OCTAVA PARS
Mi tragedia personal eclipsó naturalmente todo lo que me rodeaba en el mundo, pero no pude evitar el darme cuenta de que la nación mexica había sufrido también una tragedia, más grande que la demolición de su ciudad capital. La súplica frenética y poco característica de Auítzotl a Nezahualpili, para detener el chorro del manantial, fue su último acto como Uey-Tlatoani. Él estaba dentro de su palacio cuando éste se vino abajo y aunque eso no lo mató, es muy probable que él lo hubiera preferido, ya que fue golpeado en la cabeza por una viga y desde entonces —como me lo contaron, ya que nunca lo volví a ver vivo— quedó tan falto de entendimiento como el madero que lo golpeó. Vagaba sin objeto por los alrededores, hablando incoherentemente consigo mismo, mientras un asistente seguía al que una vez fue un gran estadista y guerrero, por todas partes que fuera, para poder cambiarle el taparrabo que continuamente ensuciaba.
La tradición prohibía que Auítzotl fuera destituido de su título de Venerado Orador, mientras viviera, aunque sólo pudiera decir incoherencias y no pudiera ser venerado más de lo que podría serlo un vegetal ambulante. En lugar de eso, tan pronto como fue factible, el Consejo de Voceros convino en elegir a un regente que guiara a la nación, durante la incapacidad de Auítzotl. Sin duda por venganza, ya que Auítzotl había matado a dos de sus ancianos durante el pánico en el camino-puente, esos viejos rehusaron considerar al candidato más lógico, el primogénito Cuautémoc. Escogieron como regente a su sobrino, Motecuzoma El Joven, porque ellos anunciaron: «Motecuzoma Xocóyotzin ha probado sucesivamente su habilidad como sacerdote, comandante militar y administrador colonial. Como ha viajado mucho, conoce a conciencia todas las tierras más lejanas de los mexica».
Yo recordé las palabras de Auítzotl, cuando una vez me vociferó: «¡Nosotros no sentaremos sobre este trono a un tambor hueco!». Si Auítzotl hubiera muerto en forma correcta, o sea, con sus cinco sentidos, él habría subido de los abismos más profundos de Mictlan y habría sentado su cadáver sobre el trono en lugar de Motecuzoma. Como llegaron a ponerse las cosas, casi hubiera sido mejor para los mexica, tener a un muerto por gobernante. Un cuerpo, por lo menos se puede mantener en una posición firme.
Pero en aquel tiempo, yo no estaba interesado en absoluto en intrigas de la Corte; yo mismo me estaba preparando para abdicar por un tiempo, por varias razones. Una era que mi casa se había convertido en un lugar de recuerdos dolorosos, del que quería escapar. Incluso el contemplar a mi hija me causaba dolor, porque en su rostro veía mucho de Zyanya. Otra razón era que tenía que inventar algo, de tal manera que Cocoton no sintiera demasiado la pérdida de su madre. Y todavía había otra, que cuando mi amigo Cózcatl y su esposa Quequelmiqui vinieron a confortarme y a darme sus condolencias, dejaron caer la noticia de que estaban sin hogar, ya que su casa había sido una de las que se cayeron con la inundación. «No estamos tan alicaídos como deberíamos estarlo —dijo Cózcatl—. A decir verdad, nos estábamos sintiendo apretados e incómodos, ya que ambos, nuestro hogar y la escuela, estaban bajo un mismo techo. Ahora que por fuerza tenemos que volver a construir, haremos dos edificios separados». «Y mientras tanto —dije— ésta será vuestra casa. Viviréis aquí. De todas maneras yo estoy a punto de partir, así es que la casa y los sirvientes serán todos vuestros. Sólo os pido un favor de compensación. ¿Podréis los dos sustituir a la madre y al padre de Cocoton por el tiempo que yo esté ausente? ¿Podréis jugar a Tene y a Tata para una criatura huérfana?». Cosquillosa dijo: «¡Ayyo, qué idea tan maravillosa!». Cózcatl dijo: «Lo haremos con mucho gusto… no, con agradecimiento. Será la única vez que nosotros tendremos familia». Yo dije: «La niña no da problemas. La esclava Turquesa atiende a sus necesidades diarias. Vosotros no tendréis que hacer nada, más que darle la seguridad de su presencia… y demostrarle afecto de tiempo en tiempo». «¡Por supuesto que lo haremos!», exclamó Cosquillosa, y había lágrimas en sus ojos. Yo continué: «Ya le he explicado a Cocoton, quiero decir que le he mentido, la ausencia de su madre durante estos días pasados. Le dije que su Tene había ido al mercado a comprar las cosas que necesitamos, ella y yo, para el largo viaje que tenemos que hacer. La niña sólo asintió con la cabeza y dijo: “largo viaje”, pues para ella, a su edad, significa muy poco. Pero, si vosotros continuáis recordándole a Cocoton que su Tata y su Tene están viajando por lugares lejanos… bien, tengo la esperanza de que se haya acostumbrado a estar sin su madre para cuando yo regrese, así ella no se sentirá demasiado acongojada cuando le diga que su Tene no regresó conmigo». «Pero también se acostumbrará a no estar contigo», me previno Cózcatl. «Supongo que sí —dije resignadamente—. En lo único que puedo confiar, cuando regrese, es que ella y yo nos volvamos a familiarizar. Mientras tanto, yo sé que Cocoton está bien cuidada y que es amada…». «¡Sí lo será! —dijo Cosquillosa dejando caer su mano sobre mi brazo—. Nosotros viviremos aquí con ella todo el tiempo que sea necesario. Y no dejaremos que te olvide, Mixtli».
Se fueron a preparar el traslado de las posesiones que habían podido salvar de las ruinas de su casa, y esa misma noche yo hice un fardo de viaje ligero y compacto. Muy temprano, a la mañana siguiente, fui al cuarto de la niña, desperté a Cocoton y le dije a la somnolienta niñita: «Tu Tene me pidió que te dijera adiós por los dos, Migajita, porque… porque ella no puede dejar a nuestra caravana de cargadores o ellos se escaparían corriendo como unos ratoncitos. Pero éste es un beso de despedida de parte de ella. ¿No te supo exactamente como a un beso de ella? —Para mi sorpresa, así fue por lo menos para mí—. Ahora, Cocoton, con tus dedos toma el beso de tu Tene de tus labios y guárdalo en tu mano, así, para que tu Tata pueda besarte también. Ahora pon el mío con el suyo y guarda ambos apretadamente en tu mano, mientras te vuelves a dormir. Cuando te levantes, pon los besos en algún lugar seguro y guárdalos para que nos los vuelvas a dar cuando regresemos». «Regresemos», dijo ella adormilada y sonrió y su sonrisa era la de Zyanya y cerró sus ojos, los ojos de Zyanya.
Abajo, Turquesa lloriqueaba y Estrella Cantadora se sonó varias veces las narices mientras nos despedíamos, y entonces les encargué que atendieran bien la casa, y les recordé que hasta mi regreso debían obedecer a Cózcatl y a Quequelmiqui, como su amo y ama. Me detuve sólo una vez antes de salir de la ciudad, en la Casa de los Pochteca, y dejé un mensaje para que lo llevara la próxima caravana de mercaderes que fuera en dirección de Tecuantépec. El papel doblado era para avisar a Beu Ribé, con las palabras-pintadas menos dolorosas que pude componer, la muerte de su hermana y la forma en que murió.
No se me ocurrió pensar que el flujo normal del comercio mexica había sido considerablemente roto, y que mi mensaje tardaría en poder ser entregado. La franja de chinampa que circundaba Tenochtitlan había quedado bajo el agua durante cuatro días, en la estación en que las semillas de maíz, frijol y otras verduras estaban justamente germinando. Aparte de inundar esas plantas, el agua también había invadido los almacenes de semillas, que se conservaban para emergencias, y había arruinado todos los alimentos secos abodegados en ellos. Así es que, durante muchos meses, los pochteca mexica y sus cargadores estuvieron solamente ocupados en proveer a la devastada ciudad. Eso los mantuvo viajando constantemente, pero sin separarse mucho de los caminos principales y fue por eso que Luna que Espera no recibió el aviso de la muerte de Zyanya hasta un año más tarde.
Yo también estuve viajando constantemente durante ese tiempo, vagando como una flor de brisa, dejándome llevar hacia donde el viento soplara, o a cualquier parte en donde algún paisaje maravilloso me atrajese, o siguiendo cualquier camino que encontrara y que fuera lo suficientemente tentador, como si por siempre me estuviera diciendo: «Sígueme. Exactamente en el siguiente recodo está la tierra del olvido, en donde los corazones pueden descansar». Por supuesto que ese lugar no existía. Un hombre puede caminar hasta el final de todos los caminos existentes y hasta el final de sus días, pero no puede deshacerse de su pasado, ni alejarse de él, ni dejar de echar una mirada atrás.
Muchas de mis aventuras durante ese tiempo no valen la pena de ser contadas y no busqué comercio, ni me cargué con nuevas adquisiciones y si hubiera habido algunos descubrimientos fortuitos, como el del colmillo gigante que encontré en otro tiempo, cuando trataba de alejarme de la miseria, pasé sin verlos. La única aventura memorable que tuve, y que caí en ella por accidente, fue la siguiente:
Estaba cerca de la costa del oeste, en la tierra de Nauyar Ixú, una de las provincias o dependencias más remotas hacia el noroeste de Michihuacan. Había estado vagando por allí con el único deseo de ver el volcán que había estado en continua y visible erupción casi por espacio de un mes, y amenazaba con no parar nunca. Al volcán le llaman el Tzebóruko, que quiere decir, El que Bufa con Ira, pero estaba haciendo más que eso: estaba rugiendo con rabia, como una inundación guerrera bajando a las profundidades de Mictlan. Un humo gris negruzco se levantaba por encima de él, lanzando llamas de fuego color jacinto que se elevaban hacia el cielo y había estado así durante tantos días, que el cielo entero estaba sucio y en todo Nauyar Ixú, durante todo el día, pareció como un crepúsculo. De esa nube llovía constantemente una ceniza gris, suave, caliente y acre. Desde el cráter llegaba el incesante gruñido rabioso de la diosa del volcán, Chántico, que lanzaba gotas de fiera lava roja, que desde la distancia parecían piedrecitas que salían disparadas hacia arriba y arrojadas muy lejos, pero eran inmensos peñascos arrojados con violencia.
El Tzebóruko se alzaba exactamente enfrente de un río que cruzaba un valle, y vertía su efusión sobre el cauce de ese río, pero las aguas eran poco profundas, así es que no podían enfriar, endurecer y detener la roca líquida; el agua simplemente chisporroteaba un instante al primer contacto con la lava, luego levantaba una nube de vapor antes de desaparecer bajo el empuje de ésta. Cada ola caliente de ardiente lava, vomitada por el cráter, se deslizaba embravecida a un lado de la montaña, bajando directamente sobre el valle, luego se movía más despacio, hasta que sólo chorreaba enfriándose y tornándose oscura. Pero al endurecerse se convertía en una superficie lisa por la que pasaría la siguiente ola, que llegaría más lejos antes de detenerse. Así, para cuando yo llegué a ver el espectáculo, la lava, como una larga lengua roja, se extendía a lo lejos sobre el río, cuyas aguas cubría. El calor que desprendía la roca fundida y las nubes de vapor eran tan intensos, que no me podía aproximar a ninguna parte de la montaña. Nadie podía, ni nadie lo deseaba. La mayoría de la gente de los alrededores, estaban recogiendo tristemente sus pertenencias para poderse ir lejos. Me explicaron que erupciones pasadas habían devastado totalmente el río hasta tan lejos que habían alcanzado la costa, quizás unas veinte largas-carreras de largo.
Y esa erupción fue así. Trataré de explicarles, reverendos escribanos, la furia de la erupción, pues es la única forma de que ustedes me crean, cuando les cuente cómo me lanzó finalmente fuera de El Único Mundo, hacia lo desconocido.
No teniendo nada que hacer, pasé algunos días andando alrededor del río de lava, o lo más cerca que pude a un lado de su calor chamusqueante y de sus humos irrespirables, mientras que implacablemente hacía hervir el agua del río, llenando todo su lecho de orilla a orilla. La lava se movía como una ola de cieno, a una velocidad como la del paso de un hombre caminando despacio, así cuando cada noche instalaba mi campamento en algún lugar más alto, comía algo de mis provisiones y me enrollaba en mi cobija para dormir, a la mañana siguiente, cuando despertaba, encontraba que la lava se había movido ya tan lejos de mí que tenía que apurarme para alcanzarla. Pero aunque el Tzebóruko disminuía la distancia detrás de mí, no dejaba de escupir lava, así es que continué acompañando su chorro, sólo para ver hasta dónde podría llegar. Después de varios días de continuar así, llegué al océano del oeste.
El valle se estrechaba allí, entre dos tierras altas, y el río desembocaba en las aguas de una playa larga, profunda y ondulante, que formaba una gran bahía de agua color azul turquesa. Allí habían varias cabañas hechas de cañas, pero no se veía a nadie por los alrededores; claramente se notaba que los pescadores, como la gente que vivía tierra adentro, habían huido; pero algunos dejaron sobre la playa varios acali de mar con sus remos. Eso me dio la idea de remar mar adentro para poder ver desde la bahía, a una distancia prudente, cómo la lava hacía contacto con el mar. El río, poco profundo, había sido incapaz de resistir el avance de la lava, pero yo sabía que las aguas inextinguibles del océano la detendrían. El encuentro, pensé, debía de ser algo que valiera la pena verse.
Sin embargo, tuve que esperar hasta el siguiente día y para entonces había puesto mi bulto de viaje dentro de una canoa, había remado más allá de las rompientes y estaba exactamente en medio de la bahía. Podía ver a través de mi topacio cómo esa lava sofocante se extendía y arrastraba a través de la playa, avanzando en un ancho frente, hacia la línea del agua. Tierra adentro, casi nada era visible, sólo podía darme cuenta, a través del humo oscuro y de las cenizas que caían, de los relámpagos rojizos y los centelleos refulgentes y ocasionales del Tzebóruko, que seguía vomitando desde las entrañas de Mictlan.
Luego ese cieno rojo ardiente y ondulante, al llegar al agua, pareció vacilar y fruncirse, y en lugar de arrastrarse, chocó ferozmente con el océano. Durante aquellos primeros días, allá en donde estaba el río, cuando la roca fundida y el agua fría se encontraban, el sonido que producían era casi como un chillido humano y un convulsivo jadeo, pero en el mar, el sonido era como un bramido poderoso, lanzado por un dios herido inesperadamente, un dios ultrajado y sorprendido. Fue un tumulto compuesto por dos sonidos: el océano que hirvió tan de repente que estalló en vapor, y la lava que chisporroteó al endurecerse tan repentinamente que saltó en fragmentos a todo lo largo de la orilla del mar. El vapor subió tan alto, como un peñasco hecho de una nube, y una llovizna caliente empezó a caer sobre mí, y mi acali bailoteó tan abruptamente que casi me caigo de él. Me cogí de sus laterales y por eso dejé caer los remos por la borda.
La canoa continuó caracoleando hacia atrás, conforme el océano reculaba ante ese cieno tan poco amigable. Luego el mar se recobró de su aparente sorpresa, y volvió a romper sobre la playa otra vez, pero la roca fundida seguía avanzando todavía; el clamor era ininterrumpido y la nube se elevaba como si tratara de alcanzar el cielo, que era el lugar al que las nubes pertenecían; y el océano, sintiéndose agraviado, reculaba nuevamente. Esa vasta bahía se movía hacia atrás y hacia adelante cada vez, por una cantidad de veces que no pude ni contar, pues estaba mareado de tanto vaivén. Aunque por lo menos me pude dar cuenta de que esos movimientos me llevaban cada vez más lejos de tierra, mar adentro. En las agitadas aguas que estaban alrededor de mi canoa, que hacía cabriolas, había peces y otras criaturas marinas sobre la superficie, las más de ellas, panza arriba.
Todo el día, hasta cuando el crepúsculo se tornó todavía más oscuro, mi canoa continuó moviéndose, una ola hacia la playa, tres mar adentro. Con la última luz del día, vi que estaba precisamente entre las dos puntas de tierra que le daban entrada a la bahía, pero demasiado lejos para nadar hacia alguna de ellas y más allá estaba el vacío ilimitado del océano. No podía hacer nada, excepto dos cosas. Me incliné sobre la canoa y cogí del agua cuantos pescados muertos pude alcanzar y los amontoné en una de las esquinas de mi canoa. Luego me acosté con mi cabeza sobre mi bulto empapado me dormí.
Cuando desperté a la mañana siguiente, pude haber pensado que había soñado todo aquel tumulto, excepto porque todavía estaba a merced de las olas en un acali y la playa estaba tan lejos que sólo alcanzaba a reconocer sus contornos, por los perfiles dentados de las montañas azul claro. Pero el sol se levantaba sobre un cielo despejado, no había ni señal de humo ni de cenizas, y no se podía ver al Tzebóruko eruptando entre las montañas distantes; el océano estaba tan quieto como el lago de Xaltocan en un día de verano. Usando mi topacio, fijé mi ojo en la línea de tierra y traté de imprimir su perfil en mi visión. Luego cerré mis ojos por unos momentos antes de volverlos a abrir otra vez, para ver si algo había cambiado en la visión que recordaba. Después de haber hecho esto varias veces, me pude dar cuenta de que las montañas que estaban más cerca se movían pasando a las que estaban más atrás, de izquierda a derecha. Entonces, era obvio que había sido arrastrado por una corriente oceánica que me estaba llevando hacia el norte, pero atemorizantemente lejos de la playa.
Traté de desviar la canoa hacia la tierra, intentando remar con mis manos, pero pronto me olvidé del asunto. Había una aleta rondando en la superficie quieta del agua, y algo golpeó tan fuertemente mi canoa, que ésta dio un brinco. Cuando miré hacia ese lado, vi que habían quedado unos profundos arañazos en la fuerte caoba y una aleta vertical, como un escudo de guerra ovalado, cortaba el agua cerca de mí. Le dio la vuelta a mi canoa dos o tres veces antes de desaparecer, con un poderoso giro dentro del agua y desde entonces tuve buen cuidado de no poner ni un dedo fuera de ese refugio protector de madera. «Bien —me dije—, he escapado de cualquier peligro que me amenazaba en el volcán. Ahora no tengo nada que temer, excepto ser devorado por los monstruos del mar, o morir de hambre o arrugado por el sol y la sed, o perecer ahogado cuando el mar se encrespe». Pensé acerca de Quetzalcóatl, aquel lejano gobernante de los tolteca, quien de forma parecida había flotado mar adentro en el otro océano del este, y que posteriormente llegó a ser el más querido de todos los dioses, el único dios adorado por pueblos muy distantes unos de otros, que no tenían nada en común. Por supuesto, me recordé a mí mismo, que una multitud de sus respetuosos vasallos habían ido a la playa para verlo partir, y que lo lloraron cuando él no regresó, y después fueron a informar a los otros pueblos de que Quetzalcóatl el hombre debía ser reverenciado como Quetzalcóatl el dios. En cuanto a mí, ni siquiera una simple persona me había visto en la playa, o sabía algo acerca de mí, y era casi seguro que si nunca más volvía, no habría una demanda popular para elevarme a la calidad de dios. «Así —me dije a mí mismo—, ya que no tengo la esperanza de convertirme en un dios, debo hacer lo mejor que puedo para que lo que queda de este hombre, dure el mayor tiempo posible».
Tenía veintitrés peces, de los que reconocí a diez como pertenecientes a especies comestibles. Dos de ésos los limpié con mi daga y me los comí crudos, aunque no totalmente, por lo menos estaban un poco cocidos por aquella bahía que parecía una caldera. Los otros trece peces, que no sabía si eran comestibles o no, los destripé y haciéndolos tiras los exprimí dentro de mi cuenco para extraer cada gota de su jugo. Guardé en mi bulto de viaje el cuenco y los ocho pescados comestibles que me quedaban, para que no estuvieran expuestos directamente a los rayos del sol. Todavía pude comer dos peces más al día siguiente, pues aún no estaban del todo echados a perder. Pero al tercer día, en verdad que me tuve que forzar a comer dos más, tratando de tragar los pedazos sin masticarlos, de lo resbaladizos y babosos que estaban y tuve que tirar los que me quedaban por la borda. Por algún tiempo, después de eso, mi único alimento, aparte de lamer mis labios dolorosamente agrietados, fue un pequeño sorbo, de vez en cuando, del jugo de pescado contenido en mi cuenco.
Creo que también fue en ese tercer día en el mar, cuando vi por última vez el pico de una montaña, y El Único Mundo desapareció tras el horizonte del este. La corriente me había llevado totalmente fuera de la vista de la tierra y no había ni un lugar alrededor en donde poner pie, y créanme, que nunca antes había tenido esa clase de experiencia en toda mi vida. Me preguntaba si al fin sería arrojado a Las Islas de las Mujeres, de las que había oído muchas historias, aunque ninguno de los que me las contó había estado allí personalmente. De acuerdo con las leyendas, ésas eran unas islas habitadas solamente por mujeres, que pasaban todo el tiempo buceando para encontrar ostras, y luego extraían las perlas-corazón que en esas ostras crecían muy grandes. Sólo una vez al año, las mujeres veían hombres, cuando un número de éstos iban en canoas desde la tierra para hacer un trueque con ellas, de algodón y otras cosas necesarias, a cambio de las perlas recolectadas, y mientras estaban allí, ellos copulaban con las mujeres. De los bebés que luego nacían de ese breve acoplamiento, las mujeres sólo conservaban a las niñas, y a los niños los ahogaban. Por lo menos eso decían las historias que se contaban. Yo medité acerca de lo que me pasaría si desembarcaba en Las Islas de las Mujeres, sin que me esperaran y sin ser invitado. ¿Me matarían inmediatamente o sufriría cierto tipo de violación masiva, a la inversa?
Pero nunca llegué a esas islas imaginarias ni a ninguna otra. Fui impulsado y mecido miserablemente a través de aquellas aguas sin fin. El océano me rodeaba por todas partes y yo me sentía de lo más infeliz, como una hormiga que hubiera caído en el fondo de una urna azul, con paredes tan resbaladizas que era imposible escalar. Las noches no eran tan enervantes, si dejaba a un lado mi topacio y no miraba la profusión abrumadora de estrellas. En la oscuridad, podía imaginarme que estaba en algún lugar a salvo, en cualquier lugar sólido, en un bosque en tierra firme y aun dentro de mi casa. Podía pretender que el movimiento del bote era el de una gishe, hamaca, y así quedaba profundamente dormido.
Al paso de los días, sin embargo, ya no pude pretender que estaba en ningún lado que no fuera exactamente en medio de esa inmensidad aterradoramente azul, caliente y sin sombra. Afortunadamente para mi salud mental había algunas cosas que ver durante la luz del día, además de esa extensión de agua sin fin e inhóspita. Aunque algunas de esas otras cosas tampoco eran muy particularmente agradables, me obligué a mí mismo a mirarlas a través de mi cristal, y a examinarlas de cerca, tanto como las circunstancias me lo permitían y a especular acerca de su naturaleza.
Algunas de las pocas cosas que vi, sabía qué eran, aunque nunca las había visto antes. El pez espada de un color azul plata, más grande que yo, que le gustaba brincar fuera del agua y por un momento bailar sobre su cola. También había allí otro tipo de pez espada, todavía más grande, plano y pardo, con aletas planas a lo largo de su cuerpo, como las alas ondulantes de las ardillas voladoras. Yo reconocí a esos peces por sus trompas inicuas, pues los guerreros de algunas tribus de la costa las usaban como armas. Temí que algunos de esos peces pudieran destrozar mi acali con sus espadas o trompas, pero ninguno lo hizo.
Otras de las cosas que vi, mientras flotaba en el océano del oeste, eran totalmente desconocidas para mí. Había incontables criaturas pequeñas, con largas aletas que usaban como alas, pues saltaban del agua y se elevaban a distancias prodigiosas. Yo las hubiera tomado por cierta clase de insectos acuáticos, pero uno de ellos cayó en mi canoa, y yo lo agarré y me lo comí casi al instante y sabía a pescado. Había unos grandes peces de un azul grisáceo, inmensos, que me miraban con ojos inteligentes y me sonreían, y eran más simpáticos que amenazantes. Un gran número de ellos acompañaron a mi acali por largos períodos y me entretenían haciendo acrobacias en el agua, que practicaban al unísono.
Sin embargo, había un pez al que le tenía mucho miedo; el más grande de todos: unos grises muy grandotes, que de vez en cuando emergían, uno o dos, o muchos de ellos, y por medio día, podían flotar perezosamente, alrededor de mí, como si imploraran un poco de aire fresco y un poco de sol, que es una conducta muy rara en un pez. Y lo que todavía hacían que se parecieran menos a un pez, era su tamaño y forma, pues eran las criaturas más grandes de todas las que yo había visto en mi vida. No los culpo, reverendos frailes, si no me creen, pues cada uno de esos monstruos era tan largo como de un extremo al otro de la plaza que está más allá de esta ventana, y cada uno de ellos era ancho y voluminoso, proporcionado a su longitud. Una vez, cuando estaba en el Xoconochco, muchos años antes, me sirvieron una comida que contenía un pescado llamado yeyemichi, y el cocinero me dijo que el yeyemichi era el pescado más grande del océano. Lo que yo comí en esa ocasión, en verdad que sólo fue un pedacito de esas grandes pirámides nadadoras que veía entonces en el océano del oeste, y ahora siento de todo corazón no haber buscado y conocido, para expresarle mi admiración, a ese hombre heroico o al ejército de hombres, que capturaron y arrastraron a través de las olas, a ese pez.
Cualquiera de esos yeyemichtin, que acostumbraban a jugar en parejas, chocando uno con el otro, hubiera podido desbaratar a mi acali y a mí, sin siquiera darse cuenta de ello, pero no lo hicieron. Y no me ocurrió ninguna desventura y en el día seis o siete de mi viaje involuntario, justo a tiempo, porque ya había agotado mi última gota de jugo de pescado y estaba lleno de ampollas, flaco y sin fuerzas, llegó la lluvia, una lluvia que parecía un velo gris que avanzaba por el océano, a un lado de mi bote, y llegó sobre mí, mojándome todo. Me sentí mucho más fresco, y llené mi cuenco y bebí en él dos o tres veces hasta vaciarlo y volverlo a llenar. Entonces empecé a preocuparme un poco, pues la lluvia trajo un viento y éste empezó a levantar las olas del mar. Mi canoa se balanceaba y se movía como si fuera un pedacito de madera, y muy pronto me vi obligado a utilizar mi cuenco para echar toda el agua que había, tirándola por la borda. A pesar de esto, sentí una ligera esperanza, por el hecho de que la lluvia y el viento llegaron detrás de mí, del sudoeste, y acordándome de dónde había estado el sol en aquel momento, juzgué, que por lo menos ya no era empujado mar adentro.
No me importaba mucho en dónde fuera a desembocar, pensé con cansancio, pues aparentemente tenía que desembarcar al fin. Ya que el viento y la lluvia continuaban sin ninguna pausa, Y que el océano hacia que mi acali continuara bailando, no pude dormir, ni siquiera descansar, pues necesitaba seguir achicando el bote. Estaba tan débil, que mi cuenco me pesaba tanto como si fuera una gran jarra de piedra, cada vez que lo llenaba, lo levantaba y lo vaciaba por la borda. Aunque no pude dormir, poco a poco fui cayendo en una especie de sopor, así es que ahora no les puedo decir cuántos días y cuántas noches pasé así, pero evidentemente durante todo ese tiempo, continué vaciando el bote, como si hubiera llegado a ser un hábito que no se puede romper. Lo que sí recuerdo, es que ya hacia el final, mis movimientos eran cada vez más lentos y el nivel del agua iba subiendo más rápidamente dentro del bote de lo que yo lo podía vaciar. Cuando al fin sentí que el fondo de mi canoa tocaba tierra, supe que al fin había zozobrado y sólo pude medio maravillarme de no sentir que el agua me envolviera, o a los peces jugando con mis cabellos.
Entonces debí de haber perdido todo sentido de consciencia, porque cuando volví en mí, la lluvia había terminado, el sol brillaba en el cielo azul y yo miré a mi alrededor maravillado. En verdad que había zozobrado, pero no a una gran profundidad. El agua me llegaba sólo a la cintura, pues la canoa había tocado fondo en una especie de playa de grava que se extendía a la vista en ambas direcciones, pero no había ningún signo de vida humana. Todavía débil, entumido y empapado, vadeé hacia la playa; allí había palmeras con cocos pero estaba demasiado débil para trepar o para poder tirar uno, o para buscar otro tipo de comida. Traté de hacer un esfuerzo para sacar lo que había en mi bulto, para ponerlo a secar al sol, pero sólo pude gatear hasta la sombra de una palmera y allí volví a quedar inconsciente.
Desperté cuando todo estaba oscuro, y me tomó algunos momentos darme cuenta de que ya no estaba bamboleándome en el mar. No tenía ni la menor idea de dónde estaba, pero parecía que no me encontraba solo, pues alrededor de mí oía un ruido misterioso y atemorizante. Era un clic-clic que venía de todas partes y de ningún lado en particular, no era un clic muy fuerte, sino un conjunto de sonidos, como el crujiente crepitar del fuego de una floresta, que avanzaba hacia mí. O hubiera podido ser una multitud de gente, tratando de pasar a hurtadillas sobre mí, pero no totalmente de puntillas, pues se oía como que hollaran cada piedrecita de la playa o rompieran cada varita de las que hubiera.
Empecé a levantarme y mi movimiento hizo que todo ese clic-clic cesara instantáneamente, pero cuando me volví a acostar, ese crujido siniestro se dejó oír de nuevo. El resto de la noche, cada vez que me movía, ese sonido cesaba y luego volvía a empezar. No había usado mi cristal para encender un fuego, cuando todavía estaba consciente y cuando aún había sol, así es que no tenía medios para encenderlo en esos momentos. No pude hacer otra cosa más que yacer inquieto y despierto, y esperar que algo saltara de repente sobre mí, hasta que la primera luz de la aurora me mostró la causa de ese ruido.
A primera vista, hizo que se me pusiera la piel de ganso. Toda la playa, a excepción del pequeño pedazo en que yo yacía, estaba llena de cangrejos verde-parduscos, del tamaño de mi mano, que se movían desmañada y bruscamente, reptando sobre la arena y unos sobre los otros. Eran incontables y de una especie que nunca antes había visto. Los cangrejos nunca han sido criaturas bonitas, pero aquellos que yo conocía por lo menos tenían una forma simétrica. Éstos, no; sus tenazas no eran iguales. Una era larga, pesada y moteada en un color rojo azulado brillante; la otra era larga y plana del color del cangrejo, y era tan delgada que parecía una varita. Cada cangrejo usaba su tenaza delgada a guisa de palo de tambor y la otra tenaza como un tambor, aunque el sonido era muy aburrido y no tenía nada de musical.
El amanecer pareció ser la señal para que cesaran su ridícula ceremonia; la numerosa horda empezó a desaparecer, conforme iban escarbando sus escondrijos en la arena. Sin embargo, yo me las arreglé para agarrar algunos de ellos, sintiendo que me debían algo por haberme hecho pasar una noche llena de ansiedad y de temor, sin poder dormir. Sus cuerpos eran pequeños y contenían muy poca carne bajo sus caparazones, pero sus largas tenazas, que asé en un fuego antes de abrirlas, fueron un delicioso desayuno.
Sintiéndome completamente lleno por primera vez en mucho tiempo y un poco más vivo, me paré frente al fuego y eché un vistazo a mi situación. Estaba de vuelta en El Único Mundo, y ciertamente estaba todavía en su costa oeste, pero incalculablemente mucho más al norte de lo que nunca había estado antes. Como siempre, el mar se extendía al oeste, a todo lo largo del horizonte, pero curiosamente tenía menos oleaje que los mares que había conocido en el sur: no tenía grandes olas retumbantes, ni siquiera una espumosa marejada, sino suaves olas lamiendo la playa. Hacia la otra dirección, hacia el este, más allá de la línea de palmeras y de árboles, se elevaba una cadena de montañas. Se veían formidablemente altas, pero eran agradables a la vista por el verdor de sus bosques, no como esas feas hileras de dos volcanes de roca negra y pardusca en las que hacía poco había estado. No tenía ninguna manera de averiguar cuánto al norte había sido llevado por la corriente oceánica y por la tormenta, pero sabía que si caminaba hacia el sur, a lo largo de la costa, alguna vez llegaría otra vez a la bahía, cerca del Tzebóruko, y allí me encontraría en una nación que me era familiar. Continuando a través de la playa, no tendría tampoco que preocuparme por la comida y la bebida, pues podría vivir de esos cangrejos toca tambores y del agua del coco, si no podía conseguir otra cosa.
Sin embargo, la realidad era que estaba completamente hastiado del océano y quería perderlo de vista. Esas montañas tierra adentro eran totalmente desconocidas para mí, y probablemente estaban habitadas por tribus salvajes que jamás había visto antes. Aun así, no eran más que montañas y yo ya había viajado mucho, y había vivido muy bien con lo que ellas me proporcionaron. Lo que más me atrajo en realidad, fue el hecho de saber que la montaña ofrecía una gran variedad de paisajes, mientras que el mar o la playa no cambiaban nunca. Así es que nada más me quedé en la playa lo suficiente como para reponer mis fuerzas y descansar, durante dos o tres días. Después volví a hacer mi bulto de viaje y me encaminé hacia el este, hacia la primera línea de esas montañas.
Era a mediados de verano, lo que fue una fortuna para mí, pues aun en esa estación las noches eran heladas en aquellas alturas. Las pocas prendas que llevaba y la cobija ya estaban muy maltratadas por el hecho de haber estado mucho tiempo empapadas de agua salada. Pero si yo me hubiera aventurado en esas montañas en el invierno, en verdad que habría sufrido mucho, pues los nativos me contaron que los inviernos son tan fríos que entumecen y que cae tanta nieve que se apila hasta alcanzar la estatura de un hombre.
Sí, al fin me encontré con alguna gente, aunque no fue sino hasta después de haber estado en la montaña por varios días, y para entonces yo me preguntaba si El Único Mundo había sido totalmente despoblado por la erupción del Tzebóruko o por algún otro desastre acaecido mientras yo estaba en el mar.
Las personas que encontré pertenecían también a un pueblo muy peculiar. Ellos se llamaban rarámuri, y supongo que siguen llamándose así, una palabra que significa Pies Veloces, y tenían una buena razón para llamarse de tal forma, como ya les contaré. Me encontré al primero de ellos cuando estaba en la cumbre de un peñasco, descansando de una ascensión que me quitó el aliento y admirando una vista como para dejarle a uno boquiabierto. Miraba una barranca completamente vertical y profundamente bella, cuyas laderas estaban festonadas de árboles emplumados. En su fondo corría un río que era alimentado por una cascada que borboteaba de una hendidura en la cumbre de la montaña, al otro lado del cañón en donde yo estaba parado. La cascada debía de haber medido una media larga-carrera hacia abajo, y empezaba en una poderosa columna de agua blanca y terminaba en el fondo con un poderoso penacho de espuma blanca.
Estaba admirando ese espectáculo cuando oí un grito: «¡Kuira-ba!». Yo me sorprendí de momento, porque era la primera voz humana que oía después de mucho tiempo, pero como sonó lo suficientemente alegre, yo lo tomé por un saludo. El que había gritado era un hombre joven y venía sonriendo hacia mí, a lo largo de la orilla del peñasco. Su rostro era hermoso, con la misma hermosura de un halcón, y estaba bien constituido aunque era un poco más bajo de estatura que yo. Estaba vestido decentemente, aunque descalzo, pero para entonces yo iba igual, pues mis sandalias hacía mucho tiempo que se habían desecho. Además de su taparrabo de piel de cuero de venado, él llevaba un manto de la misma piel alegremente pintado, en un estilo nuevo para mí, porque tenía mangas largas para que diera más calor.
Conforme iba subiendo hacia mí, yo le devolví el saludo de «Kuira-ba». Él indicó la catarata que yo estaba admirando y sonriendo tan orgulloso como si él fuera su dueño, dijo: «Basa-séachic», que yo tomé por Agua que Cae ya que a una cascada no se le puede llamar por otro nombre. Yo repetí esa palabra, pero la repetí con mucho sentimiento, para convencerlo de que yo pensaba que esa agua era maravillosa, y que su caída era impresionante. El joven, apuntándose a sí mismo, me dijo: «Tes-disora», obviamente su nombre, y que significaba, según supe después, Tallo de Maíz. Yo también me apunté y dije «Mixtli», y apunté a una nube del cielo. Él asintió con la cabeza, luego golpeándose ligeramente el pecho dijo: «Raramurime», luego indicándome a mí, dijo: «Chichimecame». Yo negué enfáticamente con mi cabeza, y golpeando mi pecho desnudo dije: «¡Mexícatl!», a lo cual, él sólo movió la cabeza asintiendo otra vez, con indulgencia, como si yo sólo hubiera especificado una de las numerosas tribus de los chichimeca, la Gente Perro. Hasta mucho más tarde, no comprendí que los rarámuri jamás habían oído hablar de nosotros los mexica, ni de nuestra civilizada sociedad, ni de nuestros conocimientos y poder, ni de nuestros extensos y lejanos dominios, y creo que les hubiera importado muy poco, si hubieran oído hablar de todo eso. Los rarámuri llevaban una vida muy cómoda dentro de sus escondidas montañas, bien alimentados y con bastante agua, contentos con ellos mismos, muy raras veces viajaban más lejos. Así es que no conocían a otros pueblos, más que a sus vecinos, quienes ocasionalmente hacían alguna correría por sus territorios, o buscaban alimento, o simplemente vagaban como yo lo había hecho.
Al norte de su territorio, vivían los terribles yaki, y ningún pueblo en sus cinco sentidos deseaba tener alguna familiaridad con ellos. Yo recordé a los yaki por lo que me había contado aquel viejo pochtécatl, a quien le habían quitado el cuero cabelludo. Cuando más tarde pude entender mejor el lenguaje de Tes-disora, éste me contó más sobre ellos: «Los yaki son tan salvajes como las fieras más terribles. Por taparrabos, ellos usan el cabello de otros hombres. Antes de matar a un hombre, primero le quitan el cuero cabelludo, luego lo matan, lo desmembran y lo devoran. Mira, si ellos lo matan primero, entonces sus cabellos no tienen ningún valor y no vale la pena usarlos. Y el cabello de las mujeres no tiene ningún valor. Las mujeres que ellos capturan, sólo sirven para comer, por supuesto después de haberlas violado tantas veces que ya se parten por sí mismas, y cuando ya no sirven para eso, entonces se las comen».
Al sur de las montañas de los rarámuri, viven otras tribus más pacíficas, relacionadas con ellos por similares lenguajes y costumbres. A lo largo de la costa del mar del oeste, habitan tribus de pescadores que casi nunca se aventuran tierra adentro. Todas esas tribus, si no se les podía llamar lo que se dice civilizadas, por lo menos eran limpias de cuerpo y aseadas en sus vestiduras. Los únicos vecinos de los rarámuri que eran desaliñados y sucios eran los chichimeca, las tribus que habitan los desiertos del este.
Estaba tan quemado por el sol como cualquier chichimécatl, que residía en el desierto y casi tan desnudo. A los ojos de ese rarámuri, solamente podía haber pertenecido a esa despreciable raza, aunque quizás un raro espécimen por haberme tomado la molestia de escalar las alturas de la montaña. Creo que en nuestro primer encuentro, por lo menos Tes-disora se dio cuenta de que yo no apestaba. Gracias a la gran abundancia de agua en esas montañas, me había podido bañar diariamente, y como los rarámuri, lo continué haciendo. Pero a pesar de mi evidente gentileza, a pesar de mi insistencia acerca de que era un mexica, a pesar de mi reiterada glorificación hacia esa nación tan lejana, nunca persuadí ni siquiera a una sola persona entre los rarámuri de que no era un «chichimecame» del desierto, fugitivo.
Bueno, no importa. Si ellos me creyeron o no, si ellos sólo pensaron que yo estaba pretendiendo ser de otra nación, de todas maneras los rarámuri me dieron la bienvenida hospitalariamente. Me quedé por un tiempo entre ellos, no por otra cosa, sino porque tenía curiosidad y me intrigaba su género de vida y disfrutaba compartiéndola con ellos. Me quedé lo suficiente como para aprender bastante de su lenguaje, como para sostener una conversación por lo menos con la ayuda de muchos gestos, por mi parte y por la de ellos. Por supuesto que durante mi primer encuentro con Tes-disora toda nuestra comunicación fue a base de gestos.
Después de habernos dicho nuestros nombres, usó sus manos sobre su cabeza para indicar un refugio —supuse que con ello, quería significar una aldea— y dijo: «Guagüey-bo», y apuntó hacia el sur. Luego él indicó a Tonatíu en el cielo, llamándolo «Ta-tevarí», o Abuelo Fuego, e hizo que comprendiera que llegaríamos a la aldea de Guagüey-bo en una jornada que duraría tres soles. Yo hice gestos con mis manos y mi rostro de agradecimiento ante su invitación, y fuimos en esa dirección. Para mi sorpresa Tes-disora empezó a trotar a largos pasos, pero cuando vio que yo estaba cansado, sin aliento y no podía seguir corriendo, él trotó hacia atrás y desde entonces caminó a mi paso. Por lo visto acostumbraba a cruzar montañas y cañones trotando de aquella manera, y aunque yo tenía piernas largas nos tomó cinco días caminando a mi paso, en lugar de tres, llegar a Guagüey-bo.
Durante el camino, antes de llegar, Tes-disora me dio a entender que él era uno de los cazadores de la aldea. Por medio de gestos yo le pregunté que cómo era eso posible, si él no llevaba nada en las manos. ¿Dónde estaban sus armas? Él sonrió e hizo que dejara de andar, me hizo señas para que nos agacháramos bajo unos arbustos. Sólo esperamos, allí en la floresta, un momento, luego Tes-disora me dio un codazo y me señaló un lugar, yo sólo pude ver vagamente una sombra veteada que se movía entre unos árboles. Antes de que pudiera levantar mi cristal, Tes-disora saltó de repente de donde estaba, y salió disparado como una flecha lanzada desde el arco.
El bosque era tan espeso, que ni aun con la ayuda de mi topacio pude seguir cada momento de la «cacería», pero vi lo suficiente como para quedarme con la boca abierta, sin poder creer lo que veía. Esa forma veteada era una joven gacela que había huido, casi al mismo instante que Tes-disora había salido en persecución de ella. La gacela corría muy rápido, pero él lo era todavía más. Corrió zigzagueante todo el tiempo, pero de algún modo, él se anticipaba a cada uno de sus movimientos, de su desesperada carrera. En menos tiempo del que yo tardo en contarlo, él se acercó a la gacela, cayó sobre ella de un brinco y le rompió el cuello con sus propias manos.
Mientras comíamos la carne de uno de los animales cazados, por medio de gestos le demostré a Tes-disora mi asombro ante su rapidez y agilidad. Él me respondió igualmente, con modestia, que era uno de los corredores menos ágiles de los Pies Veloces, pues había otros cazadores que corrían mucho más rápido, y que en todo caso, una gacela no era un reto comparado con un venado totalmente desarrollado. Entonces, él a su vez, me demostró por gestos, su asombro ante el cristal que había usado para encender el fuego para cocinar. Él me dio a entender que nunca había visto un instrumento tan útil y maravilloso en posesión de ningún otro bárbaro. «¡Mexícatl!», repetí varias veces muy enojado. Él sólo asintió con su cabeza y dejó de hablar, tanto con la boca como con las manos, ocupando éstas en comer con gran apetito la suave carne asada.
Guagüey-bo estaba situada en otra de las espectaculares barrancas de aquella nación, y era una aldea, en el sentido de que abrigaba a varias veintenas de familias, quizás unas trescientas personas, pero sólo tenía una residencia visible, una pequeña casa muy limpia, hecha de madera, en donde vivía el Si-ríame. La palabra significa: jefe, brujo, doctor y juez, pero no quiere decir que sean cuatro personas; en una comunidad rarámuri todos esos oficios eran investidos a una sola persona. La casa del Si-ríame y varias otras estructuras —unas casitas de vapor con techo de arcilla, algunos refugios enramados que hacían las veces de bodega, una plataforma con el piso de laja, para ceremonias comunitarias— se encontraban en el fondo del cañón, a lo largo de la ribera de una corriente de agua clara, que lo cruzaba. El resto de la población de Guagüey-bo vivía en cuevas, ya sean naturales o excavadas en las paredes que se elevaban a ambos lados de la inmensa hondonada.
El hecho de que los rarámuri habitaran en cuevas, no quiere decir que fueran primitivos o débiles, sino más bien prácticos. Si todos ellos lo hubieran querido, habrían podido tener casas, tan buenas como la del Si-ríame. Pero las cuevas estaban disponibles o fáciles de excavar, y sus ocupantes las convertían en viviendas muy agradables. Dividían una estancia muy amplia de roca, en varios cuartos y cada uno tenía una abertura para dejar entrar luz y aire. Cubrían el suelo con olorosas ramitas de pino, que parecía una alfombra, y diariamente renovaban esas ramitas. Las aberturas exteriores se cubrían con cortinas y sus paredes estaban decoradas con pieles de venados pintadas en vívidos dibujos. Esas habitaciones-cuevas eran tan cómodas, confortables y bien orientadas como muchas de las casas de la ciudad en las que había estado.
Tes-disora y yo llegamos a la aldea, moviéndonos con toda la rapidez que nos permitía la percha que teníamos entre los dos. Quizá suene increíble, pero esa misma mañana, muy temprano, él había corrido detrás de un gran venado matándolo, de una gacela y de un verraco de buen tamaño. Les quitamos las tripas a todos los animales y después de desmembrarlos, nos apuramos para llegar a Guagüey durante la mañana, cuando todavía hacía fresco. La aldea rebosaba de comida que sus cazadores y recolectores de frutas habían llevado, porque, según me informó Tes-disora, el festival tes-güinápuri estaba por llegar. Silenciosamente me felicité a mí mismo por haber tenido la buena suerte de encontrar a ese rarámuri, en un momento en que todos ellos se sentían hospitalarios. Sin embargo, luego me di cuenta de que solamente por una verdadera casualidad no hubiera podido encontrar a ningún rarámuri gozando de una festividad, o preparándose para una, o descansando de una. Sus ceremonias religiosas no eran solemnes, sino muy alegres —la palabra tes-güinápuri puede ser traducida como «ahora, pongámonos borrachos»— y en total esas ceremonias ocupaban la tercera parte de un año completo de los rarámuri.
Ya que sus bosques y ríos les daban gratis caza y comida, cueros y pieles, fuego y agua, los rarámuri no tenían necesidad como otros pueblos de trabajar para poder suplir las necesidades de la vida. Lo único que ellos cultivaban era el maíz, pero la mayor parte de él no era para comer, sino para hacer el tesgüino, un brebaje fermentado que de alguna manera era más embriagador que el octli que nosotros los mexica bebíamos, y un poquito menos que el chápari, el licor de miel de abeja de los purémpecha. Al este de las montañas, en las tierras más bajas, los rarámuri recolectaban un pequeño cacto muy potente, que se podía masticar y al que llamaban jípuri, que quiere decir «la luz de Dios», por razones que luego explicaré. Teniendo tan poco trabajo que hacer y tanto tiempo libre, ese pueblo tenía muy buena razón para pasar una tercera parte del año alegremente borrachos con tesgüino y dichosamente drogados con jípuri y placenteramente dándoles gracias a los dioses por su bondad.
En el camino a la aldea, yo aprendí de Tes-disora algunas palabras de su lenguaje y después tanto él como yo nos comunicamos con más facilidad. Así es que dejaré de mencionar nuestros gestos y muecas y sólo contaré la substancia de nuestras siguientes conversaciones. Cuando hubimos entregado nuestra cacería a unas viejas que se encargaban de los grandes fuegos para cocinar, que estaban a un lado del río, él me sugirió que fuéramos a sudar a una de las casas de vapor, para bañarnos. También me sugirió con cierta delicadeza, que después de bañarme me proveería de ropa limpia, si no me importaba tirar los harapos que traía al fuego. Yo estaba encantado de complacerlo.
Una vez que nos desvestimos a la entrada de la casa de vapor, me llevé una ligera sorpresa al ver a Tes-disora desnudo pues observé que le crecían unos mechones de pelo abajo de los sobacos y otro entre las piernas, e hice un comentario al respecto. Tes-disora sólo se encogió de hombros, y apuntando su vello dijo: «Raramurime», y luego apuntando mi carencia de vello dijo: «Chichimecame». Lo que quiso decir fue que él no era una rareza; a los rarámuri les crecía abundante ymaxtli alrededor de los genitales y bajo sus brazos; a los chichimeca, no. «Yo no soy de los chichimeca», le contesté, pero lo dije abstraído, pues estaba pensando. De todos los pueblos que había conocido, sólo a los rarámuri les crecía ese pelo superfluo. Supuse que eso se debía al tiempo extremadamente frío que tenían que soportar durante parte del año, ya que no había visto ese vello en los lugares en donde esa protección contra el frío no era necesaria. Y entonces se me ocurrió otro pensamiento y le pregunté a Tes-disora: «¿Vuestras mujeres tienen ese mismo vello?». Él se rió y dijo que claro que lo tenían. Me explicó que la presencia de ese ymaxtli, vello, era uno de los primeros signos de que la niñez se aproximaba a la juventud. Lo mismo en los hombres que en las mujeres, ese vello se convertía en cabello, no un cabello largo y no era una molestia ni un impedimento, pero sin lugar a dudas, era pelo. También había observado, en los breves momentos que llevaba en la aldea, que la mayor parte de las mujeres rarámuri, aunque muy musculosas, eran muy bien formadas y muy bellas de cara. Lo que quiere decir que yo ya las había encontrado atractivas, aun antes de saber esa distintiva peculiaridad, lo que me hacía preguntarme: ¿qué se sentirá al copular con una mujer cuyo tepili no fuera del todo visible, o sólo velado por un fino vello, sino totalmente obscurecido y atormentadoramente escondido tras un pelo como el de su cabeza? «Fácilmente lo puedes averiguar —dijo Tes-disora, como si él hubiera podido adivinar mi pensamiento—. Durante los juegos de tes-güinápuri, simplemente caza a una mujer, corre detrás de ella y así podrás verificar por ti mismo ese hecho».
Cuando entré en Guagüey-bo, fui objeto de ciertas miradas, muy comprensibles, de preocupación y desprecio por algunos de los aldeanos, pero cuando salí peinado, limpio y vistiendo un taparrabos y un manto de mangas largas, de piel de venado, no me miraron ya más con desdén. Desde entonces, y a excepción de las risitas que se echaban cuando yo cometía grandes errores al hablar en su lenguaje, los rarámuri fueron muy corteses y amistosos conmigo. Y mi estatura excepcional, atrajo sobre mí algunas miradas especulativas y aun de admiración de parte de las muchachas y las solteras de la aldea. Me pareció que había algunas entre ellas que estarían muy gustosas de correr para darme caza.
Casi siempre estaban corriendo, a cualquier parte, todos los rarámuri, hombres o mujeres, jóvenes o viejos. Excepto los que estaban en edad de hacer pinitos o en la edad senil, todos los demás corrían durante todo el tiempo del día, a menos que estuvieran inmovilizados por hacer alguna tarea o llenos de tesgüino o deslumbrados con la luz del dios, el jípuri, ellos corrían. Cuando no estaban corriendo en parejas o en grupos, lo hacían solos, hacia un lado y otro del cañón, o hacia arriba y hacia abajo de la barranca. Los hombres corrían usualmente, golpeando con los pies una pelota, ésta era totalmente redonda y cuidadosamente pulida, hecha de dura madera y del tamaño de la cabeza de un hombre. Las mujeres corrían usualmente, también, llevando en sus manos un aro hecho de mimbre, que empujaban con un palito, una lo tiraba primero lo más lejos que podía, y los otras corrían compitiendo para poder alcanzar el aro y lanzarlo a su vez. Todo ese movimiento frenético e incesante me pareció que tenía muy poco objeto hasta que Tes-disora me explicó: «En parte es para mantenernos alegres y conservar nuestra energía animal, pero es algo más que eso. Es una ceremonia incesante con la cual, después de hacer ese ejercicio y de sudar mucho, rendimos homenaje a nuestros dioses Ta-tevarí, Ka-laumarí y Ma-tinierí».
Difícilmente podía imaginarme a cualquier dios que necesitara ser nutrido con sudor en lugar de sangre, pero los rarámuri habían escogido esos que Tes-disora había nombrado, y cuyos nombres significaban Abuelo Fuego, Madre Agua y Hermano Venado. Quizás la religión reconozca a otros dioses, pero ésos son los únicos tres que nunca antes había oído mencionar. Considerando las pocas necesidades de los habitantes de la floresta, los rarámuri, supongo que ésos eran suficientes. Tes-disora dijo: «Nuestras continuas carreras son para demostrar a nuestros dioses creadores que la gente que ellos crearon todavía están vivos, felices y muy agradecidos de ser así. También mantiene a nuestros hombres en buen estado para los rigores de la caza. También es una práctica para los juegos que vas a ver, o a tomar parte en ellos, espero, durante este festival. Y esos juegos son solamente una práctica». «Ten la bondad de decirme —le dije suspirando, y sintiéndome cansado sólo de oírle hablar de tanto ejercicio—, ¿practicar para qué?». «Para la verdadera carrera, por supuesto. El ra-rajípuri. —Sonrió ante la expresión de mi rostro—. Ya lo verás. Es el gran final de toda celebración».
El tes-güinápuri tuvo lugar al día siguiente, cuando toda la población de la aldea se reunió a un lado del río, en la casa de madera esperando a que el Si-ríame saliera y ordenara que las festividades empezaran. Todo el mundo estaba vestido con sus mejores trajes, los más finos y mejor decorados en colores; la mayoría de los hombres con mantos y taparrabos de piel de venado y las mujeres con faldas y blusas de la misma piel. Muchos de los aldeanos, habían pintado sus rostros con puntos y rayas onduladas en color amarillo brillante, y muchos llevaban plumas en sus cabellos, aunque los pájaros de esas regiones no tienen plumas muy deslumbrantes. Muchos de los cazadores veteranos de Guagüey-bo ya estaban sudando, pues llevaban puestos trofeos que ya habían ganado: trajes largos hasta los tobillos hechos con piel de puma o chaquetas de pieles pesadas o gruesas del gran saltador, de cuernos grandes, de la montaña.
El Si-ríame salió de la casa, su traje estaba hecho totalmente con brillantes pieles de jaguar, llevaba un gran bastón rematado en su punta por una bola de plata en bruto. Estaba tan asombrado, que levanté mi topacio para estar seguro de lo que veía. Habiendo oído que el jefe debía ser sabio, brujo, juez y doctor, naturalmente había esperado que toda esa maravilla estuviera en la persona de un hombre viejo y de cara solemne. Pero no era un hombre, no era viejo, no era solemne. Ella no era más vieja que yo, y era muy bonita y todavía me lo pareció más cuando sonrió. «¿Vuestro Si-ríame es una mujer?», exclamé cuando empezaban a rezar sus oraciones ceremoniales. «¿Y por qué no?», dijo Tes-disora. «Nunca había oído de un pueblo que escogiera a un gobernante que no fuera un hombre». «Nuestro último Si-ríame fue un hombre. Pero cuando un Si-ríame muere, cualquier otra persona madura de la aldea, ya sea hombre o mujer, puede ser elegida para sucederle. Todos nos reunimos, masticamos mucho jípuri y nos ponemos en trance. Vemos visiones y unos corren salvajemente, mientras otros tienen convulsiones. Pero esta mujer fue la única bendecida por la luz-del-dios, o por lo menos fue la primera en despertar y decirnos que había visto y hablado con el Abuelo Fuego, con la Madre Agua y con el Hermano Venado. Indudablemente que la luz-del-dios resplandeció sobre ella, y ése es el único y supremo requisito para llegar a ser el Si-ríame».
La bella mujer terminó su canto, sonrió otra vez y elevó sus bien formados brazos en una bendición general, luego dándose la vuelta volvió a entrar en la casa, mientras la multitud la aplaudía con afecto respetuoso. «¿Ella se queda recluida?», pregunté a Tes-disora. «Durante los festivales, sí —dijo, y luego riéndose entre dientes continuó—: Algunas veces durante el tes-güinápuri, nuestra gente tiene muy mala conducta. Se pelean entre ellos, cometen adulterios o algunas otras travesuras. La Si-ríame es una mujer sabia. Lo que ella no ve o no oye, no lo castiga». Yo no sabía qué era lo que ellos llamaban travesuras, pero lo que yo tenía intención de hacer era: cazar, coger y copular con el más deseable y disponible ejemplar femenino de los rarámuri. Pero como las cosas sucedieron, no hice eso exactamente… y, lejos de castigarme, fui recompensado de alguna manera.
Primero lo que ocurrió fue que, como todos los aldeanos, me convertí en un glotón, comiendo toda clase de carne de venado, atoli de maíz y bebí el pesado tesgüino. Luego, demasiado pesado para ponerme de pie y demasiado borracho para poder caminar, traté de unirme a algunos de los hombres en su juego pateador-de-pelota, pero de todas maneras hubiera estado fuera de poder competir con ellos aunque hubiera estado en la mejor condición física. Eso no me importó. Así que me dejé caer al suelo para observar el juego de las mujeres que corrían tras el aro, con su palito, y cierta muchachita núbil que estaba entre ellas atrajo mi ojo. Y digo un ojo, porque si no cerraba uno veía a dos muchachitas en lugar de una. Caminé bamboleante hacia ella, moviéndome desmañadamente y preguntándole con lengua estropajosa que si quería dejar al grupo para tomar parte en un juego diferente.
Sonrió condescendiente, pero eludió mi mano que quería agarrarla. «Tienes que cazarme primero», dijo y volviéndose echó a correr a lo largo del cañón.
Aunque no esperaba sobresalir entre los corredores rarámuri, sí estaba seguro que podría correr tras cualquier mujer, pero detrás de aquélla no lo pude hacer, aunque sospecho que ella detuvo adrede su paso para hacerme la carrera más fácil. Quizás hubiera podido hacerlo mejor, de no estar tan ahíto de comida y de bebida, especialmente de bebida. Con un ojo cerrado es muy difícil de medir las distancias, y aunque la muchacha hubiera estado sin moverse enfrente de mí, probablemente hubiera fallado al tratar de agarrarla. Y con mis dos ojos abiertos, todo a mi paso se veía doble… raíces, rocas y todas esas cosas… y siempre que trataba de pasar entre esas dos cosas, invariablemente tropezaba con una de ellas. Después de nueve o diez caídas, traté de saltar el siguiente doble obstáculo, una larguísima piedra, y caí a través de ella sobre mi barriga, tan pesadamente que todo el aire se me salió del cuerpo.
La muchacha me había estado observando por encima de su hombro y pretendiendo huir siempre, pero cuando me caí, ella se detuvo y regresó a donde yo estaba y parándose sobre mi cuerpo aporreado dijo con cierta exasperación: «A menos de que me cojas, podremos jugar el otro juego. Tú sabes a lo que me refiero». Ni siquiera pude jadear pues estaba doblado dolorosamente, tratando de aspirar aire, y me sentía incapaz de jugar cualquier tipo de juego. Ella me miraba ceñuda y enfurruñada, y probablemente compartía la baja opinión que tenían de mí, pero de pronto sus ojos se iluminaron y me dijo: «No pensé en preguntártelo. ¿Mascaste tu parte de jípuri?». Yo negué débilmente con la cabeza. «Eso lo explica todo. No es que seas inferior, lo que pasa es que los otros hombres tienen la ventaja de haber reforzado su fuerza y vigor. ¡Ven! ¡Debes mascar un poco de jípuri!».
Yo todavía estaba doblado como una pelota, pero ya había empezado a respirar otra vez, y no pude rehusarme a obedecer su imperiosa orden. Así es que dejé que me tomara de la mano y me llevara otra vez al centro de la aldea. Ya sabía qué era el jípuri y qué efectos producía, pues se importaba también a Tenochtitlan, en pequeñas cantidades, en donde se llamaba péyotl y era reservado exclusivamente para los sacerdotes adivinos. El jípuri o péyotl es un pequeño cacto, que, en forma muy engañosa, parece muy insignificante. Es redondo y parece una pelotita, crece muy pegado al suelo y rara vez alcanza el tamaño de la palma de la mano y está dividido en gajos o bulbos, parece una calabaza muy fina de un color verde grisáceo. Para poder aprovechar su efecto más potente, se debe mascar cuando está recién cortado. Sin embargo, se puede secar al sol y guardarse indefinidamente, colgándose y amarrándose de unas cuerdas, y en la aldea de Guagüey-bo había muchos de esos cordones colgando de las varas de sus enramados lugares de almacenaje.
Iba a coger uno, cuando mi acompañante me dijo: «Espera. ¿Alguna vez has mascado jípuri?». Otra vez, negué con mi cabeza. «Entonces tú eres un ma-tuane, un hombre que busca por primera vez la luz-del-dios y eso requiere una ceremonia de purificación. No, no suspires así. Eso no hará que nuestro… nuestro juego tenga que esperar. —Ella miró en derredor y vio que los aldeanos todavía estaban comiendo o bebiendo o danzando o corriendo—. Todo el mundo está demasiado ocupado como para participar, pero la Si-ríame no está haciendo nada. Ella estará muy contenta en administrarte la purificación».
Así es que fuimos a la simple casa de madera y la muchacha tiró de un cordón de conchas que estaba colgado a un lado de la puerta. La mujer-jefe, todavía llevando su traje de piel de jaguar, levantó la cortina de piel de venado y dijo: «Kuira-ba», y nos hizo un gracioso gesto para que entráramos. «Si-ríame —dijo mi compañera—, éste es el chichimecame llamado Mixtli, que ha venido a visitar nuestra aldea. Como tú puedes ver él ya tiene cierta edad, pero es muy mal corredor aun para su edad. No me pudo coger cuando trató de hacerlo. Yo creo que el jípuri puede dar agilidad a sus viejas piernas, pero él dice que nunca antes ha buscado la luz-del-dios, así es que…». Los ojos de la mujer-jefe brillaron divertidos, mientras me miraba de extraña manera, durante ese discurso tan poco ceremonioso. Yo murmuré: «No soy un chichimecame», pero me ignoró y dijo a la muchacha: «Y por supuesto, tú estás ansiosa de que él tenga su iniciación de ma-tuane lo más pronto posible. Bien, lo haré con mucho gusto». Ella me miró de arriba abajo apreciativamente, y su mirada dejó de ser divertida para dar paso a otra cosa. «Sin importar cuántos años tenga, este Mixtli parece ser muy buen espécimen, considerando especialmente su bajo origen. Y voy a darte un pequeño consejo, que nunca escucharás de nuestros hombres. Aunque tú esperas, de la mejor manera, admirar la media pierna, digámoslo así, de un hombre en una carrera, compitiendo, con lo cual demostraría mejor su hombría, yo puedo decirte que aun el mejor miembro cae en desuso, cuando el hombre dedica toda su atención en desarrollar todos los músculos a excepción de ése. Así es que no desdeñes tan rápido a un corredor mediocre, antes de examinar sus demás atributos». «Sí, Si-ríame —dijo la muchacha con impaciencia—. Tengo la intención de que él desarrolle algo muy parecido». «Lo podrás intentar después de la ceremonia, así es que te puedes ir, querida». «¿Irme? —protestó la joven—. ¡Pero si no hay ningún secreto en la iniciación de un ma-tuane! ¡Toda la aldea mira siempre!». «Pero no vamos a interrumpir la celebración de tes-güinápuri. Y este Mixtli es extraño a nuestras costumbres. Él puede sentirse embarazado ante esa horda de mirones». «¡Yo no soy una horda! ¡Y yo soy quien lo ha traído a su purificación!». «Lo tendrás otra vez cuando la purificación esté hecha. Entonces podrás juzgar por ti misma si valió la pena el que te tomaras la molestia. Te he dicho que te vayas. —Mirándonos furiosa la muchacha se fue y la Si-ríame me dijo—: Siéntate, invitado Mixtli, mientras yo mezclo un poco de hierbas para aclarar tu cerebro. No debes emborracharte cuando vayas a mascar jípuri».
Me senté en el piso de tierra alfombrado por ramitas de pino. Ella puso una hierba a hervir a fuego lento, en el hogar que estaba en un rincón, y luego volvió con una pequeña jarra. «Es el jugo de la planta sagrada urá», y ella la describió luego utilizando una pluma como pincel, me pintó en las mejillas y en la frente unos círculos, espirales y puntos con un color amarillo brillante. «Bien —dijo ella después de haberme dado a beber el brebaje, que como por arte de magia, me quitó el atontamiento—. No sé qué quiere decir exactamente Mixtli, pero como un ma-tuane en busca de la luz-del-dios por primera vez, debes escoger un nombre nuevo». Casi solté la carcajada. Hacía ya tanto tiempo que había perdido la cuenta de todos los nombres viejos y nuevos que había tenido que llevar durante mi vida, pero solamente dije: «Mixtli significa esas cosas que cuelgan en el cielo y creo que los rarámuri llaman kurú». «Ése es un buen nombre, pero necesita una descripción adicional. Nosotros te llamaremos Su-kurú». Y no me reí. Su-kurú significa Nube Oscura y no me explico cómo pudo saber que ése era mi verdadero nombre. Sin embargo, luego recordé que la Si-ríame tenía reputación, entre otras cosas, como adivina y supuse que su luz-del-dios podría enseñarle verdades ocultas a las demás gentes. «Y ahora, Su-kurú —dijo ella—, debes confesar todos los pecados que has cometido durante tu vida». «Mi Señora Si-ríame —dije sin ningún sarcasmo—, probablemente no me alcanzaría toda la vida que tengo para contarlos». «¿De veras? ¿Tantos son? —me miró pensativamente y luego dijo—: Bien, como la verdad de la luz-del-dios sólo reside en nosotros los rarámuri y a nosotros nos corresponde el compartirlo, entonces sólo confiesa los pecados que has hecho mientras has estado con nosotros. Dime ésos». «No he cometido ninguno. O por lo menos ninguno que yo sepa». «Oh, no necesitas haber hecho alguno. Desear haberlo hecho es lo mismo. Sentir ira u odio, o desear vengarse o haberte entretenido con pensamientos o emociones que no son buenos. Por ejemplo, tú querías dejar caer toda tu lujuria sobre esa muchacha, pues claramente querías cazarla con ese propósito». «No, no con lujuria, mi señora, sino con curiosidad». Ella me miró perpleja, así es que le expliqué todo acerca del ymaxtli, el pelo que nunca antes había visto en otros cuerpos y las urgencias que eso despertó en mí. Ella soltó la carcajada. «¡Vaya con este bárbaro, intrigado por una cosa que una persona civilizada halla tan natural! ¡Podría apostar, que sólo hace unos cuantos años que vosotros los salvajes, habéis dejado de mistificaros con fuego!».
Después de que se rió y se mofó de mí todo lo que pudo, hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas, me dijo con más simpatía:
«Bien, Su-kurú, entérate de que nosotros los rarámuri somos física y moralmente muy superiores a los pueblos primitivos y por eso nuestros cuerpos reflejan nuestras más finas sensibilidades así como nuestra gran modestia. Así es como ha crecido naturalmente en nuestros cuerpos ese pelo que tú encuentras tan poco común. Así nuestros cuerpos se aseguran de que aunque estemos desnudos, nuestras partes privadas estarán cubiertas discretamente». Yo dije: «Yo creo que ese pelo, lejos de hacer que vuestras partes pasen desapercibidas, más bien las hace destacar. No modestamente, sino inmodestamente provocativas». Sentado como estaba, cruzado de piernas, no podía esconder lo que se evidenciaba bajo mi taparrabo y la Si-ríame difícilmente podría pretender que no lo veía. Ella movió la cabeza maravillada y murmuró no para mí sino para ella misma: «Simple cabello entre las piernas… tan común y tan poco evidente como las hierbecitas que crecen entre las hendiduras de las rocas… y eso excita a un forastero. Y sólo con tener esta conversación hace que esté consciente de mí… —Luego dijo con ansiedad—: Nosotros aceptaremos tu curiosidad como un pecado confesado. Ahora toma, y masca rápido el jípuri».
Me presentó una canasta con los pequeños cactos, verdes y frescos, no secos. Yo escogí uno que tenía muchos gajos. «No, toma uno con cinco gajos —dijo ella—. Los que tienen muchos gajos son para todos los días, para ser masticados por nuestros corredores, los que tienen que correr más largas distancias, o para los ociosos que sólo desean sentarse y caer en visiones. Pero el jípuri de cinco gajos, el más raro y difícil de encontrar, es el que te acerca más a la luz-del-dios». Así es que le di un mordisco al cacto que ella me tendía, que dejó un sabor agrio y astringente en mi boca, seleccionó otro para ella y dijo: «No masques tan rápido como yo lo hago, ma-tuane Su-kurú. Tú sentirás el efecto más rápido porque es la primera vez que lo pruebas y necesita haber paz entre nosotros».
Ella tenía razón. Apenas había tragado un poquito del jugo cuando con gran perplejidad, empecé a ver que las paredes de la casa se disolvían alrededor de mí. Se volvieron transparentes, luego desaparecieron y vi a todos los aldeanos que estaban afuera, ya sea entretenidos con los juegos o festejando el tes-güinápuri. No podía creer que estaba viendo, en esos momentos, a través de las paredes, las figuras de las gentes tan claramente definidas, pues no estaba usando mi topacio; el haber visto tan claramente, fue una ilusión provocada por el jípuri. Pero después ya no estuve tan seguro de lo que me pasaba. Me pareció que estaba flotando en el lugar en donde me había sentado, que me elevaba hasta el techo… o hasta donde había estado el techo… y la gente se veía tan lejos y tan pequeñita mientras yo me remontaba hasta las ramas más altas de los árboles. Involuntariamente, exclamé: «¡Ayya!». La Si-ríame, desde alguna parte detrás o a un lado de mí, gritó: «¡No tan rápido! ¡Espérame!».
Dije que gritó, pero en realidad yo no la oí. Quiero decir que sus palabras no llegaron a mis oídos, sino de alguna manera a mi propia boca y yo las saboreé, suaves, deliciosas como chocólatl, y de alguna manera me di cuenta de ese sabor. En verdad que parecía como si todos mis sentidos hubieran cambiado sus funciones usuales. Podía oír el aroma de los árboles y el humo de los fuegos de la aldea, que se levantaba entre las copas de los árboles, llegando hasta donde yo estaba. En lugar de despedir un aroma a hojas, el follaje de los árboles hacía un ruidito metálico; el humo hacía un sonido apagado, como el de un tambor tocado muy suavemente. No veía los colores alrededor de mí, los olía. El verde de los árboles no parecía un color, sino una fragancia fría y húmeda que llegaba a mi nariz; las flores de pétalos rojos que había en las ramas, no eran rojas sino que daban un olor a especias; el cielo no era azul sino que olía a fresco y limpio como los senos de una mujer.
Entonces percibí que mi cabeza estaba realmente entre los senos de una mujer, entre unos senos muy amplios. Mis sentidos de tacto y gusto no habían sido afectados por la droga. La Si-ríame me había cogido y puesto entre su blusa abierta y se había unido a mí hasta su fondo y así nos elevamos juntos hasta las nubes. Puedo decir que una parte de mi cuerpo se estaba elevando más rápidamente que las otras. Mi tepule ya se había levantado antes, pero para entonces lo sentía más largo, más tieso, más caliente y me palpitaba con urgencia, como si un temblor de tierra hubiera sucedido sin que yo me diera cuenta. La Si-ríame soltó una risa alegre, y yo la saboreé, era como frescas gotas de rocío y sus palabras me supieron a besos. «Ésta es la mayor bendición de la luz-del-dios, Su-kurú, su calor y su brillo se añade al acto de ma-rákame. Combinemos los fuegos que el dios nos ha dado». Ella tiró lejos su falda de piel de jaguar y yació desnuda, o por lo menos tan desnuda como lo puede estar una mujer rarámuri, porque en verdad que tenía un triángulo de pelo en la parte baja de su abdomen, y entre sus muslos podía ver la forma de ese colchoncito excitante y su textura rizada, pero su color negro como todos los otros colores hasta ese momento, no era un color sino un aroma. Me incliné cerca para inhalarla y era una fragancia cálida, húmeda y almizcleña…
Cuando copulamos por primera vez, sentí que su ymaxtli me picaba y me hacía cosquillas en mis partes lampiñas como si restregara la parte baja de mi cuerpo sobre las frondas de un lujurioso helecho. Pronto, nuestros jugos fluyeron tan rápido, que su pelo se tornó húmedo y suave, y si yo no hubiera sabido que lo tenía no me habría dado cuenta. Sin embargo, puesto que lo sabía, sentí que mi tepule era abrazado más que por carne, que era agarrado por primera vez por una densa y afelpada tepili, y el acto tuvo un nuevo sabor para mí. Sin duda les he de parecer que estoy delirando cuando cuento todo esto, pero en realidad estaba delirando. Me sentía aturdido por estar en aquellas alturas, fuera ilusión o realidad; e igualmente por la sensación que producían en mi boca los gritos, las palabras y los gemidos de la mujer, como también, por la sensación que me producía cada parte de su cuerpo, cada curva y los matices de su color que llegaban a mí en fragancias distintas y sutiles. Y los efectos del jípuri enriquecían cada una de esas sensaciones, como también cada movimiento que hacíamos y cada uno de nuestros contactos.
Supongo que debí de haber sentido un poco de miedo también, y el miedo hace que cualquier sensación humana sea más aguda, cada emoción más vívida. Ordinariamente los hombres no vuelan hasta las alturas, más a menudo caen de una de esas alturas y generalmente esas caídas son fatales. Sin embargo, la Si-ríame y yo estábamos suspendidos sobre un piso que no se podía ver y sin ningún soporte bajo de nosotros. Y como no teníamos ningún soporte, ni ninguna traba, nosotros nos movíamos tan libremente y tan ligeros, como si hubiéramos estado bajo el agua, pero pudiendo respirar con facilidad. Esa libertad que gozábamos en todas las dimensiones nos permitió tomar algunas posiciones muy placenteras, con contorsiones y torsiones, que de otra manera no hubieran sido posibles. En cierto momento, la Si-ríame jadeó algunas palabras y éstas me supieron a su tepili empenachado. «Ahora sí creo que has cometido más pecados de los que puedes contar». No tengo ni idea de cuántas veces ella alcanzó el orgasmo, ni cuántas veces eyaculé durante el tiempo que la droga nos hizo elevarnos y extasiarnos, pero para mí fueron muchas más veces de las que he gozado en tan poco tiempo.
Me pareció que había pasado muy poco tiempo. Me empecé a dar cuenta de que estaba oyendo y no saboreando los sonidos cuando ella suspirando dijo: «No te preocupes, Su-kurú, si nunca llegas a ser un buen corredor».
Para entonces, yo veía los colores otra vez, en lugar de olerlos; olía los olores en lugar de oírlos; y descendía de las alturas y de la exaltación. No lo hice como si fuera un pedazo de plomo, sino que bajé despacio, suavemente, como una pluma que cae. La Si-ríame y yo estábamos otra vez dentro de su casa y a un lado de nosotros estaban nuestras ropas arrugadas. Ella yacía de espalda, completamente dormida y con una sonrisa en su rostro. El pelo de su cabeza se desparramaba alrededor, pero el de su ymaxtli ya no estaba rizado ni negro; estaba mate y claro pintado por mi omícetl blanco. Había otras sustancias secas entre sus pesados pechos y en algunas otras partes. También yo estaba lleno de emanaciones y de mi propio sudor seco, y también estaba terriblemente sediento, sentía la boca como si tuviera un estropajoso ymaxtli que me estuviera creciendo adentro; más tarde supe que ésos eran los efectos posteriores del jípuri.
Moviéndome en silencio y con cuidado para no despertar a la Si-ríame, me vestí para ir fuera de la casa a buscar un trago de agua. Antes de partir eché un último vistazo apreciativo, con mi topacio, a la bella mujer que yacía totalmente relajada sobre la piel de jaguar. Era la primera vez, reflexioné, que había tenido relaciones sexuales con una soberana. Y me sentí muy orgulloso de mí mismo, aunque no por mucho tiempo.
Cuando salí de la casa, me encontré con que el sol todavía brillaba en lo alto y que las celebraciones continuaban. Después de haber bebido mucho, al levantar mis ojos de la jícara mojada que tenía en la mano, me encontré con la mirada acusadora de la muchacha que había tratado de cazar. Le sonreí lo más inocentemente que pude y le dije: «¿Corremos otra vez? Ahora ya puedo mascar jípuri, pues he sido adecuadamente iniciado». «No necesitas vanagloriarte de eso —dijo hablando entre dientes—. Por haber tenido medio día, toda una noche, y casi otro día de iniciación».
Me quedé con la boca abierta estúpidamente, pues no podía creer que había pasado tanto tiempo cuando a mí me pareció muy poco, y me sonrojé cuando la muchacha continuó diciéndome acusadoramente: «Siempre consigue a los primeros y mejores ma-rákame que quieran iniciarse en la luz-del-dios. ¡Eso no es justo! Y no me importa si dicen que soy rebelde e irreverente. Ya lo he dicho antes y lo vuelvo a repetir, que sólo pretendió recibir la luz-del-dios del Abuelo, de la Madre y del Hermano. Mintió para que la escogieran como Si-ríame, pues así ella podía tener derecho sobre todos los primeros ma-tuane que fueran a pedirle ese favor».
Eso de alguna manera bajó la alta estimación en que me había tenido unos momentos antes, por haberme acostado con una soberana ungida, para darme cuenta que no era en ningún modo superior a cualquier mujer de las que van a ahorcajarse en el camino. Mi propia estimación sufrió todavía más, pues durante todo el tiempo que me quedé en la aldea, la Si-ríame no me ordenó presentarme ante ella otra vez. Evidentemente sólo deseaba lo «primero y lo mejor» que cada hombre podría ofrecer bajo la influencia de la droga.
Pero por lo menos fui lo suficiente capaz como para apaciguar a la enojada muchacha, después de haber dormido y recuperado mis energías. Su nombre era, según supe, Vi-rikota que quiere decir Tierra Santa, que también es el nombre de aquella nación que está en las montañas del este y donde se consigue el jípuri.
Las celebraciones duraron muchos días más y yo persuadí a Vi-rikota para que me dejara cazarla otra vez, pero entonces tuve buen cuidado de no comer demasiado ni tomar excesivo tesgüino, y creo que la capturé muy bien.
Cogimos varios jípuris secos que estaban en las ramadas y nos separamos de los otros para ir a un claro del bosque, muy agradable. Tuvimos que mascar una gran cantidad de ese cacto menos potente para aproximarnos a los efectos que yo había disfrutado en casa de la Si-ríame, pero después de un rato, sentí que mis sentidos empezaban a cambiar sus funciones. Esa vez, los colores de las mariposas y de las flores que estaban alrededor de nosotros cantaban.
Por supuesto que Vi-rikota también tenía ese medallón de ymaxtli entre sus piernas, que en su caso era un colchoncito menos encrespado y más blando, y como seguía siendo una novedad para mí, otra vez me provocó una extraordinaria energía. Sin embargo, ella y yo nunca alcanzamos el éxtasis que yo conocí durante mi iniciación. Nunca tuvimos la ilusión de estar ascendiendo hacia el cielo, pues todo el tiempo estuvimos conscientes de la suave hierba en donde yacíamos. También, Vi-rikota era demasiado joven y aun pequeña de cuerpo para su edad, y una mujer-niña simplemente no puede extender totalmente sus muslos, como para que el cuerpo grande de un hombre, pueda estar lo suficientemente cerca, como para penetrar totalmente su tepule. Además de eso, nuestra copulación tuvo que ser menos memorable que la de la Si-ríame porque Vi-rikota y yo no tuvimos acceso a la verdadera luz-del-dios, o sea a ese jípuri verde y fresco de cinco gajos.
No obstante, nos entendimos tan bien que no intercambiamos otros compañeros durante todo el festival y muchas veces hicimos el acto del ma-rákame y sentí una verdadera pena al tener que separarme de ella, cuando el tes-güinápuri concluyó. Nos separamos sólo porque mi anfitrión Tes-disora insistió: «Ha llegado el momento de la verdadera carrera, Su-kurú, y debes verla. El ra-rajípuri es la competición entre nuestros mejores corredores y los de Guacho-chi». Yo le pregunté: «¿Y dónde están ellos? No he visto a ningún extranjero». «No todavía. Ellos llegarán después de que nosotros nos hayamos ido, y llegarán corriendo. Guacho-chi está bastante lejos de aquí, hacia el sudeste». Él me dijo la distancia, en la forma en que los rarámuri contaban, pero ya lo he olvidado, aunque recuerdo que calculé a unas quince largas-carreras de los mexica o quince leguas españolas. Sin embargo, él estaba hablando de esa distancia en línea recta, pero una carrera en esa nación tan desigual de terreno, tendría que llevarse a efecto siguiendo un curso tortuoso, con vueltas y revueltas a través de barrancos y montañas. Calculé que la distancia total a correr entre Guagüey-bo y Guacho-chi debía de ser de cerca de cincuenta y una largas carreras. Luego Tes-disora dijo casualmente: «Correr de una aldea a la otra, de ida y de vuelta, pateando la pelota de madera durante todo el camino, le toma a un buen corredor un día y una noche». «¡Imposible! —exclamé—. ¿Cien largas-carreras? Pero si eso es lo que le tomaría a un hombre correr, desde la ciudad de Tenochtitlan hasta la lejana ciudad de Kerétaro. —Yo negué con mi cabeza enfáticamente—. ¿Y la mitad de ese camino, durante la oscuridad de la noche? ¿Y sobre eso, pateando una pelota? ¡Imposible!». Por supuesto que Tes-disora no sabía nada acerca de Tenochtitlan o Kerétaro, y de la distancia que mediaba entre esas ciudades. Él se encogió de hombros y dijo: «Si tú crees que es imposible, Su-kurú, entonces debes venir con nosotros para verlo por ti mismo». «¿Yo? ¡Yo sé que es imposible para mí!». «Entonces sólo ven parte del camino y luego nos esperas para regresar con nosotros. Tengo un par de sandalias fuertes, de piel de verraco, que tú puedes llevar. Y ya que no eres uno de los corredores de nuestra aldea, no será una trampa si no corres en el ra-rajípuri descalzo con nosotros». «¿Trampa? —dije más que asombrado—. ¿Quieres decir que hay reglas en este juego?». «No muchas —dijo con toda seriedad—. Nuestros corredores saldrán de aquí en la tarde, exactamente en el preciso instante en que el Abuelo Fuego —y él lo señaló— toque con su arco la orilla más alta de esa montaña. La gente de Guacho-chi tiene una forma similar para juzgar el momento exacto y sus corredores partirán también. Nosotros correremos hacia Guacho-chi y ellos correrán hacia Guagüey-bo. Entre esos puntos, en alguna parte del camino, nos pasaremos unos a otros gritándonos saludos, maldiciones e insultos amistosos. Cuando los hombres de Guacho-chi lleguen aquí nuestras mujeres les ofrecerán algo con qué refrescarse y tratarán astutamente de entretenerlos lo más que puedan, y lo mismo harán las suyas con nosotros, pero puedes estar seguro de que no les haremos caso, sino que nos daremos la vuelta inmediatamente y continuaremos corriendo, hasta nuestras respectivas aldeas. Para entonces, Abuelo Fuego estará otra vez tocando esa montaña o desapareciendo detrás de ella, o un poco arriba de ella y así podremos determinar el tiempo y duración de nuestra carrera. Los hombres de Guacho-chi harán lo mismo y enviaremos mensajeros para intercambiar los resultados y así sabremos quién ha ganado la carrera». Le dije: «Al ver el consumo de tiempo y esfuerzo, espero que el premio para el ganador sea algo que valga la pena». «¿Premio? No hay premio». «¿Qué? ¿Hacéis todo eso por nada, ni siquiera un trofeo? ¿Ni tampoco por una meta que alcanzar y obtener? ¿Sin ninguna aspiración al final más que llegar exhausto a vuestras propias casas y mujeres de nuevo? ¿A nombre solamente de sus tres dioses? ¿Por qué?». Se encogió de hombros nuevamente. «La hacemos porque es lo mejor que sabemos hacer».
No dije nada más porque sabía que es inútil discutir cualquier asunto razonable con personas irrazonables. Sin embargo, más tarde le presté más atención a la contestación que Tes-disora me dio en aquella ocasión y entonces ya no me pareció tan insensata. Si alguien me hubiera preguntado el porqué de mi preocupación de toda la vida, por el arte de conocer las palabras, no hubiera podido dar una respuesta tan adecuada.
Únicamente seis hombres robustos acreditados como los mejores corredores de Guagüey-bo fueron los verdaderos participantes en el ra-rajípuri. Los seis, uno de los cuales era Tes-disora, se habían hartado de jípuri para aliviar la fatiga antes de que comenzara la carrera y cada uno cargaba un pequeño saco con agua así como una bolsita de pinoli, ambos alimentos se podían consumir casi sin necesidad de disminuir su velocidad, al ir corriendo. También sujetados a las cinturas de sus taparrabos llevaban unos pequeños sacos de piel seca, que tenían una piedrecita cuyo ruido les ayudaba a no caer dormidos.
El resto de los corredores del ra-rajípuri eran todos los hombres físicamente hábiles de Guagüey-bo, desde los adolescentes hasta hombres mayores que yo, y su trabajo consistía en ayudar a levantar el ánimo de los corredores. Muchos se habían adelantado desde temprano en la mañana. Eran hombres capaces de correr asombrosamente rápido por poco tiempo, pero tendían a debilitarse en largas distancias. Se fueron deteniendo a diferentes intervalos del camino entre las dos aldeas. Y cuando los corredores escogidos pasaban por cada uno de esos intervalos, éstos corrían a su lado para animar a los participantes a dar lo más posible de sí mismos.
Otros hombres que no estaban dentro de la competencia cargaban pequeñas ollas de carbones calientes y antorchas de astillas de pino, estas últimas serían encendidas al oscurecer para poder iluminar el camino de los corredores durante la noche. Había otros hombres que cargaban más manojitos de jípuri junto con sacos de agua y de pinoli. Los más jóvenes y los más viejos no cargaban nada pues su trabajo consistía en mantener un continuo griterío para animar a los corredores. Todos los hombres estaban pintados en la cara, el pecho desnudo, en la espalda y con diseños de puntos, ruedas y espirales con un urá, pigmento, de un tono amarillo vivo. Yo sólo estaba pintado en la cara, ya que a mí se me permitió ponerme mi manto con mangas.
En cuanto al Abuelo Fuego, se levantó sobre la montaña designada, al atardecer. La Si-ríame salió sonriente a la puerta de su casa, vestida con pieles de jaguar, y cargando un bastón con puño de plata en una mano y una bola de madera del tamaño de la cabeza de un hombre en la otra. Se paró mirando oblicuamente al sol, mientras los corredores y todos sus compañeros se pararon cerca de ella, inclinándose un poco hacia adelante, preparándose a partir. En el momento en que el Abuelo Fuego tocó la cima de la montaña, la Si-ríame sonrió ampliamente y lanzó la pelota desde el umbral de su puerta hacia los pies descalzos de los seis corredores. Cada habitante de Guagüey-bo dio un jubiloso grito y los seis corredores partieron, jugueteando con la pelota, pateándola de uno a otro mientras corrían. Los otros participantes los siguieron a cierta distancia, y yo también. La Si-ríame aún sonreía cuando la vi por último, y la pequeña Vi-rikota seguía brincando tan alegre como una llama que está a punto de apagarse.
Había esperado que toda esa multitud de corredores me dejaran atrás en un momento, pero debí suponer que no utilizarían todas sus energías al principio de la carrera. Partieron trotando a paso moderado que hasta yo pude sostener. Nos fuimos por la orilla del cañón y los gritos de las mujeres de la aldea, los niños y los viejos desaparecieron detrás de nosotros y nuestros propios animadores comenzaron a vociferar. Como los corredores naturalmente evitaban tener que patear la pelota al subir las montañas, cuando esto fuera posible, continuamos por el fondo del cañón hasta que los lados de éste se inclinaron y bajaron lo suficiente como para permitir que nosotros pudiéramos salir de él fácilmente y así penetrar en el bosque situado al sur.
Me siento orgulloso de poderles decir que continué con los corredores por lo que yo calculo que fue la tercera parte del camino de Guagüey-bo a Guacho-chi. Tal vez el crédito debe llevárselo el jípuri que mastiqué antes de salir, pues varias veces me encontré corriendo más rápido de lo que jamás corrí en toda mi vida, antes y después de esa carrera. Era entonces cuando alcanzábamos a los corredores principales y hacíamos lo posible por igualar su velocidad. Y varias veces pasamos ante los corredores de Guacho-chi, que estaban parados, sin correr todavía, colocados en espera de sus propios competidores que venían en dirección contraria. Éstos nos gritaron alegremente nombres burlones, en el momento de nuestra pasada. «¡Cojos! ¡Flojos!» y otros nombres por el estilo, especialmente a mí, porque para entonces yo ya me encontraba a la cola del contingente de Guagüey-bo.
Correr a toda velocidad entre bosques y en las orillas de los barrancos con un suelo lleno de piedras sueltas, que hacían falsear los tobillos, era algo a lo que no estaba acostumbrado, pero logré hacerlo mientras había suficiente luz. Cuando el brillo de la tarde comenzó a desaparecer, tuve que correr con mi topacio pegado al ojo, y por lo tanto mi paso disminuyó considerablemente. Al oscurecer aún más, empecé a ver las luces-guía que se prendían y brillaban adelante de mí, en donde se encontraban los portadores de las antorchas, pero naturalmente, ninguno de esos hombres iba a regresar para compartir su luz con uno que no estaba tomando parte en la carrera, así es que cada vez me fui quedando más rezagado, detrás de la multitud que corría y sus gritos disminuían en la distancia.
Luego, cuando la oscuridad total me rodeó, vi un destello rojo en el suelo, delante de mí. Los bondadosos rarámuri no habían olvidado ni dejado a un lado, a su compañero extranjero Su-kurú. Uno de los que portaban las antorchas, después de haber encendido la suya, había dejado bien acomodado, en un lugar donde yo lo pudiera ver fácilmente, su pequeño brasero de barro. Me detuve en ese lugar y prendí fuego de campamento y me recosté para pasar allí la noche. Debo admitir que, a pesar de haber ingerido jípuri, estaba lo suficientemente cansado como para haber caído dormido, pero sólo de pensarlo sentí vergüenza, pues todos los hombres de los alrededores estaban ocupados en ese ejercicio. También, hubiera sido intolerablemente humillado y lo mismo la aldea que me estaba dando asilo, si cuando los corredores rivales de Guacho-chi pasaran a lo largo del camino, se encontraran allí a «un hombre de Guagüey-bo» yaciendo dormido. Así es que comí un poco de pinoli remojado en agua, que traía en un cuero, y masqué un poco de jípuri que había traído conmigo, y eso me revivió bastante. Me pasé toda la noche sentado, tirando ocasionalmente unas ramitas al fuego sólo para sentirme un poco cómodo, pero no lo suficientemente caliente como para dormirme.
Se suponía que debía ver dos veces a los corredores de Guacho-chi antes de volver a ver a Tes-disora y a sus compañeros. Después de que los dos contingentes se cruzaron en sus caminos, más o menos a la mitad de su curso, los corredores rivales aparecieron por el sudeste y llegarían a mi campamento más o menos a medianoche. Después ellos llegarían a Guagüey-bo y volverían por el noroeste, pasando delante de mí otra vez por la mañana. Tes-disora y sus compañeros no llegarían a mi campamento hasta que el sol estuviera a la mitad de su camino, y entonces regresaría con ellos.
Bien, mi cálculo acerca del primer encuentro fue correcto. Con la ayuda de mi topacio continué mirando a las estrellas, y de acuerdo a ellas, era medianoche cuando vi unas luces que se movían viniendo del sudeste. Decidí pretender que era uno de los corredores de avanzada de Guagüey-bo, así es que me puse en pie, mirando alerta, antes de que el primero de esos corredores que pateaban la pelota, llegara a mi vista, y entonces empecé a gritar: «¡Cojos!». «¡Flojos!». Los competidores y los portadores de antorchas no me contestaron; estaban demasiado ocupados en mantener sus ojos en la pelota de madera, cuya pintura se había caído y estaba más que astillada y desmenuzada, pero todos los que seguían a los corredores de Guacho-chi me devolvieron mis mofas, gritando: «¡vieja!» y «¡calienta tus huesos cansados!» y cosas por el estilo… entonces comprendí que el haber encendido un fuego era ante los ojos de los rarámuri de muy poca hombría, pero ya era demasiado tarde para apagarlo y ellos pasaron demasiado rápido, hasta que sólo pude ver, otra vez, las luces que parpadeaban y desaparecían por el noroeste.
Después de un tiempo muy largo, el cielo empezó a clarear hacia el este y al fin, el Abuelo Fuego hizo su aparición, y pasó todavía más mientras, tan lentamente como lo haría un abuelo humano, él trepó una tercera parte de su camino por el cielo. Era el tiempo del desayuno, y según mis cálculos, también para que los hombres de Guacho-chi estuvieran de regreso hacia su aldea. Me volví hacia el noroeste, hacia donde los había visto la última vez. Como era de día, no vería las luces de las antorchas avisándome su regreso, así es que agudicé el oído para escucharlos, antes de que los tuviera al alcance de la vista. No oí nada y no vi nada.
Pasó mucho más tiempo. Así es que volví a contar en mi mente para ver si no había calculado mal, pero no encontré ningún error. Pasó más tiempo. Traté de acordarme si Tes-disora me habría dicho algo acerca de que los corredores tomarían otro camino para regresar. Pasó más tiempo, pero naturalmente, ninguno de esos hombres y el sol estaba exactamente arriba de mi cabeza, cuando escuché un grito: «¡Kuira-ba!». Era uno de los rarámuri, que traía puesto un taparrabo de corredor, un cuero de agua a la cintura, y diseños amarillos pintados en piel desnuda, pero no recordé haberlo visto antes, así es que lo tomé por uno de los corredores de avanzada de Guacho-chi. Evidentemente él me tomó a mí por una avanzada de los Guagüey-bo, porque después de que le hube devuelto su saludo, él se aproximó a mí, con una sonrisa amistosa, aunque ansiosa y me dijo:
«Vi tu fuego en la noche, así es que dejé mi lugar y vine a verte. ¿Me puedes decir, confidencialmente, amigo, cómo se las arregla tu gente para detener a nuestros corredores en la aldea? ¿Vuestras mujeres los están esperando, ya totalmente desnudas y yaciendo listas para complacerlos?». «Bueno, ésa sería una visita muy agradable, como para entretenerse —dije—. Pero no creo que lo hagan, no que yo sepa. Yo también me preguntaba, si no sería posible que tus corredores hubieran regresado por otro camino».
Él empezó a decir: «Sería la primera vez que ellos…», cuando se interrumpió. Ambos oímos otro grito de «¡Kuira-ba!» y nos volvimos para ver a Tes-disora y a sus cinco compañeros, aproximarse a nosotros. Estaban tan fatigados que venían haciendo eses y la pelota que descuidadamente pateaban, había quedado reducida al tamaño de mi puño. «Nosotros… —dijo Tes-disora dirigiéndose al hombre de Guacho-chi, y haciendo una pausa para tomar aire. Luego jadeó con dificultad—: Nosotros todavía no… nos hemos encontrado con sus corredores. ¿Qué clase de trampa…?». El hombre le interrumpió diciendo: «Precisamente nos estábamos preguntando, este corredor de ustedes y yo, qué habrá pasado con ellos». Tes-disora nos miró a los dos, respirando pesadamente. Otro de los hombres también jadeó, con una voz en donde se notaba la incredulidad: «¿Que ellos… todavía no… han pasado por aquí?». Para entonces toda la compañía de corredores estaba con nosotros. Yo les dije: «Le pregunté al forastero, que si ellos no habrían tomado otra ruta. Y él me preguntó, que si vuestras mujeres no habrían contribuido mucho para detenerlos en su aldea». Todas las cabezas hicieron gestos de negación, luego se movieron más despacio y los hombres empezaron a mirarse los unos a los otros, con preocupación. Algunos de ellos dijo en voz baja y preocupada: «Nuestra aldea». Algún otro dijo, más fuerte y ansiosamente: «Nuestras mujeres». Y el forastero dijo, con voz aguda: «Nuestros mejores corredores».
Entonces hubo una mirada de terrible comprensión y de angustia en todos los ojos, incluyendo los del hombre de Guacho-chi. Todos esos ojos muy abiertos, se volvieron hacia el noroeste y por un momento los nombres contuvieron el aliento antes de dejarme repentinamente, ya que todos ellos rompieron a correr como nunca antes lo habían hecho y alguno de ellos sólo dijo una palabra: «¡Yaki!».
No, no los seguí hacia Guagüey-bo. Nunca más regresé allí. Yo era un forastero y hubiera sido presuntuoso de mi parte, juntarme con los rarámuri para lamentar sus pérdidas. Me imaginé lo que encontrarían: que los asesinos yaki y los corredores de Guacho-chi, debieron de llegar al mismo tiempo a Guagüey-bo, y que los corredores estarían muy cansados para poder presentar batalla adecuada a esos salvajes. Todos los hombres de Guacho-chi debieron de haber perdido su cuero cabelludo antes de morir. Qué fue lo que la Si-ríame, la pequeña Vi-rikota y las otras mujeres de Guagüey-bo tuvieron que sufrir antes de morir, no quiero ni pensarlo. Presumo que los hombres supervivientes de los rarámuri, finalmente volvieron a repoblarse, dividiendo las mujeres de los Guacho-chi entre ellos, pero realmente nunca lo sabré.
Y jamás vi a un yaki, ni entonces, ni hasta este día. Me hubiera gustado, si me las hubiera podido arreglar para que los yaki no me vieran a mí, ya que deben de ser los animales humanos más fieros que existen y por lo tanto una cosa que vale la pena de verse. En todo lo que tengo de vida, sólo he conocido a un hombre que se encontró con los yaki y que vivió para contarlo, y ése fue aquel viejo de la Casa de los Pochteca, que no tenía pelo en la coronilla. Tampoco ninguno de sus españoles se ha encontrado con los yaki. Sus exploradores todavía no se han aventurado tan al norte y al oeste. Creo que hasta podría sentir piedad por alguno de sus españoles que se encontrara entre los yaki.
Cuando esos hombres afligidos se fueron corriendo, yo me quedé mirándolos hasta que desaparecieron en el bosque. Y seguí mirando hacia el noroeste, por un rato más, después de que ellos desaparecieron totalmente de mi vista, diciéndoles un silencioso adiós. Después me puse en cuclillas e hice una comida con el pinoli y agua y masqué jípuri para mantenerme despierto el resto del día. Eché tierra sobre las brasas que quedaban del fuego, y poniéndome en pie miré hacia donde estaba el sol y a grandes zancadas me dirigí hacia el sur. Había disfrutado mi estancia con los rarámuri, y me apesadumbraba el tenerlos que dejar así. Sin embargo, traía puesta buena ropa de piel de venado, fuertes sandalias de piel de verraco, un saco de cuero con agua y comida y una hoja de pedernal en mi cintura, también mi cristal para ver y mi cristal para encender fuego. Así es que no había dejado nada atrás, en Guagüey-bo, sólo los días que había vivido con ellos. Pero aun ésos los llevaba conmigo, guardados en mi memoria.