DECIMA PARS

Por la misma razón por la que no me acuerdo de los sucesos anteriores a la extinción de Yanquitlan, no me acuerdo claramente de las cosas que sucedieron inmediatamente después. Beu, nuestra escolta y yo, marchamos otra vez hacia el norte, hacia Tenochtitlan, y me imagino que el viaje no tuvo nada en especial, ya que casi no me acuerdo de nada, excepto dos breves conversaciones.

La primera fue con Beu. Ella había estado llorando todo el camino mientras caminaba, desde que le había hablado acerca de la muerte de Nochipa, pero un día, en algún lugar del camino, se detuvo de repente y dejando de llorar, miró a su alrededor como alguien que acaba de despertar de un sueño y me dijo: «Me dijiste que me llevarías a casa, pero vamos hacia el norte». Le dije: «Naturalmente, ¿adónde querías ir?». «¿Por qué no hacia el sur? Hacia Tecuantépec». «No tienes ya nada allí —le dije—. Ni familia, ni tal vez amigos. Ya han pasado, ¿cuántos?, ocho años desde que te fuiste de allí». «¿Y qué tengo en Tenochtitlan?». Pude haberle dicho que un techo bajo el cual dormir, pero sabía a qué se refería en realidad. Así es que simplemente le dije: «Tienes lo que yo tengo, Luna que Espera. Recuerdos». «Que no son muy agradables, Zaa». «Eso también lo sé —le dije sin compasión—. Son los mismos que yo tengo. Y los tendremos en donde quiera que vaguemos o en el lugar que llamemos hogar. Por lo menos en Tenochtitlan puedes pasar duelo y pena cómodamente, pero nadie te está llevando a la fuerza. Tú puedes escoger en venir con nosotros o tomar tu propio camino». Seguí sin mirar para atrás, por eso no sé cuánto tiempo tardó en decidirse, pero cuando levanté nuevamente la mirada, saliendo de mis contemplaciones interiores, Beu caminaba otra vez a mi lado.

La otra conversación la tuve con Siempre Enojado. Por muchos días, los hombres me habían dejado solo, encerrado en mi silencio meditativo, pero uno de esos días él me alcanzó y caminando a mi lado me dijo: «Perdona que interrumpa tu dolor, amigo Mixtli, pero ya estamos cerca de Tenochtitlan y hay algunas cosas que debes saber. Algunas cosas que nosotros los cuatro ancianos hemos discutido y hemos llegado a la conclusión, de que se han de arreglar entre nosotros. Hemos inventado una historia y les hemos dicho a los tecpaneca que cuenten esa historia. Es ésta. Mientras que todos nosotros, tú, nosotros y los guerreros, hacíamos esa embajada a la corte de Techuacan, necesitando ausentarnos por fuerza, unos bandidos se apoderaron de la colonia y robaron y masacraron a toda la gente. A nuestro regreso de Yanquitlan, como es natural, enfurecidos salimos en busca de los asesinos, sin encontrar ni huellas de ellos. No encontramos ni siquiera una flecha que nos pudiera indicar por sus plumas, a qué nación pertenecían. Esa inseguridad de identidad, detendrá a Motecuzoma de declarar la guerra inmediatamente a los inocentes teohuacana». Asentí y dije: «Diré exactamente lo que me acabas de contar. Es una buena historia, Qualanqui». Él carraspeó y dijo: «Desgraciadamente, no es lo suficientemente buena como para que tú la cuentes, Mixtli. Por lo menos no enfrente de Motecuzoma. Aunque la creyera, no dejaría de echarte la culpa por el fracaso de esa misión. Si es que por casualidad estuviera de buen humor y no te mandara estrangular inmediatamente con la guirnalda de flores, podría darte otra oportunidad, pero eso significaría que te encargaría conducir a otro grupo de colonizadores y probablemente a ese mismo lugar execrable». Negué con la cabeza. «No podría ni querría hacerlo». «Lo sé —me dijo—, y además, tarde o temprano la verdad saldrá a relucir. Al llegar a Tlácopan, sanos y salvos, cualquiera de estos guerreros tecpaneca, es seguro que presumirá de la parte que tuvo en la masacre. Cómo violó y cómo mató a seis niños y a un sacerdote, o cualquier cosa parecida. Eso llegará a oídos de Motecuzoma y estarás atrapado en una red de mentiras, que con toda seguridad te llevará al garrote, si no a algo peor. Yo pienso que es mejor que dejes eso en nuestras manos, en nosotros los viejos, porque ante Motecuzoma sólo somos asalariados y por lo tanto estamos en menos peligro que tú. También pienso que no deberías regresar a Tenochtitlan, por lo menos, no por un tiempo, ya que tu futuro allí sólo puede ofrecerte dos cosas, o el exilio a Yanquitlan o la pena de muerte». Asentí nuevamente. «Tienes razón. He estado penando los días oscuros y los caminos que han quedado atrás de mí, sin mirar los que tengo por delante. Hay un viejo dicho que afirma que nacemos para sufrir y aguantar, ¿no es cierto? Y un hombre siempre debe pensar en aguantar, ¿no es así? Gracias, Qualanqui, buen amigo y consejero, meditaré en tus consejos».

Cuando llegamos a Quaunáhuac y pasamos la noche en una hostería, Beu, mis cuatro viejos amigos y yo cenamos aparte. Cuando acabamos de comer, tomé de mi banda-cinturón mi saco lleno de polvo de oro y lo dejé caer sobre el mantel, diciendo: «Ahí está el pago por vuestros servicios, amigos míos». «Es demasiado», dijo Siempre Enojado. «No, no lo es por todo lo que vosotros habéis hecho por mí. Tengo otro saco con pedacitos de cobre y semillas de cacao, más que suficiente para lo que ahora voy a hacer». «¿Ahora vas hacer?», repitió uno de los ancianos. «Esta noche abdico al mando y éstas serán mis últimas instrucciones para vosotros. Amigos guerreros, desde aquí iréis a la frontera occidental de los lagos, para entregar las tropas tecpaneca a Tlácopan. De allí, atravesaréis el camino-puente hacia Tenochtitlan y escoltaréis a la señora Beu a mi casa, antes de presentaros ante el Venerado Orador. Contadle la historia que habéis inventado, pero agregad también que yo mismo me he castigado por haber fracasado en esa expedición. Decidle que voluntariamente me he exiliado». «Así se hará. Campeón Mixtli», dijo Siempre Enojado y los otros tres ancianos estuvieron de acuerdo. Sólo Beu me preguntó: «¿Adónde vas, Zaa?». «Voy en busca de una leyenda», le contesté y les conté la historia que hacía poco Nezahualpili le había contado a Motecuzoma delante de mí, y concluí: «Retrocederé por la ruta que siguieron nuestros antepasados, cuando todavía se llamaban a sí mismos los aztecas. Iré hacia el norte, siguiendo su pista conforme la pueda reconstruir y llegando lo más lejos que pueda… hasta su tierra de Aztlan, si es que tal lugar aún existe o existió. Y si ellos enterraron en realidad sus provisiones y armas a intervalos, las encontraré y marcaré su ubicación en un mapa. Ese mapa será de gran valor militar para Motecuzoma. Trata de mencionarle esto cuando te presentes ante él, Qualanqui. —Sonreí sin humor—. Tal vez así me dé la bienvenida con flores en lugar de una guirnalda de flores, cuando regrese». «Si es que regresas», dijo Beu.

Y ante eso no pude sonreír, y dije: «Parece que mi tonali siempre me obliga a regresar, pero cada vez más solo. —Después de un momento dije entre dientes—: Algún día en algún lugar me encontraré con un dios y le preguntaré: “¿Por qué los dioses nunca me abaten cuando he hecho tantas cosas para merecer su ira? ¿Por qué siempre dejan caer su ira sobre las personas que están cerca de mí, cuando ellas no han hecho nada para merecer ese castigo?”».

Los cuatro ancianos se inquietaron ante mi amargo lamento y parecieron tranquilizarse cuando Beu dijo: «Viejos amigos, ¿seríais tan amables en dejar que Zaa y yo pudiéramos hablar a solas un momento?». Se pusieron de pie, haciendo el gesto de cortesía de besar la tierra y cuando se fueron a sus habitaciones le dije bruscamente a Beu: «Si me vas a pedir que te deje acompañarme, Beu, es mejor que no lo hagas…». No lo hizo. Permaneció callada por bastante tiempo y sus ojos estaban puestos sobre sus dedos, los cuales retorcía. Por fin me habló y sus primeras palabras no tenían nada que ver con lo que habíamos estado hablando. «Cuando yo cumplí siete años, me pusieron el nombre de Luna que Espera y solía preguntarme por qué, pero un día me di cuenta y llevo años sabiéndolo, y por eso creo que Luna que Espera ya ha esperado bastante». Fijó su hermosa mirada en mí, mirándome suplicante en lugar de burlona como era su costumbre, y hasta se sonrojó como una doncella cuando me dijo: «Zaa, casémonos por fin».

Con que eso era, me dije, recordando en aquel momento la vez que ella había recogido subrepticiamente el barro en donde yo había orinado. Antes y por un breve lapso de tiempo, me pregunté si ella habría hecho con eso una imagen mía, para poder maldecirme y que la desgracia cayera sobre mí y también me pregunté si debido a eso yo había perdido a Nochipa. Sin embargo, esa sospecha fue sólo pasajera y me avergoncé de ella. Sabía que Beu había querido intensamente a mi hija y con su llanto me demostró un dolor tan genuino, como el mío sin lágrimas. Por eso me había olvidado del muñeco de barro, hasta que sus propias palabras me revelaron que sí lo había hecho y el porqué. No lo había moldeado para dañar mi vida, sino que sólo quería debilitar mi voluntad, para que no pudiera rechazar esa proposición supuestamente impulsiva, pero en realidad largamente planeada.

No contesté inmediatamente, sino que esperé un poco, mientras ella dejaba caer sus argumentos cuidadosamente reunidos.

«Hace un momento, Zaa, tú comentaste que cada vez estabas más y más solo. Tú bien sabes que yo también lo estoy. Los dos lo estamos ahora. Ya nadie nos queda, sólo quedamos nosotros». Y siguió: «Era aceptable que viviera contigo en tu casa mientras fuera la encargada y la compañía de tu hija, huérfana de madre, pero ahora que Nochipa… bueno ahora que mi posición ya no es la de una tía, no se verá bien que una mujer soltera y un hombre solo compartan la misma casa». Y me dijo, volviéndose a sonrojar: «Sé que nada podrá reemplazar a nuestra querida Nochipa, pero sí podría haber… yo no estoy tan vieja como para…».

Y allí dejó de hablar, con una buena imitación de modestia al no continuar hablando. Me esperé y sostuve su mirada hasta que su cara estuvo tan sonrojada que parecía cobre caliente y fue entonces cuando le dije: «No deberías haberte molestado en hacer tantas conjeturas y en buscar tantos argumentos para convencerme, Beu. Tenía la intención de pedirte eso mismo esta noche. Y como parece que estás de acuerdo conmigo, mañana nos casaremos en cuanto podamos despertar a un sacerdote». «¿Cómo?», me dijo con voz apagada. «Como tú acabas de decir, ahora estoy completamente solo. También, soy un hombre con cierta riqueza y si muero sin heredero, mi propiedad será confiscada por la tesorería de la nación. Preferiría que no fuera a dar a manos de Motecuzoma. Por eso mañana el sacerdote hará un documento afirmando tu herencia, así como el documento que atestigüe nuestra boda». Lentamente Beu se puso de pie y mirando hacia abajo, hacia mí, tartamudeó: «Eso no era… nunca pensé que… Zaa, lo que yo trataba de decir…». «Y te he echado a perder el espectáculo —le dije sonriendo—. Todos esos argumentos y toda esa labor de convencimiento no eran necesarios, pero no los consideres inútiles, Beu. Esta noche tuviste una práctica muy buena, que podrás utilizar en el futuro; quizás cuando seas una viuda rica, pero solitaria». «¡Basta, Zaa! —exclamó—. Te niegas a escuchar lo que tan seriamente he estado tratando de decirte. Es difícil para mí, porque esas cosas no le corresponde a la mujer decirlas…». «Por favor, Beu —dije, haciendo un gesto de desagrado—. Hemos vivido demasiado tiempo juntos y por lo tanto estamos ya acostumbrados a la rudeza de nuestros caracteres. Hablar con suavidad a estas alturas sería un gran esfuerzo para cualquiera de los dos y probablemente asombraríamos a todos los dioses. Pero por lo menos de mañana en adelante, el aborrecimiento que sentimos el uno por el otro será consagrado de manera formal y para no ser diferentes a todas las demás personas casadas…». «¡Qué cruel eres! —me interrumpió—. Eres inmune a todo sentimiento tierno y no tomas en cuenta la mano que se te tiende». «Demasiadas veces he sentido la palma dura de tu tierna mano, Beu. ¿Y acaso no estoy a punto de sentirla otra vez? ¿No te vas a reír ahora y a decirme que tus palabras de matrimonio no eran más que otra de tus bromas burlonas?». «No —contestó—. Te lo decía en serio. ¿Y tú?». «Yo también. —Y alzando en lo alto mi copa de octli, dije—: Que los dioses tengan piedad de nosotros». «Qué proposición tan elocuente —me dijo—, pero así la aceptaré, Zaa. Me casaré contigo mañana». Y corrió a su cuarto.

Seguí sentado, bebiendo con melancolía mi octli, mientras observaba a los demás huéspedes de la hostería. La mayoría de ellos eran pochteca en camino a Tenochtitlan, que celebraban las ganancias y el éxito de sus viajes, así como el haber regresado sanos y salvos, emborrachándose, ayudados por las numerosas mujeres disponibles que abundaban en la hostería. El hostelero, que se había dado cuenta de que había pedido cuartos separados para Beu y para mí, viendo que ella se había ido sola, se me acercó y me preguntó: «¿No se le antojaría al Señor Campeón un dulce con el cual terminar su comida? ¿Qué le parecería una de nuestras encantadoras maátime?». Gruñí: «Son muy pocas las que se ven excepcionalmente encantadoras». «Ah, pero ver no lo es todo. Mi señor debe saber eso, ya que el comportamiento de su bella acompañante parece ser algo frío. La gracia y el encanto yace en otros atributos además de la cara y el cuerpo. Por ejemplo, observe a aquella mujer».

Él apuntó a una mujer que parecía ser la menos atractiva de todo el establecimiento. Sus facciones y su pecho estaban tan caídos como el barro húmedo, y su pelo, a causa de haber sido teñido tantas veces, parecía hierba picuda y seca como la alfalfa enredada. Hice un gesto de asco, pero el hostelero sólo se rió y dijo: «Lo sé, lo sé. Contemplar a esa mujer es como para querer tener un muchacho en lugar de ella. A primera vista la tomaría por una abuela, pero yo sé que apenas llega a los treinta años. ¿Y me creerá usted, Señor Campeón? Cada hombre que alguna vez ha tratado a Quequelyehua siempre la pide la siguiente vez que viene a visitarnos. Cada uno de sus clientes, se convierte en un cliente regular y no aceptará a ninguna otra maátitl. Yo nunca la he probado, pero sé de buena fuente que ella sabe hacer cosas extraordinarias para deleitar a un hombre».

Levanté mi topacio y observé más detalladamente a aquella bruja de pelo horrible y mirada aguardentosa. Pudiera haber apostado que era la enfermedad de nanaua ambulante y que el hostelero afeminado lo sabía tan bien, que con gusto malicioso trataba de echarla a todo individuo ingenuo. «Todas las mujeres se parecen en la oscuridad, mi señor, ¿no es cierto? Bueno, también todos los muchachos, por supuesto, ¿pero no son otras consideraciones lo que importan? Aunque lo más probable es que la altamente cotizada Quequelyehua ya tenga una lista de espera esta noche, pero un Campeón Águila puede exigir preferencia sobre unos simples pochteca. ¿Mando llamar a Quequelyehua, mi señor?». «Quequelyehua —repetí, pues el nombre me traía un recuerdo—. Una vez conocí a una muchacha muy bella llamada Quequelmiqui». «¿Cosquillosa? —dijo el hostelero y se rió—. A juzgar por su nombre debió de haber sido una concubina bastante divertida, ¿no?, pero ésta ha de ser más, porque su nombre es La Que Hace Cosquillas». Sintiéndome mal le dije: «Gracias por su recomendación, pero no, gracias. —Tomé un largo trago de octli—. ¿Y qué me dice de esa muchacha delgada que está tan quieta, sentada en aquel rincón?». «¿Lluvia Neblinosa? —dijo el hostelero con indiferencia—. Así le dicen porque llora todo el tiempo que está, humm… trabajando. Es nueva, pero lo suficientemente competente, según me han dicho». Yo le dije: «Mándeme ésa a mi cuarto. Yo iré en cuanto esté lo suficientemente borracho». «A sus órdenes, Señor Campeón Águila. A mí me da lo mismo las preferencias de mis clientes, pero a veces siento algo de curiosidad. ¿Podría saber por qué mi señor escogió a Lluvia Neblinosa?». Yo dije: «Simplemente porque no me recuerda a ninguna mujer que he conocido».

La ceremonia de matrimonio fue pequeña, sencilla y quieta, por lo menos hasta que terminó. Mis cuatro guerreros fueron los testigos y el hostelero preparó támaltin para la comida ritual. Algunos de los huéspedes más madrugadores se unieron como invitados. Como Quaunáhuac es la comunidad principal del pueblo tlahuica, había conseguido un sacerdote de la deidad más importante de los tlahuica, el buen dios Quetzalcóatl. Y el sacerdote, al observar que la pareja parada ante él estaba un poco más allá del primer florecimiento de la juventud, inteligentemente omitió de su servicio las advertencias acostumbradas, que se les dan a las doncellas, supuestamente inocentes, como las acostumbradas exhortaciones que se le dan a un novio supuestamente ansioso. Por lo tanto su arenga fue muy pequeña y sencilla.

Sin embargo, a pesar de ese ritual tan simple, Beu Ribé demostró bastante emoción o pretendió hacerlo. Derramó unas cuantas lágrimas virginales y entre ellas, sus labios sonreían trémulamente. Debo reconocer que su actuación embelleció más su impresionante belleza, belleza que nunca he negado, ya que era igual a la hermosura de su difunta hermana y aun indistinguible. Beu vestía de una manera incitante y, cuando la vi sin mi cristal, parecía tan joven como mi joven Zyanya, eternamente de veinte años. Fue por esa razón, que durante la noche utilicé repetidas veces a la muchacha Lluvia Neblinosa, pues no quería correr el riesgo de desear a Beu, aunque fuera sólo físicamente, y así agoté cualquier posibilidad de excitarme, aun en contra de mi voluntad.

El sacerdote por fin giró su incensario de copali humeante alrededor de nosotros, por última vez. Luego nos miró mientras dábamos un mordisco a los támaltin calientes, luego hizo un nudo de unión con mi manto y la orilla de la falda de Luna que Espera y por último nos deseó la mejor de las suertes en nuestra nueva vida. «Gracias, Señor Sacerdote —le dije, entregándole su salario—. Gracias, sobre todo por sus buenos deseos. —Deshice el nudo que me ataba a Beu—. Voy a necesitar de la ayuda de todos los dioses hacia donde voy ahora». Colgué al hombro mi morral de viaje y le dije adiós a Beu. «¿Adiós? —repitió con voz aguda—. Pero, Zaa, éste es el día de nuestra boda». Le dije: «Te dije que me iría. Mis hombres te llevarán a salvo a casa». «Pero… pero yo pensé… yo pensé que te quedarías por lo menos otra noche. Para… —Miró a su alrededor, a los invitados que solamente veían y escuchaban con atención. Poniéndose muy colorada, levantó la voz—: ¡Zaa, ahora soy tu esposa!». La corregí: «Estás casada conmigo tal y como me lo pediste, y serás mi viuda y heredera. Zyanya fue mi esposa». «¡Zyanya lleva diez años muerta!». «Su muerte no ha roto nuestro lazo. No puedo tener otra esposa». «¡Hipócrita! —me gritó—. Tú no has practicado el celibato durante estos diez años. Tú has tenido más mujeres. ¿Por qué no tienes a la mujer con la que te acabas de casar? ¿Por qué no quieres tenerme?».

A excepción del hostelero que veía todo eso riéndose con malicia, la mayoría de las personas que se encontraban en la habitación se mostraban inquietas e incómodas. También el sacerdote se sentía así, tanto que se sintió obligado a decir: «Mi señor, después de todo ésa es la costumbre, sellar los votos con un acto de… bueno, conocerse uno al otro más íntimamente…». Yo le dije: «Su preocupación es muy loable. Señor Sacerdote, pero sepa que ya conozco a esta mujer bastante íntimamente». Beu dejó caer sorprendida: «¡Pero qué mentira tan horrible dices! Nosotros jamás…». «Y jamás lo haremos. Luna que Espera, te conozco demasiado bien en otros aspectos. También sé que el momento más vulnerable en la vida de un hombre es cuando se acuesta con una mujer. No quiero correr el riesgo de que un día me rechaces desdeñosamente, o que te burles y rías de mí, o que me hagas de menos, empleando cualquiera de los medios que por tanto tiempo llevas practicando y perfeccionando». Ella lloriqueó: «¿Y qué es lo que tú me estás haciendo en este momento?». «Lo mismo —estuve yo de acuerdo—, pero sólo por esta vez, querida, me he adelantado. Ahora el día corre y debo estar en camino».

Cuando me fui, Beu estaba secando sus lágrimas con la esquina arrugada de la falda, que había sido nuestro nudo matrimonial.

No era necesario que retrocediera la marcha de mis ancestros desde su término en Tenochtitlan, ni tenía que ir a ninguno de los lugares que anteriormente habían habitado en el área del lago, ya que esos sitios no tenían ningún secreto escondido de los azteca. Sin embargo, según las antiguas leyendas, uno de los lugares habitados por los azteca antes de que encontraran el lago y el valle, había sido un lugar al norte de los lagos; un lugar llamado Atlitalacan. Por eso, desde Quaunáhuac viajé hacia el noroeste, luego al norte, después al noroeste, desviándome en círculo para quedar bastante afuera de los dominios de la Triple Alianza, hasta que me encontré en la tierra que está más allá de Oxitipan, la ciudad fronteriza más lejana con guarnición de guerreros mexica. En ese territorio poco conocido, con pequeñas aldeas y escaso movimiento de viajeros, comencé preguntando por el camino hacia Atlitalacan, pero las únicas respuestas que conseguí fueron miradas en blanco y gestos indiferentes, pues tenía dos dificultades. Una de ellas era que no tenía ni idea de lo que era o había sido Atlitalacan. Pudo haber sido una comunidad establecida durante el tiempo en que los azteca permanecieron allí, pero que pudo haber dejado de existir desde entonces, o haber sido simplemente un lugar hospitalario para poder acampar —una vereda, o un campo— al cual los azteca le habían dado ese nombre sólo temporalmente. Mi otra dificultad fue que había penetrado en la parte sur del pueblo otomí, o para ser más preciso, era la tierra a la que el pueblo otomí, de mala gana, se había ido cuando poco a poco los fueron echando de sus tierras en el lago, a la llegada de los culhua, acolhua, azteca, y demás oleadas de invasores de habla náhuatl. Así que en esa tierra fronteriza tenía el problema del lenguaje. Algunas personas que encontraba, hablaban aceptablemente la lengua náhuatl o en su defecto en el poré de sus vecinos del occidente, pero todos los demás sólo hablaban otomí, idioma que yo no dominaba, y también había quienes hablaban una extraña mezcla de los tres idiomas. Y aunque mi constante interrogar a aldeanos, agricultores y caminantes, me ayudó a adquirir un vocabulario aceptable de palabras otomí para poder explicar mi misión, no pude encontrar a nadie que me pudiera orientar hacia el perdido Atlitalacan.

Tenía que encontrarlo por mí mismo y así lo hice. Afortunadamente, el nombre en sí era una pista, pues quiere decir: «en donde el agua brota», y un día llegué a una aldea pequeña, limpia y ordenada llamada D’ntado Dehé, que quiere decir casi lo mismo en otomí. La aldea se encontraba allí, porque había una fuente de agua dulce que brotaba de unas piedras y era el único manantial en un área considerablemente extensa y árida. Parecía un lugar adecuado para que los azteca se hubieran detenido, ya que había un camino viejo que llegaba a la aldea por el norte y seguía hacia el sur, en dirección del lago Tzumpanco.

La gente de esa pobre población de D’ntado Dehé, como es natural me miraban de soslayo, pero una viuda ya vieja, demasiado pobre como para darse el lujo de tener demasiados recelos, me alojó durante unos días en la bodega, ya casi vacía, de su choza de una sola pieza. Durante esos días, traté sonriendo de congraciarme con los taciturnos otomí, halagándolos para sacarles algo de conversación, pero fracasé; por lo que empecé, a las afueras de la aldea, a buscar cualquier cosa que mis antepasados pudieran haber escondido allí, aunque tenía la sospecha de que una búsqueda como ésta sería inútil. Si los azteca hubieran escondido provisiones y armas a lo largo de su marcha, debieron estar seguros de que los depósitos no serían encontrados por los residentes locales, o por gentes que pasaran por allí. Debieron de marcar esos escondites con alguna señal desconocida para todos, excepto para ellos. Y ninguno de sus descendientes mexica, incluyéndome, teníamos ninguna noción de lo que pudo haber sido esa señal.

Sin embargo, corté un palo largo y fuerte, le afilé la punta y con él piqué profundamente en cada surco, o línea del terreno, que me pareciera que no había estado allí desde la creación del mundo; todo lo que hacía un bulto aislado en la tierra, bosque de hierba sin limpiar y los restos de edificios antiguos. No sé si mi comportamiento hizo que los aldeanos se divirtieran o sintieran lástima por el pobre extranjero loco o simple curiosidad, el caso fue que al fin me invitaron a sentarme y a explicar mis acciones a dos de sus ancianos más venerados.

Esos ancianos contestaron a mis preguntas, utilizando las menos palabras posibles. No, me dijeron, jamás habían oído hablar de un lugar llamado Atlitalacan, pero si el nombre quería decir lo mismo que D’ntado Dehé, era el mismo lugar, pues era cierto que según sus padres, los padres de sus padres y los padres de éstos, hacía mucho tiempo que una tribu de extranjeros rudos, andrajosos y verminosos había acampado cerca de la fuente, permaneciendo allí durante algunos años, antes de seguir adelante y desaparecer hacia el sur. Cuando pregunté diplomáticamente acerca de posibles excavaciones y depósitos dentro de esa área, los dos ancianos movieron sus cabezas. Ellos decían siempre: «n’yéhina», que quiere decir «no», y también dijeron algo que tuvieron que repetir varias veces antes de que los pudiera entender. «Los azteca estuvieron aquí, pero no trajeron nada con ellos y no dejaron nada cuando partieron».

Unos pocos días después, dejé esas regiones en donde se hablaba el último vestigio de esa mezcla de náhuatl y poré y penetré en el territorio solamente habitado por los otomí o gente de habla otomí. No viajé en línea recta, pues hubiera tenido que caminar sobre colinas sin veredas, escalar peñascos formidables y luchar con bosques de cactos, que estaba seguro de que los inmigrantes azteca no hicieron. Por el contrario, pensaba que éstos habían seguido los caminos que encontraron, si los hubo, y las numerosas veredas bien definidas. Eso hizo que mi camino fuera muy tortuoso y lento, pero siempre me dirigía hacia el norte.

Todavía estaba en la alta meseta que se extendía entre las cadenas de poderosas montañas que invisibles se alzaban al este y al oeste, pero a medida que avanzaba por esa meseta, poco a poco se inclinaba hacia abajo, delante de mí. Cada día bajaba un poco más de las tierras altas, en donde el aire era limpio y fresco y esos últimos días de primavera empezaron a calentarse tanto que hasta llegaron a molestarme, pero las noches eran tranquilas y suaves. Eso estuvo muy bien, porque no había posadas en esas tierras otomí y las aldeas y rancherías en donde pedía alojamiento estaban muy separadas unas de otras, así es que la mayor parte de las noches, las pasaba a campo raso y aun sin mi cristal alcanzaba a distinguir la estrella Tlacpac, situada en lo alto del horizonte, hacia el norte, adonde me dirigía otra vez al amanecer.

La falta de hosterías y de lugares en donde comer, no significó una gran carestía para mí. La timidez de la gente en esa región, hacía que los animales fueran menos huidizos que en otros lugares más poblados; conejos y ardillas se sentaban en el pasto, sin miedo, para verme pasar; de vez en cuando, un pájaro correcaminos caminaba a mi lado tranquilamente y al anochecer algún armadillo o zorra venía a investigar el fuego de mi campamento. Aunque no llevaba ningún arma más que mi maquáhuitl, que no era muy adecuada para la caza menor, lo único que tenía que hacer usualmente para procurarme una buena comida, era darle un golpe a algún animalito. También, si deseaba variar mi comida o acompañar la carne con otra cosa, había un sinfín de vegetales creciendo por todas partes.

Otomí es el nombre de esa nación que está al norte, pero es sólo un apócope de un término mucho más largo y difícil de pronunciar, que quiere decir algo así como «los hombres cuyas flechas bajan pájaros de un ala», aunque me hacía pensar que el tiempo en que fueron cazadores ya había pasado hacía mucho tiempo. Hay muchas tribus entre los otomí, pero todas ellas viven de la agricultura, cultivando campos de maíz, xitomatin y otras verduras, o recolectando frutas de los árboles y cactos, así como también extrayendo la savia dulce de las plantas de maguey. Sus campos y hortalizas eran tan productivos que podían enviar muchos alimentos frescos al mercado de Tlaltelolco y a otros mercados extranjeros, y nosotros los mexica llamábamos a su tierra Atoctli, la «Tierra Fértil». Sin embargo, para indicar la forma tan baja en que nosotros mirábamos a esa gente, habíamos calificado nuestro licor octli en tres grados de calidad: fino, ordinario y otomí.

Las aldeas otomí tienen nombres casi imposibles de pronunciar, por ejemplo, la más grande de todas se llama N’t Tahí, a la que uno de sus exploradores de la región norte, no sé por qué, la llama por Zelalla. Pero en ninguna de esas comunidades, tan difíciles de nombrar, pude encontrar los almacenamientos secretos de los azteca o algún rastro que me indicara que ellos habían pasado alguna vez por esos lugares. Solamente en unas pocas aldeas pude encontrar algún anciano de los que contaban las historias y tradiciones de su pueblo, que haciendo un gran esfuerzo de memoria recordaba que la tradición decía que hacía ya muchas gavillas de años, había pasado, efectivamente, una caravana de nómadas arrastrando sus pies doloridos, o habían pernoctado allí, en aquella región. Y cada anciano agregaba: «No traían nada con ellos y no dejaron nada cuando partieron». Eso era desalentador, pero entonces pensaba que yo era un descendiente directo de esos vagabundos y como ellos, no llevaba nada. Sólo una vez durante mi viaje a través de esas tierras otomí, pude haber dejado algo muy pequeño…

Los hombres otomí son bajos de estatura, gordos y, como la mayoría de los agricultores, de disposición cortante y cerrada. Las mujeres también son bajas de estatura, pero delgadas de cuerpo y mucho más vivarachas que sus hombres tristes. Hasta puedo decir que son bellas, de la rodilla para arriba, aunque me doy cuenta de que es un extraño cumplido, pero lo que quiero decir es que sus pechos, cinturas, caderas, traseros y muslos, están muy bien formados, pero debajo de la rodilla sus piernas son demasiado flacas y sin forma, y como sus pies son muy pequeños, eso les da un aspecto de renacuajitos equilibrándose sobre sus pequeñas colas.

Otra cosa peculiar de los otomí es que embellecen su aspecto, o por lo menos eso creen, por medio de un arte que llaman n’detade, que quiere decir pintarse con colores permanentes. Se pintan sus dientes de negro o rojo, o alternativamente de negro y rojo. Adornan sus cuerpos con unos diseños en color azul, picándose la piel con espinas de tal manera que los diseños les quedan grabados para siempre. Algunos solamente se hacen pequeñas decoraciones en la frente o en las mejillas, pero otros continúan haciéndose el n’detade tan frecuentemente como pueden soportar el dolor, por toda la piel de todo su cuerpo. Parece como si estuvieran detrás del extraordinario tejido de una araña que hubiese utilizado hilo azul.

Tanto como yo me di cuenta, los hombres otomí no mejoraron ni empeoraron con esos adornos. Por un tiempo, pensé que era una pena que esas mujeres, que de otra manera se hubieran visto muy hermosas, oscurecieran su belleza detrás de esos tejidos, espirales y diseños que ya nunca podrían borrar. Sin embargo, conforme me fui acostumbrando a ver el n’detade, debo confesar que empecé a verlo como un disfraz sutil. Esa máscara hacía que las mujeres parecieran hasta cierto punto inaccesibles, con un no sé qué de desafiante y un no sé qué de tentador…

Al extremo norte de esas extensas tierras otomí, hay una aldea llamada M’boshte, cruzada por un río, y allí conocí a una de las aldeanas que se llamaba R’zoöno H’donwe, que quiere decir Flor de Luna. Y en verdad que ella estaba toda florida; cada parte visible de su cuerpo, adornada con pétalos, hojas y frondas pintadas en azul. Detrás de ese jardín artificial, ella mostraba un hermoso rostro y una bella figura, excepto por sus feas piernas. Al verla por primera vez, sentí el deseo de quitarle sus ropas y ver hasta dónde era pétalos floridos, y luego abrir mi camino entre esa floresta hasta llegar a la mujer que se escondía atrás.

Flor de Luna también se sintió atraída por mí, y sospecho que casi del mismo modo: con el deseo de disfrutar de una rareza, ya que mi alta estatura y la amplitud de mis hombros, que sobresalía aun entre los mexica, me hacía parecer un gigante entre los otomí. Ella me dijo que en aquel momento no estaba unida a ningún hombre. Había quedado viuda hacía poco, cuando su esposo había muerto en el R’donte Sh’mboi o sea en el «Río de la Laja», el arroyo que cruzaba la aldea. Ya que el agua no era más profunda que el ancho de una mano y casi tan angosto que se podía cruzar de un salto, le hice notar que su marido debería de haber sido un hombre muy, muy, pequeño para haberse ahogado en él. Ella se rió de eso y me contó que su marido se había caído al cruzar el río y se había roto la nuca.

Así es que la única noche que estuve en M’boshte, la pasé con Flor de Luna. No puedo decir lo mismo de todas las mujeres otomí, pero esa mujer estaba decorada en toda la superficie de su cuerpo, por todas partes excepto sus labios, sus párpados, las puntas de sus dedos y sus pezones. Yo recuerdo el haber pensado lo muchísimo que debía de haber sufrido cuando el artista local le pinchó los diseños de flores, exactamente a un lado de las membranas de su suave tepili. Porque verán ustedes, durante el transcurso de esa noche, yo vi todas las flores que tenía. El acto de copular se llama en otomite agui n’degue y empieza —o por lo menos Flor de Luna prefería que así empezara— examinando, trazando, acariciando y, bueno, probando cada pétalo de cada flor que había en todo el jardín que tenía su cuerpo. De veras que llegué a sentirme como un venado alimentándose en una floresta dulce y abundante, y entonces decidí que el venado debería de ser uno de los animales más felices.

Cuando estuve listo para partir, a la siguiente mañana, Flor de Luna me dio a entender que tenía la esperanza de haber quedado embarazada, lo que su difunto esposo jamás pudo hacer. Eso me hizo sonreír pensando que ella me estaba dando un cumplido, pero luego me explicó la razón por la cual ella tenía la esperanza de tener un hijo o una hija de mí. Como yo era un hombre grandote, el niño también sería de buen tamaño, así es que si él crecía así, tendría bastante piel para embellecer de una manera prodigiosa, con innumerables dibujos de n’detade, así es que sería una rareza que haría que M’boshte fuera la envidia de otras comunidades otomí. Yo suspiré y me fui.

Todo el tiempo que seguí el curso de las aguas del R’donte Sh’mboi, la tierra que le rodeaba estaba cubierta de verdor, llena de hierba y de flores rojas, amarillas y azules, en gran cantidad. Sin embargo, tres o cuatro días después, el Río de la Laja se desviaba hacia el oeste, lejos del rumbo norte que yo llevaba y con él se llevó todo el colorido, el verdor y la frescura. Sabía que conforme fuera avanzando, iría dejando atrás los árboles y los arbustos, hasta que éstos dejaran su lugar al desierto, casi estéril, abierto y cocido por el sol.

Por un momento me detuve, tentado a regresar hacia el río y a quedarme en la temperatura agradable de las tierras otomí, pero no tenía ninguna excusa para hacer eso. La única razón del viaje que estaba haciendo era seguir las huellas de los azteca, y, tanto como yo sabía, ellos habían venido de un lugar mucho más allá, del desierto o más allá del desierto, si es que allí había algo. Así pues, llené en el río mi bolsa de agua, respiré lo más profundo que pude el aire fresco del río y me encaminé hacia el norte. Le di la espalda a las tierras llenas de vida y caminé hacia las tierras vacías, hacia las tierras quemadas, hacia las tierras de huesos muertos.

El desierto es una selva que cuando los dioses no la ignoran totalmente, se dedican a atormentarla.

Coatlicue, la diosa de la tierra y su familia, no hace nada para darle interés al terreno tan monótono y casi uniformemente llano, con su arena gris amarillenta, su grava gris pardusca y sus peñascos negruzcos. Coatlicue ni siquiera se digna molestar esa tierra con un temblor, ni Chántico ha arrojado allí algunos volcanes, ni Temazcaltoci escupe sobre ella chorros de agua caliente y vapor. Tepeyólotl, el dios de la montaña, permanece en sus dominios, muy lejos de allí. Con la ayuda de mi topacio apenas podía percibir los perfiles bajos de las montañas, muy a lo lejos, tanto al este como al oeste; eran montañas picudas de un granito gris blancuzco, pero siempre permanecieron allí, infinitamente distantes, jamás se acercaron a mí ni yo a ellas.

Todas las mañanas, el sol-dios Tonatíu se levantaba enojado de su cama, sin su acostumbrada ceremonia, que hacía al amanecer, de escoger sus arcos y flechas para ese día. Todas las tardes caía sobre su cama sin ponerse su lustroso manto de plumas o abriendo ampliamente su cobija de flores multicolores. Entre esos despertares y esas caídas de noche tan abruptos, Tonatíu era sólo una mancha blanco-amarillenta, más brillante, en ese cielo también de ese mismo tono —soleado, malhumorado, chupándole el aliento a esa tierra—, quemando a su paso el cielo abrasado, poco a poco y laboriosamente, como yo también cruzaba arrastrándome esas arenas abrasadas.

Aunque ya era tiempo de lluvias, Tláloc, el dios de la lluvia, no prestaba ni la menor atención a ese desierto. Sus vasijas de nubes con frecuencia se juntaban, pero sólo sobre las montañas de granito que se encontraban al este y al oeste. Las nubes se inflaban y se posaban muy arriba, sobre el horizonte, y luego se oscurecían preñadas de lluvia y los espíritus tlaloque golpearían con sus tenedores de luz, produciendo el ruido del tambor, que llegaba hasta mí como un suave murmullo. Sin embargo, el cielo arriba y delante de mí, siempre permaneció inmutable con ese color blanco amarillento. Ni las nubes, ni los espíritus tlaloque se aventuraron sobre el calor calcinante del desierto. Dejaron caer su lluvia, como velos azul grisáceos, a la distancia sobre las grises montañas, tan lejanas. Y por ningún lado pude ver jamás a la diosa de las corrientes, Chalchihuitlicué.

Ehécatl, el dios del viento, soplaba de vez en cuando, pero sus labios estaban tan abrasados como la tierra desierta y su aliento era tan caliente y seco, que pocas veces alcanzaba a hacer ruido, ya que casi no tenía nada en contra de qué soplar. Eso sí, algunas veces lo hacía tan fuerte que parecía silbar y era entonces cuando la arena se movía y se levantaba, arremolinándose a través de la tierra, con nubes tan fuertes como el polvo de obsidiana que los escultores utilizaban para suavizar la piedra sólida.

Los dioses de las criaturas vivientes tienen muy poco que hacer en esa tierra tan caliente, dura y árida, sobre todo Mixcóatl, el dios de los cazadores. Claro que veía u oía un coyote de vez en cuando, pues ese animal parece poder vivir en cualquier lugar. Y también había conejos, aunque me imagino que era sólo para que los coyotes pudieran comer. Había reyezuelos y búhos, y éstos casi del tamaño de los reyezuelos y vivían en orificios hechos en los cactos. Tampoco podía faltar un buitre o dos, que volando alto circulaba sobre mí, pero todos los demás habitantes del desierto eran reptiles, ya que vivían debajo de la tierra o debajo de las piedras, como las venenosas serpientes de cascabel, lagartos como látigos, lagartijas con granos y cuernos y escorpiones del tamaño de mi mano.

Por lo visto, nuestros dioses de las cosas que crecen, no tienen ningún interés en el desierto. Es cierto que en el otoño hasta los nopali, cactos, dan sus rojos y dulces tónáltin, frutos, y el gran cacto quinámetl ofrece sus dulces y purpurinos frutos pitaaya, al final de sus brazos levantados, pero a la mayoría de los del desierto, sólo les crecen púas y espinas. En cuanto a árboles, únicamente se ve de vez en cuando un torcido mizquitl, la yuca de hojas como lanzas, el guamátlatl de color raro, ya que sus hojas, ramas y hasta su tronco son de un verde brillante. Los arbustos más pequeños incluyen al chiyáctic, que es muy útil porque su savia es como un aceite y facilita el encendido de una fogata, y el quauxeloloni, cuya madera es más dura que el cobre y por lo tanto casi imposible de cortar y tan pesada que se hundiría en el agua, si es que la hubiera por allí.

Sólo una diosa bondadosa se atreve a caminar entre ese horrible desierto, para meterse entre las garras de esas plantas tan feas y suavizar su naturaleza tan mala, con su caricia. Ésta es Xochiquétzal, la diosa del amor y de las flores, la diosa más amada por mi ya ha muchos años difunta hermana Tzitzitlini. Cada primavera, aunque sólo por poco tiempo, la diosa embellece hasta el más feo de los arbustos y de los cactos. Durante el resto del año, le parecerá a cualquier viajero que Xochiquétzal ha abandonado el desierto y lo ha condenado a una continua fealdad, pero no es así, pues yo hice lo que había hecho en mi lejana infancia, cuando sólo podía ver las cosas de cerca, esas cosas que no llamarían la atención de las personas que tienen una visión normal, y encontré flores en el desierto, para cada estación, que sobresalían entre las enredaderas, largas y espesas, que se arrastraban sobre la tierra. Eran flores muy pequeñas, casi invisibles a menos que uno las buscara, pero eran flores y por eso sabía que Xochiquétzal estaba allí.

Aunque una diosa pueda existir en el desierto con facilidad y sin peligro, no es un medio adecuado para un ser humano. Todo lo que hace la vida tolerable escasea allí o no existe en absoluto. Si un hombre ignorante de la naturaleza del desierto trata de cruzarlo sin prepararse para ello, pronto encontrará la muerte y ésta no será rápida ni fácil. Para mí, aunque ésa fue mi primera aventura en el desierto, no desconocía lo que éste era e iba preparado. Cuando había estado en la escuela, en donde se nos enseñaba cómo ser guerreros, el Quáchic Glotón de Sangre había insistido en incluir ciertas enseñanzas para poder sobrevivir en un desierto.

Por ejemplo, gracias a sus enseñanzas jamás me faltó agua. La fuente más común es el cacto comitl, y es por lo que se llama comitl, jarra. Escogía un cacto grande y le ponía una rueda de ramitas alrededor de su tronco, las encendía y esperaba hasta que el calor lanzara la humedad del comitl hacia su interior. Después sólo tenía que cortar la parte superior de ese cacto, moler la pulpa y exprimir el agua que salía de ella sobre mi bolsa de cuero. Todas las noches, solía cortar también uno de los cactos más altos, de tronco recto, y acostarlo con su punta recargada sobre una piedra, para que se doblara por en medio. A la mañana siguiente toda la humedad se encontraba en medio y sólo tenía que cortar allí y dejar que el agua escurriera sobre mi cuero.

Pocas veces tuve carne para asar sobre mi fogata nocturna, salvo alguna que otra lagartija que sólo servía para dos bocados, aunque una vez tuve un conejo que todavía estaba pataleando cuando se lo quité al buitre que lo acababa de atrapar. Pero la carne no es indispensable para el sostenimiento de la vida. En el transcurso del año, el árbol de mizquitl está festonado de semillas, unas verdes y otras parduscas; las verdes son las nuevas y las pardas las que sobraron del año anterior. Las semillas verdes se pueden cocer en agua caliente hasta que quedan tiernas y luego se aplastan para hacer de ellas una pulpa comestible. Las semillas secas que están dentro de las vainas viejas, se pueden moler entre dos piedras hasta que tengan una consistencia harinosa. Ese polvo se puede llevar como pinoli y, cuando no se cuenta con un alimento más fresco, éste puede mezclarse con agua y hervirse.

Bueno, sobreviví y caminé por ese desierto horrible durante todo un año, pero no es necesario que lo describa más, ya que cada larga-carrera era igual a la anterior. Sólo agregaré, por si ustedes, reverendos frailes, todavía no alcanzan a imaginarse toda su grandeza, extensión y soledad, que estuve caminando en él aproximadamente un mes entero sin encontrarme a otro ser humano.

De lejos, porque tenía el color de la tierra del desierto, creí que era tan sólo una extraña colinita de arena, pero al acercarme vi que era un ser humano sentado. Muy contento, pues llevaba mucho tiempo sin ver a nadie, le grité, pero no me contestó. Conforme me iba acercando, le gritaba, pero ni así recibí respuesta, pero para entonces ya estaba lo suficientemente cerca como para ver que la boca del extraño estaba abierta, como si estuviera gritando.

Entonces, me detuve sobre la figura de una mujer desnuda sentada sobre la arena y cubierta con una ligera capa de arena. Si es que alguna vez gritó, ya no podía hacerlo, pues estaba muerta, con sus ojos y su boca bien abiertos. Estaba sentada con sus piernas extendidas y abiertas, con sus manos recargadas sobre la tierra, como si se hubiera muerto mientras trataba de levantarse. Toqué sus hombros arenosos, su piel era suave y todavía no estaba fría, lo que indicaba que había muerto hacía poco. Apestaba, pues estaba muy sucia, pero sin duda yo olía igual, y su pelo largo estaba lleno de pulgas de arena, que si no hacían que éste se moviera, era porque estaba muy enredado. Sin embargo, con un buen baño, ella habría sido bastante bonita, tanto de cara como de cuerpo, y era más joven que yo, sin tener signos de enfermedad o de lesión, así es que yo estaba perplejo ante la causa de su muerte.

Durante el último mes, había caído en el hábito de hablar conmigo mismo a falta de otra persona, así es que me dije con tristeza: «Este desierto está abandonado de los dioses o los dioses me han abandonado a mí. Tuve, por un lado, la suerte de encontrarme con lo que tal vez fuera la única persona existente en todo este desierto, y que resultó ser una mujer. Ella hubiera sido la compañera ideal para viajar, pero por desgracia ya es un cadáver. Si hubiera llegado un día antes, tal vez hubiera aceptado compartir mi viaje, mi cobija y mis atenciones, pero como está muerta, la única atención que le puedo dar es la de enterrarla antes de que lleguen los buitres».

Solté mi morral y mi bolsa de cuero con agua y comencé a excavar un hoyo en la arena con mi maquáhuitl, pero sentía como si me mirara con reproche, por lo que decidí que sería mejor acostarla para que descansara, mientras yo excavaba su tumba. Dejé caer mi espada y tomé a la mujer de los hombros para acostarla de espaldas, pero me llevé una gran sorpresa. Resistió la presión de mis manos e insistió en permanecer en esa postura, como si fuera una muñeca cosida por en medio, para poder conservar esa posición. No podía entender la renuencia del cadáver, pues sus músculos no estaban tiesos todavía, lo comprobé al levantar uno de sus brazos y encontrarlo bastante flexible. Traté otra vez de moverla y su cabeza cayó sobre uno de sus hombros, pero su torso no se movió. Entonces pensé algo muy loco, ¿acaso los habitantes del desierto al morir, echaban raíces para quedarse en un solo lugar? ¿Acaso esos habitantes no se convertían, poco a poco, en esos gigantescos cactos con figuras humanas?

Retrocedí un poco para examinar el cadáver, que incomprensiblemente había resultado ser tan terco y me volví a sorprender, cuando algo me picó fuertemente en la espalda. Me volví y me encontré en medio de un semicírculo de flechas, todas apuntándome. Cada una de ellas estaba colocada sobre la cuerda tensa de un arco, cada arco lo sostenía un hombre ceñudo y enojado, y cada hombre vestía solamente un taparrabo muy sucio de piel desgarrada, una capa de mugre y unas cuantas plumas en su pelo sin brillo. Eran nueve hombres. Debo admitir que como había estado tan preocupado con ese hallazgo tan peculiar, y como ellos se esforzaron en rodearme tan silenciosamente, ni siquiera los olí mucho antes de que se acercaran, pues apestaban igual que la mujer muerta, pero multiplicado por nueve. «¡Chichimeca!», exclamé para mí o quizás lo hice en voz alta. Lo que sí les dije fue: «Acabo de encontrar a esta infeliz mujer y sólo trataba de ayudarla».

Como eso lo dije lo más rápido que pude, con la esperanza de detener sus flechas antes de que las lanzaran, hablé en mi propia lengua, pero a la vez acompañé mis palabras con gestos comprensibles hasta para unos salvajes y aun en ese momento tan tenso, pensé que si llegaba a vivir lo suficiente, tendría que aprender otra nueva lengua. Pero grande fue mi sorpresa, cuando uno de los hombres que me había picado con la punta de su flecha, un hombre casi de mi estatura y casi de mi tamaño, me contestó en comprensible náhuatl. «La mujer es mi esposa». Tragué saliva y le dije con un tono de condolencia, como cuando uno tiene que dar una mala noticia: «Siento decirle que era su esposa. Parece ser que murió hace un rato. —La flecha del chichimeca, mejor dicho, las nueve flechas, seguían apuntándome. Rápidamente agregué—. Yo no fui la causa de su muerte. Ya la encontré así. Y no tenía ninguna intención de molestarla, aun si la hubiera encontrado viva». El hombre se rió roncamente, sin humor. «Es más —continué diciendo—, estaba a punto de hacerle el favor de enterrarla antes de que los buitres la despedazaran». E indiqué el lugar en donde estaba mi maquáhuitl. El hombre contempló el hoyo que había empezado a excavar, luego hacia arriba, en donde ya rondaban los buitres y por último me miró fijamente y su expresión de dureza se relajó un poco. Él me dijo: «Es usted muy amable, forastero», y bajó su flecha aflojando la tensión de su arco.

Los otros ocho chichimeca hicieron lo mismo, y metieron sus flechas entre sus cabellos enredados. Uno de los hombres se empinó para recoger mi maquáhuitl y la examinó detenidamente, mientras otro empezó a registrar el contenido de mi morral. Quizás me robaran lo poco que llevaba, pensé, pero por lo menos parecía que no me iban a matar inmediatamente, por ser un intruso.

Tratando de seguir aparentando amabilidad le dije al viudo: «Siento mucho su pena. Su esposa era joven y bonita. ¿De qué murió?». «De ser una mala esposa —me contestó melancólicamente. Luego dijo—: La mordió una serpiente de cascabel». No vi ninguna relación entre esas dos frases y sólo pude contestar: «Qué extraño, no parecía estar enferma». «No, si se restableció del veneno —gruñó el hombre—, pero antes, pensando que iba a morir, se confesó con La Que Come Suciedad, delante de mí. Lo único que confesó a Tlazoltéotl fue que se había acostado con un hombre de otra tribu y luego tuvo la desgracia de no morir de la picadura». Movió su cabeza sombríamente y yo hice lo mismo. Él continuó: «Esperamos a que se recuperara, porque no estaría bien ejecutar a una mujer enferma. Cuando se alivió y estuvo fuerte otra vez, la trajimos aquí. Esta mañana. Para morir». Observé los restos, preguntándome qué clase de ejecución se le pudo dar a la víctima, sin que dejara ninguna huella, sólo los ojos muy abiertos y también la boca, en un grito silencioso.

«Ahora veníamos a quitarla de aquí —concluyó el viudo—. Un buen lugar para ejecutar es muy difícil de encontrar en el desierto, así que no profanamos éste al dejar la carroña, para atraer a los buitres y a los coyotes. Fue muy gentil de su parte, forastero, el haber apreciado eso. —Dejó caer su mano amigablemente sobre mi hombro—. Pero nosotros atenderemos nuestro difunto y después tal vez quiera compartir nuestra comida en el campamento». «Con gusto», le dije y mi estómago vacío gruñó, pero lo que luego presencié me quitó el apetito.

El hombre se acercó a donde estaba sentada su esposa y la movió de un modo que a mí jamás se me hubiera ocurrido. Yo traté de acostarla, pero él la sujetó por debajo de las axilas y la alzó. Aun así vi que se resistía y él tuvo que hacer un gran esfuerzo. Entonces, se oyó un ruido horrible como cuando algo se destapa y se desgarra, como si la parte de abajo de la mujer efectivamente hubiera echado raíces en la tierra, y se desprendió de la estaca sobre la que había estado empalada.

Entonces, comprendí por qué el hombre había dicho que un lugar de ejecución no era fácil de encontrar en el desierto. Tenía que haber un árbol con la medida justa, que creciera derecho y sin raíces que obstruyeran. Ese palo había sido un pequeño mizquitl, del grueso de mi brazo y cortado a la altura de mi rodilla, y luego punteado hasta hacer una punta filosa en la parte de arriba, pero sin pulir la madera. Me pregunté si sería el esposo quien tan delicadamente había posado a su esposa en ese artefacto y si lo había hecho poco a poco o de un solo empujón para que no sufriera mucho. Seguí pensando en eso, pero no hice ni una pregunta.

Al llevarme a su campamento, los nueve hombres trataron de que me sintiera a gusto allí y me trataron con amabilidad todo el tiempo que permanecí entre ellos. Habían inspeccionado detenidamente mis pertenencias, pero no robaron nada, ni siquiera mi bultito de pedacitos de cobre. Sin embargo, creo que su comportamiento habría sido otro si hubiera llevado algo de valor o si hubiera llegado con un grupo de cargadores. Después de todo, esos hombres eran chichimeca.

Siempre que nosotros los mexica pronunciábamos ese nombre, lo hacíamos con desprecio, burla y odio, de forma parecida a cuando ustedes los españoles hablan de los «bárbaros» y de los «salvajes». El nombre chichimeca viene de la palabra chichine, una de nuestras palabras que significa perro. Cuando decimos chichimeca, nos referimos a esa gente como la Gente Perro y en esos momentos me encontraba entre ellos, entre esa gente sin hogar, sucia, siempre vagando en el desierto, no lejos de las tierras otomí. (Ésa fue la razón por la que me indigné tanto, cuando diez años atrás los rarámuri me tomaron por un chichimécatl). Despreciábamos bastante a los chichimeca que se encontraban en esas tierras, al norte, pero era una creencia popular que todavía los había de un nivel más bajo. Se creía que todavía más al norte de donde habitaba esa Gente Perro, había tribus desérticas, aún más bravas, a las que les pusimos el nombre de teochichimeca, o como dirían ustedes, «Gente aún más perra». Y en la región del extremo norte, supuestamente vivían tribus todavía más peligrosas a las que nosotros llamábamos los zacachichimeca o como quien dice, «la más depravada Gente Perro».

Sin embargo, debo decirles que después de haber viajado a través de todas esas tierras desérticas, jamás encontré esas tribus inferiores o superiores entre sí. Todos eran igual de ignorantes, sin sensibilidad y con frecuencia inhumanamente crueles, pero ese cruel desierto era el que los había hecho así. Todos vivían en una suciedad tal que repugnaría a cualquier persona civilizada o a un Cristiano, y comían alimentos que revolverían el estómago a un hombre de la ciudad. No tenían casas, comercio o artes, porque continuamente se veían en la necesidad de vagar para arrancar del desierto el poco alimento que éste les daba. Aunque las tribus chichimeca entre las que viajé hablaban un náhuatl comprensible o algún dialecto parecido, no sabían el conocimiento-de-palabras ni tenían otro tipo de educación, y las costumbres y los hábitos de algunas de ellas eran repugnantes. Sin embargo, mientras que habrían horrorizado a cualquier comunidad civilizada si alguna vez la hubieran visitado, debo decir que los chichimeca se habían adaptado admirablemente a vivir en ese desierto inclemente, y sé de muy pocos hombres civilizados que hubieran podido hacerlo.

El primer campamento que visité, el único hogar que esa gente conocía, era un pedazo más del desierto del que se habían apoderado, porque sabían que había una corriente de agua subterránea que les era accesible al excavar un poco en esa parte de arena. El único aspecto hogareño que tenía el campamento eran las fogatas prendidas para cocinar y alimentar a las dieciséis o dieciocho familias de la tribu. A excepción de las ollas y utensilios muy rudimentarios, no tenían muebles. Amontonadas cerca de la fogata se encontraban todas las armas que poseía la familia, para cazar, así como todos sus aperos: un arco, flechas, una jabalina con su atlatl, un cuchillo para pelar, un hacha para cortar carne y demás utensilios. Pocas eran las armas que estaban bien punteadas o tenían filo de obsidiana, ya que esa piedra era muy difícil de encontrar en aquellas regiones. La mayoría de las armas estaban hechas de madera de quauxeloloni ya que ésta era tan dura como el cobre, y los chichimeca ingeniosamente le daban con fuego forma y filo.

Por supuesto que no había casas de construcción maciza, sólo dos pequeñas chozas temporales, que estaban construidas con palos de madera seca y sin mucho cuidado. Según me dijeron, en cada choza se encontraba una mujer embarazada esperando su alumbramiento, razón por la que ese campamento era más permanente que otros. Por permanencia entendían que podrían permanecer allí durante varios días, en lugar de una noche solamente. El resto de la tribu no necesitaba de ningún albergue. Tanto hombres como mujeres y niños, hasta los más pequeños, dormían en el suelo, como yo lo había estado haciendo en los últimos tiempos, pero en lugar de acostarse sobre una cobija de suave piel de conejo, como la que yo tenía, sólo usaban pieles de venado, viejas y sucias. También la poca ropa que llevaban puesta era de diferentes pieles de animales: taparrabos para los hombres, blusas sin forma para las mujeres, hasta el largo de la rodilla y los niños no llevaban ningún tipo de vestiduras, aunque ya estuvieran casi completamente desarrollados.

Sin embargo, la cosa más fea de ese campamento era su olor, que a pesar de que se encontraba en campo abierto era muy fuerte y penetrante y esa pestilencia era despedida por la misma Gente Perro, pues cada uno de ellos era mucho más sucio que cualquier perro. Se podía creer que uno no tendría por qué ensuciarse en el desierto, pues la arena era tan limpia como la nieve, pero esa gente estaba sucia de su propia mugre, de su propio excremento, de su propia negligencia. Dejaban que el sudor se secara en sus cuerpos y éste se incrustaba en las otras grasas y humores que el cuerpo normalmente despide, en capas casi invisibles. Cada arruga y curva de sus cuerpos era un patrón de mugre oscura: dedos, puños, cuellos, codos, las partes de atrás de las rodillas. Su pelo caía como en pedazos, no como hilos, y pulgas y piojos caminaban entre toda esa pestilencia. La ropa de cuero que cubría sus cuerpos estaba impregnada de olores adicionales de humo de leña, sangre seca y grasa rancia de animal. El olor que representaba todo ese conjunto era algo agobiante y aunque llegué a acostumbrarme a él, durante mucho tiempo me quedé con la opinión de que los chichimeca eran la gente más sucia que he conocido y además la que menos interés tenía por su limpieza personal.

Todos tenían nombres muy sencillos, como Zoquitl, Nacatl y Chachapa, que quieren decir Cieno, Carne y Tormenta, nombres que con lástima veía que no tenían nada de común con sus dueños; tal vez ellos los escogían para poder soñar y olvidar. Carne era el nombre del viudo que me había invitado al campamento. Él y yo nos sentamos cerca de una fogata atendida por varios hombres solteros y apartada de las de los grupos familiares. Carne y sus compañeros ya sabían que yo era un mexica, pero yo tenía la inquieta inseguridad de cómo referirme a su raza. Así que mientras uno de los hombres utilizaba un cucharón hecho de una hoja de yuca para servirnos un caldo indistinguible, sobre un pedazo de hoja de maguey, dije: «Carne, no sé si sabes que nosotros los mexica tenemos la costumbre de llamar chichimeca a toda la gente que habita en el desierto, pero sin duda os debéis llamar a vosotros mismos de otra manera». Indicando el montón de fogatas dijo: «Los que estamos aquí somos la tribu tecuexe. Hay muchas tribus en el desierto, la pame, janambre, hualahuise y muchas otras más, pero efectivamente, todos somos chichimeca, ya que pertenecemos a la raza de piel roja». Pensé que más bien, tanto él como los demás miembros de su tribu, eran de un color gris-mugre. Carne, tomando otro bocado del caldo agregó: «Tú también eres un chichimécatl. No tienes nada que te diferencie de nosotros».

Me había dolido que los rarámuri me llamaran así, pero era aún más insultante que un salvaje del desierto reclamara parentesco con un mexica civilizado, aunque lo dijo de una manera tan casual que me di cuenta de que no lo había dicho con presunción. Era cierto que, debajo de su mugre, tanto Carne como los otros tecuexe eran de complexión bronceada parecida a la mía y a la de todos los que yo conocía. Las tribus y los individuos de nuestra raza pueden variar en tono de color, desde el más pálido de rojo bronceado hasta el pardo oscuro del cacao, pero por lo general, piel roja era la descripción más adecuada. Así que entendía cómo esa gente ignorante, sucia y nómada, obviamente creía que el nombre de chichimeca era derivado no del chichine, perro, sino de la palabra chichíltic, que quiere decir rojo. Para aquel que creyera eso, chichimeca no era un nombre despectivo, sino que sólo describía a cada ser humano que viviera en el desierto, en la selva, en cada ciudad civilizada de El Único Mundo.

Seguí alimentando a mi estómago agradecido y aunque el caldo estaba lleno de arena me supo muy sabroso, y meditaba sobre los lazos entre las diferentes gentes. Era obvio que los chichimeca en algún tiempo habían tenido un contacto positivo con la civilización. Carne había mencionado la confesión imprudente de su esposa con Tlazoltéotl en su lecho de enferma, por lo que me daba cuenta de que conocían a esa diosa. Más tarde supe que también adoraban a la mayoría de nuestros dioses, pero dentro de su aislamiento e ignorancia habían inventado un solo dios para ellos. Tenían la cómica creencia de que las estrellas son mariposas hechas de obsidiana y que la luz que brilla sobre ellas es sólo el reflejo de la luz de la luna sobre sus alas de piedra brillante. Así es que habían concebido una diosa: Itzpapálotl, «Mariposa de Obsidiana», a quien consideraban la más grande entre todos los dioses. Bueno, debo reconocer que las estrellas son espectacularmente brillantes en el desierto, y que sí parecen aletear como las mariposas casi al alcance de la mano.

Aunque los chichimeca tengan algunas cosas en común con los pueblos más civilizados, y aunque interpretan el mismo nombre de chichimeca para implicar que toda la gente de piel roja está relacionada una con otra, eso no les impide el no tener compasión y de vivir a expensas de esos parientes lejanos o cercanos. Esa primera noche que cené con la tribu tecuexe, el caldo tenía pedazos de carne blanca y muy tierna, tan tierna que sus delicados huesos se deshacían y no podía reconocerla como de lagarto o conejo o alguna otra criatura que hubiera visto en el desierto, así es que le pregunté: «Carne, ¿qué carne estamos comiendo?». Él gruñó: «Bebé». «¿Qué bebé?». Él repitió: «Bebé —y se encogió de hombros—. Comida para los tiempos difíciles. —Como vio que yo seguía sin entender, me explicó—: Algunas veces nos salimos del desierto para atacar aldeas otomí, y nos llevamos, entre otras cosas, a sus bebés. O peleamos con otra tribu chichimeca aquí en el desierto abierto. Cuando se aleja la tribu vencida, abandona aquellos niños que por ser tan pequeños no pueden correr. Como esos cautivos no nos sirven para nada, los matamos, les sacamos las entrañas y los curamos al sol o los asamos sobre un fuego de mizquitl, para que puedan durar mucho tiempo sin echarse a perder. Pesan muy poco, así que cada una de nuestras mujeres puede cargar con facilidad tres o cuatro a la vez, colgados de un cordón amarrado a su cintura. Se llevan, se preparan y se sirven, cuando, como este día, Mariposa de Obsidiana no nos manda animales para nuestras flechas».

En sus caras, reverendos frailes, leo que esto lo ven como un crimen reprobable, aunque debo confesarles que aprendí a comer cualquier cosa comestible, con casi tanta satisfacción y con tan poco asco como cualquier chichimécatl, porque a lo largo de mi viaje por el desierto no conocí otra ley más grande que las del hambre y la sed. No obstante, no deseché del todo los modales y gustos diferentes del ser civilizado, ya que los chichimeca tenían otras costumbres alimenticias tales que ni la más grande privación me hubiera podido hacer participar.

Acompañé a Carne y a sus compañeros durante el tiempo en que sus vagabundeos los llevaron hacia el norte, la ruta que yo llevaba. Luego, cuando los tecuexe decidieron desviarse hacia el este, Carne, amablemente me llevó al campamento de otra tribu, los tzacateca y me presentó a un amigo con el que había sostenido batallas, un hombre llamado Verdoso. Así que me fui con los tzacateca mientras éstos se dirigieron hacia el norte, hasta que también nuestros caminos se desviaron y Verdoso, a su vez, me presentó a otro amigo llamado Banquete, de la tribu hua. Así pasé de tribu en tribu, con la toboso, la iritila, la mapimí, en el transcurso de todas las estaciones comprendidas en un año entero y pude observar algunas de las costumbres más repugnantes de los chichimeca.

En la última parte del verano y a principios del otoño, los diversos cactos del desierto dan sus frutos. He mencionado el gran cacto quinámetl, que se parece a un gran hombre verde, con muchos brazos levantados. Da la fruta llamada pitaaya, que es reconociblemente sabrosa y nutritiva, pero creo que se le aprecia tanto porque es muy difícil de obtener. Como no hay hombre que pueda escalar el quinámetl por la gran cantidad de espinas que tiene, la fruta sólo se puede obtener con la ayuda de un palo o garrote, muy largo, o lanzándole piedras. De todos modos, la pitaaya es una de las golosinas predilectas de los habitantes del desierto, un lujo tal que se come dos veces.

Un chichimécatl, ya sea hombre o mujer, se comerá rápidamente esos frutos redondos, enteros y con toda su pulpa, jugo y semillas negras, y luego espera lo que esa gente llama por el ynic ome pixquitl, o «segunda cosecha». Esto es cuando los que comieron esa fruta la digieren y segregan el residuo, entre el cual se encuentran las semillas de pitaaya no digeridas. En cuanto alguien ha vaciado sus intestinos, examina su excremento y busca en él las semillas, y las recoge para comérselas otra vez con muchísimo gusto, masticándolas y saboreándolas, para sacarles todo el sabor y valor nutritivo que les queda. Si un hombre o una mujer, encuentra algún excremento en el desierto en esa estación, ya sea de algún animal o buitre o algún otro ser humano, correrá a examinarlo y a buscar entre esa suciedad, con la esperanza de encontrar alguna semilla de pitaaya para apropiarse de ella y comérsela.

Esa gente tiene otra costumbre que encontré todavía más repugnante, pero para poder explicársela debo decir algo antes. Cuando llevaba en el desierto cerca de un año y llegó la primavera, yo me encontraba en ese tiempo entre las gentes de la tribu iritila, entonces vi que Tláloc sí escupe algo de su lluvia en el desierto, pues por espacio de un mes, de veinte días, llueve. Hay tanta lluvia durante algunos de esos días, que los charquitos ya secos se convierten en torrentes de agua, pero la gracia de Tláloc no dura más que un mes al año, y la tierra rápidamente absorbe el agua. Por lo tanto, el desierto florece brevemente durante esos veinte días, con flores en los cactos y en los arbustos secos. También, es cuando la tierra permanece lo suficientemente húmeda como para que el desierto dé una planta que no se ve en ninguna otra época del año: el hongo llamado chichinanácatl; es un honguito rojo de tallo delgado con granitos blancos encima.

Las mujeres iritila recogían con rapidez esos hongos, pero jamás los cocinaban con los otros alimentos que preparaban y se me hizo muy raro no verlos. Durante esa misma primavera húmeda, el jefe de los iritila dejó de orinarse en el suelo como los demás hombres. Durante ese lapso de tiempo, una de sus esposas siempre llevaba a todos lados una vasija especial de barro. Cuando el jefe sentía necesidad de vaciar sus riñones, ella colocaba la vasija y él orinaba allí. También, durante esa temporada hubo otro detalle raro: todos los días algunos hombres iritila estaban tan ebrios que no podían ir de cacería o a robar, y yo no podía imaginarme qué brebaje habían encontrado y dónde, para poder estar así. Pasó un poco de tiempo antes de que pudiera descubrir la conexión entre esos dos raros detalles.

En realidad no había ningún misterio. Los hongos se guardaban para que solamente el jefe de la tribu los comiera; y quien lo hace tiene una combinación de borrachera y de deliciosas alucinaciones, como el efecto que da el péyotl. Ese efecto del chichinanácatl sólo disminuye un poco al ser comido y digerido, cualquiera que sea la magia que posee, atraviesa el cuerpo humano directamente hasta llegar a su vejiga. Mientras el jefe se encontraba en un estado de constante alucinación, con frecuencia orinaba en su recipiente y su orina era casi tan potente y embriagadora como los mismos hongos.

El primer recipiente lleno de orina se le daba a los sabios y a los brujos de la tribu. Cada uno se alborozaba por beber de allí y poco después se tambaleaban o se tiraban al suelo con una expresión de absoluta dicha. El siguiente recipiente lleno se repartía entre los amigos más cercanos del jefe; el siguiente era para los guerreros más grandes de la tribu y así sucesivamente. Antes de que transcurrieran muchos días, el recipiente estaba circulando entre los ancianos y hombres de menor importancia y finalmente hasta entre las mujeres. Al fin, casi todos los iritila disfrutaban un momento de dicha, antes de volver a esa existencia tan monótona que tenían que sufrir durante el resto del año. Hasta a mí me pasaron el recipiente, como un gesto hospitalario con un forastero, pero con mucho respeto rehusé degustar tal delicia y nadie se sintió insultado o enojado de que no bebiera mi porción de esa preciosa orina.

A pesar de las muchas privaciones que tenían los chichimeca, debo decir que esa gente del desierto no es del todo depravada y detestable. En primer lugar, poco a poco me di cuenta de que si estaban sucios, llenos de parásitos y apestosos, no era porque quisieran estar así. Durante los diecisiete meses del año, cada gota de agua que se pudiera sacar del desierto, si no se bebía luego por bocas ávidas y sedientas, la que sobraba se debía almacenar para el día en que no hubiera ni siquiera un cacto semihúmedo y había muchos días como ésos. La temprana temporada de primavera, escasa y fugaz, es el único tiempo en que el desierto proporciona agua suficiente como para darse el lujo de tomar un baño. Siguiendo mi ejemplo, cada miembro de la tribu iritila aprovechó esa oportunidad para bañarse tan frecuentemente como les fue posible. Y ya sin la mugre habitual que les cubre, los chichimeca se parecen a cualquier gente civilizada.

Recuerdo que vi algo muy hermoso. Era casi el anochecer y vagaba a cierta distancia del campamento iritila, cuando encontré a una mujer joven tomando lo que obviamente era su primer baño en un año. Se encontraba parada en medio de un pequeño estanque de agua formado por la lluvia en la cavidad de una roca, y estaba sola, sin duda queriendo disfrutar del agua pura, antes de que los demás también la encontraran y quisieran compartirla y ensuciarla. No hice ningún ruido, pero la observé con mi vidrio, mientras se enjabonaba con la raíz de un planta de amoli y se enjugaba repetidas veces, despacio, como saboreando el novedoso placer de ese acto.

Detrás de la muchacha, Tláloc estaba preparando una tormenta hacia el este, construyendo un muro de nubes tan oscuras como una pizarra. Al principio, la muchacha casi se perdía entre ese muro, de tan oscura que estaba por tanta mugre, pero mientras se enjabonaba y enjuagaba capa tras capa, su color natural aparecía más y más claro. Tonatíu se ponía en el oeste, y sus rayos acentuaban el dorado bronceado de su cuerpo. En ese vasto paisaje, que se extendía llano y vacío hasta donde se encontraba la pared de nubes oscuras, en el horizonte, la mujer era lo único brillante. Las curvas de su cuerpo desnudo estaban delineadas por gotas brillantes de humedad, su pelo limpio relucía y el agua que se salpicaba, se rompía en gotas que centelleaban como joyas. Sobre el fondo de ese cielo tormentoso, ella se distinguía entre los últimos rayos del ocaso, tan bella como un pequeño pedazo de ámbar sobre una tabla oscura.

Había pasado mucho tiempo desde que me había acostado con una mujer, y aquélla tan limpia y bella fue una poderosa tentación, pero me acordé de otra mujer empalada en una estaca, y no me acerqué a su charco hasta que con verdadera pena de mi parte, la muchacha se fue.

Durante todos mis vagabundeos con las diversas tribus chichimeca, me cuidé mucho de no jugar con sus mujeres y de no desobedecer las pocas leyes que tenían, ni de ofenderles de algún otro modo, pues siempre me trataron como a un compañero nómada igual a ellos. Jamás me asaltaron o maltrataron, me daban mi porción de lo poco que había para comer y de la poca comodidad que sacaban del desierto, a excepción, por supuesto, de las golosinas ocasionales que yo había declinado, como el elixir de orina. El único favor que les pedía era información: lo que pudieran saber acerca de los antiguos azteca y de su viaje hecho hacía mucho tiempo, y del rumor acerca de las provisiones o aprovisionamientos que habían enterrado durante su larga jornada.

Carne, de la tribu tecuexe; así como Verdoso, de la tribu tzacateca, y Banquete, de la tribu hua, me dijeron: «Sí, es sabido que tal tribu en una ocasión atravesó estas tierras. No sabemos nada acerca de ella, excepto que, como nosotros los chichimeca, llevaba poco consigo y no dejaba nada detrás».

Era la misma respuesta desalentadora que había escuchado desde el principio de mi búsqueda y que seguí oyendo cuando les hice esa misma pregunta a los toboso, a los iritila y todas las tribus con las que viajé. No fue sino hasta mi segundo verano en ese maldito desierto —para entonces ya estaba harto de él y también de mis ancestros azteca— que mi pregunta recibió una respuesta un poco diferente. Me encontraba en compañía de la tribu mapimí y su lugar de residencia era la región más caliente y seca de todas las que hasta entonces había atravesado. Estaba tan al norte de las tierras vivas, que hubiera jurado que ya no podía haber más desierto, pero en verdad que sí lo había, y según me dijeron los mapimí era un terreno ilimitado y todavía más terrible de todos los que yo había visto. Naturalmente que esa información me llenó de angustia, así como también las palabras del hombre que contestaba mi ya vieja y cansada pregunta sobre los azteca. «Si, Mixtli —me dijo—. Hubo una vez esa tribu e hicieron el viaje que describes, pero no traían nada consigo…». «Y no dejaron nada atrás, cuando partieron», terminé amargamente. «A excepción de nosotros», me contestó el hombre.

Durante un momento me quedé mudo tratando de asimilar esa información. El hombre me sonrió con su boca desdentada. Se llamaba Patzcatl, que quiere decir Jugo, por lo que su nombre parecía una ironía; era el jefe de los mapimí y era un hombre muy anciano, encorvado y seco por el sol. Él me dijo: «Hablaste del viaje de los azteca, que partieron desde su tierra desconocida llamada Aztlan y hablaste de cómo llegaron a su último destino muy al sur de aquí. Nosotros los mapimí y los demás chichimeca, durante todas esas gavillas de años, hemos habitado estos desiertos y hemos oído rumores de esa ciudad y de su grandeza, pero jamás ninguno de nosotros ha llegado lo suficientemente cerca como para verla. Así que piensa, Mixtli, ¿no te parece raro que nosotros los salvajes, tan lejos de su Tenochtitlan y tan ignorantes de todo lo que lo representa, a pesar de eso, hablemos el náhuatl que vosotros habláis?». Pensé en lo que me decía y contesté: «Sí, Jefe Patzcatl. Me sorprendió y alegró ver que podía conversar con tantas tribus diferentes, pero no me detuve a pensar el porqué de eso. ¿Tú tienes alguna teoría que podría ayudarme a encontrar la respuesta?». «Más que una teoría —me contestó con cierto orgullo—. Soy un anciano y vengo de una larga línea de padres; que han llegado a vivir mucho tiempo. Pero tanto ellos como yo no siempre fuimos viejos, y en nuestra juventud éramos muy curiosos. Cada uno de nosotros hicimos preguntas y no olvidamos las respuestas. Así que todos aprendimos y repetimos a nuestros hijos lo que habíamos conservado en nuestra memoria sobre el origen de nuestra gente». «Debo de agradecerle, venerado jefe, que quiera compartir su sabiduría conmigo».

«Quiero que sepas entonces —dijo el viejo Patzcatl— que las leyendas hablan de siete tribus diferentes, entre las que se encontraban tus azteca, que partieron hace mucho de esta tierra del Aztlan, El Lugar de las Garzas Níveas, en busca de un lugar mejor para vivir. Todas las tribus tenían los mismos lazos de sangre, hablaban el mismo idioma, reconocían los mismos dioses, observaban las mismas costumbres y durante mucho tiempo esa gente viajó junta amistosamente. Sin embargo, como puedes imaginarte, entre tanta gente y un viaje tan largo, surgieron fricciones y diferencias de opinión. A lo largo del camino, algunos se salieron de la caravana; familias, calpuli, clanes enteros y hasta toda una tribu. Unos discutieron y se fueron, otros se detuvieron del cansancio tan grande y algunos se quedaron en algún lugar de su agrado. Me es imposible decir quiénes se fueron a tal o cual parte. Desde entonces, a través de los años, esas mismas tribus rebeldes se han desunido más y se han separado. Se ha sabido que tus azteca continuaron su camino hasta donde ahora se encuentra su Tenochtitlan, y tal vez otros hayan llegado tan lejos como vosotros. Pero nosotros no estábamos entre ellos, nosotros quienes ahora somos los chichimeca; por eso digo esto. Cuando tus azteca cruzaron las tierras desérticas, no dejaron ningún aprovisionamiento que pudieran utilizar en el futuro, no dejaron ninguna huella, no dejaron nada detrás de ellos, más que nuestro pueblo».

Su narración bien podía ser cierta y resultaba tan desconcertante como la afirmación de mi compañero Carne, quien dijo que el término chichimeca era para nombrar a todos aquellos pueblos que tenían el mismo color de piel. La implicación era de que en lugar de encontrar algo de posible valor, como las supuestas provisiones y armas escondidas, sólo había encontrado una chusma horrible que buscaba parentesco con mis primos. Rápidamente hice a un lado esa espantosa posibilidad y dije con un suspiro: «De todas maneras, me gustaría encontrar la tierra del Aztlan». El jefe Patzcatl movió la cabeza y dijo: «Queda bastante lejos de aquí. Como ya te dije, las siete tribus llegaron desde su tierra, que está muy lejos, antes de empezar a separarse». Miré hacia el norte, hacia lo que se me había dicho que era el desierto aún más terrible y sin fin, y gruñí: «Ayya, quiere decir que debo continuar a través de esa maldita tierra…». El anciano miró en aquella dirección y después con expresión perpleja me preguntó: «¿Por qué?». Probablemente yo también le miré extrañado ante una pregunta tonta, sobre todo viniendo de un hombre a quien consideraba bastante inteligente. Le dije: «Los azteca vinieron del norte. ¿Adónde más podría ir?». «Norte no es un lugar —me explicó, como si yo fuera un tonto—. Es una dirección y una dirección bastante vaga. Tú has venido demasiado al norte». «¿Entonces el Aztlan está atrás de mí?». Se rió ante mi desconcierto. «Atrás, a un lado y más allá». Con impaciencia dije: «¡Y me está hablando de direcciones vagas!». Riéndose aún, continuó: «Al seguir en el desierto durante todo tu camino, siempre te moviste en dirección noroeste, pero no lo suficientemente hacia el oeste. Si no te hubieras dejado llevar por la idea de norte, posiblemente habrías encontrado el Aztlan desde hace mucho, sin tener que soportar el desierto y sin tener que dejar las tierras vivas». Hice un ruido como si me estuvieran estrangulando y el jefe continuó: «Según los padres de mis padres, nuestro Aztlan se encontraba al suroeste de este desierto, cerca del mar, a orillas de un gran mar, y con seguridad nunca hubo más de un Aztlan. Pero desde allí, nuestros antepasados y los tuyos vagaron en círculos durante todos esos años. Es muy probable que la última caravana de los azteca, como lo recordarán tus leyendas mexica, efectivamente sí los llevaron directamente del norte a lo que es ahora Tenochtitlan. Sin embargo, Aztlan se debe de encontrar casi directamente al noroeste de aquí». «Así que tendré que regresar de nuevo… hacia el suroeste desde aquí…», murmuré, acordándome de todos aquellos largos y tediosos meses, de la pestilencia y miseria que sin necesidad había tenido que soportar. El viejo Patzcatl se encogió de hombros. «Yo no te digo que tienes que hacerlo, pero si quieres continuar en eso, no te aconsejaría ir más al norte. Aztlan no se encuentra allí. Al norte sólo hay más desierto, un desierto más terrible, un desierto sin misericordia, en el que ni nosotros los fuertes mapimí podemos vivir. Sólo los yaki de vez en cuando penetran brevemente en ese desierto, porque sólo ellos son más crueles que el desierto mismo».

Con tristeza recordé lo que había pasado hacía diez años y dije: «Sé cómo son los yaki. Regresaré, Jefe Patzcatl, tal y como me aconseja». «Dirígete hacia allá». Señaló hacia el sur, y hacia donde Tonatíu se caía, sin su manto, a una cama sin cobijas, detrás de las montañas gris blancuzcas que habían caminado conmigo, aunque guardando siempre su distancia, a través de todo mi camino en ese desierto. «Si deseas encontrar el Aztlan, debes ir hacia esas montañas, escalarlas, atravesarlas. Debes de ir más allá de esos montes».

Y esto fue lo que hice. Me dirigí al suroeste, hacia, sobre, a través y más allá de las montañas. Durante más de un año había contemplado aquellos cerros remotos y pálidos, y esperaba tener que escalar paredes de granito, pero al acercarme comprobé que era sólo la distancia lo que me había hecho creerlo. Las faldas de las montañas, que se levantaban del suelo desértico, estaban cubiertas con unos cuantos arbustos, los típicos del desierto, pero el pasto se hacía más denso y más verde al ir ascendiendo. Al llegar a las montañas verdaderamente altas, me encontré con verdaderas florestas y tan hospitalarias como los bosques de la tierra de los rarámuri. Es más, al atravesar aquellos cerros encontré aldeas en cuevas cuyos habitantes se parecían a los rarámuri incluso en la cuestión del pelo, y oí que hablaban un idioma similar hasta que me dijeron que efectivamente eran parientes de los rarámuri, cuya tierra se encontraba mucho más al norte, sobre esa misma cordillera.

Cuando por fin bajé de las alturas, del otro lado de la cordillera, me encontré en otra playa, muy al sur de aquella otra a la que había llegado después de haber hecho mi viaje involuntario por mar, hacía más de diez años. Esa costa se llama Sinalobola, según me dijo la gente de una tribu pesquera, cuya aldea encontré en los alrededores. Esa gente, los kaíta, no se mostraron hostiles, pero tampoco eran muy hospitalarios, simplemente eran indiferentes y sus mujeres olían a pescado. Por lo tanto, no me quedé por mucho tiempo en su aldea y me fui hacia el sur, por Sinalobola, esperando que fuera cierta la afirmación del Jefe Patzcatl de que el Aztlan estaba en algún lado sobre la costa del gran mar.

Durante la mayor parte de mi camino, me mantuve a la altura de las arenas de la playa, con el mar a mi derecha. Había veces que tenía que meterme un poco tierra adentro para evitar una laguna grande o un pantano en la costa o una selva enredada de mangles, y otras veces tenía que esperar en las orillas de los ríos, llenos de cocodrilos, hasta que un lanchero kaíta pasaba por allí y me llevaba al otro lado, en contra de su voluntad. Sin embargo, me movía usualmente con rapidez, sin detenerme y sin contratiempos. Una brisa fresca procedente del mar se mezclaba con el calor del sol, y después del ocaso las arenas de la playa, retenían algo de ese calor, por lo que era muy cómodo dormir en ellas.

Mucho después de haber dejado las tierras de los kaíta, y no encontrado más aldeas en donde poder comprar algo de pescado, pude comer de nuevo aquellos cangrejos tamborileros tan raros que me habían asustado la primera vez que los encontré, años atrás. También, el movimiento de la marea me llevó a descubrir otro alimento marino, que puedo recomendar como un platillo delicioso. Me fijé que, cuando las aguas se retiraban, los estrechos de lodo o arena no se quedaban completamente quietos. Aquí y allá se veían pequeños chisguetes y fuentecillas de agua que brotaban del suelo en esos lugares. Llevado por la curiosidad, me dirigí hacia esos sitios y esperé a ver esos pequeños chisguetes, escarbé con mis manos hasta hallar lo que ocasionaba ese movimiento. Me encontré con una concha azul, de forma ovalada y lisa, una almeja tan grande como la palma de mi mano. Me imagino que el chorrito de agua era su modo de toser y sacarse la arena de la garganta o lo equivalente a la garganta de una almeja. De todos modos, escarbando en esos estrechos, recogí una carga de almejas y me las llevé a la playa, con la intención de comérmelas crudas.

Entonces se me ocurrió una idea. Excavé un hoyo no muy profundo en la arena seca y coloqué allí las almejas, pero antes envolví cada una con hierba del mar húmeda para evitar que alguna arena o basura entrara, luego puse una capa de arena encima. Encima de eso encendí una fogata con hojas muertas de palmera y dejé el fuego fuerte durante un tiempo, después hice a un lado sus cenizas y desenterré mis almejas. Sus conchas habían servido como casas de vapor en miniatura, cociéndose en sus propios jugos salados. Abrí las conchas y me las comí, calientes, tiernas, deliciosas, y luego me tragué el líquido que contenía la concha y les digo que pocas veces he disfrutado de un alimento tan sabroso, ni siquiera en la cocina de palacio.

Sin embargo, mientras continuaba mi marcha hacia abajo sobre aquella costa interminable, las mareas ya no se alejaban de los estrechos lisos y accesibles, dentro de los cuales podía meterme a recoger almejas. Las mareas, sencillamente se levantaban o bajaban al nivel del agua, en los ilimitados pantanos que de pronto se cruzaron en mi camino. Éstos eran selvas de mangles, enredados unos con otros por el heno que colgaba de sus ramas y que se alzaban fastidiosamente encima de sus muchas raíces. Cuando la marea estaba baja, el pantano era una masa de lodo pegajoso y charcos apestosos. Cuando la marea subía, se cubría de agua mala. Continuamente, esos pantanos estaban calientes, húmedos, pegajosos, apestosos y llenos de voraces mosquitos. Traté de ir hacia el este para encontrar un camino alrededor de los pantanos, pero las ciénagas parecían extenderse hacia adentro, hasta llegar a la cordillera. Así es que atravesé aquel lugar lo mejor que pude; cuando era posible brincaba de un pedazo de tierra seca a otro, pero la mayor parte del tiempo tuve que vadear, incómodamente, el agua fétida y el cieno.

No recuerdo cuántos días me arrastré despacio entre ese pedazo de tierra, que sin duda fue el más feo, impenetrable y desagradable que jamás me había encontrado hasta entonces. Subsistí principalmente de hojas de palmera y mexixin y algunas otras hierbas que sabía que eran comestibles. Para dormir, cada noche escogía un árbol lo suficientemente alto como para estar fuera del alcance de los cocodrilos y de las neblinas nocturnas. Acojinaba mi lugar con todo el gris paxtli, heno, que podía reunir y me acomodaba sobre él. No me extrañó no encontrar a ningún otro ser humano, porque sólo el más torpe y tonto de los humanos hubiera aguantado vivir en aquella selva tan nociva. No tenía ni idea de qué nación sería la dueña de esa tierra, o si alguna se había molestado en reclamarla. Sabía que para entonces estaba más al sur del Sinalobola de los kaíta y supuse que me estaba acercando a la tierra de Nauyar Ixú, pero no podía estar seguro hasta que escuchara hablar a alguien en esa lengua.

Luego, una tarde, en medio de ese pantano miserable, me encontré con otro ser humano. Un hombre joven, con taparrabo, que estaba parado a la orilla de un estanque de agua lodosa, observándolo y sosteniendo una lanza primitiva hecha con tres huesos afilados. Me sorprendí tanto al ver a alguien y me sentí tan contento, que hice algo imperdonable, le grité muy fuerte en el preciso momento en que dejaba caer su lanza dentro del agua. Levantó la cabeza con rapidez, me miró con enojo y me replicó ladrando: «¡Me hiciste fallar!». Quedé asombrado, no por sus bruscas palabras, pues tenía razón de sentirse resentido al haberle hecho fallar su puntería, sino por no haber hablado, como yo había esperado, en algún dialecto poré. «Lo siento», le grité menos fuerte. Él sólo volvió a mirar hacia el agua, sacando su lanza que había quedado atrapada en el lodo, mientras que yo me acercaba esta vez sin hacer ruido para no perturbarlo. Al llegar a su lado, dejó caer de nuevo su lanza y sacó una rana atrapada en una de las puntas. «Hablas náhuatl», le dije. Gruñó y tiró la rana, junto a otras que estaban en un cesto mal hecho de enredaderas tejidas. Pensando en que a lo mejor había encontrado a un descendiente de los antepasados del jefe Patzcatl, de aquellos que se habían quedado en tierra nativa, le pregunté: «¿Eres chichimécatl?». Claro que me habría sentido muy sorprendido si me hubiera contestado que sí lo era; pero lo que me dijo fue todavía más asombroso: «Soy un aztécatl. —Y se empinó sobre el estanque mugroso otra vez, y colocando su lanza en posición, agregó—: Y estoy ocupado».

«Y tienes una manera muy descortés de saludar a un forastero», le dije. Su mal modo me dejó sin el asombro y la extrañeza que hubiera sentido de otro modo, al descubrir lo que aparentemente era un verdadero y actual descendiente de los azteca. «La cortesía no debe ser desperdiciada en cualquier forastero que se extravíe tanto como para llegar hasta aquí —gruñó y ni siquiera se giró para mirarme. El agua sucia chapoteó al impulso de la lanza al pescar otra rana—. En todo el mundo, sólo un tonto visitaría a esta pestilente inmundicia, ¿no es cierto?». Le hice notar: «Cualquier tonto que vive aquí, tiene muy poca razón para insultar a quien sólo viene de visita». «Tienes razón —dijo con indiferencia y tiró la rana dentro de su canasto—. ¿Y por qué estás aquí dejándote insultar por otro tonto?». Dije con firmeza: «He viajado durante dos años y he caminado miles de largas-carreras en busca de un lugar llamado Aztlan. Tal vez tú puedas decirme…». «Lo acabas de encontrar», me interrumpió con tono indiferente. «¿Aquí?», exclamé perplejo. «Un poco más allá —me dijo, indicando con un dedo detrás de su hombro, todavía sin molestarse en levantar la vista de aquel estanque podrido de ranas—. Sigue el camino que da a la laguna, y luego grita para que una lancha te cruce».

Me alejé un poco de él y miré, y sí había un camino que atravesaba la fétida maleza, me dirigí hacia él apenas atreviéndome a creer que…

Pero luego me acordé que no le había dado las gracias al joven, así es que regresé a donde estaba parado, apuntando su lanza hacia el charco. «Gracias», le dije y con un pie le metí zancadilla y cayó sobre el agua pestilente. Cuando su cara salió de la superficie llena de viscosas hierbas vacié el contenido del cesto sobre él. Dejándolo escupiendo el agua de su boca y maldiciéndome, además de buscar por donde salir, me dirigí nuevamente hacia el Lugar de las Garzas Níveas, el perdido y legendario Aztlan.

No sé realmente, qué era lo que esperaba o tenía la esperanza de encontrar. ¿Quizás una versión menos suntuosa y más primitiva de Tenochtitlan? ¿O una ciudad de pirámides, templos y torres, aunque no tan moderna en su diseño? Realmente no lo sé. Pero lo que encontré era para dar lástima.

Seguí el camino seco entre el pantano y los árboles cada vez estaban más lejos uno de otro, el lodo de cada lado estaba más mojado. Finalmente, las raíces colgantes dejaron lugar a las ramas colgantes sobre el agua. Allí terminaba el camino y me encontré a orillas de un lago bañado de rojo-sangre por la puesta del sol. Era una gran extensión de agua negra, pero no era muy honda, a juzgar por las ramas y cañaverales que sobresalían de su fondo y las garzas blancas que se veían por todas partes. Directamente enfrente de mí, había una isla tal vez a dos tiros de flecha de distancia y levanté mi cristal para ver mejor el lugar, al que esas garzas le habían dado el nombre.

Aztlan era una isla sobre un lago, como Mexico-Tenochtitlan, pero ése era el único parecido. Parecía una joroba de tierra seca de poca altura, a pesar de la ciudad construida sobre ella, porque no se veía ningún edificio que tuviera más de un piso de alto. No había ninguna pirámide, ni un templo lo suficientemente grande como para distinguirse entre los demás edificios. Lo rojo del ocaso se veía entre el humo azul del fuego de los hogares. Alrededor del lago, navegaban muchas canoas hacia la isla y le grité a la que estaba más cerca de mí.

El hombre la impulsaba con un palo, ya que el lago no era lo suficientemente profundo como para poder usar remos. Él hizo deslizar la canoa hacia las cañas en donde yo estaba parado, luego mirándome con suspicacia, gruñó una grosería y dijo: «Tú no eres el… Tú eres un forastero». «Y tú eres otro aztécatl mal educado», pensé, pero sin decir nada. Me subí a la canoa antes de que pudiera alejarse y le dije: «Si venías por un cazador de ranas, dice que está ocupado y yo creo que así es. Hazme el favor de llevarme a la isla». A excepción de repetir la majadería, no protestó y no demostró ninguna curiosidad, ni me dijo nada mientras me transportaba a través del agua. Dejó que me bajara a orillas de la isla y luego se fue por uno de los varios canales que cruzaban la isla, el otro único parecido con Tenochtitlan, según pude ver. Caminé por las calles por un rato. Además de una calle ancha que circundaba la orilla de la isla, sólo había cuatro más, dos que iban a lo largo de la isla y dos que la atravesaban, todas pavimentadas de manera primitiva, con conchas de ostiones y almejas machacadas. Las casas y chozas estaban pegadas unas con otras, por las calles y canales, y aunque me imagino que tenían bases de madera, éstas estaban cubiertas con lo que parecía ser también polvito de concha.

La isla era de forma ovalada y bastante grande, como del tamaño de Tenochtitlan, sin su distrito norte de Tlaltelolco. Tal vez tenía la misma cantidad de edificios, pero como sólo eran de un piso, no había la misma cantidad de gente que habitaba en Tenochtitlan. Desde el centro de la isla podía ver el resto del lago que la rodeaba y comprobar que éste estaba a su vez circundado por todos lados por el mismo pantano fétido por el que había venido. Cuando menos, los azteca no eran tan degradados como para vivir dentro de ese pantano horrible, pero era como si vivieran en él, puesto que las aguas del lago no detenían las neblinas nocturnas del pantano ni tampoco la pestilencia, y mucho menos los mosquitos que caían sobre la isla. Aztlan no era un lugar adecuado para vivir, y me sentí contento de que mis antepasados hubieran tenido el buen sentido de abandonarlo.

Pensé que los habitantes actuales eran los descendientes de aquellos que habían sido demasiado débiles e indiferentes para dejarlo, y salir en busca de un lugar mejor en donde vivir. Y por lo que podía ver, los descendientes de los que se habían quedado no habían adquirido más iniciativa o creatividad en todas las generaciones transcurridas desde entonces. Parecían estar abatidos y vencidos por el medio deprimente que los rodeaba, y aunque lo resentían, se resignaban a él. La gente caminaba por la calle y me miraba sabiendo que era un forastero y sin lugar a dudas un recién llegado debía ser algo raro en ese lugar, pero nadie comentó con otro mi presencia. Nadie me saludó o gentilmente me preguntó si tenía hambre como obviamente se veía, ni siquiera se burlaron de mí por ser un intruso.

Llegó la noche y las calles empezaron a quedarse vacías y lo único que penetraba la oscuridad era el débil brillo que salía de las casas de los fuegos nocturnos de los hogares y las lámparas de aceite de coco. Había visto suficiente la ciudad y de todos modos ya era muy poco lo que se podía ver, por lo que en cualquier momento podía correr el peligro de caerme dentro de algún canal. Así pues intercepté a alguien que por lo visto llegaba tarde y trataba de pasar desapercibido, y le pregunté dónde podría encontrar el palacio del Venerado Orador de la ciudad. «¿Palacio? —repitió sin entender—. ¿Venerado Orador?».

Debí de haber comprendido que algo como un palacio era inconcebible para esos habitantes de chozas. Y debí de haber recordado, que ningún Venerado Orador de los azteca había adoptado ese título hasta mucho después, cuando llegaron a ser los mexica. Así es que rectifiqué mi pregunta: «Busco a su gobernante. ¿Dónde vive?». «Ah, el Tlatocapili», dijo el hombre y Tlatocapili no quiere decir más que jefe de tribu, como el jefe de cualquier gentuza bárbara del desierto. El hombre rápidamente me dio instrucciones y luego dijo: «Ahora llegaré tarde para comer», y se perdió en la oscuridad. Por tratarse de gente aislada, en medio de ningún lugar y con tan poco en qué ocuparse, se mostraba muy estúpido pretendiendo llevar mucha prisa y tener mucha actividad.

Aunque los azteca de Aztlan hablaban náhuatl, usaban muchas palabras que me supongo fueron dejadas a un lado por los mexica hacía ya mucho tiempo, y otras que obviamente habían adoptado de las tribus vecinas, porque reconocí algunas de ellas como kaíta y un poré mal hablado. Por otro lado, los azteca no conocían muchas de las palabras náhuatl que yo usaba, palabras que supongo entraron en la lengua después de la migración, inspiradas por cosas y circunstancias del mundo exterior de las que éstos no sabían nada. Después de todo, nuestro lenguaje aún cambiaba para amoldarse a las nuevas situaciones. Tan sólo en los últimos años, por ejemplo, ha incorporado palabras como cahuayo por caballo, Crixtanóyotl por Cristiandad, caxtilteca por castellanos y españoles en general y pitzome que quiere decir puercos…

El «palacio» de la ciudad era cuando menos una casa decentemente construida, cubierta de yeso de concha reluciente y tenía varias habitaciones. A la entrada me encontré a una joven que me dijo ser la esposa del Tlatocapili. No me permitió entrar, pero nerviosamente me preguntó qué quería. «Quiero ver al Tlatocapili —le contesté, con lo último que me quedaba de paciencia—. He venido desde muy lejos, sólo para hablar con él». «¿De veras? —me preguntó mordiéndose un labio—. Pocos vienen a verlo y él tiene menos interés en ver a alguien. De todos modos no ha llegado a casa». «¿Podría pasar y esperarlo?», le pregunté con impaciencia. Lo pensó y haciéndose a un lado dijo decidida: «Pues sí podría, pero llegará hambriento y no querrá hablar con nadie antes de comer». Empecé a decir que a mí no me disgustaría algo por el estilo, pero ella continuó: «Quería comer ancas de rana, esta noche, por lo que tuvo que ir a la tierra firme, ya que el lago es demasiado salado para que ellas vivan en él. Y no habrá encontrado muchas porque se le ha hecho muy tarde».

Casi salgo corriendo de la casa, pero luego pensé: «¿El castigo por echar a un Tlatocapili al agua puede ser peor que pasar toda la noche tratando de evitarlo y vagando en esta isla miserable entre mosquitos voraces?». La seguí a un cuarto en donde una cantidad de niños pequeños y unos ancianos estaban sentados comiendo hierbas del pantano. Todos se sorprendieron al ver a un forastero, pero no dijeron nada y no me ofrecieron un lugar en su mantel. Ella me llevó a un cuarto vacío, en donde agradecido me senté en una tosca silla icpali. Le pregunté:

«¿Cómo se dirige uno al Tlatocapili?». «Su nombre es Tliléctic-Mixtli».

Casi me caigo de la silla baja, ya que esa coincidencia era estremecedora. Si él también era Nube Oscura, entonces ¿cómo debería llamarme? Seguramente que el hombre a quien había empujado al agua, me tomaría por un burlón si me presentara con su nombre. En ese preciso momento, del cuarto anterior me llegó el ruido de su llegada y su timorata esposa corrió a encontrar a su amo y señor. Cambié mi cuchillo a la parte de atrás de mi bandacinturón, para que no se viera, y mantuve mi mano derecha sobre él. Oí el murmullo de la voz de la mujer, luego el grito del esposo: «¿Que un visitante quiere verme? ¡Que se vaya a Mictlan! ¡Me muero de hambre! ¡Prepara estas ranas mujer, las tuve que pescar dos veces!». Su esposa murmuró suavemente otra vez y él gritó todavía más fuerte: «¿Qué? ¿Un forastero?». De un tirón salvaje hizo a un lado la cortina del umbral del cuarto en donde yo estaba sentado. Efectivamente era el mismo joven y aún llevaba algunas de las hierbas del estanque en el pelo y estaba cubierto de lodo de la cintura para abajo. Me miró por un instante y luego vociferó: «¡Tú!».

Me incliné de la silla para besar la tierra, pero hice el gesto con la mano izquierda, ya que tenía la derecha sobre el cuchillo, cuando cortésmente me puse de pie. Entonces para mi gran sorpresa, el hombre soltó una gran carcajada y se lanzó para abrazarme fraternalmente. Su esposa y algunos de los parientes más jóvenes y ancianos se asomaron por el umbral, con sus ojos llenos de asombro. «¡Bien venido, forastero! —gritó y siguió riéndose—. Por las piernas desplegadas de la diosa Coyolxaúqui, qué gusto me da volverte a ver. ¡Mira lo que me hiciste, hombre! Cuando al fin salí de ese pantano, todas las canoas se habían ido. Tuve que vadear a través del lago». Cautelosamente le pregunté: «¿Y eso te parece chistoso?». Le dio más risa: «¡Te juro por la tepili seca de la diosa luna que sí! En toda mi vida dentro de este hoyo de agua, agobiante y deprimente, éste ha sido el primer suceso inesperado y fuera de lo común y te agradezco que hayas hecho algo fuera de lo usual, para romper este abismo de monotonía. ¿Cómo te llamas forastero?». Yo dije: «Mi nombre es, hum, Tepetzalan», y utilicé el nombre de mi padre por esa vez. «¿Valle? —dijo—. Jamás he visto un valle tan alto. Bueno Tepetzalan, no temas un castigo por lo que hiciste. Te juro por los pechos aguados de la diosa, que es un placer al fin, encontrar a un hombre con testículos debajo del taparrabo, porque si los hombres de mi tribu tienen algunos, sólo se los enseñan a sus mujeres. —Se volvió para gritarle a su mujer—: Hay suficientes ranas para mi amigo y para mí. Prepáralas mientras me quito algo de esta lama con vapor. Amigo Tepetzalan, ¿no te gustaría tomar un baño refrescante?».

Mientras nos desnudábamos en la choza de vapor, detrás de la casa, me di cuenta de que su pecho carecía de pelo como el mío, y el Tlatocapili dijo: «Me imagino que eres alguno de nuestros primos del lejano desierto. Porque ninguno de nuestros vecinos habla nuestro lenguaje». «Creo que sí soy primo tuyo —le dije—, pero no soy del desierto. ¿No has oído hablar de la nación mexica? ¿Ni de la gran ciudad de Tenochtitlan?». «No —contestó con indiferencia, como si no tuviera de qué avergonzarse por su ignorancia. Incluso dijo—: De entre todas las diversas aldeas miserables de estas tierras, la única ciudad es Aztlan. —Yo no me reí y él continuó—: Aquí nos enorgullecemos de nuestra propia suficiencia, por lo que pocas veces viajamos o traficamos con otras tribus. Sólo conocemos a nuestros vecinos más cercanos, pero no nos interesa mezclarnos con ellos. Por ejemplo, al norte de estos pantanos se encuentran los kaíta. Ya que vienes de esa dirección te habrás dado cuenta de que sólo hay una aldea, Yakóreke, y ésta es insignificante».

Me alegré al oír eso. Si Yakóreke era la comunidad más cercana hacia el sur, entonces estaba más cerca de casa de lo que había pensado. Yakóreke era una aldea fronteriza de las tierras Nauyar Ixú, súbditas a la nación purémpecha, y desde cualquier punto de Nauyar Ixú no había una distancia demasiado grande a Michihuacan, y más allá estaban los territorios de la Triple Alianza.

El joven continuó: «Al este de estos pantanos están las montañas grandes, donde viven los cora y los huichol. Más allá de esas montañas está un desierto seco en donde han vivido, durante mucho tiempo en exilio, nuestros parientes más pobres. Pasan grandes períodos de tiempo antes que uno de ellos encuentre el camino hacia acá, hacia el hogar de sus antepasados». «Conozco a tus parientes pobres del desierto —le dije—, pero te repito que yo no soy uno de ellos, y también sé que no todos tus parientes lejanos son pobres. De aquellos que hace mucho se fueron de aquí en busca de fortuna en el mundo exterior, algunos sí la encontraron y una fortuna que va más allá de tu imaginación». «Me alegro de oír eso —dijo indiferentemente— y el abuelo de mi esposa también se alegrará, pues él es el Recordador de la Historia de Aztlan». Ese comentario me indicó que obviamente los azteca no conocían la escritura-pintada. Nosotros los mexica la adquirimos mucho después de emigrar. Por lo tanto, no podían tener ningún libro de historia o alguna clase de archivos. Si dependían solamente de un anciano, como depositario de su historia, quería decir que él era el último de un largo linaje de ancianos que habían transmitido esa historia a través del tiempo, de boca en boca. El otro Mixtli continuó: «Los dioses saben que esta abertura en las nalgas del mundo no es un lugar agradable en donde vivir. Pero seguimos aquí porque tenemos todo lo necesario para sobrevivir. Las mareas nos traen mariscos, sin que tengamos que ir a buscarlos; el coco nos ofrece dulces y aceite para nuestras lámparas y su líquido se puede fermentar hasta hacer con él una bebida deliciosamente embriagadora; otra clase de palmera nos da fibras, con las que tejemos nuestra ropa; otra, harina, otra su fruta coyacapuli. Por eso no tenemos la necesidad de hacer trueques con ninguna otra tribu, y los pantanos nos protegen para no ser molestados por nuestros vecinos…».

Me siguió enumerado, sin ningún entusiasmo, la larga lista de las horribles ventajas naturales que tenía el Aztlan, pero yo dejé de escucharle. Me sentía un poco mareado, pues me daba cuenta del poco parentesco que en realidad existía entre mi «primo», que llevaba mi mismo nombre, y yo. Probablemente, nosotros los dos Mixtli, nos pudimos haber sentado y buscado entre nuestros antepasados hasta encontrar uno mutuo, pero nuestro diferente desarrollo nos separaba en ese aspecto. Nos distanciaba una inmensurable disparidad, en educación y criterio, ya que bien se podría decir que mi primo Mixtli vivía en el Aztlan de la antigüedad, el que sus ancestros no habían querido dejar, pues Aztlan seguía igual desde entonces; la cuna de seres sin ambición de aventuras y apáticos. Sin conocimientos en el arte de la escritura-pintada, eran igual de ignorantes en toda clase de enseñanzas: matemáticas, geografía, arquitectura, comercio, conquista. Eran más ignorantes que los primos que tanto despreciaban, los chichimeca del desierto, quienes por lo menos se habían atrevido a aventurarse un poco más allá de los horizontes restringidos del Aztlan.

Gracias a que mis antepasados habían dejado atrás ese pedazo de nada y habían encontrado un lugar en donde florecía el arte de las palabras, yo había tenido acceso a las bibliotecas de sabiduría y experiencias acumuladas durante toda una secuencia de gavillas de años por los azteca-mexica, por no mencionar todas las artes y ciencias de civilizaciones aún más antiguas. Cultural e intelectualmente, yo era tan superior a mi primo Mixtli, como lo sería un dios para mí, pero decidí no presumir de esa superioridad, pues no era su culpa el haber estado privado por la apatía de sus antepasados de las ventajas que yo había gozado, y en realidad sentía lástima por él. Haría lo que pudiera por convencerlo para que saliera de su maldito Aztlan y entrara en el mundo civilizado.

Canaútli, el abuelo de su esposa, el historiador anciano, se sentó con nosotros, mientras cenábamos. El viejo era una de las personas que había visto sentada comiendo, un rato antes, las repugnante hierbas del pantano y nos miraba con envidia, a nosotros los Mixtlis, mientras saboreábamos nuestro exquisito platillo de ancas de rana. Creo que el viejo Canaútli prestó más atención al movimiento de nuestras bocas al masticar que a lo que yo estaba diciendo. A pesar del hambre que tenía, entre bocado y bocado, pude relatar brevemente qué había sido de los azteca que habían salido del Aztlan; cómo se habían dado a conocer primero como los tenochca, más tarde como los mexica y por último como los amos y señores de El Único Mundo. El anciano y el joven movían de vez en cuando la cabeza con admiración o tal vez con incredulidad, mientras contaba hazaña tras hazaña, tanto en el campo de la guerra, como en el de la cultura y el comercio.

El Tlatocapili me interrumpió sólo una vez, para murmurar: «Te juro por los seis fragmentos de la diosa, que si en verdad los mexica son así de grandes y poderosos, tal vez sería mejor cambiar el nombre de Aztlan. —Pensándolo, farfulló dos o tres nombres—: El lugar de origen de los mexica… Primera nación de los mexica…». Seguí dando una pequeña biografía del Uey-Tlatoani de los mexica y luego una descripción lírica de su capital Tenochtitlan. El anciano abuelo suspiró y cerró sus ojos, como si quisiera ver en su imaginación lo que yo describía.

Yo dije: «Los mexica no hubieran podido progresar tanto ni tan rápido, si no se hubieran valido del arte de conocer las palabras. —Y delicadamente les sugerí—: Tlatocapili Mixtli, tú también podrías hacer del Aztlan una ciudad mejor y más grande, lograr que tu pueblo iguale a sus primos mexica, si aprendes a conservar la palabra hablada por medio de imágenes ilustradas y duraderas». Se encogió de hombros y dijo: «No veo que hayamos sufrido por no tener esos conocimientos». No obstante, su interés pareció despertar cuando le mostré cómo se podía grabar su nombre para siempre, para lo cual utilicé un hueso delgado de rana, dibujándolo en la dura tierra del piso. «De veras, parece una nube —me concedió—, pero ¿cómo puede decir Nube Oscura?». «Simplemente la iluminas con pintura oscura, ya sea gris o negro. Una simple figura puede ser usada en infinidad de variaciones. Pinta esta misma figura de azul verdoso, por ejemplo, y tienes el nombre de Nubes de Jade». «¿No me digas? —me dijo y luego me preguntó—: ¿Y qué es el jade?». Y un abismo se volvió a interponer entre nosotros. Jamás había oído hablar del jade o ni siquiera había visto ese mineral tan sagrado para todos los pueblos civilizados.

Murmuré algo sobre lo tarde que era y que les contaría más al día siguiente. Mi primo me ofreció una esterilla para acostarme esa noche, si no tenía inconveniente en dormir en un cuarto lleno de otros hombres, posibles parientes míos. Le di las gracias y acepté, y terminé mi relato explicándoles cómo había llegado a Aztlan: retrocediendo el viaje hecho por mis antepasados, tratando de verificar una leyenda. Me dirigí hacia el anciano Canaútli y dije: «Venerado Recordador de Historia, quizá tú lo sepas. Al irse de aquí ¿se llevaron las suficientes provisiones y armas para poderlas utilizar en el caso de que regresaran sobre sus pasos?». No me contestó. El venerable recordador de historia se había quedado profundamente dormido.

Al día siguiente me dijo: «Tus antepasados casi no se llevaron nada al irse de aquí».

Había almorzado junto con toda la «familia de palacio», y habíamos comido unos pescaditos y hongos, asados juntos, y una bebida procedente de una hierba. Luego mi tocayo había salido, pues tenía unos asuntos cívicos pendientes, dejándome con el historiador anciano; esta vez fue Canaútli quien habló. «Si todos nuestros recordadores han dicho la verdad, esa gente que partió sólo se llevó las pertenencias que pudieron preparar a toda prisa y unas pocas raciones de comida para su jornada. Y llevaban la imagen de su nuevo y perverso dios; era una imagen tallada rudamente en madera, acabada de hacer a toda prisa, por la urgencia de su partida, pero según nos contaron, eso ocurrió hace muchas gavillas de años. Me atrevería decir que tu gente ha fabricado desde entonces unas estatuas mucho más finas. Nosotros, la gente del Aztlan tenemos una deidad principal, diferente a la vuestra, y sólo tenemos una imagen de ella. Claro que reconocemos a todos los otros dioses y recurrimos a ellos cuando es necesario. Tlazoltéotl, por ejemplo, nos limpia de nuestras malas acciones; Atlaua llena las redes de nuestros cazadores y así con los otros, pero solamente uno es el dios supremo. Ven primo, permíteme enseñártelo».

Me llevó afuera de la casa y caminamos a lo largo de las calles hechas de conchas de la ciudad. Mientras andábamos, su negros ojitos de pájaro me miraban de soslayo entre sus nidos de arrugas, era una mirada astuta y humorística, y él me dijo: «Tepetzalan, has sido muy cortés o por lo menos discreto. No nos has dado la opinión que tienes acerca de nosotros, los azteca que quedamos aquí. No obstante, permíteme que lo adivine. Apostaría que nos consideras las piltrafas que fueron dejados en el Aztlan, cuando los más fuertes y superiores se fueron». En verdad que ésa era mi opinión, pero hubiera agregado algo para que no pareciera tan dura, pero él continuó: «Tú crees que nuestros antepasados eran demasiado débiles y holgazanes o tímidos como para levantar su mirada ante una visión de gloria. Crees que temieron tomar ese riesgo y así perdieron su oportunidad. Crees que tus propios ancestros, por lo contrario, se aventuraron valerosamente lejos de aquí porque sabían con seguridad que estaban destinados a ser exaltados por encima de todas las naciones del mundo». «Bueno…», dije yo. «Aquí está nuestro templo —me interrumpió Canaútli y se detuvo a la entrada de un edificio de construcción baja hecha con yeso de concha machacada, pero con muchas conchas buenas incrustadas, así como otras diferentes criaturas del mar—. Es nuestro único templo y es humilde, pero si gustas pasar…». Lo hice y con mi topacio vi lo que estaba allí y dije: «Ésa es Coyolxaúqui —y con sinceridad y admiración agregué—: Es un trabajo excelente». «Ah, la reconoces —y el anciano pareció sorprenderse—. Hubiera creído que tu gente ya se había olvidado de ella». «Le confieso, venerable anciano, que ahora sólo se le considera como una diosa menor, entre todos nuestros dioses, pero su leyenda es una de las más antiguas y aún se recuerda».

Para acabar pronto, reverendos frailes, la leyenda es ésta. Coyolxaúqui, cuyo nombre quiere decir adornada con Campanas, era una de las hijas de la diosa principal Coatlicue, pues cuentan que esta diosa, aunque ya había sido madre muchas veces, quedó encinta otra vez, cuando un día cayó sobre ella una pluma del cielo. (No me puedo explicar cómo se podría embarazar a una mujer de esa manera, pero cosas como ésa suceden en muchos cuentos viejos. Y al parecer la hija-diosa Coyolxaúqui también dudó de esa historia cuando su madre se la contó). Coyolxaúqui juntó a sus hermanos y hermanas y les dijo: «Nuestra madre ha dejado que la vergüenza caiga sobre su cabeza y sobre las de nosotros, sus hijos. Por lo tanto, tendremos que matarla». Sin embargo, el niño que estaba en las entrañas de Coatlicue era el dios de la guerra Huitzilopochtli. Al oír esas palabras, salió al instante del vientre de su madre, completamente desarrollado y armado ya con una maquáhuitl de obsidiana, mató a su hermana Coyolxaúqui, haciéndola pedazos y tiró éstos al cielo, donde la sangre los fijó en la luna. Hizo lo mismo con sus otros hermanos y hermanas, lanzándolos también al cielo y desde entonces han sido estrellas, que no se distinguen de las que ya había. Ese dios de la guerra recién nacido, Huitzilopochtli, fue desde entonces un dios principal de nosotros los mexica y ya no le dimos ninguna importancia a Coyolxaúqui. No le construimos ninguna imagen, ni templos, ni siquiera le dedicamos un día de fiesta.

«Para nosotros —me dijo el historiador del Aztlan—, Coyolxaúqui siempre ha sido la diosa de la luna y siempre lo será, y la veneramos como tal». Como no lo entendí, se lo hice saber: «¿Por qué adoran a la luna, venerado Canaútli? Se lo pregunto con el mayor respeto, ya que la luna no es de ningún beneficio para la humanidad, a excepción de su luz nocturna, pero ni aun en sus mejores momentos es muy brillante».

«Por las mareas —me explicó el anciano—, y ésas sí que nos benefician. Este lago nuestro está separado del océano nada más que por una barrera pequeña y baja de rocas, en la punta occidental. Cuando la marea sube, arroja peces, cangrejos y almejas en nuestro lago y todo eso se queda aquí cuando la marea baja. Atrapar esas criaturas necesarias para nuestra subsistencia es mucho más fácil de hacer aquí en el lago que es poco profundo, que en el profundo océano. Estamos profundamente agradecidos porque se nos provee con tanta prodigalidad y tan escrupulosamente». «Pero ¿qué tiene que ver la luna? —le pregunté extrañado—. ¿Usted cree que la luna, de alguna manera, causa las mareas?». «¿Causar? No lo sé. Pero la luna sí que nos permite saber de las mareas. Cuando la luna está en su punto más delgado y luego cuando está completamente redonda, sabemos que en determinado tiempo después, la marea estará en lo más alto y escupirá peces de la manera más generosa. Con seguridad la diosa luna tiene algo que ver con eso». «Así parece», le dije y miré la imagen de Coyolxaúqui con más respeto.

No era una estatua. Era un disco de piedra tan redondo como la luna llena y casi tan grande como la gran Piedra del Sol de Tenochtitlan. Coyolxaúqui estaba tallada en relieve como ella debió de verse después de ser desmembrada por Huitzilopochtli. Su tronco ocupaba el centro de la piedra, o la luna, sus pechos estaban desnudos y colgaban sueltos, su cabeza degollada se encontraba de perfil en el centro superior de la luna, y llevaba un penacho de plumas y en la mejilla tenía marcado el símbolo de la campana, de la cual toma su nombre. Sus brazos y piernas, cortados, se encontraban distribuidos alrededor, adornados con pulseras para las muñecas y los tobillos. Por supuesto que no había escritura-pintada para ilustrar de algún modo la piedra, que aún tenía restos de la pintura original; un azul pálido en el fondo de la piedra, un amarillo pálido en algunas de las partes de la diosa. Pregunté qué antigüedad tenía. «Sólo la diosa lo sabe —dijo Canaútli—. Lleva aquí desde mucho antes de que se fueran tus antepasados, desde antes del tiempo que se puede recordar». «¿Y cómo le rinden homenaje? —le pregunté mirando alrededor del cuarto, que obviamente estaba vacío, a excepción de un fuerte olor a pescado—. No veo ninguna señal de sacrificio». «Quieres decir que no ves sangre —me dijo el viejo—. Tus antepasados también buscaban sangre y por eso se fueron de aquí. Coyolxaúqui jamás ha exigido cosas como el sacrificio humano. Sólo le ofrecemos las criaturas más insignificantes, cosas del mar y de la noche. Búhos, garzas que vuelan en la noche y las grandes mariposas de luz. También hay un pequeño pez, tan grasoso que se puede secar y quemar como una vela. Los adoradores encienden esos animales cuando sienten la necesidad de comulgar con la diosa».

Cuando salíamos de aquel templo maloliente a pescado, otra vez en la calle, el anciano continuó: «Quiero que sepas, primo Tepetzalan, lo que nosotros los Recordadores hemos conservado en la memoria. En un tiempo muy lejano, nosotros los azteca no estábamos confinados nada más en esta simple ciudad. Ésta era la capital de un dominio considerable, que se extendía desde estas costas hasta muy arriba, en las montañas. Los azteca estaban constituidos en muchas tribus, divididas en numerosos clanes, capultin, y todos bajo el mando de un solo Tlatocapili que no era como mi nieto por matrimonio lo es, un jefe de nombre nada más. Eran gente fuerte, pero apacible, contenta de lo que tenía y se daban por bien servidos con el cuidado que les prodigaba la diosa». «Hasta que algunas gentes mostraron más ambición», sugerí. «¡Hasta que algunos mostraron debilidad! —dijo con voz cortante el anciano—. Las historias nos narran cómo algunos de ellos, que estaban cazando en las altas montañas, un día se encontraron con un forastero de lejanas tierras. Aquél se rió burlándose al saber la vida tan sencilla que llevaban y de esa religión que nada les exigía. El forastero dijo: “De todo el sinfín de dioses que hay, ¿por qué escogisteis adorar a la más débil, a la diosa que mereció ser humillada y degollada? ¿Por qué no veneráis al que se apoderó de ella, el fuerte, el bravo, el viril dios Huitzilopochtli?”».

Me preguntaba quién podría haber sido ese forastero. ¿Tal vez uno de los tolteca de los tiempos antiguos? No, porque si un toltécatl hubiera querido separar a los azteca de su adoración por Coyolzaúqui, habría puesto en su lugar al bondadoso dios Quetzalcóatl. Canaútli continuó: «Ésos fueron los primeros de nuestro pueblo que se dejaron influenciar por la maldad de un extranjero y empezaron a cambiar. “Alimentad a Huitzilopochtli con sangre”, dijo el extraño, y así lo hicieron. Y según nuestros Recordadores ésos fueron los primeros sacrificios humanos hechos por gente que no se consideraba del todo salvaje. Celebraban ceremonias secretas en las siete cuevas grandes de las montañas, y tenían cuidado de derramar sólo la sangre de huérfanos indefensos y de ancianos. El extraño dijo: “Huitzilopochtli es el dios de la guerra, dejad que os guíe para conquistar tierras más ricas”. Y más y más de nuestra gente escuchaba y atendía lo que les decía y ofrecían más y más sacrificios. El extraño les urgía: “Alimentad a Huitzilopochtli, hacedlo más fuerte todavía y él os dará una vida mucho mejor de la que podríais soñar”. Y los incrédulos crecían en cantidades más y más numerosas, estando cada vez más insatisfechos con sus viejas formas de vida, pero cada vez más deseosos y ávidos de sangre».

Dejó de hablar y se quedó callado un momento. Vi a mi alrededor a los hombres y las mujeres que pasaban por la calle. Era lo que quedaba de los azteca. «Vístelos un poco mejor —pensé—, y bien podrían ser ciudadanos mexica en cualquier calle de Tenochtitlan. No, vístelos un poco mejor y dales más fuerza de voluntad».

Canaútli siguió narrando: «Cuando el Tlatocapili supo lo que estaba pasando en esas regiones fronterizas de su dominio, se dio cuenta de quiénes serían las próximas víctimas de ese nuevo dios de la guerra. Serían los azteca que seguían siendo pacíficos y que estaban contentos con su pacífica diosa Coyolzaúqui. ¿Y por qué no? ¿Qué conquista podría ser más fácil para los seguidores de Huitzilopochtli? Bueno, el Tlatocapili no contaba con un ejército, pero sí tenía un cuerpo de guardias, leales y valerosos. Todos ellos se fueron a las montañas y cayeron sobre los incrédulos, los sorprendieron y mataron a muchos de ellos. A los quedaron vivos, les quitaron todas las armas que poseían. El Tlatocapili los maldijo echándolos de su propia nación por traidores, tanto a hombres como a mujeres y les dijo: “Así es que queréis seguir a vuestro horrible y nuevo dios, ¿no? ¡Entonces, lleváoslo junto con vuestras familias e hijos y seguid a vuestro dios lejos de aquí! Tenéis hasta mañana para salir de aquí o seréis ejecutados”. Y cuando llegó el amanecer, partieron en cantidades que ahora ya nadie puede recordar». Después de una pausa, agregó: «Me alegra saber por ti, que ya no llevan el nombre de azteca». Me quedé callado y asombradísimo, hasta que se me ocurrió preguntar: «¿Y qué fue del forastero culpable de todo ese exilio?». «Oh, naturalmente que ella estuvo entre los primeros que mataron». «¿Ella?». «¿No mencioné que el forastero era una mujer? Sí, todos nuestros Recordadores han mantenido en su memoria que era una yaki fugitiva». «¡Pero eso es increíble! —exclamé—. ¿Qué podría saber una yaki de Huitzilopochtli o Coyolxaúqui o de cualquier otro dios azteca?». «Cuando ella llegó aquí, ya había viajado mucho y sin duda también había oído mucho. Con seguridad acababa de aprender nuestro lenguaje, y algunos de nuestros Recordadores han sugerido que también pudo haber sido una bruja». «Aún así —insistí—, ¿por qué había de predicar la adoración de Huitzilopochtli, que ni siquiera era su dios?». «Ah, en esto sólo podemos hacer suposiciones. Pero bien se sabe que los yaki viven principalmente de la caza de venados y que su dios principal es el que les proporciona esos venados, es el dios que nosotros llamamos Mixcóatl. Cuando los cazadores yaki observan que las manadas de venados disminuyen, llevan a cabo una ceremonia especial. Cogen a la mejor de sus mujeres y la atan como si fuera una venado vivo atrapado y bailan como acostumbran a bailar después de una cacería provechosa, luego le sacan las entrañas, la desmembran y se la comen como si fuera un venado. Es su creencia, sencilla y salvaje, que esa ceremonia convence a su dios de la caza a surtir con abundancia las manadas de venados. De todos modos, ya se sabe que los yaki se comportaban así ya en la antigüedad. Tal vez no sean tan salvajes ahora». «Creo que lo siguen siendo —le dije—. Pero no veo cómo eso causó lo que pasó aquí». «La mujer había huido de su gente, escapando a ese destino que le esperaba. Te repito que sólo son suposiciones, pero nuestros Recordadores siempre han supuesto que la mujer deseaba con toda su ansia que los hombres sufrieran de igual modo. Cualquier hombre, ya que su odio por ellos era indiscriminado y aquí encontró su oportunidad. Nuestras propias creencias tal vez le dieron la idea, porque no olvides que Huitzilopochtli había matado y desmembrado a Coyolxaúqui sin más remordimiento que el mostrado por un yaki. Así que esa mujer, al aparentar admiración y exaltación por Huitzilopochtli, esperaba que los hombres pelearan entre sí, matándose y derramando la sangre y las entrañas del otro, como se hubieran derramado las suyas si no hubiera podido escapar». Estaba tan horrorizado de oír eso que sólo pude exclamar: «¿Una mujer? ¿Entonces fue una mujer sin nombre ni importancia la que concibió la idea de un sacrificio humano? ¿La ceremonia que ahora se practica en todas partes?». «Aquí no se practica —me recordó Canaútli—. Y nuestra suposición muy bien puede no ser la correcta. Después de todo, eso fue hace muchísimo tiempo, pero tiene todas las trazas de una idea femenina de venganza, ¿no es cierto? Y por lo visto dio resultado, porque tú has mencionado que, en el mundo exterior, el hombre no ha dejado de acabar con su prójimo, en nombre de un dios u otro, durante todas las gavillas de años que han transcurrido desde entonces». No dije nada. No podía ni pensar qué decir. «Así que como puedes ver —continuó el anciano— aquellos azteca que se fueron del Aztlan no eran ni de los mejores ni de los más valerosos. Eran de los peores y menospreciados y se fueron porque se les echó de aquí a la fuerza».

Como seguía sin decir nada, terminó así: «Dices que buscas los aprovisionamientos que tus antepasados pudieron haber escondido en su ruta de aquí a tu tierra. Pues da por terminada esa búsqueda, primo. Es inútil. Aunque se les hubiera permitido a esa gente llevarse algunas posesiones cuando se fueron de aquí, no las pudieron haber escondido en caso de un posible regreso a lo largo de esa ruta. Sabían que jamás podrían regresar».

No estuve muchos días más en Aztlan, aunque creo que mi primo, el otro Mixtli, quería que me quedara algunos meses más. Había decidido que deseaba aprender el conocimiento de palabras y escritura-pintada y trató de convencerme dándome una choza y a una de sus hermanas menores para que me hiciera compañía. Ella no se podía comparar en absoluto con una hermana llamada Tzitzitlini, pero sí era una muchacha bonita y una compañera lo suficientemente sumisa y que podía disfrutar. No obstante tuve que desengañar a su hermano diciéndole que el conocimiento de palabras no era algo que se podía aprender tan rápidamente como, por ejemplo, el arte de atrapar ranas.

Le enseñé cómo representar cosas físicas dibujando figuras simplificadas de ellas y luego le dije: «Para aprender cómo utilizar estas figuras y construir el lenguaje escrito necesitarás un maestro dedicado a tal enseñanza, y yo no lo soy. Algunos de los mejores están en Tenochtitlan, y te aconsejaría que fueras allí. Ya te he dicho dónde se encuentra».

Gruñó como solía hacerlo al principio. «Te juro por los músculos tiesos de la diosa que lo que pasa es que ya te quieres ir de aquí. Y yo no lo puedo hacer. No puedo dejar a mi gente sin jefe, sin ninguna excusa más que mi deseo repentino de recibir un poco de educación». «Hay una excusa mucho mejor que ésa —le dije—. Los mexica han extendido sus dominios a lo lejos y a lo ancho, pero aún no tienen una colonia en esta costa norteña del mar occidental. Al Uey-Tlatoani le gustaría mucho saber que tiene primos ya establecidos aquí. Si te presentaras ante Motecuzoma llevando un regalo adecuado de introducción te podrías encontrar como el jefe oficial de una provincia nueva e importante de la Triple Alianza, una provincia que valdría más la pena de gobernar que ésta que ahora tienes». «¿Y dime qué regalo le podría ofrecer? —me preguntó burlón—: ¿Un pescado? ¿Unas ranas? ¿Una de mis hermanas?». Fingiendo que apenas en ese momento se me había ocurrido, le dije: «¿Por qué no le llevas la piedra de Coyolxaúqui?». Se tambaleó de la sorpresa. «¿Nuestra única imagen sagrada?». «Motecuzoma tal vez no estime a la diosa, pero sí apreciará los trabajos de arte bien hechos». Jadeó: «¿Regalar la Piedra de la Luna? ¡Pero si lo único que conseguiría es que me odiaran y despreciaran más que a aquella bruja yaki de quien habla el abuelo Canaútli!». «Todo lo contrario —le dije—. Ella causó la disolución de los azteca. Tú estarías efectuando su reconciliación, y mucho más que eso. Yo diría que la escultura sería un precio pequeño a cambio de las ventajas en reunir nuevamente a la nación más grande de toda la tierra conocida. Piénsalo».

Así que al irme, cuando me despedía de mi primo Mixtli, de su bella hermana y del resto de su familia, sólo murmuraba: «Yo solo no podría rodar la Piedra de la Luna de aquí hasta Tenochtitlan, tengo que convencer a otros…».

Ya no tenía ninguna razón válida para seguir explorando, pues sólo estaría vagando por vagar. Ya era tiempo de que regresara de nuevo a casa, y Canaútli me dijo que llegaría más pronto cruzando en línea recta los pantanos hasta donde terminaban, y luego atravesando las montañas de los cora y huichol. Pero no les contaré mi trayecto a través de esas montañas, porque solamente eran más montañas, o de las diferentes gentes que me encontré allí, porque solamente eran montañeses, y a decir verdad me acuerdo de muy poco de esa parte de regreso a casa, porque estaba demasiado ocupado con mis pensamientos, acordándome de todas las cosas que había visto y aprendido… y desaprendido.

Por ejemplo: La palabra chichimeca no necesariamente tenía que significar «salvajes» aunque eso es lo que son. La palabra bien podría significar «gente roja», o sea, toda la raza a la que todos los humanos y yo pertenecíamos. Nosotros los mexica podríamos presumir de la acumulación de años de civilización y cultura, pero eso no quería decir que fuéramos superiores a aquellos salvajes. Los chichimeca, sin lugar a dudas eran nuestros primos. También nosotros los mexica, orgullosos y presuntuosos, habíamos bebido nuestra propia orina y comido nuestro propio excremento.

Muchas historias ostentosas acerca de nuestro linaje sin duda estaban tan llenas de errores que daban lástima o risa. Nuestros antepasados no habían salido del Aztlan para buscar osada y heroicamente un poco de grandeza. Simplemente habían sido unos crédulos ingenuos víctimas de los deseos de venganza de una mujer loca o bruja, ¡y un espécimen de una de las razas más inhumanas que hayan existido! Pero aun si esa legendaria mujer yaki nunca hubiera existido, quedaba el hecho de que nuestros antepasados se volvieron tan bestiales y tan odiosos para su propia gente que no pudieron tolerar más su presencia. Nuestros antepasados salieron del Aztlan a punta de espada, arrastrándose en la oscuridad de la noche, con vergüenza y desprestigio. La mayoría de ellos seguían siendo rechazados por cualquier sociedad decente, resignados en su exilio perpetuo, en ese destierro vacío. Sólo unos pocos de alguna forma habían vagado hasta llegar a la región civilizada de los lagos, y se les había permitido establecerse lo suficiente como para aprender, crecer, prosperar y poseer por sí mismos las riquezas de la civilización. Fue sólo gracias a esa buena suerte el que ellos… que nosotros… que yo… y todos los demás mexica no estuviéramos viviendo una vida sin porvenir, vagando en la selva, vestidos con cueros apestosos, manteniéndonos vivos al comer carne de bebé secada al sol o algo peor.

Por mucho tiempo caminé cabizbajo y despacio hacia el este, meditando en esos molestos y denigrantes descubrimientos. La mayor parte de ese tiempo, sólo podría ver que nosotros los mexica no éramos más que el fruto de un árbol sembrado en el lodo del pantano y alimentado con abono humano. Pero poco a poco llegué a una nueva conclusión, que las gentes no son una planta, no están fijadas a ninguna raíz, ni dependen de ella; la gente es móvil y libre de ir desde donde nacieron hasta muy lejos si eso les satisface, y subir en la vida si tienen la ambición y habilidad suficiente para ello. Los mexica por mucho tiempo nos habíamos enorgullecido de nosotros, y de pronto me sentía avergonzado de ello; pero ambas actitudes eran igual de tontas; nuestros antepasados no tenían la culpa ni eran responsables de que nosotros fuéramos lo que éramos.

Habíamos aspirado a algo mejor que la vida en los pantanos y lo habíamos logrado. Nos habíamos trasladado de la isla del Aztlan a otra de iguales posibilidades, y habíamos hecho de ella la ciudad más resplandeciente jamás vista; la capital había adquirido un dominio nunca alcanzado hasta entonces, era el centro de una civilización que continuamente se extendía a tierras que hubieran sido pobres y humildes de no mediar nuestra influencia. Sean cuales fueran nuestros orígenes o las fuerzas que nos habían motivado, habíamos escalado una altura jamás lograda por ningún otro pueblo, y no teníamos por qué discutir, explicar o justificar nuestros principios, nuestro arduo viaje a través de las generaciones, y haber alcanzado la cima que al fin ocupábamos. Para obtener el respeto de cualquier otro pueblo, bastaba con que nosotros solamente dijéramos: ¡somos los mexica!

Enderecé mis hombros, levanté la cabeza y con orgullo me dirigí al Centro del Único Mundo.

Sin embargo me di cuenta de que no podría mantener por mucho tiempo ese paso firme y orgulloso. Durante todo el transcurso del viaje había estado retrocediendo, descubriendo y deduciendo la historia pasada de las tierras antiguas y de sus gentes. Cuanto más me acercaba a casa, más me parecía que todas esas cosas de la antigüedad, que había estado escuchando, penetraban en mi mente, en mis músculos y en mis huesos. Sentía como si trajeran sobre mí el peso de cada una de esas gavillas de años que habían transcurrido desde el comienzo de la historia, y no creo que simplemente me hubiera estado imaginando ese peso. Caminaba más despacio y menos derecho de lo que acostumbraba y al escalar las colinas más altas me quedaba sin aliento, y cuando subía algún monte muy inclinado mi corazón latía, quejándose, como si se quisiera salir de entre mis costillas.

Porque llevaba ese sentimiento de portar encima el peso del mundo, no quise entrar a Tenochtitlan cuando me aproximé a la ciudad, sino que me desvié a un lado, pues era demasiado moderna para el humor que tenía. Decidí ir primero a un lugar más antiguo, un lugar que nunca antes había visitado, aunque sólo queda un poco al este de donde había nacido. Quería ver el lugar que había sido habitado por primera vez en toda la región, el sitio en donde se fundó la primera civilización que llegó a florecer aquí. Rodeé el valle hacia el norte y luego al sureste, permaneciendo en tierra firme, y por fin llegué a la antigua ciudad de Teotihuacan, El Lugar En Donde Los Dioses Se Reunieron.

No se sabe cuántas gavillas de gavillas de años ha permanecido en ese silencio soñador. Sólo quedan ruinas en Teotihuacan, aunque éstas son majestuosas, y ha estado así durante toda la historia escrita que se ha podido recordar de todos los pueblos que ahora habitan esta región. El pavimento de sus anchas avenidas hace mucho que quedó enterrado bajo la hierba y el polvo, y de sus templos no quedan más que las bases de sus cimientos. Sus pirámides todavía levantan sus cumbres sobre la tierra, pero sus puntas están achatadas, sus líneas y sus ángulos se han suavizado y desmoronado bajo la presión de los años y de los elementos. Los colores que brillaron alguna vez en esa ciudad, se han perdido; el resplandor del yeso blanco, el fulgor del oro batido, la brillantez de las múltiples pinturas e inscripciones, y sólo quedan las grises piedras de sus construcciones. De acuerdo con la tradición mexica, la ciudad fue construida por los dioses para reunirse allí mientras hacían sus planes para crear el resto del mundo, y por eso le dábamos ese nombre. Pero según la teoría del anciano Señor Maestro de Historia, de Texcoco, esa leyenda era sólo una idea romántica y errónea, ya que la ciudad había sido construida por hombres. Aun así, sigue siendo asombrosa, pues sus moradores fueron los ya desaparecidos tolteca y esos maestros artesanos hacían construcciones maravillosas.

Como yo vi Teotihuacan por primera vez —en un atardecer lleno de un colorido singular, con su pirámide levantándose sobre la tierra llana y el sol cubierto con una nueva capa de oro rojo, destacándose luminoso contra el púrpura de las montañas distantes, bajo el azul profundo del cielo— era algo tan maravilloso que uno podría creer que en verdad la ciudad fue construida por los dioses, o si fue hecha por hombres éstos se asemejaban a los dioses.

Entré a la ciudad por el ángulo norte y dirigí mis pasos entre los bloques de piedras caídas que estaban tiradas alrededor de la base de la pirámide que según nuestros sabios mexica había sido dedicada a la luna. Esa pirámide había perdido como una tercera parte de su altura, su cima ya se había desgastado, y sus escaleras ascienden a través de un sinfín de piedras sueltas. La Pirámide de la Luna está rodeada de columnas, caídas o en pie, y paredes cuyos edificios debieron de haber sido de dos o tres pisos de altura. A uno de esos edificios lo llamamos el Palacio de las Mariposas, por la abundancia de esas alegres criaturas pintadas en los muros interiores, todavía visibles.

Sin embargo, no me detuve allí. Caminé hacia el sur por la avenida principal de la ciudad, que es tan larga y ancha como un valle de buen tamaño, aunque muy bien nivelada. La llamamos In Micoaotli, o sea la Avenida de los Muertos y, aunque está llena de hierbas por donde se arrastran las víboras y los conejos saltan, aún permite un paseo agradable. Tiene la longitud de una larga-carrera y está bordeada a ambos lados por las ruinas de templos hasta que uno llega al centro. Allí la hilera de templos a mano izquierda se interrumpe para dejar lugar a la increíble e inmensa masa del icpac tlamanacali que nuestros hombres sabios decidieron que era la Pirámide del Sol.

Si digo que toda la ciudad de Teotihuacan es impresionante, pero que la Pirámide del Sol hace que todo lo demás parezca insignificante, tal vez así tendrán una idea de su tamaño y de su majestuosidad. En todas sus dimensiones, fácilmente es casi el doble de grande de la Gran Pirámide de Tenochtitlan, y jamás he visto otra tan grande. Es más, nadie sabe realmente el verdadero tamaño de la Gran Pirámide del Sol, porque gran parte de su base está bajo la tierra depositada por el viento y la lluvia durante las edades desde que Teotihuacan fue abandonada. Pero lo que es visible y se puede medir, es impresionante. A nivel del suelo, cada uno de sus cuatro lados mide unos doscientos treinta pasos de esquina a esquina, y la construcción sube a la altura de unas veinte casas de tamaño regular, puestas una sobre otra.

La superficie total de la pirámide es tosca y desigual, porque las tablas lisas de pizarra con las que se recubría, ya se han aflojado de los remaches de piedra que alguna vez las sostuvieron. Y mucho antes que esas pizarras cayeran para convertirse en una mezcla de cascajo en el suelo, me imagino que ya se les había caído su capa de yeso blanco así como los colores de su pintura. La estructura se divide en cuatro niveles y cada uno de éstos se inclinan hacia arriba en diferentes ángulos que no están colocados así por una razón lógica, excepto que ese diseño sutil engaña la vista y produce un efecto de grandeza mayor de la que tiene el edificio en realidad. Por lo tanto, hay tres terrazas anchas alrededor de los cuatro lados, y hasta arriba hay una plataforma cuadrada sobre la cual debió de haber en alguna época un templo. Pero creo que sería un templo muy pequeño y poco adecuado para las ceremonias de sacrificio humano. Las escaleras que subían por el frente de la pirámide, ahora están en tan malas condiciones que los escalones casi no se distinguen.

La Pirámide del Sol da hacia el occidente, hacia el ocaso, y su frente flameaba como oro cuando llegué a él, pero en esos momentos las sombras alargadas de los demás templos, del otro lado de la avenida, empezaron a arrastrarse frente de esa pirámide y parecían unos dientes rotos queriendo morderla. Rápidamente empecé a subir lo que quedaba de los escalones, manteniéndome en la luz del sol durante toda la subida, justamente arriba y enfrente de los dientes de sombra.

Llegué a la plataforma de la cima en el mismo momento que el último rayo de sol dejó la pirámide, y me senté cansado, recuperando el aliento. Una mariposa nocturna subió volando de algún lugar y se posó cerca de mí en la plataforma, era una mariposa negra muy grande y movía sus alas delicadamente como si también estuviera recobrando el aliento después de la subida. Para entonces, el crepúsculo caía sobre todo Teotihuacan y un poco después una neblina pálida comenzó a levantarse del suelo. La pirámide donde me había sentado, a pesar de su grandeza y tamaño, parecía flotar sobre la tierra. La ciudad que había estado resplandeciendo bajo los rojos y amarillos, se oscureció bajo azul y plata. Todo estaba somnoliento y apacible. Se notaba su antigüedad. Se veía más vieja que el tiempo, pero tan sólida que se sostendría así hasta cuando todos los tiempos se hayan ido.

Observaba la ciudad de punta a punta, a esa altura era posible usando mi topacio y podía ver los numerosos hoyos y cavidades en la tierra llena de hierbas que se extendía a lo lejos, a ambos lados de la Avenida de los Muertos; lugares en donde antes se habían encontrado más habitaciones que en Tenochtitlan. Y luego vi algo más que me sorprendió: a lo lejos unos pequeños fuegos brillaban. ¿Era que la ciudad muerta estaba volviendo a la vida otra vez? Pero entonces percibí que eran luces de antorcha, una larga fila doble de ellas, que se aproximaban por el sur. De pronto me molesté por no hallarme solo en la ciudad, aunque sabía que solían ir peregrinos con frecuencia, solos o en grupos, de Tenochtitlan, de Texcoco y otras partes para hacer ofrendas u oraciones en aquel lugar donde en un tiempo se habían reunido los dioses. Incluso, hasta había lugar especial para acampar y acomodar a esos visitantes; era una pradera en forma rectangular y encogida que se hallaba en el extremo sur de la avenida principal. Se creía que originalmente había sido el mercado de Teotihuacan, y que bajo tanto pasto y hierba seguramente se hallaban las paredes que lo encerraban así como su plaza empedrada.

La noche ya había caído para cuando la procesión de antorchas llegó a ese lugar, y durante un tiempo vi cómo algunas de las antorchas se detuvieron y se quedaron en un círculo, mientras que otras se movían por ahí y por allá, sus portadores ocupados con la tarea de levantar un campamento. Luego, al estar seguro de que ninguno de los peregrinos se alejaría adentrándose en la ciudad antes de que amaneciera, me giré en la plataforma para mirar hacia el este y ver el ascenso temprano de la luna. Era luna llena y ésta era tan perfectamente redonda y benignamente bella como la piedra de Coyolxaúqui en Aztlan. Cuando se encontró bien situada sobre los perfiles ondulantes de las montañas distantes, volví la vista para mirar a Teotihuacan, bañada en su luz. La suave brisa de la noche había despejado la neblina del suelo, y muchos de los edificios se veían bien delineados, hasta el más mínimo detalle por la luz azul-blanca de la luna, y proyectaban sobre el suelo azul, sombras tan negras como la muerte.

Casi todos los caminos y los días de mi vida habían estado plenos y llenos de sucesos, sin muchos intervalos de ocio, y esperaba que siguieran siendo así hasta el final. Sin embargo, me senté allí lleno de serenidad y fue como un tesoro para mí que incluso me motivó a componer un poema, el único que compuse en toda mi vida llena de acontecimientos o de historias; fue inspirado solamente por la belleza de la luz de la luna, por el silencio y la tranquilidad del lugar y del tiempo. Cuando había compuesto mi poema mentalmente, me paré erguido sobre esa imponente Pirámide del Sol y recité el poema, en voz alta, a la ciudad vacía:

Una vez, cuando nada era más que noche,

se reunieron, en tiempos ya olvidados

todos los dioses más grandes, poderosos

para crear el amanecer del día y la luz.

Acá… en Teotihuacan.

«Muy bonito», dijo una voz que no era la mía, y me sobresalté tanto que casi me caí de la pirámide. La voz me recitó mi poema, palabra por palabra, lentamente como saboreándolo, y reconocí la voz. He oído cómo ese pequeño esfuerzo mío ha sido recitado por otras personas aun en tiempos recientes, pero nunca más por el Señor Motecuzoma, Xocóyotl, Cem-Anáhuac Uey-Tlatoani, Venerado Orador del Único Mundo. «Muy bonito —dijo nuevamente—. Sobre todo porque a los Campeones Águila no se les conoce por ser un tanto poéticos». «Ni tampoco algunas veces por su valentía y caballerosidad», contesté con algo de pena sabiendo que él me había reconocido también. «No se asuste, Campeón Mixtli —me dijo, sin ninguna emoción aparente—. Sus viejos compañeros pagados asumieron toda la responsabilidad por el fracaso de la colonia Yanquitlan. Se les ejecutó debidamente. Ya no queda pendiente ninguna deuda. Y antes de partir con guirnaldas de flores, me hablaron de la expedición que intentaba. ¿Cómo le fue?». «No mejor que en Yanquitlan, mi señor —dije deteniendo un suspiro por los amigos que habían muerto en mi lugar—. Solamente comprobé que los legendarios aprovisionamientos de los azteca no existen y jamás existieron». Le di una versión muy resumida de mi viaje, y de mi encuentro con el legendario Aztlan, y terminé con las palabras que había escuchado en varios idiomas por todos lados. Motecuzoma movió la cabeza atento y repitió las palabras, mirando hacia la noche como si pudiera ver ante él todas las tierras de su dominio, y la manera en que dijo las palabras sonaron macabras, como las de un epitafio: «Los azteca estuvieron aquí, pero nada trajeron consigo, y nada dejaron atrás».

Después de un silencio un poco incómodo, yo dije: «Durante más de dos años no he recibido noticias de Tenochtitlan o de la Triple Alianza. ¿Cómo van los asuntos aquí, Venerado Orador?». «Tan desalentadores como usted descubre los asuntos del triste Aztlan. Nuestras guerras no son productivas. Nuestros territorios no han aumentado ni la palma de una mano, malos agüeros se multiplican, cada vez más misteriosos y amenazando con un desastre futuro».

Me favoreció con un pequeño resumen de los eventos más recientes. Jamás había dejado de molestar y tratar de avasallar la terca independencia de la nación vecina de Texcala, pero sin mucho éxito. Los texcalteca seguían siendo independientes y más enemigos que nunca de Tenochtitlan. Las únicas batallas recientes que Motecuzoma podía llamar modestamente productivas habían sido sólo saqueos vengativos. Los habitantes de un pueblo llamado Tlaxiaco, en algún lugar de la tierra mixteca, habían estado interceptando y robando las riquezas de tributo enviadas por las ciudades más al sur de Tenochtitlan. Motecuzoma personalmente había llevado sus tropas hacia allá y había convertido la ciudad de Tlaxiaco en un charco de sangre. «Pero los asuntos de estado no han estado tan descorazonadores como las hazañas de la naturaleza —continuó—. Una mañana, hace como año y medio, todo el lago de Texcoco de pronto se puso tan turbulento como un mar tormentoso. Durante un día y una noche se movía, espumaba y se derramaba en las áreas bajas. Y sin ninguna razón, porque no había tormenta, ni viento, ni siquiera un temblor que pudiera ser el culpable de haber levantado las aguas. Y luego, el año pasado inexplicablemente, el templo de Huitzilopochtli se incendió y se quemó hasta quedar totalmente en ruinas. Se ha restaurado desde entonces, y el dios no ha dado muestras de ira. Pero ese incendio, encima de la Gran Pirámide, se podía ver por todos lados alrededor del lago, y aterrorizó a todos los que lo vieron». «Qué raro —contesté—. ¿Cómo pudo haberse encendido un templo de piedra, aun si algún loco le hubiera puesto una antorcha? La piedra no se quema». «Pero la sangre coagulada sí —dijo Motecuzoma—, y el interior del templo estaba lleno de pesadas costras de ella. La pestilencia permaneció por toda la ciudad muchos días después. Pero esos sucesos, sea lo que hayan pretendido ser, ya están en el pasado. Ahora viene esta maldita cosa».

Apuntó hacia el cielo, y levanté el vidrio para mirar hacia arriba y gruñí sin querer cuando lo vi. Jamás había contemplado algo parecido; y tal vez ni lo hubiera notado si uno de mis ojos débiles no se hubieran fijado; pero lo reconocí como lo que nosotros llamamos una estrella humeante. Ustedes los españoles lo llaman una estrella con cola o cometa. Pero realmente era muy bella —como un pelito pequeño y luminoso de pelusa deshaciéndose entre las demás estrellas—, pero sabía claramente que era algo que debería verse con miedo, pues era una segura precursora de mal. «Los astrólogos de la corte la espiaron hace como un mes —dijo Motecuzoma—, cuando aún era demasiado pequeña como para verse a simple vista. Ha seguido apareciendo en el mismo lugar en el cielo todas las noches desde entonces, pero siempre más y más grande y brillante. Mucha de nuestra gente no sale de sus casas por la noche, y hasta los más valientes se aseguran de que sus hijos permanezcan adentro, para no ver esa luz nociva». «¿Entonces esa estrella humeante obliga a mi señor a venir en busca de una comunión con los dioses de esta ciudad sagrada?». Suspiró y dijo: «No. Bueno, no totalmente. Esa aparición en sí es problemática, pero no le he contado todavía la profecía más reciente y más peligrosa. Por supuesto que usted sabe que el dios principal de esta ciudad de Teotihuacan era la Serpiente Emplumada, y que durante mucho tiempo se ha creído que él y sus tolteca tarde o temprano regresarían para reclamar estas tierras». «Conozco esas historias antiguas, Venerado Orador; Quetzalcóatl construyó una especie de canoa mágica y se fue lejos por el mar del este, jurando regresar algún día».

«¿Y recuerda, Campeón Mixtli, que hace unos tres años usted, yo y el Venerado Orador Nezahualpili de Texcoco, hablábamos de un dibujo sobre un papel traído de las tierras maya?». «Sí, mi señor —dije incómodo, de que se me recordara ese incidente—. Una casa de gran tamaño que flotaba sobre el mar». «Sobre el mar del este —dijo con énfasis—. En el dibujo, la casa flotante parecía llevar ocupantes. Nezahualpili y usted les llamaron hombres. Extranjeros, forasteros». «Lo recuerdo, mi señor. ¿Acaso nos equivocábamos en llamarlos extranjeros? ¿Quiere decir que ese dibujo representaba el regreso de Quetzalcoátl trayendo a sus tolteca de la Tierra de los Muertos?». «No lo sé —me dijo, con una humildad poco común en él—, pero acabo de recibir noticias de que una de esas casas flotantes apareció de nuevo por la costa maya, y se hundió en el mar, como una casa que se derrumba de lado en un temblor, y dos de sus ocupantes fueron encontrados a orillas del agua, casi muertos. Si había otros en esa casa, se han debido ahogar. Pero estos dos supervivientes revivieron después de un tiempo, y ahora se encuentran en una aldea que se llama Tihó. Su jefe es un hombre que se llama Ah Tutal, y éste envió un mensajero-veloz para preguntarme qué hacer con ellos, porque él afirma que son dioses, y él no está acostumbrado a convivir con los dioses. Por lo menos no dioses vivos, visibles y palpables».

Conforme escuchaba me iba quedando más asombrado. Y se me escapó el decir: «Y bien mi señor, ¿qué son dioses?». «No lo sé —dijo de nuevo—. El mensaje era típicamente maya, inepto, histérico e incoherente, que no puedo decir si aquellas dos personas son hombres o mujeres, o una de cada uno, como el Señor y la Señora Pareja, pero la descripción, tal y como está, para mi experiencia no describe nada que se parezca a una mujer. Sólo dice que son de una piel increíblemente blanca, muy peludos de cara y cuerpo, y hablando un lenguaje incomprensible hasta para los más sabios de esas regiones. Seguramente que los dioses deben de ser diferentes y hablar también de forma distinta ¿no es así?». Lo pensé y por fin contesté: «Me imagino que los dioses podrían asumir el aspecto que quisieran. Y podrían hablar cualquier lengua humana que gustaran, si realmente quisieran comunicarse. Algo que me impide creer esa teoría es que no creo que siendo dioses dejaran hundir su casa flotante casi ahogarse ellos también, como cualquier humano. Pero, dígame, Venerado Orador, ¿qué les ha aconsejado?». «Primero, que guarden silencio hasta que hayamos verificado qué clase de gente son. En segundo lugar, que se les dé la mejor alimentación y bebida, junto con toda clase de lujos, y con la compañía del sexo opuesto si así lo desean, para que su descanso pueda ser placentero en Tihó. En tercer lugar, y más importante todavía, mantenerlos allí bien encerrados y sin que los vea más gente de la que ya les haya visto, para que su existencia sea lo menos conocida. La apatía de los maya posiblemente no se verá muy afectada por este hecho, pero si las noticias llegan entre la gente más inteligente y sensitiva, podría haber un disturbio y no quiero eso». «Ya he visitado Tihó —le dije—, y es más que una aldea, es más bien un pueblo de tamaño regular, y sus habitantes son la gente xiu, y de un intelecto muy superior al del resto de los maya. Estoy seguro de que obedecerán sus órdenes, Venerado Orador. Que ellos mantendrán el asunto en secreto».

A la luz de la luna pude ver que Motecuzoma giraba su cara y su cabeza se inclinó fuertemente hacia mí, mientras decía: «Usted habla la lengua maya». «Sí, mi señor, hablo el dialecto xiu aceptablemente». «Y usted rápidamente aprende lenguas exóticas —continuó antes de que pudiera hacer algún comentario, pero parecía que estaba hablando consigo mismo—. Vine a Teotihuacan, la ciudad de Quetzalcoátl, esperando que éste o algún otro dios me diera alguna señal, alguna indicación de cómo debía afrontar esta situación. ¿Y qué me encuentro en Teotihuacan? —Se rió, aunque la risa se oía forzada, y otra vez se dirigió a mí—. Podría hacer méritos por delitos cometidos en el pasado, Campeón Mixtli, si se ofreciera hacer algo que está más allá de las capacidades de otros hombres, aun hasta de los más altos sacerdotes. Si pudiera ser emisario de los mexica, de toda la humanidad, nuestro emisario a los dioses».

Dijo esas últimas palabras incrédulamente, como si por supuesto él no creyera que lo fueran, aunque los dos sabíamos que bien podría ser la verdad. La idea era como para quitar el aliento: el que yo bien podría ser el primer hombre en hablar —no predicar, como lo hacían los sacerdotes o conferir por medio de alguna ceremonia mística— realmente con seres que quizá no eran humanos, quienes tal vez eran eminentemente más grandes y superiores que los humanos. Que podría hablar y oír las palabras de… sí… de los dioses

La impresión era tan grande que en ese momento me quedé sin hablar y Motecuzoma se rió otra vez de mi mudez. Se puso de pie, erguido sobre la punta de la pirámide, e inclinándose para poner su mano en mi hombro, me dijo alegremente: «¿Demasiado débil para decir sí o no, Campeón Mixtli? Bueno, mis sirvientes deben de haber preparado una buena comida. Venga y sea mi huésped y permítame alimentar su decisión».

Así pues, bajamos con mucho cuidado por el lado iluminado por la luna. Una bajada casi tan difícil como la subida, y caminamos hacia el sur por la Avenida de los Muertos hasta llegar al campamento, que daba hacia la tercera y más pequeña pirámide de Teotihuacan, donde se hallaban las fogatas, y se estaba preparando la comida, y las esterillas cubiertas con telas para mosquitos se estaban colocando por cien o más sirvientes, sacerdotes, campeones y demás cortesanos que habían acompañado a Motecuzoma. Allí encontramos al sacerdote principal, quien, según recordé, había sido el que había oficiado en la ceremonia del Fuego Nuevo, cinco años antes. Sólo me miró de pasada y empezó a decir con pomposa importancia: «Venerado Orador, para las peticiones de mañana a los antiguos dioses de este lugar, yo le sugiero el primer rito de…». «No se moleste —lo interrumpió Motecuzoma—. Ahora ya no hay necesidad de hacer esa petición. Regresaremos a Tenochtitlan en cuanto nos levantemos mañana».

«Pero, mi señor —protestó el sacerdote—. Después de venir hasta acá, con toda su caravana y augustos invitados…». «Algunas veces, los dioses voluntariamente nos dan su bendición antes de que se lo pidamos —dijo Motecuzoma y dejó caer sobre mí una mirada inequívoca—. Claro, que nunca podemos estar seguros si ese gesto es en son de burla o seriamente».

Dicho esto, él y yo nos sentamos a comer entre un círculo formado por sus guardias de palacio y otros campeones, muchos de los cuales me reconocieron y me saludaron. Aunque yo vestía de forma harapienta, estaba sucio y me sentía fuera de lugar entre esa asamblea llena de colorido alhajado y emplumado, el Uey-Tlatoani me hizo sentar en el cojín de honor, que estaba a su derecha. Mientras comíamos y yo trataba heroicamente de contener mi hambre voraz, el Venerado Orador habló por un tiempo sobre mi próxima «misión a los dioses». Me sugirió algunas preguntas que podía hacerles cuando ya dominara su lenguaje, y otras que sería mejor que evitara. Esperé a que estuviera masticando un bocado de codorniz asada, y entonces me atreví a decirle: «Mi señor, quisiera hacerle una petición. ¿Podría ir a casa por lo menos por un corto tiempo, antes de emprender el viaje nuevamente? Comencé este último en pleno vigor de vida, pero le confieso que siento que he regresado a casa a la edad de los nuncas».

«Oh, sí —me dijo comprensivo el Venerado Orador—. No tiene por qué disculparse; es el destino normal del hombre. Todos llegamos siempre a la ueyquin ayquic».

Por sus expresiones, reverendos escribas, me doy cuenta de que no entienden el significado del ueyquin ayquic, «la edad de los nuncas». No, no, mis señores, no quiere decir que sea una edad específica en años. A algunas personas les llega antes y a otras después. Tomando en cuenta que entonces tenía cuarenta y cinco años, bien entrados en la madurez, había eludido sus garras más tiempo que la mayoría de los hombres. La ueyquin ayquic es la edad en que un hombre empieza a murmurarse a sí mismo. «Ayya, los montes nunca me habían parecido tan altos…», o «Ayya, mi espalda nunca me había dolido antes…», o «Ayya, nunca antes me había encontrado una cana en el pelo…». Ésa es la edad de los nuncas.

Motecuzoma continuó: «Por supuesto, Campeón Mixtli, tome el tiempo necesario para recobrar sus fuerzas antes de partir hacia el sur. Y esta vez no irá a pie ni solo. Un emisario enviado por los mexica debe ir con pompa, sobre todo si va a conferenciar con los dioses. Le proporcionaré una majestuosa silla de manos con fuertes cargadores y una guardia armada, y llevará puesto un rico traje de campeón Águila».

Mientras nos preparábamos para dormirnos a la luz de la luna y de las fogatas que se iban apagando, Motecuzoma mandó llamar a uno de sus mensajeros-veloces. Le dio instrucciones, y el corredor salió inmediatamente para Tenochtitlan, a avisar a mi casa de mi próxima llegada. Me pareció un gesto gentil y bien intencionado de parte del Venerado Orador, el que mis sirvientes y mi esposa Beu Ribé tuvieran tiempo de preparar una recepción a mi llegada, pero el verdadero efecto de esa recepción casi me mata y casi mato a Beu.

Al mediodía del día siguiente caminaba ya por las calles de Tenochtitlan. Y como casi parecía un leproso limosnero cualquiera e iba inmodestamente desnudo como cualquier huaxtécatl orgulloso de sus genitales, la gente que pasaba, o me rodeaba ampliamente o ostentosamente se recogían sus mantos para evitar el contacto conmigo. Pero al llegar a mi barrio en Ixacualco me empecé a encontrar con vecinos que me recordaban y me saludaban con suficiente cortesía. Entonces vi mi casa y a su ama parada, con la puerta abierta, sobre los escalones de la calle, y levanté mi topacio para verla, y casi me caigo allí mismo en la calle. Era Zyanya esperándome.

Estaba parada bajo la brillante luz del día vestida solamente con una blusa y una falda, su hermosa cabeza descubierta y su único y hermoso mechón blanco se distinguían claramente en su pelo agitado por el viento. La impresión de esa ilusión fue como la de un golpe recibido en todos mis sentidos y mis órganos. De pronto parecía como si viera, dentro del agua en medio de un vórtice, las casas de la calle, y la gente se movía como en círculos a mi alrededor. Mi garganta se obstruyó y mi aliento ni entraba ni salía. Mi corazón latió primero de alegría y luego frenéticamente protestando por la presión: me golpeaba mucho más fuerte de lo que lo había hecho últimamente durante el extenuante ascenso a las montañas.

Me tambaleé y tuve que cogerme de un poste de antorcha que estaba cerca. «¡Zaa! —gritó ella, cogiéndome. No la había visto correr hacia mí—. ¿Estás herido? ¿Estás enfermo?». «¿Eres de verdad Zyanya?», alcancé a decirle con una voz débil que apenas podía salir de mi garganta. La calle según mi vista se había oscurecido, pero aún podía ver el brillo de aquel mechón de pelo blanco en su cabeza. «¡Querido mío! —fue todo lo que ella dijo—. Mi viejo… y querido… Zaa…», y me apretó contra su pecho suave y caliente. Dije lo que era obvio a mi mente turbada. «Entonces no estás aquí. Yo estoy allá. —Me reí de la dicha de estar muerto—. Me has esperado durante todo este tiempo… en la frontera de ese lejano país…». «No, no, no estás muerto —me susurró—. Sólo estás cansado. Y yo fui una imprudente. Tenía que haber aplazado la sorpresa». «¿Sorpresa?», pregunté. Recobrando mi visión, levanté los ojos de su pecho a su cara. Era la cara de Zyanya, y era tan bella que estaba por encima de la belleza de otras mujeres, pero no era la Zyanya de veinte años que yo recordaba. Su rostro era tan viejo como el mío, y los muertos no envejecen. En alguna parte, Zyanya aún era joven, y Cózcatl más joven todavía, y el anciano Glotón de Sangre seguía sin envejecer más, y mi hija Nochipa sería siempre una niña de doce años. Sólo yo. Nube Oscura, había quedado en este mundo para tolerar la edad más oscura y nublada de los nuncas.

Beu Ribé debió de ver algo terrorífico en mis ojos. Me soltó y con cautela caminó hacia atrás. El loco latir de mi corazón y todos los demás síntomas provocados por la impresión habían cesado, sólo sentía frío por todas partes. Me paré bien derecho y dije con aspereza: «Esta vez lo pretendiste deliberadamente. Esta vez lo hiciste a propósito». Seguía alejándose despacio y me dijo con una voz que temblaba: «Pensé… tenía la esperanza de agradarte, que si tu esposa se veía otra vez como tú la habías amado a ella… —Cuando su voz llegó a un susurro, aclaró su garganta para decir—: Zaa, tú sabías que la única diferencia visible entre nosotros era su cabello». Dije entre dientes: «¡La única diferencia!». Y descolgué de mi hombro mi bolsa de agua, vacía. Beu continuó desesperadamente: «Así que anoche, cuando el mensajero me informó de tu regreso, preparé agua de cal y me pinté este mechón. Yo pensé que así… me aceptarías… por lo menos por un tiempo…». «¡Pude haber muerto! —le grité—, y lo hubiera hecho con gusto, ¡pero no por ti! Te prometo que éste será el último de tus malditos trucos, de las hechicerías e indignidades que has dejado caer sobre mí». Tomé con mi mano derecha las correas de mi bolsa de cuero y con la izquierda cogí a Beu por la muñeca y se la retorcí hasta que la hice caer en tierra. Ella gritó absurdamente: «¡Zaa, ahora tú también tienes canas en tu pelo!».

Nuestros vecinos y algunos transeúntes se detuvieron en la calle sonrientes, cuando vieron a mi esposa correr a abrazar al viajero que regresaba a casa, pero dejaron de hacerlo cuando empecé a golpearla. En verdad que habría podido matarla a golpes si hubiera tenido la fuerza suficiente para hacerlo, pero estaba cansado, como ella misma había dicho; yo ya no era joven como ella había hecho notar. Aun así, las correas como látigos desgarraron la delgada tela de su ropa, convirtiéndola en tiras y esparciéndola alrededor, de tal manera que ella quedó allí casi desnuda, a excepción de unos cuantos jirones que le colgaban del cuello. Su cuerpo, de un cobre color miel, que pudo haber sido el de Zyanya, quedó marcado con rojos latigazos, pero no tuve suficientes fuerzas como para abrirle la piel y sacarle sangre. Cuando ya no pude azotarla más, ella ya se había desmayado por el dolor. La dejé allí tirada, desnuda, a la vista de todo el que la quisiera ver, y tambaleando subí la escalera de mi casa, otra vez sintiéndome medio muerto.

La vieja Turquesa, más anciana aún, observaba amedrentada desde la puerta. Como no me quedaba voz, sólo pude gesticular para que fuera a atender a su ama. De algún modo pude subir al segundo piso de la casa y me encontré con que sólo estaba preparada una recámara: la que había sido mía y de Zyanya. La cama estaba cubierta de suaves cobijas y la de encima estaba desdoblada por ambos lados. Maldiciendo, me arrastré al cuarto de los huéspedes e hice un gran esfuerzo para sacar y desenrollar las cobijas guardadas ahí, para luego tirarme de cabeza en ellas. Me sumí en el sueño, como algún día caeré en la muerte y dentro de los brazos de Zyanya.

Dormí hasta el mediodía del día siguiente y cuando desperté la vieja Turquesa se encontraba espiando ansiosamente, fuera de mi puerta; la de la recámara principal estaba cerrada y no se oía ningún ruido. No pregunté por la salud de Beu, sino que le ordené a Turquesa que preparara mi baño y las piedras para el cuarto de vapor, que sacara ropa limpia y que empezara a cocinar, pero que cocinara una comida abundante. Cuando por varias veces me bañé y sudé alternativamente, me vestí, bajé y me senté a beber y a comer como por tres hombres.

Mientras la sirvienta me servía un segundo plato y tal vez una tercera taza de chocólatl, le dije: «Voy a necesitar la armadura acojinada, las insignias y las armas de mi traje de campeón Águila. Cuando termines de servirme, sácalos de donde estén guardados y encárgate de que sean desempolvados y de que todas sus plumas estén arregladas y acomodadas, y que todo esté en orden. Pero ahora mándame a Estrella Cantadora». Con voz temblorosa me dijo: «Siento decirle, mi amo, que Estrella Cantadora murió de frío el invierno pasado». Le dije que me entristecía saberlo. «Entonces tendrás que hacerlo tú, Turquesa, antes de que arregles mi traje. Irás al palacio…». Me interrumpió reculando: «¿Yo, mi amo? ¿Ir al palacio? ¡Pero los guardias ni siquiera me dejarán acercarme a la gran puerta!». «Si les dices que vas de mi parte te dejarán pasar. —Y agregué con impaciencia—: Debes darle un recado al Uey-Tlatoani y a nadie más». Me interrumpió otra vez: «¿Al Uey…?». «¡Calla, mujer! Esto es lo que debes decirle. Memorízalo. Sólo esto. “El emisario del Venerado Orador no requiere de más descanso. Nube Oscura ya está preparado para empezar su misión, tan pronto como el Señor Orador pueda tener lista su escolta”».

Y así sin haber visto a Luna que Espera otra vez, fui al encuentro de los dioses que esperaban.