicado. Violada tan insidiosa, tan cabal y espantosamente por Muñeca de Jade. Y lo que más se ha grabado en mi memoria, resaltándolo completamente más que cualquier otra violación hecha por un hombre a una mujer, fue el hecho de que la joven manipuló a la mujer casada no por la fuerza o por una orden, sino con suaves toqueteos y caricias hasta que finalmente llevó a Algo Delicado a un punto de paroxismo, que después del cual ya no fue responsable de su conducta.

Creo que sería apropiado decir aquí que, cuando nosotros hacemos mención acerca de la seducción de una mujer, en nuestro lenguaje decimos: «la acaricio con flores…».

La mujer se quedó indolente e indiferente por un rato y sólo se movía Muñeca de Jade. Utilizando solamente sus labios, la lengua y las simples yemas de sus dedos. Los usó en los párpados cerrados de Nemalhuili y en sus pestañas, en los lóbulos de sus orejas, en el hueco de su cuello, en medio de sus pechos, a lo largo y a lo ancho de su cuerpo expuesto, en el hoyuelo de su ombligo, de arriba abajo de sus piernas. Repetidas veces usó la punta de su dedo o de su lengua para trazar lentas espirales alrededor de los senos de la otra mujer, antes de pellizcar al fin, y de lamer los endurecidos y erectos pezones. No volvió a besar apasionadamente a Nemalhuili, pero entre sus otras actividades daba lengüetazos atormentadores a través de la boca cerrada de la mujer. Y gradualmente los labios de Nemalhuili, como sus tetas, se pusieron hinchados y rubicundos. Su piel de color cobre pálido, al principio lisa, se puso por todas partes como piel de ganso y empezó a temblar en varias partes.

Muñeca de Jade ocasionalmente cesaba sus manipulaciones y apretaba fuertemente contra Algo Delicado su cuerpo convulsionado. Nemalhuili, aun con los ojos cerrados, no podía evitar sentir y saber lo que le estaba pasando a la joven. Solamente una estatua de piedra se hubiera quedado quieta sin sentirse afectada por ello, pero aun la mujer más virtuosa, reacia y asustada no es ninguna estatua. Cuando Muñeca de Jade se detuvo de nuevo y empezó a temblar desvalidamente, Algo Delicado emitió un sonido parecido a un arrullo, como una madre hubiera podido hacerlo con un niño angustiado. Movió las manos para levantar de su pecho la cabeza de Chalchiunénetl y la llevó a su cara, y por primera vez le plantó un beso. Sus besos obligaron a los de la joven a abrirse y sus mejillas se ahuecaron profundamente, y un lloriqueo amortiguado salió de ambas bocas que estaban aplastadas una contra la otra. Sus cuerpos palpitaron juntos y en ese momento Nemalhuili dejó caer una de sus manos para arrancarse su ropa íntima.

Después de eso, Algo Delicado se quedó otra vez tranquila y cerró sus ojos de nuevo; mordió la parte de atrás de su mano lo cual no evitó que se le escapara un sollozo. Cuando su jadeo aminoró, Muñeca de Jade empezó a moverse otra vez y era la única que lo hacía en la cama de cobijas arrugadas. Como en esos momentos Nemalhuili estaba también desnuda, todas sus partes estaban expuestas vulnerablemente y Muñeca de Jade tenía a su disposición más lugares en donde centrar su atención. Durante un tiempo, Algo Delicado mantuvo las piernas bien apretadas, pero luego, lentamente, como si no tuviera nada que ver con ello, dejó que sus músculos se aflojaran y que sus piernas se relajasen y se abrieran un poco, un poquito más…

Muñeca de Jade escondió su cabeza entre ellas, buscando lo que una vez me había descrito como «la pequeña perla rosa». Así estuvo por un tiempo y la mujer, como si la estuvieran torturando, emitió muchos sonidos y finalmente tuvo un movimiento violento. Cuando se recuperó debía ya de haber decidido que, al fin y al cabo, podía abandonarse totalmente ya que no podría degradarse más, y entonces Nemalhuili comenzó, aunque con menos facilidad y pericia, a hacerle a Muñeca de Jade lo que la joven le había estado haciendo a ella. Esto ocasionó una variedad de acoplamientos. A veces estaban apretadas en un abrazo como hombre y mujer, besándose las bocas mientras sus pelvis se frotaban. Otras veces se acostaban con las cabezas invertidas, cada una estrechando las caderas de la otra mientras usaban la lengua, como un modelo en miniatura, pero mucho más ágil, simulando al miembro masculino. A veces se sentaban cara a cara, pero reclinándose hacia atrás sobre sus brazos, para que sus muslos se extendieran y se tocaran en las partes inferiores de sus cuerpos, esforzándose en friccionarse mutuamente sus perlitas rosas.

En esa posición me recordaron la leyenda que relata cómo se creó la raza humana. Se decía que, después de la época en que la tierra había estado poblada primero por los dioses y después por los gigantes, aquéllos decidieron legar el mundo a los seres humanos. Sin embargo, no los había todavía y los dioses tuvieron que crearlos, y lo hicieron así: crearon algunos hombres y un número igual de mujeres, pero los diseñaron mal, porque aquellos primeros seres humanos tenían cuerpos que se terminaban debajo de la cintura con un tipo de protuberancia lisa. Según la leyenda, los dioses tenían la intención de ocultar modestamente los genitales de la gente, aunque es difícil de creer, ya que los dioses y las diosas no se destacaban precisamente por su modestia sexual.

Sea como fuere, aquella primera gente podía brincar por todas partes sobre los tocones de sus cuerpos y gozar de toda la belleza del mundo que habían heredado, pero no eran capaces de gozarse los unos a los otros. Y tenían ganas de hacerlo porque ocultos o no, sus sexos se atraían respectivamente. Felizmente para el futuro de la humanidad, esa primera gente se las ingenió para superar su impedimento. Rebotaban alto una mujer y un hombre juntos y en el aire fusionaban las partes inferiores de sus cuerpos, como algunos insectos se aparejan en pleno vuelo. La leyenda no nos dice exactamente cómo lo lograban, ni cómo las mujeres daban a luz los bebés que así concibieron. Sin embargo, lo lograron y la siguiente generación llegó completa con piernas y órganos genitales accesibles. Al observar a Muñeca de Jade y a Algo Delicado en esa posición en que frotaban con urgencia sus tepili, no pude evitar en pensar en esos primeros humanos y en su impulso por copular a pesar de las dificultades.

Debo mencionar que la mujer y la muchacha aunque asumían las más intrincadas posiciones y se acariciaban ávidamente, no se sacudían ni brincaban tanto como lo hubieran hecho un hombre y una mujer ocupados en ese mismo acto. Sus movimientos eran sinuosos, no angulados; graciosos, no toscos. Muchas veces, aunque algunas de sus partes indudablemente estaban ocupadas, las dos mujeres parecían estar tan quietas como si durmieran. Entonces una o ambas se estremecían, o se endurecían, o brincaban o se contorsionaban. Perdí la cuenta, pero sé que las dos llegaron aquella noche a muchas más culminaciones de lo que cualquiera de ambas hubiera podido lograr con el hombre más varonil e infatigable.

En medio de esas pequeñas convulsiones, se quedaban en varias posturas el tiempo suficiente como para que yo hiciera muchos dibujos de sus cuerpos; separados o entrelazados. Si algunas de las pinturas estaban manchadas o dibujadas con una línea temblorosa, no fue por culpa de las modelos, excepto en cuanto a que sus actividades agitaban al artista. Yo tampoco era una estatua. Varias veces, observándolas fui atormentado por estremecimientos simpáticos y dos veces mi miembro ingobernable…

También nos deja precipitadamente Fray Domingo. Es curioso ver cómo un hombre puede ser afectado adversamente por algunas palabras y otros hombres por otras. Creo que las palabras evocan diferentes imágenes en distintas mentes. Incluso en las de los escribanos impersonales, quienes tienen por deber oírlas sólo como sonidos y registrarlas solamente como marcas en el Papel.

Quizá por eso, debo refrenarme y no relatar con detalle todas las demás cosas que hicieron la muchacha y la mujer durante aquella larga noche. Bueno, finalmente se separaron, exhaustas, y se quedaron respirando profundamente una al lado de la otra. Sus labios y tepili, partes, estaban excesivamente hinchadas y rojas; sus pieles brillaban con sudor, saliva y otras transpiraciones, y sus cuerpos estaban moteados como la piel del jaguar por las marcas de mordiscos y de besos.

Silenciosamente me levanté de mi lugar al lado de la cama y con manos temblorosas recogí mis dibujos tirados alrededor de mi silla. Cuando me había retirado a un rincón del cuarto, Algo Delicado también se levantó y moviéndose fatigada y débilmente, como alguien que apenas se está recuperando de una enfermedad, se vistió lentamente. Evitó mirarme, pero yo podía ver que había lágrimas corriendo por su rostro. «Desearás descansar —le dijo Muñeca de Jade y tiró del cordón-campana colocado encima de la cama—. Pitza te conducirá a una habitación privada». Nemalhuili todavía lloraba calladamente cuando la adormilada esclava la guió fuera del cuarto.

Dije con voz insegura: «Suponga que se lo cuenta a su esposo». «No podría soportar el hacerlo —dijo Muñeca de Jade con seguridad—. Y no lo hará. Déjame ver los dibujos. —Se los entregué y los estudió minuciosamente, uno por uno—. Así es como nos veíamos. Exquisito. Y yo que pensaba que había experimentado todo tipo de… Qué lástima que mi Señor Nezahualpili me haya provisto únicamente de sirvientas viejas y feas. Creo que mantendré a mano a Algo Delicado por bastante tiempo». Me sentí indeciblemente feliz de oír eso, porque sabía el destino que le esperaba a la mujer y cuán rápido sería. La muchacha me devolvió los dibujos, luego se estiró y bostezó voluptuosamente. «Sabes, ¡Trae!, ¡verdaderamente creo que ha sido lo mejor de todo lo que he gozado desde que utilizaba a aquel viejo objeto huaxteca!».

Parecía razonable, pensé al regresar a mis habitaciones. Una mujer debe saber mejor que cualquier hombre cómo juguetear con el cuerpo de otra de su mismo sexo. Sólo una mujer podría conocer más íntimamente todos los más tiernos y secretos escondrijos, las superficies más y menos excitables de su propio cuerpo, y en consecuencia, también los del cuerpo de cualquier otra. Por consiguiente si un hombre sabía esas mismas cosas, podría mejorar sus talentos sexuales e intensificar su propio goce y el de cada una de las mujeres con quienes se apareara. Así es que pasé mucho tiempo estudiando los dibujos y grabando en mi memoria las intimidades de las cuales había sido testigo y que los dibujos no podían describir tan gráficamente.

No estaba orgulloso con la parte que me había tocado desempeñar en la degradación de Algo Delicado, pero siempre he pensado que un hombre debe aprovechar y mejorar sus experiencias aun viéndose mezclado en los sucesos más lamentables.

No quiero decir que la violación de Algo Delicado fue el suceso más lamentable que presencié en mi vida. Otro me esperaba cuando regresé a casa otra vez, a Xaltocan, para el festival de Ochpanitztli.

Esa palabra significa El Barrido de la Calle, y se refiere a los ritos religiosos que se llevaban a efecto en demanda de una extraordinaria cosecha de maíz. El festival se celebraba en nuestro mes once, aproximadamente a mediados de su mes de agosto, y consistía en varios ritos complicados que culminaban en el día exactamente ordenado para el nacimiento del dios del maíz, Centéotl. Ésta era una época ceremonial completamente entregada a las mujeres; todos los hombres, incluyendo a la mayoría de los sacerdotes, eran simples espectadores.

Empezaba cuando las más venerables esposas y las viudas más virtuosas de Xaltocan barrían, con sus escobas hechas especialmente de plumas, todos los templos y otros lugares sagrados de la isla. Entonces, bajo la dirección de nuestras mujeres que atendían los templos, todas las demás llevaban a cabo el canto, baile y ejecución de la música durante la noche climática. Una virgen escogida de entre todas las muchachas de la isla tomaba el papel de Teteoínan, la madre de todos los dioses. La parte más importante de la fiesta era el acto que hacía en la cima de la pirámide, completamente sola sin pareja masculina, pretendiendo ser desflorada y fecundada y luego sufrir los dolores del parto y dar a luz. Después de eso era atravesada hasta morir por las flechas lanzadas por arqueros femeninos, quienes cumplían su trabajo con una dedicación intensa, pero con muy poca destreza, así es que generalmente la muchacha no moría rápidamente, sino tras una prolongada agonía.

Por supuesto que siempre había una sustitución de último momento, pues nunca sacrificábamos a una de nuestras doncellas, a no ser que por alguna razón singular ésta insistiera en ofrecerse voluntariamente. De ese modo no era realmente la virgen que representaba a Teteoínan quien moría, sino una esclava disponible o una prisionera capturada de otro pueblo. Para el simple papel de morir no era necesario que fuera una virgen y a veces era una mujer vieja la despachada al otro mundo esa noche.

Cuando la mujer finalmente moría después de haber sido zafiamente destrozada y perforada por innumerables flechas, unos sacerdotes participaban por primera vez. Salían del templo de la pirámide, detrás de la cual se habían ocultado, y todavía casi invisibles en la oscuridad de sus negras vestiduras, arrastraban el cuerpo adentro del templo. Allí, rápidamente despellejaban la piel de uno de sus muslos. Un sacerdote se ponía ese gorro cónico encima de su cabeza y salía saltando del templo acompañado por una explosión de música y canto. El joven dios del maíz, Centéotl acababa de nacer. Bajaba brincando las escaleras de la pirámide, juntándose con las bailarinas y todos danzaban el resto de la noche.

Si cuento todo esto es porque supongo que la ceremonia de aquel año debió de ser igual a la de todos los anteriores. Tengo que suponerlo porque no me quedé para verla.

El generoso príncipe Huexotzinca me prestó otra vez su acali y remeros y llegué a Xaltocan para encontrar que los otros, Pactli, Chimali y Tlatli, también habían llegado para esa fiesta desde sus distantes escuelas. De hecho, Pactli había regresado definitivamente, habiendo concluido hacía poco su educación en la calmécac. Eso me preocupaba, porque ya no tendría nada que hacer a excepción de esperar a que muriera su padre Garza Roja y le dejara el trono libre. Mientras tanto, Pactli podría concentrar todo su tiempo y fuerza en asegurarse la esposa que él deseaba: mi hermana, quien no quería serlo; y contaba con la ayuda de su más leal aliada: mi madre, la codiciosa de títulos.

Sin embargo, me encontré con una preocupación más inmediata. Tlatli y Chimali se sentían tan anhelantes por verme, que me estaban esperando en el muelle cuando mi canoa atracó y, brincando excitadamente, comenzaron a hablar, a gritar y a reír antes de que yo hubiera puesto el pie en tierra. «¡Topo, la cosa más maravillosa!». «¡Nuestro primer encargo, Topo, para hacer obras de arte en el extranjero!». Me costó un poco de tiempo y unos cuantos gritos antes de poder darme cuenta y comprender lo que me querían decir. Cuando lo comprendí quedé horrorizado. Mis dos amigos eran los artistas mexica de quienes me había hablado Muñeca de Jade. No regresarían a Tenochtitlan después de la fiesta, sino que irían conmigo a Texcoco.

Tlatli dijo: «Yo voy a hacer las esculturas y Chimali las va a colorear para que parezcan vivas. Así lo dijo el mensajero que la señora Chalchiunénetl nos envió. ¡Imagínate! La hija de un Uey-Tlatoani y la esposa de otro. Ciertamente ningún otro artista de nuestra edad ha sido tan honrado anteriormente». Chimali dijo: «¡No teníamos idea de que la señora Muñeca de Jade hubiera visto alguna vez las obras que hacíamos en Tenochtitlan!». Tlatli dijo: «Que las haya visto y admirado lo suficiente como para llamarnos y para viajar a tantas largas carreras. La señora debe tener muy buen gusto». Dije sutilmente: «La señora tiene numerosos gustos».

Mis amigos se dieron cuenta de que no compartía su entusiasmo y Chimali me dijo, casi disculpándose: «Éste es nuestro primer trabajo verdadero, Topo. Las estatuas y pinturas que hicimos en la ciudad, no eran más que adornos para el nuevo palacio que se está construyendo para Auítzotl, y no estábamos ni mejor vistos ni mejor pagados que los albañiles. El mensaje también decía que nos estaba esperando un estudio particular totalmente equipado. Es natural que estemos contentos. ¿Hay alguna razón para que no sea así?». Tlatli dijo: «¿Es que la señora es de esa clase de mujeres tiranas que nos va a hacer trabajar hasta morir?». Yo podría haberle dicho a Tlatli que lo había expresado sucintamente, cuando habló de llegar a trabajar «hasta morir»; pero en lugar de eso le dije: «La señora tiene algunas excentricidades. Hay mucho tiempo para platicar sobre ella. En estos momentos estoy muy cansado por mi propio trabajo». «Por supuesto —dijo Tlatli—. Permítenos cargar tu equipaje, Topo. Saluda a tu familia, come y descansa. Y después tienes que contarnos todo acerca de Texcoco y de la Corte de Nezahualpili. No queremos aparecer allá como unos ignorantes provincianos».

En el camino hacia mi casa, los dos siguieron parloteando alegremente acerca de sus perspectivas, pero yo permanecía silencioso pensando profundamente sobre… sus perspectivas. Bien sabía yo que los crímenes de Muñeca de Jade serían algún día descubiertos, y cuando eso sucediera Nezahualpili se vengaría de todos los que habían ayudado o encubierto los adulterios de la joven, sus asesinatos para ocultar las infidelidades y las estatuas que se mofaban de los asesinados. Yo tenía la débil esperanza de ser absuelto, ya que había actuado estrictamente según las órdenes de su mismo esposo. Los otros, los sirvientes y asistentes habían actuado según las órdenes recibidas de ella. No hubieran podido desobedecerla, pero ese hecho no les ganaría ninguna misericordia de parte del deshonrado Nezahualpili. Sus cuellos ya estaban adentro del lazo cubierto de guirnaldas. Pitza, el guardián de la puerta, tal vez el maestro Píxquitl y pronto Tlatli y Chimali…

Mi padre y mi hermana me recibieron calurosamente con grandes abrazos, mi madre con abrazo poco animado, disculpándose con la explicación de que sus brazos estaban debilitados y cansados por haber esgrimido la escoba durante todo el día en diversos templos. Siguió hablando con mucho detalle sobre las actividades de las mujeres de la isla, en preparación de la ceremonia de Ochpanitztli, poco de lo cual oí, ya que buscaba algún pretexto para alejarme con Tzitzi en busca de algún lugar solitario. No sólo estaba ansioso por demostrarle algunas de las cosas que había aprendido observando a Muñeca de Jade y Algo Delicado, sino que también deseaba contarle mi equívoca posición en la Corte de Texcoco y pedirle su consejo sobre lo que debía hacer, si es que se podía hacer algo para evitar la ida inminente de Tlatli y Chimali.

La oportunidad nunca llegó. Sobrevino la noche y nuestra madre seguía aún quejándose de la cantidad de trabajo relacionado con El Barrido de la Calle. La noche negra llegó y con ella los sacerdotes de vestiduras negras. Eran cuatro de ellos e iban por mi hermana.

Sin siquiera decir un «mixpantzinco» al jefe de la casa, pues los sacerdotes siempre habían sido desdeñosos a las cortesías más elementales, uno de ellos preguntó sin dirigirse a nadie en particular: «¿Es aquí donde vive la doncella Chiucnaui-Acatl Tzitzitlini?». Su voz era torpe y hablaba emitiendo un ruido como el del gallipavo, y con trabajo le pudimos entender. Ése era el caso de muchos sacerdotes, porque una de sus penitencias favoritas era llenarse la lengua de agujeros y de vez en cuando romperla aún más, haciendo más ancho el agujero al pasar por él cañas, cuerdas o espinas. «Mi hija —dijo nuestra madre, con un gesto de orgullo señalándola—. Nueve Caña El Sonido De Campanitas Tocando». «Tzitzitlini —dijo el viejo mugroso dirigiéndose directamente a ella—. Venimos a informarte que has sido escogida para tener el honor de actuar en el papel de la diosa Teteoínan en la última noche de Ochpanitztli». «No», dijo mi hermana moviendo los labios aunque de ellos no salió ningún sonido. Miró azorada a los cuatro hombres vestidos con sus raídos mantos negros y pasó una mano temblorosa sobre su cara. Su piel de color cervato había adquirido el del pálido ámbar. «Vendrás con nosotros en este momento —dijo otro sacerdote—. Hay algunas formalidades preliminares». «No», dijo Tzitzi otra vez, pero esta vez en voz alta.

Se giró hacia mí y yo casi me tambaleé por el impacto de su mirada. Sus ojos estaban agrandados por el terror, tan insondablemente negros como los de Muñeca de Jade cuando usaba la droga que dilata la pupila. Mi hermana y yo sabíamos lo que eran las «formalidades preliminares», un examen físico llevado a cabo por los asistentes femeninos de los sacerdotes, para indagar que la doncella que había sido honrada, lo era en verdad. Como ya he dicho, Tzitzi conocía los medios para parecer una virgen impecable y convencer al más suspicaz examinador. Pero no había sido avisada de esa llegada repentina y precipitada de los sacerdotes para llevársela, por lo tanto no había tenido necesidad de prepararse y en esos momentos ya no podía hacerlo.

«Tzitzitlini —dijo mi padre reprendiéndola—. Nadie rechaza a un tlamacazqui, ni la orden que él trae. Sería descortés al sacerdote, mostraría desdén por la delegación de mujeres que te ha conferido ese honor y mucho peor, sería un insulto a la misma diosa Teteoínan». «También molestaría a nuestro estimado gobernador —terció mi madre—. Se le ha dicho ya al Señor Garza Roja quién ha sido la virgen seleccionada para este año, y también a su hijo Pactlitzin». «¡Nadie me avisó a mí!», dijo mi hermana con una última chispa de brío.

Ella y yo sabíamos para entonces quién la había propuesto para el papel de Teteoínan sin consultarla y sin pedirle permiso, y también sabíamos el porqué. Así nuestra madre podría tener un crédito indirecto por la ejecución de su hija; para que nuestra madre pudiera enorgullecerse en medio del aplauso aprobador de toda la isla; para que la pantomima pública del acto sexual, que representaría su hija, inflamara todavía más la lascivia del Señor Alegría, y para que estuviera más que nunca dispuesto a elevar a toda nuestra familia a la nobleza a cambio de la muchacha.

«Mis Señores Sacerdotes —dijo Tzitzi suplicando—, verdaderamente no les convengo. No puedo actuar en el papel. No en ese papel. Sería torpe y la gente se reiría. Deshonraría a la diosa…». «Eso es totalmente falso —dijo uno de los cuatro—. Te hemos visto bailar, muchacha. Ven con nosotros en este momento». «Los preliminares llevan muy poco tiempo —dijo nuestra madre—. Anda, Tzitzi y cuando regreses discutiremos sobre la hechura de tu traje. Serás la más reluciente Teteoínan que haya dado a luz al bebé Centéotl».

«No —dijo mi hermana otra vez, pero débil y desesperadamente buscando algún otro pretexto—. Es que… es que no es el tiempo adecuado de la luna para mí…». «¡No es posible decir no! —ladró uno de los sacerdotes—. No hay pretextos aceptables. O vienes muchacha o te llevamos a la fuerza».

Ni ella ni yo tuvimos la oportunidad de despedirnos, pues consideramos que estaría ausente solamente por un corto espacio de tiempo. Mientras Tzitzi caminaba hacia la puerta y los cuatro viejos malolientes la rodeaban, me lanzó una última mirada desesperada. Casi me la perdí, porque entonces yo miraba alrededor del cuarto buscando un arma o cualquier cosa que pudiera servir como tal.

Les juro que si hubiera tenido la maquáhuitl de Glotón de Sangre a mano, me habría abierto paso a cuchilladas a través de los sacerdotes y de mis padres, hierbas malas para ser abatidas, y nosotros dos hubiéramos huido hacia algún lugar seguro, en cualquier parte. Pero no había nada afilado ni pesado a mi alcance y hubiera sido inútil por mi parte atacar desarmado. Para entonces yo ya tenía veinte años y era un hombre, y hubiera podido con los cuatro sacerdotes, pero mi padre, templado por su trabajo, podía haberme detenido sin ningún esfuerzo. Además, habrían sospechado, con toda seguridad, interrogado, verificado y el destino se hubiera vuelto contra de nosotros dos…

Desde entonces me he preguntado muy frecuentemente: ¿no hubiera sido eso preferible a lo que sucedió? Un pensamiento como ése pasó como un relámpago por mi mente en aquel momento, pero en mi indecisión vacilé. ¿Fue porque sabía, en algún rincón cobarde de mi mente, que yo no estaba directamente involucrado en la difícil situación de mi hermana Tzitzi; y que probablemente no lo estaría, por lo que fui indeciso, por lo que vacilé? ¿Fue porque tenía una esperanza desesperada de que ella todavía pudiera convencer a las examinadoras; que ella no estaba realmente en peligro de desgracia, lo que me hizo detener? ¿Fue simplemente mi inmutable e inestable tonali, o el de ella, lo que me hizo vacilar, lo que me hizo detener? Jamás lo sabré. Todo lo que sé es que vacilé, me detuve y el momento de actuar se fue, como Tzitzi se fue con su guardia de honor de rapaces sacerdotes, dentro de la oscuridad de la noche.

Ella no regresó a casa esa noche.

Nos quedamos sentados esperando, hasta mucho después del tiempo normal de acostarse, hasta mucho después del trompetazo de la concha del templo a la medianoche. Sin hablar nada. Mi padre se veía preocupado, sin duda por su hija y por la causa de ese inusitado alargamiento de las «formalidades preliminares». Mi madre se veía preocupada, sin duda acerca de la posibilidad de que su proyecto tan cuidadosamente elaborado para su propia exaltación, de alguna manera se hubiera desbaratado. Pero finalmente se rió y dijo: «Claro. Los sacerdotes no mandarán a Tzitzi a casa en la oscuridad. Las vírgenes del templo le habrán dado un cuarto allá para que pase la noche. Somos unos tontos de estarla esperando despiertos. Vayamos a dormir».

Fui a mi esterilla, pero no dormí. Me inquietaba al pensar que si las examinadoras descubrían que Tzitzi no era virgen, ¿y cómo iban a descubrir otra cosa?, los sacerdotes podrían aprovecharse rapazmente de eso. Todos los sacerdotes de nuestros dioses habían hecho ostensiblemente un juramento de celibato, pero ninguna persona inteligente creía que lo cumplían. Las mujeres del templo sostendrían, con verdad, que Tzitzi llegó a ellas ya desprovista de su chitoli, membrana, y por lo tanto de su virginidad. De esa condición sólo se la podía culpar a ella por su propio desenfreno anterior. Cuando saliera de nuevo del templo, cualquier cosa que le hubiera pasado en el ínterin no podría achacárseles a los sacerdotes ni probar ningún cargo en contra de ellos.

Me revolvía angustiado sobre mi esterilla, imaginando a esos sacerdotes utilizándola durante la noche, uno tras otro, y regocijadamente llamando a todos los demás de los otros templos de la isla. No porque ellos estuvieran hambrientos sexualmente, pues se suponía que usaban a las mujeres del templo a voluntad. Sin embargo el tipo de mujeres que dedicaban sus vidas al servicio del templo, como ustedes reverendos frailes tal vez hayan observado entre sus propias religiosas, casi nunca eran de facciones o figura como para volver delirante de deseo a un hombre normal. Los sacerdotes debían estar llenos de alegría esa noche al recibir el regalo de carne nueva y joven en la más deseable y bella muchacha de todo Xaltocan, en aquel entonces.

Los veía caer como rebaños sobre el indefenso cuerpo de Tzitzi, en tropeles como buitres sobre un cadáver desamparado. Agitándose como buitres, graznando como buitres, con sus garras de buitres, negros como buitres. Observaban también otro juramento: nunca desvestirse en toda su vida después de haber hecho el juramento sacerdotal. Sin embargo aun violando ese juramento para caer desnudos encima de Tzitzi, sus cuerpos estarían todavía negros, escamosos y fétidos, por no haberse bañado desde que abrazaron el sacerdocio.

Tenía la esperanza de que todo fuera producto de mi imaginación febril. Tenía la esperanza de que mi bella y amada hermana no pasara aquella noche como una carroña desgarrada por los buitres. Pero ningún sacerdote habló jamás de su estancia en el templo, ni para afirmar ni para negar mis temores, pues Tzitzi no volvió a casa por la mañana.

Un sacerdote de los cuatro que se la habían llevado la noche anterior, vino y su cara estaba exenta de toda expresión cuando dijo simplemente: «Su hija no es idónea para representar a Teteoínan en las ceremonias. En algún momento ha conocido carnalmente por lo menos a un hombre». «¡Yya ouiya ayya! —sollozó mi madre—. ¡Esto lo arruina todo!». «No lo entiendo —murmuró mi padre—. Siempre fue tan buena muchacha, no puedo creerlo…». «Quizás —dijo el sacerdote blandamente— ahora les gustaría más ofrecer a su hija voluntariamente para el sacrificio». Yo le dije al sacerdote entre dientes: «¿En dónde está ella?». Indiferentemente me dijo: «Cuando las examinadoras la juzgaron incompetente, naturalmente comunicamos al palacio del gobernador que era necesario buscar otra candidata. Al recibir la noticia, el palacio pidió que Nueve Caña Tzitzitlini fuera llevada allá hoy por la mañana para una entrevista con…». «Pactli», dije abruptamente. «Estará desolado», dijo mi padre, sacudiendo la cabeza con tristeza. «¡Estará furioso, tonto! —escupió mi madre—. ¡Todos sufriremos su ira a causa de la perra de tu hija!». «Iré al palacio inmediatamente», dije. «No —respondió el sacerdote con firmeza—. La corte no duda en apreciar su interés, pero el mensaje fue muy específico: que sólo la hija de esta familia sería recibida. Dos de nuestras mujeres del templo la están conduciendo para allá. Ninguno de ustedes puede pedir audiencia, solamente irán en el caso de ser llamados».

Tzitzi no vino a casa tampoco ese día y nadie más volvió a visitarnos, ya que para entonces toda la isla debía tener conocimiento de nuestra desgracia familiar. Ni siquiera las mujeres que organizaban el festival pasaron a por mi madre para que ésta cumpliera con su barrido del día. Y esa evidencia de ostracismo hacia ella por parte de las mujeres que pronto esperaba mirar como inferiores, la hizo más vociferante y chillona de lo normal. Pasó todo ese día melancólico regañando a mi padre por haber dejado que su hija «creciera en estado salvaje» y regañándome a mí también, pues estaba segura de que le había presentado a algunos de mis «malvados amigos» y había dejado que alguno de ellos la sedujera. La acusación era absurda, pero me dio una idea.

Salí disimuladamente de la casa y fui a buscar a Tlatli y a Chimali. Me recibieron con algo de embarazo y con palabras desmañadas de conmiseración. Dije: «Uno de vosotros puede ayudar a Tzitzitlini, si quiere». «Si hay algo que podamos hacer, por supuesto que lo haremos —dijo Tlatli—. Dinos, Topo». «Vosotros sabéis cuánto tiempo el insufrible Pactli ha estado acosando a mi hermana. Todo el mundo lo sabe. También todo el mundo sabe en estos momentos, que mi hermana ha preferido a otro en lugar del Señor Alegría, así es que ha quedado ante todos como un amante desairado y bobo por haber estado persiguiendo a una muchacha que lo desdeñaba. Sólo para salvar su orgullo herido vengará esa humillación en ella y lo hará de la forma más horrible. Uno de vosotros podría evitar que lo hiciera». «¿Cómo?», preguntó Tlatli. «Casándose con ella», dije.

Nadie sabrá jamás qué dolor tan grande me costó decirlo, porque lo que quería decir con eso era: Renuncio a ella. Llévatela. Mis dos amigos se sobresaltaron ligeramente y me miraron confusos y pasmados. «Mi hermana ha cometido un error —continué—. No puedo negarlo, pero vosotros dos la conocéis desde siempre y seguramente sabéis que ella no es una prostituta disoluta. Si podéis perdonarle su mal paso y creer que ella sólo lo hizo para alejar de sí la perspectiva indeseada de su matrimonio con el Señor Alegría, entonces sabréis que no se podría encontrar a otra esposa más casta, leal y protectora. No necesito agregar que probablemente no encontraréis tampoco una tan bella como ella».

Los dos intercambiaron una mirada inquieta. Difícilmente podría censurarlos. Esa proposición radical debió de haberles golpeado, aturdiéndoles tan abruptamente como un rayo deslumbrador mandado por Tláloc. «Vosotros sois la única esperanza de Tzitzi —dije con urgencia—. Pactli la tiene en estos momentos en su poder, como una doncella que se suponía virgen y que sorprendentemente no lo era. Él puede acusarla de haberse ido a ahorcajarse en el camino. Incluso puede pedir un juicio mintiendo al decir que era su prometida en matrimonio y que deliberadamente lo engañó, lo que vendría a ser tanto como un adulterio y podría incluso persuadir al Señor Garza Roja de que la condenase a muerte. Pero no puede hacer eso a una mujer debidamente casada o que sea pedida en matrimonio». Miré con energía a los ojos de Chimali y luego a los de Tlatli. «Si alguno de vosotros diera ese paso y públicamente pidiera su mano… —Abatieron sus ojos desviándolos de los míos—. Oh, ya lo sé. Se necesitaría tener algo de valentía y sería objeto de burla. El que lo hiciera sería tomado por el que la sedujo por primera vez, pero el matrimonio borraría esto y ella sería rescatada de cualquier cosa que quisiera hacerle Pactli. Esto la salvaría, Chimali. Sería una hazaña en verdad noble, Tlatli. Os suplico que me hagáis este favor».

Los dos me volvieron a mirar y realmente había pesadumbre en sus rostros. Tlatli habló por los dos: «No podemos, Topo. Ninguno de los dos».

Me desilusionaron profundamente y me hirieron, pero más que eso me dejaron perplejo. «Si me dijerais que no queréis lo podría comprender, pero… ¿que no podéis…?». Se pararon lado a lado enfrente de mí; Tlatli, rechoncho, y Chimali, flaco como una caña. Me miraron con piedad y luego se volvieron el uno al otro, y no podría decir qué había en sus mutuas miradas. Titubeando, cada uno de ellos levantó su mano para tomar la del otro y sus dedos se entrelazaron. Parados allí, enlazados, forzados por mí a confesar un vínculo que yo ni remotamente había sospechado, se volvieron de nuevo hacia mí. Sus miradas proclamaban un orgullo desafiante. «¡Oh! —exclamé, deshecho. Después de un momento les dije—: Perdonadme. No debí insistir cuando rehusasteis». Tlatli dijo: «No nos importa que lo sepas, Topo; pero sí nos preocuparía que se chismorreara». Volví de nuevo a la carga: «¿Entonces no sería para uno de vosotros una ventaja el casarse? Quiero decir solamente llevar a efecto la ceremonia. Después de todo…». «Yo no podría —dijo Chimali, con serena obstinación— y no dejaría que Tlatli lo hiciera. Sería una debilidad, una mancha en nuestros sentimientos. Tienes que verlo de esta manera, Topo. Suponte que alguien te pidiera que te casaras con alguno de nosotros». «Bueno, eso sería contrario a nuestras leyes y costumbres y además escandaloso. En cambio no lo es si alguno de vosotros toma por esposa a Tzitzi. Sólo de nombre, Chimali, y luego…». «No —dijo él inflexiblemente y luego añadió quizás sinceramente—: Lo sentimos, Topo». «Yo también», dije suspirando y dándome la vuelta me fui.

Sin embargo tomé la determinación de que regresaría y persistiría en mi propósito. Tenía que convencer a alguno de los dos de que eso nos beneficiaría a todos. Salvaría a mi hermana del peligro, calmaría cualquier tipo de conjetura sobre las relaciones entre Tlatli y Chimali y entre Tzitzi y yo. Ellos se la podrían llevar abiertamente a Texcoco cuando se marcharan allí y yo secretamente la podría tener conmigo, para mí. Cuanto más pensaba en eso, más parecía el plan ideal para todos nosotros. Tlatli y Chimali no podrían seguir rehusando ese matrimonio con la excusa egoísta de que empañaría de alguna manera sus lances amorosos. Los persuadiría, si fuera necesario con la brutal amenaza de exponerlos como cuilontin. Sí, regresaría a ver a Tlatli y a Chimali.

Pero las cosas sucedieron de tal manera que ya no pude hacerlo, puesto que se me había ocurrido demasiado tarde.

Esa noche Tzitzi tampoco vino a casa.

A pesar de todo me dormí y no soñé con buitres, sino con Tzitzi y conmigo y con la inmensa jarra que contenía el agua para la casa, que llevaba la huella de sangre de Chimali. En mi sueño, volví a aquellos días de nuestras vidas en los que Tzitzi había encontrado una excusa para salir de la casa juntos. Ella había tirado y roto la jarra de agua. El agua fluía por todo el piso y salpicaba tanto que llegaba hasta mi cara.

Me desperté en plena noche y encontré mi rostro bañado en lágrimas.

A la mañana siguiente llegaron las órdenes del palacio del gobernador y no eran para mi padre Tepetzalan como debía esperarse, siendo él el jefe de la casa. El mensajero anunció que los señores Garza Roja y Alegría requerían la presencia inmediata de mi madre. Mi padre se quedó sentado sufriendo mansamente en silencio, su cabeza agachada, evitando mis ojos, todo el tiempo en que esperamos a que ella regresara.

Cuando lo hizo, su rostro estaba pálido y sus manos se movían sin parar alrededor del chal que llevaba sobre sus hombros; pero a pesar de eso sus maneras eran sorpresivamente animadas. No era ya la mujer iracunda que había sido privada de un título y no se parecía en nada a una madre afligida. Nos dijo: «Parece que perdimos una hija, pero no lo hemos perdido todo». «Perderla, ¿cómo?», pregunté. «Tzitzi nunca llegó al palacio —dijo mi madre sin mirarme—. Se escapó de las mujeres del templo que la conducían y corrió lejos. Por supuesto, el pobre Pactlitzin está casi loco por el curso que han tomado los acontecimientos. Cuando las mujeres avisaron de que ella había escapado, él ordenó su búsqueda por toda la isla. Un cazador avisó que le faltaba su canoa. Ya te acordarás —dijo mi madre dirigiéndose a mi padre— que tu hija una vez amenazó con hacer exactamente eso. Robar un acali y bogar hasta la tierra firme». «Sí», dijo él lentamente. «Bien, parece que lo ha hecho. Nadie ha podido decir qué dirección tomó, así es que Pactli renuentemente ha cejado de continuar la búsqueda. Está tan angustiado como nosotros. —Ésa era una mentira tan clara, que mi madre continuó precipitadamente antes de que yo pudiera hablar—. Debemos ver la partida de Tzitzi como una pérdida por el bien de nosotros. Se ha fugado como dijo que haría. Para siempre. Ella lo hizo por su propio gusto, nadie la empujó a ello. Y no se atreverá a volver otra vez por Xaltocan».

Yo dije: «No creo nada de esto».

Pero ella me ignoró y continuó dirigiéndose a mi padre: «Como Pactli, el gobernador comparte nuestro dolor, pues no nos culpa de la mala conducta de nuestra indócil hija. Él me dijo: “Siempre he respetado a Cabeza Inclinada y me gustaría hacer algo para ayudar a mitigar su desilusión y su aflicción”. Y me preguntó: “¿Cree usted que Cabeza Inclinada querría aceptar su ascenso como jefe de canteras a cargo de todas éstas?”».

La cabeza de mi padre se levantó con fuerza y exclamó: «¿Qué?». «Ésas fueron las palabras de Garza Roja. Que estuvieras a cargo de todas las canteras de Xaltocan. Él me dijo: “No puedo borrar la vergüenza que ha sufrido, pero esto demostrará nuestra simpatía hacia él”».

Volví a decir: «No creo nada de esto». El Señor Garza Roja nunca antes se había referido a mi padre como Cabeza Inclinada y dudo mucho que él hubiera conocido el apodo de Tepetzalan.

Mi madre siguió ignorando mis intervenciones, y dijo a mi padre: «Hemos sido desafortunados con nuestra hija, pero somos afortunados en tener esta clase de tecutli. Cualquier otro nos hubiera podido desterrar a todos nosotros. Considerando que el hijo de Garza Roja ha sido burlado e insultado por nuestra propia carne y sangre, y él te ofrece esta muestra de compasión». «Jefe de cantera —murmuró mi padre, mirándonos como si hubiera sido golpeado en la cabeza por una de las piedras de su propia cantera—. Sería el más joven que jamás…». «¿Lo aceptarás?», preguntó mi madre. Mi padre balbuceó: «Pero… pero… es una pequeña recompensa por haber perdido a una hija tan amada, no importa cuál haya sido su error…». «¿Lo aceptarás?», repitió mi madre más severamente. «Pues… sí. Debo aceptar. Lo aceptaré. No puedo obrar de otra forma. ¿O podría?». «¡Vaya! —dijo mi madre mucho más complacida. Se restregó las manos como si hubiera terminado alguna sucia y desagradable tarea—. Nunca seremos pípiltin, gracias a esa mozuela cuyo nombre jamás volveré a pronunciar, pero hemos dado un paso hacia arriba entre los macehualtin. Y mientras el Señor Garza Roja esté deseoso de mitigar nuestra desgracia, todos los demás también lo estarán. Todavía podemos levantar nuestras cabezas, no bajarlas con vergüenza. Bueno —concluyó vigorosamente—, debo salir otra vez. Las mujeres me están esperando para ir con ellas a barrer el templo de la pirámide». «Iré contigo parte del camino, querida —dijo mi padre—. Creo que echaré un vistazo a la cantera occidental mientras los trabajadores están en sus casas. Tengo la sospecha, desde hace algún tiempo, de que el maestro cantero encargado de ésta, ha encontrado una capa de roca importante…». En el momento en que se iban juntos hacia la puerta, mi madre se volvió para decirme: «Oh, Mixtli, ¿quieres empaquetar las pertenencias de tu hermana y acomodarlas en algún lado? Quién sabe, quizás algún día mande a alguien por ellas».

Yo sabía que ella jamás lo haría o podría, pero hice lo que me mandó y empaqueté dentro de varios canastos todo lo que pude reconocer como sus pertenencias. Sólo dejé de empaquetar su pequeña figurita de Xochiquétzal que estaba a un lado de su esterilla; la diosa del amor y de las flores, la diosa a quienes todas las muchachas rezaban para que les concediera una feliz vida matrimonial.

Solo en la casa, solo con mis pensamientos, saqué la versión real de la historia de mi madre, de lo que estaba seguro que debía de haber pasado. Tzitzi no había escapado de las mujeres que la vigilaban. Éstas la entregaron debidamente a Pactli en el palacio, y él en su furia, de alguna manera que no quiero ni imaginarme, la mandó matar. Su padre podría haber estado estúpidamente de acuerdo con la ejecución, pero era un hombre notablemente juicioso y no podía perdonar un crimen cometido a sangre fría, sin ningún proceso, juicio y condenación. El Señor Garza Roja tuvo que escoger entonces entre llevar a su propio hijo a juicio o encubrir todo el asunto. Así que él y Pactli, y sospecho que también mi madre, la conspiradora de Pactli, urdieron la historia de la huida de Tzitzi en una canoa robada. Y para hacer las cosas más fáciles e incluso más verosímiles, y para que nadie se animara a preguntar o a reanudar la búsqueda de la muchacha, el gobernador le arrojó a mi padre un mendrugo.

Después de haber Ordenado las pertenencias de Tzitzi, empaqueté las que yo había traído de Texcoco. La figurita de Xochiquétzal fue lo último que puse dentro de mi ligero canasto de mimbre. Entonces me lo eché al hombro y dejé la casa para nunca más volver. Cuando caminaba hacia los muelles una mariposa me acompañó por un rato y varias veces revoloteó en círculos alrededor de mi cabeza.

Fui lo suficientemente afortunado de encontrar a un pescador que estaba irreverentemente decidido a trabajar durante el festival de Ochpanitztli y que aún se estaba preparando para partir, esperando sólo el crepúsculo, que era cuando los amilotlin, peces blancos, subían. Estuvo de acuerdo en remar todo el camino hacia Texcoco, por un precio excesivo tomando en consideración lo que hubiera podido ganar en una tarde de pesca.

Cuando íbamos en camino le pregunté: «¿Ha escuchado si algún pescador o cazador ha perdido su canoa recientemente? ¿O si alguien ha visto algún acali flotando lejos? ¿O si alguno ha sido robado?». «No», dijo.

Miré atrás hacia la isla, pacífica y lozanamente verde en esa tarde de verano. Extendida sobre las aguas del lago como siempre lo había estado y como siempre lo estaría, pero ya nunca más se volvería a escuchar «el sonido de las campanitas tocando» ni a tener quizás un pensamiento hacia esa pequeña pérdida. El Señor Garza Roja, el Señor Alegría, mi madre y mi padre, Tlatli y Chimali, todos los demás habitantes de Xaltocan estaban de acuerdo en olvidar.

Pero yo no.

«¡Ah, pero si es Cabeza Inclinada! —exclamó la Señora de Tolan, la primera persona con quien me encontré en mi camino hacia mis habitaciones de palacio—. Has acortado tus vacaciones y regresado más pronto de tu casa». «Sí, mi señora. Ya no siento a Xaltocan como mi casa. Y tengo muchas cosas que hacer aquí». «¿Quieres decir que sentías nostalgia por Texcoco? —me dijo sonriendo—. Entonces te hemos enseñado a querernos. Estoy encantada de pensar en eso, Cabeza Inclinada». «Por favor, mi señora —dije roncamente—, no me llame más así. Ya estoy harto de ser Cabeza Inclinada».

«¡Oh! —dijo y su sonrisa desapareció al estudiar mi rostro—. ¿Qué nombre prefieres entonces?». Pensé en todas las cosas variadas que había hecho y dije: «Tliléctic-Mixtli es el nombre que me fue dado del libro de adivinación y profecías. Llámeme por lo que yo soy. Nube Oscura».